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El Catoblepas, número 72, febrero 2008
  El Catoblepasnúmero 72 • febrero 2008 • página 8
Del pensamiento occidental

El socialismo de Estado

José Ramón San Miguel Hevia

Desde Hegel hasta Marx, donde se establece que la verdadera utopía es la pretendida identidad entre el ser y el deber ser

Jorge Guillermo Federico Hegel (1770-1831)Luis Blanch (1811-1882)Fernando Lasalle (1825-1864)Carlos Marx (1818-1883)

1. El siglo XIX

Todo el siglo XVIII y sobre todo sus últimos años viven a la sombra de la primera revolución liberal de 1690. Los filósofos políticos y el primero de ellos John Locke se convierten en los maestros de los ilustrados, lo mismo en Francia que en las colonias de América del Norte. El plan de gobierno, diseñado magistralmente en Inglaterra por los whigs será el modelo al que se acogerán los estados de los dos continentes.

La revolución llamada gloriosa es distinta por otra parte de las guerras clásicas, cuyos protagonistas son unos pocos individuos que se disputan el poder o en el mejor de los casos una élite de caballeros que eligen la guerra como oficio. Es todo un pueblo el que se rebela contra la política absolutista y pro católica de Jacobo II y el que gracias a su posición unánime consigue trasformar el régimen de su país sin que medie una sola gota de sangre.

Lo mismo sucede con la guerra de independencia de los trece estados de la Unión en Norteamérica. También en este primer conflicto colonial el pueblo entero es capaz, no sólo de cortar los lazos que le unen con Gran Bretaña, sino de la hazaña mucho más difícil de darse una ley fundamental que una en confederación a estados totalmente diferentes por su estructura social y por su modo de vida. Después de esta doble experiencia colectiva sólo hace falta un acontecimiento lo suficientemente espectacular para celebrar la entrada de la sociedad en la historia.

La Revolución Francesa no tiene un éxito como sus hermanas mayores de Holanda, de Inglaterra o de Norteamérica, y viene a ser a la larga un total fracaso contemplada en su propio ámbito temporal y geográfico. Lo que hace de ella un suceso excepcional que introduce al mundo en una nueva época escapa a cualquier categoría política, social y económica. Consiste en que los hombres de todos los pueblos se hacen plenamente conscientes de que son ellos los protagonistas de su propia vida colectiva.

Nada falta en esta gigantesca representación teatral con la que la humanidad contempla su llegada a la mayoría de edad. El espléndido escenario de París en el siglo XVIII, los actores, insuperables en cantidad y calidad, la trama que avanza lentamente y se convierte de un esperpento en una tragedia, los continuos golpes teatrales y cambios de escena, el coro de toda la nación que acompaña a la acción y le da en cada momento su valor.

Todavía más. Gracias a las campañas de Bonaparte todos los países de Europa pueden ser espectadores privilegiados de la revolución y de sus consecuencias . El proyecto de Napoleón también fracasa, la Santa Alianza sustituye a los primeros ideales liberales e igualitarios. Pero queda algo que el hombre ya no va a olvidar muy fácilmente y que en este mismo siglo XIX recordará de continuo, y es esa consciencia de ser sujeto de la vida política y en último término de la historia.

Por otra parte la Revolución Francesa afecta por su propio contenido de modo exclusivo a la vida de toda la nación. No se trata de una guerra de independencia ni de un conflicto religioso, como no sea de forma muy indirecta y episódica. Es más bien un reajuste brutal de toda la estructura social de Francia que hasta entonces parecía inalterable y que desde los últimos años del siglo XVIII abre nuevas e inesperadas posibilidades.

La Revolución se puede tratar también ahora con categorías teatrales. Antes de 1789 el pueblo está representado por una breve minoría de nobles y de altas jerarquías eclesiales, y por una cantidad siempre en aumento de burgueses que dirigen la gran industria y van adquiriendo junto con la riqueza un creciente poder social. Sucede sin embargo que la burguesía está arrinconada políticamente y ni siquiera tiene un nombre propio sino el que le prestan despreciativamente el doble estamento de clérigos y aristócratas. Es el «tercer estado», es decir el estado de quienes no son nada de importancia ni pueden hacer otra cosa que resignarse a esta anónima situación.

A partir de los acontecimientos de los años noventa este estamento políticamente marginado va adquiriendo cada vez una mayor representación en la vida pública, suprimiendo sucesivamente a todos sus antagonistas. El resto de los ciudadanos hacen causa común con los burgueses, que se presentan a sus ojos como la negación de toda la vieja y odiada jerarquía feudal. Al final del drama el Rey, la alta nobleza los dignatarios de la Iglesia quedan barridos y en lugar de ellos aparece la totalidad del pueblo, la Nación.

El nuevo modelo de producción

Las revoluciones políticas de los siglos XVII y XVIII van acompañadas y están animadas por nuevas formas de producción y de convivencia. El trabajo artesanal y la correlativa sociedad gremial de la Edad Media van siendo sustituidos por una producción en equipo, gracias a los primeros talleres organizados y dirigidos por una burguesía, tan rica en imaginación e iniciativa como en recursos económicos. Los operarios que trabajan a sueldo en esos talleres, en vez de producir íntegramente una mercancía, dividen el complejo trabajo de conjunto en actividades muy simples, perdiendo en calidad humana pero ganando en eficacia.

La sencillez y la monotonía de estos movimientos que cada una de las secciones de operarios repite de continuo invitan a introducir aparatos artificiales, capaces de sustituir el trabajo humano o por lo meno algunas de sus partes más simples. Esos aparatos sólo serán posibles si alguien es capaz de domesticar la energía trasformándola en un movimiento que tenga dirección y sentido. El descubrimiento de la máquina de vapor por Watt permite ese milagro de convertir el calor en energía cinética, dando un nuevo paso en la revolución industrial.

Desde entonces los obreros tienen que convivir en los centros de trabajo con las máquinas, cada vez más numerosas y capaces. Por supuesto, los burgueses siguen siendo los dueños de todas los instrumentos de producción y del propio trabajo, que ahora es algo cuantitativamente mensurable y convertible en dinero, en el salario. Precisamente las fábricas van a ser el escenario donde la sociedad adquiere un nuevo e inesperado protagonismo.

Efectivamente, los burgueses y los obreros que trabajan para ellos adquieren por primera vez en la historia la categoría de clases sociales. Ciertamente, también los esclavos y mujeres en la antigüedad, los siervos de la Edad Media, los campesinos que trabajan la tierra en calidad de colonos o de asalariados, y los mismos artesanos de los últimos siglos tienen un mismo status económico y un parecido nivel social. Pero su dispersión funcional o geográfica o el hecho de ser propiedad doméstica de un ciudadano no permiten que se hagan conscientes de su carácter colectivo.

Para que exista una clase hace falta que sus componentes tengan una misma situación dentro de la sociedad, pero eso solo no es suficiente. Es necesario también que adquieran conciencia de clase, sin la cual no son más que una serie de individuos aislados e inconexos. Su actividad queda cerrada entonces en el estrecho ámbito de su vida, y sus caracteres, forzosamente semejantes, no pueden ser sujeto de la historia, sino en el mejor de los casos objeto de una divertida representación escénica. El pícaro que renuncia al trabajo o el burgués que aspira a ser gentilhombre son ejemplos de esta renuncia a su propia identidad colectiva.

En cambio los empresarios y obreros que se encuentran en los talleres y en las fábricas primero de Inglaterra, luego de toda Europa se sienten protagonistas de una profunda trasformación social. Los burgueses, para empezar, tienen una aguda conciencia de clase, pues a sus ojos sólo ellos son creadores de riqueza en oposición a los estamentos ociosos de la nobleza y el clero. Frente a ellos los obreros que trabajan juntos en los nuevos centros de producción se dan cuenta de que tanto el producto de su trabajo como su destino, al parecer inalterable, es común a todos, es decir caen en la cuenta de que también ellos son clase.

Todavía hay que agregar un nuevo elemento que va a asegurar y a multiplicar este descubrimiento de la sociedad que acompaña a todo el siglo XIX. Es el desarrollo de los medios de transporte y de comunicación necesarios para que la producción y el consumo potencial crezcan al parecer indefinidamente. La actividad económica tiene en este caso un efecto indirecto pero decisivo sobre la existencia de todos los hombres, que entran en un contacto, cada vez más amplio e inmediato.

Todo camina en la misma dirección, lo mismo las revoluciones políticas que las trasformaciones de la economía o la aparición de los nuevos medios de comunicación. Por todas partes la sociedad se hace consciente de sí misma y se erige en protagonista de la actividad del hombre. Por esta misma razón sus problemas van a traspasar la órbita de lo individual y se van a convertir en problemas colectivos con soluciones llenas de riesgo y de esperanza.

