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El Catoblepas, número 70, diciembre 2007
  El Catoblepasnúmero 70 • diciembre 2007 • página 8
Del pensamiento occidental

La dinámica

José Ramón San Miguel Hevia

Con los desarrollos científicos de Newton y la nueva construcción de la metafísica de Leibniz

Isaac Newton (1642-1727)Godofredo Guillermo Leibniz (1646-1716)

La prehistoria de la técnica

La segunda parte del siglo XVII asiste al desarrollo de una serie de procesos económicos, políticos y científicos que abren paso a una nueva sociedad. El oro, que desde el siglo pasado llega de América vía España, se distribuye por toda Europa, permitiendo que los banqueros y hombres de empresa, que tienen la posibilidad de acumular grandes riquezas en un pequeño espacio, monten una nueva economía basada en expectativas indefinidas de beneficio y producción. Es lo que los teóricos liberales o socialistas llamarán, cada uno en su contexto propio, la acumulación capitalista.

Otros dos factores complementan esta forma naciente de economía. Primero la división del trabajo, que ya ha empezado gracias a la experiencia de los talleres y se prolonga, a finales del siglo XVII, en grandes manufacturas donde los trabajadores y los instrumentos de trabajo están reunidos, bajo la autoridad del comerciante capitalista. Un solo obrero –según el luminoso ejemplo de Adam Smith– probablemente no pueda hacer más de un alfiler, y con toda seguridad no llega a veinte diarios. Hace falta dividir la fabricación del alfiler en dieciocho operaciones distintas y encargar de cada una de ellas a otras tantas manos, para que la producción se multiplique de forma prodigiosa.

El segundo factor es de tipo político. Las revoluciones de las Provincias Unidas contra España y la de los puritanos escoceses contra la monarquía absoluta establecen el marco en el que se puede desarrollar el comercio y asisten a sus primeros logros. Las grandes compañías comerciales creadas en Gran Bretaña y Holanda buscan mercados exteriores con los que pueden comunicar gracias a la libertad que les dan los mares.

Los fabricantes tienen en la mano todas las ventajas para colocar sus productos. Disponen de un mercado exterior seguro, es decir, las colonias de su Estado, pero también del mercado interior, prohibido a los comerciantes extranjeros. Por si esto fuera poco pueden conseguir materia prima muy barata, tienen medios de trasporte eficaces y disfrutan de la ayuda administrativa y política de sus gobiernos, interesados en extender su área de influencia comercial.

Todo esto junto, la acumulación de capitales, la división del trabajo, los mercados ultramarinos obliga de una forma imperiosa a replantear el papel de la ciencia. Por primera vez aparece la posibilidad de crear o de perfeccionar máquinas, es decir, aparatos dotados de

fuerza motriz, que sean capaces de vencer la resistencia de los materiales o de trasladar los cuerpos a través de un espacio. A finales del siglo XVII se utiliza la bomba hidráulica, y muy poco después, en 1706 Savery y Newcomen descubren el primer embrión de lo que con el tiempo será la máquina de vapor.

Pero la idea de fuerza no sólo va a permitir un avance de la técnica y de los sistemas de producción ahorrando el esfuerzo humano y haciendo trabajar a la naturaleza, sino que además se va a incorporar a la física teórica, completando la visión del mundo puramente geométrica y mecanicista de Descartes y de Galileo. Gracias al esfuerzo gigantesco de una generación cuyos representantes más ilustres son Newton y Leibniz la ciencia descubre las fuerzas que ponen y mantienen en movimiento al universo, explicando de la forma más sencilla toda su compleja realidad.

Newton

El mismo año en que muere Galileo, 1642, nace Isaac Newton en la granja de Wooldsthorpe, hijo póstumo de un granjero bien acomodado. Hasta los catorce años sigue en la hacienda con sus abuelos, mientras su madre casa por segunda vez con un clérigo y vive en el cercano pueblo de North Witham. Newton asiste a la escuela de Grantham y ya desde el principio da muestras de un carácter a la vez introvertido e imaginativo. Construye, ante la admiración de sus compañeros y al parecer de los mismos profesores, una serie de aparatos mecánicos, relojes de agua o de sol, anemómetros, coches de manivela o cometas.

Cuando su madre, viuda por segunda vez, vuelve a la hacienda con tres hijos, decide enviar a Newton a la Universidad de Cambridge, aconsejada por sus familiares y por el maestro del colegio de Grantham. Allí estudia sucesivamente los Elementos de Euclides, la geometría analítica de Descartes, la óptica de Kepler y el álgebra de Vieta. Completa su formación matemática con la lectura de la Arithmetica infinitorum de Wallis y con las lecciones que recibe de Barrow, entonces catedrático lucasiano.

En el año 1665 la universidad de Cambridge se cierra, como consecuencia de una fuerte epidemia y Newton pasa una temporada de vacaciones forzosas en su casa de Wooldsthorpe. Allí descubre en el breve lapso de un año y cuando sólo tiene veinticinco, los fundamentos del cálculo diferencial e integral y sus aplicaciones a la determinación de las tangentes y de los radios de las curvas en un punto dado. Además ensaya su hipótesis de una fuerza de gravedad que sea función inversa del cuadrado de las distancias, comparando la gravedad de un cuerpo en la superficie de la Tierra con la que retiene a la Luna en su órbita. La preparación de su experiencia es perfecta, pero todavía no se conoce con exactitud el valor del radio terrestre y Newton tiene que contentarse con un resultado un poco aproximado. También hace estudios de óptica, descomponiendo la luz en colores a través de un prisma.

Cuando vuelve a Cambridge es primero miembro del Triniy College y desde 1669 a 1701 sucesor de Barrow como profesor lucasiano de matemáticas. Durante todos estos años explica apaciblemente sus lecciones en un aula muy poco concurrida y en ocasiones totalmente vacía. Newton desarrolla las ideas que ha elaborado en la Universidad primero y luego en su retiro de Wooldsthorpe, y después de tres cursos dedicados a la óptica, elige como tema en el decenio de 1673 a 1683 las matemáticas, y desde el 1683 al 87 la mecánica y la astronomía. Es muy poco amigo de difundir sus ideas por escrito, pues al revés que sus contemporáneos, odia la polémica que pueden suscitar y las inevitables aclaraciones por correspondencia.

