Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 68 • octubre 2007 • página 8
1. La salida de la Edad Media
Los últimos siglos de la Edad Media asisten a un profundo cambio de la mentalidad del mundo occidental, tan profundo y radical que ha merecido el nombre de renacimiento. Por una parte se conoce la Antigüedad directamente en sus propios documentos de historia y filosofía y en sus obras de arte, sin pasar por el filtro de una interpretación escolástica, árabe o cristiana. El mundo romano o griego es primero y principalmente, una hazaña humana, del todo irrepetible.
Este descubrimiento de las raíces humanas más hondas va acompañado de un entusiasmo colectivo, porque el hombre europeo vuelve a asistir nada menos que a su nacimiento. Y a su vez este volver a nacer, este renacimiento, suprime toda la capa de adherencias, que a lo largo de más de mil años de historia ha ido ocultando su primera forma de vida, y permite reproducir los gestos y las vivencias primeras desde las que fue posible que empezase a ser lo que efectivamente es.
El Renacimiento vuelve a dar valor al mundo profano, y abre al hombre un nuevo y gigantesco repertorio de posibilidades. Los humanistas recorren gozosamente las actividades más diversas y son al propio tiempo artistas, poetas, filósofos, ingenieros, científicos, como niños recién nacidos que quieren disfrutar y agotar la vida.
Por otra parte los siglos XV y XVI asisten al nacimiento de los primeros estados modernos, completamente distintos de los otros regímenes políticos de la Edad Media, doblemente interferidos por la acción de los emperadores y de los Papas de Roma. Es cierto que, ya en el año 1300, los reyes de Francia se han opuesto frontalmente con éxito al poder de la Iglesia, y que muy poco después el traslado a Avignon y el Cisma de Occidente acentúan este primer intento de autonomía del poder civil, pero faltan todavía casi doscientos años para que las naciones más viejas de Europa se articulen en estados soberanos con finalidad específicamente temporal.
Ni siquiera el espectacular imperio de Carlos I, ya en medio del siglo XVI, cambia la marcha imparable de la historia, a pesar de que una acumulación prodigiosa de azares pone en sus manos a casi toda Europa. Carlos pretende cambiar el antiguo Imperio medieval en una «Respublica christiana», donde quepa el pluralismo religioso que de otra manera amenaza fragmentar la cristiandad. Pero incluso esa idea genial, apadrinada por el gran Erasmo de Rotterdam, se frustra, y el Imperio, esta vez puramente nominal, pasa a su hermano Fernando, que se enfrenta al Concilio de Trento, proclamando la libertad de conciencia de todos los súbditos.
Desde entonces la política es absolutamente independiente de toda institución religiosa y hace frente también a un ámbito propio. Maquiavelo, que a caballo entre los dos siglos, ha vivido primero y después pensado y escrito su Príncipe, es el más ilustre representante de esta desacralización del poder. La conquista y el mantenimiento de los principados tiene que seguir normas de acción que son válidas al margen de cualquier ideario moral y que funcionan a modo de una técnica para conseguir el poder.
En fin, durante la Edad Media, el primado del rey sobre sus vasallos naturales, los señores feudales, tiene un carácter puramente nominal. El rey es como el presidente honorario de cado uno de los grandes reinos de la cristiandad, y siempre que ha querido realizar su poder y anular el de los nobles tiene que hacer frente a una tenaz resistencia durante muchos siglos invencible. Las naciones de Europa son un mosaico de señoríos independientes, cada uno con sus monedas, su sistema de impuestos, sus vías de comunicación cerradas al exterior, y en consecuencia un comercio y un mercado esquelético.
Esta relación cuasi religiosa entre el rey y sus vasallos cambia de signo en estos mismos siglos y se convierte en un dominio mucho menos reverencial y mucho más efectivo. Los burgueses, que ya gobiernan las comunas, van a ser la clave de esta revolución política, pues necesitan ampliar sus mercados y defienden un poder central que comunique entre sí a todas las comarcas de cada nación dándoles al mismo tiempo homogeneidad. Las primeras monarquías absolutas son el resultado de esta unión del rey con sus ciudadanos comunes para lograr todos juntos un mayor poder político y económico, marginando la forma de gobernar y la economía medieval.
La nueva economía
Durante la Edad Media la unidad económica está constituida, de un lado por el castillo y sus tierras, de otro por las comunas y sus barrios de artesanos. Este mercado, extraordinariamente restringido, se amplía gracias a la revolución del rey y los burgueses y a la creación en el centro de Europa de los primeros estados nacionales. Al mismo tiempo la ampliación del espacio económico permite poner en funcionamiento todas las fuerzas productivas, que hasta entonces estaban dormidas.
El poder del rey absoluto todavía favorece más este desarrollo de la industria y del comercio al crear unas condiciones de vida tan fáciles de ver como eficaces. Desaparece la fragmentación feudal, una policía cada vez más eficiente garantiza la seguridad de los caminos, el cuño real unifica en cada nación el sistema monetario, los pesos, las medidas y los impuestos son también los mismos, aparece lo que ahora se llama una infraestructura económica, compuesta por carreteras, canales y puertos, y en fin, un primitivo código de derecho mercantil cierra y complementa este primer adelanto de un mercado común.
Al mismo tiempo que se potencia el comercio, empieza a cambiar la forma de producción para multiplicar el número de mercancías. Es cierto que ya en la Edad Media y en las ciudades, las corporaciones gremiales organizan sus trabajos de acuerdo con ordenanzas sociales y técnicas en extremo restrictivas. Los maestros artesanos sólo consiguen este título después de presentar a un tribunal del propio gremio su obra maestra, pagar una fuerte suma y demostrar su labor durante años como oficial. Todas estas condiciones permiten mantener un número limitado de maestros patronos, mayor o menor según sean las necesidades del mercado de cada ciudad. Por otra parte cada uno de ellos tiene un número muy limitado de aprendices y esta circunstancia corta de raíz toda posibilidad de división del trabajo.
