Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 69 • noviembre 2007 • página 3
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Es de suponer que sobre la etimología del término probablemente haremos bien en otorgar una mayor credibilidad a lo que nos dice Platón que a la propuesta hecha por Voltaire en su Diccionario, y entenderlo, en consecuencia, no en el sentido de «emoción de las entrañas, agitación interior», sino derivado de ένθουσιασμός, que significaría algo así como endiosamiento o posesión divina, un estado en el que se encontraría aquél que
«apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es tachado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es “entusiasmado”» [Fedro, 249d].
De todos modos, tampoco Voltaire se halla en exceso descaminado, ya que seguramente es cierto que el entusiasmo tiene mucho de emoción (incluso nacida en las entrañas, porque toda emoción provoca no sólo una alteración del ánimo, sino también del cuerpo) y de agitación interior (y esto con independencia del mayor o menor acierto filológico del ilustrado francés, e incluso de lo que de irónico pueda encerrar su propuesta, en referencia a las contorsiones de las pitonisas de Apolo), porque es muy probable que en el entusiasmo se hallen presentes
«las sacudidas de los nervios, la dilatación y el encogimiento de los intestinos, las contracciones violentas del corazón, la ascensión precipitada de las llamaradas que desde las entrañas suben al cerebro cuando nos sentimos violentamente afectados» [Diccionario filosófico, voz «Entusiasmo»],
puesto que se trata, ciertamente, de un estado afectivo de enorme intensidad, y cuyas repercusiones se dejan sentir no únicamente en el ámbito intelectual o afectivo, sino también en el somático. «Exaltación», «fervor» o «arrobamiento» son términos que, sin duda, pueden convenirle. Mas con frecuencia supone, asimismo, la fijación –obsesiva incluso— en un objeto o en un objetivo, y por ello tiene igualmente el entusiasmo, como ya sabía Platón, mucho de manía, bien que, por lo general, jubilosa y alegre, puesto que la pérdida de esos dos atributos, indicaría que, al mismo tiempo, se ha perdido el valor de aquello que entusiasmaba y el arrobamiento que traía consigo, y, por ello, aun cuando persistan la manía y la fijación obsesiva, el entusiasmo, como tal, ha devenido desencanto y frustración, que acaso puedan resultar no menos exaltados y fervorosos, pero de un carácter completamente distinto: es el entusiasmo que se experimenta al ver la luz y arribar al desengaño. Porque es un hecho que no resulta raro que el entusiasmo ciegue, que distorsione la realidad y el relieve de las cosas, haciendo perder, a la vez, toda capacidad crítica, pues si bien es verdad que supone un importante estímulo para la acción, sea especulativa o práctica, también lo es que si la razón titubea en gobernarlo, tal acción puede emprender un camino independiente de ella, y no sólo sin la razón o al margen de la razón, sino incluso contra ella: puede el entusiasmo engendrar –digámoslo de una vez— la más absoluta y completa irracionalidad. Algo que encierra ya un enorme peligro, porque no es inusual que quien está entusiasmado se crea infalible y se considere en posesión de la única y exclusiva verdad.
Y es seguramente tal amenaza, compañera inseparable del entusiasta, lo que motivó que el entusiasmo, valorado muchas veces de manera muy positiva en la antigüedad (Plotino, por ejemplo, lo entenderá como el mecanismo que conduce al éxtasis, si no como equivalente al éxtasis mismo), e igualmente en el Renacimiento (Marsilio Ficino, Pico o Bruno), a partir del siglo XVII, y especialmente en la Ilustración, comenzará a ser visto con enorme recelo.
