Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 74 • abril 2008 • página 8
La ciencia moderna, el proyecto que por encima de cualquier otro define al hombre actual, ha nacido hace ya más de cuatro siglos, pero en los últimos cien años lleva una carrera verdaderamente galopante. Empieza con la construcción teórica de un mundo artificial y mutilado, pero precisamente por eso, rigurosamente exacto y matemáticamente mensurable. La realidad primera de las cosas consiste sólo en la extensión y el movimiento, que explican las otras propiedades, al parecer secundarias y derivadas, y lo que es más importante, las ordenan y las miden.
En un primer momento las únicas ciencias que alcanzan el ideal matemático son la astronomía, la física cinemática y la dinámica, pero en la actualidad siguen su camino los demás conocimientos positivos, que dibujan un espacio totalmente cuadriculado, tanto más fácil de manejar cuanto más diferente es del mundo de todos los días.
La prolongación y al propio tiempo el objetivo de este proyecto científico es la creación de una técnica, gracias a la cual el hombre consigue dominar a la naturaleza, primero con cierto respeto, después con creciente altanería y hasta desdén. En la medida en que los físicos y sus compañeros de oficio realizan en sus laboratorios una serie de observaciones y medidas artificiales se sitúan ya en este nuevo universo, sin necesidad de abandonar el terreno de la pura teoría. Cuando a partir de aquí aplican a la práctica sus descubrimientos no hacen otra cosa que desarrollar todas las posibilidades abiertas por esa forma de ver las cosas.
Pero lo más interesante y al mismo tiempo lo más amenazador de esa situación son los síntomas que la acompañan y que anuncian un punto de inflexión en la marcha de la historia. En primer lugar sucede que el proyecto científico sufre una gigantesca hipertrofia, igual a la que ha afectado a los imperios y las organizaciones eclesiales, inmediatamente antes de sus crisis de agotamiento o trasformación. Todavía a principios de siglo los grandes descubrimientos y sus aplicaciones prácticas mantienen una referencia continua al hombre común, aunque amplían su convivencia y su horizonte existencial. Pero desde entonces hasta ahora, en guerra y paz, la técnica, a través de un proceso cada vez más rápido y al parecer indefinido, ha creado un espacio artificial, que invade y sustituye casi por completo y sin dar explicaciones al viejo mundo donde desde siempre el hombre estaba instalado.
Hay otros síntomas de que este proyecto científico está próximo a una trasformación radical. Su acción en efecto se extiende a toda la tierra y únicamente encuentra sus límites insuperables en el mismo carácter ecuménico y en el ámbito universal de aplicación. Existe además un desajuste entre el avance imparable y desbocado de las técnicas específicas y el desconocimiento de sus objetivos finales y de la realidad global sobre la que se construyen, o lo que es igual, entre ciencia y filosofía. Y finalmente quienes de grado o por fuerza, por activa o por pasiva, están integrados en esta situación comienzan a sentir una incomodidad y un desasosiego creciente, como si necesitasen cambiar de asiento y hasta de lugar. Habrá que retroceder hasta la Roma de los Césares y todavía más hasta el helenismo para encontrar en la historia un cuadro clínico y un diagnóstico semejante.
En primer lugar este nuevo proyecto científico y técnico actúa sobre la naturaleza mediante una actividad trasformadora, cada vez más poderosa y eficaz. Por eso sucede que el espacio donde el hombre vive y donde trabaja, los instrumentos de producción, las líneas y medios de transporte y comunicación, y hasta los útiles que emplea en las actividades cotidianas más insignificantes son totalmente artificiales. Y lo que todavía es más decisivo, esta forma de vida es a los ojos de todos la natural, y por eso se extiende sin límites últimos y sin necesidad de justificación a lo largo y ancho del mundo habitado.
Pero además quienes crean este mundo artificial y viven en él necesitan explotar los recursos que descubren en forma de materia o de energía. La constante depredación de la tierra y la creciente trasformación del ámbito natural en que el hombre vive es el doble tributo que hay que pagar a cambio de obtener nuevos bienes en cantidad y cualidad difícilmente imaginables. La técnica crece indefinidamente no sólo por su extensión espacial, sino además por la intensidad de su acción sobre la naturaleza.
La ciudad moderna es el universo artificial donde nacen las ciencias y donde se organiza primero la producción y después el consumo en serie, todo de acuerdo con un plan trazado siguiendo un riguroso esquema geométrico. Los habitantes de este espacio euclídeo y cartesiano van a ser los protagonistas de la nueva época y por eso mismo experimentan a partes iguales cuanto tiene de positivo o de adverso. Y esto no sólo por su relación con el mundo exterior, sino también y sobre todo por la nueva forma de coexistencia igualmente artificial,
La pólis antigua es un lugar de encuentro de todos los ciudadanos, hasta tal punto que su extensión y su población están naturalmente definidas por la posibilidad de una comunicación directa. Al contrario, las ciudades actuales proporcionan una serie de facilidades, pero a cambio de una fragmentación de su espacio, una incomunicación total y un régimen de vida celular. La comparación con las metrópolis de los grandes imperios y con el talante individualista de sus formas de vida parece otra vez inevitable.
La filosofía contemporánea es una reflexión sobre el doble aspecto de este proyecto científico y de sus derivaciones técnicas. Se puede prestar atención, primero que nada, al contenido de dicho proyecto y particularmente a la violenta revisión que afecta en concreto a cada una de las ciencias y en general al lenguaje y al método común a todas ellas. La aventura empieza a principios de siglo con las investigaciones matemáticas de Frege y Russell y con la teoría de la relatividad y culmina con las elaboraciones de los pensadores del Círculo de Viena, alrededor de los años 30.
Inmediatamente después de la segunda guerra mundial los científicos y filósofos anglosajones se reparten la tarea de promocionar los conocimientos positivos, cerrando el paso al parecer para siempre a la metafísica. Mientras en Norteamérica continúa imparable la carrera de los descubrimientos técnicos, al otro lado del Atlántico, en las viejas universidades de Oxford y Cambridge, el análisis del lenguaje común demuestra que los viejos y al parecer eternos problemas de la filosofía nacen de preguntas que al estar mal planteadas no tienen sentido ni por supuesto solución.
Pero se puede también pensar que la ciencia y la técnica es –independientemente de sus logros y su contenido– un proyecto humano, tan nuevo y reciente que no ha cumplido aún cuatro siglos. Y se puede pensar que el espacio creado por los físicos matemáticos y todos sus descendientes recorta de forma el universo común, dejándolo reducido a unas pocas y propiedades mensurables. Para que los hombres no queden ahogados por una de sus obras, quizás la más grande, necesitan retroceder hasta la realidad radical de la vida donde el sujeto y su mundo están unidos en conexión inseparable y recíproca y donde cada uno de los actos mantiene íntegro el carácter de posibilidad.
La nueva escuela, nacida en el mismo 1900 y extendida por toda Europa, utiliza un método descriptivo –la fenomenología– que prescinde de cualquier explicación y pone en entredicho todas las teorías filosóficas o científicas, por muy venerables que sean. El necesario punto de partida del conocimiento es la consciencia, que no sería tal si no estuviese abierta a las cosas mismas que se le ofrecen en su nuda presencia. La descripción de la existencia humana y de su mundo de posibilidades tal como se aparece a una mirada inocente, es uno de los logros más espectaculares de esta forma de pensar.
La filosofía del siglo XX nace en una u otra forma del proyecto de vida colectivo que proponen la ciencia y la técnica, pero al mismo tiempo representa una superación y una radicalización del positivismo. Para empezar, el conocimiento empírico organizado lógicamente, describe al mundo tal como es, después de haberlo observado y medido, y por consiguiente prescinde de las leyes y hechos objetivos previos a la experiencia, que son la piedra clave de los pensadores del ochocientos.
La fenomenología es todavía mucho más radical, pues se ocupa de las cosas tal como se aparecen a la mirada del hombre antes de que la ciencia matemática construya a partir de esta realidad primera otra completamente artificial. La existencia humana y su mundo común son el fenómeno por excelencia, pues a partir de ese principio y en ese escenario se van a desarrollar los infinitos proyectos individuales y colectivos que componen la trama de la historia. En cuanto a la ciencia –a pesar de todas sus pretensiones– es un saber derivado de este positivismo superior.
1. La crítica de las ciencias
El proyecto científico y técnico del hombre actual sólo es posible si somete a una violenta revisión todos los principios en que se apoya su conocimiento positivo de la naturaleza. Sin hacer demasiada fuerza a las palabras vale decir que desde la segunda mitad del siglo XIX hasta ahora, las ciencias, en vez de ser el descubrimiento de unos hechos previos y de sus relaciones objetivas y constantes, construyen su propio objeto. Y eso desde las más abstractas, la geometría y la aritmética por ejemplo, hasta los complejos y novedosos estudios de la física. La mejor forma de demostrarlo es hacer un recorrido completo por todos éstos renovados saberes.
Las matemáticas
La geometría clásica se funda desde los tiempos de Euclides en una serie de principios, al parecer evidentes por sí mismos, que dan origen por vía de inferencia lógica a las verdades derivadas o teoremas. Es cierto que algunos de esos principios –las definiciones– son construcciones del propio matemático, pero los más ilustres de todos, que por eso mismo merecen el nombre de axiomas, se imponen con tal fuerza que pueden servir de noción común a cualquier ciencia. Por ejemplo, que el todo no está en sus partes o que una igualdad se mantiene cuando se resta idéntica magnitud a sus dos miembros.
Mucho más grave es el caso del postulado de las paralelas, que se puede dividir en dos –por un punto exterior se puede trazar una paralela a una recta y además sólo una–. Eso no es desde luego una noción común ni al parecer una definición, y sin embargo es absolutamente necesario para construir el cuerpo de la geometría de las líneas rectas y circulares. Hasta tal punto que Euclides se ve obligado a solicitar la confianza de sus oyentes y de sus potenciales lectores, en vista de que no los puede convencer a través de un razonamiento apodíctico.
En un método exacto como el matemático la exigencia de los postulados es un verdadero escándalo científico, que debe evitarse por cualquier medio posible. Sin embargo, todavía a principios del siglo XIX, Gauss sólo consigue demostrar que a partir de la doble negación del enunciado de Euclides se construye un sistema perfectamente coherente donde ni siquiera cabe la reducción al absurdo. En consecuencia una posible geometría no euclidiana, por muy extraña que parezca a las categorías de este mundo empírico, cumple todos los requisitos formales exigidos por la ciencia deductiva.
A mediados de siglo dos geómetras van a realizar lo que para Gauss era todavía una pura posibilidad. Riemann define un espacio esférico y cerrado, donde todas las rectas o círculos máximos se cruzan, sin que haya lugar ni siquiera para una sola paralela. A su vez Lobatchevsky imagina una curvatura doble y abierta –espacio de silla de caballo– desde el que se pueden trazar infinitas paralelas. Por supuesto los teoremas que se deducen por vía de demostración de estos principios y los correspondientes sistemas formales son del todo diferentes.
Las consecuencias de todos estos hallazgos para la teoría de la ciencia son verdaderamente decisivas. En primer lugar no existe una sola geometría, sino tantas cuantos sean los principios y el conjunto de proposiciones que se deriva de cada uno de ellos. Pero además estos sistemas no pretenden, ni juntos ni por separado, la verdad absoluta sino sólo su coherencia interna y su validez formal y relativa.
Y lo que es más importante, el postulado de las paralelas es en realidad una definición implícita del espacio recto y en consecuencia una construcción convencional del propio Euclides para los usos de su geometría. Análogamente los principios de Riemann y Lobatchevsky son otras tantas hipótesis libremente elegidas, que dibujan un espacio esférico o de curvatura negativa, deduciendo lógicamente sus propiedades. En todos estos casos –y pueden ser infinitos– los objetos de la ciencia más antigua y venerable sólo existen después que han sido construidos por los geómetras.
Poco después –ya a principios del siglo XX– la aritmética va a seguir un camino semejante. El filósofo inglés Bertrand Russell somete a crítica sus principios en busca de otros más simples y sólidos, partiendo de los valiosos estudios previos realizados por Frege, Peano y Cantor. En primer lugar deriva todas las ramas de esta ciencia –incluyendo por supuesto la geometría analítica– de un conjunto de proposiciones referidas a los números naturales. A continuación define esos mismos números en función de las categorías de relaciones y conjuntos, unificando por primera vez la lógica y las matemáticas.