En Agosto del año 1684 Halley se presenta en Cambridge en busca de la solución de un problema que ha discutido con Hooke, Wren y Huyghens. Todos han deducido a partir de la tercera ley de Kepler que sobre los planetas actúa una fuerza inversamente proporcional al cuadrado de sus distancias al Sol, pero no pueden calcular matemáticamente cuál será, siguiendo este principio la forma de su órbita. Newton contesta en el acto que según sus medidas es una elipse, pero como por fortuna para la humanidad no encuentra los papeles de sus cálculos promete una copia en limpio con la demostración. De esta forma totalmente ocasional comienza en el otoño de ese mismo 1684 la redacción del primer núcleo de los Principia y elabora el plan de toda la obra. Finalmente entre el mes de Abril de 1686 y la primavera del año siguiente tiene acabados los tres libros, que Halley edita ese mismo verano.

En 1690 Newton pasa a ser miembro –totalmente pasivo– del primer Parlamento liberal. Poco tiempo después vive en Londres y en 1699 es nombrado director de la Casa de la Moneda. Allí sigue hasta su muerte, descubriendo o confirmando una serie de leyes matemáticas aplicadas a la teoría económica. Desde 1703 es presidente de la Royal Society. En cuanto a sus demás trabajos científicos, concretamente la óptica y el cálculo infinitesimal se publican tardíamente, algunos después de su desaparición en 1727.

Esta tranquila y feliz vida de científico revela sólo un aspecto de la personalidad de Newton, tan complicada y contradictoria como la de los grandes ingenios de su siglo. Sus pasmosos conocimientos matemáticos y físicos están acompañados de una indiferencia para cualquier otro interés o afición verdaderamente humana. Al parecer desprecia el arte, la literatura y la música, no tiene interés por la vida al aire libre, por los animales o por el trato con mujeres, ni en general por la naturaleza entendida en el sentido más común de la palabra. Todo esto es hasta cierto punto lógico, tratándose de un hombre que ha sido capaz de convertir al mundo de todos los días en una inmensa máquina.

Pero además –dejando aparte el carácter inseguro, receloso, vengativo, y en último término, profundamente antipático de Newton– la misma afición por la ciencia ocupa un lugar subalterno en su escala de valores. Es un teólogo unitario, que considera al dogma de la Trinidad como un invento de la Iglesia Católica oficial que no figura en la revelación bíblica. Por otra parte interpreta los libros proféticos, en un sentido milenarista, y por si esto fuera poco completa esa interpretación con estudios herméticos, hasta ahora totalmente indescifrables por su carácter críptico y su descomunal extensión.

Los Principia

Newton da por supuesto que el mundo físico es matemáticamente mensurable, de acuerdo con las ideas que en la primera mitad del siglo establecen firmemente Galileo y Descartes. Lo primero que ahora necesita es un patrón de medida de todos los movimientos naturales, que sea constante, homogéneo y distinto de los cuerpos que está destinado a medir. Estas primeras nociones –las de espacio y tiempo absoluto– tienen que cumplir una serie de requisitos para mantener esa rigurosa homogeneidad.

En primer lugar el espacio sólo puede ser igual a sí mismo cuando en él no hay zonas privilegiadas. Esto quiere decir que no ha de tener, ni puntos indivisibles ni límites finales, dicho de otra forma, que debe ser infinito en todas direcciones y también infinitamente divisible. Igual pasa con el tiempo que no admite principio ni fin, ya que cualquiera de estos dos instantes supremos rompería su uniformidad, y que por la misma razón tiene que ser divisible de forma indefinida. Ambos a dos, espacio y tiempo, independientes de la extensión y del movimiento de los cuerpos, son el marco que de ninguna forma puede traspasar el universo físico.

El espacio y el tiempo absoluto, aparte de esta primera función de patrones homogéneos de medida del movimiento, tienen, según Newton, otras dos igual mente importantes. En primer lugar son realidades verdaderamente existentes, inmóviles y distintas de cualquier cuerpo. Precisamente por este carácter de puntos fijos de referencia pueden dar razón de lo que Newton llama el movimiento absoluto, por ejemplo el que ejerce un solo móvil esférico en rotación sobre su eje. La negación del espacio implicaría en efecto la relatividad de todo movimiento mecánico, que será función de un centro de coordenadas, arbitrariamente elegido.

Por otra parte, el espacio –y el tiempo– no se identifican con ningún cuerpo ni con sus propiedades. Tampoco tienen nada que ver con el vacío, puesto que una misma extensión puede estar llena o vacía sin que en ningún caso quede afectada en su carácter espacial. Como además es infinito, indestructible, necesario, Newton en una arriesgada mezcla de teología natural y de ciencia experimental, lo termina llamando el sensorio uniforme e ilimitado, a través del cual Dios está presente a todas las cosas.

Una vez establecidos los patrones de medida del universo físico, Newton desarrolla las leyes matemáticas que rigen su movimiento. En primer lugar todo cuerpo permanece en el mismo estado de reposo o de movimiento uniforme en línea recta mientras no exista una fuerza que lo impida. Se trata desde luego del principio de inercia descubierto por los científicos anteriores, pero con una importantísima innovación. Efectivamente, según Descartes este doble estado es capaz de explicar todos los movimientos físicos derivados que son función de la masa y de la velocidad inicial de cada partícula, de tal forma que la inercia es al propio tiempo principio, medio y fin de su física cinemática.

La intención de Newton es muy distinta. Lo que quiere con su ley es fijar con toda precisión cuál es el estado, la velocidad constante y la dirección invariable de un móvil. Esta uniformidad del movimiento permite medir de forma indirecta pero totalmente exacta la intensidad y el sentido de la fuerza que actúa sobre cada cuerpo acelerando o retardando su velocidad y desviándole de su trayectoria rectilínea. Desde ahora la noción de fuerza va a ocupar un lugar central en la nueva ciencia, bautizada con el nombre de dinámica.

La segunda ley de los Principia introduce de forma tumultuosa una serie de nociones de las que a la larga se va a derivar toda la nueva ciencia. Para empezar, y siempre en oposición a Descartes, Newton no entiende la fuerza como una magnitud escalar, sino como un vector determinado por la intensidad y por la dirección. Ahora todo consiste en averiguar la relación existente entre las fuerzas y los movimientos de los cuerpos.

