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El Catoblepas, número 74, abril 2008
  El Catoblepasnúmero 74 • abril 2008 • página 3
Guía de Perplejos

De la astucia y la ingenuidad

Alfonso Fernández Tresguerres

Acerca de dos disposiciones humanas opuestas

No considero acertado pensar que sea la astucia manifestación de un exceso de inteligencia; como tampoco siempre lo es la ingenuidad de tontería. Aunque también es verdad que se puede ser ingenuo siendo tonto –y aun pudiera ser que ayude no poco a ello–, en tanto que son muy pocos los tontos –si es que alguno hay, cosa que dudo– caracterizados por su gran astucia. Son ésta y la ingenuidad disposiciones opuestas –al menos yo creo que es así en gran medida–, y en las que sin duda juegan algún papel las capacidades intelectuales de cada cual. Mas yo creo que tales disposiciones son, no menos que del intelecto (mermado éste no hay astucia que valga), hijas asimismo del temperamento y el carácter, y a veces también de la experiencia y de la edad, ya que si bien es cierto que astutos e ingenuos los hay de cualquier edad, también lo es que con más frecuencia se halla la ingenuidad en las primeras etapas de la vida, y la astucia en la madura y en la avanzada. Pero sin exageraciones. Porque quien dice que el ingenuo es como un niño es porque desconoce los extraordinariamente dotados que se hallan algunos infantes para el fingimiento y la manipulación, del mismo modo que quien sostiene aquello de que más sabe el Diablo por viejo que por Diablo, es porque no ha reparado en el ingente número de individuos maduros profundamente candorosos, y aun rematadamente estúpidos, porque no es la estupidez enfermedad que se cure con la edad, y quien es necio a los veinticinco no es fácil que se torne lúcido a los cincuenta. Mas si la estupidez no tiene cura, la ingenuidad puede tenerla, y muchas veces es verdad que ese antídoto no es otro que los años. Dejemos, pues, la correspondencia entre las disposiciones de las que hablamos y la edad en una cuestión puramente estadística.

Mas en tanto que formas de ser y de actuar, es de creer que astucia e ingenuidad son disposiciones globales, quiero decir que afectan al conjunto de la vida del individuo. No digo que no pudiera darse algún caso, pero, hablando en general, encuentro extraño que alguien sorprendentemente ingenuo para determinadas cosas se muestre dotado de una profunda astucia para otras. O al contrario: que alguien extremadamente astuto para según qué cuestiones, sea, al mismo tiempo, rematadamente ingenuo en otras (dejo a un lado, por supuesto, aquellas circunstancias especiales en las que, como sucede en el amor, todos nos volvemos desesperantemente candorosos y aun rematadamente tontos).

Por supuesto, tampoco se trata de que por fuerza haya que ser lo uno o lo otro: no ser ingenuo no significa ser astuto, ni el no ser lo último supone de modo inmediato ser lo primero. Mas cuando alguien es lo uno o lo otro, sospecho –como antes decía– que tal disposición se hace sentir en la totalidad de su ser, y que todo ello tiene que ver, aunque en proporción muy variable y diversa, con la inteligencia, sin duda alguna, pero también –y no sé si decir que aún más– con el temperamento y la experiencia del individuo.

Erróneo, en cambio, se me antoja teñirlas de una cierta coloración moral y emparentar a la astucia con el engaño y a la ingenuidad con la falta de doblez y la franqueza: se puede ser astuto sin engañar –y serlo, además, no para consumar el engaño, sino para evitar que nos engañen, y poder decir con Ulises:

«mas no me engañaba,
que era larga mi astucia» [Odisea, IX: 281-282] –,

del mismo modo que cabe un extremado candor incluso en la mentira.

Mas nada ganamos con seguir dándole vueltas al asunto sin antes enfrentarnos a la cuestión de qué sean, en sí mismas, la astucia y la ingenuidad. Hacerlo es asunto obligado, y la única forma de clarificar lo aspectos esenciales de ambas disposiciones.

