Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 74 • abril 2008 • página 5
El pensador sionista Ajad Haam, objeto de nuestro último artículo, publicó, en 1891, un ensayo titulado La vara de la justicia y la vara de la piedad. En él enumera las diferencias entre esas dos virtudes: mientras la primera juzga un acto por el acto en sí, y conceptúa a toda causa en base del efecto que produjo, la piedad, por el contrario, detiene su juicio en la identidad del ejecutor, y juzga a los efectos por su causa.
Ajad Haam empieza admitiendo que, en el desarrollo moral de la humanidad, el valor de la justicia precedió al de la misericordia. Tanto los niños, como los pueblos en sus primeros estadios de desarrollo, distinguen solamente entre hechos, y no se detienen en quiénes los realizan. No consideran circunstancias atenuantes ni agravantes, ni diferencian entre el error y la alevosía, o entre la coacción y el albedrío.
Hay ordenanzas bíblicas que reflejan dicho avance moral, como la que establece ciudades para proteger a los criminales impremeditados (Números 35:22), o la que exonera a la mujer que fue violada (Deuteronomio 22:26).
Marcada esa diferencia entre el criterio de la justicia y el de la piedad, Ajad Haám procede a señalar la paradoja de que, una vez que la segunda se estableció como criterio, se corre el riesgo de caer en un grave retroceso al extremarla. La piedad extrema no sólo no constituye un nuevo progreso sino que, por el contrario, expresa un categórico retroceso moral.
El motivo de ello es claro. La vara de la misericordia no condena el mal sino la voluntad del mal. Por ello termina por absolver al trasgresor apenas se halle un atenuante para su conducta en una recóndita esquina de su corazón… especialmente su ese corazón es el propio: tendemos a siempre encontrar atenuantes en el momento de juzgar nuestra propia conducta.
La piedad extrema, entonces, con su deseo de «juzgar favorablemente a todo hombre», termina por aplicarse a uno mismo, facilitando que siempre usemos las causas propias para justificar la más brutal de las conductas.
Este desvío lleva a Ajad Haám a la conclusión de que el progreso moral no se basa en la misericordia, sino en «la vara de la justicia», tan depurada y tan perfeccionada como pueda ir lográndose a lo largo de los siglos.
En este sentido, la religión judía tiene imagen de legalista. Si hacemos caso omiso de las frecuentes distorsiones generadas por dicha imagen, hay cierta razón en percibirla de ese modo. El judaísmo es muy poco teológico; no abunda en detalles en los vericuetos de la fe, y siempre ha puesto el acento en la conducta de la persona, en los actos que ejerce –y no en los sentimientos o la voluntad que acompañaron a esas acciones.
Con todo, a pesar de su carácter legalista, el derecho hebreo incluye un principio general que corrige el exceso en el que podría uno caer cuando prioriza la acción por sobre la fe. Ese principio se denomina «Pikúaj Néfesh»: la protección de la vida humana, que es percibida como superior a toda otra consideración.
En pocas palabras: en toda ocasión, deben agotarse los esfuerzos para salvar la vida humana, aun si para efectivizar dichos esfuerzos se incurra en la trasgresión de otros preceptos religiosos, como la observancia del sábado (así lo explica el tratado talmúdico Yoma 84b).
Para el judaísmo, es inadmisible que preceptos rituales pongan en peligro la vida misma.
Hoy como ayer
El versículo bíblico que sirve de fundamento al Pikúaj Néfesh es: «No dejarás pasar el derramamiento de sangre de tu hermano» (Levítico 19:16), al que sigue el celebérrimo «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (del que frecuentemente se ha soslayado su origen mosaico).
La norma aparece precedida por leyes sociales: proporcionar parte de la recolección a los indigentes, y las prohibiciones del despojar, apropiarse del salario, y pervertir la justicia.
Ejemplos clásicos de Pikúaj Néfesh son que todas las leyes sabáticas deben suspenderse en aras de suministrar cuidado medico a los enfermos, que un convaleciente puede comer comidas prohibidas si son necesarias para su recuperación, y que aun el ayuno del Día del Perdón debe anularse si hay riesgo de enfermedad.
El genio del medioevo de Sefarad, Moisés Maimónides, explicó que el objeto del principio es alentar la paz en el mundo (Mishné Torá, 2:3). Dicha interpretación le otorga una vigencia especial para hoy en día, durante la guerra que el islamismo (y no el Islam) ha impuesto a Occidente, a saber: una religión debería ser justipreciada por su flexibilidad en el momento de hacer a un lado sus propios principios rituales en aras de priorizar la vida humana.
Frecuentemente, los líderes islamistas son muy explícitos en su devoción a principios que contradicen la vida. Festejan la muerte en una especie de reedición de la necrofilia analizada por Erich Fromm.
El líder del Hamas Ahmad Bahr, cuando presidía el Consejo Legislativo Palestino, pronunció un ilustrativo sermón en una mezquita sudanesa que fue transmitido por la televisión de ese país, el 13 de abril de 2007): «que Alá mate a todos los judíos y norteamericanos, hasta el último de ellos… ellos son cobardes que aspiran a vivir, mientras nosotros aspiramos a morir para gloria de Alá».
No era la primera vez que la muerte es así glorificada, que es enseñada a los niños como meta superior, como forma de devoción, que es celebrada con danzas macabras, que es producida con decapitaciones y flagelaciones públicas. Todo en aras de una causa religiosa supuestamente superior que los anima.
Frente a un enemigo que festeja la muerte, no alcanza con exaltar la vida: hace falta acompañar esa exaltación con un rechazo abierto, inequívoco y categórico a los dogmas que amenazan con retrotraer a la raza humana a sus estadios más primitivos.