La trayectoria de un móvil en cada uno de sus puntos se puede determinar en función de la composición vectorial de la vis inertiae y de la fuerza impresa por otro cuerpo. Newton establece en su primera ley la dirección rectilínea y la velocidad uniforme de la inercia. Tan pronto como haya definido la forma de actuar del segundo vector sobre la intensidad y dirección del movimiento dispondrá ya del elemental alfabeto binario de fuerzas sobre el que podrá construir todos los enunciados de su física dinámica.

La ley segunda se descompone en una doble fórmula. En primer lugar, el aumento o en su caso la disminución de la intensidad del movimiento mecánico en cada punto es proporcional a la fuerza impresa. Dicho de otra forma, se puede conocer y hasta medir una fuerza que directamente es invisible, a partir de los cambios observables por experiencia en el aumento o retraso de la velocidad en principio uniforme de un cuerpo cualquiera.

En segundo lugar Newton supone que la fuerza impresa actúa también en línea recta y que la desviación lineal del movimiento inicial es también función de la dirección y del sentido de este segundo vector. Según esto es posible también medir, observando la trayectoria de un móvil, cuál es en cada uno de sus momentos, no sólo la intensidad sino también la dirección de la fuerza impresa que actúa sobre él.

Antes de derivar a partir de estas dos leyes fundamentales toda su física, Newton tiene la precaución de completarlas con una tercera, aparentemente superflua. Según ella, la acción motriz de un cuerpo sobre otro, supone una reacción, igual en intensidad y dirección e inversa en sentido, del segundo cuerpo sobre el primero. Si un caballo arrastra a una piedra con una cuerda hacia delante, esto implica que la piedra arrastra al caballo hacia atrás, retardando o si es caso, anulando su movimiento. Si esta ley no se cumpliese y los cuerpos no ofreciesen recíproca resistencia, entonces cualquier fuerza actuaría siguiendo una dirección rectilínea de forma indefinida y con un movimiento imparable, trasladando al cuerpo más allá de cualquier límite espacial. Las nociones complementarias de fuerza y resistencia nos sitúan en un universo verdaderamente físico, completamente distinto de la pura extensión de Descartes y aún de las mismas cualidades objetivas, directamente mensurables, de Galileo.

La gravitación universal

Gracias al desarrollo de su dinámica, Newton consigue explicar a través de un principio tan sencillo como universal todo el mecanismo de los cuerpos, lo mismo astrales que terrestres. Hasta entonces y a pesar del impresionante avance de la ciencia en todo el siglo XVII, sólo Kepler ha conseguido establecer tres leyes exactas y suficientemente contrastadas. Son de todas formas enunciados empíricos, que no se implican recíprocamente ni al parecer se deducen racionalmente desde un principio superior. Por otra parte se refieren sólo a la órbita de los astros sin establecer su conexión con los procesos mecánicos que suceden sobre la tierra y particularmente con la caída libre de los cuerpos.

Suponiendo que los planetas, en virtud de la fuerza de la inercia, tienden en cada punto de su trayectoria circular a mantener la línea recta, una serie de físicos, casi todos pertenecientes a la Royal Society, intuyen la necesidad de una fuerza que impulse a esos cuerpos celestes en línea recta hacia el Sol, que es su centro común. De esta forma el movimiento cuasicircular es el efecto de una composición de esos dos vectores. Sólo falta dar forma matemática a esta fuerza de atracción.

Newton demuestra primero geométricamente que la segunda ley de Kepler sólo se cumple cuando la fuerza que actúa sobre cada planeta lo atrae hacia el Sol, y a la inversa, que toda fuerza proyectada hacia el sol implica las variaciones de velocidad en las órbitas, según la ley de las áreas. A continuación deduce a través de un razonamiento decisivo –justamente el que motivó la aparición de los Principia– que una órbita elíptica como la que describen los planetas según la primera ley, sólo es posible si la fuerza que actúa sobre ellos es la inversa del cuadrado de sus distancias al Sol.

Esta misma fuerza permite establecer una proporción entre los cuadrados de los tiempos de traslación y el cubo de las distancias al sol, de acuerdo con la tercera ley. Así pues, a través de un pasmoso proceso de simplificación de los datos empíricos, y de un cálculo matemático todavía más admirable, Newton consigue reducir las tres leyes de Kepler a un principio único, que explica racionalmente todo el comportamiento de los cuerpos celestes.

Todavía le queda a Newton lo más difícil, demostrar siempre matemáticamente que las fuerzas que actúan sobre la superficie de la Tierra son las mismas que mueven a los planetas y a todos los cielos. Hace sus primeros cálculos en Wooldsthorpe en el año 1666, comparando la velocidad de un cuerpo en caída libre vertical –la legendaria manzana– con la «caída» de la Luna desde su posición teórica en la prolongación de la tangente hasta su posición real en la órbita circular trazada en torno a la Tierra. En aquel momento la determinación del radio terrestre es todavía inexacta y el experimento sólo alcanza una lejanísima aproximación.

Sin embargo en el año 1679 Newton conoce las mediciones geodésicas, totalmente exactas de Picard, y con estos nuevos datos vuelve a comparar la fuerza de caída en la superficie con la de la Luna, midiendo las dos en proporción a sus movimientos. Esta vez descubre una concordancia total entre sus experiencias y el principio ya universal de la inversa de las distancias. La ley de la gravitación es de golpe un principio único y totalmente universal. De este modo Newton cumple el ideal matemático de los físicos del siglo XVII, y a mayor distancia histórica, el ideal de sencillez de Occam y de todos los modernos.

Leibniz

Leibniz, el otro gran descubridor de la física dinámica, nace en Leipzig en 1646. Su padre, profesor de ética y actuario de la universidad, muere cuando todavía el hijo tiene seis años, legándole una espléndida biblioteca y los rudimentos de una educación en la fe de los evangélicos, tan firme como exenta de fanatismo. En los viejos libros de su casa aprende y domina a la perfección el latín y el griego, e inicia, por su cuenta también, el estudio de las Categorías.