*

En el siglo XVIII, Schiller utilizará el término «ingenuidad» para caracterizar un tipo de poesía opuesto a la poesía sentimental, ya que en tanto que ésta busca la Naturaleza, la poesía ingenua es Naturaleza; y si la primera se constituye mediante el arte –que no es sino artificio–, la segunda se opone a él y contempla el mundo con los ojos del niño que fuimos, porque lo ingenuo es, precisamente, según Schiller, «la representación de nuestra infancia perdida».

Similar identificación entre lo ingenuo y lo natural hallamos en Goethe, aunque, al hacerlo, parece estar pensando Goethe no tanto en la poesía como en las artes plásticas:

«Las artes plásticas –escribe– están supeditadas a lo visible, a la manifestación exterior de lo natural. Llamamos ingenuo a lo puramente natural, en la medida en que es moralmente agradable. Los objetos ingenuos constituyen, pues, los dominios del arte, que debe ser una expresión ética de lo natural. Los objetos que apuntan en ambas direcciones son los más fructíferos» [Máximas y reflexiones, 59].

En cualquier caso, tanto uno como otro no parecen hacer más que seguir el camino abierto por Kant, para quien la ingenuidad

«es la explosión de la sinceridad, primitivamente natural a la humanidad, contra la disimulación, tornada en segunda naturaleza» [Crítica del Juicio, § 54].

Es, por tanto, ausencia de disimulo, mas también descuido de las apariencias: la naturaleza que se desvela de forma sana, inocente y pura, y que no debe confundirse con la mera simplicidad

«que no hace artificiosa la naturaleza sólo porque no conoce el arte de las relaciones sociales» [Crítica del Juicio, § 54].

Es, pues, la ingenuidad lo opuesto al artificio y al fingimiento, o por mejor decir, la naturaleza que se escurre por un momento entre ellos, y por eso,

«un arte que sea ingenuo es, por lo tanto, una contradicción; pero representar la ingenuidad –añade Kant– en una persona imaginada, es arte posible y bello, aunque raro» [Crítica del Juicio, § 54].

Mas si no puede haber arte ingenuo, entonces no hay poesía ingenua, como quiere Schiller, a menos –si decidimos seguir a Kant– que la así llamada sea, en realidad, poesía sobre la ingenuidad, o poesía que es representación de ella. Pero tal poesía será, no ya sólo arte, sino puro artificio, porque nada más artificial que intentar ver el mundo con ojos con los que no podemos verlo; con los ojos –digamos– del niño que hace mucho tiempo hemos dejado de ser. Nada prejuzgo acerca del valor estético de la poesía ingenua o del llamado, asimismo, arte ingenuo o naïf (del que no soy, sin embargo, particularmente afecto), pero entiendo que lo que constituye una auténtica ingenuidad es considerarlo natural, por contraste con otro que sería, por eso mismo, artificial. Todo arte es siempre artificial, y no es él, en general, ni ninguna de sus manifestaciones o modalidades concretas, más natural de lo que puedan serlo la ciencia o la filosofía; y por eso resulta extremadamente candoroso postular la existencia de cualquier forma expresiva (poética o pictórica, por ejemplo) espontánea y sin artificio, vale decir, ingenua. El artista nunca es ingenuo, por más que pueda serlo el hombre.

Como quiera que sea, en lo anterior hemos tropezado con una serie de notas que acaso nos sirvan para caracterizar la ingenuidad misma en uno de los frentes en los que ésta se manifiesta: me refiero al comportamiento. En este aspecto, la actitud ingenua vendría dada por una incapacidad para el disimulo y el fingimiento (incluso en aquellas situaciones en las que ambos son enteramente pertinentes), mas también por una espontaneidad y naturalidad desconocedoras de todo artificio y de las que el ingenuo no puede desprenderse aun cuando las circunstancias lo aconsejen y las dos se hallen fuera de lugar.

Pero no hay sólo una forma ingenua de comportarse, sino también de pensar. Y precisamente se viene denominando realismo ingenuo a aquella concepción del conocimiento que entiende que la captación de un objeto prueba no sólo su existencia, sino también que dicho objeto es tal y como lo percibimos. La ingenuidad aquí es antítesis de todo pensamiento crítico y sinónimo de credulidad; es, igualmente, manifestación de confianza excesiva en lo inmediato y en lo dado y falta de aptitud para la sospecha y la desconfianza (aun en aquellos casos en los que cualquier de ellas sea más que recomendable).