Dadas dos o más clases, se dice de ellas que tienen el mismo número si sus elementos mantienen entre sí una relación de uno a uno. Según esto un número es un conjunto de clases tal que dos cualesquiera de ellas son coordinables entre sí y a la inversa, ninguna que no pertenezca al conjunto es coordinable con las incluidas en él. Esta primera definición, –que de forma implícita abarca la noción de igualdad y el propio principio de conveniencia– es previa a las clasificaciones tópicas de la aritmética.
Russell toma como punto de partida los cinco axiomas de Peano relativos a los números naturales y los reduce a una definición matemática, es decir a una construcción. La inducción no es un principio misterioso, sino una operación mental por la cual se crea sucesivamente una progresión, añadiendo a cada elemento de la serie la unidad. Por eso mismo vale más utilizar la expresión de números inductivos, que determina la forma con que se obtiene por definición ese primer conjunto.
Los enteros positivos o negativos y los fraccionarios son –al revés que los naturales– un conjunto de relaciones. En particular Russell define la fracción m/n como la relación que guardan entre sí dos números x e y, cuando xn sea igual a ym. Esta serie de las fracciones tiene la propiedad de ser densa, porque entre una pareja cualquiera de sus términos se puede intercalar un tercero –y por consiguiente infinitos– de tal forma que nunca haya dos consecutivos.
La definición matemática por construcción es mucho más necesaria en el caso de aquellos números –por ejemplo los imaginarios y los infinitos– que no tienen ninguna referencia objetiva. En el primer caso Russell establece convencionalmente una doble igualdad entre los dos pares ordenados de números reales (x, y) y (x'y') de forma que su suma sea igual a (x + x', y + y') y su producto igual a (xx'- yy', xy' + x'y). En este caso salta a la vista, tanto la sencillez del principio como su carácter totalmente constructo.
Un conjunto infinito de números tiene la extraña propiedad de que sus elementos pueden corresponderse uno a uno con los de sus partes o subconjuntos –cada cardinal entero tiene un doble y sólo uno y cada doble tiene justamente una mitad–. Según el criterio de igualdad de Cantor y Russell resulta evidente que en este caso concreto no se cumple el principio de que el todo es mayor que cada una de sus partes. Más exactamente ese pretendido axioma es sólo un criterio para la construcción de conjuntos finitos. En el caso de las series infinitas vale una convención rigurosamente opuesta, que afirma la coordinabilidad y por consiguiente la igualdad de la clase universal y de todas las subclases contenidas en ella.
Al término de este análisis, Russell puede resumir claramente el carácter constructo de las ciencias deductivas mediante una sentencia que se ha hecho tópica a fuerza de ser repetida y que vale lo mismo para la aritmética que para los desarrollos de los geómetras desde Gauss. «Las matemáticas son un juego y sus principios las reglas de ese juego.»
La definición operacional en física
El positivismo clásico parte de la base de que los objetos estudiados por la física y las ciencias subalternas existen en el mundo antes de que una experiencia controlada y repetida los someta a observación y medida. El conocimiento humano se limita a descubrir la naturaleza y sus leyes generales para guiar su actividad de acuerdo con ese modelo insobornable y rígido. El observador y sus datos empíricos están en este sentido radicalmente separados.
El ámbito de las ciencias positivas abarca, no sólo los hechos físicos, sino sus relaciones constantes –las leyes– que tienen un carácter objetivo y bien real. Lo mismo sucede con las categorías que ayudan a entender la trama de los fenómenos, el espacio, el tiempo y el movimiento absoluto, el determinismo causal o la finalidad de los seres vivos. Nadie medianamente serio pondría en duda en la última centuria la existencia independiente de este mundo empírico y de toda su gigantesca tramoya.
Los científicos del siglo XX siguen un positivismo mucho más radical. Para ellos sólo tiene sentido un fenómeno, una ley o una idea después de que se haya sometido al control experimental, pero nunca antes. El objeto de la física no son los hechos ni las leyes, sino más modestamente las observaciones. Ahora bien, esto quiere decir que el mundo empírico únicamente es un dato después de una construcción, a veces extremadamente laboriosa.
En la definición de cualquier entidad de la ciencia positiva forzosamente tienen que estar integradas las distintas operaciones que hacen posible su observación y su medición. Por supuesto que también tiene que intervenir el propio sujeto, acompañado de sus aparatos de medida. En el caso de que esas condiciones traigan consigo la anulación o la modificación de las categorías más venerables del pensamiento habrá que acostumbrarse a caminar sin ellas.
Efectivamente, si se estudian los fenómenos de la física de las magnitudes y velocidades medias, es posible prescindir de los instrumentos de observación y sobre todo del más ilustre de todos, la luz. Pero en el caso de grandes velocidades o de pequeñas partículas atómicas, la operación de observar produce un auténtico terremoto y cambia todo el campo de experiencia y las categorías en que tradicionalmente estaba encuadrado.
La definición operacional tiene dos efectos complementarios. Trasforma la física y luego de ella todas las otras ciencias en construcciones donde intervienen a partes iguales el observador y sus objetos. Además cumple una función crítica, sometiendo a los conocimientos positivos a una enérgica purga de las ideas que no se corresponden del modo más estricto con la experiencia.
La relatividad
La ciencia clásica determina el movimiento de los cuerpos a partir de dos patrones de medida rigurosamente homogéneos. La constancia del espacio y el tiempo absolutos exige que todas sus partes tengan las mismas propiedades, que en consecuencia sean infinitos en magnitud e infinitamente divisibles, y además y sobre todo que estén separados y sean independientes de todos los fenómenos sometidos a medición. El prestigio creciente de la física matemática hace que estos fundamentos sobre los que al parecer se sostiene, gocen de excelente salud hasta finales del siglo XIX.
En el año 1890 Michelson y Morley, situados sobre la Tierra que desarrolla una velocidad de treinta kilómetros por segundo y utilizando técnicas de observación sumamente precisas, miden la velocidad relativa de dos rayos de luz perpendiculares. Uno de ellos sigue un camino de ida y vuelta en la misma dirección terrestre, mientras que su compañero elige un trayecto trasversal. En el caso de que el espacio y el tiempo sean homogéneos y de acuerdo con las ecuaciones más elementales de la mecánica, la línea longitudinal forzosamente tiene que invertir un tiempo mayor en su recorrido total. El éxito negativo de la experiencia –los dos rayos de luz llegan justo al mismo tiempo– y su repetición constante con los mismos resultados, dejan durante quince años a los físicos en la más absoluta perplejidad.
Sólo en el 1905 Einstein toma la decisión de incorporar a la definición del espacio y tiempo las técnicas de observación que permiten verificar empíricamente y medir estas dos entidades físicas. Esto supone admitir de una buena vez que la luz mantiene la misma velocidad, cualquiera que sea el estado de movimiento uniforme o de reposo tanto del foco como del observador. Supone además que el rayo luminoso ha recorrido una cantidad de tiempo que será tanto mayor cuanto más necesite anular el incremento relativo en la velocidad de sus dos mensajeros perpendiculares.
De esta forma, a medida que aumente el movimiento de un sistema, su duración interna se dilata cada vez más o a la inversa su extensión se contrae, todo en función de la nueva constante c. Por consiguiente el espacio y el tiempo no tienen un carácter absoluto y universal, sino que son entidades locales que sólo se pueden definir dentro de una zona del universo físico. Como por otra parte ninguno de estos sistemas puede ser tomado como punto privilegiado de referencia, sólo cabe establecer entre todos ellos un conjunto de ecuaciones que ayuden a trasformar mutuamente sus valores tempoespaciales.
En el año 1914 Einstein generaliza su teoría, que desde entonces comprende, no sólo el movimiento uniforme, sino además el acelerado. Ahora bien una serie de experiencias comprueba que la aceleración crea dentro del sistema en movimiento un campo pseudogravitatorio, donde se reproducen exactamente todos los fenómenos atribuidos en la física clásica a la atracción. De esta suerte es posible repetir y controlar y si es caso rectificar a partir de experiencias y de artificios por lo menos idealmente posibles las leyes descubiertas por Kepler y calculadas por Newton.
Según estos extraños pero rigurosos experimentos, un rayo de luz que atraviese una cámara en aceleración describe una curva semejante a una parábola muy abierta. En consecuencia las visuales dentro de ese campo son curvilíneas, los triángulos mayores de 180 grados, y el espacio de curvatura positiva, según el esquema de Rieman. Einstein da un último paso y afirma que la desviación de la luz en ese campo pseudogravitatorio, se corresponde con el movimiento de los cuerpos en torno a su centro de gravedad por efecto de la curvatura del espacio en la proximidad de las grandes masas. Las experiencias de los astrónomos ingleses, que aprovechando el eclipse de sol del año 1917 consiguen medir la trayectoria de la luz en las inmediaciones de la órbita de Mercurio comprueban la exactitud de la teoría de la relatividad general, corrigiendo los principios, que parecían inconmovibles, de la mecánica clásica.
La física atómica
Desde el siglo XVII y de forma unánime hace cien años, los científicos explican la constitución del mundo físico y sus variaciones en densidad y volumen a partir de una serie de partículas indivisibles –los átomos– que forman por agregación los cuerpos compuestos. El científico ruso Mendeleiev consigue clasificar loa cuerpos elementales a partir de las propiedades atómicas, particularmente su peso y número, e invita a construir un modelo mecánico para explicar la estructura interna de cada uno de ellos.
A partir de principios de siglo, primero Rutherford y luego Niels Bohr consiguen diseñar una maqueta del átomo, que al parecer da razón de sus cualidades internas y de las combinaciones químicas entre los elementos de acuerdo con la ley de proporciones constantes. Es semejante a un sistema planetario en miniatura con un conjunto de partículas positivas –los protones– en su centro y otras tantas negativas –los electrones– girando en determinadas órbitas alrededor de ese punto. Pero como los físicos no tiene afortunadamente límites para su curiosidad, pronto dirigen su atención hacia los corpúsculos subatómicos, intentando definir con todo rigor su posición y su velocidad.
Desde luego que esos datos no tienen ningún sentido empírico –en virtud de la propia definición operacional– antes de haberlos sometido a observación. Pero sucede que esa observación es imposible si no se emplea en ella una cantidad de energía no inferior a un cuanto de luz. Este factor es despreciable ante grandes magnitudes, pero modifica el fenómeno de forma imprevisible al enfocar unas partículas poco más que infinitesimales.
La consecuencia es tan lógica como sorprendente. En la medida en que una observación define la posición de un electrón, en esa misma medida modifica su velocidad, y a la inversa cualquier definición de la velocidad modifica la posición. Desde el punto de vista de la ciencia positiva el mundo interior del átomo no cumple el requisito determinista, que era la exigencia fundamental de la física matemática desde su misma aparición.
El principio de indeterminación o de complementariedad del observador y la observación ha sido formulado por el físico alemán Werner Heisenberg en el año 1927. Según él es imposible que una causa defina de una forma constante y unívoca un mismo efecto o que la naturaleza obedezca a leyes fijas sometidas a cálculo. Sólo cabe hablar de unas probabilidades, tanto más inestables cuanto más pequeñas sean las magnitudes objeto de consideración empírica y de medida.
Por otra parte el tratamiento de estos datos sumamente rebeldes, con la ayuda de la matemática estadística, exige que cada electrón y en general cada partícula pierda su individualidad, quedando reducido a la variable aleatoria de una población de elementos. Las consecuencias de este nuevo punto de vista son tan inmensas que el propio Einstein –el último gran determinista– se resiste tenazmente a admitirlas, a pesar de haber sido él quien ha sentado las bases de la definición operacional en la ciencia física.
2. La filosofía del lenguaje
El progresivo desarrollo y la revisión radical de todas las ciencias, sólo es posible cuando se descubre un lenguaje que define con toda precisión el universo de su discurso. La difícil construcción de este nuevo idioma es la tarea del positivismo lógico, que no es desde luego el sistema más profundo y genial del siglo XX, pero sí en cambio el más representativo. Efectivamente, como quiera que cada uno de los saberes positivos observan y dan razón de una zona determinada de la realidad eliminando toda pretensión metafísica, la filosofía queda reducida a una lógica y esta a su vez a una modesta teoría del lenguaje científico.
Avenarius y Mach, al construir a finales de la última centuria y principios de la actual el empiriocriticismo, echan las raíces de la nueva filosofía positiva. Según ellos el conocimiento, en continuidad con la biología de los animales que se adaptan mediante reflejos innatos al medio ambiente, consigue también en un nivel superior adaptar los pensamientos a los hechos a través de las observaciones. A partir de aquí el hombre elabora conceptualmente su experiencia de acuerdo con los principios de continuidad, persistencia y economía mental. De esta forma las ciencias dejan de tener un valor absoluto y se circunscriben a límites muy preciso siempre en función de las posibles reacciones del organismo humano ante los hechos.
