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El Catoblepas, número 73, marzo 2008
  El Catoblepasnúmero 73 • marzo 2008 • página 11
Artículos

Nueva Derecha,
¿extrema derecha o derecha extravagante?

José Andrés Fernández Leost

La naturaleza política de la Nueva Derecha depende del deslindamiento que se realice entre las características de la derecha, el fascismo y el nazismo

«Volver a lo antiguo será ya un progreso»
(Goethe)

La vieja nueva derecha europeaLa vieja nueva derecha europea

I. Introducción

Desconocida para la mayoría del público español, ignorada por los medios de comunicación, poco investigada y tachada de radical o fascista, la Nueva Derecha de origen francés y vocación europea merece un pequeño estudio que trate de esclarecer sus postulados y sopesar sus propuestas a la luz de un enfoque racional desprejuiciado. Desde la convicción de que resulta intolerable menospreciar cualquier corriente de pensamiento sin proceder previamente a su examen, en el presente texto indagaremos en los presupuestos de la denominada Nueva Derecha a partir del análisis de las ideas contenidas en el «Manifeste pour une renaissance européenne» (Grece 1999){1} firmado por sus dos principales ideólogos, Alain de Benoist y Charles Champetier. Por su concisión y claridad expositiva, y por la amplitud de temas que aborda, tal nos parece la mejor manera de introducir al lector en el movimiento político-cultural que nos ocupa{2}.

Nuestra reexposición utilizará como material de apoyo diversos estudios sobre la Nueva Derecha a fin de precisar con la mayor concisión posible su naturaleza, y calibrar hasta qué punto tal movimiento entra dentro del horizonte de la ideología fascista. Dichos textos nos servirán no sólo para completar nuestras observaciones, sino también como muestra de la dificultades con que se topa la perspectiva pretendidamente neutral de la politología a la hora de perfilar el espíritu de la Nueva Derecha dentro de coordenadas científico-sociales. Nuestras consideraciones por su parte –y he aquí nuestra metodología– no aparecerán instaladas en una plataforma epistemológica superior, sino que se proferirán desde una parcialidad admitida de partida, que se nos aparece, si no más objetiva, al menos más honesta: la parcialidad propia de un materialismo pluralista que, por lo que respecta a la teoría política, deja de lado anhelos cientificistas para, acto seguido –y desde un tratamiento dialéctico–, analizar, catalogar y reabsorber todos los ángulos posibles y emitir su juicio –a su vez por supuesto sometido a inminente crítica y eventual revisión. Por último, a fin de sopesar la coherencia de la Nueva Derecha, penetraremos en la línea argumentativa del libro Nazismo y comunismo de Alain de Benoist (1998), por entre cuya temática se extraerán algunas evidencias relevantes de su carácter político.

Presentada a sí misma como una escuela de pensamiento más que como una ideología política, la Nueva Derecha gusta de situarse en una óptica metapolítica. Ello significa, y tal es su primera característica, que a su parecer las ideas juegan un papel axial en el devenir de la historia, mayor sin duda que el propio de la economía. Quiere colocarse así de entrada en una perspectiva opuesta a la marxista (y también a la liberal) que, regida por un economicismo rudimentario, localizaría en el modo de producción la infraestructura determinante del sistema socio-político en el que se desarrolla nuestra vida. En su lugar, la metapolítica de la Nueva Derecha otorga al factor cultural (creencial, simbólico, representacional, incluso lingüístico) la clave que condiciona la voluntad y acción humanas, retomando así la idea gramsciana de la hegemonía cultural. No negaremos la necesidad, reivindicada por la Nueva Derecha, de formular visiones globales y sistemáticas sobre el mundo entorno que reactiven la noción de sentido, frente a la predominancia pseudo-retórica del pensamiento fragmentario de la postmodernidad. Más aún habida cuenta de que detrás de la parafernalia del fin de los grandes relatos, se entreven proyectos programados a más de cincuenta años vista, planificados por multinacionales o «erosionados» Estados nación, tales como China o Estados Unidos. Ciertamente, lo discutible radica en aquella polarización que vierte bien sobre la dimensión económica, o bien sobre la cultural, la capacidad demiúrgica de configurar nuestra suerte. Antes bien, resultaría más válido subrayar la mutua interconexión de ambos factores, toda vez –eso sí– se entienda que el concepto de producción, y con él el de trabajo, reagrupa múltiples elementos extraeconómicos.

Advertido su método, la Nueva Derecha tiene al menos la valentía de apostar por un pensamiento transversal, pluridisciplinar, que incorpora múltiples campos del saber (positivos, pero no sólo), en aras de delinear unas orientaciones prácticas sobre la vida pública. En lo que sigue veremos hasta qué punto están justificadas racionalmente. Para ello pasaremos en lo que sigue a enunciar los tres ejes desde los que según nuestra lectura se articula su pensamiento.

II. Los tres ejes ideológicos de la Nueva Derecha

1) Una ontología pluralista, fundamentada en una visión heterogénea del mundo como realidad en movimiento, unitaria y anti-estática al tiempo; y en una antropología de signo abierto, que rechaza –más allá de los componentes biológicos comunes–, toda definición última de la humanidad. En este sentido, la diversidad constituye el dato crucial de nuestra existencia. Sin entrar en una descripción minuciosa de los componentes que constituyen la realidad, se constata en la Nueva Derecha un cierto desapego de las interpretaciones transcendentales de la vida («lo que está más allá de los límites humanos [biológicos] es por definición impensable»), y una tendencia por tanto hacia el inmanentismo, que sin embargo no se atreve a proclamarse materialista. Frente a ello, y huyendo acaso de un grosero monismo corpereísta, esta concepción acaba por caer en una mixtificación de los valores paganos europeos, que tiñe de metafísica su doctrina. En cuanto a la presentación de la naturaleza humana, se observa una asimilación estricta de los resultados de la etología y la genética, que orilla con acierto el mito de la tabla rasa. No obstante, la asunción de los planteamientos que subrayan la importancia de los condicionamientos de disposiciones hereditarias y conductuales pautadas en el proceso de hominización no conducen a la Nueva Derecha –en lo que constituye a nuestro entender otro acierto– a aceptar la tesis de la unicidad socio-biológica del ser humano. Así, sin menoscabo de las determinaciones naturales que confirman lo que de común tienen los hombres, su visión antropológica se combina con una mirada histórica que inserta la vida humana en contextos culturales.

