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El Catoblepas, número 75, mayo 2008
  El Catoblepasnúmero 75 • mayo 2008 • página 10
Artículos

Hic sunt leones.
El complejo doctrinal de la Derecha española

Sergio Fernández Riquelme

Se pretende descifrar algunas de las claves del proceso histórico de desaparación doctrinal de la derecha española, en especial de sus referentes católicos, dentro del proceso de homogenización ideológica establecido, de facto, por la llamada "fórmula de consenso" de la "democracia de partidos"

El complejo doctrinal de la Derecha española

I

El interminable y difuso viaje de la Derecha española hacia el «centro político», aglutinada, y en gran parte desactivada por el Partido Popular, no solo supone una exigencia táctica de la «partitocracia», o democracia de partidos{1}, que monopoliza toda forma de representación política de la sociedad nacional. Supone, esencialmente, un nuevo intento de neutralizar en España toda alternativa al idearium del «consenso socialdemócrata», fórmula de homogeneización ideológica que niega la posibilidad de reactualización del pensamiento liberal-conservador, tanto en su versión católico-tradicional, como en el eterno proyecto nacional de una Derecha moderna y laica, de esa derecha que P. C. González no encuentra en nuestra historia contemporánea{2}, y que Ángel Ossorio y Gallardo se cansó de promover{3}.

«Ser de izquierdas es, como ser de derechas, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil»{4}. Esta frase de Ortega parece haber calado hondo en la «nueva derecha» española, posiblemente la única que habrá leído en profundidad al filósofo madrileño, aunque sea sólo, en muchos casos, para el ataque ideológico. Por ello, esta opción político-social se reconvierte terminológicamente en «centro reformista», y muestra una reserva casi patológica a demostrar públicamente los ideales liberal-conservadores o las pociones democristianas. Por ello se suman, sin capacidad crítica, en la aceptación de los presupuestos, en trance de superación, del Estado del bienestar de naturaleza keynesiana; en el rechazo oficial de toda forma corporativa de organización político-social; en el reconocimiento solapado del proteccionismo público en la actividad económica; o en la negación de los principios cristianos del orden social y de la acción política. Pero existe otra serie de rasgos de esta «transmutación» no siempre advertido: un olvido de las ideas y doctrinas constitutivas del pensamiento liberal-conservador como alter ego del socialismo estatista; y que se manifiesta en la pérdida de un «lenguaje político» propio, y en el rechazo de las experiencias históricas ajenas a las convenciones ideológicas adoptadas tras la transición política. Así lo advirtió G. Fernández de la Mora{5}.

El complejo doctrinal de la Derecha española

II

La Derecha española ha perdido un lenguaje propio, bien por mímesis en ese consenso partitocrático, bien por el abandono de bien por la imitación vulgarizada de las propuestas «neoconservadoras» europeas y norteamericanas. El camino de servidumbre de Hayek o El Estado servil de Belloc no pasan de ser citas descontextualizadas. Términos como autoridad y jerarquía, orden y contrarrevolución, tradición y disciplina, organismo social o comunidades naturales desaparecen, directamente; otros como nación, familia o religión se esconden bajo un silencio absoluto. Y lo mismo ocurre con los conceptos unívocos que tales palabras deberían representar o explicar. La derecha española pierde sus palabras, pero también sus conceptos. Un curiosa «muerte óntica»: la derecha no existe para sus dirigentes y sus electores.

El proceso podría resumirse así, a nivel epistemológico. Las ideas, actos del intelecto, se alejan de toda moral trascendental, deviniendo en simple «acciones técnicas». Las creencias pierden su sustantividad bajo el paradigma relativista. Y las doctrinas desaparecen ante la gestión y la eficacia. Este itinerario deja a la Derecha patria sin una «razón histórica», sin un conjunto de creencias capaz de afrontar con personalidad sustancial el devenir histórico. Le conduce, además, a una posición subordinada respecto a los «rotundos» paradigmas intelectuales de la socialdemocracia, iconos al uso en la cultura ciudadana. «La experiencia histórica –apunta con acierto P.C. González Cuevas– demuestra que perder la batalla cultural significa perder la de las instituciones, y en definitiva, la del poder»{6}. Este parece el destino de la Derecha hispana.

«El diagnóstico de una época (de un hombre, de un pueblo, de una época) tiene que comenzar filiando el repertorio de sus convicciones», señalaba Ortega{7}. En el caso de la derecha española, tradicional o moderna, siempre que siga existiendo a inicios del siglo XIX bajo tal denominación, ¿cuál sería este repertorio, cuáles sus convicciones?