Muy significativa es, a este respecto, la posición de Voltaire, tal como queda expuesta en el escrito al que ya hemos tenido ocasión de referirnos. En dicho artículo (aunque se admite un «entusiasmo razonable» en los poetas, para dotar de vida a sus personajes; entusiasmo que, de todos modos, sigue el camino establecido previamente por el poeta –vale decir: por la razón—), compara el ilustrado francés sus efectos a los del vino en exceso: exalta y excita, mas obnubila y destruye la razón. De hecho –dirá—:
«Es cosa muy extraña que se junten la razón y el entusiasmo»;
e incluso podría sugerirse que son disposiciones opuestas, por cuanto que a la razón, cuyo objetivo es ver las cosas como son, le sucede, contagiada por el entusiasmo, lo mismo que al individuo bajo los efectos de la bebida: padece visión doble. Y creo yo que puede añadirse, sin traicionar en exceso el pensamiento de Voltaire, que eso significa no sólo que cree ver más, sino también mejor, es decir, de forma más clara y certera. Consecuencia de ello es ese estado exultante y exaltado de quien cree hallarse en posesión absoluta de la verdad, y cuyo grado último es el fanatismo, porque el entusiasmo nace a menudo de la adhesión devota a una causa –aunque se trate siempre (asegura Voltaire) de una «devoción mal entendida»—, y de ella se alimenta y con ella se basta, con exclusión de todo lo demás. Pero no se trata de algo que se encuentre tan sólo en el ámbito de la religión –aunque por supuesto que también en ella—, porque, en general:
«El espíritu de partido presupone al entusiasmo; no existe ningún partido que no tenga sus energúmenos».
Conocido es asimismo el análisis sobre este asunto llevado a cabo por Locke [Ensayo, IV, XIX], quien, a diferencia de Voltaire, vincula el entusiasmo más directamente a la religión, o lo considera, al menos, nacido de ésta, porque aunque su radio de acción pueda ir más allá de las doctrinas propiamente religiosas, extendiéndose asimismo a otros campos, el fervor del entusiasta nace siempre del convencimiento de mantener una relación especial con la divinidad. El entusiasmo es, en efecto, según Locke, uno de los fundamentos, junto a la fe y la razón, mediante los que el ser humano otorga su asentimiento a una determinada proposición. Ahora bien, el entusiasmo,
«haciendo caso omiso de la razón, pretende establecer la revelación sin ella. Por lo que, de hecho, deshecha la razón y la revelación al mismo tiempo y la sustituye por la fantasía totalmente carente de fundamento del propio cerebro del hombre, y la asume como el fundamento de la opinión y de la conducta» [Ensayo, IV, XIX, 3].
Mas ese entusiasmo, que no halla fundamento en la razón ni en la revelación divina (porque ninguna prueba ni evidencia pueden aducirse de que así sea), «sino que surge de las nociones de un cerebro acalorado o presuntuoso» [IV, XIX, 7], concibiéndose, no obstante, como inspirado directamente con Dios, hará que cualquier individuo entusiasmado entienda como proveniente de la iluminación divina cualquier opinión, por infundada que sea, que haya tenido a bien instalarse en su mente. El entusiasta, diríamos, se tiene, en consecuencia, por infalible y se siente autorizado a defender dogmáticamente no importa qué doctrina o posición que considere dignas de estima, porque ellas han llegado hasta él no de otro modo que por inspiración divina. Y así,
«esta luz que tanto les deslumbra es un ignis fatuus que los mantiene constantemente encerrados en este círculo: es una revelación porque lo creen firmemente, y lo creen firmemente por que es una revelación» [IV, XIX, 10].