En este punto reside la encrucijada de la corriente, pues de aquí se desprenden tanto sus logros como sus errores. Suscribiendo su categorización de la naturaleza humana, el error consiste en el énfasis que a partir de entonces se pone en el hecho de la diversidad cultural, hasta el punto casi de esencializar tal dato anteponiéndolo al marco biológico. La imposibilidad de determinar científicamente los juicios morales inscrita en la indescifrabilidad última de la naturaleza humana tiene la virtud de preservar el concepto de lo humano de su objetivación, resguardando su margen de libertad –aun abierto al mal, pero por tanto también a la propia condición de posibilidad de la moralidad. Sin embargo, de ahí no se sigue que todo afán universalizador resulte perjudicial cuando, pongamos por caso, está encaminado a propagar precisamente nuestro ámbito de libertad. Dicho de otro modo: el sostener que no todos los hombres nacen libres, tal y como la tradición ilustrada pretende, más que revelar un espíritu premoderno, no implica sino asumir el estado de partida real desde el que operar para que la libertad humana pueda desarrollarse. La cuestión adquiere mayor enjundia si cabe cuando nos hallamos ante avances científico-positivos, universales por definición. No extender en este caso el conocimiento adquirido en nombre de las tradiciones culturales de los círculos antropológicos de turno no puede sino ocultar mala fe, cuando no nesciencia. Veamos cómo estos asuntos conectan directamente con el segundo gran eje ideológico de la Nueva Derecha.

2) Un enfoque antimoderno. La Nueva Derecha realiza un diagnóstico demoledor de la modernidad, lúcido en muchos de sus puntos. La modernidad queda perfilada como el pensamiento occidental hegemónico de los tres últimos siglos, marcado entre otros rasgos por: «el imperio de la razón instrumental» en todas las áreas de la actividad humana (científica, económica, política, &c.); el proceso de individualización y uniformización de la sociedad; y la instauración de una visión progresista de la historia. La crítica a la modernidad se convierte bajo la óptica de la Nueva Derecha en un rechazo beligerante hacia la contribución del cristianismo a la historia de Occidente, y en un combate exhaustivo contra los valores del liberalismo económico y político, origen y resultado de aquella. Ciertamente, los intelectuales de la Nueva Derecha localizan en los conceptos de la metafísica cristiana la fuente de la que bebe la filosofía moderna, constituida como su trasunto secularizado{3}. Aglutinando en la expresión de «igualitarismo universalista» el espíritu de la modernidad, detectan en el cristianismo la génesis de una mentalidad seriada y lineal que mediatiza matemáticamente sus relaciones con la naturaleza, pero también sociales, prefigurando un modelo de convivencia mecánico de alcance universal: el mercado.

Enlazando la proclama bíblica de: «Llenad la tierra y dominadla» con el programa galeliano-cartesiano de dominación científica de la naturaleza, la Nueva Derecha traza un mapa moral reglado por una axiología mercantil y técnica, coordenado por los principios de operatividad, eficacia y competitividad, e impulsado por una pulsión prometeica («todo lo posible será realizado») que amenaza con cosificar al hombre. La ideología del progreso cuantificable se manifiesta económicamente en un sistema de intercambio mercantil basado en el crecimiento ininterrumpido de la producción y el consumo, realimentando un círculo de necesidades creadas –y a satisfacer–, producidas en el tiempo asalariado del trabajo. En tal reflexión, esta situación queda moralmente encubierta bajo la retórica de los Derechos Humanos, fundamentada en el formalismo ético intencional kantiano –asimismo universalista y etnocéntrico– que lleva a su vez a difuminar los principios de la práctica política (prudenciales y consecuencialistas). La Nueva Derecha inscribe todos estos fenómenos en el marco del liberalismo, delimitando la circunscripción del enemigo a batir.

El liberalismo –herencia natural del cristianismo–, diseña un individualismo metodológico, consagrando una caracterización del ser humano racional y asocial. De ahí surge el modelo contractualista que estructura el método procedimentalista del Estado de derecho: un gobierno de los jueces que despolitiza la política. De ahí también una modelización abstracta de la economía de mercado, que no sólo se presenta (falsamente) como un precipitado espontáneo de la conducta humana, sino que a su vez se erige como el soporte último sobre el que se organiza la sociedad, clave a través de la que ésta ha de mantenerse por siempre jamás. Dicha visión economicista, vinculada a su carácter de feliz fórmula final, es precisamente la que homologa el relato marxista al liberalismo, bajo el formato de una lógica finalista de cuño cristiano. Sin perjuicio de lo atinado del análisis, los autores del «Manifiesto» parecen adherirse sin embargo a la doctrina que ensambla libertad mercantil con libertad política, menospreciando aquella otra tradición del liberalismo que entronca con el republicanismo y el pluralismo social. Nos referimos a aquel liberalismo centrado en diseñar un entramado institucional dispuesto para garantizar el control político, el contrapeso de poderes, la libertad de expresión y a evitar la corrupción. Un régimen que concede voz al mayor número de programas divergentes en el marco de unas estrictas reglas de juego –marco asentado en la igualdad jurídica de los individuos. Aspecto este de índole técnico-prudencial, en el que refluyen contenidos del republicanismo romano, más que influjos econométricos, y en el que nuestros ideólogos detectan certeramente el nudo de la democracia, sin precisar no obstante su origen. Subsiguientemente, pasarán a volcarse hacia una acepción normativa, fuerte y más bien populista de la democracia. Lo veremos más adelante.

Previamente constatemos cómo cabría reinterpretar la alergia hacia la herencia cristiana –confesamente nietzscheana–, en términos de rechazo hacia la implantación gnóstica del pensamiento{4}. En líneas generales adviértase cómo el principal dogma del cristianismo, la Santísima Trinidad, es susceptible de matizar el carácter monoteísta de esta religión, abriéndose a una metafísica pluralista de implicaciones radicalmente distintas. Estrictamente vinculado a este principio, la encarnación de Dios en la segunda persona del Verbo dota al cristianismo de un carácter presencial o corpóreo, que lo singulariza particularmente en contraste con el resto de las religiones monoteístas. Por otro lado, y sin negar su aliento universal, se puede considerar que el carácter comunitario del cristianismo –cuando menos católico–, prima sobre su interpretación individualista. Pero en cualquier caso, lo que la Nueva Derecha parece aborrecer del cristianismo es el horizonte mesiánico liberador que insufla (y quien dice liberador dice a la vez emancipador y redentor), aun presentado de forma racional y laica. Pero esto es, justamente, lo que define al gnóstico más que al católico tradicional. Para aquel, la redención de signo inevitablemente religioso depende del grado de conocimiento alcanzado, tanto mayor cuanto más cerca nos encontremos de la aprehensión del Verbo, o en traducción hegeliana, de la Idea. En dicha manera de enfocar la realidad se encuentra además la base del dualismo materia/forma tan denostado por la Nueva Derecha. Ahora bien, la requisotoria católica, manteniendo desde luego la estructura gradual del curso salvífico de la Historia, sostiene la relevancia del orden de las acciones humanas, incidiendo en la necesidad de la obra humana, además de en su palabra –exigencia que le reconecta al mundo real. Por último, la Nueva Derecha podría al menos habarle reconocido al cristianismo su condición de ser la religión de la salida de la religión{5}.

