Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 73 • marzo 2008 • página 3
A Patricia Moraga
Suele pensarse, cuando se habla del respeto, en clave ética y moral, y por eso con frecuencia es entendido ya sea como el resultado de un sentimiento o de una peculiar valoración intelectual, pero que conduce, en cualquier caso, al reconocimiento de la dignidad de alguien (y hasta quizá de algo), mas alguien que no son sólo los otros, sino también uno mismo; y reconocimiento que no se queda en eso, sino que lleva a actuar en consecuencia, salvaguardando –respetando– tal dignidad. Así enfocado el asunto, la cuestión a dirimir es si ha de ser considerado una virtud o si es suficiente con dejarlo anclado en el ámbito sentimental y hasta en el mero contexto de las buenas maneras y de la cortesía. Sin embargo, el concepto tiene muchos otros sentidos, igualmente importantes (al menos en nuestra lengua) que no sólo nos ayudan a clarificar la controversia suscitada al respecto, sino también a participar en ella con la esperanza de poder decir algo sobre el asunto.
Así, en efecto, nosotros (quienes hablamos español) entendemos por «respeto», ciertamente, el miramiento y la consideración (sentido éste que es el que más se aproxima al ético o moral), mas también utilizamos el término para referirnos a formas de acatamiento o sumisión; al miedo, recelo o aprensión que nos pueden producir determinadas cosas, animales o personas; y, por último, llamamos «respetuosas» a manifestaciones y formas de relacionarnos con el prójimo que nacen de la mera cortesía. Y todo ello, sin duda, no es baladí, sino que, al contrario, constituye un conjunto de acepciones lo suficientemente rico y complejo como para que podamos permitirnos pasarlo por alto, ya que es evidente, por ejemplo, que únicamente en la primera de tales acepciones podría tener algún sentido discutir si es el respeto virtud o no, porque está claro que en la última de ellas es una simple norma de urbanidad, y en la segunda y la tercera un tipo particular de sentimientos (miedo, recelo o aprensión) o formas específicas de habilidad social (el acatamiento o la sumisión, en tanto que actitud dominante en las relaciones con el prójimo) que pueden tener orígenes muy dispares y estar puestos al servicio de objetivos no menos diversos.
Conviene, pues, que procedamos en nuestro análisis con un cierto cuidado y prevención.
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Si entre las traducciones posibles del griego αἰδώϛ damos preferencia –como hace Abbagnano– al término «respeto» –otras alternativas serían hacerlo por «vergüenza» o «pudor»–, entonces seguramente podría decirse que quizás es cierto que fue Demócrito el primero en hacer del respeto algo muy similar a una virtud, e incluso uno de los pilares esenciales sobre los que descansa la Ética, tal como puede verse en el frag. 264 de la edición de Diels:
«Nadie debe tener más respeto por los otros hombres que por sí mismo, ni obrar mal ya lo sepan todos o nadie lo sepa, sino que debes tener por ti mismo el mayor respeto e imponer a tu alma esta ley: no hacer lo que no se debe hacer».
Se trata, como no dejará de observarse, de una concepción del respeto en la que éste no es tanto una obligación que tenemos con los demás como un deber para con nosotros mismos, y en la medida en que tal respeto implica no hacer nada de lo que debamos avergonzarnos (sea conocido o no por los otros), de él se derivará la acción moralmente buena, incluidas aquéllas que tienen como referencia al prójimo, y entre ellas las que van encaminadas a salvaguardar su dignidad, esto es, a respetarle.
Y virtud, igualmente, es considerado por el Protágoras del Diálogo platónico así titulado, en el que dirá el sofista que, antes de que poseyeran la ciencia política, cuando los hombres se reunían, para, por ejemplo, protegerse de las fieras, terminaban por atacarse unos a otros.
«Zeus, entonces, temió que sucumbiera toda nuestra raza, y envió a Hermes para que trajera a los hombres el respeto [sentido moral] y justicia para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad» [Platón, Protágoras, 322c].
Mas a diferencia de lo que sucede con el resto de conocimientos, en los que basta con que los posean unos pocos, de éstos es necesario que participen todos, puesto que de lo contrario sería imposible la vida social y la existencia de ciudades.
