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El Catoblepas, número 70, diciembre 2007
  El Catoblepasnúmero 70 • diciembre 2007 • página 3
Guía de Perplejos

De tres pesares

Alfonso Fernández Tresguerres

Observaciones sobre el aburrimiento, el tedio y el hastío

1

Sin apenas advertirlo (también sin proponérmelo), he estado a punto de comenzar estas notas felicitándome por no conocer el aburrimiento. Mas por suerte, pude acordarme a tiempo de La Rochefoucauld:

«A menudo nos jactamos de no aburrimos, y somos tan presuntuosos que no aceptamos la idea de que podamos aburrir a otros» [Máximas, 141];

y ello me ha salvado de incurrir, si no en vicio mayor, al menos en la mera descortesía de presumir de no aburrirme mientras aburro; y, sin embargo, ¿qué puedo decir?, es lo cierto que, hablando en general, eso de aburrirse es cosa para mí desconocida. Nada más digo: si aburro o no, otros deben saberlo y denunciarlo, y, en este caso concreto, el paciente lector que me acompaña y que ninguna lástima me inspira, puesto que si le provoco tedio en su mano está el ponerle punto final en el momento que lo desee.

Yo no digo, desde luego, que sea el hombre más activo del mundo, ni que mi dedicación a las creaciones del espíritu (para las de la mano soy aún más torpe) sea tal que ningún tiempo me deja a la desidia o la desgana. Como cualquiera, conozco ambas, pero, aunque no quisiera huir de la grandilocuencia para recalar en la cursilería, puedo decir que ninguna de ellas ha sido en mí nunca tan grande que no haya logrado sacarme de inmediato de tal estado un hermoso problema de ajedrez o la lectura de un buen relato policial. Así que, al cabo, lo único que quiero decir es que dispongo de mis antídotos de emergencia para hacer frente a situaciones de ese tipo. Mas si persisto en afirmar que desconozco lo que es aburrirse, lo hago porque, a lo que yo entiendo, el aburrimiento es afecto dotado de una cierta persistencia, no necesariamente crónico (aunque en algunos pueda hacerse tal), mas tampoco tan efímero que quepa en el intervalo de unos minutos o de unas horas. Debe parecerse mucho (hago conjeturas) a las crisis depresivas, la más liviana de las cuales no lo es tanto que pueda resolverse en un instante; y como la depresión, el aburrimiento dilata el tiempo, haciendo que transcurra con una desesperante y dolorosa lentitud, al contrario de lo que sucede con la diversión y el gozo, para los cuales todo tiempo es poco y escaso. Por eso, cuando uno ha conseguido llenar su vida con un puñado de cosas que le satisfacen, todo vivir, por largo que sea, le resulta insuficiente, y vuelan los días y los años en un suspiro. (Vuelan también, inevitablemente y por sí mismos, a partir de determinada edad. Dicen que más tarde –quizás en la vejez– de nuevo se ralentizan –como sucede en la infancia y la adolescencia, y acaso igualmente en los primeros años de madurez–. Yo estoy de lleno en los rápidos, y confío en vivir lo suficiente para comprobar si es cierto que más adelante el río de la vida de nuevo se remansa.) De manera que, si por vivir es, acaso debemos perseguir con anhelo el aburrimiento, porque, subjetivamente siquiera, con él se vive más.

Pero creo que en lo que llevo dicho se están entremezclando dos aspectos o manifestaciones distintas del asunto: el aburrimiento como estado anímico –como sentimiento– dotado de una alguna persistencia y estabilidad, y el aburrirse puntual y concreto. Y, por supuesto, no diré que esta segunda modalidad sea para mí del todo extraña, aunque la distinción me permite reafirmarme, al mismo tiempo, y ello con toda rotundidad, en mi desconocimiento de la primera.

Ciertamente, a veces me aburro, pero sobre todo me aburren (obligaciones que no puedo soslayar, situaciones impuestas o individuos a los que una educación mínima obliga a soportar). Y para ello yo no sé de otro remedio mejor que ser capaces de una cierta dosis de resignación y hasta de cinismo, y procurar aburrirse con una mínima elegancia, máxime cuando en muchos de esos casos a uno siempre le es posible estar con la imaginación en otro lugar distinto a aquél en el que se halla su cuerpo: ¿qué te impide, después de todo, aguantar un tostón mientras tratas mentalmente de resolver un jeroglífico, o, para el caso, pergeñar unas rápidas notas sobre el aburrimiento? Creo firmemente que una de las raíces más profundas de nuestra falta de educación consiste, precisamente, en no haber aprendido a tiempo a soportar el tedio que nos provocamos los unos a los otros. Y es que, como pensaba La Rochefoucauld, es seguramente el aburrimiento sentimiento mutuo:

«Casi siempre nos aburrimos con las personas a quienes se aburre»
[Máximas, 555].