3) Un comunitarismo conservador. Discúlpese el pleonasmo contenido en la expresión, justificado por la dimensión comunitarista en la que se inserta cierta autoproclamada izquierda de nuestros días. En la Nueva Derecha tal dato por el contrario se nos muestra en términos socio-políticos completamente natural, aunque a nuestro parecer resulte contradictorio con los supuestos que han sido delineados hasta ahora. El comunitarismo extrae sus razones de la atomización indiferenciada en la que vive el hombre moderno. Este tercer rasgo parte pues de la crítica al modelo liberal, cuya neutralidad axiológica es percibida como fuente de alienación individual y descohesión social; pero también de la crítica del modelo de integración republicano, cuyas instancias socializadoras de ámbito público (partidos políticos, escuela, ejército, &c.) hacen aguas. Frente a tal situación, la Nueva Derecha recupera la noción de pertenencia colectiva, situándola en la base de la identidad individual. El razonamiento pretende enlazar sus premisas ontológicas con un diferencialismo de corte étnico que acaba sustantivando la unidad cultural de los pueblos, apelando al derecho o reconocimiento de la diferencia.

La redondez de la hipótesis queda quebrada desde el momento en que notemos la profunda distancia que media entre el concepto de pluralismo y el de reconocimiento, culturalmente entendidos. El reconocimiento de la identidad cultural, tal y como nos lo expone el pope del comunitarismo Ch. Taylor (por cierto, de confesión católica), parte de una noción de identidad desarrollada en el interior de una comunidad histórica. Dicha comunidad ofrece un horizonte de significado o, dicho de otro modo, un marco de referencia, desde el que los individuos se definen y articulan una determinada noción de bien: una ética sustantiva, insidiosamente denominada «de la autenticidad». La identidad por tanto atiende fundamentalmente al pasado. En su libro Las fuentes del yo, Ch. Taylor repasa las fases en las que se ha ido construyendo el sentimiento identitario moderno, a través primero del acondicionamiento de un espacio personal –la interioridad humana–, desde la que se recorta, mediante los lenguajes expresivos y en interlocución con nuestros semejantes (de ahí la importancia de la comunidad), la identidad de cada cual. El proceso se completa en la modernidad, en función de las esferas laborales y familiares en las que se desarrolla la vida moderna. Y cuaja finalmente en lo que se denomina «expresivismo», tendencia romántica con la que cristaliza la definición de la identidad en términos lingüístico-culturales. Además de la contribución de Herder, no es gratuito recordar el papel jugado por la sistematización idealista de la realidad fraguada por los filósofos alemanes de la época, así como por el prestigio que desde entonces goza en el campo estético la categoría moderna de creación (o de genio) frente a la antigua de imitación o mimesis (más artesanal).

En cualquier caso, la conclusión a la que Taylor llega es que «el no reconocimiento o el desconocimiento [de la identidad de marras] puede infligir daño, puede constituir una forma de opresión que nos aprisiona en una falsa, torcida y reducida manera de ser». Esta situación se acota a aquellas sociedades multiculturales en las que el principio democrático de la regla de la mayoría amenaza con reducir los derechos de las minorías. Concretamente, se trata de compensar la desventaja de los grupos minoritarios en las democracias liberales. De este modo, los autores incardinados en la llamada corriente comunitarista apelan a un reconocimiento de los derechos colectivos basado –y esto es crucial– en la creencia del igual valor de las culturas. Dicho planteamiento abre paso a la reivindicación de derechos especiales de representación para determinados ciudadanos y de una organización social en «diversidad profunda» bajo una estructura federal (de acuerdo ahora con los planteamientos de W. Kymlicka en su libro Ciudadanía multicultural).

A nuestro juicio, el problema que genera este tipo de consideraciones es doble. Primero, porque corre se el riesgo de trocar la tiranía de la mayoría que la regla democrática implica (corregida en las democracias liberales a través de mecanismos de contrapesos de poderes), en una menos democrática y más problemática tiranía de la minoría. Y segundo porque, amparada en la existencia de minorías, la política del reconocimiento presupone que dichas minorías conforman grupos étnicamente homogéneos. Tal es la clave del tema que nos ocupa. Dejando de lado la inspiración idealista y teleológica que el concepto de reconocimiento arrastra, encadenado en la canónica exposición hegeliana a una dialéctica de la conciencia a la búsqueda de su autorrealización identitaria (que todavía Hegel cifraba en la libertad universal), la obsesión étnica es la que desmiente el presunto pluralismo de esta perspectiva. Conclusión que alcanzamos si utilizamos la existencia de cross-cutting cleavages (pertenencias múltiples entrecruzadas) como medida del pluralismo social{6}. Y porque, como advierte F. Savater: «no es lo mismo el derecho a la diversidad, base del pluralismo democrático, que la diversidad de derechos, que lo aniquila»{7}.

Volviendo a la Nueva Derecha, encontramos un tratamiento étnico semejante al del modelo comunitarista, transpuesto al contexto europeo. Evidentemente, nuestra neoderecha guarda cuidado al presentar su hipótesis «diferencialista», extramuros siempre de la órbita del tribalismo y del racismo. Pero al cabo no puede ocultar su afán por consolidar identidades culturales cerradas que, sin pretender en principio excluir a nadie, son excluyentes: evitan la asimilación y el mestizaje. También en este rasgo puede apreciarse la debilidad de su argumentación. La retórica tolerante hacia las diversas culturas y el hincapié puesto no sólo en preservarlas cuanto en potenciarlas resulta incongruente con la defensa de los valores de la propia cultura desde la que se elabora el discurso, antes o después incompatibles con los de las demás. Más allá de la confusión de entrada que supone tratar de entidades culturales pautadas según patrones invariantes –hecho que de por sí bastaría para anular todo el debate anterior–, el comunitarismo, imponiendo uniformidad en el interior del grupo cultural, acaso no acaba sino agravando los conflictos interculturales, en perjuicio del pretendido enriquecimiento mutuo. No otro sería el resultado previsible del anhelo de la Nueva Derecha –por lo demás absurdo– de alcanzar «un mundo heterogéneo de pueblos homogéneos».

En línea asimismo con el diseño comunitarista, la Nueva Derecha entronca la noción de pertenencia con la de participación, sometiendo esta a aquella bajo la excusa de desembocar en un concepto de democracia más pleno y participativo. Entramos así de lleno en un imaginario político manifiestamente populista. Tanto es así que a su juicio la esencia de la democracia radica, literalmente, en la acción de la ciudadanía reunida como pueblo. En consecuencia, su objetivo consiste en reducir la distancia entre gobernantes y gobernados hasta el punto en que ambos se identifiquen –lo que constituye un ejercicio de lógica tan atractivo como peligroso, como germen de totalitarismo. Parte de este discurso se entiende debido a la crisis de representación que padecen las democracias liberales. La denuncia apunta hacia la generación de una casta dirigente (la Nueva Clase), tecnócrata. Alejada de la realidad de la vida corriente y coaligada con la elite del sistema económico, se reproduce a través de la instrumentalización simbólica de los valores establecidos, nutrida a partes iguales por la moralina de los Derechos Humanos y la abstracción del lenguaje técnico. La alternativa de la Nueva Derecha, encaminada a reactivar el campo político, opta por una estrategia llamada a configurar estructuras comunitarias de base, de abajo a arriba. En este sentido, la disposición federal aparece como la forma de Estado más propicia para aunar pertenencia (regional) y participación. Dado el horizonte europeo desde el que opera la Nueva Derecha, el ideal estribaría entonces en conformar una entidad supranacional –obligada, ante la necesidad de actuar vía grandes plataformas civilizatorias– articulada en regiones. Estaríamos ante la llamada Europa de los pueblos frente a la Europa de las patrias postulada en su momento por De Gaulle. La pirueta no deja de resultar curiosa, ya sea por las sospechas que infunde un planteamiento –el de la Nueva Derecha– frecuentemente conjugado con la defensa de la identidad nacional francesa, ya por las afinidades que insinúa con ciertos movimientos europeos situados a la izquierda.