Nos encontramos ahora ante una forma de concebir el respeto en la que éste no es entendido primordialmente como una exigencia individual que termina por incluir en su radio de acción al prójimo y consiguientemente, a la ética y la moral en cuanto tales, sino como la condición misma de posibilidad de la sociabilidad humana y, desde luego, del mundo moral. Mas ya prefiramos la forma de enfocar el asunto de Demócrito, ya optemos por la de Protágoras, en ningún error sustancial se incurre si sostenemos que en ellos el respeto es visto como virtud.
No es ésa, en cambio, la posición de Aristóteles, quien parece considerarlo más bien un sentimiento, o tal vez, mejor, una disposición noble, que una virtud en sentido estricto, pero no por eso menos digno de elogio, si es que, nuevamente, cuando leemos en la Ética a Nicómaco, [II, 2, 1108a, 30-35] que «la vergüenza no es una virtud, pero se elogia también al vergonzoso», optamos por sustituir «vergüenza» por «respeto». Y el propio Aristóteles establecerá la diferencia entre actuar por respeto y hacerlo por temor, pues si bien los razonamientos morales –dirá, acaso pensando en el intelectualismo socrático– no bastan para hacernos buenos, pueden servir, no obstante, para aquéllos de espíritu noble y generoso, que aman el bien por ser virtuosos,
«pero, en cambio, son incapaces de excitar al vulgo a las acciones buenas y nobles, pues es natural, en éste, obedecer no por respeto [pudor], sino por miedo y abstenerse de lo que es vil no por respeto [vergüenza], sino por temor al castigo» [Ética a Nicómaco, X, 9, 1179b, 5].
Muy importante es la posición de Kant sobre esto asunto (y será al hilo de las suyas como intentaré hilvanar mis propias reflexiones sobre el particular, en las que trataré de clarificar qué significa «respetar» –para lo cual en modo alguno podemos desentendernos, ni mucho menos, de las diversas acepciones que, como antes hemos apuntado, el término tienen en nuestra lengua–, quién puede ser objeto de respeto, y, por último, en qué consiste verdaderamente éste, qué es y no es el respeto y que rasgos esenciales son aquéllos que permiten que una determinada acción o actitud puedan ser consideradas o no respetuosas). Kant entiende también el respeto como sentimiento, y no tanto como virtud. Ahora bien, en su opinión, el objeto por excelencia de respeto es la ley moral, puesto que es ésta quien verdaderamente lo suscita y lo fundamenta, al humillar el egoísmo, es decir, la tendencia a la satisfacción de las inclinaciones subjetivas en la que ciframos propiamente la felicidad:
«Esta tendencia a hacer de sí mismo, según los fundamentos subjetivos de determinación de su albedrío, el fundamento objetivo de determinación de la voluntad en general, puede llamarse amor a sí mismo, el cual, cuando se hace legislador y principio práctico incondicionado, puede llamarse presunción. Ahora bien, la ley moral que sola es verdaderamente (a saber, en todo sentido) objetiva, excluye totalmente el influjo del amor a sí mismo sobre el principio práctico supremo, e infiere a la presunción que prescribe como leyes las condiciones subjetivas del amor a sí mismo un daño infinito. Mas lo que infiere daño a nuestra presunción, en nuestro juicio propio, humilla. Así pues, la ley moral humilla inevitablemente a todo hombre, al comparar éste la tendencia sensible de su naturaleza con aquella ley. Aquello cuya representación como fundamento de determinación de nuestra voluntad nos humilla en nuestra propia conciencia de sí mismo, despierta, en cuanto es positivo y fundamento de determinación, por sí respeto, Así pues, la ley moral es también subjetivamente un fundamento de respeto» [KPV, I, I, III];
respeto que es, por otra parte, un sentimiento estrictamente moral, esto es, no patológico (vale decir, no sensible), en tanto que determinado por la razón pura práctica, que hace que él sea no una disposición patológica, sino prácticamente efectuada. Y en la medida en que la propia razón anula todas las inclinaciones y pretensiones dictadas por el amor a sí mismo, hace que la sola ley moral posea influjo y autoridad.
