Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 72, febrero 2008
  El Catoblepasnúmero 72 • febrero 2008 • página 19
Libros

Henry Kamen corrige y aumenta
la Leyenda Negra

José Manuel Rodríguez Pardo

Reseña del último libro de Henry Kamen, Los desheredados.
España y la huella del exilio,
Aguilar, Madrid 2007, 516 páginas

Enrique Kameno / Henry Kamen, Los desheredados. España y la huella del exilio, Aguilar, Madrid 2007 Henry Kamen (Enrique Kameno) continúa publicando sus libros acerca de la Historia de España. Tras hablar del Imperio español y de ciertas mitologías sobre la Historia de España, su último trabajo pretende dar cuenta de lo que el historiador anglobirmano considera una constante de la Historia de España: el exilio de grandes masas de su población. Y es que pese a que el exilio en masa «ha marcado a casi todas las naciones europeas de la era moderna, desde la Irlanda del siglo XVI y la Bohemia del XVII, a la Rusia, Polonia y Alemania del siglo XIX. Individuos, grupos y comunidades enteras se han visto forzados a salir de su patria y obligados a llevarse a sus familias, con sus escasas posesiones, a vivir en suelo extranjero con frecuencia definitivamente» (pág. 11), España, al contrario de otras naciones, se lleva la palma de la intolerancia:

«algunas naciones occidentales, sobre todo Inglaterra y Estados Unidos, han basado su grandeza en la práctica de acoger generosamente a miles de desposeídos. La experiencia española ha sido totalmente distinta. España es el único país europeo que en el curso de los siglos ha intentado consolidarse no ofreciendo refugio a los exiliados, sino mediante una política de exclusión. Uno de los factores más relevantes, y también más olvidados, en la formación de la cultura española moderna ha sido la realidad del exilio. Recientemente una historiadora ha observado: “España ha sido, durante largo tiempo, un país de salida”. La frase conjura la imagen de miles de españoles esperando pacientemente en los puertos de mar barcos que les llevasen a destinos desconocidos, una imagen que se antoja válida no sólo para el siglo XX, sino también para los cuatrocientos años que lo precedieron. A otras naciones las personas llegan, de España se van.» (pág. 12.)

Lo cual explica señalando que había naciones que expulsaban a los extranjeros, como Rusia o Polonia, mientras que

«En España eran los propios españoles quienes, una vez tras otra, se hacían daño. Es posible que España haya buscado una solución con la expulsión de minorías culturales esenciales y de grupos muy importantes de sus propias elites, pero ha conseguido algo distinto: minar su propia identidad como nación y asegurarse, para siempre, una elite cultural deficiente. El fenómeno no fue accidental ni marginal en modo alguno, porque debería considerarse el destino de los exiliados como una de las características cruciales de la historia de España.» (pág. 12.)

Y, siempre según Kamen,

«Con el fin de compensar los daños el país tuvo que adaptarse a la influencia que los ausentes (los exiliados) tuvieron en la formación de un carácter, una cultura y una identidad. Pero esto nunca funcionó, porque los exiliados desarrollaron sus propios puntos de vista, con frecuencia tan distintos. Los que volvieron intentaron crear un carácter moderno apelando a principios ajenos traídos de otras culturas como las de Francia, Alemania e Inglaterra (y, en el caso de los hispanos del Nuevo Mundo, la influencia anglo de Estados Unidos). Desde época temprana los españoles tuvieron que enfrentarse a una incómoda elección entre lo que se consideraba autóctono y lo que procedía de fuera. Las expulsiones continuas, además, produjeron una sustitución constante de las elites y de los líderes políticos nativos –a veces, incluso de los monarcas–, lo cual, además, hizo imposible consolidar cierta continuidad en la formación de una tradición cultural aceptable. A su vez, esto alentó cierto desdén por las reformas y la cultura importadas por la elite y una regresión de los principios de la cultura tradicional, como, por ejemplo, el culto al casticismo en España y al jibarismo en Puerto Rico.» (pág. 13.)

Las tesis de Kamen son las mismas de la Leyenda Negra: una España intolerante habría expulsado a lo mejor de su intelectualidad, al tiempo que fundaba una identidad exculpatoria y megalómana. Pero lo cierto es que expulsiones las hubo en toda Europa mucho antes de 1492. Por ejemplo, los judíos fueron expulsados de manera tajante, sin posibilidad de conversión al cristianismo, de Inglaterra (1290) y Francia (1394), por no hablar de las expulsiones posteriores de judíos de Rusia y otros lugares del mundo. La política de segregación racial en Estados Unidos o las expulsiones por persecuciones religiosas en Inglaterra, como la que sufrieron los colonos del Mayflower ya en el siglo XVII, tampoco es mencionada para comparar las costumbres de unos y otros, y en consecuencia negar esa generosidad que tan ligeramente atribuye a esos países Kamen. Metodología propia de la Leyenda Negra, término acuñado por Julián Juderías en 1913 para describir a aquellos relatos que ocultan todo lo positivo y ensalzan todo lo negativo de la Historia de España.

Asimismo, Kamen sigue la línea de Ortega en La rebelión de las masas: España no se desarrolló al nivel de Europa porque sus elites siempre estuvieron huérfanas de grandes hombres, exiliados por la intolerancia generalizada. Aunque sin precisar qué contenidos privilegiados presentan esos autores para ser considerados elites frente a quienes no lo son. Lo que supone imitar, precisamente, el formalismo y el idealismo de Ortega, apelando a una Identidad de España presuntamente artificiosa y justificadora de la intolerancia, sobre la que hablaremos más adelante.

Pero lo más curioso es afirmar que en España hubo que elegir entre «lo de fuera» y «lo de dentro», como si la presunta elección no fuera precisamente un proceso histórico objetivo y no una simple elección subjetiva de determinados individuos.