A tenor de lo dicho, resulta llamativo observar cómo una corriente impulsada por el afán repolitizador de la sociedad recurre a la ordenación federal del poder, limitando el papel del Estado-nación –en reincidente sintonía con las modas post-modernas. Desde nuestra perspectiva, el federalismo de la Nueva Derecha, así como el del comunitarismo, no se restringe a postular una forma de Estado alternativa, sino a quebrantar el mismo concepto de Estado, sustituyéndolo por una suerte de ademán micropolítico fundado en pactos establecidos en un nivel local, municipal o regional. En la fantasía internacionalista, esta fórmula iría propagándose episódicamente en círculos concéntricos hasta cubrir el planeta, mediante una expansiva municipalización universal –de signo anarcoide en razón de su carácter aestatal. Cierto es que en la visión de la Nueva Derecha la estructura federativa se detiene a escala europea, pero ello no menguaría un ápice su lógica armonista y ahistórica. En este punto, el gusto por lo orgánico de la Nueva Derecha queda solapado por un constructo artificioso, quizá atractivo, pero incompatible con el desarrollo histórico europeo y distanciado de toda ontología política de tipo conflictual. Por otra parte, el principio de subsidiaridad desde el que defienden tal apuesta estipula ciertas cesiones competenciales (ejército, grandes decisiones económicas, puesta a punto de las normas jurídicas fundamentales) a una autoridad central superior. La cuestión es que esta salvedad no haría sino acentuar la confusión ideológica de la Nueva Derecha: evacuando de contenido la capacidad política de los ciudadanos de a pie, alentaría a la postre la formación de una nueva elite dirigente.

Con todo, el punto más débil de las propuestas de la Nueva Derecha, y donde menos informado se revela su pensamiento –en conexión todavía con su visión político comunitarista–, lo hallamos en el ámbito económico. Partiendo de una desvalorización del concepto de trabajo, acaso inspirada en confrontación con la ética calvinista entendida bajo las coordenadas weberianas, nos topamos con un alegato algo rudimentario contra la economía capitalista. Así, a la enumeración de perversiones que desencadena la economía de libre mercado en su etapa post-industrial o financiera, no le sigue sino una balbuciente voluntad de prefigurar una misteriosa «economía de lo vivo». Sus claves parecen tomadas tanto de la tecno-idolatría, cuyos optimistas gurus (situados por lo demás en el vértice del sistema económico mundial) presagian las virtudes emancipadoras de las nuevas tecnologías, como de los cuatro gestos improvisados del postmarxismo, esbozados al amparo del movimiento antiglobalización. En rigor, la premisa anti-economicista de evitar hacer depender nuestra vida social del trabajo asalariado resulta coherente en términos de salvaguarda de nuestras potencialidades antropológicas, así como medida epistemológica de reincorporación de los elementos pluridisciplinares insertos en el concepto de producción. Se trata de huir del repliegue formal que supone buscar fórmulas alternativas a la lógica productiva del presente desde el interior del campo económico, esto es, a expensas del resto de categorías que la actividad económica remueve –método moderno en el que reinciden liberales tanto como marxistas. Tal tarea exige detectar los resortes epistemológicos que conecten los aspectos intra-económicos (organizados según las reglas formales que rigen la economía de mercado, determinadas por las leyes del intercambio que operan entre la oferta y la demanda), con los aspectos antropológicos. Y ello a fin de dar con una racionalidad práctica que reintroduzca, pongamos por caso, la dimensión prudencial que la economía aplicada comporta, y no simule desconocer los factores psicológicos, históricos, culturales o incluso ontológicos activados tras sus distinciones aparentemente neutrales (entre medios y fines, costes y beneficios, necesidades primarias y secundarias, &c.). Dada la magnitud del asunto, cabría esperar en el «Manifiesto» algún tipo de ajuste al respecto, pero no. En su lugar nos encontramos con una serie de medidas ya lanzadas por la izquierda post-comunista: instauración de una tasa sobre los movimientos del capital; disminución del tiempo de trabajo; o implantación de una renta mínima universal. Por otro lado, la fe que depositan en la extensión del tele-trabajo no parece poder levantarse sino bajo el supuesto de confiar la producción industrial a los países del Tercer Mundo, por mucho que, situados todavía en esta misma temática económica, la Nueva Derecha postule una voluntarista «diversificación de las fuentes de aprovisionamiento» cara a preservar los recursos naturales de los países tercermundistas.

III. Nueva Derecha y fascismo

A partir de este punto nos centraremos en la polémica que suscita la Nueva Derecha, a raíz del mayor o menor grado de conexión que la emparenta con la ideología fascista. El máximo representante de la Nueva Derecha, Alain de Benoist, ha querido distanciarse explícitamente de toda conexión, aun cuando en su juventud estuvo integrado en grupos de extrema derecha. La mejor manera de dar respuesta a este interrogante es partir de un concepto definido de fascismo, potenciado para precisar concisamente sus rasgos. Esta cuestión, aparentemente sencilla, resulta sin embargo difícil de solventar, toda vez que al fascismo contemporáneo se le atribuyen nuevas características, inexistentes en su versión germinal. De hecho, el tratamiento que más consenso ha cosechado en el mundo académico presenta un tipo ideal de fascismo definido como «ultranacionalismo populista palingenésico», en términos de su promotor Roger Griffin{8}. Se trata de una delimitación genérica{9} que, configurada más allá de la experiencia histórica, deja atrás la conceptuación clásica que acentuaba las tendencias paramilitares, el culto al líder, el anti-intelectualismo, o, en su vertiente nacionalsocialista germana, el racismo biológico. Definición además en la que el cariz totalitario que impregna el estilo fascista parece secundario, acaso ligado exclusivamente al específico «fascismo radical» que representa el nazismo. Sin menoscabo de su funcionalidad a la hora de aglutinar las diversas corrientes que la extrema derecha ha ido segregando tras la II Guerra Mundial, su amplitud acusa a nuestro parecer una vaguedad excesiva. En efecto, de acuerdo con esta acepción cabría tildar de fascistas proyectos enunciados desde plataformas diametralmente opuestas: pensemos en el ideario del régimen venezolano actual, o bien del llamado movimiento independentista vasco, en los que tan sólo eufemísticamente cabe hablar de fascismo. Tampoco habría que realizar un ejercicio de imaginación demasiado forzado para, en esta línea, encasillar como fascista al modelo estadounidense –divertimento por lo demás muy extendido. Por otra parte, y puesto que la categorización de un «fascismo genérico» pide inmediatamente la catalogación de fascismos específicos, es oportuno constatar cómo el tipo de diseño que utiliza R. Griffin a la hora de conceptuar se adscribe explícitamente a una lógica que presupone como unívoca y clausurada la estructura de lo definido, en línea con lo que exigen las definiciones en ciencias exactas. No obstante, y sin perjuicio de su carácter estrictamente racional, más propio resultaría que un término que posee tal carga simbólica, como es el de fascismo, continuase integrando en su reformulación parte de su referencia histórica y pre-nominal, como hacen los conceptos transformativos{10} –cosa que Griffin ni siquiera contempla, constreñido en el paradigma científico-formalista hegemónico en las disciplinas humanas.