En 1661 ingresa en la universidad de Leipzig, donde se va a dedicar al estudio de la jurisprudencia. Logra allí la habilitación en filosofía –Specimen quaestionum philosophicarum ex iure collectarum– y poco después, 1666 el grado de doctor en Nuremberg –De casibus perplexis in iure–. En ese mismo año publica la Dissertatio de Arte Combinatoria, el esqueleto sobre el que se va a montar toda la lógica formal del futuro.

Desde 1666 hasta el 70, bajo la protección de Boinebourg desarrolla una serie de actividades que van a definir todo su futuro y poner en claro su talante. Escribe su Procedimiento para armonizar todo el cuerpo legislativo de la corte de Mainz, y presenta un esquema de ley fundamental destinado a servir de cauce a las opciones políticas en la elección del rey de Polonia. Al mismo tiempo proyecta publicar una revista Semestria literaria, que permita disponer de una bibliografía razonada de todos los libros que se exponen en la feria de Frankfurt.

En 1669 se declara dispuesto, sin negar ni un punto su fe evangélica, a entrar en comunión con los reformados. Este primer intento de lograr la unidad y la armonía entre las iglesias cristianas respetando la interna autonomía de cada una se va a prolongar a lo largo de toda su vida. Poco después imagina y presenta un proyecto de alianza entre los estados del Imperio y los del resto de Europa para civilizar y evangelizar el mundo. Esa misma preocupación demuestra cuando propone a Luis XIV iniciar una campaña contra Egipto y desviar así su presión militar sobre el continente.

A partir del año 1672 se traslada primero a París en misión diplomática, y busca al gran teólogo Arnauld, con quien mantendrá una continua correspondencia. Conoce en el otoño de ese mismo año a Huyghens y poco después a Malebranche, y leyendo los manuscritos de Pascal tiene la primera idea de lo que será más tarde será el cálculo infinitesimal. En un paréntesis de dos meses visita Londres para mediar, como es ya su oficio, en el conflicto entre ingleses y holandeses y lograr su paz y alianza. Conoce entonces a Boyle, a Oldemburg, probablemente a Collins y pasa a ser miembro de la Royal Society.

En Octubre de 1675 presenta a la Academia de Ciencias de París su máquina aritmética, la primera regla de cálculo de la historia, que es además capaz de resolver ecuaciones. Ese mismo mes consigue dar forma al algoritmo diferencial e integral y en una segunda visita a Inglaterra aplica este cálculo al problema del movimiento mientras regresa a París por el Támesis. Tiene todavía tiempo para visitar en Delft a Van Leewenhoeck, cuyas observaciones por el microscopio van a tener una influencia decisiva en la biología, y todavía más en la física de Leibniz

Las primeras obras

El segundo momento de la vida y de la carrera literaria de Leibniz comienza en el año 1676, cuando llega a ser consejero áulico y bibliotecario de los Duques de Hannover. Organiza la biblioteca ducal, convoca a los científicos para que le ayuden en su plan de construir una enciclopedia, y finalmente funda en 1682 en Leipzig los Acta Eruditorum, una revista de ciencia donde publicará sus más importantes descubrimientos.

En ese mismo año escribe un tratado físico donde va a aplicar el principio según el cual el mundo ha sido creado al mismo tiempo de la forma más simple y más rica en resultados. Se titula Unico principio de óptica, catóptrica y dióptrica y anuncia lo que más tarde será la razón suficiente y hasta el optimismo metafísico. En la misma dirección trabaja secretamente su Nova methodus pro maximis et minimis de 1684, que desarrolla el cálculo diferencial e integral.

Sin embargo, el momento decisivo de la nueva ciencia física coincide con la publicación, casi simultanea de su Discurso de Metafísica (1685) y de la Brevis demonstratio erroris memorabilis Cartesii (1686). Leibniz sustituye la cantidad de movimiento por la fuerza, que es principio interno de acción de cada una de las sustancias físicas y que mantiene una conexión entre todas. Seis años después descubre una nueva constante universal, la «fuerza viva», que es el fundamento de la relatividad del movimiento. Finalmente –1695– formula el principio de la armonía preestablecida entre todas las fuerzas que integran el universo en su correspondencia con Bernouilli, el Nuevo Sistema de la Naturaleza e indirectamente en su Specimen Dynamicum.

En estos mismos años que van desde el 75 al 1700 aproximadamente, Leibniz trabaja por la unión de las iglesias cristianas, siempre de acuerdo con su esquema de una armonía que respete los caracteres de cada una y permita su desarrollo sin ninguna traba. Por el contrario ataca el absolutismo político y religioso de Luis XIV –Mars Christianissimus– porque contempla el mundo desde un único punto de vista exclusivo y excluyente.

Además Leibniz es vocacionalmente un diplomático que busca la paz y la alianza entre todos los estados de Europa para oponerse a la amenaza oriental, los turcos, y promover en todo el mundo la ciencia y la civilización. Es sucesivamente consejero y amigo del emperador Leopoldo, de Pedro el Grande de Rusia, que le encarga codificar todas sus leyes y sentar las bases de una futura Academia de Ciencias. En el momento en que empieza la guerra de sucesión en España, intenta mantener el equilibrio de poder en el continente, defendiendo el derecho al trono de los Habsburgo siempre contra los franceses. Al mismo tiempo promueve en Viena otra vez la unión de las iglesias, como paso previo a una alianza política.

Leibniz, que profesionalmente es sólo historiador de la casa de Hannover, emprende todas estas infinitas actividades «de forma casi clandestina». En esta larga y variada carrera es sucesivamente miembro de la Academia de Ciencias de Suecia (1689), de París (1699), de Berlín, de la que es fundador y primer presidente. Impulsa cerca del rey Leopoldo y del Zar Pedro la fundación de academias en Viena y San Petersburgo. Y todavía le queda tiempo para pensar en un país lejano y extraño, China, que quiere civilizar y evangelizar con la ayuda de los numerosos ingenios de la Compañía de Jesús y con el método de su Ars Combinatoria.