Ahora bien, si en lo que se refiere al comportamiento pudiera la actitud del ingenuo confundirse, ocasionalmente, con el descaro o la falta de modales, con un «no saber estar», sin ser así realmente, su pensar, crédulo y confiado, acaso acabe por tomarse, alguna vez, como ausencia de toda malicia y manifestación de espíritu bondadoso y noble, sin que tampoco, por fuerza, tenga que ser así.

La ingenuidad tiene su verdadero origen en una determinada forma de ver el mundo, manifestándose luego en un modo de actuar en él. Por eso, cuando se es ingenuo (me parece) se es del todo, y no cabe serlo en uno de esos ámbitos y no en los otros. Harto extraño resultaría hallar alguien extremadamente crédulo que en sus relaciones sociales se mostrara, en cambio, notablemente astuto, o incluso, sin llegar a ser tanto, capacitado para el disimulo y el fingimiento. La ingenuidad consiste en creer que las cosas siempre son lo que parecen, y, en consecuencia, el ingenuo concluye, sin necesidad de advertirlo ni de que ello sea la consecuencia de un razonamiento consciente, que, por idéntico motivo, tienen que parecer siempre lo que son, es decir, que así como en su pensar se queda con lo inmediato y renuncia a cualquier sospecha, en su actuar rechaza toda apariencia y muestra en toda ocasión lo que es, lo que siente o lo que piensa. Su modo de comportarse de nada se halla más lejos, pues, que del descaro o el deseo escandalizar (aun cuando a veces lo haga), sino de su imposibilidad para comprender que no a todas horas es conveniente ni adecuado que su ser y su apariencia coincidan por completo. De ahí, también, que su credulidad no ha de interpretarse, sin más, como bondad, sino –con independencia de ésta– como el resultado de considerar que los demás, como él mismo, son siempre creíbles, porque nadie, al igual que él, tiene razón alguna para recurrir a la simulación o al disimulo.

Yo creo que, en gran medida, el carácter o la disposición temperamental del ingenuo han sido dibujados con profundo acierto por Gracián cuando aconseja:

«No ser de primera impresión. Cásanse algunos con la primera información, de suerte que las demás son concubinas, y, como se adelanta siempre la mentira, no queda lugar después para la verdad. Ni la voluntad con el primer objecto, ni el entendimiento con la primera proposición se han de llenar, que es cortedad de fondo. Tienen algunos la capacidad de vasija nueva, que el primer olor la ocupa, tanto del mal licor como del bueno. Cuando esta cortedad llega a conocida, es perniciosa, que da pie a la maliciosa industria; previénense los malintencionados a teñir de su color la credulidad. Quede siempre lugar a la revista; guarde Alejandro la otra oreja para la otra parte; quede lugar para la segunda y tercera información. Arguye incapacidad el impresionarse, y está cerca del apasionarse» [Oráculo manual, 227].

El ingenuo, en efecto, puede quedar perfectamente definido como un individuo de primera impresión: lo es en su pensar y en su querer, como señala Gracián; mas lo es, también, y por similar razón, en su actuar. Ningún lugar hay en él para el artificio o el subterfugio, y actúa al pronto y por lo llano como mejor lo parece. En consecuencia, lo es igualmente, de primera impresión, para los otros, que no deben perder el tiempo en buscar nada detrás de lo que aparece.

*

Mas si tales son los rasgos que definen al ingenuo, no parece descaminado suponer que los opuestos son los que nos dibujarán el perfil del astuto.

Yo no sé si es cierto que, como dice el cardenal Mazarino en su Breviarium Politicorum:

«Los astutos son, por lo general, hombres de dulzura fingida, nariz ganchuda y mirada penetrante»;

pero estoy plenamente seguro que el tal Breviario es, sin ninguna duda, uno de los más completos manuales que se hayan escrito sobre la astucia y los medios para tratar de alcanzarla. «Fingir y disimular», aconsejaba Maquiavelo, otro de los grandes maestros de esta materia. Idéntico es el consejo del cardenal, quien resume el contenido de la mencionada obra en cinco preceptos: Simula y disimula. No confíes en nadie. Habla bien de todo el mundo y prevé lo que has de hacer (y lo que has de decir).