Ahora bien, si Henry Kamen ha defendido en sus libros Imperio y Del Imperio a la decadencia que no fueron los españoles sino otras «naciones» quienes forjaron su imperio, y por lo tanto no era un imperio español –pese a que posteriormente intenta darle otro matiz a sus tesis–, ¿por qué denominar como españoles a quienes precisamente fueron excluidos y desheredados por su madre patria? Imposible se hace si además, entre los más modernos exiliados, muchos renunciaron a su nacionalidad española y se convirtieron en estadounidenses, venezolanos, mejicanos, &c. Y sobre todo teniendo en cuenta las peculiares distinciones entre Castilla, Cataluña, la nación judía y la nación morisca con que Kamen nos ha deleitado en los citados libros y con las que disuelve a España en distintas «realidades nacionales», por usar la terminología del gobierno socialista de España. Merece la pena avanzar hasta el final de su obra para aclarar los motivos de esta aparente contradicción:

«Gracias al fenómeno del exilio algunos aspectos fundamentales de la cultura hispánica se desarrollaron y maduraron considerablemente en el extranjero con la ayuda de dos grandes naciones: Francia y Estados Unidos. El papel de estas naciones en el fomento de la creatividad hispánica pocas veces recibe la atención que merece, a pesar de haber sido muy amplio, vigoroso y fundamental. Sin ellas, la cultura peninsular andaría cojeando en la edad contemporánea.» (pág. 453.)

De este modo, se cerraría el círculo que ha ido trazando en su obra Kamen, para quien no sólo los españoles necesitaron del estímulo, impulso y patrocinio de terceros para convertirse en imperio, sino que sus grandes obras culturales no serían nada sin aquellos exiliados por la proverbial intolerancia hispana, que así pudieron conocer otros lugares y, una vez adquirida la experiencia, lograron así engrandecer la cultura española, ya desde el Renacimiento y hasta el exilio posterior a la Guerra Civil, con personajes como el científico Severo Ochoa. Todo lo que ha forjado España, según Kamen, proviene del exterior y nunca de esta intolerante piel de toro donde no crece ni la mala hierba, en una versión corregida y aumentada de la citada Leyenda Negra.

Pero más sorprende aún que Kamen afirme que las obras más importantes de la cultura hispánica se realizaron en el extranjero. Según el anglobirmano, las obras de Juan Luis Vives, Miguel de Molinos, Albeniz, Gregorio Marañón o Luis Buñuel «fueron elaboradas en un suelo y en un entorno extranjeros, convocando con frecuencia y de forma inevitable el recuerdo de la patria a fin de otorgar mayor enjundia al acto de la creación. Al valorar la obra de algunas figuras de la cultura española a lo largo del tiempo, tendría poco sentido omitir la consideración de que no sólo produjeron una gran parte de su obra fuera de su país, sino que en muchos casos la obra que crearon en el exilio fue prohibida o intencionadamente postergada en la patria» (pág. 14). Pero mezclar a personajes tan heterogéneos y de épocas históricas tan diferentes es desde luego un ejercicio que no pasa de retórico. Si tomamos el caso de Juan Luis Vives, vemos se alinea entre quienes defienden una tesis clásica de la escolástica española: el derecho de propiedad no es un derecho natural (la tierra es de todos), luego la conquista de América estaba justificada desde el punto de vista del ius communicationis que tendría que imponer el Imperio español, como señalaba Francisco de Vitoria. Y por no hablar de Gregorio Marañón, cuya obra se desarrolló de manera casi completa en España.

Así, todo quedaría claro: España no sólo expulsó a los que luego serían lo mejor de su cultura, gracias a las aportaciones extranjeras, sino que, tal fue su grado de intolerancia y estupidez, se negó a reconocerles la importancia que les correspondía, dejando a la elite cultural española en tal situación de indigencia intelectual. La situación de casticismo propia del siglo XIX, una suerte de jibarismo según Kamen, habría así negado una parte de la cultura hispánica muy importante.

Pero lo cierto es que Kamen, al igual que en los libros nombrados anteriormente, no define lo que pueda ser esa patria llamada España más allá de opiniones subjetivas de los que se quedan y los que se van, que según Kamen «distorsionan su propia visión del mundo» (pág. 15). No menos curioso, digno de una metafísica idealista que produce verdadera vergüenza ajena, es hablar de «”exiliados interiores”, que rara vez tuvieron que enfrentarse a algún obstáculo para vivir en su país o volver a él. [...] El exilio no siempre tuvo que ver con la expulsión, aunque sí, con gran frecuencia, con la alienación [sic]. Fue una experiencia, una actitud, una orientación e incluso, a veces, una dimensión de la imaginación. Muchos exiliados no se marcharon, se quedaron. El exilio interno fue también una poderosa dimensión de la privación» (pág. 16). Posición metafísica e idealista que refuerza al final de su libro, citando a Boecio: «El exilio podía ser impuesto o autoimpuesto. Tal vez el libro más apreciado de la Edad Media fuera De consolatione Philosophiae, escrito por el aristócrata y pensador romano Boecio en su celda del exilio en Pavía, Italia, poco antes de ser asesinado en virtud de un decreto gubernamental en el año 524 de la era cristiana. Sumido en lamentaciones por la injusticia del exilio, de improviso se presenta ante él Filosofía en forma de mujer venerable, que le dice, con toda franqueza, que tiene que elevarse por encima de las preocupaciones personales» (pág. 455). ¿Qué sentido tiene sentirse exiliado cuando no lo estás realmente? Por no abundar en que lo que propone Boecio no es simplemenet un consuelo psicológico, sino una implantación gnóstica, obviando la realidad material, de la Filosofía. Quien piense que está desterrado aún viviendo en la propia patria que le vio nacer puede padecer un trastorno psicológico, similar a quien se cree Napoleón sin serlo, pero ello no constituye una explicación histórica de ningún fenómeno de exilio.

Así, el «exilio español» aparece en el libro de Kamen como una «seña de identidad» completamente sustancializada, con pretensiones de convertirse en un rasgo de identidad no sólo distintivo –«España se distingue del resto del mundo por los exiliados notables que ha aportado al mundo», dirá Kamen– sino incluso constitutivo: España sería ella misma el resultado de un exilio constante, sustancializado, más allá de los condicionantes objetivos e históricos que llevaron a producir las expulsiones de determinados grupos de personas.

Antes de entrar en materia, Kamen vuelve a la carga con sus peculiaridades definitorias. Así, «Empleo regularmente “hispánico” para contextos amplios en los que el término “español” no resulta apropiado y donde hay poco riesgo de confusión con el significado que se da a la primera palabra en Estados Unidos. Asimismo, recurro al término “castellano” cuando el contexto se refiere más a Castilla que al conjunto de España [sic]. Donde no existe ambigüedad posible, uso “América” para referirme a Estados Unidos [sic]» (pág. 17). El imperio español a juicio de Kamen nunca existió como tal, pero Estados Unidos como Imperio sí, pues el anglobirmano asume la Doctrina Monroe de América para los americanos e iguala América a Estados Unidos de Norteamérica. Denominación muy clara de lo que defiende Kamen.