Sucede además que esta sociedad, al revés que todas las otras que antes de ella hubo en la historia, es fuertemente inestable. El avance de todas las ciencias y de las técnicas correspondientes introduce cambios tan radicales como inesperados en las relaciones recíprocas de los hombres. Es posible entonces una doble alternativa. O bien evitar esa inestabilidad construyendo una utopía que salve todos sus problemas y que sea históricamente definitiva, o al revés instalarse en esa situación de inseguridad colectiva y asumirla, bien entendido que entonces la vida social para no caer, tiene que mantenerse, lo mismo que un vehículo de dos ruedas, en perpetuo movimiento.

2. El socialismo de Estado. Sus principios

La primera solución socialista intenta conseguir una comunidad tan estable desde el punto de vista histórico, y tan racional y equilibrada que pueda ser el marco y el resorte del progreso indefinido de la ciencia, la técnica y la industria, evitando al mismo tiempo todos los conflictos entre clases y todas las catástrofes periódicas de los mercados. El carácter utópico de esta solución que pretende dar a la historia un resultado feliz y definitivo, le asegura un éxito seguro de crítica y público, por encima de sus logros o de sus equivocaciones.

Aunque los grandes sistemas del socialismo de Estado sólo toman forma muy entrado el siglo XIX, todos ellos se inspiran en la filosofía que desde los primeros años de esta centuria construye un pensador que tiene la gran fortuna de vivir los acontecimientos que marcan el comienzo de la nueva época. Hegel, nacido en 1870 en Sttutgart, contempla precisamente desde sus estudios universitarios en Tubinga (1788 a 1792) junto a sus compañeros de estudios Hölderlin y Shelling, los momentos culminantes de la Revolución Francesa, que los tres celebran plantando «el árbol de la libertad». Después asiste con idéntico entusiasmo a las campañas victoriosas de Napoleón, al que considera como el alma del mundo, que lo abraza y lo domina.

En el último estadio de su vida, del 1818 al 31, se convierte en el filósofo oficial de la monarquía prusiana, y es rector en la Universidad de Berlín, proclamando a su vez al nuevo régimen, surgido después de la derrota del Emperador, como la realización definitiva de la Razón. Y hay que tener en cuenta que sus actitudes políticas sucesivas no son contradictorias pues, según las categorías fundamentales de su pensamiento, el que tiene el poder en un momento determinado tiene también la razón.

De esta forma Hegel descubre a través de las profundas transformaciones colectivas de su tiempo una nueva realidad. Es cierto que ya la antigüedad primera proporciona una nómina impresionante de historiadores, pero todos ellos hablan de individuos excepcionales, de «varones ilustres», mientras que ahora los verdaderos protagonistas son los pueblos, y las personas singulares son, en el mejor de los casos, voceros de su época.

Pero es que además la historia no es el efecto del azar ni del capricho o las pasiones de los hombres. No es una novela o un drama sino algo rigurosamente racional, más concretamente la realización de la razón. Hegel es consciente de que durante toda la marcha de la humanidad y más todavía en la época privilegiada en que le toca vivir, la realidad es también verdad, el ser coincide con el deber ser, lo que de hecho es, es porque necesariamente tiene que ser así.

Los primeros escritos de Hegel tienen un contenido político religioso y caminan en esta dirección. Se trata de convertir el cristianismo, entendido como religión racional, en la religión que de hecho adopta colectivamente un pueblo. O mejor, se trata de evitar la escisión en dos mundos, el profano y el sagrado, haciendo que toda la historia, adquiera un valor absoluto y que a su vez lo divino se encarne en el tiempo.

Más adelante Hegel enunciará el principio fundamental de su pensamiento en una fórmula mucho más breve y clara. «Todo lo racional es (también) real, y todo lo real es (también) racional.» Este principio parece evidente si se aplica a la realidad suprema de la Razón y a su desarrollo en el mundo natural que sigue leyes igualmente necesarias. Pero Hegel lo extiende a toda la historia de la humanidad y a su conocimiento, que alcanzan por primera vez el rango de realidad y de saber absoluto.

El principio se desdobla obviamente en dos partes. Que todo lo racional es también real quiere decir que cuanto tiene en sí mismo razón suficiente para existir no puede mantenerse en una pura posibilidad abstracta, sino que necesariamente ha de realizarse. En el caso concreto de la historia del hombre anuncia que el deber ser no se mantiene en una esfera extraña y trascendente, porque en cada época se realiza a través del espíritu colectivo del pueblo que tiene razón.

Que todo lo real es también racional quiere decir a su vez que cuanto existe no es algo contingente y azaroso, porque tiene su razón de ser que le otorga el carácter de necesario y absoluto. Trasladado a la historia se prolonga en el principio, fuertemente conservador, según el cual lo que en cada caso sucede es lo mejor y lo único que puede suceder. Sólo queda por saber cómo integra Hegel la ciencia del espíritu humano y de la historia dentro de todo su sistema.

La objetivación

El pensador alemán va a utilizar una única categoría, por otra parte muy sencilla, para ordenar y desarrollar en oleadas sucesivas e interminables los distintos conceptos de su filosofía. Para empezar hay que decir que la Razón es con relación a la totalidad de ese sistema universal del ser y a cada uno de sus momentos, el principio inmediato y absoluto. Sin ese principio fundante toda la realidad caería en el ámbito de lo puramente contingente y perdería su dignidad racional.

Ahora bien, este principio no puede mantenerse en su pura racionalidad abstracta pues entonces sería algo tan vacío como estéril. Es preciso que desde su propio carácter racional se proyecte frente a sí, formando un ámbito objetivo. Es una condición inevitable para que la Razón no quede encerrada en sí misma y para que adquiera todas las concreciones de lo real.

Así pues, la identidad de la razón y la realidad es la clave de arco sobre la que Hegel monta su filosofía. La categoría de objetivación expresa a lo largo de todo el sistema de forma tan precisa como monótona el mecanismo ontológico sobre el que está montada esta identidad. Sólo queda ahora entender este esquema central enseñando los otros dos momentos que junto al de principio completan la objetivación.

Los filósofos de ascendencia neoplatónica y todavía más los teólogos han elaborado el concepto y el término de principiado. El principiado se deriva del principio, que desarrolla y manifiesta, agotando totalmente su interna articulación y su riqueza. Este concepto de principiado está pensado para entender en teología al Logos o Palabra o Hijo de Dios, pero mejor que ningún otro sirve para aclarar el segundo momento de la objetivación.

El principiado tiene el mismo rango ontológico que el principio del que emerge. Mientras que la causa y el efecto tienen una jerarquía distinta, ya que el efecto al derivar de la causa depende de ella y le está subordinado resultando que su producción no agota todas las virtualidades del agente ni le manifiesta por completo, la relación entre principio y principiado es de absoluta igualdad y conexión, en el sentido de que cuanto está en el principio de forma implícita se expresa plenamente en el principiado.

De esta forma sucede que los conceptos clave de la filosofía de Hegel no permanecen encerrados en sí mismos sino que se manifiestan y proyectan y en este sentido se realizan, igual que la palabra realiza el pensamiento. Como en Juan Escoto y en Proclo y en todos los platónicos tardíos –y Hegel es uno de ellos–, crear, hacer real, vale tanto como manifestar, dar a luz. La objetivación es el proceso por el cual el principio, sin perder su carácter de principio, se despliega totalmente en el principiado.

Falta un tercer momento para que la categoría central de objetivación quede completa. Se necesita algo que dé unidad al proceso mismo, al propio tiempo racional y real por el cual el principio se expresa en el principiado. Ese tercer momento que integra a los otros dos y al propio tiempo los absorbe consiste no sólo en el principio, no sólo en lo que desde sí mismo produce, sino en el estar principiando.

En el principiar está el principio, pero en cuanto que de él emerge toda su interna articulación. Está también el principiado, pero en cuanto que proviene de aquello que le da razón de ser. Todos dos pierden su entidad propia y pasan a ser momentos inseparables del principiar porque sólo en él se cierran circularmente sobre sí mismos.

De esta forma la realidad y el pensamiento se constituyen en sistema. Cada uno de los momentos de este sistema no se puede aislar del resto, porque sólo en él encuentra su principio y su razón de ser. Lo que es más grave, todo el sistema queda herméticamente cerrado «como una esfera bien redonda» y convertido en pura racionalidad.

La Lógica de Hegel

Todavía Hegel expresa estas mismas categorías fundamentales al construir su «Ciencia de la Lógica», que escribe en Jena entre los años 1812 y 1816 y que es una de sus dos obras centrales. Por supuesto no se trata de una lógica en el sentido tópico de la palabra, sino de algo infinitamente más importante. Es la ciencia –dice el propio autor– de Dios, tal como es, antes de que se objetive en la Naturaleza o vuelva sobre sí mismo en el Espíritu.

Ahora bien, Dios es entendido como «Logos», en el sentido de Razón, y la lógica es entonces la ciencia de esta Razón creadora. Es todavía entendido en su segundo significado de Palabra que expresa y desarrolla esta Razón. Si ahora ponemos en conexión ambos sentidos, entonces Dios es la unidad de estos dos momentos. Hegel repite una vez más –y no será la última– sus nociones centrales, haciendo al propio tiempo teología, lógica y filosofía.