«Y así, el respeto hacia la ley no es motor para la moralidad, sino que es la moralidad misma, considerada subjetivamente como motor» [KPV, I, I, III].
Ahora bien, ¿a quién tiene como destinatario ese respeto que, como vemos, no es, en el fondo, sino respeto a la propia ley moral? Según Kant, únicamente a las personas, no a los animales ni tampoco a las cosas. Me parece que es ésta una posición enteramente acertada y que nos permite, al tiempo, clarificar dos de los importantes sentidos del término «respeto»: aquél propiamente ético o moral y en el que podemos verlo equiparado a miedo o recelo.
«El respeto –escribe Kant– se aplica siempre a personas, nunca a cosas. Estas últimas pueden despertar en nosotros inclinación, y cuando son animales (verbigracia, caballos, perros, &c.), incluso amor o también terror, como el mar, un volcán, una fiera, pero nunca respeto. Algo que se acerca ya más a este sentimiento es la admiración, y ésta, como emoción, la estupefacción, puede también aplicarse a cosas, como, por ejemplo, montañas que se elevan en el cielo, la magnitud, multitud y alejamiento de los cuerpos del Universo, la fuerza y velocidad de algunos animales, &c.. Pero nada de eso es respeto. Un hombre puede ser para mí objeto de amor, de terror o de admiración, incluso hasta la estupefacción, y, sin embargo, no por eso ser objeto de respeto. Su humor jocoso, su valor y fuerza, el poder que le da la posición que tiene entre los demás, pueden inspirarme semejantes sensaciones, pero falta siempre aún el respeto interior hacia él» [KPV, I, I, III].
La razón no es otra, en verdad, sino que el respeto a una persona no es, el fondo, sino el respeto a la ley que en ella se nos manifiesta, es decir, «a la ley que su ejemplo nos presenta»; y por ello, como aclara Kant:
«Cuando se considera exactamente el respeto hacia personas [...] se observa que descansa siempre en la conciencia de un deber, que nos presenta un ejemplo, y que, por tanto, nunca puede tener el respeto otro fundamento que el moral y que es muy bueno, incluso muy útil, en el aspecto psicológico, para el conocimiento de los hombres, atender en todas partes en donde usemos esta expresión a la diferencia secreta y digna de admiración, al par que frecuente, que tiene el hombre en sus juicios por la ley moral» [KPV, I, I, III, nota 2].
En otro lugar señala Kant con toda claridad que el respeto no es un mero sentimiento al comparar nuestro valor con el de otros, que podrían tenerlo superior (al menos en ese aspecto preciso en el que nos provocan respeto),
«sino sólo una máxima de restringir nuestra autoestima por la dignidad de la humanidad en la persona de otro, por tanto, el respeto en sentido práctico» [Metafísica de las costumbres, «Doctrina de la virtud», I, § 25];
y hará una importante matización sobre el respeto distinguiéndolo del amor al prójimo, puesto que en tanto que el deber que éste entraña –dirá– consiste en convertir en míos los fines de otros (siempre, naturalmente, que no sean inmorales),
el deber de respetar a mi prójimo está contenido en la máxima de no degradar a ningún otro hombre convirtiéndole únicamente en medio para mis fines (no exigir que el otro deba rebajarse a sí mismo para entregarse a mi fin)» [Metafísica de las costumbres, «Doctrina de la virtud», I, § 25];
y si con lo primero (con el amor) obligo al otro, en la medida en que me hago merecedor de su gratitud,
«cumpliendo el último deber me obligo únicamente a mí mismo, me mantengo en mis límites para no quitar nada al otro del valor que él, como hombre, tiene derecho a poner en sí mismo» [Metafísica de las costumbres, «Doctrina de la virtud», I, § 25].
Ambos (amor al prójimo o amor recíproco y respeto) son las dos fuerzas que hacen posible la moralidad, fuerzas de atracción y repulsión, respectivamente, que, a semejanza de lo que sucede en el mundo físico, establecen la conexión entre los seres racionales (en la tierra, matiza Kant); y si en virtud del amor recíproco necesitan acercarse,
«por el principio del respeto que mutuamente se deben, necesitan mantenerse distantes entre sí» [Metafísica de las costumbres, «Doctrina de la virtud», I, § 24].