El propio Kamen se considera «un expatriado que toda su vida ha vivido en el seno de culturas que le han acogido pero no eran la suya. Me he enriquecido gracias precisamente a la riqueza de diversas tierras e idiomas, pero incluso dentro de esa prodigalidad, por la cual nunca he dejado de sentir gratitud, ha existido siempre la persistente e ineludible sensación, que muchos lectores acaso conozcan demasiado bien, de ser, en cierto sentido, un desheredado» (pág. 18). Sin duda, este último fragmento resulta una confesión explícita de la confusión en la que se encuentra el autor de este libro en muchos órdenes de su doctrina y de su propia biografía.

* * *

Comienza su materia Kamen con un preludio donde de manera muy metafórica pero vacua historiográficamente insiste en que «Durante más de cuatrocientos años, hasta un extremo que resulta único en la civilización occidental, el exilio se convirtió en el fantasma que persiguió el destino cultural de España» (pág. 22). Y seguidamente comienza hablando de la primera expulsión que, siempre según Kamen, definió a España: la expulsión de los judíos. Pero lo extraño es que comienza diciendo que los judíos fueron integrándose de manera paulatina en la sociedad española medieval, aunque «La sociedad judía, sin embargo, tenía su propia autonomía y no integró el estilo de vida de las otras dos religiones».

Así, tras diversos disturbios antijudíos a finales del siglo XIV, muchos accedieron a convertirse al cristianismo. Fue un cambio decisivo que les hizo perder su influencia, y casi llegaron a extinguirse. En 1412, en Barcelona, donde aún se puede visitar la parte de la ciudad en la que estaban confinados, el ayuntamiento cerró el gueto (o Calo), porque ya no quedaban judíos. En cambio, los que se habían convertido, los “cristianos nuevos” (también llamados «conversos» o «marranos»), superaban con mucho a los que se habían resistido a cambiar de religión. Cuando acabaron las persecuciones, muchos volvieron a la práctica del judaísmo y nadie tomó represalias contra estos falsos cristianos» (pág. 23). Sin embargo, poco después volvería a aparecer la necesidad de conversión, a finales del siglo XV, y aquí Kamen vuelve a ser benévolo: «El decreto de 1492 [...] no era en principio racista ni antisemita, ya que permitía a los judíos quedarse a condición de hacerse cristianos. El número de los que optaron por cambiar de religión es espectacular» (pág. 26).

No obstante, Kamen vuelve inmediatamente a sus constantes contradicciones al decir, al contrario del anterior párrafo, que la expulsión de los judíos fue «la mayor limpieza étnica que hasta el momento había tenido lugar en un país europeo». (pág. 27), y considera a la inquisición «el principal instrumento del antisemitismo» (pág. 33). ¿En qué quedamos? ¿El decreto de expulsión era racista y antisemita o simplemente no lo era? Ambas cosas no pueden ser a un tiempo. No deja de ser curioso que, tras hablar de la mayor «limpieza étnica», olvide mencionar las expulsiones de judíos previas de Inglaterra en 1290 y de Francia en 1394, en clara alineación con la Leyenda Negra. ¿Por qué no calificar semejantes expulsiones, sin posibilidad alguna de seguir viviendo tras conversión, de «limpiezas étnicas»? De hecho, la expulsión de 1492 fue acogida en Europa como un signo de modernidad, e incluso hay una felicitación de la francesa Universidad de la Sorbona a la corona española. ¿Es esa la modernidad que defiende Kamen? ¿No suponía semejante acto institucional francés una apología de la «limpieza étnica»? Y eso sin olvidar el Non placet Hispania de Erasmo durante su estancia en Salamanca, proferido a causa de que había muchos judíos conversos, en una clara muestra de antisemitismo que sin embargo Kamen no señala.

Así, dice que los judíos pervivieron en España y que eran autónomos pues «eran una nación, con su propia individualidad, lo cual era un gran motivo de orgullo». (pág. 33). A continuación, cita a los judíos que hicieron grandes obras en el extranjero: León Hebreo, Isaac Cardoso (que sin embargo se exilió por motivos políticos, una vez caído el Conde-duque de Olivares) (pág. 45), &c, mezclando de manera deslabazada las opiniones de unos y otros con el romanticismo español que añade lo árabe y lo judío a la Historia de España o las proclamas de la derecha absoluta contra «masones judaizantes», que no masones judíos, al contrario de lo que Kamen afirma: «Las fuerzas que secundaron el alzamiento de Franco en 1936 no dudaban lo más mínimo de que los judíos (junto con comunistas y francmasones) estaban corrompiendo el país» (pág. 65). E incluso, haciendo gala de presentismo, señala que los españoles, que eran normalmente proárabes, aceptaron a regañadientes reconocer el Estado de Israel, inventando el mito de la convivencia armónica de culturas.

Destaca el caso de Juan Luis Vives, de quien pese a señalar Kamen que era católico, lo considera un «exiliado intelectual» (pág. 38). Lo que no se entiende es que Vives, que como dijimos anteriormente fue seguidor de una corriente muy asentada en España sobre el Derecho de Gentes, el mismo que el de Francisco de Vitoria o Sepúlveda (la tierra es de todos), es considerado por este peculiar historiador como «erudito europeo, no español, dado que se salió de los estrechos límites intelectuales de la Península» (pág. 39). Por lo tanto, esa influencia Kamen la omite, reduciendo la obra de Vitoria y Sepúlveda a sus fabuladas estrecheces.

Ahora bien, resulta que «En realidad, el vínculo con los judíos hispánicos nunca llegó a romperse y mucho después del decreto de 1492 se los podía encontrar residiendo con permiso oficial en todos los territorios extrapeninsulares pero bajo control español. Fueron tolerados oficialmente en Nápoles hasta principios del siglo XVI, en Milán hasta finales de ese siglo y en la colonia norteafricana de Orán hasta finales del siglo XVII» (pág. 53). ¿Dónde queda el antisemitismo entonces, si el proyecto español, incluso en tiempos de Primo de Rivera o Franco, fue siempre el retorno de los judíos y su integración a la sociedad española?