A la hora de conocer la interna estructura de la Razón, Hegel dice que hay que comenzar por el principio. Este principio se caracteriza –y a las alturas en que Hegel se sitúa no puede ser de otra forma– negativamente. El comienzo absoluto no se deriva de nada ni admite ninguna mediación. Es por definición lo inmediato. Para buscarle un nombre adecuado hay que utilizar forzosamente el término más general, por encima del cual ni existe ni se puede pensar otro que lo mediatice, concretamente el de ser.

El ser, está aislado y no guarda ninguna relación externa, pero desde sí mismo despliega necesariamente un conjunto de determinaciones internas, una estructura que ya podemos desde ahora empezar a llamar esencia. A su vez esto que el ser es desde dentro se proyecta y expresa hacia fuera en un proceso racional real dando lugar a lo que Hegel en su peculiar vocabulario llama el «fenómeno». El fenómeno, la esencia objetivamente considerada, no es nada contingente, sino la expresión acabada y total de su estructura y articulación interna. Una vez más el término "principiado" es el más adecuado para significar este nuevo eslabón de la cadena del sistema.

Queda un tercer momento donde se integran la esencia interna y su manifestación. Cuando la esencia, considerada en sí misma coincide con su desarrollo externo, vale decir que «es de verdad». En el ser de verdad está el principio interno, en cuanto que de él surgen necesariamente todas sus determinaciones externas. Está también el fenómeno en cuanto que a través de él trasparece la articulación interna de la esencia. La verdad es la unidad racional de la esencia y de su desarrollo y la anulación de toda contingencia en el ámbito esencial.

Quedó dicho que el ser es el principio inmediato de donde emerge la esencia. Al terminar este recorrido por los tres momentos sucesivos, la estructura, el fenómeno y la verdad, se puede decir dando marcha atrás que la esencia es la manifestación plena del ser. La esencia efectivamente, siguiendo la definición de Aristóteles, no es nada nuevo ni extraño, sino «lo que era el ser» antes de que se descubriese en su verdad.

Si la esencia en todas sus determinaciones internas y externas se deduce del ser como de su principio eso significa que los dos momentos tienen una estructura racional. Todo es silogismo, y en ese silogismo entendido como principiar real racional están tomados a la vez –concebidos– el ser y la esencia, y anulada toda su diferencia.

Ahora bien, cuando el concepto se mantiene en su pura formalidad abstracta, entonces es otra vez un principio en el que están contenidos todos sus posibles e infinitos desarrollos y manifestaciones. De este concepto principial surge en un segundo momento el concepto objetivo que realiza y expresa y agota cuanto está implícito en aquél. Las categorías del concepto objetivo son como el esquema que ha de servir de fundamento a la creación de la naturaleza.

Finalmente la Idea es el momento supremo en el que está principiando desde el concepto formal al objetivo todo cuanto está implícito en el primero y expreso en el segundo. La Idea es la plena posesión de la Razón por sí misma la vuelta circular a su principio y la noción última e insuperable de toda la ciencia de la Lógica. Al terminar este largo recorrido, sólo queda decir que Hegel no se ha apartado un punto de la categoría de objetivación que reitera con una monotonía verdaderamente admirable.

Razón, Naturaleza y Espíritu

El sistema de Hegel es como una esfera en la que están contenidas otras más pequeñas cada una de las cuales es rigurosamente homogénea con la totalidad. Esta homogeneidad implica a su vez que cada esfera debe contener un número infinito que son réplica exacta las unas de las otras y todas del sistema global y de los sucesivos continentes. La objetivación tal como apareció en el núcleo de su filosofía es la clave de esta sucesiva e interminable reiteración.

Por lo pronto la Razón en sí misma –es decir Dios o el Lógos antes de que se manifieste en la Naturaleza o de que vuelva sobre sí haciéndose transparente en el Espíritu– no permanece en sí, sino que se proyecta hacia fuera manifestando un universo objetivo. En la medida en que ese ámbito es un desarrollo de la propia Razón no tiene más remedio que ser racional desde un cabo al otro, pero en la medida en que es una manifestación tiene el carácter de un universo creado.

A esta salida de la Razón fuera de sí misma llama Hegel Naturaleza. No se trata de una creación en el sentido clásico de la palabra, porque la Razón no produce nada extraño a ella. Tampoco se trata de un panteísmo que identifica sin más a Dios y al mundo natural porque los dos son momentos sucesivos y diferentes de un mismo proceso.

Según esto, y siguiendo el esquema del neoplatonismo, la creación es una manifestación y un extrañamiento de la Razón. La Naturaleza así considerada recuerda el modelo de un solitario pensador del siglo IX, Juan Escoto Erígena que se refiere precisamente al mundo material como un conjunto de inteligibles pero expulsados de su propio principio intelectual. Según su expresión literal «inteligibles coagulados».

La ciencia de la Naturaleza es la parte más débil de toda la filosofía de Hegel. En rigor las categorías centrales del sistema están destinadas a entender la historia en su marcha necesaria, es decir racional y al propio tiempo real. Por eso fracasan totalmente al intentar dar razón del mundo natural que sólo de una manera artificial y forzada puede encajar dentro de un molde que no está preparado para él.

Pero por otra parte Hegel no puede prescindir de la Naturaleza. Sin este despliegue externo de la Razón, el esquema circular en virtud del cual el primer principio vuelve otra vez sobre sí, es de raíz imposible. Que el sistema esté obligado a admitir algo tan incómodo para él como los seres naturales que parecen una pura exterioridad inerte demuestra hasta qué punto la objetivación sigue siendo su clave central.

Cuando la Idea, que se ha desarrollado en la Naturaleza se encuentra otra vez consigo misma, entonces decimos que es Espíritu, el momento culminante y verdaderamente nuevo en la filosofía de Hegel. En el Espíritu está la Razón pero en cuanto principio plenamente desarrollado en la Naturaleza. Está también la Naturaleza pero en cuanto manifestación puramente externa de la Razón o Idea. El punto de inflexión de este proceso circular señala simultáneamente el pleno desarrollo de la Naturaleza en el hombre y el primer principio del Espíritu en el alma humana.

El alma es según esto el principio primero del que emergen todas las manifestaciones y desarrollos del Espíritu. Pero tomada como tal principio inmediato se objetiva en la consciencia. En efecto, toda consciencia es en primer lugar conocimiento de un algo exterior, de un objeto, pero es además conocimiento de sí mismo en cuanto sujeto que conoce. El mismo término consciencia quiere significar una presencia simultanea e inseparable (cum scire) del sujeto y el objeto, que mantienen en esta primera expresión del alma hacia fuera, una íntima dualidad, que al propio tiempo lo une y los distingue.

Esta dualidad sólo desaparece cuando el Espíritu en un tercer momento está ensimismado. Ensimismarse quiere decir entrar dentro de sí y descubrir el principio interior y oculto de donde surgen todas las determinaciones externas aparentemente contingentes. En esta entrada dentro de sí se identifican el alma como principio y la consciencia como principiado, según el esquema ternario de Hegel. Ahora bien el Espíritu entendido como entrada en sí mismo es un sujeto, y las dos nociones de espíritu y de subjetividad parecen inseparables y así ha sido por lo menos en todos los filósofos anteriores. Hablar como habla Hegel de Espíritu Subjetivo tal parece una redundancia.

El sujeto es en primer lugar un puro principio que todavía no está sometido a ninguna determinación, pero que guarda dentro de sí, en forma implícita todas sus posibilidades. Para significar este carácter principial del sujeto Hegel utiliza el término «espíritu teórico», que debe entenderse en su sentido más trivial. El espíritu teórico se posee a sí mismo de forma inmediata en su carácter abstracto, pero precisamente por esta abstracción no se concreta en los sucesivos desarrollos y realizaciones externas. Si de alguna forma quiere objetivarse ha de abandonar este primer estado de inocencia tan perfecta como estéril.

Cuando el espíritu subjetivo teórico proyecta hacia fuera todas sus virtualidades, entonces se convierte en espíritu práctico. Una vez más se cumple el esquema central del sistema de Hegel. El espíritu práctico es la expresión real de cuanto ya estaba previamente contenido en forma implícita en su principio. Por eso todas sus determinaciones son, al propio tiempo que reales, racionales. Ahora bien, en el espíritu práctico existe también una dualidad, porque hay un objeto y un sujeto opuestos y al propio tiempo unidos inseparablemente en el desarrollo de la praxis. Queda por ver cómo se elimina esa dualidad y cómo el espíritu teórico y el práctico se integran en un tercer momento donde su distinción queda superada.

Ese momento final del Espíritu Subjetivo es justamente el espíritu libre. En la libertad está efectivamente el espíritu teórico, pero no tomado en abstracto, sino en cuanto principio desde el que se realizan todas y cada una de sus posibilidades. Está también el espíritu práctico, pero sólo en cuanto que es manifestación y desarrollo de cuanto estaba oculto en el espíritu teórico. En la libertad el espíritu subjetivo se posee del todo a sí mismo en un desarrollo circular. Además, esta autodeterminación del sujeto introduce dentro de él y de un solo golpe la necesidad racional y la realidad. La libertad por todo esto es el principiar del Espíritu Subjetivo, su supremo cumplimiento y su felicidad.