Yo no encuentro demasiadas dificultades para estar de acuerdo con Kant en que el respeto (en sentido moral, porque hay otros, como ya hemos insinuado) supone, entre otras cosas, no utilizar a los demás con la vista puesta exclusivamente en mi propio beneficio, no servirme de ellos y, en suma, no rebajarles (ni exigir que ellos se rebajen) a la condición de simples medios para mis fines; lo que no implica, desde luego, que yo, por mi parte, tenga la obligación de hacer míos los suyos, ni siquiera en el caso de que sean perfectamente morales. El respeto no es, en efecto, equivalente al amor, en ninguna de sus manifestaciones, y ni siquiera una forma de éste. Y no ya porque se pueda respetar sin amar (más discutible es si cabe amar sin un genuino respeto), sino porque incluso cuando se ama es siempre el respeto (acierta plenamente Kant) una forma de distanciamiento; y si a la persona que amamos (no importa de qué tipo de amor hablemos), en tanto que amada, nos vinculamos, en alguna medida, por un lazo que nos une y nos acerca, en tanto que respetada colocamos entre nosotros y ella una cierta distancia, evitamos absorberla y hacer, a toda costa, de ella otro yo poseedor de los mismos intereses, objetivos y pensamientos que el nuestro; antes bien, tanto más auténtico será nuestro amor cuanto más seamos capaces de (sin negar nuestro apoyo y ayuda) mantenernos al margen, y, por así decirlo, como espectadores del proceso mediante el cual desarrolla la persona amada su propia personalidad y de los esfuerzos tendentes a la consecución de sus propios objetivos y de sus propios fines, por más que puedan llegar a ser, incluso, incompatibles con los nuestros (siempre, habría que volver a añadir, que no sean manifiestamente inmorales o perversos). Y en cuanto a las relaciones que con llevan muy poca o ninguna intensidad afectiva, si el asunto se quiere llevar hasta sus extremos, ¿qué forma de respeto mejor que el que se nos coloque a una cierta distancia y nos dejen tranquilos? Lo expresó muy bien Jonathan Swift:
«Si un hombre me mantiene a distancia, me cosuela que también él se mantiene».
Y yo a veces hasta doy en pensar que no es mucho lo que me importaría que se mantuviesen casi todos. No quisiera más que ser rico de familia como Montaigne, y tener una torre como la suya, que de añadirle un par de galerías de cien pasos de longitud y doce de anchura, para poder pasear y salir lo menos posible de mi biblioteca –proyecto que el concibió, mas no llevó a término– ya me encargaría yo.
Pero volviendo al respeto, tampoco considero erróneo que se coloque la Idea de «respeto» en symploké o comunión con la de «dignidad» (tal como se hace con muchísima frecuencia), y entender que cuando se dice que debemos respetar a los demás lo que eso significa es que los reconocemos merecedores de ser tratados con consideración, lo que vale tanto como decir no ser humillados, vejados o degradados hasta el extremo de convertirlos en meras cosas de las que nos servimos o a las que manipulamos, sino, al contrario, verlos dueños de un cuerpo que pide ser preservado y mantenido con decoro, de una intimidad que no debe ser violada y de una personalidad que exige poder desplegarse sin yugos y sin cadenas. Porque me parece que la dignidad de la persona no en otra cosa consiste sino precisamente en eso: en que los demás le saben digno o merecedor de ser tratado de ese modo. Y en la medida en que un individuo se conduce de esa forma en su relación con los otros, mas también consigo, se dignifica a sí mismo, y es, en suma, persona digna. Presiento que definir la dignidad de otra forma que no sea operacionalmente, es decir, por el conjunto de actividades, actitudes y operaciones que conforman nuestra relación con los otros y con nosotros mismos, acabará por arrojarnos siempre al terreno de la metafísica, como si dijéramos que la dignidad de la persona radica en su alma o, para el caso, en un valor intrínseco que no se sabe muy bien en qué consiste ni de dónde ha surgido. Y esto es lo que en gran medida sucede con la posición de Kant, en la que parece presuponerse que esa dignidad y ese valor que reconocemos en la humanidad, y en el otro, en tanto forma parte de ella, es algo eterno e intemporal; inherente al individuo humano sin otra razón que el mero hecho de ser humano. Sin embargo, las objeciones a una tal suposición son muchas y muy fuertes: ¿De dónde le viene al individuo ese atributo y ese valor? ¿De su condición de