Otro modo de etiquetar a la Nueva Derecha de fascista consiste en acudir a sus fuentes ideológicas. En nuestro caso, la influencia ejercida por los pensadores inscritos en la denominada Revolución Conservadora Alemana da pie a constatar sensibles afinidades de espíritu. La operación consiste en localizar en el decadentismo optimista de los pensadores alemanes opuestos al régimen de Weimar el impulso intelectual del nacionalsocialismo, para, a renglón seguido, demostrar la cosmovisión pro-fascista de la Nueva Derecha. La idea fuerza se encontraría en el concepto de palingenesia que a ambos motiva. Deudores de la atracción que desde el siglo XVII irradia la idea decadencia –contrapunto a la ideología del progreso que la modernidad instaura–, los representantes de la Revolución Conservadora incorporan a su imaginario una mezcla de fe y voluntad regeneradora, cuyos principios activos absorbe el nazismo. En un ilustrativo artículo, Miguel Ángel Simón{11} persigue el curso por el que la idea de decadencia se ha desenvuelto –correlativo al de la idea progreso–, desde su primera aplicación a la caída del Imperio Romano hasta su reiterado uso durante el periodo de entreguerras, pasando desde luego por su utilización en el romanticismo alemán. Mas el detonante decisivo se instala cuando al kulturpessimismus que sobrevuela la mentalidad europea a fines del siglo XIX (consecuencia de la pulverización que la modernidad ha causado en los valores tradicionales), se le acopla a principios del XX un impulso optimista, en virtud de la confianza que incita un porvenir regenerado. C. Schmitt, von Salomon, O. Spengler o E. Jünger son algunos de los exponentes de este movimiento, que se revuelve contra la decadencia, defiende el retorno de la espiritualidad, e incluso acepta ciertas contribuciones del mundo moderno, como los ingenios que produce la industria técnica, en tanto susceptibles de convertirse en instrumentos al servicio de la restauración de los valores. Es en este sentido cuando se apela a un nuevo hombre, encarnado en El trabajador de E. Jünger (1932). O bien algo antes en el superhombre de Nietzsche, verdadero símbolo de la Revolución Conservadora. Se trata por lo demás de una ideología que se posiciona simultáneamente frente al liberalismo y al comunismo.

Ahora bien, sin perjuicio de la consonancia que tal cosmovisión posee con el mundo nazi, concretizada eventualmente en la biografía de algunos de sus representantes, a nuestro modo de ver esta reacción antimoderna tampoco se identifica completamente con el fascismo, o cuando menos con el «fascismo radical». Sin duda el anticomunismo y el antiliberalismo, la mistificación de las virtudes bélicas, o incluso la anunciación tan moderna del surgimiento de un nuevo hombre, reflejan algunas de las notas que caracterizan al nazismo. No obstante, la obsesión idealista por reflotar las raíces míticas de unos valores originados en la noche de los tiempos propia de los conservadores –idealismo que constituye su motivo principal–, cae fuera del núcleo duro del fascismo, que en puridad es anticonservador, tal y como nos recuerda Stanley Payne{12}. De hecho, el componente estrictamente revolucionario del fascismo –en radical ruptura con la tradición– lo aleja de la marcada huella aristocratizante de la Revolución Conservadora alemana. Otra cosa es la instrumentalización que de ella pudo hacerse durante el III Reich. Por fin, la dimensión totalitaria –radicalmente moderna– de tal ideología, dirigida a vigilar y fiscalizar todos los aspectos de la vida humana, tanto públicos como privados, tanto conductuales como intencionales, es absolutamente extraña a la actitud conservadora.

A este respecto, el mismo Roger Griffin ha indagado en las genealogías modernistas del fascismo{13}, explicando cómo en ciertos principios de la Revolución francesa y en las doctrinas de la Ilustración se encuentran constantes (optimismo profano, orientación hacia una «humanidad superior», nacionalismo, la misma clasificación racial de la humanidad, &c.) que serán recuperados por el fascismo. De hecho, junto a la relación entre el fascismo y las vanguardias artísticas –según la mutua devoción que les produce ese estilo que combina subjetividad e irracionalidad{14}–, Griffin detecta una programática política que, merced a la técnica, anhela diseñar una nueva era biopolítica, ajena a toda tradición, y por tanto moderna, o, si se prefiere, hipermoderna. No otro puede ser otro el signo del proyecto eugenésico y de revolución antropológica soñado por Hitler. Este perfil moderno del fascismo ya fue también comentado por el demonizado historiador E. Nolte quien, de acuerdo con su método histórico-genético (frente al politológico-estructural) considera que el liberalismo político, en lo que tiene de abierto y contradictorio, fue la matriz desde la que se desplegaron tanto el comunismo como el fascismo. De atenernos a esta hipótesis, el fascismo se encontraría en las antípodas del pensamiento de la Nueva Derecha. Por lo demás, en lo relativo a la herencia nietzcheana concretizada en la crítica al Estado y la apelación a transvaloración cultural{15}, no parece que pueda hacerse privativa de ninguna ideología política.

Otra manera de vincular a la Nueva Derecha con el fascismo es recurrir a la obra de Julius Evola, recurso no demasiado adecuado, no sólo por la distancia discursiva que media entre Benoist y Evola, sino porque tampoco el mismo Evola se identificó jamás con el partido fascista, ni cabe ceñir de nuevo –y desde nuestro punto de vista– su obra a tales parámetros. Para empezar, su confianza en una resurrección palingenésica que solvente las catástrofes que nos ha traído tanta modernidad se inscribe en una concepción cíclica del tiempo, en la que la decadencia ya no puede leerse solamente en clave contra-ilustrada. Por otro lado, los rigurosos ejes morales que propugna su ética de la autoexigencia no cuadran desde luego con la doctrina cristiana, dadas sus desigualitarias implicaciones jerárquicas, pero tampoco con la dionisiaca aura nietzscheana, debido a sus estrictas premisas ascéticas. El pintoresco gusto asiático del que se sirve para calificar de Kali-yuga (Edad oscura) el periodo histórico que le ha tocado en suerte, así como para vindicar el sistema de castas y depositar en los kshatriya (casta guerrero-sacerdotal en la estratificación india) la regeneración del porvenir, llega a cotas de enternecedor delirio quijotesco en su añoranza de la época caballeresca medieval, o de delirio a secas cuando en su racismo metafísico tacha de telúrica, y por tanto de materialista, caótica e inferior, la espiritualidad negra, ante la que se alzan las fuerzas uránicas ya no de la raza sino del espíritu ario… Sin menoscabo de su certera crítica hacia ese cinismo pragmático que no se somete a otro valor que no sea el del dinero, la contumaz rebeldía evoliana en declararse tan anti-totalitario como anti-populista, antidemocrático o anti-propiedad privada hace imposible la tarea adscribirle a ninguna ideología sistemática conocida.