Sin embargo en los últimos siglos del medievo y de una forma mucho más general en el XVI en las villas y ciudades que no están sometidas a las ordenanzas, y todavía más en el campo y en las nuevas industrias surgidas al margen de los gremios, va apareciendo una nueva forma de producción, el trabajo libre. Cualquier ciudadano que tenga suficiente iniciativa, imaginación y dotes de organizador, y por supuesto capacidad económica, puede montar su propio taller sin contar con el reglamento de ninguna corporación. Además dispone de un número indefinido de operarios, que en la mayor parte de los casos producen una sola mercancía en equipo, dividiendo entre ellos los sucesivos pasos del trabajo y multiplicando el número de unidades que se ofertan en el mercado. Por otra parte la unión de la monarquía y de los burgueses debilita los viejos gremios, pues los reyes intervienen vendiendo títulos de maestría, dispensando a un número creciente de artesanos de su «obra maestra» y tomando a su servicio operarios libres.
El nuevo sistema de producción va acompañado de una serie de factores que lo complementan y lo hacen posible y hasta necesario. Los viajes oceánicos y concretamente el paso del Cabo de Buena Esperanza y el descubrimiento de América, gracias al esfuerzo conjunto de marinos portugueses y españoles, convierten de golpe una economía hasta hace poco municipal, en un comercio y una comunicación que abarca a todo el orbe. La llegada de América, vía España, de una enorme cantidad de oro que se esparce por toda Europa, permite acumular riquezas de modo indefinido y proporciona un capital circulante, sólo comparable por su magnitud al espacio económico que tiene que cubrir.
En esas condiciones la producción artesanal está condenada a desaparecer o en todo caso a ocupar un lugar marginal, siendo sustituida por el trabajo libre en equipo. Los ciudadanos que montan un taller procuran que su eficacia sea máxima y simplifican lo más posible el movimiento de los operarios encargados de cada uno de los momentos del proceso productivo. A su vez esta simplificación va a permitir sustituir la energía humana por las fuerzas de la naturaleza después de descubrir la cantidad y la dirección del movimiento que producen. Hacer trabajar a la naturaleza a través de las máquinas es el último objetivo de la economía moderna y la función de la nueva ciencia que nace en los siglos XVI y XVII.
La revolución protestante
Los profundos cambios políticos y económicos que tienen lugar en Europa a partir del siglo XV, y la recuperación de la Antigüedad a través del Renacimiento crean un nuevo espacio de vida, donde se pueden ensayar proyectos hasta entonces impensables. Los reformadores protestantes, y sobre todo Lutero, Calvino y Zwinglio, trasforman las estructuras eclesiales y la propia mentalidad religiosa medieval a través de un movimiento que potencia y es el complemento y cierre de la nueva sociedad. La reforma religiosa, según esto, forma parte de la mutación global que el hombre europeo protagoniza y sufre a comienzos de la edad moderna.
El protestantismo, en primer lugar, simplifica al máximo la Iglesia y la propia vivencia religiosa. La complicada organización jerárquica del catolicismo medieval queda abolida bruscamente y cada uno de los fieles puede acceder directamente a la lectura de la Biblia e interpretarla sin interferencia de ninguna autoridad superior. La liturgia se concentra en los dos sacramentos fundamentales, el bautismo y la cena, desapareciendo toda la parafernalia de obras piadosas, indulgencias, culto a las reliquias, ayunos o abstinencias. Las comunidades reformadas funcionan de forma autónoma, dirigidas individualmente por pastores, cuya misión no tiene carácter sacramental, o colectivamente por el equipo de miembros de cada iglesia, el «presbiterium».
Los protestantes tienen un catecismo tan simple como su propia organización eclesial. Para empezar la fe no depende de ningún razonamiento filosófico –pues Dios es una realidad absolutamente otra que se escapa a cualquier determinación de la razón humana– ni tampoco de ninguna hazaña moral –pues decir eso es tanto como poner la voluntad humana por encima de la omnipotencia divina–. Es una gracia concedida de modo incondicional, que trasforma al hombre en su misma raíz haciendo de él un árbol sano, que por naturaleza ha de producir buenos frutos.
En cuanto a la escatología, es también sumamente sencilla. El hombre no puede resolver, ni siquiera plantear el problema de la trascendencia, porque las categorías tomadas del mundo tempoespacial –las únicas de que dispone– son por definición radicalmente inadecuadas para un horizonte donde se anulan el tiempo y el espacio. La esperanza cristiana implica necesariamente un desconocimiento total de su objeto y es únicamente consciente de sí misma. «El cristiano –dice casi a la letra Lutero– no sabe lo que espera, pero sí sabe que espera.»
Queda por saber cómo va a ser el mundo sobre el que el hombre de fe ha de proyectar su acción. No se trata de cumplir un complicado ritual de leyes y ceremonias supuestamente piadosas, tampoco de hacer frente a un universo trascendente, por principio totalmente desconocido e imposible de conocer. El cristiano se abre al mundo de todos los días y sobre él desarrolla su existencia. Lutero afirma –siguiendo de cerca a San Pablo– que cada uno debe permanecer en la propia situación existencial en que ha sido llamado y que el cumplimiento del deber civil es la señal y el fruto espontáneo de la vida del cristiano.
Esta atención al mundo profano va a ser todavía más acusada en Calvino, un lector fiel del Antiguo Testamento y un intérprete de su escala de valores. Según él la fe y la predestinación de Dios se manifiesta en el trabajo y en la riqueza que es su efecto. Desde ahora esta mística del trabajo se integra en la mentalidad de los grupos reformados y muy especialmente en los calvinistas y sus sucesores presbiterianos de Escocia y de Norteamérica. No es ningún azar que actualmente el mapa de los países ricos coincida casi al cien por cien con el de aquéllos que han protagonizado la reforma o por lo menos la han conocido y asumido, pues esos mismos países son ya desde el siglo XVI el centro de la nueva ciencia y de la técnica salida de ella.