Y se queja, cómo no, de que «la historia de los judíos, por tanto, se contaba a través de los ojos de los españoles, como si fuera una más de las hazañas de los castellanos» (pág. 55). Pero entonces, para definir a España ¿cuenta la raza o la política, la tribu o la polis? Parece insinuar, otra vez con Ortega, que Castilla hizo a España y Castilla la deshizo, afirmación muy poco positiva y sí muy filosófica (metafísica), como bien sabemos. Pese a haberle leído ya muchas páginas, Kamen no deja de sorprendernos con sus afirmaciones y definiciones sobre España. Curiosamente, tampoco se olvida de señalar la salutación de los judíos en Tetuán a las tropas españolas dirigidas por O´Donnell en 1860 (pág. 57), sin darse cuenta que eso prueba que no había antisemitismo en España.

* * *

Después de tratar la cuestión judía, Kamen pasa a hablar de la cuestión morisca, donde comienza contradiciéndose al decir que «De toda Europa, España fue el país más islamizado y el que más tiempo estuvo gobernado por musulmanes. [...] En los tres siglos que siguieron a la primera invasión beréber la civilización del islam dejó una huella indeleble en la cultura hispánica» (pág. 69). Ahora resulta que había España en el siglo VIII, en lugar de en 1492, como nos había dicho al comienzo. Asimismo, dice que Al Ándalus era en el siglo X «un país totalmente controlado por los musulmanes y el más poderoso y refinado de Europa occidental» [sic], afirmando también que «Se respetó la religión de la población cristiana, al igual que la de la minoría judía, que, en cierta medida, se arabizaron en lengua y cultura» (págs. 69-70). Así, se sitúa a la altura de los tópicos de la convivencia de culturas que no era sino reducción a la condición de ciudadanos de segunda a cristianos y judíos en territorio de Al Ándalus.

Tras la conquista de Granada en 1492, quedaron sin embargo en España numerosos moriscos, que nunca aceptaron su convivencia con los cristianos y tras más de un siglo de conflictos, agudizados sobre todo durante 1568-1570 y por su papel de quinta columna de la piratería berberisca, se decidió su expulsión. Por supuesto, como suele decir Kamen, España no tenía recursos navales y se necesito para la expulsión de los «italianos» [sic], franceses e ingleses (pág. 75), sin precisar si tales denominaciones tienen algún tipo de valor político cuando «italianos», franceses e ingleses sirven al proyecto político de España. Sin embargo, como suele ser costumbre en Kamen, más adelante se contradice al señalar que los musulmanes siguieron siendo enemigos de España doquiera que avanzase en sus aventuras imperiales (pág. 87). ¿Pero no se supone que, según Kamen, eran parte de España?

A Cervantes Kamen le acusa de mantener una actitud ambigua respecto a la expulsión de los moriscos: de una parte «felicitaba al Gobierno “de echar frutos venenosos de España”, y de otra describió el destino de los afectados con solidaridad y comprensión. “Doquier que estamos lloramos por España, que en fin nacimos en ella y es nuestra patria natural”, pone en boca de Ricote, un morisco de su novela» (pág. 77). Pero aquí Kamen confunde nuevamente la posición que defiende el propio Cervantes en el Quijote, libro planteado como un revulsivo para España –lo que incluía, precisamente, acabar con los quintacolumnistas moriscos, cómplices de la piratería en las costas españolas–, frente a la opinión emic que determinados moriscos tendrían sobre España como patria, en su sentido étnico, como el lugar donde nacieron.

Es curioso que en este punto Kamen use el término memoria histórica, algo que no aparecía con claridad en sus anteriores libros. Eso supone eliminar el término mentalidades, que era el habitual de los historiadores de nuestras cosas patrias. Esta alusión a la memoria histórica prueba cómo ha ido siendo aceptada la ideología del gobierno socialista de España, difundida por los historiadores oficiales del régimen constitucional de 1978, como pudimos comprobar en el caso de Ricardo García Cárcel. De hecho, con ese mismo sintagma se refiere al «legado de Al Ándalus» como si fuera español, citando la Mezquita de Córdoba (no menciona que antes de ser mezquita fue iglesia cristiana), las obras de los filósofos y escritores árabes, y otros elementos que causarían profunda hilaridad, afirmando que «En el conjunto de la sociedad española, las costumbres y la cortesía árabes continuaron vigentes hasta nuestros días [...] La norma islámica de que las mujeres se taparan la cara en público pervivió más tiempo y se practicó en la Península y en Sudamérica hasta el siglo XIX. En el siglo XVII, sin embargo, los moralistas cristianos decretaron que el ocultamiento total o parcial (con un abanico) del rostro constituía una provocación sexual por parte de la mujer. Lo denunciaron y pidieron al Gobierno que lo prohibiera, por lo general sin éxito, así que el abanico se sigue usando en España» (pág. 86). Comparar una costumbre de pudor y de adorno (las famosas peinetas que adornan las mantillas) o incluso un elemento de seducción como el abanico, con un símbolo ritual y litúrgico como es el velo, chador o burka, no puede tomarse siquiera como algo serio. Así, prosigue señalando que, al igual que sucedió con los judíos, el romanticismo de Irving y Borrow descubrió el Islam peninsular en sus fantasiosas novelas. Romanticismo novelesco que parece asumir Kamen como versión propia.

Incluso cita una obra titulada Evangelio de Bernabé redactado en Estambul durante el siglo XVII de autor apócrifo y que según él diverge del cristianismo en señalar que Jesús es profeta mortal y que no murió en la cruz, además de pronosticar que llegaría el verdadero Mesías, Mahoma, según Kamen es un intento de «compatibilidad entre cristianismo e islam, con la esperanza de una futura convergencia» (pág. 83). Pero precisamente las divergencias con el cristianismo son tantas que lo único que demuestra es que el Islam no sólo es radicalmente distinto del cristianismo por negar la divinidad de Cristo y reducirlo a mero profeta, sino que además la fe islámica es una vulgar copia de la cristiana, algo lógico dado su lejana posterioridad de siete siglos de distancia en sus respectivos nacimientos.