Otros autores que han influido en la Nueva Derecha, y desde cuyas obras se ha pretendido asimismo evidenciar el carácter fascista de la Nueva Derecha han sido G. Dumezil, L. Dumont o K. Lorenz. Por razones obvias de prestigio científico, tales insinuaciones no nos merecen mayor comentario. Sí merece la pena consignar por último el modo más exitoso de envolver a la Nueva Derecha en la esfera fascista: la que nos demuestra su recepción favorable en el seno de los partidos europeos de extrema derecha. Tal es la prueba irrebatible que aducen analistas como el ya citado Roger Griffin o J. Antón Mellón{16}, atenuando la diferencia que media entre el núcleo teórico de la ideología y el uso político que se hace de ella. Todavía Roger Griffin insiste en las precauciones que hay que tomar a la hora de juzgar a la Nueva Derecha. Su conclusión continúa defendiendo la naturaleza fascista de esta corriente, razonada –siempre de acuerdo a sus propias coordenadas de análisis– en virtud de la perseverancia de un utopismo palingenésico. No obstante reconoce su divergencia frente al veredicto del que considera el mayor experto sobre el tema que nos ocupa, Pierre-André Taguieff, quien sostiene que, al menos en su fase actual, la Nueva Derecha «ya no pertenece al espacio de la extrema derecha».

IV. Nazismo y comunismo en Alain de Benoist

Volviendo al hiato que se abre entre todo discurso y su uso, encontramos aquí uno de los canales por los que el mismo Benoist transita en su reflexión acerca de las interconexiones entre las dos ideologías totalitarias del siglo XX. Lo constatamos al examinar su libro Nazismo y comunismo{17}, desde el cual acaso podamos comprender mejor el carácter político sobre la Nueva Derecha. Dicho análisis, lejos de implicar una justificación de la Nueva Derecha desde sus propios textos, nos capacita para valorar desde dentro sus tendencias fascistas. La obra tiene por objetivo situar en pie de equivalencia al nazismo y al comunismo, según el aspecto totalitario que ambas ideologías comparten. Su impulso procede de las reacciones que provocó la publicación de El libro negro del comunismo (dir.: S. Courtois), en el que se concluye que el sistema comunista ha sido el más sanguinario de la historia de la humanidad. Se abrió entonces una polémica centrada en la pertinencia o no de comparar al nazismo con el comunismo.

Benoist recoge esta senda y se posiciona claramente entre quienes dan por legitima la comparación. De hecho otorga fundamento a la explicación del mutuo engendramiento, llegando, de mano de E. Nolte, a dar pábulo a la hipótesis reactiva según la cual el fascismo es consecuencia de la Revolución de Octubre, y por lo tanto es posterior, como la cronología histórica muestra. Sin merma de la tesis que estipula que el fascismo y el comunismo no se entienden el uno sin el otro, esta última consideración resulta, como argumenta F. Furet, excesiva, amén de peligrosa{18}. Aunque quizá pueda comprenderse –pensamos– emitida desde un ánimo acientífico que se pregunta por qué el comunismo sigue gozando de mejor prensa. Benoist desglosa las razones por las cuales él cree que esto es así. De acuerdo con su tesis, el noble fin de liberar a la humanidad habría quedado intacto pese a los medios utilizados en el comunismo realmente existente para alcanzarlo. La excusa se alargaría aduciendo que la experiencia histórica no supuso sino una perversión del proyecto. Paradójicamente, nos recuerda Benoist, el primer opositor de este argumento hubiese sido Marx, cuyo pensamiento sitúa la praxis en el origen de las teorías y de la historia, arrinconando el factor intencional de sus análisis. Dando un paso más, Benoist compara el genocidio antisemita nazi con el genocidio de clase ejercido por los comunistas, de modo que el delirio pseudo-científico del racismo biológico tendría su parangón en el lysenkoismo respaldado por Stalin (que cedía cancha a la falsa teoría de la herencia de los caracteres adquiridos). En este sentido, Benoist no cifra la clave de la inconmensurabilidad nazi en la atroz singularidad del Holocausto. Más plausible le parece, en términos históricos, leer la alianza durante la II Guerra Mundial entre los demócratas occidentales y la Unión Soviética como la causa del crédito moral del comunismo. Crédito que coincide, recuerda Benoist, con el punto álgido del terror estaliniano.

Desde entonces, el comunismo instrumentaliza toda corriente antifascista, toda vez que en la segunda posguerra los comunistas dejan de identificar al capitalismo con el fascismo. Precisamente, siempre según nuestro autor, el mantenimiento comunista de tal equivalencia durante entreguerras trajo como consecuencia la toma del poder fascista, convirtiéndoles en corresponsables. En todo caso, a partir de 1945 se abandona dicho esquema para dar a paso a la estrategia propagandística y de autolegitimación, según la cual el comunismo es igual a antifascismo, lo que produce fundamentalmente tres efectos: la reubicación del régimen soviético en la órbita de la democracia; la conceptuación del nazismo como una ideología de derechas; y, por consiguiente, la catalogación de todo individuo de derechas como fascista en potencia.

Para Benoist en cambio, el fascismo se caracteriza por ser un cóctel compuesto de socialismo sin materialismo, y nacionalismo jacobino agitado durante el periodo de entreguerras, detonado por el bolchevismo. Su tesis más polémica sin embargo radica en la diferenciación entre fascismo y nazismo, apelando al totalitarismo como concepto regulador: la naturaleza del fascismo italiano no sería totalitaria, al contrario que la nazi y la comunista. Dicho esto, Benoist procede a un análisis conceptual de estos dos sistemas, dejando de lado la información que puede proporcionarnos la historia rusa o alemana. En su lugar, toma de la obra H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, los argumentos de su tesis. No evita Benoist la confrontación con quienes relativizan el alcance del concepto{19}, si bien mantiene el recurso: como tipo ideal, el totalitarismo es útil para explicar la realidad empírica aun no describiéndola exactamente. Por lo demás –continua–, el estudio de Arendt contiene la virtud de explicar el desarrollo del totalitarismo, de modo que la historia no resulta enteramente marginada de la teoría. El totalitarismo queda en fin definido como una religión política, ideocracia o sistema de ideas, presentada en términos de verdad absoluta, que fusiona una visión maniquea y mesiánica de la realidad histórica, trazada por leyes inexorables y protagonizada por sujetos políticos definidos (raza o clase); y un voluntarismo práxico plenamente moderno. Este imaginario conforma la idea de una lucha final tras la cual se alcanzará el fin de la historia. La pulsión de instaurar un nuevo orden, haciendo tabla rasa del pasado, hace al totalitarismo tributario del telos de la modernidad: el progreso ilimitado. Lo terrible de su implantación efectiva, continúa Benoist, se cifra en la institucionalización de una guerra civil perpetua, que tras liquidar a la oposición hace de cualquier individuo un sospechoso en potencia, un posible enemigo objetivo. Tales notas contrastarían –y aquí se aprecia el perfil político de la Nueva Derecha– con el tradicionalismo de la política de derechas, respetuoso con los límites de la naturaleza humana. Y como se ha visto, responderían del impulso moderno que, a través del cálculo y la racionalidad instrumental, ha terminado objetivando la vida humana.