Como mutuo es, igualmente, el odio: puede dudarse tal vez de la fidelidad de un amigo, pero la de un enemigo es siempre firme y duradera. Es de lamentar que enseñando tantas cosas inútiles a nuestros jóvenes, nadie, en cambio, haya reparado en la necesidad de enseñarles a aburrirse. El año que nació Daudet pueden, cuando necesiten saberlo, encontrarlo en cualquier diccionario de literatura, pero en ninguno hallaran respuesta a cuestión mucho más importante y decisiva como es la que nos ocupa, porque bien pudiera suceder, además, que se mueran de viejos sin haberse acordado jamás de Daudet, pero harto necesitarán saber aburrirse.

2

Las causas de este aburrimiento que calificamos como puntual y concreto, pueden ser tantas y tan variopintas que no merece la pena ensayar un intento de clasificación. Mayor interés tiene el averiguar de dónde proviene el otro, el que constituye un estado afectivo poseedor de una cierta duración (aunque no por fuerza crónico, lo que entraría ya de lleno en el terreno de la psicopatología).

Yo creo que, por lo pronto, y aunque con frecuencia los tres términos son tomados como sinónimos, convendría distinguir el aburrimiento del hastío, y vincularlo, al tiempo, con el tedio. Porque el hastío, aun cuando habitualmente tiene como consecuencia el aburrimiento, es, en sí mismo considerado, algo distinto de él; un sentimiento que acaso tiene mucho que ver con el hartazgo de algo o de alguien que, a menudo, inicialmente no nos resultaron aburridos en absoluto, sino quizá todo lo contrario, pero que ahora, ahítos ya de lo mismo, nos provocan un infinito cansancio y seguramente una no menos infinita desilusión. Pero justamente por ser así, el hastío suele ir referido a una cosa, actividad o persona concretas, y es perfectamente compatible el sentirse hastiado de cualquiera de ellas con el interés y la ilusión que pueden despertar otras distintas. Que, en cambio, se torne el hastío disposición vital, y que alguien declare hallarse poseído por un hastío general, porque lo que le provoca hartazgo y cansancio no es otra cosa que la propia vida y el diario vivir, sin negar que, con independencia de cualquier desequilibrio psicológico, exista quien pueda llegar a tal estado, se me antoja más bien recurso literario, y sospecho que en verdad (esto es, sin simulación ni amaneramiento de ningún tipo) sólo puede alcanzarlo quien nunca ha vivido realmente. La vida es demasiado inquietante y variopinta como para que uno pueda cansarse de vivirla. Y de hecho suelen ser quienes más reniegan de ella los que más miedo tienen a morirse. Aquél al que la vida le produce hastío, no sé yo muy bien que grandes maravillas espera de ella como para que el no serle concedidas suponga para él experiencia tan traumática. Ocurre, según ya hace tiempo vengo pensando, que únicamente desespera quien espera en demasía. No son, pues, los tales, los más lúcidos y avisados, sino, al contrario, los más ilusos e ingenuos. A quien, por su parte, ha saboreado realmente el desencanto, y poco es lo que espera de nada ni de nadie, cualquier satisfacción, cualquier pequeño regocijo o placer, por nimios que sean, se le antojan motivo suficiente para vivir. Persiguen algunos quimeras imposibles y nada de extraño hay en que todo aquello a su alcance aparezca a sus ojos como insignificante y sin valor. Y es que, al contrario de lo que pudiera pensarse, quien más hastiado se siente de vivir es quien más esperanzas tiene depositadas en la vida misma, no quien la mira con un cierto desencanto y alguna indiferencia: porque éste ha comprendido que hay lo que hay, y que, como dice Espinosa,