De todas formas estos primeros desarrollos se habrían mantenido en los límites de su contenido puramente empírico, si una serie de lógicos eminentes, empezando por Frege y Peano en los años de mil ochocientos y terminando por el monumental tratado de Russell y Whitehead –Principia Lógica 1910-1913– no se hubieran dedicado a crear un lenguaje rigurosamente formal, que a través de escasos símbolos conectivos establece una sintaxis muy precisa entre las distintas variables proposicionales.
La lógica matemática está construida a partir de unos pocos principios elegidos convencionalmente, a condición de que sean independientes - ninguno de ellos se puede deducir de otro - suficientes, no redundantes, y sobre todo consistentes entre sí y con el resto del sistema derivado desde ellos. En un primer momento las expresiones, simples o compuestas, sólo tienen dos valores, el de verdad y el de falsedad, y pueden ser representadas y sometidas a cálculo, de acuerdo con las operaciones de una numeración binaria.
Parece difícil, sino imposible, que alguien consiga poner de acuerdo el empiriocriticismo de Mach y Avenarius con las rigurosas exigencias de la nueva lógica formal. Quien se limite a registrar los fenómenos físicos y sus leyes encuadrándolos dentro de las limitadas reacciones orgánicas de nivel superior, tiene que renunciar a cualquier construcción de pensamiento que lleve el formalismo hasta sus límites finales. Quien por el contrario elabore un lenguaje simbólico, convencional y exacto tiene que dejar de lado al parecer el contenido entero de su experiencia.
La rara avis que realiza la hazaña de unificar la lógica más exigente y el empirismo más radical sin desvirtuar ninguno de los dos, se llama Ludwig Wittgenstein y lleva la existencia apacible y casi ignorada de un intelectual. Su mismo maestro Russell sólo lo cita en la Introducción a las Matemáticas (1918) a pié de página, advirtiendo únicamente que nada sabe de él, ni si vive. Afortunadamente tendrá pronto noticias de este discípulo excepcional, y él mismo será el encargado de prologar, dos años después, su obra fundamental, el Tractatus.
El Tractatus
Wittgenstein organiza su obra more geométrico, a través de una secuencia de decimales, que señalan la importancia y el alcance de cada proposición. Según sus primeros pasos el mundo es la realidad total y a su vez esta realidad consiste en la existencia o no existencia de hechos elementales independientes en conjunción entre sí (2.06). La totalidad de estos hechos, positivos o negativos, determina cuanto sucede y cuanto no sucede.
De todas formas la lógica no considera este mundo en su pura contingencia, porque lo incluye dentro de un espacio ideal que lo abarca totalmente y le señala sus límites. Los hechos de que se ocupa la lógica son todas las posibilidades (2.0121) y precisamente por eso se da la paradoja de que sus principios y leyes son rigurosamente necesarios. El conocimiento previo de este universo posible, señala las líneas que ha de seguir forzosamente cualquier discurso sobre el mundo.
Toda realidad en efecto, cabe dentro del modelo que represente la posibilidad de la existencia o no existencia de los hechos elementales, o lo que es igual, la conjunción de hechos dentro de un espacio lógico. (2.201-02). Por definición, todo cuanto ese modelo figura, es meramente posible, o lo que es igual, no es verdad a priori según la forma lógica. Pero en la medida en que esa misma figura marca la posibilidad de que las cosas se combinen entre sí de una forma o de otra, funciona como una escala que se aplica al mundo, haciéndolo inteligible.
El pensamiento es, según Wittgenstein, esa figura lógica de los hechos, porque contiene la posibilidad del estado de cosas que piensa. (3-3.2). Según esto, el ámbito del discurso coincide con el universo de lo posible y con el mismo espacio lógico. Efectivamente, pensar algo ilógico o contradictorio es tan absurdo como presentar un dibujo geométrico o simplemente un cuerpo fuera del espacio.
Finalmente la proposición es también una figura o modelo de la realidad en un doble sentido. Primero porque expresa el pensamiento perceptiblemente a través de sonidos o signos gráficos y en segundo lugar porque también representa la existencia o no existencia de hechos elementales. Cada proposición determina según esto un lugar en el espacio lógico, entendido en 3.411 –igual que su pariente geométrico– como la posibilidad de una existencia.
A través de pasos lentos pero seguros, Wittgenstein ha situado la totalidad de cuanto acaece dentro de una posible conjunción de hechos elementales, y a continuación ha figurado este universo de posibilidades, primero en el pensamiento y después en las palabras que lo expresan por medio de sonidos o de signos escritos. La consecuencia imparable de estas premisas es que el lenguaje, es decir la totalidad de las proposiciones, marca los límites y el espacio verbal que las cosas de ningún modo pueden traspasar.
Tras haber realizado la hazaña de encerrar toda la realidad en la levedad de las palabras, Wittgenstein se dedica a simplificar y poner orden en la lógica misma. Lo primero que hace es representar la forma general y constante de cada tipo de proposiciones por medio de una expresión simbólica, llamada variable proposicional. Sus valores son todos los posibles enunciados contenidos en ella, suficientemente determinados por la expresión que es su nota común.
Según esto la lógica no se ocupa del significado, sino del símbolo que en cada caso indica una clase de proposiciones. Gracias al simbolismo se consigue un lenguaje preciso –una gramática y una sintaxis lógica– que evita todo posible error o confusión. Además se opera de forma exacta, siguiendo una serie de reglas de trasformación de unos enunciados en otros y en fin se encierra la infinita variedad de todas las lenguas y por consiguiente de la realidad en unas fórmulas tan sencillas como escasas.
La proposiciones elementales, referidas por supuesto a hechos simples, son independientes entre sí de tal forma que en ningún caso una cualquiera de ellas es función de la verdad de otra. Además cada una de estas proposiciones es en sí misma algo positivo porque representa la existencia de una situación o un hecho con carácter absoluto. Finalmente todas ellas admiten únicamente un sólo modo de verdad y falsedad y por lo mismo están perfectamente definidas en sus dos posibles valores.
Las demás expresiones lógicas son resultado de trasformaciones, fundadas en las proposiciones elementales. Las más interesantes son la conjunción o producto lógico, la disyunción, la implicación, la equivalencia y la misma negación. Wittgenstein las llama operaciones de verdad, pues en todas ellas el valor de los enunciados base determina inequívocamente el de las expresiones derivadas.
De esta forma la lógica define el universo de lo posible. Sus límites insuperables son todas las proposiciones contradictorias, que resultan siempre falsas, cualesquiera que sean los valores de los enunciados que las componen. En cuanto a su carácter formal está definido por las tautologías, que son verdaderas, independientemente del contenido de los enunciados base, y por consiguiente no quieren decir nada.
No es posible determinar a priori ninguna ley del mundo físico, pero sí en cambio conocer previamente cualquiera de las infinitas posibilidades comprendidas en el espacio lógico para aplicarlas en forma de proposición. Wittgenstein compara según esto la lógica con una malla reticular, de figura geométrica totalmente convencional, pero tan fina que es capaz de definir cada uno de los puntos del universo.
El círculo de Viena
A partir de los hallazgos de Russell y Wittgenstein y aproximadamente desde el año 1922 se concentran en Viena en torno a la figura de Maurice Schlick una serie de pensadores cuyos dos temas centrales son el positivismo y la reducción de la filosofía a una teoría del lenguaje científico. Desde 1930 hasta el 38 publican numerosísimos ensayos en la revista Erkenntnis, que viene a ser el órgano de difusión de la nueva doctrina y el lazo de unión con sus amigos de Berlín y Varsovia
La llegada del nazismo al poder en Centroeuropa dispersa a los componentes del movimiento neopositivista, que buscan refugio en Norteamérica, entrando en contacto con los pragmatistas americanos. Entre todos crean un ambicioso proyecto común, la Enciclopedia Internacional de la Ciencia Unificada, donde colaboran los representantes más ilustres de los círculos de Viena (Carnap y Neurath), Berlín (Reichenbach), Varsovia (Tarsky) y Chicago (Dewey y Morris).
Los nuevos pensadores comparten con Comte y sus discípulos la veneración por las ciencias de experiencia y el repudio de la metafísica. A pesar de esta doble coincidencia, las distancias entre ambas escuelas son verdaderamente abismales. En primer lugar el positivismo clásico afirma la existencia de hechos independientes, que una experiencia posterior puede comprobar, pero nunca modificar. En cambio los científicos del siglo XX y sus teóricos hablan de observaciones, donde están incluidos de forma simultanea y complementaria, tanto el dato empírico como las operaciones y mediciones que lo hacen posible.
Por lo demás esta primera e inevitable trasformación de la realidad va seguida de otra mucho más profunda. Los hechos y las mismas observaciones tienen que ser traducidas a enunciados y registradas en los protocolos de laboratorio. Estas proposiciones elementales son el fundamento de la ciencia, que adopta así desde su mismo comienzo la forma de un sistema de signos, sometidos a rigurosas leyes de formación –vocabulario– y de trasformación –sintaxis–.
Además, la ciencia del siglo XIX da por supuesta la existencia de leyes naturales objetivas que enlazan los hechos de modo regular y constante. En cambio los neopositivistas sólo se preocupan de la sintaxis de sus lenguajes, que tiene que guardar una rigurosa consistencia en todos los niveles, incluido naturalmente el más elemental de los enunciados protocolarios. Cuál de estos aparatos verbales hay que elegir en cada caso es una convención, donde tiene preferencia el criterio de sencillez.
En fin para Comte y sus discípulos las ciencias positivas lo son todo, un conocimiento total, una religión laica, una organización social perfecta y un último sentido de la historia. En cambio los miembros del círculo de Viena sólo buscan un lenguaje indicativo y artificial, capaz de atrapar y de dar sentido a ciertas operaciones que miden contenidos empíricos. Su objetivo final por consiguiente no es la explicación total del mundo de los fenómenos, sino la elaboración de un diccionario, una enciclopedia que unifique y dé carácter universal a todas las ciencias.
Schlick, el primer jefe de la escuela de Viena, quiere saber cuál es el carácter que da sentido a un enunciado y responde diciendo que es su reductibilidad a una experiencia posible. Para entender una proposición cualquiera se deben indicar inequívocamente las circunstancias –es decir, los hechos de observación– que la pueden hacer verdadera y paralelamente los que la hacen falsa. Cuando por el contrario no es posible imaginar ninguna experiencia que compruebe o false un enunciado o que por lo menos lo haga más probable que su negación, entonces es un sinsentido.
Este criterio de verificabilidad elimina los pseudoproblemas metafísicos y al mismo tiempo define el ámbito en el que se mueven las ciencias positivas. Schlick se inspira en la teoría de la relatividad restringida y en este sentido es mucho más estricto en sus exigencias que cualquier físico de la línea clásica, pues no sólo elimina todo hecho o toda presunta entidad que no haya pasado por el tamiz de las operaciones de observación y medida, sino que además únicamente da posible valor de verdad a un enunciado, cuando en él se hace expresa la decisión que especifica en qué referencial espaciotemporal quiere situarse el propio observador. Sin embargo en otro sentido amplía el horizonte de las ciencias –siempre de acuerdo con el modelo de Einstein– porque incluye en ellas cualquier experimento imaginario, con la sola condición de que todos y cada uno de los objetos que lo integran cumplan rigurosamente las leyes de la física.
Rudolf Carnap, siempre dentro del mismo movimiento neopositivista, da otro paso atrás y reduce la filosofía a un análisis de los enunciados y de la gramática lógica de una ciencia. Todo lenguaje se compone de dos tipos de elementos, una lista de palabras, es decir, un vocabulario, y un conjunto de reglas bien precisas que indican cómo deben construirse las proposiciones a partir de estas palabras, o más brevemente una sintaxis. Así pues, la exigencia que la filosofía plantea a las ciencias entendidas como sistemas de signos es doble.
En primer lugar las palabras han de tener un sentido y eso sólo es posible cuando se corresponden con una experiencia. En el caso de que un enunciado elemental no se pueda comprobar en el mundo empírico, y eso sucede con las creaciones de la metafísica, entonces es sólo una pseudoproposición que no dice nada y por eso puede permitirse el lujo de no ser ni verdadera ni falsa. Por otra parte si dos o más palabras que tomadas individualmente significan algo, no respetan la sintaxis de la lengua a la que pertenecen, se trasforman en un sinsentido al combinarse entre sí.