Las obras de madurez

En el año 1700 Leibniz es nombrado consejero de justicia de Prusia. Durante cinco años está en la corte, acompañando y dialogando a diario con la duquesa Sofía y con su hija, Sofía Carlota, entonces reina de Prusia. Esta época estable y feliz se interrumpe a la muerte en 1705 de Sofía Carlota y con la caída en desgracia del filósofo, que tiene que rendir cuentas de sus gastos y servicios al reino. Su posición desde ese momento es cada vez más incómoda, hasta tal punto que muy poco después es sustituido en la presidencia de la Academia de Ciencias y privado por sus propios compañeros de toda remuneración económica.

En estos primeros años publica, después de leer el libro de Locke, sus Nuevos Ensayos sobre el entendimiento humano, un diálogo magistralmente construido, pues Leibniz es en él al mismo tiempo un personaje con un punto de vista parcial –Teófilo en diálogo con Philalethes– y el impersonal autor capaz de conciliar dos perspectivas totalmente distintas. También desde 1700 a 1710 comenta la obra de Bayle, primero a través de sus conversaciones con las dos princesas, después de la muerte de Sofía en su Discurso sobre la conformidad de la fe con la razón, y finalmente en dos tratados de 1710, la Teodicea y la Defensa de la causa de Dios.

A partir de entonces Leibniz comienza a ser olvidado y rechazado por las cortes y las sociedades cultas de Europa. En dos ocasiones –al intentar fundar una academia en Viena y al pedir su residencia en Francia– no acepta fiel a sí mismo la condición que le exigen, su conversión al catolicismo. Cuando el elector de Hannover es nombrado rey de Gran Bretaña y de Irlanda con el nombre de Jorge I, el filósofo le escribe solicitando habitar en Londres y recibe a cambio la orden tajante de permanecer confinado en Hannover, prácticamente como un exiliado.

La imposibilidad de desarrollar una actividad de cualquier otro tipo hace que Leibniz se concentre en estos años de 1713 y 14 en la elaboración de su doctrina física y filosófica. Escribe primero los Principios de la naturaleza y de la gracia fundados en razón y muy poco después la Monadología. Son los tratados que resumen de golpe todos sus anteriores descubrimientos y estudios y que una vez más expresan su forma propia de ser.

Afortunadamente las mujeres siguen obstinadamente fieles a la filosofía. Después de la muerte (1714) de la duquesa Sofía de Hannover, que apoyó desde siempre incondicionalmente a Leibniz, toma su relevo la princesa Carolina de Gales. A iniciativa suya se inicia una polémica entre los dos grandes creadores de la física dinámica, el mismo Leibniz por una parte, y Clarke en colaboración con su maestro Newton. La relatividad del espacio y del movimiento, el carácter constante de la fuerza viva, que permite una renovación perpetua del universo, el problema del vacío y de la acción a distancia, concretamente de la «vis centrípeta» son las cuestiones centrales que ocupan los dos últimos años de la vida del filósofo.

En Noviembre de 1716 muere Leibniz y los ciudadanos de Hannover asisten a la más extraña comitiva fúnebre. Sólo acompaña al cuerpo del filósofo su secretario Eckhart, en cumplimiento de un estricto deber profesional. Las cortes de todo el continente, las iglesias, las sociedades científicas permanecen mudas y absolutamente indiferentes. Sólo ahora, a casi tres siglos de distancia se puede medir la estatura intelectual y humana del primer hombre verdaderamente contemporáneo.

La metafísica

Antes de desarrollar su física dinámica Leibniz procura descubrir el fundamento metafísico que le proporciona su estructura rigurosamente racional. Ello no sería problema en el caso de las matemáticas, gobernadas desde siempre por el principio de no contradicción, que exige consistencia recíproca a todos sus enunciados. Los axiomas y los teoremas derivados de la antigua y la nueva geometría son tales que sus contradictorios son imposibles, dicho de otra forma son absolutamente necesarias. Reciben por eso mismo el honroso título de verdades de razón.

En cambio parece que la realidad, lo que de hecho ha llegado a ser, no depende de ningún postulado previo que lo explique racionalmente y por consiguiente se escapa a la metafísica y es algo puramente contingente. Leibniz cree que no es así y por primera vez introduce un principio, que tiene a la vez una ambición descomunal y un carácter tautológico. Todo lo que existe, según él, tiene que tener razón suficiente de su existencia, pues sin esa razón suficiente es obvio que no existiría.

Antes de dar un paso en el desarrollo de ese principio conviene establecer la función que desempeña en la filosofía de Leibniz. Las verdades de hecho no son necesarias, pues sus contradictorias son posibles y hasta se pueden pensar e imaginar. Lo que en cada caso concreto se realiza es sólo una posibilidad, pero sucede que al tener razón suficiente de ser, esa única posibilidad, aunque no es necesaria sí es segura y puede por consiguiente ser base de enunciados científicos rigurosos y seguros.

Cualquiera que sea la realidad que de hecho existe, tiene forzosamente que seguir un patrón racional. Ya en el Discurso de Metafísica Leibniz invita a quien lo dude a trazar una línea todo lo caprichosa que quiera o una sucesión arbitraria de puntos. A partir de aquí demuestra –y su demostración es matemáticamente imparable– que siempre es posible encontrar una ecuación que recorra esos puntos y nada más que ésos en el mismo orden en que la mano los ha trazado. Lo que sucede es que cuando esa ecuación es demasiado complicada, oculta su carácter de regla, y en consecuencia cuanto sucede de acuerdo con ella parece irregular.

Entre todas estas infinitas posibilidades, Dios elige en virtud de una matemática divina la más racional y por así decirlo la mejor. La sabiduría del Supremo Arquitecto es razón suficiente para que el efecto de su acción sea, según la expresión literal de Leibniz, «el mundo más sencillo en hipótesis y más rico en fenómenos, como una línea geométrica de construcción fácil, pero de sorprendentes propiedades».

Es aquí donde tienen su lugar preciso una serie de tratados que trasladan a la ciencia física este principio metafísico de razón suficiente, y en conexión con él el correspondiente ideal matemático de sencillez y de comprensión máxima. El Unicum Principium de 1682 intenta explicar la reflexión y de refracción de la luz y en general toda la óptica a partir de una ley que es única, sencillísima y tan rica en resultados que dé razón de todos los fenómenos luminosos. Leibniz amplía el teorema de Herón, según el cual la luz reflejada sigue el camino más corto, con los estudios de Snell, que establece la constancia de los senos de los ángulos de incidencia y de refracción. De esta forma las causas finales –es decir el principio de lo mejor y de lo más simple– coinciden con los procesos puramente mecánicos y hasta son capaces de justificarlos.