La astucia es, ciertamente, el arte del fingimiento y el disimulo, mas cuyo objeto primero ha de ser ella misma, porque jamás un astuto lo será plenamente si no comienza por disimular que lo es, aunque para ello tenga que hacerse pasar justamente por lo contrario, a saber: por candoroso e ingenuo.

«Finge humildad, candor, amabilidad y buen humor –dice también Mazarino–. Muéstrate elogioso, agradecido y disponible hasta con quienes no lo merecen».

Es preciso, por tanto, comenzar por poner mucho cuidado en no ser víctimas del engaño de lo que no es sino una ingenuidad simulada, y tener siempre presente que, como decía La Rochefoucauld:

«Se puede ser más astuto que otro, pero no más astuto que todos los demás» [Máximas, 394];

y es que, al cabo, siempre podremos acabar dando con quien nos maneja a su antojo, haciéndonos creer que somos en realidad nosotros quienes manipulamos los resortes de su candor. El propio La Rochefoucauld nos advierte sobre ello:

«La manera más segura de ser engañados es creernos más astutos que los demás» [Máximas, 127].

Así pues, la primera condición para ser realmente astuto es, con toda probabilidad, no parecerlo, e incluso, si ello fuera posible, aceptar que le tomen a uno por ingenuo y comprensivo, bonachón y confiado, y hasta por un poco lerdo, si es preciso.

La ingenuidad no consiste en un mero desconocimiento de los usos y convenciones sociales, como le sucede al Ingenuo de Voltaire –por más que ese desconocimiento conduzca al Ingenuo a poner de relieve lo que de artificioso e hipócrita hay en tales convenciones, y, al tiempo, permita a Voltaire, valiéndose de la confusión de aquél, llevar a cabo la crítica mordaz de la sociedad o la religión–; la ingenuidad no ha de confundirse con la pura ignorancia, o con la mera estupidez o simplicidad, sino que presupone el perfecto conocimiento de las normas –sean morales o de mera urbanidad– por las que se rige la interacción social, y se es ingenuo no por estúpido o ignorante, sino, acaso, por un exceso de naturalidad y de llevar la franqueza y la sinceridad más allá de lo que es estrictamente necesario y resulta recomendable, del mismo modo que el pensar ingenuo se asienta en su apego a lo inmediato, a lo que se manifiesta de manera que parece enteramente natural, y en otorgarle a todo ello una completa confianza y credibilidad, sin sospechar que tras lo que se muestra pueda haber algo más, sean causas que no se advierten a simple vista, sean motivos ocultos.

En algunas de sus observaciones cabría pensar que Voltaire advirtió algo de esto que decimos:

«El Ingenuo se acogió a los privilegios de la ley natural, que conocía perfectamente. El abate quiso probarle que la ley positiva debía tener todas las preeminencias, y que sin las convenciones hechas entre los hombres, la ley de la naturaleza no sería casi nunca más que un bandidaje natural» [El Ingenuo, VI].

O mejor aún cuando el Ingenuo dice hablando de sí mismo:

«puedo engañarme, pero soy sincero y siempre digo lo que pienso, o mejor, lo que siento. Creo que influyen mucho la moda, la ilusión y el capricho en los juicios de los hombres. Yo sigo mi impulso natural en cuanto digo o hago y puede ser que éste me engañe. La mayoría de los hombres no suelen guiarse por él» [El Ingenuo, XII].

Ahora bien, si el hurón bajobretón creado por Voltaire no es, como decimos, en verdad un ingenuo –y esto por mucho que, en último término, se comporte como tal; y no lo es puesto que su decir y su obrar nacen antes del desconocimiento que de la ingenuidad– alguien que perfectamente al tanto de las convenciones actuara, sin embargo, como él –y no es preciso imaginarlo como una copia exacta del personaje volteriano–, podría ser tanto un ingenuo como un individuo extremadamente astuto. La astucia busca ocultarse y no hacerse patente hasta el momento mismo de asestar el golpe certero. Y una de sus máscaras preferidas es la de la ingenuidad.

«La más sutil de la argucias es saber fingir bien que caemos en las trampas que nos tienden, y nunca es más fácil engañarnos que cuando estamos pensando en engañar a los demás» [La Rochefoucauld, Máximas, 117].