De todas formas Carnap cree que el mayor peligro –en el que caen casi irremisiblemente los odiados metafísicos– consiste en cambiar el uso formal del lenguaje por su correspondiente uso material con consecuencias verdaderamente catastróficas. Efectivamente los enunciados elementales encerrados en el libro de actas de cualquier laboratorio tienen todos ellos la siguiente forma lógica: «El sujeto S ha verificado el objeto O en el momento del tiempo T y en el punto del espacio E.» Mientras estos elementos sean los términos integrantes de una proposición científica de carácter observacional todo va bien.
La tragedia empieza cuando cada uno de los protagonistas consigue emanciparse de este espacio y pretende convertirse en una entidad extralingüística. Entonces se plantean cuestiones sobre el ser y la esencia del sujeto mental, la existencia independiente de las cosas observadas, el carácter del espacio y el tiempo considerados como realidades abstractas y todos los demás problemas derivados. Ciertamente Carnap utiliza un lenguaje que vale para varios sujetos individuales y está referido al mundo físico común a todos ellos, pero tanto en un caso como en otro –solipsismo y fisicalismo metódicos– se refiere no al contenido, sino a la forma de sus enunciados protocolarios.
La crítica del empirismo lógico
En el mismo lugar y tiempo en que los neopositivistas afirman de forma unánime que un enunciado sólo tiene sentido cuando se verifica a través de una experiencia por lo menos idealmente posible, Karl Popper publica la Lógica de la Investigación Científica –1934– que es una declaración de guerra en toda regla a sus compañeros de Viena. El nuevo punto de vista es tan original e inesperado que cambia a la vez el problema central del sentido de una proposición, el criterio que separa al saber positivo de la metafísica, y lo que todavía es más importante, la propia actitud científica.
Popper asiste en la Viena de la postguerra a una experiencia doble y contradictoria. Por un lado contempla cómo los seguidores del marxismo y del psicoanálisis verifican con prudencia y satisfacción la exactitud de sus principios por medio de la lectura de los artículos de sus periódicos o la libre interpretación de los síntomas de quienes asisten a sus consultorios. Pero por otro lado ve como Einstein, después de elaborar el admirable sistema físico y geométrico de su teoría general de la relatividad, no tiene ningún inconveniente en someterla a un simple hecho de experiencia, capaz por sí solo de falsar toda su difícil construcción mental.
Cuando un equipo de astrónomos ingleses dirigido por Eddington, aprovechando el eclipse de sol de Marzo de 1919 anuncia que la teoría ha resistido la prueba de fuego, Popper cae en la cuenta de la diferencia esencial que hay entre la ciencia y lo que no es tal cosa. Es entonces cuando comienza a elaborar su criterio de demarcación, que mantiene de forma inflexible a lo largo de toda su vida, lo mismo enfrentándose al positivismo en su lugar de nacimiento, que poniendo el veto a los pensadores y las escuelas enemigas de la ciencia y de la sociedad abierta.
Los pensadores del Círculo de Viena afirman que las proposiciones comprobadas por la experiencia tienen sentido, y este carácter es suficiente para diferenciarlas de las pseudoproposiciones de la metafísica. En cambio según Popper sucede que una ley científica, al ser universal engloba un número infinito de hechos concretos, y por tanto no se puede verificar, ni tan siquiera aumentar un sólo grado en probabilidad, aunque se acumulen toda clase de observaciones positivas. Si a pesar de todo, los neoempiristas siguen manteniendo que únicamente lo verificable quiere decir algo, forzosamente deben admitir que las teorías de la física no tienen más sentido que las entidades y los razonamientos metafísicos más abstractos.
Popper sustituye entonces la cuestión del sentido de las proposiciones por la busca de un criterio de demarcación, que señale las fronteras entre la ciencia y los saberes que la trascienden. Su solución es tan inesperada y sorprendente como lógica. Teniendo en cuenta que ha rechazado de forma contundente la tesis de la verificabilidad, sólo queda decir entonces que una ley es empírica cuando se deja someter a la experiencia y se puede falsar a partir de uno o más hechos concretos que estén en contradicción con ella de acuerdo con una rigurosa deducción. En cambio las teorías no contrastables, es decir, aquéllas que pueden presumir de verdad sin preocuparse por observaciones en todo caso imposibles, pertenecen de pleno derecho al ámbito de la metafísica.
La enérgica crítica de Popper abre el camino a nuevas formulaciones acerca de la estructura de las teorías científicas. Para Kuhn no hay continuidad entre las sucesivas doctrinas físicas, ni siquiera en la forma negativa de la falsación, pues cada una de ellas entiende de una forma totalmente distinta al mundo y a los elementos que lo integran. Es comparable ese cambio global de modelos incompatibles con la alteración brusca de la percepción en las muestras de la psicología de la forma, donde lo que en un primer momento es, por ejemplo, un pato se convierte en una liebre inmediatamente después.
Feyerabend, el discípulo más brillante de Popper, va a dar un vuelco todavía más radical a la visión de la ciencia gracias a su anarquismo metodológico. En primer lugar, de acuerdo con Kuhn y en contradicción con los neoempiristas, afirma que los enunciados observacionales sólo quieren decir algo en la medida en que están estructurados en una teoría general que tiene sentido por sí misma, pero justamente por esto los posibles hechos polémicos de observación deben fundarse también en teorías rivales. De esta forma la multiplicación de puntos de vista sustituye a la sucesión de doctrinas excluyentes o incompatibles y es el único medio de dejar abierto el camino de la ciencia.
La filosofía analítica
A partir de los años 30 y después de una brusca interrupción de su enseñanza y sus escritos, Wittgenstein se traslada a la universidad de Cambridge e imprime a su filosofía una dirección radicalmente nueva. Es cierto que no publica en vida ninguna de esas últimas ideas, pero sus lecciones mecanografiadas empiezan a circular entre los alumnos bajo los títulos, a la vez clandestinos y míticos, de Cuadernos Azul y Marrón. Después de la guerra mundial y de la marcha de los principales representantes del neopositivismo a Norteamérica, los pensadores ingleses seguirán las enseñanzas de quien en la jerga de la historia de la filosofía se conoce como el último Wittgenstein.
Lo mismo los Cuadernos que su última obra monumental, Investigaciones Filosóficas, escrita en los años cuarenta y publicada en 1953 muy poco después de su muerte, mantienen la tesis fundamental del neoempirismo, aunque invierten los términos en que está planteada. Ciertamente que la metafísica está de más, pero no porque sus problemas no puedan ser resueltos de acuerdo con experiencias al menos idealmente posibles, sino por algo mucho más grave. Efectivamente, el propio planteamiento de las cuestiones es un sinsentido, que brota de un abuso del lenguaje ordinario, cuando embiste contra sus límites y quiere traspasarlos.
En la misma universidad de Cambridge desarrolla G. E. Moore su larguísima vida de docente y de investigador. Allí ingresa en 1892, conoce a Russell, enseña desde 1911 y publica su Defence of Common Sense (1925), donde opone el habla y el conocimiento del mundo cotidiano al discurso artificial de «algunos filósofos». Ciertamente que Moore somete al lenguaje a un proceso de limpieza, y en ese sentido tiene una indudable influencia en el segundo Wittgenstein, pero su objetivo no es eliminar los problemas de la metafísica, sino al revés, encontrar las soluciones más acordes con el sentido común después de desbrozar el camino.
J. Wisdon, discípulo de Wittgenstein y profesor en Cambridge hasta 1952, sigue la línea del maestro, pero en una serie de libros y ensayos publicados a lo largo de treinta años, crea una brillante y original versión del análisis del lenguaje. Las tesis metafísicas según Wisdon son falsas y probablemente no tienen sentido, pero a pesar de todo ello quieren decir algo en la medida en que son síntoma de una extraña dolencia intelectual. El filósofo no es exactamente un neurótico pero tiene una conducta muy semejante, pues por un lado pretende salir de un problema y encontrar su solución definitiva, y por otro se mueve en un círculo insuperable donde sus preguntas y sus obsesiones no tienen fin. La filosofía analítica cumple según esto una misión terapéutica y de paso descubre todo lo que es o no es valioso en nuestro intento de resolver las cuestiones de la metafísica.
La universidad de Cambridge tiene la suerte de vivir en la primera mitad del siglo a la sombra de Russell, Moore y sobre todo Wittgenstein. Los pensadores de Oxford no disfrutan de una tradición tan poderosa, pero esto mismo les permite enfocar los problemas del lenguaje desde diferente punto de vista. El más notable de todos, J. Austin (1911-1960) se dedica a analizar el habla común –en su caso el inglés oxoniense– procurando limpiarlo de toda clase de confusiones, ambigüedades y malentendidos. Así pues, el estudio de la gramática tiene una decisiva importancia, hasta tal punto que cualquier otra especulación debe esperar a que se domine y conozca con todo rigor y perfección esta peculiar filosofía primera.
Siempre en la universidad de Oxford, P. F. Strawson intenta salvar el abismo que al parecer existe entre el análisis lingüístico y la metafísica. En la medida en que las palabras no se hacen fuerza a sí mismas son un instrumento indispensable para describir cuanto se encierra en sus límites y tienen validez plena –descriptive metaphysics–. Pero en la medida en que intentan corregir y ampliar su propio ámbito, dejan de tener sentido y pierden todo valor, –revisionary metaphysics–. El estudio del lenguaje según esto sirve para definir y orientar de modo indirecto a la auténtica filosofía.
En todo caso los pensadores de las dos universidades inglesas adoptan una actitud común, radicalmente opuesta a las pretensiones de cualquier filosofía clásica y por lo mismo perfectamente definida con relación a todas ellas. Este nuevo y sugestivo punto de vista es el que da originalidad a los planteamientos, por otra parte muy diversos en su contenido, de los analistas del lenguaje. Mejor que nadie Waissman, que pertenece sucesivamente al Círculo de Viena, es discípulo directo y amigo de Wittgenstein, y da clases 1937 al 39 en Cambridge y después en Oxford, resume los supuestos de la nueva escuela.
Efectivamente según dice aproximadamente en sus Principios, antes de llegar el Análisis, los filósofos se han preocupado invariablemente por encontrar una respuesta afirmativa o negativa a una serie de cuestiones. Precisamente por eso, el objetivo de sus interminables discusiones es la verdad o falsedad de un enunciado, o lo que es igual, su prueba o su refutación. En ningún caso se les ha ocurrido poner en duda que sus interrogantes estén bien planteados y por eso mismo toda su atención se centra en encontrar algunas de sus infinitas soluciones.
El nuevo planteamiento rompe bruscamente con todos los anteriores, pues por principio ignora las respuestas o soluciones y centra toda su atención en el análisis de las preguntas. Muchas de ellas, en efecto, descansan en malentendidos o en un uso confuso y ambiguo del lenguaje. La filosofía analítica procura que el significado de las palabras y la forma en que se combinan entre sí sea tan clara que después de esta operación de limpieza sólo queden las cuestiones que tienen posible contestación, desapareciendo todas las demás.
Por otra parte hay que respetar el habla común, aunque siempre tiene un valor aproximativo y nunca la exactitud del discurso matemático. Sólo así se evita la tentación de elaborar una gramática y por consiguiente unas interrogaciones totalmente artificiales. Entonces las palabras –y hay algunas verdaderamente envenenadas– rompen sus propios límites y al caer en el vacío dejan de tener sentido.
Las dos escuelas inglesas dedicadas al análisis lingüístico han descubierto que la oposición lógica de falso y verdadero es insuficiente, pues hay que saber también y sobre todo si la cuestión planteada tiene sentido. En caso afirmativo hay que entender un problema, llevarlo hasta sus últimas consecuencias y encontrar, al final de este proceso, su solución. Cuando en particular el habla común hace referencia a las situaciones de la vida y a sucesos del mundo de todos los días, el resultado suele ser sencillo y hasta trivial.
Pero en cambio cuando el mal uso de las palabras, su combinación irregular o la revisión artificial del conjunto del lenguaje y sus objetivos hace que la pregunta pierda sentido, el método a seguir tiene que ser justamente el contrario. Entonces la forma correcta de abordar un problema no consiste en desarrollarle hasta el final y darle respuesta con un sí o con un no, sino al revés, ahogarle en su propio comienzo e impedir que surja. El agua fuerte del análisis cae en este caso sobre el propio interrogante, descubre su sinsentido y lo disuelve por completo.