En otra serie de escritos, la Comunicación de las sustancias, el tratado Sobre el Destino y el propio Discurso amplía este principio de razón suficiente a la composición del mundo físico. Para determinar el movimiento de los astros se puede tomar cualquier punto de referencia y en este sentido todas las hipótesis astronómicas son mecánicamente equivalentes y determinan únicamente relaciones de posición. Ahora bien, para que todo resulte absolutamente sencillo y perfecto es preciso situarse en el sol y atribuir un movimiento real a todos los otros planetas, incluida la Tierra.

La dinámica

Los primeros tratados de Leibniz prolongan la doctrina mecanicista de Descartes, o bien introducen variantes de la teoría del viejo Demócrito y de Gassendi, que admiten la realidad de los átomos y el vacío. Hay que esperar a la aparición del cálculo infinitesimal y sobre todo a la publicación del Nova methodus pro maximis et minimis en 1684 para poder entender matemáticamente la realidad del continuo, tomado como una suma de infinitas magnitudes infinitamente pequeñas. El propio principio de continuidad se aplica al movimiento pues la naturaleza no camina a saltos y por consiguiente un cuerpo sólo puede abandonar su estado de reposo pasando por grados intermedios e infinitos de velocidad.

Todo esto tiene una serie de consecuencias desde las que se va a desarrollar la nueva dinámica. El movimiento no es efecto del choque de los cuerpos rígidos que adquieren de golpe una velocidad determinada, sino de una fuerza elástica, propia de cada uno de ellos, que sólo espera para actuar la presencia de una ocasión. Esa «vis elástica» explica al mismo tiempo la ley de la continuidad, el principio de equivalencia y armonía entre las fuerzas y en último término la constancia universal de la «vis viva». Desde ahora Leibniz dispone de los instrumentos mentales necesarios para comenzar una violenta polémica contra los cartesianos.

Después de demostrar que la fuerza viva o acción motriz es una constante en un sistema cerrado tal como el universo, Leibniz establece que su valor total es equivalente al producto de la masa por el cuadrado de las velocidades partido por dos, es decir, a la suma o integral de infinitas fuerzas instantáneas. Eso obliga a revisar toda la física cartesiana, a considerar el movimiento, el espacio y el tiempo como puras relaciones privados de carácter absoluto y a centrar la nueva ciencia en torno a la noción de fuerza.

Leibniz prolonga esta polémica advirtiendo que las sustancias materiales primeras no pueden ser realidades extensas, es decir compuestas, pues tendrían una existencia derivada, ni puntos matemáticos, que sólo son los límites de la extensión, ni tampoco puntos físicos, eliminados por el principio de continuidad. Únicamente pueden ser átomos de fuerza o átomos formales absolutamente simples. Esas mónadas no se forman o mueren por composición o descomposición ni actúan unas sobre otras.

Leibniz, siguiendo el vocabulario del viejo Aristóteles, pero manteniéndose fiel a las nociones centrales de la nueva física, define los dos componentes esenciales de cada sustancia individual. Lo que llama materia prima se corresponde con la fuerza de la inercia o resistencia, que hace a cada mónada totalmente impenetrable. Lo que llama forma o entelequia es la fuerza activa, el principio interno y la razón suficiente de su propio movimiento. Esa forma no es en rigor ni actividad ni pura potencia, sino un conatus o tendencia a la acción, y como tal tendencia totalmente indivisible.

El universo físico presenta así el primer esquema de una armonía perfecta entre fuerzas individuales que actúan intransitivamente sin comunicarse entre sí. Cuando una bola elástica choca con una batería de otras bolas, tal parece que comunica a las demás y sobre todo a la última su misma fuerza. En realidad ambas actúan en virtud de impulsos propios de cada una y por consiguiente distintos, aunque desde luego rigurosamente equivalentes.

Esto que sucede en un espacio muy reducido puede extenderse a la constitución íntegra del universo. Cada una de las sustancias individuales que lo componen desarrolla una fuerza motriz independiente e incomunicable, y sin embargo totalmente acordada en su magnitud y dirección con el resto de los átomos de fuerza que en número infinito le rodean. El mundo es un gigantesco planetarium o un sistema perfecto de relojes donde el impulso y el movimiento espontáneo de cada una de sus partes se corresponde con el conjunto, cumpliendo así al mismo tiempo el principio de razón suficiente y las leyes de la dinámica que se derivan de él.

La mecánica

Según Leibniz las mónadas, a pesar de que su actividad es intransitiva, se comportan en virtud de esta armonía universal, como si cada una de ellas actuase sobre todas las demás. De esta forma es posible traducir el efecto de las fuerzas motrices y los fenómenos todos de la naturaleza a movimientos mecánicos. En esta actividad estrictamente científica se inscribe la larga polémica entre el filósofo y Samuel Clarke, con toda seguridad asesorado por su maestro Newton. A lo largo de cinco cartas, cada vez más extensas, los dos creadores de la dinámica señalan las diferencias de sus sistemas de física y de filosofía.

Leibniz no admite para empezar la existencia de un movimiento absoluto ni la idea complementaria del espacio real, identificado por Newton en una decisión tan poco filosófica como escasamente inteligible, con el «sensorium Dei». Lo único verdaderamente real, lo que constituye la esencia de cada sustancia individual es la fuerza, mientras que el movimiento y con él el espacio y el tiempo absoluto no son verificables ni como cosas ni como propiedades de esas cosas. Su entidad puramente relativa es suficiente para dar razón de todos los fenómenos de la naturaleza sin embarcarse en extraños laberintos filosóficos.

En conexión con la idea del espacio, Newton defiende el vacío, que divide a los átomos dentro del mundo. Leibniz al contrario cree que el espacio interior es tan absurdo y tan imaginario como el exterior, y afirma otra vez la existencia de un continuo infinitamente divisible. El cálculo infinitesimal por cuya patente sostuvieron una agria polémica los dos grandes científicos tiene para cada uno de ellos un empleo completamente distinto. Puramente instrumental en el caso de los Principia, pero de contenido físico, filosófico y hasta teológico en la preparación y el desarrollo de la Monadología.

