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El Catoblepas, número 75, mayo 2008
  El Catoblepasnúmero 75 • mayo 2008 • página 3
Guía de Perplejos

De la apatía

Alfonso Fernández Tresguerres

Sobre apáticos antiguos y modernos

No deja de resultar sorprendente (por más que no constituya un caso único en la historia de las palabras) el sentido radicalmente distinto que el término «apatía» tiene en el pensamiento greco-latino y aquél que ha acabado por adquirir en la actualidad (y quizá ya desde la época moderna); y aun más que en el significado del término, la diferencia se advierte en el modo de concebir y valorar la apatía misma. Y acaso no resulte impertinente sospechar que esa distinta valoración ha corrido paralela o, mejor, ha sido motivada por aquélla de la que han sido objeto las propias pasiones y emociones. Porque significando «apatía» (ἀπάθεια) ausencia de emociones o pasiones (acaso también sentimientos), impasibilidad o imperturbabilidad y quizás indiferencia y hasta insensibilidad, siendo la antigüedad (de modo paradigmático los estoicos, mas asimismo los cínicos y, en alguna medida, epicúreos y escépticos) poco tolerante con tales pasiones y emociones, y muy proclive a ver en ellas antes cadenas que nos atan que manifestaciones de fina sensibilidad, es comprensible que fuese vista la apatía, en tanto que estado de aquél que se halla libre de ellas, importante virtud e insigne ideal moral. Y si la época moderna, por su parte, reconoce en las emociones, y aun en las pasiones, importantes valores de carácter positivo, no es de extrañar que el apático, esto es, el carente de ellas, sea visto como un individuo carente de vigor y hasta de voluntad, alguien a quien nada interesa y que de todo se desentiende, hasta llegar a la indiferencia más absoluta y, en último término, a la plena insensibilidad. Tal vez ésa y no otra sea la razón por la que ha pasado la apatía de ser considerada elevado ideal de vida, sólo accesible al sabio, ha ser calificada de disposición negativa y despreciable.

Ciertamente, lo primero que cabe observar es que estamos hablando de dos cosas o dos estados de ánimo completamente distintos, ligados sólo por el uso de un término común, mas sin que ello implique que acierten unos o lo hagan los otros, sino que, al contrario, tan noble y deseable pudiera ser la apatía antigua como detestable el apático moderno; y, en cualquier caso, lo que resulta indudable es que si la apatía de griegos y romanos es recusable (por las razones que fuere), no lo será, en modo alguno, debido a que ellos la entendieran entonces igual que nosotros la entendemos ahora. Dice Cicerón que

«para designar las cosas nuevas es preciso crear palabras nuevas también, o cambiar el sentido de las antiguas» [Cuestiones académicas, I, 7].

El asunto que estamos examinando nos pone de manifiesto cuán preferible es siempre la primera opción a la segunda. De haberlo hecho, conseguiríamos haber evitado toda confusión. Porque lo que hoy se entiende por «apatía» es más una variedad de autismo, de abulia o de anestesia sentimental que otra cosa cualquiera; y tiene, desde luego, más que ver con la psicología que con la moral. Valdría decir que para los antiguos la apatía es un concepto moral, mientras que en la actualidad es un concepto que pertenece al ámbito de las ciencias psicológicas y de la conducta. O de manera más radical: ellos se referían a un ideal de vida; nosotros a un problema psicológico.

Así es, en efecto: en el sentido en que hemos acabado por utilizar tal término, consideramos apático a aquel individuo que muestra una permanente desgana e indiferencia por todo, un tono y una respuesta emocionales prácticamente nulos y que parece presa permanente de un aburrimiento crónico y descompensado. Triste también, al menos hasta cierto punto, porque no pocas veces da la impresión de carecer de ánimo suficiente hasta para entristecerse, y, desde luego, lo mismo para alegrarse. Disculpable es, y hasta digno de lástima, quien se encuentra en esa situación como consecuencia de un trastorno depresivo o esquizofrénico (problemas psíquicos éstos a los que con frecuencia se halla asociado tal estado). Y comprensible es que dé en una apatía más o menos transitoria quien ha sido víctima de un fortísimo revés afectivo. Mas quien sin razón alguna vive sumido en ella, al punto que se le convierte en rasgo de personalidad cuando no en su personalidad toda, no puede sino ser considerado responsable de ello, si es que convenimos en que es verdad aquello de que llegado a cierta edad uno no puede culpar a nadie de la cara que le devuelve el espejo.