A lo largo de toda la historia, los hombres han querido saber qué es o en qué consiste cada tipo de realidad, lo mismo el tiempo, el espacio, la sustancia material, la consciencia, el hombre. El tí estí socrático define según esto la forma general de una cuestión estrictamente filosófica y al parecer se puede aplicar indistintamente a cualquier noción significada por un nombre. Ahora bien, esta pretensión, mantenida desde Grecia por los pensadores más ilustres, descansa en un supuesto doblemente falso.
En primer lugar se parte de la base de que cada término del habla común tiene un significado unívoco e invariable, cualquiera que sea el contexto en que está integrado y la proposición de la que forma parte. Pero es que además la pregunta directa por el ser de las cosas mismas nos obliga a abandonar bruscamente el plano del lenguaje o a darle en el mejor de los casos una función meramente ostensiva. Los dos supuestos están en conexión entre sí, pues toda realidad es idéntica a sí misma y sólo puede ser indicada por una palabra o conjunto de palabras que mantengan el mismo sentido.
Sucede sin embargo que el habla de todos los días es un juego, sometido a una serie de reglas o de convenciones que admiten todos los que participan en él. Cada uno de los términos es una pieza que únicamente se puede definir a través de las infinitas jugadas de la partida, y por eso mismo no tiene un significado único sino más bien una multitud de usos. Según esto es imposible conocer lo que quiere decir una palabra mediante una definición reductiva y artificial, y hay que dedicarse en consecuencia a aprender a hablar la totalidad del lenguaje ordinario en el que funciona.
Según esto el análisis tiene una función puramente negativa, porque se dedica a vigilar la forma en que se plantean las cuestiones para evitar cualquier sinsentido lingüístico. En rigor la filosofía deja todo como está y sólo pone en claro que no hay problemas allí donde no los hay. Por otra parte cuanto se describe a través del habla común está a la vista y no necesita ninguna entidad oculta que lo explique y lo justifique. La dificultad –dice el propio Wittgenstein– es pararse a tiempo y no caer en la tentación de revisar artificialmente el lenguaje y el mundo al que se refiere.
Los pensadores de Oxford aplican a casos concretos los principios del análisis y consiguen disolver algunos de los problemas más tópicos de la historia de la filosofía. Austin observa por ejemplo que la palabra real sólo tiene sentido si se contrapone a artificial, postizo, falso o cualquier otro término que funciona en el lenguaje ordinario, y que por consiguiente la interrogación por la realidad absoluta de las cosas es un total sinsentido. En el mismo atolladero caen los que quieren saber sin más si los actos humanos se ejecutan libremente, y sólo saldrán de él cuando pongan este adverbio modal en conexión con los que pertenecen al mismo ámbito semántico –accidentalmente, involuntariamente, inadvertidamente, por coacción– del habla diaria.
Algunos de los problemas más insidiosos y al parecer insolubles nacen de una formulación incorrecta. Según el mismo Austin, no tiene sentido preguntar por qué se conocen los estados de ánimo ajenos, pues esto implica una relación causal lógicamente necesaria entre los sujetos ocultos y sus actos externos. En cambio preguntando simplemente cómo se conoce que alguien está enojado se obtiene una respuesta directa aunque aproximada, pues la indignación –en este caso– está presente, ni más ni menos que cualquier otra realidad del mundo. En su polémica contra Strawson al que acusa de ser «injusto con los hechos» por considerarlos pseudoentidades y en su ensayo If and Cans sobre los enunciados condicionales, relacionados con los problemas de la determinación de la conducta humana, Austin demuestra un apabullante dominio de la lengua inglesa y de su historia y termina proponiendo a largo plazo el estudio exhaustivo por parte de gramáticos y filósofos de una «Ciencia del Lenguaje».
3. La fenomenología
En el mismo año 1900, coincidiendo con la primera revisión de las ciencias y la prehistoria del positivismo lógico, aparece de forma fulminante e inesperada un nuevo método de pensamiento. Los hallazgos de la fenomenología son tan evidentes y tan «superficiales» que por fuerza desorientan a quienes buscan en la filosofía un mínimo de profundidad. Sus críticas al positivismo y a la ciencia experimental, tal como se desarrolla desde el siglo XVII son por otra parte radicales, hasta el punto de que todavía ahora, al cabo de un siglo, los pensadores más eminentes del área empirista no parecen haber tenido el menor contacto con sus planteamientos.
El creador del nuevo método, Edmund Husserl, nace en 1859 en Moravia, es alumno de Brentano, del que recibe la decisiva noción de intencionalidad, se interesa por las matemáticas y la lógica, y finalmente enseña filosofía en Halle, Gotinga, y sobre todo Friburgo de Brisgovia (1916-1928). Es un escritor incansable y al mismo tiempo tan escrupuloso que sólo se arriesga a publicar unos cinco o seis libros fundamentales. Según el certero diagnóstico de Merleau Ponty, toda su vida intelectual está penetrada por la consciencia de que la cultura occidental ha llegado a un punto de inflexión, que afecta desde luego a la filosofía, pero también a las ciencias del hombre, y lo que es más novedoso, al propio proyecto científico y técnico.
En el inicio del siglo, Husserl publica en Halle su primer gran obra, Investigaciones lógicas, que inicia un doble y violento ataque contra los positivistas. El filósofo alemán los acusa de ampliar el objeto de la física y de los saberes derivados de ella a las ciencias del hombre y particularmente a la psicología. Sin embargo se trata de dos áreas de conocimiento radicalmente heterogéneas, pues la naturaleza sólo es accesible de forma indirecta y parcial, a partir de datos de experiencia que deben completarse con un complicado juego de leyes y teorías.
En cambio los actos conscientes son vivencias inmediatas e indudables, y el correspondiente campo de consciencia aparece entero ante el sujeto, de tal forma que no hay necesidad de reconstruir el más mínimo hueco a través de una hipótesis. Husserl establece un primer correctivo al positivismo clásico porque la pretensión de explicar los fenómenos sólo es aplicable a la naturaleza, mientras que la vida humana es objeto de comprensión y de descripción. Por otra parte, los datos absolutamente primeros, «las cosas mismas», no son construcciones de los científicos, sino experiencias previas de la vida común.
El segundo ataque a la primera filosofía positiva es mucho más grave y arranca de las preocupaciones de Husserl por la fundamentación de las matemáticas y de la lógica. El naturalismo de las ciencias y el correspondiente método explicativo suponen que los principios del conocimiento son la resultante de causas psíquicas, sociales o biológicas. Concretamente la lógica no es un campo de relaciones rigurosamente necesarias entre objetos ideales, sino una especie de física mental y sus razonamientos son el efecto de la trayectoria, todo lo segura que se quiera pero en último término contingente, del proceso pensante del sujeto.
Husserl no admite esta reducción de todas las ciencias –incluso las exactas– a una realidad de hecho, por muy ilustre que sea, y eso por dos razones. En primer lugar el psicologismo suprime el valor absoluto del conocimiento, pues al parecer lo apoya en una serie de causas en último término iguales a las que constituyen su propio contenido. En segundo lugar y sobre todo, las matemáticas y la lógica tienen por objeto un mundo ideal, que sólo puede alcanzarse a través de una intuición consciente previa a la experiencia y por consiguiente irreductible a cualquier explicación.
El campo de consciencia
Cuando Husserl construye esta crítica al positivismo clásico –que fracasa al intentar dar razón primero del mundo de la vida y después del inteligible– no cae en la tentación de volver a la metafísica en el sentido tradicional del término. Sucede más bien todo lo contrario, pues lo mismo las Investigaciones Lógicas que las Ideas, publicadas en 1913, tratan de encontrar un fenómeno que sea absolutamente primero, anterior incluso a toda la elaboración de la ciencia experimental. Este principio de todos los principios es desde luego la consciencia, pero afectada de una propiedad tan evidente y al parecer tan banal, que casi nadie hasta entonces se había fijado en ella.
Efectivamente, todo acto consciente, desde la percepción más elemental al razonamiento más abstracto, se proyecta necesariamente sobre un objeto, o lo que vale lo mismo en el vocabulario de los medievales y del maestro Brentano, es intencional. No se trata de que primero existe un ser pensante, que descansa sobre sí mismo y que después de esto tiene la propiedad añadida de hacer frente a las cosas, sino de algo mucho más grave y radical. Porque la consciencia es una entidad vectorial y centrífuga, que está abierta y apunta a un mundo, de tal forma que privada de este referente queda del todo anulada.
La misión de un conocimiento verdaderamente primero es el estudio de esa correlación central entre el hombre y su mundo, a través de una descripción rigurosa del campo de consciencia. Todas las otras explicaciones filosóficas y científicas, por muy venerables que sean, forzosamente vienen después de este principio que aparece de forma inmediata y original en la existencia común de cada uno. Ahora bien, ese fenómeno fundamental tiene una estructura que Husserl va a desvelar en pasos sucesivos.
Primeramente la consciencia se abre a un universo de sentido y su correlato intencional es una constelación de objetos puramente posibles, que constituyen el armazón inteligible del ser, el espacio ideal fuera del cual nada se produce ni tiene significado. Husserl se mantiene fiel a la doctrina de la ontología clásica, según la cual «el conocimiento de lo posible debe preceder al de la realidad» y lo traduce a su nueva forma de pensar.
El conocimiento de cualquier fenómeno es imposible sin una intuición intelectual previa, que sirve para identificar su esencia a través de todas sus infinitas variaciones e incluso después de su desaparición de hecho. Esas esencias-posibilidades forman parte del campo de consciencia en la medida en que son el horizonte sobre el que se destaca cada uno de sus contenidos. Efectivamente, la intuición puede ser llena, si le corresponde un hecho percibido, o vacía, pero incluso en este último caso su objeto tiene sentido y mantiene su carácter de posible.
La reducción eidética
Husserl busca un procedimiento que sirva para descubrir este universo inteligible de posibilidades puras todavía no contaminadas por un fenómeno de hecho forzosamente cambiante y accidental. Siguiendo una idea de Berkeley y del propio Descartes, dice que la esencia de una cosa es aquella propiedad o conjunto de propiedades sin la cual no puede de ninguna manera ser pensada. Según esto, el campo de consciencia es primero que nada un horizonte de posibilidades que forman una serie de constelaciones ideales totalmente inalterables.
La intuición de esas esencias sólo se alcanza partiendo de los objetos de la percepción, pero no para compararlos construyendo a partir de sus caracteres semejantes una noción común, pues en ese caso nunca se abandonaría la dimensión de hecho del campo de consciencia. Hay que seguir un camino inverso, limpiando a los fenómenos de sus propiedades cambiantes e inesenciales, y dándoles sentido e identidad a través de un nombre, al que corresponde como telón de fondo del mundo, un universo de esencias puramente posibles.
La técnica empleada por Husserl para reducir los fenómenos a su pura dimensión esencial –la llamada en la jerga de la escuela reducción eidética es una absoluta novedad. Consiste en tomar un objeto y ensayar por medio de la imaginación todas sus posibles variantes. Aquellas propiedades que, a pesar de la multiplicación de casos diferentes aparecen ante la consciencia como algo siempre ligado al fenómeno y en último término inseparable de él, son las invariantes que definen su esencia.
Un color, por ejemplo, no puede ser imaginado sin extensión, porque cuando se suprime en el pensamiento la extensión, queda también anulada la vivencia de color. La esencia marca en este sentido un límite a la imaginación y señala al propio tiempo, por vía positiva las posibilidades de un fenómeno –sus variantes– y por vía negativa el marco que de ningún modo puede traspasar.
Husserl –siempre partiendo del campo de consciencia original– distingue dos tipos de esencias. Las esencias exactas pertenecen por supuesto a las matemáticas, pero también a la misma física en la medida en que sus conceptos son modelos ideales, que nunca se realizan totalmente en la experiencia. Tanto en un caso como en otro se trata de construcciones que mantienen entre sí una total coherencia, pero que sólo tienen una relación indirecta y a veces lejana con las vivencias comunes.
Por el contrario las esencias –y las ciencias– inexactas se refieren al mundo inmediatamente vivido, que se debe describir minuciosamente sin añadir ni quitar nada de él. Hay que tener en cuenta, aunque parezca paradójico, que sólo estas ciencias inexactas son verdaderamente rigurosas, porque se atienen al campo de consciencia primitivo y no lo someten a ninguna revisión. En cambio la exactitud de la geometría o de la física es una falta de rigor, en la medida en que simplifica esas vivencias originales y las sustituye por un modelo ideal.