«las cosas no son más o menos perfectas porque deleiten o repugnen a los sentidos de los hombres, o porque convengan a la humana naturaleza o la incomoden» [Ethica, I, Apéndice i],

o lo que es igual: que en ningún lugar está dicho que la realidad deba o pueda conformarse a la medida de nuestro gusto o de nuestro deseo; y, por tanto, quien así lo comprende, cifra su goce y contento no en vanas ilusiones que casi nunca han de cumplirse, y que no harán, por ello, sino aumentar su desasosiego y su inquietud, sino en esas pocas maravillas cotidianas que sólo una sensibilidad fina y avezada advierte que son tal. Pero la vida no espera, y se nos pasa mientras nosotros, por nuestra parte, esperamos que nos pase algo grandioso y excepcional capaz de justificarla, y con frecuencia somos tan necios que no reparamos en que lo auténticamente grandioso y excepcional es esa dulce rutina diaria, ocupada por alguna actividad gozosa, y que no se ve rota por el dolor o el desasosiego. Cuando uno ha llegado a ciertos años (y los míos son ya los suficientes como para que pueda hablar de esto con un mínimo conocimiento de causa; y, en todo caso, los suficientes como para que me importe muy poco lo que puedan decir de lo que digo), acaba por comprender que ante la vida no caben más dos alternativas básicas: optar por soñarla o por vivirla (y por vivirla pensándola, de otro modo resultaría, ahora sí, absurda y extremadamente aburrida). Mas el sueño, en este asunto, engendra con frecuencia pesadillas, y uno termina por hastiarse de tanto soñar en vano.

Me parece que el hastío, en el sentido en que lo estamos interpretando, tiene mucho que ver con Schopenhauer (también, sin duda, con muchas filosofías existencialistas):

«en cuanto la necesidad y el dolor nos dejan un instante de reposo, aparece el hastío y el hombre tiene que apelar por fuerza a cualquier pasatiempo. Lo que ocupa y trae agitados a todos los vivos es el deseo de vivir. Pero una vez asegurada la vida, no saben qué hacer con ella. El segundo móvil que los agita es descargarse del peso de la existencia, de hacerla menos sensible, de matar el tiempo, es decir, de librarse del aburrimiento […] La vida humana se pasa, pues, queriendo y adquiriendo. El deseo es, por naturaleza, dolor: su cumplimiento trae enseguida la saciedad; el fin no era más que un espejismo, y la posesión le arrebata todo su encanto. El deseo o la necesidad se presentan bajo nuevas formas y si no, aparece la nada, el vacío, el aburrimiento contra el cual es tan penoso luchar como contra la miseria» [El mundo como voluntad y representación, IV, § 57.].

La conclusión de tan desolador panorama es obvia:

«la vida de cada hombre oscila entre el dolor y el hastío» [IV, § 57].

Probablemente mi sensibilidad es mucho menos fina que la de Schopenhauer, y mi percepción de la realidad, por tanto, más obtusa, o acaso suceda que me hallo poseído por el más ramplón y vulgar sentido común, mas es lo cierto que ni creo que todo deseo sea manifestación de indigencia y por ello, en consecuencia, una forma de dolor, ya que, por una parte, puede ir referido a algo de lo que no se carece en términos absolutos, y, por otra, del desear mismo, en lo que tiene de expectativa y expectación, puede engendrarse algún goce y algún contento, y acaso tanto mayores cuanto menos sea la aparatosidad y magnificencia del deseo que los provoca; ni me parece tampoco que la alternancia entre dolor y hastío sea tal y tan férrea que no nos deje siquiera algunos momentos de tregua. Sólo quien espera en exceso de la vida o del prójimo puede verse rebotando sin cesar del uno al otro (del dolor al hastío) Cuando algo deseado nos hastía una vez conseguido, se debe, sin duda, a que hemos puesto en ello unas expectativas desmesuradas y la seguridad de que habrá de satisfacernos más allá de lo que puede considerarse un punto razonable. Es verdad que con frecuencia las cosas no suelen valer el precio de los desvelos que empleamos en conseguirlas, y la consecuencia suele ser que una vez logradas sobreviene el desencanto y el aburrimiento, e incluso la sensación de haber sido objeto de un fraude; mas el remedio es fácil: redúzcase el desvelo y rebájese el valor de lo deseado, con la plena seguridad de que, casi nunca, por mucho que se haga, resultará excesivo, porque la verdad es que casi nada vale gran cosa. Sospecho desde hace tiempo que dentro de esos temperamentos particularmente inclinados al pesimismo duerme siempre un niño algo tontorrón e ingenuo, que desearía que cada amanecer fuera un nuevo Día de Reyes siempre renovado, con los regalos dispuestos y colocados sobre la mesa del comedor familiar, y que ante cualquier adversidad o cualquier capricho insatisfecho se viene abajo. Para quien ha sido capaz de elevarse a la comprensión de que la realidad es como es y de que sus cauces transcurren con entera independencia de nuestro deseo o nuestra voluntad, tanto el pesimismo como el optimismo se le presentan como dos perspectivas igualmente parciales y ridículas sobre el mundo, y se colocará ante éste en una actitud curiosa y expectante, dispuesto a participar feliz en aquellos momentos más gratos de la trama en la que haya algún papel que le esté reservado o en el que pueda tener parte, y procurando sentirse lo menos herido posible por aquellas pasajes del guión que ni él ha escrito ni está en sus manos cambiar, por más que le perjudiquen. El verdaderamente desencantado de la vida es el que procura que ésta le resulte cada vez más indiferente, no el pesimista, que es siempre un iluso, dedicado a un llanto y un pataleo permanentes e inútiles, como si hubiera un Mundo o un Dios que le escuchasen.