persona? No. Mas bien sucede al contrario: no es el individuo merecedor de respeto y poseedor de dignidad por ser persona, sino que es persona, entre otras cosas, por ser merecedor de respeto y poseedor de dignidad. Y ello sólo sucede en el seno de la sociedad política en la medida en que esas características le son otorgadas y reconocidas en tanto que derechos. Sólo en la dialéctica de derechos y deberes, característica de la sociedad política, cobran algún sentido los conceptos de respeto y dignidad. Fuera de él nos encontramos en el ámbito de la pura especulación metafísica. Pero dado, precisamente, que tal sociedad se halla establecida sobre un complejo y variadísimo juego de derechos y deberes, eso significa, al tiempo, que no es el individuo un mero receptor o beneficiario pasivo de tales prerrogativas, sino que tiene la obligación de hacerse acreedor de ellas. ¿O acaso siempre y en toda ocasión un individuo ha de ser considerado digno y, en consecuencia, ha de ser respetado? Yo sólo puedo respetar a alguien cuando es respetable y únicamente puedo reconocer su dignidad cuando es digno. Y esto significa que los demás sólo tienen el deber de respetarme cuando previamente yo he cumplido con el mío de hacerme respetable, y sólo cuando me he hecho digno tienen los otros la obligación de considerarme sujeto y poseedor de dignidad. Y siempre que ello no sea así, exigir respeto no pasa de ser una broma de mal gusto o una manifestación de puro cinismo. Tan sólo en aquellos sujetos gravemente disminuidos psíquicamente dignidad y respeto son derechos que la sociedad les otorga sin contrapartida alguna, pero el resto tiene que ganárselos. El individuo, decíamos, no tiene derechos y deberes por ser persona, sino que es persona por tener derechos y deberes, y si alguno de esos derechos podría acaso ser visto como absoluto y exento, no es ése el caso del respeto y la dignidad, cuya consecución depende siempre del cumplimiento de un deber: hacerse merecedor de ellos; deber éste, si se quiere, para conmigo mismo, pero que sólo puede estimarse completo cuando se halla aparejado al cumplimiento del deber de respetar y dignificar a quien igualmente se ha hecho merecedor de ello. Deber doble, pues, pero originario uno (el de hacerme respetable) y derivado el otro (el de los demás de respetarme). Y obsérvese que el que uno se haga digno de respeto significa no sólo (como tantas veces se dice) que respete a su vez a los otros, sino también –y acaso principalmente, porque de ser así lo anterior se dará por añadidura– = que comience por respetarse a sí mismo en aquellos aspectos en los que exige ser respetado. Al final va a resultar, en efecto, que el respeto primordial es el respeto a uno mismo.
«Nunca perderse el respeto a sí mismo. Ni se roce consigo a solas. Sea su misma entereza norma propria de su rectitud, y deba más a la severidad de su dictamen que a todos los extrínsecos preceptos. Deje de hacer lo indecente más por el temor de su cordura que por el rigor de la ajena autoridad. Llegue a temerse, y no necesitará del ayo imaginario de Séneca» [Gracián, Oráculo manual, 50]
Así pues, mi respeto a otro no es primariamente respeto a la ley que el otro me muestra, sino a la ley que reconozco en mí mismo y que lleva a respetarle en la medida en que él se me presente como digno de ello. Y precisamente porque el respeto sólo es posible entre sujetos morales que lo reconocen y lo asumen como un derecho que se conceden y una obligación que aceptan en el seno de la sociedad política, es por lo que hay que estar nuevamente de acuerdo con Kant en que el respeto, como tal, tiene como destinatarios únicamente a las personas, no a las cosas ni a los animales. Las primeras pueden suscitar en nosotros sentimientos de admiración o terror, de repulsa o de goce estético; los segundos, además de admiración y miedo o recelo (uno de los sentidos del término «respeto», al menos en nuestra lengua), pueden despertar nuestra compasión y hasta nuestro amor, pero nada de eso tiene que ver con el respeto en sentido moral, porque para que pudieran ser receptores de éste debería presuponérseles la condición de sujetos morales. Las cosas y los animales pueden ser objeto de la más variada de sentimientos, pero el respeto en sentido estricto sólo a otro individuo humano se lo debo y sólo a él se lo exijo, porque, al igual que sucede con el resto de los derechos y deberes morales y jurídicos, sólo del animal político es patrimonio.