En todo caso para desarrollar cualquier ciencia, físico-matemática o humana, es preciso antes de nada saber qué quiere decir el sujeto, y correspondientemente cuál es la esencia de los objetos hacia los que proyecta intencionalmente su actividad consciente. Toda la ciencia moderna desde Galileo, descansa sobre la intuición de la esencia del objeto físico en cuanto espacialmente determinado y mensurable. En cuanto a la psicología –por poner otro ejemplo– no puede dar un solo paso si previamente no define de forma precisa los invariantes de la percepción, y de las demás actividades intencionales.
Así pues la consciencia está abierta a su mundo y dentro de ese microcosmos descubre un horizonte de esencias que dan sentido e identifican a los fenómenos fácticos destacados en primer plano. Este cuadro de posibilidades esenciales no reside en un lugar celeste ni en la mente divina ni en el proceso psicológico en cuanto que está determinado por la cadena de causas y efectos de un único universo físico. Todos estos sistemas centralistas –entre ellos el propio positivismo– creados por filósofos profesionales todo lo geniales que se quiera, tienen que retirarse y hacer sitio a la consciencia de cada hombre común, porque sólo ante ella aparecen con sus perfiles invariantes y sus dimensiones de hecho las cosas mismas tal como son inmediatamente vividas.
Las esencias están integradas en el campo consciente, que es el correlato objetivo de la actividad intencional de un sujeto y por eso mismo su último e insuperable referente. Según esto, es posible describir los fenómenos tal como se aparecen e incluso someterlos a una enérgica purga, reduciéndolos a sus invariantes, pero en cambio es imposible trascenderlos en busca de una justificación unitaria de su carácter de posibilidad esencial, pues lo que es absolutamente primero –el mundo de las vivencias inmediatas– ni necesita ni admite explicaciones.
La reducción fenomenológica
El segundo paso que Husserl va a dar, siempre siguiendo el análisis intencional del acto de consciencia y de su campo, es la puesta entre paréntesis de la realidad, tal como la entienden los pensadores y científicos clásicos y el mismo sentido común del hombre de la calle. Todos ellos mantienen una actitud ingenua y no realizan una reflexión crítica para limpiar al mundo percibido de aquellos añadidos que no están en las cosas mismas en cuanto presentes al sujeto.
En primer lugar el mundo del sentido común tiene una existencia absoluta e inalterable, y por consiguiente es único. Nada tiene de particular que las últimas explicaciones de ese universo tomen siempre la forma de sistema, es decir, de una macrofilosofía unitaria. Incluso Berkeley, que llega a tocar el tema central de la fenomenología –la identidad del ser y de lo percibido– termina centralizando la realidad en la mente de Dios, a través de una arriesgada aventura teológica.
Por otra parte este mundo único, tal como lo entiende la actitud natural, no está polarizado en dimensiones opuestas y complementarias. Todos los elementos que lo componen tienen la misma forma absoluta de ser reales y por eso mantienen una recíproca independencia. En efecto, los eventos físicos, los astros, la tierra y dentro de ella las plantas y animales, cada una de estas cosas existe plenamente en sí misma, y las correspondientes ciencias positivas no hacen más que dar fe pública de esta existencia.
El hombre y su vida psíquica –y esto ya es más grave– es una de tantas cosas situadas en este universo único y homogéneo y en tal sentido la psicología establece las leyes del pensamiento, igual que la astronomía describe la segura trayectoria de las estrellas. Así pues el hombre pensante por un lado y los demás seres por el otro tienen –siempre para el sentido común o la actitud natural– una existencia absoluta y por lo mismo del todo independiente y separada.
Sin embargo, a la hora de dar razón del conocimiento del mundo físico, esta hipótesis se vuelve increíblemente compleja. En el supuesto de que se esté percibiendo el verde del césped o un árbol en flor en el jardín –son precisamente los dos ejemplos propuestos por Husserl– hay que establecer primero una realidad física externa, después un complejo proceso, al mismo tiempo físico, biológico y psicológico, cuyo mecanismo interno se desconoce, y finalmente una copia mental del modelo que está en el jardín.
La consecuencia de todo esto es imparable. Hay dos árboles, dos manzanos en flor, uno en la consciencia y el otro fuera de ella. Cómo es que en el acto de conocimiento esos dos manzanos reales no hacen más que uno solo, es un misterio tanto mayor cuanto que las propiedades del primero –ocupar un espacio, dar fruta– son radicalmente distintas de las otras propiedades puramente psicológicas de su imitación.
El punto de partida de la fenomenología no es un universo único, que existe en sí mismo y que contiene las distintas realidades, sino una pluralidad de ámbitos objetivos, que se corresponden con las vivencias de la consciencia. Que todos y cada uno de los hombres tienen un mundo –en el sentido más obvio de la palabra– y que ese mundo es el fenómeno primero del que se deriva cualquier otro conocimiento y valor por muy venerable que sea, es el descubrimiento por otra parte banal de la nueva escuela.
Desde ahora los filósofos dejan de ser los creadores de grandes sistemas y de explicaciones unitarias del universo. La iniciativa pasa a los problemas y a las cosas mismas de que todos los hombres tienen vivencia inmediata, es decir, al mundo al propio tiempo común y plural, tal como se aparece antes de cualquier construcción artificial en forma de ciencia o de sistema. Sólo después de esa enérgica cura de humildad la filosofía primera puede tener la pretensión de llegar a ser un conocimiento riguroso.
Este principio de todos los principios tiene además una estructura bipolar, al revés del universo neutral de la filosofía clásica en el que los seres mantienen una realidad homogénea e independiente. El cogito, en el sentido amplio en que le toma Descartes en sus Meditationes y con la única condición de prescindir de su carácter añadido de cosa natural pensante, es el polo subjetivo del conocimiento y de las vivencias inmediatas. Pensar es dudar, pero es también entender, elaborar conceptos, afirmar o negar, querer o no querer, imaginar o sentir, y en último término ser consciente.
Pero la consciencia no es una entidad aislada, que descanse inalterable sobre sí misma, pues se proyecta inmediatamente sobre un mundo, que es el otro polo objetivo del conocimiento. Desde luego no se trata de la cosa extensa –una hipótesis fundamental de la ciencia moderna– sino del campo original al que están abiertas las vivencias. Más allá de la correlación necesaria y primera entre estos dos polos no tiene sentido hablar de ninguno de ellos, pues el sujeto está siempre ante una consciencia, que a su vez es esencialmente consciencia de algo.
Este principio plural y bipolar del sujeto y su mundo tal como se dan en la experiencia común, permite salvar de golpe todos los obstáculos que acumula la teoría del conocimiento tradicional. Siguiendo el ejemplo propuesto por Husserl, lo mismo el árbol que está de hecho en el jardín como su representación también real en la mente del que percibe, son una reconstrucción totalmente artificial y ficticia. Efectivamente, nada se sabe ni se puede decir de la cosa tal como existe en sí ni mucho menos de esa especie de miniatura mental que pretende imitarla.
El fenómeno original de que hay que partir es el manzano en cuanto objeto de percepción, o recíprocamente el acto de percibir en cuanto que se proyecta sobre un árbol que está en el jardín. Sólo desde esta vivencia primera e indivisible se hace presente directamente el mundo mismo a cada uno de los sujetos conscientes con una absoluta trasparencia. El problema –por otra parte insalvable– del conocimiento sólo surge cuando se pretende desdoblar ese único árbol en una doble realidad, física y psicológica.
Husserl mediante una operación de limpieza –la reducción fenomenológica– suprime todo cuanto el sentido común ha añadido al mundo inmediatamente vivido. En primer lugar hay que prescindir de la existencia sustancial e independiente de las cosas y del universo en que están contenidas. Esta puesta entre paréntesis impide cualquier juicio que afecte directamente a la realidad percibida dejando de lado la percepción.
En cambio –y aquí hay que seguir casi a la letra el texto de las Ideas (90 ad fin)– sí es posible, porque de ello hay vivencia inmediata, decir que una percepción es consciencia de una realidad, e incluso describir esa realidad tal como se aparece. Lo que queda después de la reducción es un mundo que mantiene toda su riqueza –incluidas sus propiedades secundarias y su carácter mismo de existencia– pero todo ello en forma de fenómeno de consciencia.
La reducción fenomenológica afecta también al cogito, que es el principio indudable de todo el conocimiento común, de la ciencia y de la filosofía. Husserl, que admira profundamente la intuición de Descartes, la somete a una doble revisión, siempre ateniéndose a sus vivencias inmediatas. Para empezar hay que restar del yo su carácter de cosa subsistente –res– por muy adornada que esté con la propiedad esencial de pensar. En el fenómeno original, el cogito se impone con toda su evidencia, pero siempre está integrado dentro del acto consciente, como su polo subjetivo.
Esto quiere decir –y es la segunda y más importante revisión– que la consciencia no sería tal si no se proyectase directamente sobre un objeto. Por esto en la experiencia original ni el cogito está afectado por la duda ni su mundo en cuanto referente objetivo, es dudoso. Husserl completa el doble y parcial descubrimiento de Descartes y Berkeley a través de una fórmula –escasamente literaria pero exacta– que expresa el carácter bipolar y complejo de la realidad radical: «Ego cogito cogitatum.»
Gracias a la reducción fenomenológica Husserl retrocede desde el universo único y neutral de la metafísica clásica y de las ciencias positivas al mundo plural y bipolar inmediatamente vivido por la consciencia de cada uno. El descubrimiento, a pesar de su banalidad o precisamente por ella, no despertó el entusiasmo de los sistemas centralistas y unitarios, ni mucho menos el del positivismo en ninguna de sus versiones.
Sin embargo el propio creador de la fenomenología considera que la escuela ha conseguido superar por su radicalidad a todos los pensadores empiristas y así lo afirma en las Ideas, en un párrafo que pretende ser al mismo tiempo una declaración de guerra y un canto de victoria. «Si por positivismo se entiende el esfuerzo, absolutamente libre de prejuicios, por fundamentar todas las ciencias en lo que es positivo, es decir, vivido de forma originaria, entonces los verdaderos positivistas somos nosotros.»
La crítica de las ciencias.
Husserl en 1935, tres años antes de su muerte, pronuncia una serie de conferencias sobre la Crisis de la Ciencia en Europa. Es su última gran obra, la continuación lógica y el complemento de sus críticas al positivismo en las Investigaciones o las Ideas. Por supuesto no se trata de negar el valor de la física y las matemáticas tal como se han desarrollado desde el siglo XVII, sino de situarlas en su lugar exacto, que están a punto de abandonar para invadir y dar razón presuntuosamente de toda la realidad.
Ahora bien, esas ciencias han demostrado a lo largo de tres largos siglos su insuficiencia para resolver los problemas de la vida. Pensar que esto se debe a un desarrollo todavía escaso de la física y de sus hermanas menores, y que en consecuencia la explicación de todos los enigmas del hombre es únicamente cuestión de tiempo es una creencia al parecer ya insostenible. Tanto más cuanto que a medida que avanzan los conocimientos positivos aumenta la separación entre el mundo de la ciencia y el de la existencia común.
Pero al lado de esta primera limitación, Husserl descubre en el proyecto científico técnico, tal como se ha desarrollado sobre todo en el último siglo, una carencia mucho más grave. En efecto, ese saber, por muy venerable que sea es precisamente un proyecto, es decir, una actividad por medio de la cual el hombre configura una nueva forma de ver las cosas y de hacer su vida con ellas. Si se deja de lado este carácter existencial de la ciencia, el universo se convierta en algo puramente objetivo, lo más parecido a una vivienda perpetuamente vacía.
Husserl aplica al caso concreto de la ciencia la reducción fenomenológica. No se trata de que primero exista un universo objetivo, lleno de realidades yuxtapuestas e independientes, y de que en un segundo momento una entidad anónima levante acta pública de esta existencia impersonal. Se trata de que a lo largo de su historia el hombre va proyectando un determinado tipo de mundo, que por caminos admirables pero ciertos, ha llegado a tener la forma marcada por la física matemática y las técnicas derivadas de ella.
Pero sin embargo ese proyecto es tan antiguo que muy fácilmente se olvida su primer origen en la mente del hombre y en consecuencia adquiere el carácter de un universo objetivo que existe en sí y por sí y es previo a su aparición en la consciencia. En un primer momento los griegos deciden construir su ciudad, que va a ser no sólo centro de sus vidas, sino un espacio artificial y recto, gigantesco laboratorio sobre el que se monta toda su geometría. Pero ya entonces, a pesar de su cercanía al nacimiento de este gran proyecto, los filósofos más ilustres, sobre todo los pitagóricos y el propio Platón, consideran el mundo de las formas inteligibles como la verdadera realidad, que las almas privilegiadas únicamente pueden recordar a toro pasado.