Podría reprocharse a Locke, y acaso con toda justicia, esa vinculación tan estrecha que establece entre el entusiasta y Dios (porque la fidelidad a la etimología no obliga a adquirir un compromiso tan fuerte, aunque yo no digo que ésa sea la razón por la que Locke lo hace). Después de todo, hay entusiastas ateos y agnósticos –y no son necesariamente los más inofensivos—, por lo que cabría conjeturar que existen también otras instancias que podrían arrogarse –y acaso con igual derecho— la paternidad del entusiasmo; y, entre ellas, la presunción y la estupidez no son de las que poseen menos títulos de propiedad. Al fin y al cabo, el propio Locke admite [IV, XIX, 8] que la afición a lo raro y extraordinario, la pereza, la ignorancia y la vanidad que engendra el considerarse en posesión de una forma privilegiada de conocimiento, son motivaciones muy fuertes que dificultan el desprenderse del entusiasmo y de las opiniones absurdas a las que ocasionalmente pudiera conducir. Mas si tales resortes lo mantienen, ¿qué dificultad hay en suponer que también lo generan? Si con razón podemos verlos actuando una vez dado el entusiasmo, en su fin, ¿por qué no imaginarlas igualmente en su origen? Más tarde volveremos sobre ello. Mas, como quiera que sea, ni esto es una crítica que tenga el menor peso, ni quiere ser tomada por tal, ya que, con independencia de esa génesis religiosa que le atribuye Locke, el entusiasmo es, con mucha frecuencia, ni más que lo que él dice: la renuncia a la verdad. Porque es condición de quien la ama o la busca
«no abrazar ninguna proposición con mayor seguridad de lo que sus pruebas lo permiten» [IV, XIX, 1],
y, por lo general, el entusiasta nada sabe de pruebas, sino de fidelidades: su asentimiento a una determinada proposición o doctrina no nace de la evidencia de éstas, ni de la demostración o fuerza de los argumentos que las apoyan, sino de la fe en algo o en alguien (no necesariamente Dios, aunque también, por supuesto). Y la subsiguiente adhesión a ellas «no se trata –como dice Locke— de un acto de ver, sino de creer» [IV, XIX, 10], es decir:
«están seguros, porque están seguros, y sus persuasiones son correctas sólo porque se sienten fuertes en ellas» [IV, XIX, 9].
2
Preguntar ahora qué motivos, cosas o causas pueden suscitar entusiasmo, sería pregunta absurda por inabarcable: el listado que podríamos efectuar es potencialmente infinito. Hay, sin embargo, algunos grandes grupos en los que acaso puedan encajar todos los miembros de esa supuesta lista. Y yo creo que esos grupos fueron perfectamente delimitados por Platón:
«hay dos formas de locura: una, debida a enfermedades humanas, y otra que tiene lugar por un cambio que hace la divinidad en los usos establecidos […] En la divina distinguíamos cuatro partes, correspondientes a cuatro divinidades, asignando a Apolo la inspiración profética, a Dionisio la mística, a las Musas la poética, y la cuarta, la locura erótica, que dijimos ser la más excelsa, a Afrodita y a Eros» [Fedro, 265b].
Creo que ningún error cometeremos comenzando por dejar a los poetas al margen de todo esto, principalmente porque resulta más que discutible que presa del entusiasmo se escriban grandes poemas, sino que, al contrario, parece condición esencial para ello mantener la cabeza fría y el corazón libre de cuitas, o siquiera no experimentado en ese preciso instante esa profunda emoción o sentimiento –cuando de ello trata el poema— que el poeta quiere llevar al papel. La poesía es, ante todo, una técnica y un juego –sí, y un arte, por supuesto— consistente en determinar en el lector determinados afectos mediante el uso de la palabra, y ello, además de talento, claro está, exige una atención extrema y cuidadosa, no el atolondramiento que suele derivarse de un desmedido calor sentimental o afectivo. Podemos dejarlos también porque eso de la inspiración, cuando de cualquier poiesis o creación se trata es concepto, a su vez, meramente poético, o, si se quiere, porque es probable, como pensaba Benjamín Franklin, que por cada uno por ciento de inspiración haya un noventa y nueve por ciento de transpiración. Con todo, no hay por qué considerar enteramente vacío este grupo. Entusiastas o inspirados poéticos podrían ser considerados todos aquéllos que hablan, no en nombre de la divinidad, sino en el del Alma del Mundo: los que toman un avión, y después de aterrizar un taxi, para desplazarse hasta un plató de televisión y defender, en acalorado debate, los peligros del desarrollo tecnológico y las catástrofes que hemos de esperar, y proclaman lo hermoso que sería la vuelta a una vida del todo natural –al modo del buen salvaje de Rousseau— mientras beben agua embotellada en vasos de plástico. Y lo son quienes se empeñan en intentar convencernos de que somos chimpancés o de que los chimpancés son humanos: personas todos, al fin, y hermanos por hijos del Mundo, y escriben profundas diatribas sobre el uso en la experimentación médica de pobres ratas indefensas, para, acabado el discurso, ir a que les pongan la vacuna contra la gripe o les receten la medicación para el parkinson.