El complejo doctrinal de la Derecha española

III

En el mapa ideológico del «Estado social y de derecho» nacido en 1977, los referentes doctrinales conservadores/derechista presentes en nuestra historia contemporánea se sitúan en los límites de la marginalidad historiográfica, cuando no en las caracterizaciones más arbitrarias de tinte ideológico. Aparecen marcados como «rémoras del pasado» para el ideal de modernidad actual, que equipara de manera interesada el medio democrático y la finalidad progresista; son circunscritos a áreas tangenciales del tracto histórico del pensamiento nacional; suponen un terrero historiográfico casi sin explorar para nuestro mundo científico. Hic sunt leones, aquí están los leones, las bestias en los viejo mapas corográficos romanos. Antidemócratas y antiliberales, reaccionarios y autoritarios, liberales y caciques, totalitarios y contrarrevolucionarios. Estos son algunos de los adjetivos utilizados para definir a los ancestros de la derecha hispana, defensores de formas políticas y de gobierno alejadas de los parámetros difundidos por toda Europa occidental tras la II Guerra mundial. La historia se agota y se refunda en una fecha, el presente niega la libertad de expresión a los «testimonios» pasados, y el futuro olvida la historia como magistra vitae.

Así el «mito del progreso», propio de este tiempo moderno, condiciona la revisión histórica de las diversas tradiciones de la derecha nacional. El tradicionalismo hispano es caricaturizado como «reaccionario», negando su papel en la defensa de las libertades comunales y sociales (de E. Gil Robles a J. Vázquez de Mella); el conservadurismo de Cánovas y Silvela, capaz de sintetizar consenso y tradición tras años de Guerra civiles, es acusado de inmovilismo constitucional y clientelismo político; la movilización de masas de la primera democracia española bajo la II República, la CEDA, es falsificada bajo etiquetas diversas (bienio negro, fascismo español); el neotradicionalismo español es, directamente, obviado en la historia consensuada del pensamiento político-social patrio, así como el destino trágico de buena parte de sus portavoces (R. de Maeztu, V. Pradera); la pluralidad de posiciones doctrinales de los seguidores del Magisterio social católico en reducida a la beneficencia, cuando no al llamado «control social» (S. Aznar, A. Herrera); el régimen de Franco es condenado sumariamente sin aclarar sus orígenes (Guerra civil), su desarrollo (estatización de la Nación) y su eclipse (transición); e incluso se oculta el pasado franquista de buena parte de la clase política española (desde el primer presidente del gobierno, hasta el actual monarca).

Toda una pléyade de intelectuales son reducidos a una «generación» sin descendientes y sin alumnos, y por tanto, sin capacidad de confrontación con la realidad presente. De F. J. Conde a G. Fernández de la Mora, de J. M. Pemán a Jesús Fueyo, de A. López-Amo a Vicente Marrero, de A. Ossorio y Gallardo a J. M. Gil Robles. Estos nombres, entre otros, no solo muestran la pluralidad de sensibilidades político-sociales de la tradición conservadora-derechista nacional: la «revolución desde arriba», la teoría orgánica de la sociedad, el Estado corporativo, la contrarrevolución nacionalista, la misión nacional y católica, la tecnificación y desiodeologización de la política, la Monarquía social y popular, el consenso nacional en las Restauraciones monárquicas. Demuestran además, tomando el hecho de su caricaturización ideológica, la nueva «altura de los tiempos» en la que se encuentra nuestro país: memoria histórica como criterio de análisis del pasado, progresismo idealista como principio de conocimiento, y especialización sectorial como bagaje académico

Este «tiempo histórico» actual, tomando la conceptualización de R. Koselleck, nos habla de una modernidad ideológica presidida por la demonización de cierto pasado, incompatible con el futuro profetizado. Futuro y pasado deben coincidir{8}. En último término, esta demonización académica, y el subsiguiente desprestigio intelectual de la derecha española se deben, como bien señala Jerónimo Molina, a un complejo de inferioridad política derivado de su vinculación reciente a la empresa estatal del régimen de las Leyes fundamentales, de la dictadura franquista. Este complejo, azuzado por el contrincante socialdemócrata, impide la revisión serena de vinculaciones políticas y referentes doctrinales pretéritos, y obliga al centrismo como mera opción de supervivencia{9}.