A partir de este punto, Benoist interpretará el totalitarismo según los patrones de su propia perspectiva: la Revolución francesa prefigura la movilización de masas, el nacionalismo, la religión política o la centralización administrativa disolvente de las regionalidades. El liberalismo no puede articular una condena acabada del comunismo pues coincide con él en su objetivo escatológico de desembocar en un universalismo igualitarista, y sin resultar tan historicista, el utilitarismo que le informa sustituye todo mantenimiento de la tradición. De la dimensión moderna del totalitarismo, Benoist extrae la dimensión totalitaria de la modernidad, lanzándose en lo sucesivo a una crítica de las democracias occidentales en virtud de sus afinidades (naturaleza prometeica de la actividad científica, autonomización de la técnica, uniformización de las costumbres, &c.). Motivos anteriormente enumerados. Le concedemos su parte de razón al advertir cómo la hipótesis marxista de la abundancia, que presuponía el crecimiento ilimitado de las capacidades productivas, sigue vigente en las democracias liberales, justo en el momento en el que el pensamiento socialista ha entrado en crisis al revelarse falsa{20}.

Sea como fuere, la reflexión que ahora más nos interesa vuelve a centrarse en las relaciones que median entre ideología y práctica. Para Benoist, la distancia entre ambos terrenos es evidente, a causa de la amplitud de posibilidades interpretativas que abre cualquier idea, lo que, por consiguiente, no las preserva contra su mal uso. De ahí que no quepa responsabilizar a Marx de los crímenes comunistas. De ahí que los crímenes cometidos en nombre de ciertas ideas no impliquen automáticamente su descrédito. En todo caso, esta conclusión, la de que ninguna doctrina pueda ser juzgada «sobre la base de los actos cometidos por quienes se han reclamado de ella», parece dirigida a salvaguardar algunas contribuciones que toda obra comporta, incluso en este caso la marxiana, más que a atenuar la denuncia sobre la ideología comunista (que la despliega). Lo cual crea cierta confusión. Desde nuestro punto de vista, si bien es cierto que son los hechos, y no las intenciones, los fundamentos sobre los que hay que valorar la experiencia histórica, no menos cierto es que resulta imprescindible examinar el plano pragmático del discurso para medir la distancia entre lenguaje, intención y acciones, a veces muy corta{21}.

V. Conclusiones

Las anteriores consideraciones pueden ayudarnos a relativizar la aplicación que los partidos de extrema derecha europeos realizan de los aportes teóricos de la Nueva Derecha. Pero ello no evita concluir cómo en el propio lenguaje de la Nueva Derecha se encuentran componentes de uso filo-fascista. Componentes que no estimamos insertos tanto en el horizonte de un utopismo palingenésico, cuanto que son propios de una ideología que, tras su retórica agonal (contraria a la creencia irénica de «hacer desparecer los antagonismos») esconde convicciones armonistas inéditas, más emotivas que racionales, en torno al futuro de la humanidad. Una irracionalidad armonista cuasi-fascista de tintes postmodernos –deudora por tanto y mal que les pese de la modernidad– presente quizá más que en cualquier otro rasgo en su etnicismo. En tanto síntesis sofisticada que reformula el nacionalismo fascista italiano y el racismo biológico nacionalsocialista, se trataría de un etnicismo de nuevo cuño, puesto que no conecta sino imaginativamente con una remota Edad de Oro.

Tras lo expuesto, se comprende que gran parte de la problemática acerca de la naturaleza política de la Nueva Derecha depende del deslindamiento que se realice entre las características de la derecha, el fascismo y el nazismo. Dejando de lado el carácter más o menos totalitario del fascismo{22}, en contraste con el nazismo y el comunismo, o su dosis de pensamiento socialista, nuestra conclusión es que tan sólo desde una definición excesivamente laxa del fascismo, que encaje con cualquier ideología jerarquizante antimoderna y no marxista, cabe ver a la Nueva Derecha como tal. Y que precisamente lo que lo que salvaría de ello es más lo que tiene de tradicional y de Derecha que lo que tiene de Nueva. Un tradicionalismo el suyo que, sin retomar las referencias al Trono y al Altar del Antiguo Régimen, entronca con una axiología de signo aristocrático. Y que postula una concepción onto-antropológica realista, siempre que, de nuevo en palabras de Benoist, se califiquen de derechas: «las doctrinas que consideran que las desigualdades relativas a la existencia motivan relaciones de fuerza cuyo producto es el devenir histórico, y que estiman que la historia debe continuar; en resumen que ‘la vida es la vida, es decir, una lucha, tanto para las naciones como para los hombres’ (De Gaulle)»{23}.

Sin pretender menoscabar la faz fascista de la Nueva Derecha, apostaríamos más bien por calificarla de Derecha indefinida y extravagante{24}, entre otros motivos por minusvalorar del papel central que compete al Estado y, en definitiva, por no atenerse al mismo concepto de Estado a la hora de encuadrar sus propuestas. No cabe escudarse en una perspectiva metapolítica –más allá de la derecha y la izquierda–, o en conclusiones apolíticas, cuando se utilizan constantemente todas las categorías del campo en el contexto de un planteamiento centrado en la organización de la res pública. Desde luego, la extravagancia de la Nueva Derecha alcanza su punto culminante en su defensa del rol protagónico de los valores espirituales. Sirva como botón de muestra –y con ello acabamos– el recurso al propio concepto de «Espíritu», alzaprimado en el discurso de la sucursal hispana de la Nueva Derecha, aun pretendidamente purgado de connotaciones religiosas y esotéricas. Aquí el componente estetizante del movimiento se impone explícitamente sobre cualquier otro ámbito, cuando el arte, en una suerte de vuelta del revés de Hegel{25}, se presenta como el espacio sagrado del mundo, a través de cuyas obras se podría reformular su sentido.

Notas

{1} Hay traducción española: «Manifiesto: La Nueva Derecha del año 2000», publicado en la Revista Hespérides, nº 19, verano 1999.

{2} Otro modo hubiese sido acudir al libro de Alain de Benoist, La nueva derecha, editado por Planeta. Pero, por razones cronológicas –el libro se publicó en 1982 en España, y su edición francesa es de 1979–, y también por la evolución que el propio pensamiento de la Nueva Derecha ha experimentado, hemos creído preferible atenernos a las ideas presentadas en el «Manifiesto».