«Este es el hombre que he forjado. ¡Eso es lo que hice para llegar aquí, y no hay nada más que decir!» [Philip Roth, Elegía].

La vida es lo suficientemente variada y compleja como para no hallar nada que suscite nuestro interés, y por eso, aquél que carece de toda curiosidad y en ninguna ocupación halla consuelo, no es seguramente merecedor de desprecio (al fin y al cabo, es asunto suyo), mas tampoco de compasión, porque es, después de todo, lo que ha querido llegar a ser: alguien ante cuyos ojos desfilan los estímulos, pero sin llegar a afectarle. Y si bien es cierto que resulta completamente normal que todos, en mayor o menor medida, tengamos achaques de apatía, en nuestra mano está el permitir que nos dominen o no; procedimientos para salir de ellos los tenemos en abundancia. No es tanto una cuestión de inteligencia o voluntad como de costumbre: quien a lo largo de los años haya ido avezando a su espíritu a determinados alimentos sin los cuales se halla falto e insatisfecho, no debe temer verlo ocasionalmente sumido en la desidia o la inapetencia, porque no pasará mucho tiempo antes de que por sí mismo los busque y los reclame. Pero quien siempre ha vivido volcado al exterior, y nunca hacia sí, sin preocuparse de amueblar su vida, como si de una vivienda se tratara, con un puñado de ocupaciones gratas para las cuales la soledad no es un obstáculo, sino una exigencia, no es extraño que obligado a recogerse en su morada la encuentre fría e incómoda, inhabitable y completamente desangelada, y llegado el caso de aburrirle lo de fuera no encontrará lugar alguno al que huir, acabando, finalmente, por hastiarse incluso de sí  mismo: sin estímulo ni externo ni interno capaz de ponerle en marcha, el resultado no podrá ser otro que la desidia permanente y la apatía extrema. A aquél, en cambio, que es capaz de vivir solo y a solas hallar algún contento y satisfacción, nada existe capaz de descomponerlo ni quebrantarlo. Sabe vivir, y vivir con todos, quien puede vivir solo consigo, aunque cuando para hacerlo necesite tener otras cosas además de tenerse a sí mismo. Como dice Séneca:

«El sabio se basta a sí mismo para vivir feliz, pero no para vivir. Para vivir le hacen falta muchas cosas, pero para vivir feliz sólo necesita un alma sana y elevada que sepa desdeñar la fortuna» [Cartas a Lucilio, IX].

*

Mas si la apatía, en el sentido psicológico en el que hasta ahora hemos hablado, constituye una auténtica desgracia (y quién sabe si hasta una completa necedad), resta por ver si en el sentido más noble en el que era entendida por griegos y romanos, es un ideal moral y vital no ya deseable, sino incluso posible.

No sería lo uno ni lo otro, desde luego, si entendiéramos la apatía como la ausencia completa de pasiones y emociones, o como la plena renuncia a los afectos, sean éstos los que fueren; si la entendiéramos, en suma, como la consecución definitiva de la insensibilidad. Así vista, no sería, ciertamente, una meta alcanzable. ¿Cómo evitar, en efecto, experimentar determinadas necesidades o deseos; sentir amor u odio, miedo, cólera o cualesquiera otras pasiones, emociones y afectos? Y si tal estado no es posible, ni siquiera merece la pena preguntarse si sería deseable. Mas si se persiste en hacerlo, yo me atrevería a responder que no. Estar vivo significa sentir, gozar de tales sentimientos y afectos, cuando sean gozosos, y, mal que nos pese, sufrir cuando con ellos sufrir toque, si es que no queda otro remedio. Alguien capaz de instalarse en la plena insensibilidad (si ello fuera posible) ya no sería un hombre, y ni siquiera un animal (tal vez ni un ser vivo). Y yo, al menos, aspiro a ser un hombre; mejor o peor, pero un hombre, no una piedra.