Nicolás Copérnico
Es muy difícil situar en la historia de la filosofía y la ciencia la singular figura de Nicolás Copérnico. Por los años en que vive –1473-1543– está en la mitad exacta del camino que va desde los modernos hasta los primeros físicos que usan el experimento y el lenguaje matemático. Pero además su teoría y hasta sus observaciones pretenden ser el complemento y la culminación de los más eminentes y provocativos sabios de la antigüedad.
En realidad Copérnico prolonga y termina la larga aventura iniciada por Occam y sus discípulos, pero al propio tiempo preludia toda la astronomía de los siglos XVI y XVII. Su obra monumental Sobre las revoluciones de los orbes celestes es la culminación de un edificio construido a través de muchos años en todas las universidades de Europa y el embrión o la maqueta del nuevo mundo que está al nacer.
El astrónomo polaco no se puede considerar como una especie de Galileo frustrado porque los principios, el método y la escuela que influyen en los dos son radicalmente distintos. Ciertamente que Copérnico, igual que todos los modernos, consigue construir una imagen del mundo y del cielo que será el marco de las aventuras técnicas y científicas de los siglos XVI y XVII, pero lo hace desde los propios supuestos de la última ciencia medieval.
Copérnico estudia en la universidad de Cracovia, que desde el año 1397 ha adoptado la «via modernorum». Sus posteriores estudios en Bolonia, donde conoce la doctrina de los pitagóricos y de Aristarco de Samos a través de los documentos clásicos y de los maestros griegos recién llegados de Bizancio, contribuyen a dar autoridad al principio de economía y a ampliar el ámbito de su aplicación.
Cuando después de muchos años de investigación se decide a poner por escrito sus hallazgos, presenta un sistema astronómico que simplifica los movimientos de la Luna, el Sol y los planetas y abrevia el número de las esferas celestes. Asombra la genialidad de sus hipótesis, tan sencillas como ricas en resultados. Y asombra también la facilidad con que las defiende de las críticas, aparentemente invencibles, de la física de los antiguos. Pero no hay en su obra ni uno solo de los rasgos que van a definir la ciencia del siglo XVII.
Para empezar por lo más importante, Copérnico no utiliza el experimento, es decir, una observación controlable, repetible y artificial. Solamente contempla una vez las posiciones de los cuerpos celestes, y en una hazaña increíble compara está única y natural experiencia, practicada desde el paralelo de Cracovia, con otra observación también individual que trece siglos antes había hecho el astrónomo Ptolomeo desde el paralelo de Alejandría.
Copérnico tiene todo cuanto no hace falta para ser un científico experimental, empezando por algo que las ciencias positivas han perdido, un asombroso sentido de la historia. Sus diálogos con Ptolomeo a través de un espacio de doce siglos son además un canto épico a los cuerpos celestes y a sus movimientos rítmicos sometidos a medida. Sus observaciones son irrepetibles y naturales porque así es también el mundo que por medio de ellas se conoce y porque carece de los instrumentos artificiales de observación y de los sistemas de medida convencionales creados un siglo después.
Su falta de consideración a las matemáticas es también escandalosa. En un arranque de optimismo llega a decir que en el caso de que en sus observaciones tengan un error menor de diez minutos de grado se consideraría tan famoso como Pitágoras al descubrir su teorema. Esto no quiere decir que sea un observador pésimo ni un matemático cínico sino algo más radical. Quiere decir que el tipo de ciencia que está construyendo es totalmente distinta de la que se hará después, a partir del siglo XVII. Sigue siendo efectivamente la ciencia de los modernos.
Copérnico parte de la evidencia inmediata de los fenómenos físicos y astronómicos tal como se dan a la intuición natural. Procura después englobarlos a todos en un sistema de leyes que únicamente tienen que cumplir la condición de ser consistentes. Finalmente elige entre todas las posibles relaciones no contradictorias aquélla que con una sencillez mayor sea capaz de explicar un número más amplio de realidades. Son precisamente los tres principios de la filosofía de los modernos.
Por supuesto, Copérnico, igual que los pitagóricos en la antigüedad y Nicolás de Oresmes un poco antes que él, afirma la rotación de la Tierra alrededor de su eje, porque explica gracias a una sola causa el movimiento aparente diurno de los infinitos cuerpos celestes. Sólo queda dar razón de los vaivenes irregulares de los planetas, que resisten a todo cálculo simple y complican increíblemente la astronomía.
Ahora bien, como ya está admitido que la Tierra se mueve, y como además este movimiento simplifica el de las estrellas fijas, surge una tentación casi irresistible de explicar el aparente proceso errante de los planetas por medio de otro movimiento terrestre, también circular. De esta forma Copérnico explica el mapa del cielo a partir de dos únicos principios, muy sencillos.
El Sol tiene dos movimientos circulares alrededor de la Tierra, el que señala los días y las noches y el anual. Si uno de ellos es aparente no hay razón para que el otro no lo sea. Es perfectamente posible que la Tierra gire anualmente en torno al Sol, produciendo los mismos efectos que el proceso inverso. Ni la evidencia ni la no contradicción obligan a elegir una de las dos alternativas.
También es posible que el resto de los planetas desplieguen sus movimientos alrededor del Sol. En este caso la composición de su trayectoria circular y de la traslación también en círculo de la Tierra produce un movimiento aparente que se corresponde con el que Ptolomeo había calculado como resultante de los deferentes y epiciclos de cada planeta.
De esta forma, a partir de una causa única, la posición del Sol en el centro del sistema y por consiguiente la traslación de los demás planetas, incluida la Tierra en torno a él, se explica de golpe todo cuanto la física antigua había intentado entender inútilmente. La increíble complicación de docenas de esferas excéntricas que se mueven alrededor de la Tierra, constituida en señora del universo queda cambiado por el simple giro circular de seis cuerpos en velocidades y tiempos distintos pero constantes. El principio de economía ha logrado su éxito más espectacular.