El Espíritu Objetivo. El Estado

Si Hegel se hubiera detenido en este momento, no sería el responsable de una idea tan nueva como peligrosa y funesta para quien no adopte ante ella toda clase de cautelas. Es de todas formas la idea que integra a su filosofía en el contexto histórico que la rodea y le da sentido. Hacia ella se dirige desde el primer momento el sistema, incluso cuando parece que sólo hace teología o se ocupa de la naturaleza. Se trata de algo al parecer contradictorio, tan contradictorio como puede ser un espíritu objetivo. Y sin embargo la forma de pensar de Hegel y la prolongación y el desarrollo reiterado y sucesivo de sus principios hace inevitable la aparición de esta especie de monstruo de dos cabezas.

Efectivamente, el Espíritu Subjetivo tiene su remate en la libertad, que por su carácter circular es en su propia esfera totalmente insuperable. Pero mientras la libertad no se proyecta y se realiza en un mundo objetivo sólo existe como un conjunto infinito de posibilidades abstractas. Es una libertad puramente formal y vacía, un principio donde está de forma implícita todo cuanto únicamente se hace real y manifiesto en el mundo exterior al sujeto.

Para empezar, la libertad necesita apropiarse de una parcela del mundo pues sin ella no podría tener realidad. A este primer momento de la libertad según el cual cada sujeto tiene dominio «in rem suam» llama Hegel Derecho. Naturalmente se trata del derecho subjetivo, y más concretamente de la propiedad y todo cuanto conlleva. El derecho así entendido está pegado a la libertad, es como su cuerpo y su prolongación inmediata y tiene un carácter netamente individual.

Para que el Derecho adquiera realidad y no quede en una pura abstracción necesita convertirse en una potestad moral permanente y universalmente respetada. Naturalmente que este respeto afecta por igual a todos los sujetos individuales que deben reconocer recíprocamente su dignidad. De esta forma sucede que el Derecho queda objetivado en una legislación universal, válida para todos los individuos que son al propio tiempo sus súbditos, sus legisladores y sus fines.

Es justamente la definición de Moral que Hegel ha heredado de la ilustración. Porque su representante más ilustre, Kant, a través de una triple formulación, establece que un imperativo es moral cuando puede ser elevado a ley general, cuando considera a todos los hombres siempre como fines y nunca como medios, y cuando cada sujeto individual es autónomo, es decir, se da a sí mismo la ley. Esta moral igualitaria y liberal encierra en sus planteamientos la declaración de los derechos, es decir, su objetivación.

Sucede sin embargo que el sujeto moral es individual mientras que la ley que se da a sí mismo es universal. Otra vez hay una dualidad y hasta una oposición entre el principio y su objetivación en un código de leyes estrictamente racionales. El individuo no puede lograr la realización íntegra y definitiva del Derecho y de la Moral porque se escapa a su ámbito y por eso lo siente como algo totalmente exterior a él, como un deber cuyo cumplimiento es penoso y en último término irrealizable.

Hay que buscar y encontrar si es posible una entidad que trascienda al orbe de lo individual y que sea capaz de integrar al Derecho y a la Moral y de darles cumplimiento. Esta entidad privilegiada que va a ser la coronación del Espíritu Objetivo, es nada menos que el Estado. Sólo ahora, casi a dos siglos de distancia se puede medir en toda su magnitud el peligroso descubrimiento de Hegel.

En el Estado está el Derecho, pero en cuanto que se realiza y se despliega en un conjunto de leyes al propio tiempo racionales y positivas. Está así mismo la legislación moral universal pero en cuanto que manifiesta y expresa los derechos de todos y cada uno de los sujetos, elevados a la categoría de ciudadanos, todos iguales en dignidad. El Estado es la realización plena del Derecho y de la Moral, el encuentro definitivo del ser y del deber ser.

De esta forma y sin abandonar su esquema ternario Hegel cierra circularmente toda su doctrina del Espíritu Objetivo. Nada tiene de particular que sus seguidores –y en cierta forma también él mismo– hayan hecho de la política una religión. Hay que detenerse atentamente en su teoría del Estado porque va a ser la que servirá de inspiración a una de las versiones del socialismo.

Cuando Hegel habla del Estado como coronación del Espíritu Objetivo se refiere al estado liberal burgués y particularmente al régimen de la monarquía prusiana del que fue portavoz oficial en los últimos años de su vida. Ahora bien, hay una contradicción entre el contenido liberal de este estado y el valor absoluto y definitivo que adquiere frente a cualquier otro desarrollo del espíritu. La filosofía de Hegel está en una situación de equilibrio inestable y puede inclinarse, si no tiene cuidado, hacia un sistema de estado y de pensamiento totalitario.

Pero esto todavía se va a complicar más. Primero porque el Estado es la expresión del Volkgeist, del Espíritu de un Pueblo. Ciertamente, sólo ese espíritu colectivo puede desarrollar un sistema de leyes universales y darles realidad. Pero otra vez bordeando el peligro de hacer a un pueblo –y justamente al pueblo alemán– protagonista de la razón absoluta. Los distintos socialismos de estado que florecieron en Alemania en el siglo pasado son una consecuencia de esta teoría.

Esto es tanto más grave cuanto que según Hegel el estado prusiano es el punto de inflexión a partir del cual el Espíritu Objetivado va a volver sobre sí mismo conociéndose racionalmente en el eterno proceso circular. Dicho de otra forma, el régimen político en el que está pensando y por consiguiente su misma filosofía son absolutamente insuperables.

Siguiendo el esquema ternario, que Hegel repite con irritante monotonía el Estado tiene una constitución o una estructura interna, pero además se dispersa en un conjunto de estados, que en cuanto soberanos son totalmente exteriores los unos a los otros, sin que ningún principio pueda integrar en una unidad racional esa exterioridad y contingencia.

Forzosamente tiene que existir una instancia superior que devuelva la racionalidad a esta dispersión y que otra vez iguale el ser con el deber ser. Ese «Juicio de Dios» es la Historia, porque a través de ella los estados van tomando sucesivamente el relevo, de tal forma que el pueblo que en un determinado momento domina la Historia Universal es el mismo que representa el último avance de la Razón

Esto tiene dos consecuencias igualmente peligrosas. En primer lugar, el Estado es el protagonista de la Historia Universal, de tal forma que prescindir de él es tanto como quedar totalmente marginado. En segundo lugar y sobre todo la Historia tiene un sentido unívoco, caminando de forma irreversible en una dirección determinada, condenando a las tinieblas exteriores a todos cuantos se oponen a sus designios. Esta combinación del poder del Estado y de su justificación racional en la Historia va a tener a la larga consecuencias explosivas.

Finalmente el Espíritu de un Pueblo encarnado en el Estado puede entrar en sí mismo y conocerse de forma intuitiva en el arte, de forma alegórica en la religión y finalmente de forma racional en la filosofía. Es el Espíritu Absoluto que integra al Espíritu Subjetivo y Objetivo y elimina sus diferencias. Cuando este momento de inflexión se cumple la Razón ya puede conocerse en todos sus desarrollos a su propio nivel racional y el sistema de Hegel queda cerrado, esta vez definitivamente.

La consecuencia de todo esto es que las fases del Espíritu Absoluto y en particular la filosofía llega con retraso con relación a las realizaciones del Derecho y del Estado. «El búho de Minerva sólo canta al anochecer.» La filosofía según esto no previene ningún cambio histórico y sólo subraya el último momento de la Razón.

La filosofía de Hegel descubre una serie de nociones que antes estaban totalmente veladas, pero si no se toma con cautela puede ser la cámara de todos los horrores. La prepotencia del Estado, la deserción de los intelectuales, la aparición de un pueblo elegido, la pretensión de conocer y dominar el sentido de la Historia, la conversión de la filosofía en un saber «profundo» con un vocabulario para iniciados, son otras tantas consecuencias indeseables del sistema. Algunas de ellas amenazarán de continuo a las distintas versiones de este socialismo.

El desarrollo del socialismo de Estado

A medida que se desarrolla la gran industria, en Inglaterra primero y después en toda Europa, las dos clases sociales, los ricos burgueses, propietarios de los talleres y las fábricas, y los obreros que les proporcionan mano de obra entran en una relación cada vez más universal y más estrecha. Poco a poco, todos los otros estamentos, la antigua nobleza, los campesinos Y los artesanos pasan a segundo plano y ocupan en la historia un lugar marginal.

Que la relación de burgueses y proletarios sea estrecha no quiere decir que sea igual ni fraterna. No es igual porque mientras que los propietarios de la gran industria acumulan las riquezas de forma prácticamente indefinida, los obreros se mantienen en el mismo nivel económico, el necesario para poder subsistir y seguir trabajando. Siempre bajo la amenaza de perder su puesto si le desplazan de él las máquinas cada vez más eficaces o la misma concurrencia de una mano de obra más abundante y barata.