* * *

Posteriormente, una vez señalada la expulsión de judíos y moriscos, Kamen vuelve a poner en cuestión, como ya hiciera en obras anteriores, la cristiandad de España. Afirma que «Más que una lista única de prácticas estipuladas por la Iglesia se trataba de un conjunto de actitudes y rituales heredados pertenecientes tanto al mundo visible como al invisible [sic]» [...] Que los españoles fueran “cristianos” y, al mismo tiempo, no tuvieran verdadero conocimiento del cristianismo no suponía una contradicción esencial. No había separación formal entre lo sagrado y lo temporal en la primera modernidad europea; el mundo sagrado formaba parte constitutiva del profano, que tomaba de aquél sus símbolos y pautas de funcionamiento». (pág. 111). Pero, ¿a qué llama sagrado y profano Kamen? En ningún momento lo define, como tampoco define con claridad lo que sea la religión, más allá de una serie de impresiones psicológicas. De hecho, si se afirma que «La religión era una fuerza protectora fundamental y, cuando ésta se mostraba inadecuada, se recurría a otros rituales –por ejemplo, a la brujería–» (pág. 112), se cae en una posición psicologista, que considera la religión una mera ilusión que cada sujeto mantiene para afrontar los males que le acechan. Además de que la percepción emic que los propios creyentes tengan de su religión, no significa que etic las coordenadas del catolicismo no estén bien definidas a nivel de dogmática y rito.

Pero el objetivo de Kamen no es volver sobre sus sedicentes teorías acerca de la religión, sino tratar a los exiliados por temas religiosos. Así, por ejemplo, denomina al médico español Miguel Servet, que siendo adolescente marchó a Francia a estudiar, lo considera «exiliado perpetuo» (pág. 125), pese a ser miembro de la corte del rey español Carlos I. Cuando señala que el protestante Calvino le hizo ajusticiar (pág. 127), inmediatamente dice que «ningún otro español fue ajusticiado por motivos religiosos durante la Reforma protestante» (pág. 128), algo que resulta sorprendente a la luz de las inmensas purgas que se realizaron en los países reformados contra todo lo que oliera a católico o a español. Tampoco se olvida del famoso juicio de los alumbrados de Valladolid, a los que considera insignificantes (pág. 130), para después afirmar que los protestantes y judíos españoles exiliados fueron los primeros en ofrendar una gran obra de cultura como la Biblia al español (pág. 132), lo que probaría a su juicio la poca cristiandad de la España «interior» frente a la mucha de la España «exiliada».

Asimismo, culmina este capítulo diciendo que el anticlericalismo sucedido durante la II República prueba que no había espíritu católico en España (págs. 142-150), tesis sorprendente que muchos historiadores niegan (por ejemplo, H. Thomas en su obra clásica La guerra civil española constata que el catolicismo incorporaba la tradición española), y que es desmentido por los propios acontecimientos: muchos laicos se movilizaron a causa del anticlericalismo y la iconoclastia durante la Guerra Civil, y el fenómeno nacionalcatólico durante el primer franquismo no puede ser visto sino como un jalón más que demuestra que España sigue siendo hoy día católica.

* * *

Seguidamente, Kamen habla del «descubrimiento» de Europa por parte de los «intelectuales» [sic], sin privarse de citar la famosa frase de Ortega y Gasset: «España es el problema y Europa la solución». Tras una relación «ambigua» España-Europa, en 1700 se pensaba, con la muerte del último Austria, que España renacería sumergiéndose en la línea de la cultura europea. Pero esto supone volver a asumir la Leyenda Negra, esta vez en la forma del viejo tópico de Masson de Morvilliers: «¿Qué le debe Europa a España?» Situación que supone considerar la metafísica de Descartes, con clara identidad con la metafísica premedieval de San Agustín, como el culmen de la modernidad [sic], además de otras cuestiones anexas (pág. 165). Para Kamen, este presunto cambio respecto a Europa no trajo sino la renovación de la intolerancia:

«Pero las cosas se torcieron. Desde el año 1700 España adoptó un sistema político que dividía al país en dos mitades, intensificaba los conflictos internos, hacía del exilio moneda de curso común y convertía a media elite política en enemiga de la monarquía.» (pág. 157.)

Así,

«La experiencia de salir de España durante el siglo XVIII fue nueva y diferente. Fue nueva porque, por primera vez, afectaba en gran escala a las clases altas de la sociedad –nobleza, clero e intelectuales– que nunca antes se habían visto obligadas a abandonar su patria.» (pág. 164.)

En este caso, los jesuitas fueron expulsados en nombre del progreso, lo que sirve a Kamen para señalar que la intolerancia seguía presente, en virtud de esos dos ilusorios bandos –las dos Españas del poema de Antonio Machado– que según el anglobirmano existieron a partir de 1700 y que mencionó anteriormente. Termina este capítulo mencionando a los exiliados que siguieron a José Bonaparte tras la Guerra de la Independencia (págs. 170 y ss.).

* * *

Prosigue Kamen hablando en el capítulo siguiente de la España romántica, donde tras hablar de los exiliados tanto liberales como afrancesados (Flórez Estrada, Meléndez Valdés, &c.) vuelve a elogiar, como en otras obras suyas, a José Antonio Llorente, el autor de una historia de la inquisición española, como exiliado. De este exilio surgió, dice Kamen, el espíritu del romanticismo español en autores como Espronceda, dotando a España de una conciencia nacional que antes no había existido (págs. 205 y ss.). Pero semejante afirmación no puede ser pasada por alto: ningún intelectual podía dotar de conciencia nacional a España si esa España no existía previamente, en este caso como un reino controlado por la Monarquía Hispánica. Capítulo aparte es que hasta entonces no hubiera nación española en sentido político, que por cierto se fundamentó también en tesis románticas ya en la Constitución de 1812: los miembros de las Cortes de Cádiz remontaban su legitimidad al Consejo de Castilla en tiempos de los Reyes Católicos y reivindicaban a los Comuneros derrotados en Villalar por Carlos I.

* * *

En consecuencia, el siguiente aspecto que trata Kamen es la identidad nacional española, que viene a ser, en clara consonancia con sus metafísicos planteamientos, «la ciencia que se busca». Así, Kamen vuelve a apelar a rasgos distintivos como si fueran constitutivos afirmando que «En el siglo XIX no existía una cultura española única, sino, más bien, un conjunto de variedades regionales muy distintas que diferían radicalmente según de qué lugar de la Península se tratase» (pág. 225), para sorprenderse de que «En España la vida parecía basada en la cultura popular más que en las preferencias de la elite» (pág. 226), nuevamente sin precisar los contenidos que ostenta esa elite. Pero la cuestión fundamental es por qué sustantivar determinados rasgos culturales de diversas provincias españolas para hablar de distintas culturas regionales: algo tan absurdo como suponer que no hay unidad nacional porque en algunos lugares de España no se celebren corridas de toros.