Falta por defenderse de las críticas que los antiguos, y el primero de ellos el mismo Ptolomeo, han hecho al presunto movimiento de la Tierra. Las dos primeras objeciones se refieren a la rotación en torno al eje. La contestación de Copérnico salva de contradicciones a la teoría de Oresmes y de todos sus compañeros de doctrina.
Según Ptolomeo si la Tierra se moviese causaría por su velocidad un viento artificial que desviaría a todos los cuerpos que caen de su vertical, llevándolos en torbellino. Copérnico contesta que la Tierra arrastra en su rotación a la atmósfera y que todos los cuerpos contenidos en ella están sometidos a un movimiento inercial, en todo semejante al que tendrían si el sistema estuviese en reposo.
La réplica de Copérnico es perfecta. Habría que retroceder hasta Guillermo de Occam para encontrar un adelanto de esta teoría según la cual la inercia afecta al mismo movimiento uniforme. En todo caso, por su punto de partida y por sus conclusiones en torno a la rotación de la Tierra, esta primera defensa tiene todavía sentido en la física moderna.
La segunda réplica de Copérnico recuerda otra vez a Nicolás de Oresmes y a sus «bellos y varios argumentos para demostrar que la Tierra –y no los cielos– es movida con movimiento diario». Efectivamente en este caso el astrónomo polaco retuerce los razonamientos de sus adversarios, volviéndolos en contra de ellos.
Ptolomeo y los antiguos dijeron que el movimiento en rueda de la Tierra tendría tal velocidad que forzosamente había de romper y reducir a polvo a todos los cuerpos. Esta vez la contestación de Copérnico es contundente. Como en un mismo tiempo la velocidad es proporcional al espacio recorrido, y como la circunferencia que tienen que caminar cada día las estrellas es infinitamente mayor que el círculo supuestamente trazado por la rotación terrestre, entonces la velocidad de los cielos tiene que ser también mucho mayor que la de nuestro globo. La violencia del movimiento circular y su posible efecto catastrófico será mayor y más visible si se acepta la hipótesis de Ptolomeo.
Hasta ahora Copérnico ha defendido la rotación de la tierra con éxito. Falta ver si puede superar las objeciones que desde la antigüedad se hacen a una hipotética traslación de la Tierra alrededor del Sol o del Fuego Central. Según esas críticas el cambio de posición de la Tierra en el espacio altera el ángulo desde el que se ven las estrellas y por consiguiente tiene que producir una trasformación en el mapa de los cielos.
La primera y última contestación a esta dificultad es obra precisamente de Copérnico. Según él la distancia de la Tierra a las estrellas es tan infinita que comparada con ella la órbita terrestre se puede asimilar a una magnitud infinitesimal como es el punto central de una circunferencia. Situados en ese punto que a efectos empíricos es como el centro del mundo, el aspecto de los cielos permanece invariable.
La réplica a todos los ataques de los astrónomos antiguos cierra así el sistema de Copérnico y traza el marco que él se encargará de rellenar mediante la observación minuciosa y cotidiana de todos los fenómenos de los cielos. Su astronomía es simultáneamente la culminación de toda la ciencia de los modernos y la preparación de la física experimental.
2. La primera ciencia experimental
Los científicos del siglo XVI están favorecidos por una serie de circunstancias, que aunque son diferentes y afectan a la existencia humana en aspectos muy lejanos, sin embargo todas ellas ponen en un primer plano al mundo natural y social. Precisamente por eso estos nuevos pensadores tienen una figura bien distinta de los humanistas del Renacimiento y de los filósofos que en la última Edad Media siguen la vía de los modernos. Y lo primero que cambia es el campo de sus estudios y de su acción.
Copérnico o Leonardo –para citar sólo los dos más grandes y brillantes científicos del siglo XV– se dedican a agotar el repertorio de todas las posibilidades de la existencia humana. Son escritores, tramoyistas, filósofos, teólogos, diplomáticos, economistas, médicos o poetas. Este mundo es para ellos el escenario donde el hombre debe realizarse, ensayando hazañas tan variadas como sorprendentes.
Por el contrario, los primeros astrónomos de observación –Tycho Brahe y su ayudante Kepler– están especializados en una actividad, la científica, y dentro de ella en una rama muy determinada, la astronomía y las matemáticas. Esto es mucho más importante de lo que a primera vista parece, porque significa que se ha invertido el sentido de la relación entre el hombre y su mundo. Ahora no se trata de representar una brillante obra de teatro sobre un escenario indiferente, sino más bien de proyectarse sobre las cosas del entorno para conocerlas, medirlas y someterlas a control.
La segunda gran diferencia entre el conocimiento de los nuevos físicos y los últimos sistemas del renacimiento radica en el mismo carácter y método de la ciencia. Leonardo adivina, sin recurrir a la experiencia, nada menos que la ley de la inercia, la circulación de la sangre y la posición central del Sol en el sistema planetario. La clave de estas adivinanzas y de otras que no tuvieron un porvenir tan feliz está en el principio según el cual se debe explicar el universo físico de la forma más sencilla posible.
Lo más notable de la ciencia de Leonardo es que, además de todo esto, adivina cómo tienen que ser los sucesivos pasos de la experiencia, pero sin hacer en absoluto uso de ella. Pasar de una observación repetida a una hipótesis matemática suficientemente razonable, y descender luego en sentido inverso desde el principio matemático a sus realizaciones en la experiencia, es la forma más simple de explicar la conexión del mundo real con el otro universo de los números, sin que ello quiera decir que un humanista tenga que gastar su tiempo en una labor tan prosaica y tan monótona. Algo parecido le sucede a Copérnico, que a pesar de su construcción astronómica, no utiliza prácticamente el experimento.
La física astral del siglo XVI es absolutamente diferente, porque cambia el procedimiento para conocer con toda seguridad la construcción del universo. Desde ahora se hace un uso generoso de la experiencia, es decir de una observación reiterada, controlada y artificial. Aparecen los primeros laboratorios, se fabrican instrumentos de medición cada vez más precisos y se exige que los fenómenos sigan con toda exactitud leyes matemáticas.