Y podríamos entender que son los místicos aquéllos que, en rigor, se consideran portavoces de Dios –los entusiastas a los que primordialmente se refiere Locke—. Naturalmente, entre ellos hay diversas familias: desde el místico que confunde una crisis epiléptica o un arrebato erótico con un éxtasis, hasta el que se considera simplemente inspirado por la divinidad y beneficiario de una relación privilegiada con ella, lo que le da acceso a unas fuentes especiales de conocimiento que le autorizan a dictaminar normas y preceptos sobre la vida y la muerte, sobre lo humano y lo divino; normas que establecen claramente cuándo puedes o no puedes morirte, hacer uso de tus órganos genitales (al margen de la mera fisiología de la micción) o dónde debes colocar a San Pancracio; normas y preceptos que, sin duda alguna, han de resultar inmediatamente obvios –a través de una suerte de intuición emocional— a todos los hombres de buena voluntad.
Claro que no hay porque interpretar los grupos de inspirados como familias cerradas y sin ninguna conexión entre sí, porque es obvio, se mire como se mire, que tanto los hijos de Dios como los de Gea, tienen asimismo mucho de profetas, variedad ésta que, acaso por englobar también a las dos primeras (aunque seguramente no sólo por eso) es, ciertamente, la más amplia, y se halla constituida por todos aquéllos que, principalmente, hablan, no ya en nombre de Dios o del Mundo, sino de la Humanidad. Y que, por conocerla muy estrechamente y gozar del privilegio de ser confidentes suyos, saben en todo momento lo que más le conviene. Y así, el místico que al tiempo es profeta, sabe perfectamente que lo más adecuado para el género humano es que una mitad de él extermine a la otra mitad, y ello, por supuesto, irguiéndose en portavoces Dios, más también en portavoces del Hombre, sin que resulte extraño que de la parte amenazada surja un profeta simple (quiero decir, no místico, sino incluso ateo o agnóstico) que advierta, en un sublime momento de inspiración, que lo que en verdad nos conviene es olvidarnos de discrepancias y rencillas, porque todos somos buenos y todos tenemos un poco de razón, porque los valores que tu defiendes y que te inducen a querer acabar conmigo, y los que defiendo yo son, en el fondo, los mismos: sucede, simplemente, que no nos estamos entendiendo, y el remedio para ello es que dialoguemos en un marco de tolerancia y convivencia, que formemos una amplia Alianza Humana del Hombre para el Hombre. O que dialoguemos –¿por qué motivo excluirlo?— con aquél que, no bien nos movemos en la silla, nos coloca una bomba bajo las posaderas, porque los principios humanitarios deben llevarnos a ser comprensivos con el pobre descarriado, que verdaderamente no es malo, sino que simplemente se encuentra un poco confuso. ¿Y cómo no besar la mano de quien nos hiere, si no hacerlo equivale a ponernos a su altura y ser iguales que él? Profetas son igualmente quienes saben con toda nitidez qué lengua tenemos que hablar, qué bandera saludar y al son de qué marcha desfilar. Quienes saben lo que más conviene a nuestra salud, porque nos quieren sanos, alegres y joviales, y no cejarán en el empeño de lograrlo aunque ello tenga que hacerse a golpe de decreto y multa. Y profetas, asimismo, aunque con su aquello de místicos y poetas (quizá porque ni ellos mismos saben con certeza qué divinidad les inspira), son los que prometen adivinarte el futuro, ponerte en contacto con los difuntos, revitalizar tu cuerpo astral, apartar de ti la energía negativa y propiciar que te toque la lotería.
No se me escapa, desde luego, que en cualquiera de estos tres grupos –poetas, místicos y profetas— existen individuos a quienes lo que en verdad les entusiasma no es tanto el objeto de su adhesión como los beneficios que pueden llegar a obtener con ella; y, en consecuencia, quienes incurriríamos en una completa ingenuidad seríamos nosotros si los consideramos ingenuos, porque antes pecan de espabilados que de candorosos. Pero me refiero ahora, evidentemente, a los entusiastas de buena fe y a los ingenuos de corazón, que también los hay en cada una de esas categorías.