Mas todo esto significa que difícilmente puede creerse que los estoicos (ni tampoco los cínicos o los epicúreos) hayan entendido la apatía (o para el caso la ataraxia) en el sentido dicho, porque equivaldría a proponer como ideal moral una mentecatez. Y por idéntico motivo, dudo igualmente que lo hiciera Pirrón y que, en consecuencia, los primeros escépticos se hubieran marcado como objetivo vital la absoluta insensibilidad. Más bien creo que todos ellos a lo que en verdad se refieren es a la moderación y al autodominio; a procurar que nada nos afecte en exceso y que ningún deseo o necesidad, pasión o sentimiento nos convierta en su esclavo; a poseer, en suma, la fortaleza suficiente para renunciar cuando conviene o hay que hacerlo, y para resistir cuando no queda otro remedio que aguantarse. Así interpretado, el abstine et sustine estoico es, sin duda, una gran proclama digna de haber sido grabada en las vigas de madera de la biblioteca de Montaigne. Ser imperturbable o impasible no sería entonces sinónimo de insensibilidad, sino, precisamente, de fortaleza, y ello conlleva, no pocas veces, la aceptación y la resignación de aquello y ante aquello que es como es y no se halla en nuestro poder el lograr que sea de otra forma.

«Imperturbabilidad ante lo que sucede por una causa externa, justicia en lo que se ejecuta por una causa que depende de ti» [Marco Aurelio, Meditaciones, 9. 31].

Y esto sin que sea menester llegar al extremo de firmar un compromiso de fidelidad al determinismo estoico y aceptar tal idea como una verdad incontrovertible. ¿Quién diablos le ha dicho al determinista que todo está determinado? Nos hallamos sujetos, sin duda alguna, a múltiples condicionamientos que hacen que las opciones entre las que podemos elegir en una situación dada sean más o menos; incluso que sea sólo una…, o ninguna. Pero decir que el dolor de muelas que me aquejó el 7 de febrero se hallaba prescrito desde toda la eternidad, son ganas de hablar por hablar. Y por idéntica razón, difícilmente nos convencerá Marco Aurelio de que todo lo que sucede es justo que suceda o que debamos desearlo. Yo, desde luego, no albergo la menor duda de que no es justo todo lo que ha podido sucederme en el pasado (nada prejuzgo del futuro, aunque me atrevería a apostar que no todo lo será). Y tampoco acierto a comprender por qué se me pide que desee siempre lo que sucede. ¿O es que acaso cuando nos acontece una desgracia debemos alegrarnos profundamente pensando en lo maravilloso que es el que haya sucedido y la enorme contribución que representa al bien y a la justicia del Universo en su conjunto? ¿No es suficiente con que la acepte y me resigne, que sea capaz de sobreponerme y mostrarme fuerte y digno ante ella, como para pedirme, además, que la quiera? Por eso, cuando Epicteto dice:

«No pretendas que lo que sucede suceda como quieres, sino quiérelo tal como sucede, y te irá bien» [Enquiridión, VIII],

habría que hacer alguna matización, y decir que si del todo atinado es lo primero, más discutible es no sólo que se deba, sino incluso que se pueda querer lo que ha sucedido y que haya sucedido tal como lo ha hecho, a menos que querer no otra cosa signifique ahí que aceptar, en cuyo caso convendría en que no puede expresarme mejor aquél estoicismo del que me siento devoto. Y si tal es, asimismo, la idea de Marco Aurelio, entonces acabaré, finalmente, por reconciliarme con ambos. Presiento, sin embargo, que los dos proponen ir un paso más allá de donde yo estoy dispuesto o me siento capaz de ir. Más conforme estoy con Séneca cuando afirma que

«el sabio vence ciertamente cualquier dificultad, pero la siente» [Cartas a Lucilio, IX].

Y podríamos añadir que la deplora y desea que no hubiera sucedido. O vence y domina,  sus deseos y sus necesidades, sus pasiones y sus emociones, sus afectos; que desprecia, incluso, todos esos anhelos o estados anímicos cuando así debe hacerlo; pero pedi= rle que no lo sienta o que no desee una cosa u otra, es pedir demasiado, tanto que acaso sea pedir lo imposible.