Fui adicto a Schopenhauer y fervoroso lector suyo en mis años de muchacho y de estudiante universitario, y es curioso, pero entonces no advertí que lo que en mí tenía por tristeza y desesperación (puramente miméticas, hoy lo sé, naturalmente) no era sino placer vivísimo: el de dar vueltas y más vueltas por la Plaza Mayor de Salamanca, rumiando algún pensamiento suyo, y sintiendo que yo, como él, era un tipo especial y único, y todo ello mientras con la mente anticipaba y saboreaba la llegada de alguna muchacha con la que me había citado y las palabras que habría de decirle para que también ella (entonces no lo sabía, pero hoy sí) comprendiese que se hallaba en presencia de un hombre superior. Tonterías de la juventud, desde luego, o de una adolescencia demasiado larga que comienza a descubrir de veras la vida, los libros y el amor, pero que ningún sonrojo me provocan: hay seguramente un tiempo para todo, incluso para ser un poco tonto. Mucho más triste y también más deleznable es aquél (y hay muchos) que llega a viejo siendo irremediablemente imbécil e ignorando que lo es. Mas siguiendo con Schopenhauer, a quien frecuento con una cierta asiduidad desde entonces, sucedió un fenómeno curioso (o no tan curioso: tal vez eso mismo ocurre siempre), y es que, al cambiar yo, cambió él: sólo mucho más tarde, cuando sobre esto del vivir yo comenzaba a tener algunas ramplones ideas como éstas de las que aquí dejo constancia, sólo entonces advertí que, bien que a su modo y siguiendo su propio camino discursivo, también él había llegado a conclusiones similares, lo que, a mi juicio, le sitúa por encima del mero pesimismo y hace de su pensamiento algo mucho más rico y complejo: únicamente cuando uno cae en la cuenta –ésa es su idea– de que el dolor no es algo accidental, sino esencial a la vida, puede comenzar a sustituirse el sufrimiento por la aceptación y la tranquilidad:

«Nuestra rebelión contra la desgracia viene en gran parte de que vemos que es accidental, es decir, traída por un encadenamiento de causas que con facilidad hubiera podido ser diferente […] Lo que da al dolor su aguijón es el reconocer que las circunstancias han sido producidas por azar. Pero acabamos de ver que el dolor, como tal dolor, forma la esencia de la vida, que es inevitable, que lo que depende del azar es solamente la figura, la forma bajo la cual se presenta el dolor; que éste ocupa en el momento presente un lugar que a falta de él sería invadido inmediatamente por otro, al cual excluye en la actualidad, y que, por consiguiente, el azar influye poco sobre nosotros, en lo esencial. Esta reflexión, si se convirtiera para nosotros en convicción arraigada, podría inspirarnos una fuerte dosis de ataraxia estoica, y disminuir mucho la ansiosa solicitud con que velamos por nuestro bienestar. Pero, en realidad, para dominar hasta tal punto dolores cuyo sentimiento es tan directo, se necesita una fuerza de razón que rara vez se encuentra, por no decir nunca» [IV, § 57].

Pues sí, de estoicismo, sin duda, estamos hablando, mas sin dejar de darle su parte a Epicuro y sin renunciar a un razonable distanciamiento escéptico.

3

Tedio es término que más que con el hastío, tal como acabamos de referirnos a éste, podemos relacionarlo con el aburrimiento; y si entendemos el aburrimiento como la manifestación más liviana y pasajera del afecto al que todos esos conceptos se refieren, podemos ver el tedio como un aburrimiento intenso, profundo y prolongado. Cabe, en relación con los demás, ser aburrido, pero en lo que se refiere a uno mismo lo más usual es estarlo, no serlo. Prefiero, por ello, hablar de aburrimiento para aludir a ese estado circunstancial y momentáneo en el que la desgana o una baja sensibilidad a cualquier estimulación nos sumen en la astenia y la inactividad en las que acabamos por aburrirnos; también, desde luego, para apuntar a esas otras situaciones –aun más frecuentes– en las que no nos aburrimos, sino que nos aburren. Mas, en cambio, uno no suele aburrirse a sí mismo (nos consideramos demasiado importantes para ello), aunque sí consigo, es decir, sin encontrar nada en qué ocupar su soledad. Es evidente entonces que el más dado al aburrimiento será el que menos conoce qué hacer con ella, quien desconoce las múltiples actividades placenteras para las cuales la soledad no sólo no es un impedimento sino que constituye incluso una exigencia:

«Los goces puramente intelectuales son inaccesibles para la mayoría de los hombres, que siendo casi incapaces de apreciar el placer que da el conocimiento puro, se hallan reducidos únicamente al querer» [Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, IV, § 57];

buscan entonces –prosigue el filósofo alemán– algún objeto que estimule su voluntad, porque en ellos es más importante el querer que el conocer, y no saben vivir de otro modo que en la acción y la reacción. Una de las consecuencias de todo eso –deduzco yo– es que buscan desesperadamente la presencia de los demás, porque no saben que hacer consigo mismos. Un estado de cosas tal, cuando alcanza un grado tan notable que se convierte casi en carácter, y cuando, además –y entiendo que esto es esencial–, hasta el mero estímulo que supone siempre la presencia del otro comienza a difuminarse y se muestra cada vez menos eficaz, tiene ya menos que ver con el aburrimiento ocasional que con el tedio, que no es sino un aburrimiento permanente, desproporcionado y, en algún sentido, también patológico. Y, por supuesto, menos aún con el hastío, porque el tedio –tal como lo entendemos– no nace de una consideración global del mundo o de la vida, de las graves preguntas existenciales o del convencimiento de que todo se halla preñado de miseria, sino, sencilla y llanamente, de no saber que hacer para pasar el tiempo. Y brota entonces del tedio la búsqueda ansiosa y desesperada –a veces también neurótica y adictiva–de la diversión. Algo que Pascal acertó a ver con entera precisión:

«Tedio: Nada es tan insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin pasiones, sin quehacer, sin diversión, sin cuidado. Siente entonces su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Al punto saldrá del fondo de su alma el tedio, el entenebrecimiento, la tristeza, el mal humor, el despecho, la desesperación» [Pensamientos, 201].

Y así las cosas, no se ve otro medio para salir de tal estado que la diversión:

«El hombre, por lleno de tristeza que esté, si se puede conseguir de él hacerlo entrar en alguna diversión, vedlo ahí dichoso durante ese tiempo, y el hombre, por dichoso que sea, si no está distraído y ocupado por alguna o alguna distracción que impida al tedio invadirle, será bien pronto triste y desgraciado. Sin diversión, no hay alegría, con diversión no hay tristeza» [Pensamientos, 205].

Mas una diversión –apenas haría falta matizarlo– nacida siempre del exterior, o, al menos, buscada en él: sea en el juego de azar o en la sustancia estupefaciente; en algo, en cualquier caso, capaz no ya de divertir de una forma serena o tranquila, sino aún con más frecuencia de excitar, de conseguir que uno, por un instante siquiera, pueda hallarse fuera de sí y olvidarse de sí. Y por eso no es infrecuente que entre los procedimientos mediante los que lograr una diversión embrutecedora y exultante se encuentre la crueldad, en cualquiera de sus manifestaciones –incluidas las más letales–, ejercida sobre un ser sensible –sin excluir, desde luego, a nuestro prójimo–. Yo, al menos, tengo el forme convencimiento de que no pocas acciones violentas tienen como motor un aburrimiento y un tedio excesivos, descompensados y del todo enfermizos.

Pero tiene razón Pascal: si la diversión es lo único que nos cura de la miseria, es, al tiempo, la mayor de nuestras miserias, porque sin ella acaso nos viéramos forzados a pensar en nosotros mismos y a idear algún procedimiento más sólido y eficaz para salir del tedio.

«Pero la diversión nos entretiene y nos hace llegar insensiblemente a la muerte» [Pensamientos, 217].

Una sola cosa encuentro a favor de estos estados de ánimo o disposiciones afectivas, y es que quien es capaz de experimentarlos denota, por eso mismo, una cierta inteligencia y hace abrigar esperanzas de que, con los cuidados oportunos y un poco de suerte, no será, tal vez, un caso del todo perdido, sino que, al contrario, aún le sea dado arribar a esa serena lucidez nacida del desengaño y la desilusión. Porque también sucede que hay imbéciles de un calado tal que ni siquiera son capaces de aburrirse o de saber que lo hacen.

 

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