Sucede entonces que el trabajo de los obreros, en vez de elevar su estatura social, los hace cada vez más pobres en relación con sus patrones de empresa por razones que permanecen ocultas a sus ojos. A medida que burgueses y proletarios adquieren conciencia de clase, se van dando cuenta también de su relación cada vez más conflictiva. Y lo malo es que no pueden pasarse unos sin otros por el propio carácter de la economía en que están integrados y por eso tienen que seguir alimentando sus contradicciones.

Este primer conflicto entre propietarios y obreros está acompañado de una inestabilidad creciente en la economía y de unas crisis periódicas de los mercados tan violentas como extrañas. Hasta ahora siempre que un país sufría de un desastre económico era por efecto de una insuficiente producción debida a factores humanos, como la guerra, o naturales, como una sequía o cualquier otra catástrofe. Cuando la primera revolución industrial asegura, gracias a la organización del trabajo y al concurso de las máquinas, una producción sin límites parece que el fantasma de la pobreza queda definitivamente anulado.

Pero, contra lo que piensan y escriben los primeros pensadores liberales capitaneados por Adam Smith, resulta que las crisis de mercado no desaparecen, sino que se repiten cada vez con más frecuencia y con efectos más dolorosos. Se trata de un fenómeno absolutamente nuevo y en principio muy difícil de explicar, porque la causa de la ruina que amenaza a la sociedad industrial no es la escasez de recursos o de productos, sino justamente todo lo contrario, la excesiva cantidad de mercancías lanzadas al mercado, es decir, la superproducción.

Aunque la aparición de tan extraño fenómeno económico parece en principio muy difícil de explicar, se pueden calcular con razonamientos bien sencillos sus efectos a corto y medio plazo. Efectivamente, las fábricas tienen que cerrarse, pues de seguir produciendo, toda la economía está destinada a morir por congestión. Pero entonces queda en la calle una inmensa cantidad de operarios, que privados de sus ingresos dejan de ser eventuales compradores, con lo cual los productos sin consumir y por tanto la superproducción sigue aumentando y alimentándose a sí misma en un proceso indefinido.

El desarrollo de las ciencias y de las nuevas técnicas es otro factor de desestabilización del mercado. Efectivamente un adelanto técnico, por ejemplo la aparición de una máquina mucho más eficaz que las existentes, multiplica el número de mercancías y por tanto potencia la superproducción en una economía ya de por sí desequilibrada. Por otra parte permite prescindir de mano de obra y por consiguiente de los eventuales consumidores de esa producción excesiva.

La conclusión, tan paradójica como inevitable, es que el progreso científico, sus derivaciones técnicas y el aumento global de la riqueza de las naciones, en vez de aliviar la condición de los hombres, pueden someter a la sociedad a una continua crisis, tan violenta como imprevisible. Los primeros años del siglo XIX son testigos en Inglaterra de los primeros síntomas de la nueva enfermedad.

Conflicto de clases, saturación de los mercados, fracaso social del progreso científico, todo invita a pensar que algo muy grave falla en la organización de la nueva sociedad. La tarea de los pensadores de la primera mitad del siglo es descubrir cuál es la causa central a partir de la que se deducen todos estos efectos tan variados como sorprendentes. Sólo a partir de este diagnóstico se pueden adelantar las primeras soluciones al nuevo problema.

El diagnóstico

Antes de que las distintas variantes del socialismo tomen en Europa carta de ciudadanía, ya los primeros pensadores del siglo consiguen descubrir la razón de este extraño comportamiento de la economía. Al mismo tiempo consiguen dar una visión de conjunto de la sociedad industrial y de todos sus conflictos, de tal forma que sus aspectos parciales quedan englobados y perfectamente explicados por una ley tan sencilla en su planteamiento como rica en sus consecuencias.

Quien mejor y más pronto advierte el principio único de donde se deriva toda la inestabilidad del sistema es un pensador pesimista, porque cree que el liberalismo está afectado de una enfermedad incurable, y reaccionario, porque ante esta dolencia casi terminal quiere volver a formas de producción ya superadas históricamente. A pesar de todo ello Sismondi tiene el mérito de poner claridad plena en el sistema capitalista y de establecer un diagnóstico a partir del cual se abandonan los tanteos y se puede saber a qué atenerse.

Por supuesto, Sismondi parte de la base de que el salario que perciben los obreros no se corresponde con el producto íntegro de su trabajo y está estabilizado en una cantidad aproximada a su mínimo vital. A la vista está también que el empresario acumula un capital creciente que lo distancia cada vez más de los trabajadores de sus empresas. Pero esto que en principio parece una consecuencia inevitable del sistema va acompañado de otro fenómeno que afecta al conjunto de toda la economía y de la sociedad.

Sismondi cae en la cuenta de que la producción en un sistema económico está ligada al consumo, de tal forma que no tiene sentido hablar en abstracto de un exceso de producción sin atender a la posible demanda. Sólo hay superproducción cuando por una serie de causas no se pueden consumir todas las mercancías, pocas o muchas, que se lanzan al mercado. Si en vez de superproducción se habla de subconsumo que es lo mismo vuelto en voz pasiva, los misterios de la economía liberal y sus extrañas contradicciones empiezan a ser inteligibles.

Efectivamente, como los trabajadores sólo reciben, en forma de salario, una cantidad inferior al efecto íntegro de su trabajo, resulta que no pueden consumir todo lo que producen. En cuanto a los capitalistas, también son muy malos consumidores, pues el objetivo de sus empresas es justamente el contrario, vender y trasformar a través de la venta las mercancías en un capital creciente.

Vista la nueva economía industrial desde esta perspectiva las crisis periódicas son tan lógicas como inevitables. En un determinado momento del desarrollo del sistema nadie puede sacar del mercado ninguno de los innumerables productos que lo desbordan. Los ricos no lo consumen todo, porque son muy pocos, los pobres tampoco, porque no tienen el dinero suficiente. La consecuencia es la pérdida del valor de cambio de los productos y la ruina de las empresas cuya razón de ser es justamente la creación de ese valor de cambio.

La crítica de Sismondi tiene el mérito de enlazar el conflicto interno de las clases que componen la moderna industria con la crisis de conjunto de la economía, permanentemente amenazada por la parálisis y la ruina. Naturalmente mientras esta doble enfermedad no se cure la industria no podrá progresar de forma indefinida y quedará bloqueada a cada momento. Y lo más grave es que sus crisis serán tanto más graves cuanto mayores sean los medios de producción y por consiguiente el exceso de oferta sobre la demanda posible.

Por último resulta que el sistema liberal de producción se convierte en un virtual freno para las mismas ciencias y técnicas que le dieron origen. En efecto, cualquier progreso técnico, por ejemplo la creación de una nueva máquina, tiene como efecto inmediato el aumento de productividad, es decir del cociente de producción por unidad de trabajo. Las máquinas multiplican la cantidad de mercancías, disminuyen el número de obreros, y potencian al mismo tiempo la precariedad laboral, el ahorro de salarios y las consiguientes crisis de superproducción.

Sismondi, y con él una serie de teóricos de la economía de principios de siglo, consiguen establecer el diagnóstico exacto de la enfermedad que afecta a la sociedad industrial y demuestran que los conflictos de clases, la inestabilidad del mercado y la amenaza al progreso técnico son sólo síntomas de esa única y central dolencia. Desde ahora los teóricos y los hombres de acción que florecen en Francia, en Inglaterra y Alemania se van a dedicar a encontrar soluciones a todas estas contradicciones para lograr una sociedad y una economía estable y feliz.

Las primeras soluciones

El centro de los primeros movimientos socialistas antes de la revolución de 1848 es –con la excepción de Robert Owen y sus seguidores– Francia. Habrá que esperar al medio siglo para que tomen forma el sindicalismo inglés y la socialdemocracia alemana. Mientras tanto los franceses van a proporcionar una serie casi infinita de soluciones, tan variadas como turbulentas y sugestivas.

Dejando aparte para más adelante la escuela de Saint Simon, más preocupada por los logros de la sociedad industrial que por la solución de sus conflictos internos, vale la pena señalar las primeras conspiraciones comunistas nacidas en los momentos críticos de la Revolución. En 1796 Baboef, organiza una sociedad secreta y minoritaria de dos mil miembros con el objetivo de conquistar el poder y aplicar un programa rigurosamente igualitario. Sus principios, después retomados por los revolucionarios más radicales son muy simples, la abolición de la herencia, que pasa a ser bien público, la prohibición de alienar el producto del trabajo y la igualdad absoluta de todos los salarios. El valor de cambio de los productos y el del trabajo mismo queda radicalmente anulado.

Naturalmente la insurrección de Baboef fracasa y su inspirador y guía es condenado a muerte, pero sus ideas centrales siguen vigentes en Francia aproximadamente hasta los años cuarenta. Toma el relevo de su doctrina y acción otro comunista puro, Blanqui, que reparte sus setenta y seis años de vida entre treinta y tres de cárcel y otros tantos de conspiración. Blanqui no se preocupa tanto de los objetivos finales de la revolución como de sus métodos de acción. Al contrario que la mayor parte de los pensadores socialistas piensa que el cambio social no puede ser producto de la espontaneidad de las masas, sino de una minoría perfectamente organizada, que impondrá su dictadura y la mantendrá hasta lograr una total igualdad.