Al hacer historia de la física del siglo queda la extraña impresión de de que sus representantes más ilustres están muy por detrás de Leonardo y Copérnico y de sus intuiciones. Pero en realidad sucede que los pensadores renacentistas no cargan con el peso muerto de las observaciones repetidas y controladas, y aplican el principio de sencillez con el mismo desparpajo que sus lejanos antepasados pitagóricos. Por eso cuando aciertan –y aciertan muchas veces– pueden caminar más de prisa y llegar antes que quienes forzosamente se han de atener a la experiencia.
Desde el siglo XIV los filósofos llamados modernos han intentado explicar el mundo físico con la intervención de un número mínimo de causas. Los científicos del Renacimiento siguen este mismo camino, hasta tal punto que muchas veces subordinan la experiencia posible o actual a esa ley de simplicidad. Desde Tycho Brahe se invierte el método, de tal forma que la hipótesis más sencilla es la que explica la mayor cantidad de observaciones debidamente contrastadas. En este sentido la ciencia que a partir de ahora se construye en Europa es una novedad total.
El primer observatorio
Tycho Brahe nace en el año 1546 en Knudstrup, que en ese tiempo pertenece a Dinamarca. Después de estudiar en las universidades de Leipzig, Wittenberg y Basilea, matemáticas y astronomía, consigue tanta fama en los ambientes cultos de Europa –probablemente por la novedad de su método– que el rey danés Federico II le nombra su astrónomo real y le concede una sustanciosa pensión y el uso de la isla de Huen, situada en el estrecho que separa Copenhaghe y Elsinor. Allí monta Brahe el primer observatorio astronómico, Uraniborg, amueblado con gran lujo y equipado con toda suerte de aparatos de precisión, hasta tal punto que muy pronto la generosa pensión inicial es insuficiente y debe ser ampliada.
Tycho tiene que construir sus propios instrumentos de medida, cosa tanto más necesaria cuanto que el telescopio es todavía desconocido. Naturalmente un aparato será más preciso si su magnitud es mayor y la desviación angular de una estrella con relación a él más fácil de percibir. Pero cuando un instrumento es muy grande se encorva bajo su peso de tal forma que la inclinación causada por la curvatura no compensa la precisión conseguida con su mayor tamaño. Por todo esto, el astrónomo real tiene que introducir una serie de ingenios diseñados por él.
Las mediciones practicadas desde ese primer observatorio están producidas artificialmente por el observador y en consecuencia son repetibles un número infinito de veces y están controladas. Este método es completamente distinto al de Copérnico, que se mueve en el mundo común y en consecuencia señala una o muy pocas posiciones de cada planeta, comparándolas con las que Tolomeo ha descrito hace mil trescientos años. Tycho Brahe tiene la idea, hasta él inédita, de multiplicar las experiencia y precisarlas y asegurarlas cada vez más por medio de las nuevas máquinas.
De esta forma, el científico, en este caso el astrónomo, no tiene que basar sus hipótesis en algo tan sumamente vago e impreciso como es la observación más perfecta. Al contrario, puede al mismo tiempo asegurar un dato repetido en experiencias independientes, y promediar dichas experiencias para que los errores posibles se anulen. Este nuevo procedimiento de medición garantiza una precisión casi absoluta y permite el uso de un lenguaje también artificial, el de las matemáticas, con toda su exigencia de total exactitud.
Todavía se debe agradecer a Tycho Brahe que haya dado continuidad a todo este esfuerzo de construcción de instrumentos y de reiteración de observaciones, acertando al nombrar sucesor. Efectivamente, después de la muerte del rey Federico de Dinamarca deja de ser astrónomo oficial de su reino, y con esta ocasión el Emperador Rodolfo le invita a trasladarse a Praga para continuar sus trabajos científicos en compañía de sus instrumentos y de una infinita y segura cantidad de datos, mil veces contrastados. Estando en Praga recibe un extraño libro que combina la hipótesis heliocéntrica con una teoría pitagórica, según la cual los planetas se organizan en esferas sucesivamente inscritas y circunscritas a los cinco sólidos regulares.
Tycho Brahe acusa recibo, y contesta al autor Johannes Kepler diciéndole desabridamente que antes de buscar armonía y sencillez en el mundo es preciso describir con paciencia y exactitud todos los hechos de experiencia. Después de este jarro de agua fría donde se compendia la oposición del nuevo método experimental a la forma de pensar de los modernos y los renacentistas, Tycho llama a Kepler para que sea primero su huésped y después su ayudante, y heredero del trabajo de observación acumulado durante tantos años. Cuando Kepler llega a Praga, cerca del año 1600 tiene ya treinta años y ha pasado por las universidades protestantes de Tubinga y Graz.
La astronomía nueva
En principio parece que Tycho Brahe, al nombrar a su ayudante y sucesor ha hecho una elección catastrófica. Kepler, no sólo padece una agudísima miopía, sino que la acompaña con poliopsia, visión doble o múltiple de un mismo objeto. Por otra parte, cuando a mediados de 1609 publica su Astronomia nova no dispone todavía del telescopio, y su carta a Galileo en el año siguiente está llena de patéticas indirectas para que el científico italiano le envíe un modelo del preciado anteojo. Sus primeros cálculos sobre la órbita de Marte están basados exclusivamente en las experiencias que le ha dejado su maestro.
Por lo demás, la afición a la mística pitagórica de los números no es una locura pasajera de juventud, pues después de haber descubierto las dos leyes de movimiento del planeta Marte, sigue obstinado en trazar un mapa rigurosamente geométrico de los cielos. Primero quiere establecer la distancia de los planetas al sol, intercalando entre los círculos en que giran, polígonos regulares, después sustituye los círculos por esferas que se inscriben y circunscriben a los cinco sólidos de Pitágoras y Platón, y termina estableciendo una escala proporcional a la de las siete notas musicales. Únicamente cuando ve fracasar, una después de otra, todas estas aventuras, su mística matemática se conforma con descubrir una relación numérica exacta entre los tiempos de revolución y las distancias de los planetas a su centro.