Kant, que considera la apatía estoica principio moral justo y elevado (sin negar la importancia de las emociones como guía moral antes que la razón llegara a su pleno desarrollo), la concibe, sin embargo (si mi lectura es correcta), no tanto como ausencia de emociones o indiferencia y desprecio hacia todas ellas (y yo no sé si estaría de acuerdo en que dijéramos, por extensión, de necesidades o deseos, sentimientos o pasiones), sino como el no permitir ser presa de ellas, es decir, no permitir que se impongan a la razón; y en este sentido, la apatía sería, en último término, la flema:

«La imperturbabilidad sin la minorización de la fuerza de los resortes del obrar es la flema […] consistente en no dejarse arrastrar de la tranquila reflexión por la fuerza de las emociones […] Quien está dotado de ella, no por ello es sin duda ya un sabio, pero ha recibido de la naturaleza el favor de que le resulte más fácil que a otros llegar a serlo» [Antropología, §, 74-75].

Visto así el asunto, yo no tengo demasiado que objetar. Nadie, en efecto, puede vivir una existencia mínimamente dichosa ni buena desde el punto de vista moral, dominado por todas esas afecciones de las que hablamos. No hay otra vida dichosa que aquélla sujeta a la razón y regida por ella. Y en siendo esto así, uno adquiere la capacidad de renuncia y resignación, no porque como la zorra de Esopo termine por engañarse o engañar (o intentar hacerlo siquiera) con falsos pretextos, sino porque comprende que por apetecible que resulte, carece de todo sentido perseguir lo inalcanzable, de tal forma que en lugar del resquemor del fracaso, gobierna su vida la lucidez del desengaño. De manera que la ataraxia y la apatía, la imperturbabilidad y la indiferencia no nacen de la ausencia de deseo o de la insensibilidad, sino de la indiferencia ante lo que se desea y no ha de ser, y de la resignación ante lo que es y no se quiere, pero es y no puede ser de otro modo. Y así,

Despiciam dites despiciamque famen
[«desdeñaré riquezas y desdeñaré el hambre», Tibulo, Carmina, I, I: 78],

mas no porque carezca de necesidades o deseos, sino porque habré aprendido a dominar tanto a las unas como a los otros. No se halla acertado Séneca cuando sostiene que experimentar una necesidad equivale a hacerse esclavo de ella. Experimentar una necesidad (del tipo que sea, y, para el caso, cualquier otro afecto, no significa más que  estar vivo): la esclavitud nace del dominio y la sujeción, y por eso, siempre que sea yo quien domine y sujete, nunca seré esclavo de una necesidad, sino dueño; y en disponiendo de lo imprescindible para vivir con una cierta dignidad y decoro, podré no tener otro anhelo que el que

Me mea paupertas vita traducat inerti,
Dum meus adsiduo luceat igne focus

[«a mí mi frugalidad me lleve a lo largo de una vida tranquila,
en tanto mi hogar alumbre con su fuego diario» Tibulo, I, I: 5-6];

y sabré conformarme con lo me ha sido dado y con aquello que es posible; porque un estado dichoso no nace de una ambición que jamás se ve colmada ni de la persecución de fantasías y quimeras, sino del conformarse con lo que tenemos que, en siendo suficiente, es ya de sobra.

Laetus in praesens animus quod ultra est
oderit curare et amara lento
temperet risu: nihil est ab omni
    parte beatum.

[«Feliz con lo presente, esquive el alma
sufrir por el futuro, y que lo amargo
temple mansa sonrisa: por completo
      nada hay dichoso», Horacio, Odas, II, XVI: 25-28].

Nadie hay que pueda verse libre de necesidades o deseos, a quien la desdicha no afecte o desagrade el goce, y que no aspire a que la primera sea mínima y el segundo máximo (ya venga de la carne o del espíritu), pero honroso es ser dueño de uno mismo y saber renunciar y resistir cuando hay que hacerlo. Y lo es, igualmente, saber conformarse con aquello que tenemos y con lo que se halla a nuestra alcance, pensando que seguramente hay a quien, acaso mereciéndolo más, la vida le ha dado menos, y que es estúpido dejarla pasar entre amarguras y lamentos por lo que no es ni ha de ser.

«Quien se contenta con lo poco que tiene en comparación con lo mucho que tú tienes, te iguala en riqueza, aunque tú fueras el mismo Coré, y si se aparta de adquirir aquello que tú ambicionas, entonces es, con mucho, más rico que tú. Quien se eleva por encima de las cosas del mundo ante las que tú te inclinas es, con mucho, más noble que tú» [Ibn Hazm de Córdoba, El libro de los caracteres y las conductas. Sobre la terapia de las almas, 12].

Pero lo que sucede, en verdad, no es que sea ésta la forma mejor o más noble de vivir: es que no hay otra.

 

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