Debemos, pues, poner mucho cuidado y estar siempre alerta para no dejarnos engañar por alguien que simula ser engañado por nosotros, en tanto que es él, en verdad, quien nos engaña. Hacerlo no será, por nuestra parte, sino una manifestación de astucia. Porque, en efecto, se puede ser astuto no sólo para dañar, sino para evitar ser dañado. Y así como resulta erróneo presuponer, sin más, que el ingenuo es bondadoso, lo es igualmente dar por sentado que en todo astuto se esconde un individuo retorcido y malévolo, egoísta o embustero. A diferencia de lo que sucede con la ingenuidad –si de veras lo es y no mero ardid–, la astucia se despliega con frecuencia para la consecución de un determinado objetivo, que puede ser, ciertamente, noble o vergonzoso, y en este sentido, si así quiere decirse, bueno o malo, pero la astucia misma, que no es sino uno de los procedimientos posibles para alcanzarlo, no tiene por qué ser necesariamente ni lo uno ni lo otro, sino que puede tratarse de algo perfectamente neutro desde el punto de vista moral, y ello aun cuando sea malvado el objetivo propuesto. Aquel viejo dilema respecto a si el fin justifica o no los medios es una forma demasiado simple de plantear la cuestión, pues se trata de un caso particular en el que parece darse por supuesto que el fin es admisible y los medios ilícitos, pero el asunto es mucho más amplio y complejo: hay ocasiones en las que son perversos ambos, tanto el fin como los medios; otras, en las que los dos son moralmente buenos; una tercera situación –la comúnmente debatida– en la que siendo aceptable el fin no lo son los medios empleados para obtenerlo, y, finalmente, una cuarta en la que un fin perverso puede alcanzarse por procedimientos irreprochables desde una perspectiva moral, y en la que la maldad únicamente revertirá sobre los medios empleados a la vista del fin propuesto, pero no porque ellos mismos, con independencia de éste, pudieran ser tildados de intrínsecamente inmorales; y de igual forma que un fin bueno no hace que lo sean también los medios empleados, un objetivo perverso no torna esencialmente perversos los procedimientos usados para llegar a él. Quiero decir con esto que la astucia puede hallarse al servicio de cualquier objetivo, sin que por eso, ella, como tal, haya de ser considerada noble o perversa. Es más: yo me siento inclinado a considerarla una simple estrategia que, en principio, no tiene más de moral o inmoral de lo que pueda tenerlo un plan estratégico en una partida de ajedrez. Y creo que así como la ingenuidad que nace del desconocimiento no es tal ingenuidad, sino mera ignorancia, la astucia que se basa en la utilización de la mentira o del engaño, de la traición o el chantaje, no es astucia, sino burda maldad. Ser astuto no implica de modo inmediato engañar ni mentir; y esto es así hasta el punto de que, en muchas ocasiones, la astucia aconsejará, precisamente, no sólo no engañar al otro, sino sacarle del error en el que se encuentra, y no sólo no mentir, sino decir la cruda verdad, aunque también es cierto que, en muchas otras, ser astuto conlleva dejar que el otro permanezca engañado –que no es lo mismo que engañarle– y no decir la verdad siempre –que no es lo mismo que mentir–. Y si cualquiera de esas formas de proceder son consideradas innobles, entonces es preciso concluir que el deber moral nos obliga a llamar a la puerta del vecino para decirle que nos parece tonto, guarro y mala persona. Mas no creo que nadie lleve a esos extremos las exigencias de la moralidad, y me parece que todo el mundo entiende claramente que aun cuando demos por bueno que se ha de decir siempre la verdad, eso no significa que estemos obligados a decir la verdad siempre. Pues bien, la astucia consiste, entre otras cosas, justamente en esto: en saber cuando procede decir y cuando callar, y eso aun cuando ese decir o callar se hallen al servicio de la consecución de un determinado objetivo (que será moralmente bueno o malo. Ésa es otra cuestión distinta).