Galileo da un paso más y afirma que no sólo el cielo de las ideas, sino la naturaleza misma en su realidad concreta se reduce a una serie de propiedades que existen en sí mismas y son la causa de las sensaciones que vienen después. Además esas propiedades son formas geométricas puras –planos, rectas o movimientos uniformes– que se pueden inscribir en un espacio ideal y están sometidos a las leyes seguras de un determinismo universal. La doble hipótesis de los griegos y de los físicos modernos oculta cada vez más que las matemáticas y la física constituyen un proyecto histórico y tienen su principio en el mundo de las vivencias inmediatas.
Este olvido es precisamente a la larga la causa de la profunda crisis de la ciencia europea. Todavía en el siglo XVII Descartes, Bacon y de forma más o menos inconsciente el propio Galileo, tratan de establecer antes que nada un nuevo método para hacer inteligible la naturaleza. Ahora bien, esto implica la presencia de un sujeto pensante, de un cierto tipo de conocimiento y por fin de un universo artificial, tan simple en la teoría como fácil de manipular en la práctica. En esta fase metódica todavía se mantiene implícitamente la correlación inicial entre la consciencia humana y el mundo en que ha elegido vivir, a través de una decisión histórica.
La propiedad que define a este método de la física matemática es según Husserl la objetividad. Cada uno a su manera los grandes científicos y filósofos se dedican a limpiar al mundo de aquellas cualidades –el color, sonido, sabor– que no se pueden determinar exacta y universalmente de acuerdo con criterios cuantitativos y que son sólo el referente de una percepción subjetiva y cambiante. Lo que permanece después de esta enérgica operación de limpieza es un universo artificial y mutilado, pero ese esqueleto tiene contornos rígidos y está perfectamente vertebrado.
Desde el primer momento la ciencia europea corre el peligro y casi sin remedio cae en él, de convertir ese proyecto histórico y ese nuevo modo de ver las cosas y de actuar sobre ellas, en un mundo objetivo que existe en sí mismo y es del todo independiente del sujeto. Efectivamente, lo primero que hacen los físicos del XVII es, no sólo prescindir de las llamadas cualidades secundarias o subjetivas, sino anularlas por completo, convirtiéndolas en vibraciones de la luz y del aire, en procesos químicos, en resumen en movimientos de formas extensas en el espacio. De esta forma desaparecen las vivencias conscientes más inmediatas y sugestivas, y por supuesto todos los sentimientos y estados de ánimo que dan o quitan valor a las cosas.
En un segundo momento los positivistas intentan explicar toda la actividad –mutilada y aburrida– que todavía le queda a la consciencia a través de una serie de procesos biológicos o psíquicos, que en el mejor de los casos igualan las leyes lógicas y matemáticas de la razón con la trayectoria totalmente determinada de la realidad del universo físico. De ese modo el cogito, que empezó siendo la verdad indudable y absolutamente primera, queda convertido en algo absolutamente irrelevante, derivado y hasta molesto.
Husserl resume esta crisis del pensamiento con una fórmula tan corta como expresiva. La pretensión de un método rigurosamente objetivo, o más brevemente la objetividad, se ha trasmutado en objetivismo, es decir en un sistema donde la ciencia y sólo ella dice lo que las cosas son, y donde además el universo efectivamente existente de que habla es una colección de entes independientes, cerrados sobre sí mismos y definidos de acuerdo con una precisa determinación cuantitativa.
De esta manera, a medida que avanzan los saberes positivos, los dominios del sujeto consciente van disminuyendo hasta quedar en nada. A fuerza de olvidar que la ciencia es una de tantas actividades humanas –por otra parte relativamente reciente– el universo objetivo adquiere primero independencia y realidad independiente y después absorbe la vida y la historia del hombre, reduciéndole al estado de cosa.
Después de aventurar este diagnóstico sobre la grave enfermedad que afecta a la ciencia y a la misma sociedad europea, Husserl está obligado a buscar un tratamiento que devuelva la salud o que por lo menos prevenga contra el avance del mal. En primer lugar es preciso poner en claro con toda evidencia el carácter de proyecto histórico, que ya desde sus comienzos en Grecia y más todavía en la Edad Moderna han tenido las matemáticas, la física y la técnica que se deriva de ellas. Sólo así será posible describir con toda pulcritud y sin añadirle ni quitarle nada, el fenómeno cultural de la aparición y el desarrollo de la ciencia y sólo así el sujeto humano queda integrado en esta tarea de elaborar un nuevo mundo y de actuar sobre él.
Pero esto es todavía insuficiente, porque los proyectos históricos más diversos se apoyan sobre el fundamento de las vivencias inmediatas y sobre el mundo común que es su referente. Hay que retroceder entonces hasta este último reducto en el que vivimos nos movemos y somos, pues sólo desde él son posibles las decisiones por medio de las cuales el hombre construye, individual o colectivamente su existencia. En otras palabras el universo artificial de la ciencia y de la técnica remite por modo oblicuo a esa experiencia primera donde las cosas se aparecen directamente en una evidencia insuperable.
Este retroceso al mundo de la vida, que se aparece íntegro y sin ninguna mutilación, con todos sus colores, perfumes o sonidos, y con sus valores o contravalores de belleza y placer tiene el efecto primero de suprimir el pretendido valor absoluto de la verdad científica. La existencia común de los hombres es el suelo firme desde el que cada uno –el físico en su laboratorio, el comerciante en el mercado– elabora su propio proyecto y elige simultáneamente el correspondiente sistema de verdades. Todas ellas son relativas, pues ninguna puede agotar las formas infinitas por medio de las cuales el sujeto se proyecta intencionalmente sobre su campo de consciencia.
Pero además ese fenómeno original –la intuición de una presencia– es evidente, pero al mismo tiempo provisional. La percepción, tal como se da en cada uno de los momentos de la vida común, no puede atrapar de un solo golpe todos los perfiles y dimensiones de su objeto y por eso necesita avanzar indefinidamente en su aprehensión. La ciencia necesariamente tiene que partir de este estadio existencial previo y por consiguiente es relativa, no sólo porque admite a su lado otros proyectos igualmente valiosos y en su propio terreno verdaderos, sino también porque el mundo sobre el que se funda es inagotable y rechaza cualquier conocimiento definitivo y absoluto.
Cuando la correlación original sujeto-mundo se rompe y el universo queda convertido en un conjunto de realidades independientes existentes en sí mismas, se produce un efecto doblemente indeseable. Por un lado la ciencia y la técnica se vuelven totalitarias, pues invaden todas las dimensiones de la vida del hombre, anulando poco a poco su carácter subjetivo y personal. Pero además y de forma complementaria suprimen el objeto de las vivencias inmediatas, que reducen a propiedades fácilmente calculables en la teoría y manipulables en la práctica.
En ese momento, justo en el ecuador de la década de los grandes totalitarismos –el año 1935–el riguroso y trabajador profesor de Friburgo, hace oír su voz, que defiende al hombre y su mundo, plural y bipolar, con acento de profeta. «Nosotros somos en nuestra tarea filosófica funcionarios de la humanidad... porque si alguna vez alcanza su propia realización, sólo la alcanzará por medio de la filosofía, por medio de nosotros en la medida en que seamos con toda seriedad filósofos.»
4. Historia y Naturaleza
El método descubierto por Husserl es el origen de un movimiento que se extiende por toda Europa en la primera mitad del siglo, y que saca a la luz una serie de intuiciones tan inesperadas como evidentes y hasta triviales. Según un principio del maestro las ciencias que describen las vivencias inmediatas de la consciencia son las más inexactas por el carácter de su objeto, pero al propio tiempo las más rigurosas, porque no añaden ni quitan nada al fenómeno original. Las sucesivas generaciones de discípulos no pueden resistir la tentación de retroceder hasta esas vivencias y elaborar a partir de ellas una filosofía verdaderamente primera.
Estos filósofos, a pesar de su dispersión geográfica, tienen unas cuantas cosas en común, empezando por la más importante, el tema de su atención y de su análisis. Todos ellos han descubierto algo evidente, que están viviendo y que toda su tarea, también la intelectual, únicamente es posible desde dentro de su vida. El descubrimiento es desde luego banal, pero precisamente esa misma banalidad es la causa de que hasta ahora fuese despreciado sin que nadie fijase la vista en él. Otra vez se cumple el principio de que lo más inmediato y cercano en el ser es simultáneamente lo más oculto y lo último que se conoce.
Según el principio sin principios de toda la filosofía existencial, hay que tomar la vida como nos viene, es decir como una realidad radical donde están integrados de modo inseparable el hombre y su mundo, el yo y su circunstancia. Se puede y se debe describir con toda limpieza y detalle ese fenómeno, tanto más cuanto que por ser el primero es también el más complejo. Lo que no se puede hacer es desguazarlo –como han hecho la mayor parte de los filósofos clásicos– igualar la forma de ser de las piezas sueltas y construir con ellas caprichosamente la arquitectura mental de un sistema.
Por todo esto el único procedimiento posible para atrapar la realidad compleja y cambiante de la vida humana es una descripción que se atenga a las cosas tal como aparecen prescindiendo de cualquier hipótesis previa, aunque parezca muy respetable. Por eso los filósofos de la existencia siguen sin excepción –y es lo otro que tienen en común– el método fenomenológico. Los que así lo practican no añaden ni quitan nada al fenómeno original, ni adelantan una interpretación que lo adorne o lo falsee. Simplemente se dan cuenta de que están viviendo, igual que el burgués de Molière se da cuenta de que estaba hablando en prosa sin saberlo.
Nada tiene de particular entonces que todos los pensadores –también en esto son iguales– critiquen cada uno desde su punto de vista los sistemas tradicionales que en su desarrollo dejan a la espalda y se olvidan de lo más elemental, la vida del hombre, previa a cualquier reflexión o construcción mental, por muy ilustre que sea. Ya Heidegger en la introducción a la obra cardinal de la nueva escuela Sein und Zeit proyecta a largo plazo nada menos que la «destrucción fenomenológica de la historia de la ontología» y hay que decir que su magistral descripción de la existencia es punto de partida de una filosofía primera, pero meramente negativa y aporética.
La empresa –someter a juicio a todos los grandes pensadores del pasado– parece a primera vista de una ambición descomunal. En realidad es el mayor acto de humildad que puede hacer un filósofo, pues consiste en apearse del pedestal desde donde se contempla el universo «sub specie aeternitatis» y descender a la vida que cada uno comparte con todos los demás. Naturalmente que desde este otro punto de vista, el primero e insustituible, el hombre, que al vivir es para sí mismo su propia posibilidad, y el mundo a que hace frente y con el que proyecta, son algo totalmente nuevo que no cabe dentro de las categorías clásicas.
En fin, para describir esa extraña forma de ser que es la vida humana el movimiento existencial no utiliza un lenguaje abstracto y artificial, como hacen quienes se dedican a la física y las matemáticas. Ni siquiera necesita un léxico y una sintaxis específicamente filosóficos, que defina cada uno de los conceptos y los engarce –al modo de la escolástica antigua y moderna– por medio de un razonamiento bien trabado. Sólo el habla de todos los días, precisamente por ser ambigua y poco precisa, refleja con el máximo rigor la realidad, también inexacta, de la vivencia inmediata del mundo y de los proyectos de futuro.
La obra que inicia esta descripción fenomenológica de la existencia El Ser y el Tiempo de Martin Heidegger parece por su estructura y la violencia del vocabulario en que se expresa un tratado de escolástica. Pero su descripción del mundo como campo de acción de un ser que es pura posibilidad y que por lo mismo sólo descubre su vida auténtica cuando se enfrenta a un futuro absoluto, es decir al horizonte irreferente e irrebasable de su muerte, es el núcleo sobre el que se vertebra toda la fenomenología de la existencia humana y de cada uno de sus momentos con un rigor y una riqueza de detalles casi insuperable.
En el año 1932, Karl Jaspers, un psiquiatra alemán convertido a la fenomenología y al análisis existencial, publica en tres tomos su obra central, Filosofía. En ella –igual que Heidegger pero por razones distintas– renuncia a incluir al hombre en un universo determinado de objetos porque esto equivale a negar su libertad. Hay que seguir precisamente el camino inverso, partir del individuo entendido como un ser en situación y caer en la cuenta de que esta situación es su propia e irrenunciable posibilidad de vida.