El segundo motivo de la polémica es la afirmación de Newton según la cual la cantidad de movimiento en el universo tiende continuamente a disminuir y extinguirse por el roce de los cuerpos y su escasa elasticidad. De esta forma Dios tiene que intervenir a la larga en esta máquina del mundo, dándole cuerda al reloj, que de otra forma se pararía sin remedio. Otra vez Leibniz interviene a favor de la «vis viva» o acción motriz que funciona como una constante, gracias a la cual se renueva el universo por sí mismo sin necesidad de ninguna ayuda exterior o de un perpetuo milagro.

Esta contradicción en las leyes de la dinámica desemboca irremisiblemente en una reaparición del principio de razón suficiente y del optimismo metafísico. Efectivamente, para Newton, o por lo menos para Clarke, la intervención constante de Dios es demostración de su poder y su sabiduría que ponen remedio continuamente a la decadencia de la máquina creada. Leibniz por el contrario afirma que la gigantesca relojería del universo ha sido fabricada desde el primer momento con tanta perfección que es capaz de mantener su fuerza viva sin necesidad de más ajustes. Sólo así es la mejor posible y la que manifiesta más a las claras la grandeza de su creador.

La tercera parte de la polémica afecta ya más estrictamente a la extensión y movimiento. Leibniz va a atacar el hallazgo por el que Newton y su discípulo están más orgullosos, la fuerza de gravedad en función inversa del cuadrado de las distancias. Efectivamente, la atracción a través del vacío es al mismo tiempo la negación del principio de continuidad y la afirmación de algo tan imposible y contradictorio como es la acción a distancia. Además, o bien se trata de una propiedad oculta - pues no se explica por las leyes mecánicas o bien de un milagro permanente, porque va contra la tendencia natural de cada cuerpo a seguir en línea recta por la tangente.

Así pues la gravedad puede y debe explicarse de acuerdo con las leyes mecánicas –concretamente por el movimiento en rotación del Sol combinado con su acción rectilínea sobre la Tierra a través del éter–. Pero Leibniz no olvida que sus causas últimas radican en la vis insita, que desde el primer momento de la creación está inscrita en el cuerpo grave, siempre armónicamente ajustado con el resto de las piezas que componen el mundo. De esta forma la metafísica, la dinámica y la mecánica son tres niveles de una misma realidad, entendida desde puntos de vista más o menos elevados.

El hombre

No sólo el mundo material se compone de átomos de fuerza. También el alma de los animales y más todavía el espíritu del hombre son mónadas, con la diferencia de que son capaces de apercibir, es decir, de ser conscientes de su individualidad dinámica abierta al resto del universo. Según esto el hombre se compone de un cuerpo formado igual que todos de infinitas sustancias simples en agregación, y de un espíritu provisto de consciencia y de recuerdo.

Esta dualidad del hombre plantea a Leibniz un problema extremadamente grave, el de la comunicación de las sustancias corpóreas y de la mónada espiritual dominante, temáticamente hablando la comunicación del alma y el cuerpo. En efecto, los átomos de fuerza son por definición incomunicables, incluso si tienen la misma naturaleza como son los que forman parte del mundo físico. Con mayor razón estarán recíprocamente aisladas dos sustancias tan distintas como el pensamiento y el cuerpo, que sin embargo marchan en cada uno de los hombres totalmente de acuerdo.

Descartes ha explicado esta comunicación de la cosa extensa y la cosa pensante siguiendo sus propias ideas sobre la constitución del mundo. La constante universal, es decir el producto de la masa por la velocidad es una magnitud puramente escalar, y no un vector de determinada dirección. El alma o el pensamiento, instalada en la central del cuerpo, la glándula pineal, no puede aumentar ni disminuir su cantidad del movimiento, pero sí orientarlo en uno u otro sentido.

Cuando la física dinámica descubre el carácter vectorial de las fuerzas, afirma también indirectamente que no sólo es constante su intensidad sino también su dirección en la totalidad del universo. De esta forma la acción o simplemente la influencia, siquiera fuese mínima, del alma sobre el cuerpo es de raíz imposible, pues perturbaría el principio y la invariante fundamental de la naturaleza.

Los cartesianos de la segunda generación no tienen otro recurso que acudir a la acción de Dios, causa primera de cuanto sucede en el mundo. Los movimientos de los cuerpos son sólo una ocasión para que Dios produzca determinados vivencias en el alma y recíprocamente, las decisiones y los afectos y percepciones del pensamiento son causa ocasional de los movimientos mecánicos que les acompañan. La intervención constante del primer y único agente en el doble mundo de la extensión y el pensamiento es un recurso desesperado, que recuerda al de los newtonianos cuando quieren dar cuerda al reloj del universo para que no interrumpa a la corta o a la larga su movimiento.

Leibniz, ante estas dos soluciones imposibles o artificiales, presenta su propio sistema de comunicación de las sustancias, rigurosamente homogéneo al que explica la constitución y marcha del mundo físico. El alma y la masa corporal son como dos relojes, cada uno con su maquinaria independiente del otro, pero construidos con toda perfección por un artesano infinitamente sabio y puestos exactamente en la misma hora desde su fabricación. Estas dos hipótesis, sumamente sencillas, son sin embargo suficientes para dar razón de la armonía de las dos sustancias del modo más elegante y económico.

También aquí se reproducen los tres niveles desde los que Leibniz intenta explicar toda la realidad. En primer lugar el nivel metafísico y dentro de él el principio de razón suficiente, en virtud del cual cuanto de hecho es, es con toda seguridad la posibilidad mejor, es decir, la más sencilla y la más rica en resultados. En segundo lugar, el nivel dinámico por el que cada ser tiene una fuerza interna y propia, independiente de los demás y armonizada con ellos. Y finalmente el nivel empírico, pues todo sucede como si el alma actuase sobre el cuerpo, y como si los movimientos mecánicos influyesen sobre los pensamientos, aunque ambas cosas son absolutamente imposibles

El ideal político

El ideal político de Leibniz está también de acuerdo con esta idea de una armonía preestablecida. Desde los inicios de su carrera de diplomático busca una alianza entre los estados del continente con el objetivo de extender la ciencia y la civilización por todo el mundo. El mismo se pone el nombre de Wilhelm Pacidius, algo así como Guillermo el pacificador, o el que trae la paz de Dios.