Lo que afirma de las elites no se sale del guión orteguiano: «Desde el siglo XVIII, con la Ilustración, la elite culta española empezó a sentir que tenía el deber de poner a España a la altura de lo que habían observado en otros países europeos. Sin embargo, la creación de una cultura nacional reconocible empezó muy tarde, en las últimas décadas del siglo XIX. [...] A finales de siglo Ortega y Gasset lamentaba que [Madrid] careciera de cultura creativa y que continuara siendo una ciudad provinciana». Asimismo, «Una condición básica para tener una vida “nacional” y moderna era la posibilidad de compartir experiencias en toda la Península, sin limitarse únicamente a variedades regionales de conducta», así que ese impulso hubo de ser dado por extranjeros, pues no había capital financiero suficiente en España (pág. 228).

Siguiendo con su habitual sedicencia, Kamen juzga a España como «país de pocos filósofos» (pág. 230), ignorante de lo que pueda ser la Filosofía. Y, finalmente, «La exploración de la cultura “española” tuvo la consecuencia significativa de que muchos españoles llegaran a descubrir no lo que compartían con otros pueblos de la Península, sino lo que de especial tenía el estilo de vida de su región. [...] Diversos equipos de investigadores recorrieron los pueblos recogiendo testimonios orales del folclore superviviente, una información que reforzaría la sensación de una identidad catalana. Gracias a esto, Cataluña posee mejores archivos folclóricos que ninguna otra región de España. Claro que esto de poco sirvió para regenerar la identidad. Incluso la muy publicitada recuperación del idioma catalán por medio de lecturas públicas de poesía fue poco más que propaganda simbólica. Los que recitaban versos en catalán medieval seguían teniendo el castellano como principal lengua de comunicación» (pág. 234). Entonces, si hasta en la nacionalista Cataluña se hablaba con normalidad español, ¿cómo no se iban a compartir experiencias comunes si había una lengua de comunicación como el español? Comunicación que se basa en relaciones simétricas y transitivas que nos conducen a las reflexivas propias de la «identidad» que tanto busca el anglobirmano en su avance metafísico. Kamen parece preso, si es que estos párrafos no son una mera transcripción de las afirmaciones emic de terceros, del mito del progreso social y tecnológico lineal, sin saltos, al que presuntamente España no se sumaría sino muy tarde.

Como ejemplo de lo que él denomina un ultranacionalismo de las elites españolas por encima de la realidad, cita a Juan Valera y sus viajes a Estados Unidos como embajador, así como las presuntas ilusiones de Valera respecto a la lengua de Cervantes (págs. 240 y ss.). Asimismo, Kamen toma la música española como algo también importado de fuera, intentando que semejantes rasgos culturales sustancializados y separados de su origen puedan decir algo de una más que sustancializada y metafísica «identidad».

* * *

A continuación habla de la diáspora de esa elite orteguiana y española tras la guerra civil (1936-1939). Lo cierto es que toma a Stanley Payne y su libro El colapso de la República como referencia, señalando detalles tan importantes como que no fue sin más el franquismo quien provocó el exilio de los «intelectuales», sino la represión provocada al comienzo de la guerra civil en ambos bandos en 1936, principalmente por los partidarios del Frente Popular en Madrid. Sin embargo, lo presenta diciendo que tales elites abandonaron España no «porque apoyaran a un bando u otro, sino porque, en la República, su vida corría peligro» (pág. 285). De este modo, queda la cuestión diluida y perdidos los referentes, al convertirlo en una muestra más de la presunta intolerancia española, que se llevaría por delante a personalidades de la talla de Max Aub, Alberti, Sánchez Albornoz, &c, quienes constituirían dos generaciones de exiliados que «se integraron en la corriente dominante de la cultura occidental, abrieron puertas y ventanas y trajeron nueva vida a su propia creatividad y, a largo plazo, a la sociedad y a la cultura españolas» (pág. 336).

* * *

El siguiente capítulo lo titula «La búsqueda de la Atlántida», tomando como referencia el mito de Platón para referirse a América, así como la obra homónima del clérigo Jacinto Verdaguer. Nuevamente Kamen insiste en lo perezosos que eran los españoles para emigrar y moverse por su imperio ultramarino, de tal modo que fueron los «extranjeros» quienes tuvieron que suplir el esfuerzo de los indolentes hispanos. Además, ambos lados del océano compartían «poco más que la lengua» [sic] (pág. 340), detalle que Kamen considera una pura minucia. Así, América se convierte en una nueva Atlántida para los literatos, lugar donde proyectar sus sueños de grandeza imperial –ahora bajo la forma de una lengua universal– que nunca tuvieron lugar, pues para Kamen el imperio español nunca existió y la lengua española nunca fue ni ha sido un vehículo internacional de comunicación. Mitologías en las que ya cayó en sus anteriores libros y aquí vuelve a repetir aludiendo nuevamente a autores como Juan Valera, embajador en Estados Unidos y defensor a ultranza de la lengua de Cervantes, adjetivo exagerado para el anglobirmano.

Kamen señala como curiosidad el numeroso éxodo de españoles a América, al contrario de en la etapa imperial, donde la habitual indolencia [sic] hispana obligó a terceros a construir su imperio. En este caso alcanzó los tres millones desde 1880 hasta 1930, época en que se produjo el cierre de fronteras en Hispanoamérica, tal y como empieza a suceder ahora en España (pág. 341). Para Kamen, en definitiva, la exaltación de lo hispánico por parte de autores como Rubén Darío sólo fue «en parte una reacción visceral contra Estados Unidos causada por la derrota total sufrida por España en 1898» (págs. 345 y ss.) y no algo relativo a una realidad efectiva de la lengua española como vehículo de comunicación.

Después, Kamen prosigue su labor de derribo sobre otros escritores, como Ramiro de Maeztu, diciendo que su Defensa de la Hispanidad es un intento desesperado «por encontrar en ultramar la salvación de España». «“Por consiguiente, la Hispanidad creó la Historia Universal, y no hay obra en el mundo, fuera del Cristianismo, comparable a la suya”. “No sólo hemos llevado la civilización a otras razas sino algo que vale más que la misma civilización, y es la conciencia de su unidad moral con nosotros”. “No hay en la Historia universal obra comparable a la realizada por España”». Afirmaciones de Maeztu entrecomilladas que tilda Kamen de «ignorancia sobrecogedora sobre la historia de España en América, pero con una esperanza en el futuro desbordante» (pág. 355).