Pero el rechazo de esta herencia doctrinal, explicable en términos de supervivencia mediática y de presiones de la «dictadura ideológica», no explica la paralela minusvaloración de otras tradiciones, propiamente liberal-conservadoras y democristanas. Esta situación va más allá del puntual complejo histórico; nos adentramos en la pura patología intelectual. La «derecha», como etiqueta ideológica, se ha convertido en un fantasma que atormenta en el proceso de toma de decisiones, en un miedo que condiciona la reforma de los dogmas del «Estado social», en un medio de autocensura a la hora de leer y publicar. No hay principios inamovibles, no hay valoración de la tradición, no hay señas de identidad propias. Este ese el resultado de la despolitización de la «antigua derecha» española, hoy moderna «centralidad popular»: espacio ideológico neutral ante todo tipo de experimentos de «ingeniería social», rectius socialdemocracia, y espacio político para un «gobierno de gestores», rectius tecnocracia.

El complejo doctrinal de la Derecha española

IV

El resultado más extremo de esta tendencia lo encontramos en el papel de la religión en la vida política española. A diferencia de la progresiva reconstrucción del lugar político y moral de la Iglesia (católica, ortodoxa, luterana) en el Viejo Continente (Italia, Polonia, Grecia, Alemania, e incluso de la laicista Francia), o de papel genético de la fe en la democracia norteamericana, en nuestra vieja nación se ha sancionado la exclusión de la fe de la vida pública y de la decisión política. El miedo ante el ataque laicista, el olvido de nuestras seculares tradiciones, la aceptación del relativismo moral, la sumisión a la prédica agnóstica, son algunas manifestaciones del actual "horizonte histórico" hispano, que niega el constructivo diálogo entre fe y razón, entre tradición y libertad, entre ateos y creyentes. Algo similar ocurre con las ideas liberales, utilizada de manera corriente en la gestión y infravaloradas en la propaganda política.

Populares y socialistas, protagonistas del bipartidismo más indiferenciado, encierran la fe al "espacio interior", a la vida privada, a la mazmorra de las "ideologías" personales; con ello rechazan la proyección pública de una cultura milenaria, que supone la misma raíz de su libertad y de su conocimiento. Ni en la escuela ni en el Parlamento, ni en el matrimonio ni en la familia, ni en los medios de comunicación oficiales ni en las series televisivas de ficción. Esta es la receta del "consenso", sancionado por un voto católico cautivo en un partido con escasa democracia interna y con menor defensa de los principios constitutivos de la tradición histórica y de la opción democrática del pensamiento liberal-conservador. La homogenización llega a través del desmantelamiento ideológico de una opción cultural, espiritual y moral necesaria para nuestro porvenir. La democracia pierde uno de sus interlocutores con tres elementos constitutivos, frente a la ideocracia rampante, de la realidad pasada, presente y futura de nuestras sociedades: las identidades grupales como factor genético de lo social, (prospectiva) la meritocracia como principio de organización ante de lo económico, desde la industria hasta la tecnología (perspectiva), y las tendencias hacia la administración técnica de lo político (prospectiva)

En este contexto, la cuestión no se refiere ya a la creación de un partido específicamente católico, bien democristiano bien integrista. El panorama electoral español se muestra desierto en este terreno. La oligarquía de nuestra partitocracia{10} cierra así todo debate sobre la naturaleza espiritual sobre la forma de gobierno, así como sobre la forma de Estado (por ejemplo, República), de organización (centralización o federalismo), de representación (el papel de las Asociaciones y Corporaciones) y de participación (directa, municipal). Un equilibrio estratégico, sin debate, sin doctrinas, o lo que es lo mismo, puro y simple reparto del poder. La «Política significará pues, para nosotros, la aspiración (Streben) a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados, o dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen»{11}.

Por ello, el problema religioso se centra, como ocurre en gran parte del orbe, en el grado de transversalidad de la identidad cristiana en los programas políticos, en la fundamentación de la libertad individual, en la influencia de su ascendiente moral en la tarea legislativa, en su conexión con los derechos sociales fundamentales. Un grado que determinará, en mayor o menor medida, los espacios y contenidos del debate dialéctico, imprescindible en toda comunidad organizada, con el ateismo vital o con un agnosticismo investigador, ambos falsificados, cuando no reducidos, por muchos de sus mismos hagiógrafos, en analfabetismo espiritual, superchería cientifista, incultura doctrinal, y progresismo político. Ante todo, los leones por muy fieros que sean, serán siempre parte de nuestro pasado, y testigos mudos de nuestro presente.