Mas es la locura erótica –acierta Platón— la más excelsa. Y sin duda la más divertida (aunque no necesariamente la que menos dolores de cabeza comporta) y con frecuencia (mas no invariablemente) la más inofensiva. Porque el enamorado no se erige en portavoz de nadie más que de sí mismo, pese a que con relativa frecuencia lo hace para hablar contra sí. Y si cualquiera de los otros inspirados es digno de desprecio (unos más que otros), éste se hace más bien merecedor de nuestra comprensiva solidaridad (a menos, claro es, que su manía le induzca a destruir el objeto que la provoca). Posee el enamorado todos los rasgos del entusiasmo, tal como los hemos descrito, tanto los anímicos como los somáticos, el estrechamiento de la conciencia, la fijación obsesiva y el fanatismo. Su consuelo debe ser que eros es compañía pesada, pero breve, y a menudo de paso, y que si tras su partida no ocupa su lugar la serena y nada entusiasta presencia de la filia, sobrevendrá, sin advertirlo, el dulce bálsamo del olvido, ese «éxodo del recuerdo», como lo denomina Platón, que borra dichas y pesares, dejando el cuerpo y la mente listos y como nuevos: preparados para un nueva recaída.
«Yo también estuve una vez enamorado, pero recapacité»
[Plutarco, De si está bien dicho lo de «vive ocultamente», 2, 1128E],
podrá decirse con un cierto entusiasmo y no poco orgullo. Será, no obstante, hasta la próxima.
3
No sé si constituirá optimismo excesivo creer que con lo dicho hemos dibujado y esclarecido los rasgos esenciales del entusiasmo y de quienes son poseídos por él. No estarán de más, en cualquier caso, algunas nuevas precisiones.
Hemos dicho que el entusiasmo suele ser compañero inseparable de la adhesión devota a una causa de la que se alimenta luego, por lo que puede ser visto, en este sentido, como consecuencia suya, mas esto parece indicar que lo que conduce a tal adhesión no puede ser el entusiasmo mismo (hasta entonces dormido), aunque lo sea, sin duda, la capacidad de experimentarlo, y, dando por supuesto que todo el mundo posee dicha capacidad, la mayor o menor inclinación del individuo a entusiasmarse, así como la intensidad, grande o menguada, con que es capaz de hacerlo.
Dice Locke que el gusto por lo raro, la ignorancia, la pereza y la vanidad son importantes mecanismos que inducen a perseverar en el entusiasmo y constituyen trabas muy fuertes que entorpecen el deshacerse de él; y sugería yo si acaso no podría igualmente pensarse que también lo engendran. Sin embargo, el asunto no es, ni mucho menos, tan nítido. Porque la afición por lo extraordinario puede darse sin entusiasmo alguno, y, por otro lado, pudiera suceder –y así es con frecuencia— que el propio objeto que entusiasma no sea en absoluto raro o inusual, por lo que tampoco lo sería nuestra asociación con él. Y en cuanto a la pereza y la vanidad, cierto es que son elementos que pueden mantenernos atados a aquello a lo que previamente nos hemos adherido (incluso con entusiasmo), porque evitar la molestia de hacerse preguntas o alimentar la presunción de pertenecer a un grupo de elegidos, constituyen, ocasionalmente, poderosas razones para persistir abrazando una causa; pero no lo es menos que aquélla a la que pereza y vanidad nos ligan puede no tener nada de devota o entusiasta, y ser, al contrario, la nuestra, una adhesión meramente interesada y falsa, siendo así que el entusiasmo, si de veras es tal, es siempre sincero. Por lo demás, pereza y vanidad tienen su ámbito específico de actuación, así como sus propias causas y consecuencias. Pero entonces, si cualquiera de esas disposiciones (incluyendo asimismo la afición a lo extraordinario) cuenta con su peculiar campo de acción, y si, por otro lado, todas ellas pueden darse sin entusiasmo alguno, se hace muy difícil colocar en alguna de ellas el origen de éste. Y esto significa que si algún papel juegan en el asunto que tratamos no lo hacen por sí mismas, sino convocadas por otro elemento en el que aún no hemos reparado.