Para ser astuto es preciso, pues, ser capaz de simular y disimular, de fingir y de controlar con sabio artificio toda espontaneidad, de obtener la máxima información proporcionando la mínima… Pero, sobre todo, saber cuando conviene hacer eso y cuándo justamente lo contrario. Resultaría, por ejemplo, completamente ridículo decir que la astucia obliga al continuo disimulo o fingimiento, porque sin duda que muchas veces será así, mas otras lo verdaderamente astuto será no fingir ni disimular en absoluto. Que se tenga la capacidad para hacerlo (algo que no le es dado al ingenuo) no significa que haya que hacerlo a todas horas. El astuto es, primordialmente, un individuo capaz de calcular y controlar lo que ha de hacer o decir. En este sentido, en contra de lo que él piensa, las recomendaciones de Mazarino no definen la astucia, sin más, puesto que ser astuto supone saber cuando es conveniente hacer justo lo contrario de lo que él recomienda. Lo que caracteriza realmente al astuto, creo yo, es la ausencia de espontaneidad y naturalidad, el permanente control que ejerce sobre sus impulsos y sus emociones, la frialdad y el cálculo permanente que le conduce a no dar un paso sin saber y decidir previamente dónde quiere poner el pie; y el astuto puede esperar el tiempo que sea preciso para hacerlo. Ser astuto implica, por tanto, ser paciente. A muchos los pierde, precisamente, la impaciencia, y temen que no dar una respuesta inmediata, de palabra u obra, sea tachado de pusilanimidad. Pero la astucia es lo opuesto a la inmediatez, y el astuto sabe aguardar siempre el momento oportuno. Nada le va a él en que los demás puedan atribuir su actitud a las más variadas razones, sea a falta de carácter, sea a un carácter exaltado: él es consciente en todo momento de no actuar más que en función del cálculo y la prudencia. Y junto a la paciencia –claro está–, el conocimiento de los medios más apropiados para alcanzar el fin propuesto, unido, además, a la capacidad para desplegarlos en la consecución de dicho fin. Y por eso, lo que define el pensar astuto es el recelo y búsqueda permanentes más allá de lo que se muestra, y, con ello, la sospecha de que detrás de las cosas y personas, de sus intenciones o motivos, existan, quizás, elementos ocultos. Ser astuto, en suma, consiste en no ser individuo de primera impresión, sino de segunda, y aun de tercera, si hace falta, Resumíamos nuestro retrato del ingenuo con unas palabras de Gracián. También podemos acudir a él para acabar de perfilar el del astuto:

«Obrar de intención, ya segunda y ya primera. Milicia es la vida del hombre contra la malicia del hombre. Pelea la sagacidad con estratagemas de intención: nunca obra lo que indica; apunta, sí, para deslumbrar; amaga el aire con destreza, y ejecuta en la impensada realidad, atenta siempre a desmentir. Echa un intención para asegurarse de la emula atención, y revuelve luego contra ella, venciendo por lo impensado. Pero la penetrante inteligencia la previene con atenciones, la acecha con reflexas, entiende siempre lo contrario de lo que quiere que entienda, y conoce luego cualquier intentar de falso; deja pasar toda primera intención, y está en espera a la segunda, y aun a la tercera. Auméntase la simulación al ver alcanzado su artificio, y pretende engañar con la misma verdad. Muda de juego, por mudar de treta, y hace artificio del no artificio, fundando su astucia en la mayor candidez. Acude la observación intendiendo su perspicacia, y descubre las tinieblas revestidas de la luz; descifra la intención, más solapada cuanto más sencilla. Desta suerte combate la calidez contra la candidez de los penetrantes rayos de Apolo» [Oráculo manual, 13].

No conviene, con todo, ser astuto pasado de rosca, porque así como un ingenuo extremo corre el riesgo de venir a dar en necio, no menos expuesto se halla quien busque hacer de la astucia un oficio a no ser astuto en absoluto, sino simple delirante paranoico. Ambos serían, así –por decirlo con Aristóteles–, dos extremos viciosos de lo que debe ser un individuo cabal: alguien que no cree en cuentos de hadas ni descubre peligros en cada gesto o en cada palabra; que no vive para engañar, mas tampoco para ser engañado; que ni se deja mangonear ni mangonea; alguien, en suma, que no se obsesiona por parecer el más listo, mas al que le preocuparía, ciertamente, ser el más tonto.

 

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