Por otra parte la imaginación de Kepler no tiene límites. En cuanto sabe por su amigo Galileo que en la Luna hay montañas y valles, empieza a pensar cómo serán sus habitantes y deduce que los cráteres son urbanizaciones de los selenitas que se rodean de montañas para poder en todo tiempo soportar los rayos del sol en una atmósfera mucho más tenue que la de la Tierra. El descubrimiento de los satélites de Júpiter le convence de que en ese planeta también han de vivir joviales, pues de otra forma los cuatro cuerpos que le rodean llevarían una existencia ociosa, al no haber desde el principio nadie que los pudiese contemplar. Este hombre, que por naturaleza parece la negación del científico, va a ser el encargado de despejar todas las incógnitas y de resolver los misterios milenarios de los cielos.
Desde el año 1601 Kepler está trabajando con los datos que le ha dejado Tycho Brahe referidos sobre todo al planeta Marte, tratando de ponerlos de acuerdo con las sucesivas posiciones teóricas que ese cuerpo celeste ha de ocupar, suponiendo una órbita circular y un movimiento uniforme. Por cierto que se trata de dos supuestos comunes a todos los sistemas astronómicos, lo mismo al de Copérnico, al de Ptolomeo y al del propio Tycho Brahe. Nadie ha querido renunciar a una órbita circular y al movimiento uniforme, pues su carácter de figura geométrica perfecta y su velocidad regular permiten explicar el movimiento celeste de acuerdo con el principio de lo mejor.
Sin embargo las mediciones más precisas y reiteradas señalan siempre una desviación de 8' con relación a ese supuesto giro uniforme de Marte. Kepler después de defender de todas las maneras posibles el esquema del viejo Pitágoras, toma la decisión de abandonar las milenarias circunferencias. Además, al no estar el Sol en el centro, también la velocidad puede variar, de acuerdo con su mayor o menor distancia. Todo consiste ahora en sustituir una figura y una velocidad que no están de acuerdo con la experiencia debidamente contrastada, por otras que mantengan en el cielo hasta donde sea posible, la perfección y sencillez de las matemáticas.
Según la primera ley de Kepler el planeta Marte no describe un círculo, sino una elipse muy cerrada, uno de cuyos focos es el Sol. Nueve años después de este descubrimiento germinal, su "Astronomia Nova" (1609) extiende la ley a los demás planetas, a la Luna y a los satélites de Júpiter, desterrando definitivamente los círculos y las esferas.
La segunda ley, que empieza también en Marte y luego se generaliza, determina los cambios de velocidad de la trayectoria de los planetas y satélites según que estén más cercanos o más alejados del Sol o su centro de gravedad. Según ella las áreas determinadas por los dos focos de la elipse y las sucesivas posiciones de cada planeta tienen el mismo valor numérico en una misma unidad de tiempo. En su tercera ley, publicada en 1619 –Harmonices mundi– Kepler consigue establecer por fin en los cuerpos celestes una proporción exacta entre los cuadrados de los tiempos que los planetas invierten en su revolución y los cubos de sus distancias al Sol.
De esta forma gracias a los datos de un gran observador –Tycho Brahe– y a la imaginación barroca y la mística numérica del primero de los genios excéntricos que llenan el siglo XVII, queda desvelado para siempre el misterio de los cielos. Kepler descubre al mismo tiempo la forma de la órbita de cada planeta, sus variaciones de velocidad a lo largo del período y finalmente la relación de tiempos de revolución y distancias.
Francis Bacon
Francis Bacon nace en Londres en 1561 y tiene una biografía difícilmente compatible con su vocación filosófica y científica. Su padre Nicolás es Lord del Sello de la reina Isabel y pertenece en cuanto tal al Consejo Privado del reino, un adelanto de lo que será un moderno Consejo de Ministros. Su madre Anne es hija del preceptor del rey Eduardo VI y tiene una educación calvinista en extremo esmerada y rígida, que influye decisivamente en la forma de pensar del hijo. Además es hermana de la mujer de William Cecil, Lord Brughley, que llega a ser el primer ministro de Isabel I. Con estos precedentes familiares nada tiene de extraño que Bacon haya tenido una afición desmedida y casi exclusiva a la política donde pretende tomar parte y medrar desde 1584, cuando ingresa en los Comunes.
Se hace amigo interesado y ocasional del Conde de Essex, último favorito de la reina Isabel, pero sólo bajo Jacobo I consigue llegar a ser fiscal general . Desde su nueva posición política defiende la potestad de prerrogativa de los reyes frente al derecho consuetudinario, autoriza la concesión de monopolios arbitrarios y reprime en juicio de la forma más violenta a los que son meramente sospechosos de sedición. Jacobo I y su nuevo favorito, el duque de Buckingham le agradecen su lealtad nombrándole primero Lord del Sello Privado y después Canciller de la Cámara de los Lores, el puesto legislativo más alto de la corona.
En 1621 varios miembros de la Cámara de los Comunes presentan una serie de peticiones que acusan a Bacon de cohecho, y la cámara de los Lores comienza la investigación correspondiente. El filósofo admite todos los cargos que se le atribuyen y es condenado a una fuerte multa, la prisión en la Torre de Londres durante todo el tiempo que el rey determine, y la expulsión de la Corte y sus alrededores. Jacobo I le perdona la multa y la prisión, pero Bacon debe malvender su casa de Londres al propio Buckingham y pasar los últimos años de su vida, hasta 1626 en el campo, renunciando de muy mala gana a la vida política.
Mucho más escandalosa todavía es la relación con la ciencia de su época. Bacon critica los sistemas filosóficos todavía vigentes, tanto la filosofía de Aristóteles como el humanismo o el escepticismo de la Nueva Academia. Pero además desconoce totalmente las matemáticas, que son para él un subproducto de las ciencias de la naturaleza y en fin está totalmente ciego ante la fulminante ascensión de la nueva física en el continente.