Otro grupo de socialistas franceses prescinden de la acción política o por lo menos la dejan en un segundo plano, pero su imaginación es más turbulenta que cualquier revolución. Son los enemigos de la acción del Estado en la doble versión de Fourier y Proudhom. Sus soluciones anuncian desde lejos la aparición del anarquismo porque que procuran que la vida social adquiera su perfección y equilibrio a partir de comunidades inferiores donde el individuo queda plenamente integrado y puede realizar toda su vida personal.

Fourier sobre todo prescinde del poder político como algo totalmente ajeno a los problemas sociales y a la organización del trabajo. Sólo comunidades muy pequeñas de unos dos mil miembros, que él llama «falansterios» tendrán una magnitud adecuada al hombre y podrán satisfacer todas sus pasiones. Porque Fourier estima que el trabajo es fuente de gozo cuando no se desarrolla artificialmente y se corresponde con los deseos del hombre que son naturalmente buenos. Esta visión lúdica del trabajo se completa con una defensa de la agricultura, y sobre todo la horticultura con relación a la industria, que sólo ocupa una parte pequeña de la economía. En cuanto al modo como la nueva forma de vida social se ha de imponer, no hay ningún problema, pues basta con que se experimenten las excelencias del nuevo método en una nación, incluso en una sola comarca, para que todo el mundo acepte el descubrimiento y lo haga suyo.

La solución de Proudhom es todavía más radical. Partiendo de la afirmación de que toda propiedad que no sea producto del propio esfuerzo es simplemente un robo, pone en el individuo, más concretamente en la familia trabajadora el origen y la justificación moral del disfrute de todos los bienes que produce. Si alguna misión le queda al Estado es la de proporcionar un crédito gratuito que elimina de raíz la necesidad del capital y las riquezas artificiales que el capitalista adquiere de forma usuraria. Proudhom no admite el igualitarismo extremo de los comunistas, porque la ganancia de cada uno es –si no hay intermediarios políticos– proporcional a su trabajo y su eficacia.

Louis Blanc

Todavía no están agotadas todas las formas de socialismo en la Francia de principios de siglo. Además del comunismo y del mutualismo en sus diversas variantes, Louis Blanc inventa el «socialismo de estado» y lo intenta aplicar después del triunfo de la revolución del cuarenta y ocho. Esta organización del trabajo desde arriba hacia abajo servirá de modelo a otros experimentos análogos desarrollados en Europa en el siglo pasado y aun el actual.

Blanc es partidario de la acción estatal para estabilizar y planificar la economía. Proyecta la nacionalización de los ferrocarriles, y lo que es más importante, la creación de un banco nacional que neutralice las especulaciones de los capitalistas y proporcione créditos a los obreros. Los centros de producción no son ni las familias ni los falansterios, sino grandes industrias, los talleres nacionales, creados con la ayuda del estado, pero gestionados después de forma autónoma, por los propios obreros. Estos talleres nacionales empezarán en las ciudades pero se extenderán al campo, y su seguro éxito irá disolviendo al capital privado.

Louis Blanc es por otra parte un demócrata, convencido de la eficacia del sufragio universal y de las ideas, que mueven la historia llevándola a fórmulas de vida cada vez más racionales. Cree también en el progreso científico y afirma que puede ser indefinido, siempre que se eliminen las contradicciones del capitalismo y particularmente las crisis de subconsumo. Es algo que está al alcance de la mano gracias a la acción del Estado y de los nuevos centros de producción y de crédito.

El socialismo desde 1848

Después de la revolución casi universal del año 1848, el socialismo se traslada desde Francia hasta Inglaterra y Alemania, bien entendido que la evolución en estos dos países va a ser distinta y en cierto modo inversa. Inglaterra camina desde un mutualismo y un sindicalismo hasta la formación de partidos políticos de trabajadores, mientras que Alemania inventa primero una gama muy variada de socialismos teóricos, que luego buscan una organización de trabajadores para realizar sus proyectos.

El fundador de la corriente mutualista en Inglaterra es Robert Owen, un extraño personaje, multimillonario, filántropo, bien visto por la aristocracia a pesar de sus ideas sociales y su ateismo. Casi al mismo tiempo que Sismondi y de forma independiente critica al liberalismo y al libre cambio, y predice las primeras crisis de superproducción en su país. Para Owen es matemáticamente imposible, teniendo en cuenta la estructura de la empresa capitalista, que los obreros tengan dinero suficiente para consumir íntegramente todo cuanto en esa empresa se produce. Tan pronto como se agoten los mercados exteriores es inevitable que la economía quede totalmente bloqueada.

Owen intenta dar soluciones inmediatas. Primero crea empresas modelo, limitando el número de horas de trabajo, estableciendo un sistema de enseñanza para los hijos de los obreros, asegurando un salario estable y fomentando los economatos. Después, por los años veinte, se traslada a América del Norte, y funda en las zonas desiertas de Indiana y Tejas una serie de colonias, donde está eliminada la propiedad individual, la religión y el matrimonio legal. Vuelve a Gran Bretaña y con ayuda de sus discípulos crea cooperativas, primero de consumo y luego de producción, que funcionan y se financian de forma autónoma. Los bienes de uso se consiguen primero por permuta y después por medio de una serie de vales donde constan el número de horas de trabajo que se han invertido en cada producto.

El mutualismo de Owen y sus discípulos cae hacia la mitad del siglo por motivos al mismo tiempo técnicos y políticos, pero deja un heredero cada vez más importante. Efectivamente los sindicatos de obreros nacen antes que los partidos políticos socialistas y no pretenden ningún cambio revolucionario en la estructura del estado liberal. Estas asociaciones con objetivos menos imaginativos y ambiciosos pero precisamente por eso mismo mucho más realistas, van creciendo después de los años cuarenta y amplían su potencia y su radio de acción a todo el país.

Los sindicatos aceptan el liberalismo y concretamente la ley de la oferta y la demanda, incluso aplicada al mercado de trabajo. Precisamente su razón de ser es unirse frente al capital para lograr mejores condiciones colectivas de vida, contratos económica y socialmente más justos. Al frente del movimiento sindical están por primera vez, no ricos filántropos ni teóricos burgueses, sino verdaderos obreros, que poco a poco van conociendo los resortes del mundo en que ellos mismos viven.

Por otra parte –dejando de lado las cooperativas que tienen cierta importancia y recuerdan muy de lejos las mutualidades de Owen– el fondo de los sindicatos sirve para proporcionar a los trabajadores una poderosa garantía si se ven obligados a plantear a sus patronos un conflicto en forma de huelga. Los empresarios desde ahora y cada vez más deberán tratar a la otra parte contratante, en un plano de casi igualdad. Las asociaciones inglesas, las Trade Unions, son el instrumento gracias al cual la clase trabajadora va consiguiendo lenta pero seguramente, sus objetivos, sin intervenir en política. Únicamente cuando a finales de siglo un movimiento de opinión y una serie de sentencias judiciales adversas amenazan su protagonismo y hasta su misma existencia deciden crear un partido, el laborista, destinado a defender en las cámaras legislativas la actividad sindical.

El socialismo de Estado en Alemania

Alemania no tiene en el siglo XIX una economía tan avanzada como la de Inglaterra o la misma Francia y no dispone de industrias donde puedan madurar los sindicatos obreros. Pero en cambio tiene una forma política y una tradición filosófica que favorece la aparición de un sistema de pensamiento y una estructura social intervenida por el estado y opuesta al liberalismo.

A principios de siglo, el filósofo Fichte había publicado dos libros complementarios, uno los Discursos a la Nación Alemana, donde anuncia el surgimiento histórico de un nuevo pueblo, y el otro El Estado Comercial Cerrado, que organiza política y económicamente ese pueblo por medio de la intervención pública en la producción y distribución de bienes. Mucha más importancia tendrá la filosofía romántica de Hegel, porque en ella el Estado es la suprema realización del Espíritu Objetivo, que integra a todos los sujetos y da sentido a su libertad. De un modo u otro los más ilustres representantes del socialismo alemán tomarán su inspiración de Hegel.

Pero además el estado prusiano está sobredimensionado con relación a sus vecinos. Para poder mantenerse en pié de igualdad con Austria, diez veces superior en población, necesita una amplia y estable burocracia militar, un régimen fiscal muy fuerte y hasta la propiedad estatal de una parte muy considerable del territorio, aproximadamente un diez por ciento. La filosofía alemana y su régimen político se complementan, y el mejor ejemplo de esta simbiosis es la sucesiva ocupación de la misma cátedra de Berlín por Fichte y Hegel, convertidos uno detrás de otro en los ideólogos oficiales de la monarquía prusiana.

Alemania, y concretamente Prusia, mantiene en la segunda mitad del siglo este doble respeto por la especulación teórica y por el estado como agente de todo cambio político o social. Cuando Bismarck llega al poder y consigue la unidad de los numerosos estados germanos necesita potenciar al máximo el poder del estado y de su ejército en contra de la opinión de los liberales, más o menos progresistas. Precisamente por eso se acerca coyunturalmente a los obreros y sus incipientes asociaciones, que a cambio de reformas sociales, le apoyan en su política nacionalista y le ayudan a enfrentarse a los teóricos del libre cambio.