De acuerdo con esta idea conoce a todos los políticos de la época, lo mismo cuando en su primera misión intenta mediar entre los ingleses y los holandeses, que luego tratando con Roma, con el emperador de Austria y el Zar Pedro de Rusia. Leibniz está siempre preocupado por mantener el equilibrio de poder y a través de él la alianza y la paz en Europa. La creación o la preparación de grandes academias científicas es parte de este ambicioso proyecto.

Leibniz tiene sólo un enemigo político casi hasta su muerte. Es Francia dominada entonces por el absolutismo de Luis XIV. Buena parte de sus intervenciones y desde luego las más espectaculares están destinadas a neutralizar la hegemonía del Rey Sol. El filósofo se indigna ante su insolidaridad con los otros pueblos de Europa y ante su intolerancia con los protestantes desde la revocación del edicto de Nantes. Por eso defiende los derechos de los Habsburgo al trono de España en 1703, siempre en busca de un equilibrio de fuerzas. Todavía en sus últimos años tiene humor para intentar una alianza entre Rusia, Polonia, Dinamarca, Prusia y el Imperio, dirigida primero y principalmente contra los Borbones.

Por lo demás el absolutismo es la traducción a la política de una visión unilateral y dogmática. Leibniz no puede admitir por su propia forma de ser y de pensar la existencia de un único punto de vista que excluya a los demás. El absolutismo en política es justo la contrario de la armonía por la que posiciones diferentes libremente desarrolladas desde sí mismas, se admiten y concuerdan mutuamente.

Pero además Leibniz tiene en su horizonte político una utopía, el encuentro con la cultura, la filosofía y la vida política de un país hasta entonces lejano y desconocido. Ya en 1689 habla en Roma con los jesuitas y les entrega la aritmética binaria de su Ars Combinatoria para que descifren el I Ching, el libro oracular compuesto por sesenta hexagramas y dos signos elementales. Poco tiempo después publica Novissima sinica, una especie de bibliografía actualizada de la China, y anima a Pedro I para que envíe misioneros al Celeste Imperio equilibrando de paso la influencia de los católicos. Y todavía en 1716, el mismo año de su muerte, está a punto de terminar un Discurso sobre la Teología Natural de los Chinos.

Lo que llama la atención en este proyecto de evangelización es la ausencia de todo proselitismo. Leibniz quiere llevar el cristianismo al último extremo del mundo, pero al mismo tiempo admira a ese pueblo extraño, gobernado desde siempre por sabios y poseedor de una altísima filosofía. Su ideal es el encuentro armónico de las dos culturas, desarrollando libremente cada una de ellas todas sus virtualidades.

El ideal religioso

Después de ver todo esto es fácil deducir cuál ha de ser la posición religiosa de Leibniz. Desde su fe evangélica, a la que nunca renuncia, procura la unión de todas las iglesias cristianas, primero con los reformados, luego con los católicos y los orientales. Su primer gran tratado el Discurso de Metafísica, está compuesto en una semana en la que se da la feliz circunstancia de que el filósofo no tiene nada que hacer. Es entre otras muchísimas cosas, una primera propuesta de conciliación entre las iglesias, para saber si pensando así, uno puede ser tolerado por los católicos. El tratado es el comienzo de una larga correspondencia con Arnauld siempre en busca de la armonía desde distintos puntos de vista.

El Discurso es por otra parte una muestra de la coherencia de la filosofía de Leibniz. Su sistema se puede recorrer caminando desde la física a la teología, o siguiendo un camino inverso, pues el esquema de la realidad es en todo caso el mismo. En rigor en este primer adelanto del sistema, las sustancias individuales son las humanas y la armonía es primero y principalmente una convivencia de los espíritus en la ciudad de Dios. Pero desde este tratado de teología se pueden descifrar los primeros desarrollos de la dinámica que precisamente por aquellos años empieza a publicar.

Unos pocos años después del Discurso y del comienzo de la correspondencia con Arnauld, concretamente en 1687 hasta el 89 pasa por Roma, discute con Rojas y Spinola otra vez los problemas de la unión de las iglesias, frecuenta a los jesuitas, conoce a los principales representantes del Vaticano, y sigue persiguiendo su ideal de tolerancia y armonía recíproca entre las distintas variantes del cristianismo.

Sin embargo Leibniz se niega a convertirse al catolicismo todas las veces que se lo proponen. Hacer tal cosa es tanto como adoptar un único punto de vista excluyendo todos los demás y caer otra vez en el dogmatismo, justo lo contrario de su doctrina del equilibrio armónico y de la alianza de doctrinas plurales. Porque Dios, tal como lo entiende Leibniz, es la mónada suprema, pero no porque domine las cosas desde un punto de vista superior, sino justo por lo contrario, pues –al revés que el resto de las sustancias individuales– conoce el universo desde todos los puntos de vista posibles.

Después de esta segunda experiencia Leibniz sigue carteándose con los pensadores católicos más notables de la época, buscando una fórmula de fe común y plural. Para lograrlo elige teólogos periféricos, aunque por motivos distintos. En primer lugar Antoine Arnauld, cabeza de los jansenistas, que por su doctrina de la Gracia y la libertad está en la frontera que separa a católicos y protestantes. Después Bossuet, el mentor espiritual de la Iglesia galicana, la más independiente del poder central de Roma. Finalmente el P. Des Bosses, representante de la Compañía de Jesús, que por su enorme influencia intelectual, por la multitud de sus ingenios y por la novedad de todas sus empresas tiene un prestigio casi igual al de la jerarquía oficial.

Como coronación de este gigantesco esfuerzo ecuménico, Leibniz redacta en 1714, dos escritos que unifican definitivamente sus descubrimientos científicos y sus preocupaciones teologales. Se trata de las formulaciones finales de su sistema, Principios de la Naturaleza y de la Gracia y la Monadología. Después de su muerte y durante muchos años Leibniz es justamente conocido con uno de los apelativos que él se ha dado en vida, «el autor de la armonía preestablecida».

 

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