En consecuencia somete a crítica a Copérnico y a Brahe, y por supuesto, a Kepler y a Galileo, trata sólo de forma superficial las experiencias de Gilbert, que a pesar de su carácter puramente empírico tienen una extraordinaria importancia en aquellos momentos, y lo que todavía es más desconcertante, ignora el descubrimiento de la circulación menor de la sangre, debido a su propio médico, Harvey. En una palabra, la ignorancia de Bacon con relación al contenido del conocimiento científico verdaderamente significativo del último cuarto del siglo XVI y de los primeros años del XVII es casi total.
El filósofo inglés es un verdadero modelo histórico en dos sentidos. En primer lugar porque su obra demuestra hasta qué punto el tipo de sociedad y de mundo en qué el hombre tiene que vivir influye sobre su forma de pensar, independientemente de que conozca o no a otros pensadores que se mueven en su misma dimensión. La teoría de la ciencia de Francis Bacon debe mucho a su educación calvinista, que pone de relieve la importancia del trabajo como factor de riqueza y de dominio sobre las cosas. Debe mucho también al ambiente político en que se mueve, es decir, a la monarquía absolutista inglesa de Isabel I y de Jacobo I, que hace posible el futuro desarrollo económico y técnico de Inglaterra y Escocia, definitivamente unidas. En cambio debe muy poco o nada a los hallazgos geniales de todos los científicos continentales o insulares que son sus contemporáneos.
Por otra parte, Bacon, que no es el científico ni el filósofo más original ni el más profundo de la nueva era, sí es en cambio el más representativo, porque desde él y hasta hoy ha sabido definir con exactitud el objetivo de la ciencia, que se debe prolongar en una técnica para que el hombre ejerza un dominio efectivo sobre la naturaleza. Ya su primera obra filosófica, publicada en 1605 lleva el expresivo título de El progreso del saber y su versión latina, editada mucho después (1623) Sobre la dignidad y el adelanto de las ciencias, camina en la misma dirección. En el año 1620 redacta su obra capital, Novum Organum, es decir, nuevo método de conocimiento, opuesto al que Aristóteles usaba para fundamentar la deducción y preparado para desarrollar a través de él la ciencia del mundo físico. Finalmente su utopía La Nueva Atlántida, en que presenta el ideal de un Estado-laboratorio con división del trabajo, incluso intelectual, sólo aparece después de su muerte, pero tiene tal éxito que el libro y el mismo Bacon van a ser el ideal y el numen tutelar de la primera academia de Ciencias, la Royal Society, aparecida en la misma Inglaterra veinte años después.
La lógica de la técnica
El comienzo del Novum Organum escrito en forma de aforismos, resalta en menos de cuatro líneas todo el futuro contenido del libro. El hombre –viene a decir Bacon– sólo puede actuar o entender en proporción a sus descubrimientos experimentales de las leyes de la naturaleza, y si sale de este campo no sabe ni puede nada. La novedad de este planteamiento consiste en la identificación del conocimiento con el poder y en el caso concreto de Bacon, de la ciencia experimental con la técnica correspondiente.
Un poco después explica la conexión que en cada tipo de conocimiento debe existir entre teoría y práctica. La teoría, dice poco más o menos, sirve para descubrir la causa de un acontecimiento físico, empíricamente observable. La práctica, una vez establecida y controlada la causa, permite producir a partir de ella y de acuerdo con nuestra voluntad, un determinado efecto. «Lo que en la especulación lleva el nombre de causa se convierte de esta forma en una regla de acción.»
Es la primera diferencia entre el método de Francis Bacon con relación a la lógica de Aristóteles y los escolásticos, pues ahora no se trata de vencer a un enemigo dialéctico a través de argumentos de tipo forense , sino de dominar, con la ayuda de todo los hombres, a la naturaleza. Por otra parte el Novum Organum pone el veto a cualquier razonamiento abstracto y sólo admite razones en la medida en que se puedan convertir en proyectos.
El nuevo método tiene que echar abajo todos los falsos supuestos sobre los que está montado el conocimiento humano, para después edificar en el solar vacío, respetando la razón y la experiencia. Bacon en su extraña jerga llama a estos supuestos idola, palabra que se puede traducir sin demasiados apuros por prejuicios. Hay prejuicios comunes a toda la especie humana (idola tribus), como la tendencia a encontrar en el mundo sencillez y armonía, la precipitación en el juicio, la tendencia a aceptar la explicación más sugestiva. El segundo tipo de prejuicios es típico de la mentalidad de cada hombre (idola specus) pues unos se fijan más en los detalles y los otros en el conjunto, unos veneran la antigüedad y otros sólo atienden a lo absolutamente novedoso, y sobre todo esto los creadores de algún sistema de pensamiento suelen aplicar los conceptos y los principios que tienen para ellos un interés especial.
Los prejuicios o supuestos más peligrosos son los que se derivan del mal uso del lenguaje (idola fori), o bien porque se utilizan palabras a las que no corresponde ninguna realidad, como suerte, esferas de los planetas, primer móvil, o bien –cosa mucho peor– porque los términos son tan confusos y ambiguos que no señalan a una realidad bien precisa y determinada. Francis Bacon es el primer filósofo que exige un análisis del lenguaje como parte de su método, y todos sus sucesores ingleses, hasta los más recientes, se han mantenido fieles a esta tradición.
Finalmente Bacon critica los prejuicios creados por los sistemas filosóficos anteriores a él, pues son como farsas (idola theatri) que sugestionan y engañan al espectador. Lo mismo el verbalismo de Aristóteles y todos los escolásticos, que el empirismo rudimentario de Gilbert o, lo que todavía es peor, la filosofía mezclada con teología de Pitágoras, Platón y sus escuelas, deben rechazarse, porque sólo así se podrá empezar a pensar a partir de cero, controlando todos los pasos del razonamiento. En realidad toda la teoría de los idola es una crítica más o menos directa de la forma de pensar de los antiguos y de los escolásticos, que en mayor o menor grado son víctimas de todos estos falsos supuestos.