Notas

{1} Una definición estandarizada sobre el «Estado de Partidos» la encontramos en M. García Pelayo: «la democracia de partidos es una adaptación al principio democrático de dos factores cohesionados entre sí»: la masificación de los derechos democráticos, y el hecho de la «sociedad organizacional» o «sociedad corporativa»; hechos que en el plano político muestran la necesidad de los partidos como mediación para «actualizar los principios democráticos en las condiciones de la sociedad de nuestro tiempo». M. García Pelayo, El Estado de Partidos, Alianza, Madrid 1986, págs. 40-42.

{2} La ausencia de una verdadera «derecha nacional laica» (como atestigua P.C. González Cuevas), es una de las razones de la vinculación, durante los años del Interbellum, de la teología política y el corporativismo político-social. El proyecto del Estado corporativo se convirtió en instrumento contrarrevolucionario de numerosos Estados autoritarios de la Europa de los años treinta, superando el radio de acción del «corporativismo social». Su gran objetivo era, desde posiciones y convicciones elitistas, modernizar la economía nacional, regenerar las bases culturales del país, superar las disensiones causadas por el «problema obrero», estabilizar el sistema jurídico-político, y finalmente refundar políticamente a la Nación española (fundiendo por primera vez nacionalismo español y catolicismo en un nuevo Estado, de manera contrapuesta a la Konservative revolution germana). Véase P.C. González Cuevas, El pensamiento político de la derecha española en el siglo XX. De la crisis de la Restauración al Estado de partidos (1898-2000), Tecnos, Madrid 2005, págs. 27-28.

{3} Así valoraba Ossorio una larga e infructuosa vida intelectual y política: «Estos empeños míos fueron fracasando uno tras otro y mis sueños de esta especie jamás llegaron a tener realidad. Fracasó el maurismo, fracasaron mis reacciones contra la dictadura, fracasó mi actuación contra la mal llamada guerra civil, fracasaron todos mis conatos en busca de una esencial libertad política, de unos procedimientos conservadores y de un diáfano avance social. La razón resultó muy clara. Mis compañeros en todas las empresas coincidían totalmente conmigo en los ideales sociológicos y no eran ellos más remisos ni más cobardes que yo, pero en los políticos eran más atrasados y su conservatismo no era liberal como el mío, sino que tenía puntos reaccionarios… cuando surgió el golpe de estado dictatorial la mayoría se marchó con Primo de Rivera y no mantuvo el criterio liberal apartándose del rey; cuando surgió la república, nadie quiso defender la institución separándola del titular; y cuando estalló la mal llamada guerra civil, la mayoría se marchó con Franco asqueándose de los defensores de la libertad. Soy un hombre que se ha pasado la vida en el descanso de la escalera llamando a la puerta de la derecha y a quien han abierto siempre la de la izquierda. En menos palabras: la labor de toda mi vida, no ha servido absolutamente para nada en menos palabras: la labor de toda mi vida no ha servido absolutamente para nada». Véase Ángel Ossorio y Gallardo, Mis Memorias, Tebas, Madrid 1975, pág. 181.

{4} José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Espasa-Calpe, Madrid 2001, pág. 60.

{5} Gonzalo Fernández de la Mora, La partitocracia, Instituto de estudios políticos, Madrid 1977, págs. 52 y 53.

{6} P. C. González Cuevas, «La decadencia cultural de la Derecha española», El Catoblepas, nº 61, marzo 2007, pág. 15.

{7} José Ortega y Gasset, Historia como sistema y otros ensayos de filosofía. Espasa-Calpe, Madrid 1971, págs. 10-11.

{8} Reinhart Koselleck. Futuro pasado. Paidós, Barcelona 1993, págs. 14-16.

{9} Jerónimo Molina, «La derecha española o el Estado», en Razón española, nº 145, septiembre-octubre de 2007, págs. 179-203

{10} Gonzalo Fernández de la Mora, «La oligarquía como forma trascendental de gobierno», en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, nº 53, Madrid 1976.

{11} El sociólogo germano partía de que «el Estado, como todas las asociaciones políticas que históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, e la que es vista como tal», ya que «el Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el territorio es el elemento distintivo) reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima». M. Weber, El político y el científico. Alianza editorial, Madrid 1981, págs. 83-84.

 

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