En los últimos años treinta y hasta después de la segunda guerra, una brillante promoción de pensadores franceses toman el relevo de sus compañeros germanos. Sartre –que por méritos o por fortuna ha llegado a ser el máximo representante de la nueva ola– describe las distintas formas como el hombre, entendido como puro proyecto y libertad absoluta, hace frente a las cosas. Sus ensayos primeros sobre el sentido de la emoción y la imaginación, que anulan el mundo inmediato, su brillante análisis de la interrogación –y por consiguiente de la posibilidad de la negación– en su obra central El Ser y la Nada, y los capítulos finales «tener hacer y ser» son los pasos más valiosos de su tarea. Junto a él Merleau Ponty –menos sugestivo pero más preciso– parte en su Fenomenología de la Percepción del fenómeno central de tener un mundo y traza con mano maestra la geografía de todos sus continentes, el cuerpo propio, sexuado y hablante; el espacio, las cosas naturales y los otros; el cogito , la temporalidad y la libertad.
La fenomenología existencial se extiende por todo el continente y sólo se detiene a las orillas del mar, sin atreverse a saltar a los países anglosajones. En Italia Nicolás Abbagnano publica en 1939 La Estructura de la Existencia y crea lo que él mismo va a llamar «existencialismo positivo». El hombre es libre y precisamente por esto, sólo actualiza y renueva su propia forma de ser cuando se mantiene en la libertad a través de los actos que no cierran ni definen conclusivamente su posibilidad original. Al revés que los otros fenomenólogos construye con la máxima limpieza una Historia de la Filosofía –1949 a 1953– pero no la entiende como una sucesión de sistemas, sino como una tarea personal de cada pensador.
En España Ortega y Gasset a través de su inmensa tarea de publicista, que prolonga su equipo de la Revista de Occidente describe con claridad y rigor insuperados la realidad inagotable de la vida que se dispersa en una infinidad de proyectos y traza de acuerdo con cada uno de ellos una perspectiva en cada momento histórico, y en el decurso temporal de cada pueblo y cada individuo. No es del todo exacto decir que Ortega ha creado de la nada un vocabulario y un lenguaje técnico porque su tarea –mucho más decisiva– es precisamente la inversa. Gracias a un dominio perfecto tanto de la fenomenología como de su idioma español consigue que la filosofía se allane a usar el habla común y que cada uno, quienquiera que sea, posea los instrumentos mentales y verbales necesarios para describir desde su propio punto de vista el perfil irrepetible de su mundo.
Estar en el mundo
Los filósofos de la existencia, siguiendo la intuición central de su maestro común, rechazan a la vez el universo de realidades sustantivas independientes del pensamiento –tal como lo defienden los griegos y los medievales y la sucesión de vivencias puramente inmanentes, que sólo de forma derivada garantizan la existencia de una naturaleza escrita en clave matemática. Lo que primero se aparece a la mirada ingenua de cada cual es la propia vida, y dentro de ella como dos ingredientes inseparables el sujeto y su mundo. Naturalmente que esta realidad radical puede ser desguazada artificialmente, tal como sucede por ejemplo con la ciencia natural, pero este conocimiento es totalmente secundario.
El yo y su circunstancia están unidos en conexión recíproca y necesaria, de tal forma que ninguno de los dos puede existir separado de su pareja. En primer lugar no se puede hablar de mundo sin hacer referencia a la vida del hombre, ante quien se presenta en exclusiva este fenómeno fundamental. Pero a la inversa, es esencial a la existencia humana proyectarse fuera de sí, de tal forma que, al quedar privada de la mundanidad su mismo sujeto protagonista se desvanece. Los integrantes de esta realidad radical que es la vida, se solicitan recíprocamente y mantienen entre sí una estructura circular y cerrada.
El mundo de la filosofía existencial no es un puro objeto de conocimiento, ni un mero correlato de la consciencia intencional. Las cosas con que a diario el hombre se enfrenta aparecen primero que nada como algo que está a la mano, dispuesto para recibir y orientar en un sentido u otro su actividad. Y como este mundo es el escenario en que se desarrolla la totalidad de la vida humana, se distribuye en una jerarquía de planos sucesivos, que van señalando las posibles líneas de acción y que sólo en este sentido dinámico constituyen un sistema.
Por ejemplo el espacio, tal como se aparece a una experiencia verdaderamente primera, no es una entidad neutra, proyectada en tres dimensiones –amplitud, altura y profundidad– y del todo inteligible y mensurable. Antes de cualquier consideración física o matemática, el hombre traza el diseño espacial de su mundo acercándose o alejándose de las cosas, y proyectando su acción en una u otra dirección. Sólo a partir de este fenómeno original surge en un segundo momento el universo de las coordenadas, que es una construcción teórica y una técnica de medición artificial y derivada.
Se dice que el hombre, en cuanto protagonista de su propia existencia, «está en el mundo», en el sentido preciso de que hace frente o está abierto a la realidad. Pero tampoco esta apertura es el acto intencional de una consciencia puramente teórica, que después y como por accidente se aprovecha de sus conocimientos para organizar su existencia. Sucede más bien todo lo contrario, porque de acuerdo con una experiencia primera e ingenua, el hombre está siempre haciendo algo de sí mismo con las cosas. Por ejemplo, puede «hacerse» un filósofo o un científico, pero en los dos casos la actitud teórica es la consecuencia de un previo proyecto existencial.
La vida humana no está determinada unívocamente y por consiguiente no sigue una trayectoria única y determinada, sino que se abre a un repertorio de posibilidades. Todas ellas mantienen entre sí una conexión recíproca, primero porque son incompatibles, de tal forma que al decidirnos por una quedan marginadas de golpe las demás. En contrapartida, cada alternativa excluyente da origen a un nuevo subsistema de posibilidades, que son su continuación y que al mismo tiempo reactúan sobre ella, impidiendo que desemboque en una vía muerta y manteniendo su carácter de alternativa.
El tiempo
Falta por ver cuál es el carácter que define al protagonista, enfrentado a través de una aventura existencial con ese mundo de posibilidades. Porque ya desde un principio hay que excluir, ateniéndose a una experiencia ingenua, que el hombre y las demás cosas formen parte del mismo universo, y que se tropiecen en ese escenario común, desarrollando un argumento más o menos dramático. El sujeto y su mundo, el yo y su circunstancia, son los dos momentos complementarios, pero por eso mismo del todo diferentes, de la realidad radical y primera que es la vida.
No es suficiente tampoco decir que en el acto intencional la consciencia y su objeto se corresponden punto por punto. En ese caso el hombre estaría definitivamente instalado en el mundo y sólo después de establecer su segura residencia bajaría a la calle para habérselas con las cosas haciendo su vida con ellas. Al revés, el estar viviendo tal como se aparece en un fenómeno original define simultáneamente al mundo como posibilidad y a nosotros mismos como un proyecto, un poder ser.
Así pues, la vida humana en cuanto puro proyecto siempre inacabado es una realidad contradictoria que está afectada al mismo tiempo por el ser y por el no ser, los dos unidos inseparablemente. Vivir consiste en estar dejando de ser continuamente lo que ya se es, y anticipar por este mismo movimiento existencial lo que todavía no se es. El programa más o menos lejano de vida y su realización en cada presente son los dos momentos interdependientes de esa actividad, tan difícil como irremediable.
Decir que la vida no es estable ni definitiva es tanto como atribuirle dos caracteres también complementarios. Es deficiente en el sentido más duro de la palabra, porque además de carecer de lo que por naturaleza no le corresponde, está siempre privada de una parte de su propio ser, que por eso no está nunca completo. En segundo lugar es una constante aspiración, pero no por desarrollar determinadas virtualidades contenidas en su naturaleza, sino por algo infinitamente más grave, pues tiene que inventar a cada paso formas de ser del todo extrañas, imprevistas e inéditas.
Así pues, por oposición a todos las cosas que forman parte de su mundo, la vida está pasando continuamente y en este sentido es tiempo. En la filosofía clásica la cronología es la numeración del movimiento, cuyas partes tienen que ser rigurosamente homogéneas entre sí, y además mensurables de acuerdo con el patrón uniforme y constante que proporciona la rotación de los astros. Por el contrario el hombre se encuentra ya instalado en el mundo, en presencia de las cosas, y anticipando a cada instante su propio ser, y toda esta complicada fórmula es la descripción de un tiempo existencial, que en todos y cada uno de sus momentos –el ya, el ahora y el todavía– se escapa de la categorías de ser, de medida y definición.
Por lo demás la vida no gira en círculo sino que camina en una dirección lineal e irreversible hacia lo que todavía no es. La futurición es según esto la esencia del tiempo humano y lo que de paso explica su carácter huidizo y no homogéneo. En cada uno de nuestros actos el futuro cumple una función doble y complementaria, porque es primero que nada el horizonte que deja abiertas las posibilidades y sólo en un segundo momento el efecto de su actualización. A su vez el cumplimiento del proyecto actúa sobre la propia forma de ser del sujeto que ha sido su causa, redefiniendo su programa de vida.
La existencia
La vida humana está abierta a un mundo y tiene una trama temporal, que se proyecta de forma lineal hacia su futuro. Pero además el protagonista de esta aventura única está afectado, por oposición a las otras realidades que llenan el escenario de su acción, de un carácter deficiente e inesencial. Cada hombre en la medida en que todavía no es, se enfrenta no siendo a las demás cosas, que tienen desde siempre una esencia completa y definitiva. Es un tema central de la fenomenología, que alcanza su más radical y tardía formulación en el existencialismo.
Ortega ha descrito en sus conferencias «sobre la razón histórica» estas dos formas de realidad: «Cuando la piedra empieza a existir, existe ya todo lo que constituye el ser o esencia o consistencia de la piedra. La piedra, pues, no existe nunca como mera aspiración de llegar a ser piedra, sino que es completamente piedra tan pronto como empieza a existir. Lo que del hombre, en cambio, existe ahora es tener que ser tal o cual luego... de modo que el hombre empieza a ser ‘el que aún no es como tal’. Es la existencia de una inexistencia.»
Sartre en su obra central –El Ser y la Nada– acentúa esta oposición entre los seres cerrados en sí mismos y el ser abierto hacia sí mismo. El hombre no sólo está afectado por el no ser, sino que además contagia este carácter a su propio mundo. Toda nuestra actividad consciente da por supuesta la posibilidad de la negación, desde la percepción más humilde –Pedro no está aquí hasta la interrogación abierta a la alternativa de un sí o un no, pasando por la imaginación que anula el entorno inmediato, o la actitud mágica de la emoción.
Pero lo que sobre todo denuncia el carácter inesencial del ser abierto hacia sí mismo es su original indeterminación, que le exige estar definiéndose de continuo sin alcanzar nunca una figura acabada. El hombre, al paso que hace su mundo, va haciéndose a sí mismo, y de esa forma la existencia, entendida como proyecto, está partiendo continuamente de cero. La única forzosidad del todo irrenunciable que le acompaña desde siempre y le exige decidirse libremente por uno u otro camino es su propia indefinición. «Estamos –dice Sartre– condenados a la libertad.»
La filosofía existencialista lleva hasta sus consecuencias más radicales esta defensa del principio sin principios desde el que trazamos el camino de la vida. En primer lugar el hombre no tiene una naturaleza, es decir, una sustancia que determina necesariamente su propia trayectoria en un sentido preciso, y por esto tiene que inventar su historia en cada caso concreto y en cada momento. Su vida, entendida como mera aspiración, crea delante de ella un espacio ideal y lo amuebla con los valores, a los que trasmite su carácter de no ser.
La libertad afecta al tiempo en sus tres momentos. Mirando al futuro, el hombre descubre que es dueño de los mismos motivos de sus actos, pues en la medida en que dependen de su decisión, ni pueden dominarle ni siquiera influir lo más mínimo sobre él. Pero además, al elegir un proyecto de vida, hemos elegido también las dificultades y obstáculos, que desde luego pueden estorbar y hasta frustrar su realización en el presente, pero nunca la opción original. Por si esto fuera poco, la historia de cada uno actúa hacia atrás sobre su propio pasado, que adquiere distintas perspectivas según sea la forma de ser lograda y asumida. El estar abierto al mundo, haciendo frente a las cosas, la temporalidad, donde el ser y el no ser están en conexión inseparable y la historia libre e inacabada por oposición a la naturaleza determinada y definitiva, son las tres categorías centrales, que ayudan a entender la vida como realidad primera.