Después de esta censura de todos sus antecesores, que fueron incapaces de construir una filosofía y una ciencia práctica, Bacon comienza a elaborar su método. Por lo pronto se trata de descubrir las causas para que sean después reglas de acción, pero hay que precisar el alcance de este proyecto. El filósofo inglés admite la causa eficiente pero la trata con cierto desprecio, pues no pertenece a la filosofía sino a la mecánica, que al parecer es un conocimiento imperfecto y subordinado. Aparte de ella únicamente la causa formal, o más brevemente la forma, es digna de estudio.
Dada una determinada propiedad empíricamente observable, por ejemplo el calor, a la que de forma temática se puede llamar "naturaleza", el trabajo de la nueva filosofía consiste en descubrir su forma. En el vocabulario de Bacon la forma es la esencia oculta y por consiguiente la causa propia de cada naturaleza. De tal manera que el primer momento de la ciencia consiste en retroceder desde la propiedad observable inmediatamente hasta su esencia o causa formal para después caminar en sentido inverso, produciendo desde esa causa la naturaleza o propiedad observable que es su efecto.
Para determinar con mayor precisión qué sea la forma lo mejor que se puede hacer es prescindir de cualquier definición y fijarse en el ejemplo que aparece en la parte final del Novum Organum, el del calor. Durante muchas páginas Bacon se esfuerza en averiguar «lo que realmente es el calor», por debajo de los infinitos fenómenos en que se muestra. Pues bien, esa esencia o definición del calor o de cualquier otra propiedad es justamente, su forma. Sólo que para llegar a ella hay que seguir un largo camino, que es justamente el núcleo del nuevo método.
La inducción
Aristóteles ha creado el método del razonamiento deductivo y lo ha desarrollado brillantemente en su Organon. Ahora bien este razonamiento es para Bacon radicalmente insuficiente, en primer lugar por su carácter tautológico, ya que la conclusión no añade nada a cuanto está contenido en las premisas y se limita a repetirlas, y en segundo lugar –y esto es mucho más importante– porque el conocimiento experimental de la naturaleza sigue un camino inverso a la deducción, pues no parte de enunciados generales, sino de datos individuales, empíricamente observables. El método de la ciencia física en consecuencia tiene que ser radicalmente nuevo, y si se quiere darle un nombre puede valer en principio el de inducción.
No se trata de una inducción completa que enuncia una ley después de recorrer todos los casos particulares contenidos en ella, ni siquiera de una inducción amplificadora, por la sencilla razón de que no es lógicamente válida, sino de una inducción exclusiva o eliminatoria. Francis Bacon es el primer filósofo que advierte que los enunciados de las ciencias de experiencia son asimétricos, en el sentido de que no se puede demostrar su verdad con un rigor lógico mínimo, pero sí en cambio se puede demostrar apodícticamente su falsedad. Sólo falta ver cómo utiliza Bacon esta inducción exclusiva para descubrir la verdadera y propia causa, la forma, de una determinada naturaleza.
Lo primero que hace Bacon es registrar minuciosamente todos los casos en que una propiedad observable, por ejemplo el calor, está presente, con el fin de hacer un informe de todas las otras propiedades que le acompañan habitualmente. Este primer registro, llamado por su inventor «tabla de presencia» permite excluir aplicando la inducción eliminatoria a cualquier otra cualidad que no haga compañía a la naturaleza investigada. En su ejemplo solamente los acompañantes constantes del calor pueden ser su causa real y propia.
Una vez que consigue este primer informe clínico, Bacon lo completa con otro, en cierto sentido opuesto. Tomando la lista de los acompañantes del calor en la primera tabla de presencia, va eliminando a todos aquéllos que siguen existiendo cuando dicho calor desaparece porque está claro que no pueden ser su causa real y propia, su forma. También en esta segunda «tabla de ausencia» funciona la mayor fuerza lógica de la instancia negativa, incluso tratándose de un único dato de experiencia, debidamente contrastado.
La «tabla de grados» sirve para garantizar al máximo los dos primeros informes y para decidir cuál es, entre dos o más acompañantes habituales, la esencia oculta, la forma o la causa real y propia de una naturaleza observable. Será lógicamente aquel acompañante cuyas variaciones son proporcionales a las de la propiedad que es objeto de estudio. Las tres tablas juntas no agotan la investigación ni llegan todavía a consecuencias definitivas, pero sí permiten una primera aproximación a la realidad del mundo físico, lo que Francis Bacon llama «primera vendimia», como cuando dice de una manera todavía muy general pero al mismo tiempo muy precisa que la esencia o forma del calor es el movimiento.
Se puede ahora resumir la marcha del método de Bacon en busca de las causas formales de cada propiedad observable. Aplicando las tablas de presencia y la inducción por exclusión infiere que todo lo que no acompaña a una naturaleza, siquiera sea una sola vez, no puede ser causa necesaria. Aplicando a continuación la tabla de ausencia y por supuesto la fuerza lógica de la instancia negativa, infiere también que todo lo que sigue existiendo en ausencia de esa misma naturaleza no puede ser su causa suficiente. Las dos tablas permiten determinar por eliminación y con rigor lógico absoluto la causa suficiente y necesaria y por consiguiente la forma propia de cada entidad observable.
Por lo demás, la lógica experimental de Bacon, no sólo quiere averiguar las causas para producir a partir de ellas los correspondientes efectos, pues además exige que las observaciones sean reiterables y en consecuencia abiertas a la crítica pública. Frente a las ciencias llamadas ocultas, que todavía en el tardío Renacimiento daban sus últimos coletazos, el filósofo inglés presenta un ambicioso programa de cooperación científica y presiente que el conocimiento va a ser cada vez más un producto social. En resumen la genialidad de Bacon no consiste en el desarrollo de una ciencia, sino en el establecimiento del cuadro social y del método que la encuadra.