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Hemos defendido en las líneas anteriores que el respeto es un derecho y un deber, y eso significa que no hay motivos suficientes para considerarlo propiamente una virtud; en primer lugar, porque lo virtuoso será, en todo caso, cumplir con ese deber que me imponen y me impongo, pero también porque, de todos modos, no podría ser el respeto visto como una virtud particular puesto que, en último término, en él se concitan y se despliegan múltiples virtudes. Tampoco me parece que pueda ser interpretado meramente como un sentimiento, dado su carácter de obligación. Nadie puede imponerme, ni siquiera yo, experimentar un determinado sentimiento por alguien, pero sí me impongo (y me imponen) el deber de respetar, y ello con independencia de cuáles puedan ser mis sentimientos particulares respecto al individuo en cuestión al que hago objeto de mi respeto: puedo amarle o aborrecerle, resultarme agradable o profundamente antipático. Nada de eso cambia las cosas.
Hemos señalado también quien son los destinatarios del respeto y qué condiciones han de darse para que se hagan merecedores de él. Finalmente, lo hemos definido de una manera operacional. Nos queda ahora por explicar cómo se manifiesta el respeto, en qué consiste propiamente, o si se quiere, cómo toman forma esas operaciones en nuestra relación con los otros en las que hacemos consistir justamente el respetar. Ello nos permitirá, al mismo tiempo, acabar por delimitar el respeto moral de otros importantes sentidos (además del ya visto: miedo, recelo o admiración) que tiene el término en nuestra lengua.
Por lo pronto, el respetar a otro (en el sentido en que hablamos) no consiste en someternos a él o en acatar ciegamente sus deseos y designios; la sumisión y el acatamiento podrían tener mucho más que ver con el temor o con la admiración que con el respeto como tal. Y tanto más recusables ambas actitudes cuanto que con ellas pudiera perseguirse la consecución, por medios que nos envilecen, de un determinado beneficio. Pero aun siendo desinteresados, el servilismo y el rebajamiento de que nos hacemos objeto denotan una completa pusilanimidad y constituyen una auténtica falta de respeto para con nosotros mismos.
Tampoco debe confundirse el respeto con la mera cortesía, y más cuando ésta llega hasta el amaneramiento que alcanza en algunos. Sin duda, esta modalidad, en tanto que simple exponente de buena educación, es algo enteramente deseable por sí mismo, pero de un orden completamente distinto del respeto al que nos estamos refiriendo. La prueba es que uno puede mostrarse cortés y guardar las buenas formas incluso con aquéllos a quienes desprecia, en tanto que no cabe verdaderamente respetar a quien despreciamos, porque el que alguien nos parezca despreciable indica con suficiente nitidez que no lo consideramos merecedor de respeto. Y si bien no solemos ocultar nuestro respeto a quien estimamos digno de él, sí podemos acallar (por mera urbanidad) lo poco respetable que nos parece otro.