{3} Desde luego la hipótesis no es inédita. En alguien tan poco sospechoso de comulgar con la clerigalla como es Habermas, leemos: «El universalismo igualitario –del que salieron las ideas de libertad y solidaridad, de autonomía y emancipación, la idea de una moral de convicción personal, de los derechos del hombre y de la democracia– es una herencia directa de de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana de la caridad.»

{4} Para esta nota nos hemos inspirado de modo generosamente interpretativo en el texto de Gustavo Bueno, «El concepto de implantación de la conciencia filosófica. Implantación gnóstica e implantación política», en Homenaje a Aranguren, Revista de Occidente, Madrid 1972.

{5} Tesis mantenida por Marcel Gauchet. Al respecto consúltese su: El desencantamiento del mundo: una historia política de la religión, Trotta/Universidad de Granada, Madrid 2005.

{6} Es el criterio que emplea Sartori en su célebre obra La sociedad multiétnica, Taurus, Madrid 2001. Por descontado, ciertos autores frecuentemente etiquetados como comunitaristas, sostienen posiciones comprometidas con el mantenimiento de las democracias liberales. Tal es el caso, por ejemplo de Michael Walzer, quien arguye que todo grupo minoritario que suponga una amenaza para el orden político debe ser combatido (véase: «¿Qué derechos para las minorías culturales?», Isegoría nº 24, Junio 2001).

{7} Fernando Savater, «Etnomanía vs. Ciudadanía», Isegoría, nº 24 (Junio 2001).

{8} Roger Griffin, «Plus ça change! El pedigrí fascista de la nueva derecha», en La extrema derecha en Europa desde 1945 a nuestros días, Tecnos, Madrid 2007.

{9} La expresión «fascismo genérico» es manejada también por el historiador Stanley Payne.

{10} Máxime en nuestro caso habida cuenta del recurso a un concepto de cuño biológico como es el palingenesia. Lo que por otro lado no deja de resultar curioso, si es que entendemos la palingénesis como el fenómeno según el cual la ontogenia de un organismo reproduce la filogenia de la especie. Tal vez en nuestro caso no sería menos pertinente acudir al concepto de proterogénesis, que en un sentido contrario, considera que el estadio juvenil refleja, no el pasado, sino el futuro de la especie. Y, en esta línea, así como para el biólogo Bolk: «desde un punto de vista corporal, el ser humano es un feto de primate que ha alcanzado la madurez sexual», podría decirse que: «desde un punto de vista ideológico, el fascismo es un feto premoderno que ha alcanzado la madurez política». (No hablamos por supuesto en serio).

{11} Miguel Ángel Simón, «Decadentismo y palingenesia en la derecha radical», en La extrema derecha en Europa desde 1945 a nuestros días, Tecnos, Madrid 2007.

{12} El fascismo, Alianza, Madrid 2006, pág. 13 (ed. original: 1980)

{13} Roger Griffin, Modernism and fascism: the sense of a begining under Mussolini and Hitler, Palgrave MacMillan, Nueva York 2007.

{14} No nos resistimos a recordar esta cita de Juan José Sebreli, de su libro Las aventuras de la vanguardia: "La vanguardia sólo reconoce y reivindica lo fortuito, el desorden, la inestabilidad, el absurdo, la destrucción; lo clásico no ignora el azar, pero tampoco la necesidad; no niega lo irracional sino que lo contiene y lo supera; confía en hacer de lo fugaz algo imperecedero, del caos un cosmos, y a pesar del absurdo, encontrar un sentido del ser. La vanguardia no sólo quiere destruir lo clásico sino que, por su misma lógica interna, por su culto a la novedad que pronto debe ser desplazada por otra más nueva, está condenada a autodestruirse. Si algo perdura de la vanguardia no es por sí misma sino, irónicamente, a través de la tradición clásica que la recupera en su trayecto histórico, porque también el error forma parte de la verdad y al negarlo lo conserva en cierto modo; el carácter constructivo triunfa, de esa manera, sobre la pura destrucción."

{15} En lo que supone un esfuerzo hacia la búsqueda de otra subjetividad política, según la exégesis de Julián Sauquillo. Véase su artículo: «Friedrich Nietzsche», en Historia de la teoría política 5, F. Vallespín (ed.), Alianza, Madrid 1993.

{16} En: «La teoría política de la nueva derecha europea», Claves de razón práctica nº 143 (junio 2004).

{17} Communisme et nazisme. 25 réflexions sur le totalitarisme au XXe siècle, Labyrinthe, 1998.

{18} Véase: François Furet y Ernst Nolte, Fascismo y comunismo, Alianza, Madrid 1999, en concreto la carta de Furet titulada: «Un tema tabú».

{19} En este punto nos recuerda al Walzer que afirma que: «cualquier totalitarismo realmente existente es un totalitarismo fallido». Cita tomada de su contribución en Irving Howe (ed.), «1984» Revisited. Totalitarianism in our Century, Harper, Nueva York, 1983. También Gustavo Bueno estima que: «cuando criticamos a Estados históricos, que a veces incluso se autollaman totalitarios (singularmente el Estado hitleriano y el Estado staliniano), acaso estamos errando el golpe», Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas», Cultural Rioja (Biblioteca Riojana 1), Logroño 1991, pág. 198.

{20} Consúltese al respecto el libro de Félix Ovejero Lucas: Proceso abierto. El socialismo después del socialismo, Tusquets, Barcelona 2005, fundamentalmente sus capítulos 2 y 3.

{21} Este enfoque no trata de reducir la acción humana (ni por supuesto la realidad) a la dimensión lingüística, cuanto en advertir cómo los usos del lenguaje desbordan su función descriptiva. La explicación de las relaciones entre intencionalidad, lenguaje y acción, tal y como la expone J. R. Searle sobrepasa el formato del presente artículo, aunque cabe recordar que su concepto de intencionalidad es incompatible con la existencia de una conciencia o espíritu de grupo, y que sus interés sobre cómo se construye la realidad social guarda fidelidad a una visión realista del mundo, en absoluto ligada a la hipótesis escéptico-constructivista que considera la existencia de la realidad como resultante de un consenso social.

{22} Teóricamente orientado hacia el totalitarismo, según la obra de Gentile, está comúnmente admitido el cariz no totalitario de la experiencia italiana.

{23} Les idées à l’endroit. Libres-Hallier, 1979. No nos parece gratuita la referencia algo paradójica en Benoist a De Gaulle.

{24} Recogemos esta idea de Diego Sanromán, propuesta en su artículo: «Contra la muerte del espíritu: últimos avatares de una Nouvelle droite a la española», Revista Nómadas nº 13, 2006. En el mismo artículo se nos ofrece una amplia exposición sobre el alcance del movimiento en España –en torno a sus figuras, plataformas de apoyo, conferencias, &c.

{25} Completamente presente dado que junto al arte, son precisamente la religión (pagana) y la política (metapolítica) las dimensiones que encauzarían el regreso, si no del espíritu, sí del simbolismo espiritual.

 

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