¿La ignorancia, acaso? Sí, desde luego, y hasta la memez, porque sólo un ignorante o un estúpido puede verse empujado a una adhesión ciega (y la que nace del entusiasmo invariablemente lo es), sin advertir cuáles son las preguntas pertinentes que conviene hacerse, o pensando, incluso, que no hay ninguna pregunta que hacer. Una devoción extrema a no importa qué objeto, incluso si es justo, verdadero o bueno, indica, con infalible precisión alguna falla intelectiva en el individuo que la manifiesta. Pero la ignorancia, que deja la puerta abierta a cualquier entusiasmo y que, como la pereza o la vanidad, puede contribuir a mantenerlo vivo, difícilmente, por sí misma, se mostrará capaz de engendrarlo, porque la nuda ignorancia a duras penas advertirá que hay algo digno de ser abrazado con devoción, a menos que algún otro resorte la empuje a ello y se lo muestre; y en lo que respecta a aquél que, ignorante o no, es irremediablemente memo, bien pudiera suceder que sea estúpido hasta para entusiasmarse (del mismo modo que el perezoso puede ser vago hasta para abrazar causas).
El genuino entusiasmo reclama, como condición irrenunciable, una disposición candorosa y confiada, que engendra una fe ciega y sin fisuras en el objeto que entusiasma, al tiempo que desconoce cualquier duda o cualquier sospecha: sospecha de que quizá las cosas no son lo que parecen; de que tal vez lo que vemos no es todo lo que hay que ver, sino que, por el contrario, existen hilos ocultos que mueven la trama; sospecha, en fin, de que acaso no se nos ha elegido por nuestra valía, sino por nuestra utilidad. Pero el candor es enemigo también de cualquier duda, y entiende que aquello que ha logrado conmoverle (y convencerle) es, con toda seguridad, lo realmente verdadero y bueno, lo justo y noble, lo bello y deseable, porque considera, en cada caso, que el lugar al que arriba es el puerto definitivo y final, sin advertir lo cambiante y mudable de los asuntos y afectos humanos, y sin reparar en las ocasiones anteriores en que, acunado en brazos del entusiasmo, se durmió en los de la pesadilla y despertó en los del desengaño. Mas todo eso únicamente puede darse acompañado de un estrechamiento del campo cognitivo y visual, que impide prestar atención a otra cosa que no sea el objeto de culto (lo que es patente en el enamorado, mas también en todos aquéllos tocados por el entusiasmo) e incapacita para el ejercicio de la crítica y la objeción. Ahora bien, si el entusiasmo sólo es posible puestas estas condiciones, y si de lo que estamos hablando es, sencilla y llanamente, de la ingenuidad, entonces creo yo que hemos de convenir en que era ésta (la ingenuidad) la pieza que nos faltaba para que todo el conjunto comience a cobrar algún sentido. Y hasta me siento inclinado a pensar no es sólo que el entusiasta lo sea por ingenuo, es decir, que la madre verdadera del entusiasmo es la ingenuidad, sino que, incluso, ambos son, si no una y la misma cosa, parientes muy cercanos, porque todo entusiasta es inefablemente un ingenuo, y todo ingenuo es proclive a experimentar grandes entusiasmos.
Mas si el diagnóstico es correcto, el remedio resulta obvio: sólo una cierta dosis de ironía y escepticismo, a partes iguales, conseguirá ponernos a salvo de devociones profundas y acaloradas. Porque es el entusiasmo, en efecto, aun antes que la posición dogmática, la verdadera antítesis del escepticismo, ya que si de algo duda éste es de la existencia de verdades, afectos o inclinaciones eternas que reclamen una entrega definitiva y entusiasmada; y por eso, si bien no es siempre necesario ni conveniente permanecer en la suspensión del juicio, no es mal proceder comenzar por ella y permitirle que venga en nuestro auxilio, siquiera sea abriéndonos los ojos a las preguntas, las sospechas y las objeciones, y si tras ello convenimos en abrazar un objetivo o una causa, nuestra adhesión será, al menos, serena y precavida, alejada de cualquier furor y de esa fogosidad característica del entusiasmo, porque, como acertadamente afirma Kant, éste es, primordialmente, la
«condición de un ánimo excitado más allá de una medida conveniente»
[Lo bello y lo sublime, IV, 17].