Estas dos formas de entender el respeto, básicamente como manifestación de sumisión y de cortesía, podría ejemplificarse, sin duda, en diversos autores, mas, para no ser prolijos, nos bastará acaso con acudir a las cartas de Lord Chesterfield a su hijo. Así, en la Carta CCXXVII le aconseja como debe conducirse con quien se encuentra no simplemente por encima de él, sino muy por encima, sean reyes, ministros o generales. De este modo:
«Si hablas con un rey, debes parecer tan espontáneo y desenvuelto como con tu valet de chambre, pero al propio tiempo cada una de tus miradas y cada uno de tus gestos deben expresar el máximo respeto […] Los mejor sería llevar la conversación, a ser posible, a otra forma cualquiera de adulación indirecta […]»;
palabras en las que no es difícil ver cómo el respeto, hasta la sumisión, puede estar al servicio de la consecución de determinados objetivos e intereses. Y en lo que hace al trato entre iguales o inferiores, lo que el conde de Chesterfield entiende por respeto no es sino otra forma de referirse a las bienséances o conveniencias, equivalentes, en definitiva, a las buenas maneras, que
«Son –se dice en la misma Carta– la esencia de la urbanidad, y deben ser completadas por las grâces, que nos permiten llevar a cabo de modo garboso y agradable lo que las bienséances nos imponen de todas formas. Éstas son una obligación para todos, aquéllas el privilegio y el adorno de algunos».
Mas esas conveniencias o buenas maneras buscan como objetivo fundamental el gustar o el agradar, al tiempo que una «buena política las recomienda» –como él dice, y repárese nuevamente en lo que el respeto o la sumisión tienen de servicio al interés–, y siendo el respeto el hilo conductor de todas ellas, o aquello en lo que, en último término, todas se traducen, queda recluido éste en el ámbito de la mera cortesía y es, básicamente –la expresión es del propio Chesterfield– «respeto social».
Pero con ser la cortesía y el respeto social que le es inherente una disposición del todo deseable en las relaciones sociales, es algo por entero distinto del respeto moral. Valga con decir, simplemente, que el primero no presupone ni muchos menos el segundo, y cabe por ello, como antes apuntábamos, mostrar respeto social (sean cuales sean los motivos que a ello nos induzcan) incluso a quien nos parece cualquier cosa menos respetable. No existe ninguna forma, en cambio, de hacer compatible el respeto moral con el desprecio, e incluso es posible que acierte Hume cuando afirma que
«En el respeto hay una mezcla de humildad con estima y afecto» [Disertación sobre las pasiones, Sección IV];
y si bien podría discutirse la necesidad de hacer comparecer en este asunto a la humildad (como discutible es que en el desprecio la mezcla sea de orgullo, tal como dice Hune inmediatamente después de las palabras que hemos recogido), al menos entiendo, efectivamente, que son consustanciales al respetar una cierta estima y afecto. Sin ellas, o lo que es lo mismo, sin respeto, incluso el acto de caridad más extremo o heroico no sería sino una forma de menosprecio o de condescendencia humillante e insultante.
Mas esto no significa que respetar consista en adular, agasajar o agradar siempre.
Tampoco hallarse dispuesto a hacer concesiones a todas horas, y menos una concesión sin límites o una tolerancia no menos ilimitada. Cuando el respeto (o, para el caso, la cortesía misma) llega a unos extremos desmedidos, se convierte, ante que nada, en un fraude para con uno mismo y, en consecuencia, en una falta al respeto que nos debemos a nosotros, y también, en último término, en falta de respeto al individuo con el que nos conducimos de ese modo. Porque aun dando por bueno que son inseparables del acto de respetar la estima y el afecto, éstos no por fuerza presuponen las actitudes o sentimientos anteriores (a saber: adulación, agasajo, agrado, concesión o tolerancia), sino que, muchas veces, obligan justamente a lo contrario. No toda acción u opinión es respetable. Y cuando no lo son, respetar al individuo que realiza una o sustenta la otra, consiste en intentar corregirle, sacándole del error o de la necedad en los que se halla inmerso. No hacerlo así, supone tratarlo como loco o imbécil, considerarlo, por los motivos que sea, inmune a cualquier tipo de razonamiento e incapacitado para cualquier clase de corrección, es decir, supone, en definitiva, tenerlo por algo menos que humano. No siempre el respeto conlleva una caricia o una sonrisa, ni el aceptarlo todo y pasar por todo. Respetar verdaderamente a alguien obliga en ocasiones a zarandearle hasta que despierte, y sólo nos eximirá de esa obligación el que lo tengamos por un caso perdido de maldad o de estupidez.