Pero como Kamen considera previamente la obra de Maeztu «coincidente con el “nuevo imperialismo” concebido por aquella época por los nacionalistas catalanes» (pág. 355), el concepto de Hispanidad queda completamente desvirtuado, pues Kamen sigue los dictados secesionistas que afirman que la cultura es equivalente a la nación (en el caso de Cataluña, falseando hasta la lengua, llegan a afirmar que todos los territorios mediterráneos desde los Pirineos hasta Murcia constituyen los Países Catalanes), convirtiendo así el proyecto de Maeztu y otros autores en una suerte de ultranacionalismo que reivindica para sí la lengua española, sometiendo a las demás naciones hispanas a una suerte de «nuevo imperialismo». Y de paso confundiendo la nación fraccionaria (Cataluña), que no existe y sólo es un objetivo dentro de los planes de partidos políticos nacionalistas, con la nación política que existe efectivamente (España).

* * *

El anglobirmano prosigue hablando de la identidad hispánica y la cuestión del exilio, señalando que el legado de España al mundo hispánico fue «la continua experiencia de desintegración y exilio, con la consiguiente pérdida de orientación e inseguridad de la identidad. Incapaces de saber qué eran ni adónde iban, durante un periodo de cinco siglos los españoles recurrieron a expulsar a todo disidente con la esperanza de resolver así el conflicto», así como que «Desde la época de los Borbones, los españoles han estado divididos en dos mitades, a menudo sin que haya ninguna razón de peso» (pág. 379). Semejantes afirmaciones consisten en asumir sin crítica el mito de las dos Españas de Machado, aparte de reducir a una mera justificación ad hoc (como no se podían resolver los conflictos, se eliminaba a los disidentes) los planes y programas históricos de España que eran retomados por sucesivas generaciones desde la Edad Media con la política de recubrimiento del Islam (ese mismo que Kamen, con su habitual gratuidad, considera parte indisoluble de España).

No menos curiosa es la forma de presentar lo que él denomina «la identidad de España»:

«Evidentemente, la cultura hispánica no era sólo el idioma. En cada época adoptó una forma distinta y fue una mezcla compleja derivada de la diversidad de pueblos, creencias y razas. Los exiliados formaban parte de ella y la enriquecían por el hecho de provenir de otro entorno. El idioma en sí tuvo menos importancia de la que le atribuimos. Lo que ocurría en la península Ibérica durante el Siglo de Oro resulta muy representativo. Aunque en las tiendas de Barcelona se vendieran sobre todo libros en castellano, en la calle la gente hablaba catalán. [...] Muchos de los estados europeos carecían de una lengua nacional común, pero en España las diferencias eran todavía más agudas. Alrededor de un cuarto de la población no hablaba español en su vida diaria y el castellano no lo entendían en absoluto buena parte de los habitantes de Andalucía, Valencia, Cataluña, el País Vasco, Navarra y Galicia» (pág. 399).

Pero Kamen, como ya mostró en Imperio y otras obras suyas, ve la identidad de manera sustancialista, como algo que ha de estar dado de golpe, sin darse cuenta que la identidad de España durante el Antiguo Régimen no es la lengua nacional, sino el Trono y el Altar: la Monarquía Hispánica y el catolicismo. Sin embargo, con la caída del Antiguo Régimen la identidad de España queda definida dentro de las naciones políticas que tienen como lengua nacional el español. Por eso mismo, muy sibilinamente, Kamen introduce el caso de Puerto Rico y el spanglish para menospreciar el avance de la lengua española en Estados Unidos y diluirlo en una simple manifestación cultural dominada por el inglés. Pero si ni siquiera se usa la lengua española, no podemos considerar a los puertorriqueños como hispanos, puesto que la única forma, como ya dijimos, de determinar la identidad hispana es mediante la lengua española, la que permite las relaciones de comunicación simétricas y transitivas, con sus resultantes reflexivas. Más fértil hubiera sido la referencia de los inmigrantes mayoritariamente mejicanos que ocupan precisamente Nueva York y varios de los Estados del sur de Estados Unidos, hasta convertir la lengua española en oficial junto al inglés. Pero eso le hubiera obligado a negar sus tesis previas de manera demasiado sonora.

* * *

Henry Kamen culmina su libro con el capítulo «El regreso de los exiliados». Aquí el anglobirmano toma algunas referencias de Gregorio Marañón sobre los exilios y señala que «Desde finales del siglo XV muchos españoles aprendieron a la fuerza a vivir fuera, pero su añoranza se limitaba a la familia, el pueblo y la región. Aún no había conciencia de identidad nacional y los que lamentaban su ausencia de “España” pensaban no tanto en el país al que llamaban por ese nombre como en el conjunto de experiencias que el término representaba» (pág. 409). Así, España queda reducida a una cuestión meramente psicológica o a los sustantivados rasgos culturales a los que antes hemos hecho referencia, como la cocina hispánica, que explicaría este desarraigo y esta «desazón vital», como diría Ortega (pág. 413).

En las siguientes páginas recupera nuevamente el tópico de las dos Españas de Machado como una causa explicativa, siempre desde el punto de vista emic. Incluso cita a Bertrando Russell y su Historia de la Filosofía para afirmar que España no haya producido «un solo pensador de primera fila en la historia moderna y contemporánea» (pág. 423), hecho explicado por muchos por el exilio, pero en el fondo justificación gratuita si no se tiene en cuenta la perspectiva empirista de Russell que denuesta la filosofía escolástica española. Pero cualquier argumento de autoridad le sirve a Kamen para defender su famosa tesis de que España se nutrió siempre de elementos extranjeros.

Incluso llega a considerar exiliados a los licenciados que durante el régimen de Franco, una vez superada la peor época del régimen y cuando la libertad de prensa era mayor y se respiraba la denominada reconciliación nacional, decidieron emigrar a Estados Unidos e Inglaterra, como Juan Marichal (pág. 439). Aun así, afirma que «los escritores que habían salido creyendo que se llevaban el Arca de la Alianza descubrieron que no se habían llevado tanto y que España seguía siendo España, capaz siempre de dar nuevos frutos», citando el caso del poeta León Felipe (pág. 439). Entonces, si se ve que España podía dar esos frutos, ¿qué podía aportar el exilio? ¿No pone este hecho en cuestión su tesis general sobre el exilio? La mezcla de sucesivas opiniones sin articulación precisa dificulta en muchas ocasiones establecer un juicio sobre lo que en este libro se dice.