A la sombra del nuevo régimen prusiano empieza a florecer una serie de pensadores, cuyo socialismo es una derivación de su respeto a la idea del estado y al nuevo orden político impuesto en Alemania y luego en Europa por Bismarck. No se apoyan en las organizaciones obreras ni mucho menos reciben de ellas el impulso inicial para elaborar su pensamiento. Los historiadores terminan llamando acertadamente a estos teóricos «socialistas de cátedra» o si se prefiere «socialistas de salón». Algunas de sus ideas van a ser de todas formas decisivas y abrirán camino a los grandes sistemas que se imponen desde finales del siglo XIX.

El pensador central entre estos teóricos es Rodbertus. Por supuesto que su diagnóstico y sus objetivos coinciden plenamente con los de los otros filósofos socialistas. El problema fundamental que se plantea es cómo adaptar la producción nacional a las necesidades del pueblo, evitando las crisis de subconsumo que parecen inevitables en el liberalismo, donde la producción está adaptada a la demanda efectiva, es decir, a la oferta de dinero, y no a la demanda real, es decir, a las necesidades colectivas.

La causa de esta contradicción central está, según Rodbertus, en un error de concepto de la economía clásica. Los liberales efectivamente hablan de las leyes naturales de distribución de las riquezas sin darse cuenta de que su sistema se basa sobre dos supuestos jurídicos absolutamente artificiales, como son la propiedad privada del suelo y del capital. Rodbertus llama a los beneficios que los propietarios de estos dos bienes fundamentales adquieren «renta sin trabajo» y hace de ellos el origen de toda la inestabilidad del sistema capitalista.

Como la solución radical –nacionalización del suelo y del capital– no es posible, Rodbertus sigue una tercera vía, exigiendo por una parte un salario proporcionado al producto total, y por la otra la progresiva estatalización de las empresas, y su entrega en régimen de concesión a los particulares que sean más eficaces. La obra, puramente teórica, de Rodbertus se hace pública en dos libros, uno de 1837, Las Reivindicaciones de la Clase Trabajadora, y el otro de 1842, Diagnóstico de nuestra Economía.

Lasalle

Todos estos teóricos del Estado y aun la misma burocracia militar de Bismarck son el contexto sobre el que resalta la figura más notable que tuvo el socialismo alemán desde el colapso de la revolución de 1848 hasta la primera internacional. Lasalle nace en pleno romanticismo, en 1825 y va a ser fiel al espíritu de su época. Desde su mismo nombre, que el afrancesó para que así sonase al propio tiempo más revolucionario y más aristocrático, hasta su muerte a los 39 años en un duelo contra su rival sentimental, pasando por la defensa que hace de la Condesa Hatzfeld frente a los abusos de su rico marido, e incluso sus aspiraciones a ser un Garibaldi a la alemana dirigiendo su asociación de trabajadores, todo ello demuestra un carácter excesivamente romántico.

Lasalle está en contacto con personalidades de la política y de la filosofía. Mantiene una relación y una correspondencia, primero amistosa y después cada vez más conflictiva con Carlos Marx, que siente crecientes celos de su carrera exitosa y brillante. Ha leído a Fichte y a Hegel, a Louis Blanc y a Rodbertus y logra una teoría que es una síntesis de todos ellos. Y finalmente se entrevista con el propio Bismarck cuya política defiende ante sus obreros a cambio de una expectativa de reformas sociales organizadas desde un estado militar.

El sistema de Lasalle es relativamente sencillo. Igual que los filósofos de su generación sigue a Hegel, pero manteniéndose fiel a su filosofía idealista. Por consiguiente cree que cada Estado y en su caso concreto el naciente Estado alemán es la manifestación de un Volkgeist, del Espíritu de un pueblo. De este supuesto idealista saca consecuencias revolucionarias sobre todo en su Sistema de Derechos Adquiridos, en el sentido de que no puede existir un derecho definitivo, pues todo el sistema jurídico evoluciona al mismo paso que el Volkgeist y que el Estado que es su emanación.

Lasalle es partidario del sufragio universal, el primero de los puntos de su programa político. Efectivamente la manifestación de la voluntad colectiva de un pueblo expresa mejor que ninguna otra cosa su espíritu y es la única justificación del Estado. Por otra parte cree que cuando la mayoría de los ciudadanos, que tiene la doble condición de obreros y de consumidores sea dueña del voto será también capaz de cambiar el régimen político y toda la estructura social y económica. El Estado no es un factor de opresión, ni el instrumento de dominación de una clase, sino la expresión del Espíritu de un Pueblo.

En cuanto a su programa de gobierno, se parece extraordinariamente al que veinte años antes había intentado aplicar en París Louis Blanc. El Estado debe conceder crédito gratuito para que los obreros dispongan de cooperativas de producción, semejantes a los talleres nacionales. Entonces dejarán de depender del capitalista y podrán consumir cuanto produzcan estabilizando definitivamente el mercado y la sociedad industrial. Será suficiente la creación de unos pocos talleres, que ejercerían un efecto multiplicador gracias a su carácter modélico y al poder de crear nuevas empresas con el dinero excedente.

Lasalle muere en duelo el 31 de Agosto de 1864 dejando el camino libre a Marx que cambia radicalmente la forma de entender el socialismo. Su acción no se centra en un sólo estado, sino que intenta abarcar a los trabajadores de los sindicatos ingleses, a los mutualistas franceses y a exiliados de todas las naciones de Europa, incluidos los alemanes. La primera internacional se reúne en Londres el 28 de Septiembre de 1864 pero Marx no invita a los lasallianos, porque los quiere sustituir o absorber a corto plazo a través de una organización obrera rival.

Carlos Marx

Carlos Marx nace en la ciudad Alemana de Treveris en el año 1818, y lo mismo que Lasalle es judío de origen. Estudia en la universidad de Bonn y poco después, por los años treinta, en Berlín, donde todavía está fresco el recuerdo de Hegel. Marx ingresa en una especie de club, el de los jóvenes hegelianos o hegelianos de izquierda y allí redacta sus primeros libros que en parte continúan y en parte critican la obra de sus compañeros de tertulia. Estos escritos de juventud, La crítica crítica contra los hermanos Bauer, El santo Max contra el anarquismo individualista de Stirner y las cortas pero centrales Tesis sobre Feuerbach, resaltan uno de los aspectos más interesantes de la nueva manera de entender la filosofía.

Los «libres» como los llamaba irónicamente Marx, atacan el sistema idealista de Hegel, y se quedan en cambio con su método dialéctico, el único que puede servir para entender la realidad cambiante de la historia. Sin embargo a pesar de sus ataques, que en el caso de Feuerbach son verdaderamente radicales, desde el punto de vista formal siguen filosofando en un plano puramente teórico, son simples «ideólogos». Es justamente esta dimensión formal de la filosofía la que hay que cambiar de raíz: «Desde siempre y hasta ahora los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo. Pero en este momento es preciso trasformarlo.»

En este sentido Marx puede presentarse como el verdadero crítico de la forma de pensar inaugurada por Hegel. El Sistema justifica toda realidad «post factum» porque ha sido un momento necesario en el avance de la Idea y más concretamente del Espíritu Objetivo, y por eso los filósofos, igual que el búho de Minerva llegan siempre con retraso a la historia. La Ideología alemana sea cual sea su contenido, aparentemente revolucionario, se mantiene fiel a esta misión de explicar y justificar al hombre y al mundo tal como ellos ya son. Marx sitúa el pensamiento antes de la realidad que está destinado a trasformar, y por eso su filosofía llega siempre a tiempo y tiene sentido.

Después de una breve y turbulenta actividad periodística, primero en Alemania como redactor de la Gaceta Renana, y después en Francia, Marx se ve obligado a exiliarse, abandonando de paso su nacionalidad alemana y permaneciendo hasta el fin de su vida como apátrida. A finales de los años cuarenta, en colaboración con Engels, publica en Londres el Manifiesto del Partido Comunista, dirigido en principio a los alemanes emigrados junto a él por motivos políticos. Esta obra maestra de propaganda es en un principio casi desconocida, ya que sus ediciones son tardías, escasas y limitadas al idioma en que originalmente se compuso, el alemán.

Marx descubre en el Manifiesto cuál ha de ser el sujeto de la trasformación de toda la sociedad y de la historia. No puede ser un individuo o una suma de individuos, y menos el espíritu de un pueblo, sino algo mucho más concreto, un colectivo cuyos miembros tienen los mismos intereses y una consciencia de su común situación socio económica, en una palabra una clase social. En este sentido el Manifiesto es la continuación lógica de las ideas de juventud de Marx cuando exige una filosofía que no sea puramente teórica y que pueda actuar sobre el mundo natural y humano cambiándolo.