Y en lo que atañe a la ironía, es evidente que ya hace tiempo Sócrates nos advirtió sobre los efectos saludables de la misma. Y, más próximo a nosotros, Shaftesbury ha llamado la atención sobre la capacidad del humor para contrarrestar el entusiasmo y ha creído hallar en la ironía el antídoto seguro contra éste, ya que
«el espíritu no será nunca libre si no existe una libre ironía, porque contra las graves extravagancias y lo humores biliosos no existe otro remedio fuera de éste»
[Carta sobre el entusiasmo, 2].
Con el entusiasta, en efecto, no hay bromas que valgan, porque el entusiasmo es esencialmente serio, en tanto que la ironía se pone en cuestión hasta a sí misma, y aleja de nosotros el objeto cuyo relieve no es fácil discernir cuando lo tenemos pegado a la cara, permitiéndonos contemplarlo en su justa media y proporción, incluido en aquello que tiene de ridículo o risible. Quien confiere una importancia desmedida a las cosas es, sin duda, porque se la atribuye también a sí mismo, y quien es capaz de grandes entusiasmos es seguramente porque busca con ello poder entusiasmarse con su propia persona (si es que no lo estaba ya previamente), por el mero hecho de saberse conocedor y partícipe de tan sublimes y nobles causas. Mas la ironía, enemiga frontal del espíritu de seriedad, lo es también del entusiasmo y relativiza siempre la evidencia de lo aparente y el valor de credos e ideales, mediante la sospecha de que pudiera suceder que tal apariencia no oculte sino mera bisutería o tal vez resortes interesados o hipócritas. Tan difícil le será a un amante de la ironía ser adicto al entusiasmo, como a un entusiasta dudar de la importancia del objeto de su anhelo –o de la suya propia— y entregarse, de cuando en cuando, al sano ejercicio de la risa, cuyo motivo más inmediato, si bien miramos, somos nosotros mismos.
Cierto es también que del entusiasmo, en ocasiones (más sólo en ocasiones), nos cura la edad. Llega un momento en que uno comprende que cada vez son menos las cosas que logran entusiasmarle e incluso las que serían dignas de hacerlo. Cumplidos ciertos años, nadie hay, a pocas luces que tenga, que no encuentre en su vida algo de lo que arrepentirse o avergonzarse, batallas que ha perdido y otras a las que ni siquiera fue convocado, verdades que se le ofrecieron por un módico precio y que resultaron falsas, afectos que creyó eternos y fueron efímeros… Aquél que tras ello aun se encuentra en disposición de adhesiones devotas y entusiastas, necesita poseer no sólo una ingenuidad sobresaliente, sino también una estupidez prodigiosa y fascinante. Más inteligente y deseable es que, con el tiempo, acabemos por comprender que pocas cosas existen merecedoras de nuestro anhelo o de nuestra zozobra, de que les prestemos un asentimiento absoluto e incondicional, o de permitir que nos conmuevan hasta un punto que sobrepase lo estrictamente razonable, mas no porque nos hayamos vuelto insensibles, sino al contrario: porque nos hemos tornado lúcidos. Tal forma de cordura no es, sin embargo, patrimonio tanto de la inteligencia como de la edad. La del entusiasmo es seguramente la adolescencia, y hasta se podría decir que es bueno que así sea, porque acaso quien de joven no es dado a experimentar fogosos y sublimes entusiasmos, tampoco gozará de adulto de tranquilas y prudentes frialdades. Mas quien dejada atrás su primera juventud es capaz de grandes entusiasmos, es debido, con toda seguridad, a que lo es también de grandes estupideces.