Por otro lado, a Kamen le llama la atención «la incapacidad de muchos exiliados de desprenderse de sus raíces e integrarse en un ambiente universal» [sic], sin explicarnos qué pueda significar tal cosa (pág. 446), pues el propio Kamen sitúa su «ambiente universal» en Francia y Estados Unidos:

«Gracias al fenómeno del exilio algunos aspectos fundamentales de la cultura hispánica se desarrollaron y maduraron considerablemente en el extranjero con la ayuda de dos grandes naciones: Francia y Estados Unidos. El papel de estas naciones en el fomento de la creatividad hispánica pocas veces recibe la atención que merece, a pesar de haber sido muy amplio, vigoroso y fundamental. Sin ellas, la cultura peninsular andaría cojeando en la edad contemporánea. Desde el Renacimiento y sobre todo desde la Ilustración, París fue el gran imán que atrajo a los espíritus creativos de la Península. Desde el siglo XVIII la dinastía borbónica española enseñó a la elite a apreciar las obras de los filósofos y escritores franceses e italianos» (pág. 453).

Como si asumir las doctrinas francesas e italianas fuera algún tipo de garantía de progreso. Aparte, tal afirmación es falsa en el caso europeo (el estadounidense lo veremos enseguida), pues los historiadores de la filosofía española e historiografía en general, como José Antonio Maravall, Julio Caro Baroja o Gonzalo Anes, entre otros, señalan que ya en tiempos de Carlos II se ha producido la introducción de la filosofía «moderna» en la forma de los círculos académicos habituales, como las Academias de Medicina. Decir que la dinastía borbónica española, que se esmeró, al igual que la «dinastía borbónica francesa», en controlar todo lo que se escribía en sus reinos, fue la que enseñó a la elite a apreciar a los autores franceses, denota cuando menos ignorancia en quien pretende historiar, si acaso mínimamente, semejante período.

Asimismo, Kamen, para justificar la influencia francesa, habla de Latinoamérica en el sentido francés, pues según César Vallejo «París ofrecía un “centro intelectual; que consagra y que fomenta la cultura individual”» (pág. 454). Afirmación tendenciosa donde las haya, ya que el término Latinoamérica fue una invención del colombiano Torres Caicedo, autor del poema «Las dos Américas», durante su estancia en París en 1857 y por influencia del ministro de Napoleón III, Chevalier. Todo dentro del plan francés de establecer una colonia en Méjico por medio de la farsa del Emperador «latino» Maximiliano, bien detectada a tiempo por Benito Juárez. Si negamos el elemento hispano propio y ensalzamos sin criterio a los autores franceses, como hacían muchos hispanoamericanos en el siglo XIX, es normal obtener tan extravagantes conclusiones. Y ya por último, el caso estadounidense:

«El apoyo de Estados Unidos no fue menos significativo. [...] Nadie que haya visitado las impresionantes galerías de la Hispanic Society de Manhattan o del Art Institute de Chicago puede poner en duda la influencia decisiva de Estados Unidos en la potenciación del legado hispánico. “Media vida artística dejo en América”, reconoció Sorolla cuando partió de Nueva York en 1909. Estados Unidos ofreció a los artistas y científicos españoles un público que sabía apreciar sus obras y mecenas que financiaban sus necesidades. De entre los expatriados, Picasso, Blasco Ibáñez, Dalí y Buñuel fueron conscientes de que sus ingresos dependían del mercado norteamericano. Sin él poco habrían podido hacer exiliados como Casals, Juan Ramón Jiménez, Américo Castro y Severo Ochoa. Estos últimos tres fueron además ciudadanos de Estados Unidos, igual que otras muchas estrellas del firmamento hispánico.» (págs. 454-455.)

Pero si hablamos de ciudadanos norteamericanos, ¿por qué hablar de cultura española? Será cultura realizada en Estados Unidos, pese al sello y origen hispánico que pueda tener por el origen de sus artífices. Lo que incluiría tanto a puertorriqueños como a españoles, mejicanos, &c. Aquí Kamen comete nuevamente un desbarajuste descomunal, pues su distinción entre «lo hispánico» y «lo español» la olvida y confunde, como hacen intencionadamente los secesionistas en España, la cultura, la lengua y la nación étnica (el lugar de origen) con la nación política, de tal modo que todo lo que sea obra de un español de origen, aunque sea ciudadano estadounidense, es para él una obra española. Y aún más, toda defensa de la cultura hispánica, como sucede en el caso de Maeztu, es para Kamen un hipernacionalismo español que pretende imperar sobre naciones independientes, al modo como el nacionalismo catalán fabula imperar sobre los que falsamente denomina Países Catalanes. Pero la cuestión es que España, que fue en su día Imperio, hoy día es una nación miembro de la Hispanidad, una realidad que identifica y pone en comunicación a cuatrocientos millones de personas que comparten una lengua en expansión y que los identifica, sin que tal identidad suponga unidad política definida.

Antes de ese 1975 que Kamen establece, con la Leyenda Negra prolongada hasta nuestros días, como fin de la época del presunto exilio, ya se habían asentado las bases para convertir a España en la décima potencia mundial, un atractor de emigrantes, capitales y negocios, situación que se amplificó y reforzó a partir de 1992, Quinto centenario del Descubrimiento de América y no insulso y multicultural «Encuentro de Dos Mundos» [sic] o leyendanegrista comienzo de la intolerancia. Y, por muy paradójico que le parezca a Kamen, esta posición de preeminencia depende de la Historia previa, incluyendo precisamente al «exilio permanente» que Kamen pone como rasgo distintivo de España y que no pasa de ser un rasgo genérico que no la distingue de Inglaterra, Rusia o Francia. La misma Historia en la que España se consolidó como potencia mundial y que hoy día le convierte en un país de proyección internacional gracias a ese pasado que expandió su lengua por medio mundo. Todo ello pese al óleo que tan ocremente pinta Kamen con su nueva versión de la Leyenda Negra.

 

El Catoblepas
© 2008 nodulo.org