Por otra parte cualquier acción se tiene que proyectar sobre una realidad concreta y actual, en el caso de Marx sobre la economía burguesa de mediados del siglo XIX sometida a crisis regulares de subconsumo que frenan su desarrollo indefinido. La clase social encargada de revolucionar toda esta estructura al propio tiempo contradictoria e injusta es el proletariado, que debe ocupar el poder, hacerse con los medios de producción, romper todas las causas que estrangulan periódicamente a la economía, y asegurar una sociedad sin clases y una prosperidad indefinida.

Cuando la revolución de 1848 fracasa en toda Europa, Marx se traslada a Londres donde fija definitivamente su morada. Allí tienen él y su familia una existencia precaria, que únicamente alivian las ayudas económicas de su buen amigo Engels y el dinero obtenido con la publicación en diarios de Inglaterra o de Estados Unidos de una serie de ensayos de tipo político. A este período pertenecen La lucha de clases en Francia, El dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte, La guerra civil en Francia, así como otros escritos que comentan aspectos puntuales del movimiento socialista.

Sin embargo la obra fundamental en la que trabaja hasta su muerte en 1883 es El Capital, que lleva como subtítulo «Crítica de la Economía Política». Marx se da cuenta de que únicamente un conocimiento profundo de la anatomía de cada sociedad, es decir de su economía, permite actuar sobre ella, moviendo los resortes que la pueden trasformar. Su crítica del liberalismo es simultáneamente una llamada a establecer un nuevo tipo de sociedad, libre de todas las contradicciones entre clases y de la permanente inestabilidad del mercado. Esta acción intelectual se completa con la creación de la Primera Internacional de trabajadores cuya primera figura es Marx.

El materialismo histórico

Carlos Marx recoge con suma pulcritud todos los hallazgos de los pensadores socialistas contemporáneos. Su gran mérito consiste en la construcción de un sistema de filosofía que da razón de todas estas ideas nuevas y que traza las líneas de la nueva sociedad que está al nacer. El materialismo histórico descubre por primera vez la importancia central que en la marcha de la humanidad tiene la estructura y los procesos económicos de las sociedades.

Lo que según Marx caracteriza al hombre es su carácter de «animal económico». Es el único ser vivo que necesita trabajar para sobrevivir. Mientras que los otros vivientes están, en condiciones normales, adaptados al ambiente propio de cada especie, de tal forma que sólo necesitan desarrollar los instintos y los reflejos innatos para lograr de forma automática todos sus medios de vida y de reproducción, los hombres tienen que ajustarse continuamente a una naturaleza hostil y extraña y dominarla a través de su actividad. El trabajo es lo que, mejor que ninguna otra propiedad interna, define la esencia del hombre y lo que por consiguiente puede ocupar el centro de toda la explicación de su historia.

Por otra parte los hombres se organizan en colectividad para trabajar, cualquiera que sea la época o el tipo de actividad productiva que desarrollan. La economía agrícola, industrial o mercantil, incluso la que parece más individual, la caza, es imposible si sus protagonistas no establecen previamente una organización colectiva y un código de costumbres o leyes que potencie el trabajo y distribuya su producto. En resumen, como el hombre es un animal que trabaja y precisamente por eso es social, todas las mutaciones sociales son inexplicables si no están acompañadas de una correlativa mutación económica.

A lo largo de la historia y en cada uno de sus momentos, los hombres desarrollan un tipo de actividad, que tiene por efecto un determinado producto. A las fuerzas que dan origen a esa actividad económica llama Marx «fuerzas de producción». Los agricultores, los artesanos de la Baja Edad Media, los obreros de los talleres o los proletarios de las grandes empresas contemporáneas, son ejemplos de estas fuerzas productivas a las que corresponde en cada caso concreto una mercancía distinta en cualidad y cantidad.

Como además el trabajo es un producto social, los hombres necesitan establecer entre ellos una serie de «relaciones de producción», que vienen a ser como el marco jurídico dentro del cual se desarrolla una actividad económica. El régimen feudal, la organización gremial, la monarquía absoluta centralizada, el estado liberal,

son otras tantas convenciones creadas por el hombre con vistas a montar uno u otro tipo de economía. Lo normal es que las relaciones de producción ayuden y potencien en cada momento histórico a las fuerzas productivas o por lo menos no impidan su libre despliegue. En un principio los gremios dan vida a los artesanos, el estado centralizado a la primera burguesía, el liberalismo a las grandes industrias.

Pero si existiese una absoluta y definitiva correspondencia entre cada tipo de producción y el régimen social en que vive, no habría necesidad de ningún cambio y en consecuencia no tendría sentido hablar de historia. Eso sólo es posible cuando en un determinado momento, las fuerzas de producción, siempre en crecimiento, no quepan dentro del marco previsto por las relaciones jurídicas . Esta contradicción entre los dos factores produce una violenta mutación económica y consecuentemente un período de revolución social y política

Queda por ver cómo se articula esta contradicción central en el caso de la economía capitalista. Las relaciones jurídicas de propiedad privada permiten el desarrollo de la burguesía y de una industria y un mercado cada vez más potentes y más amplios. Al mismo tiempo van generando una nueva clase social, el proletariado, que por las condiciones económicas en que forzosamente ha de vivir, es la negación del empresario capitalista. Estas dos clases sociales, inseparables y contradictorias, son los dos representantes del conflicto último entre fuerzas y relaciones de producción.

Efectivamente, como ya han advertido todos los pensadores socialistas, la convención jurídica por la cual tanto el capital como el suelo son propiedad privada, da origen a una renta sin trabajo, o en el lenguaje de Marx a una plusvalía. Este beneficio del capitalista hace que el mercado esté afectado por una crisis continua de subconsumo, e impide el desarrollo de todas las inmensas fuerzas contenidas en las ciencias y las técnicas modernas. Es necesario que las fuerzas de producción y con ellas toda la economía rompan este bloqueo y establezcan nuevas relaciones que permitan un avance indefinido y con él el dominio y el goce total del mundo por el hombre.

Esta necesidad histórica surge de la propia estructura económica, que camina imparablemente a formas superiores de organización social y a nuevos sistemas de vida y de pensamiento acordes con esas nuevas relaciones. Todas las utopías de los socialistas del siglo XIX se van a cumplir, pero no porque la consciencia de los hombres o sus ideas consigan que el deber ser coincida con el ser, sino más bien a la inversa, porque la fuerza de las cosas termina imponiendo una situación ideal donde se anula para siempre el dominio de unas clases sobre las otras. A pesar de este hegelianismo invertido, Marx mantiene lo esencial de la mentalidad romántica, pues según él los procesos económicos son necesarios, y caminan hacia un final feliz de la historia, que borra el pecado original de todas las sociedades humanas.

El comunismo

Todavía queda por ver el proceso de trasformación de la economía y de la sociedad y el nuevo orden de cosas que hace posible un avance sin límites ni crisis parciales de la acción del hombre sobre la naturaleza. El capitalismo es el principio de donde surge necesariamente, por una parte el proletariado industrial y por otra la perpetua inestabilidad del mercado, consecuencia lógica de la existencia de estos productores no consumidores.

Las inevitables y repetidas crisis de superproducción, no sólo mantienen a los obreros en un nivel de subsistencia invariable, sino que obligan a frenar continuamente la producción industrial, cerrando parcial o totalmente un gran número de empresas. Los obreros parados por efecto de las crisis, no pueden participar directamente en la lucha social, pero forman un gigantesco ejército de reserva dispuesto a intervenir en el momento decisivo. Por otra parte la competencia entre las empresas lleva a la ruina a un número siempre creciente de antiguos capitalistas, que se agregan a los proletarios, proporcionándoles una visión de conjunto de la marcha de la economía y de la historia.

Cuando la contradicción entre las fuerzas y las relaciones de producción y entre las clases sociales que las representan es máxima, se hace necesario un acto revolucionario que suprima todas las convenciones jurídicas que impiden el avance de la economía. La creación de las nuevas relaciones devuelve el equilibrio a la sociedad y establece el marco dentro del cual se pueden desarrollar cómodamente las fuerzas hasta entonces reprimidas. Pero esta mutación económica conlleva necesariamente una revolución social, que arranca el poder a los capitalistas y lo entrega a los proletarios.

El programa político del futuro régimen socialista es en Marx sumamente sobrio. Repite ideas trazadas por los pensadores anteriores a él, en particular la anulación de la herencia, el impuesto progresivo sobre las riquezas, y una serie de medidas destinadas a debilitar a la burguesía hasta hacerla desaparecer. Los sucesores de Marx dan a este primer estadio el nombre, verdaderamente desgraciado de dictadura del proletariado.

La desaparición de la burguesía residual estará seguida de un sistema político donde los obreros, dueños de los medios de producción, pueden consumir íntegramente el producto de su esfuerzo. «A cada uno según su trabajo» será el lema central de este segundo estadio, donde las crisis de superproducción quedan suprimidas y la humanidad entra por consiguiente en un proceso de prosperidad ininterrumpida. Precisamente por ello un tercer y último estadio puede prescindir de la teoría del valor trabajo, dando a cada uno, en vista de la sobreabundancia de bienes, según sus necesidades.

 

El Catoblepas
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