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El Catoblepas, número 75, mayo 2008
  El Catoblepasnúmero 75 • mayo 2008 • página 15
Artículos

Legislatura 2004-2008:
un balance (im)parcial

José Andrés Fernández Leost

La concepción ideológico política del primer gobierno Zapatero en España

El presente texto trata de valorar la concepción ideológico política que se desprende de la actuación del Gobierno español durante la legislatura 2004-2008. Rastreando el contenido y, en su caso, consecuencias, de las políticas adoptadas, pretendemos reorganizar el mapa teórico de la ideología y concepción política de la socialdemocracia gobernante. En consecuencia, nuestro estudio tratará no sólo de explicar las líneas generales de la corriente republicano-cívica que ha informado la actuación del Ejecutivo, cuanto de constatar la realimentación que determinadas medidas ejercen sobre su ideología, así como los efectos límite que tales acciones pueden provocar.

I. Contra los políticos (socialistas)

Este análisis puede encararse desde diversos enfoques. Tomando como hilo conductor la última obra de Gabriel Albiac, Contra los políticos (Temas de hoy, Madrid 2008), nos situamos en un ángulo eminentemente crítico y meta-político, que posee la virtud de atenerse a un argumentario estrictamente racional. El texto de Albiac se levanta como reacción ante políticas públicas concretas: la política antiterrorista, la política de la «memoria histórica», y la política educativa. En aras de justificar el título del libro nos encontramos también con una vituperación general de la clase política, en virtud de la sistemática manipulación que ejerce sobre el lenguaje y, más aún, del dispendio económico que genera su existencia, financiada públicamente{1}. Pero en Contra los políticos, tales condenas no están destinadas sino a reforzar la crítica a la actual socialismo español, al estar emitidas desde una óptica situada orgullosamente extramuros del espacio político. Albiac, en línea con la perspectiva liberal, parece más bien otorgar a la esfera privada el privilegio de prefigurar los contenidos del debate público. En este sentido, su noción de ciudadanía, anclada en el ejercicio de la libertad, se articula desde instancias ajenas al ámbito del Estado. «La libertad del pueblo –nos recuerda citando a Saint Just– está en su vida privada; no la turbéis». Por supuesto, su postura no puede dejar de tener implicaciones políticas. Mas su objetivo consiste en ponernos en guardia ante la concepción fuerte de lo político, profundamente moderna, la cual, fundada en la creencia del papel transformador del soberano, contiene gérmenes totalitarios.

A propósito de la lucha contra el terrorismo, en los primeros compases del texto Albiac alude a la técnica principal del político moderno, que compendia todos sus trucos: la prestidigitación. Dicha técnica contiene el peligro de traer consigo una sacralización de la política, como trasunto secularizado de las religiones. A través de un juego de efectos que trueca lenguaje por realidad, el soberano trata de presentarnos una imagen de la sociedad a su medida. Práctica que, en último extremo, lo endiosa, haciéndole creer que al decir, construye mundo (pág. 35). Este resorte evoca las palabras del personaje Humpty Dumpty en la novela del matemático Lewis Carroll, Alicia a través del espejo: «Cuando uso una palabra –dijo Humpty Dumpty–, ésta quiere decir lo que quiero que diga, ni más ni menos»{2}. Muestra de ello es el recurso a términos-fetiche que, desprovistos de significado, aletargan al súbdito. Por ejemplo, la paz. Sin embargo, invoca Albiac: «Si hay que llamar paz a la esclavitud, la barbarie y el aislamiento, nada para los hombres será más miserable que la paz» (Spinoza). La cuestión toma relieve inserta en el contexto del terrorismo. Pero aquí otra vez resulta preciso definir previamente el concepto. Albiac acude sin vacilación a la Revolución francesa (leyes del 5 de septiembre de 1793 y 10 de junio de 1794). El establecimiento del terror político, equivalente al antiguo «estado de excepción», se identifica con un gobierno revolucionario orientado a la proclamación de la era de la igualdad ciudadana (pág. 78). El terrorismo queda así vinculado a la mitología progresista de la perfectibilidad humana, como demuestra la siniestra experiencia utópico-científica del comunismo realmente existente. La ligazón de este sentido con el terrorismo islámico se nos brinda de mano del célebre terrorista Carlos El Chacal, cuya conversión al islam no implica ruptura con el leninismo, tal y como expone en L’islam revolutionnaire. La continuidad, sin duda algo forzada, se logra apelando a una ideología de carácter universalista (panislamista) y antiamericana, que actuaría en nombre de los pobres y oprimidos. En este punto, cabe recordar la hipótesis del profesor Jorge Verstrynge, formulada en su libro La guerra periférica y el islam revolucionario (El Viejo Topo, Mataró 2005), quien defiende el entronque del islam en el horizonte conceptual de la modernidad. Frente a este desafío, el malabarismo de la Alianza de Civilizaciones inflado de retórica «buenista» no revela sino un voluntarismo bien intencionado, esto es, de dañina naturaleza sentimental. Y he aquí el núcleo de la cuestión.

En rigor, el libro de Albiac supone una denuncia contra la sentimentalización de la política. Más que rechazar la articulación de un espacio público compuesto de razonamientos en liza, se hace hincapié en el desastre que conlleva incorporar el mundo de las pasiones a la vida pública. Tras dar cuenta de una tal aplicación en política internacional, el autor constata la sentimentalización de la Historia que el Ejecutivo ha propulsado, a través de la legislación de la memoria{3}. La poco sospechosa referencia a la obra de Todorov (Les abus de la memoire) subraya que memoria e Historia constituyen dos maneras contrapuestas de comprender el pasado{4}. Y el mismo historiador de tendencia socialdemócrata Santos Juliá escribió en su momento:

«La memoria histórica se plasma en relatos construidos con el propósito de reforzar la vinculación afectiva de la persona o grupo que rememora con hechos del pasado que mantienen algún significado para su vida presente. No es, por tanto, un acto de conocimiento, sino de voluntad. Ocurre, sin embargo, que en la construcción de sentido del pasado, sobre todo si es traumático, olvidar es tan necesario como recordar. Por eso, no hay memoria histórica sin olvidos voluntarios. […]. Por eso también, nunca podrá haber una memoria histórica, a no ser que se imponga desde el poder. Y por eso es absurda y contradictoria la idea misma de una ley de memoria histórica», («Memorias en lugar de memoria», El País, 2 de julio de 2006).

Albiac nos lo explica desde un razonamiento filosófico. La memoria no es sino la invención selectiva que el sujeto realiza de su propio pasado, a fin de dotar de sentido e identidad su existencia presente y huir de «la carencia de identidad que define la libertad humana» (pág. 108). Argumento sin concesión a consuelos afectivos que por supuesto no satisfará a los devotos de las reivindicaciones identitarias{5}.

Otro botón de muestra, más intenso si cabe, de la carga emocional que el Gobierno ha querido imprimir en sus políticas se halla en el decreto ministerial que regula el «Currículo de Educación para la Ciudadanía». La naturaleza de los destinatarios enardece el escrito de Albiac, quien de entrada nos recuerda aquel pasaje del Protágoras platónico en el que Sócrates, tras cerciorarse del cometido educativo que se propone el sofista –hacer de los hombres ciudadanos–, exclama: «¡Qué hermoso objeto científico te has apropiado, Protágoras! Si es que lo tienes de verdad dominado. Porque yo eso, Protágoras, no creía que fuera enseñable». El estupor se agrava cuando descubrimos que, más allá de los contenidos jurídico-filosóficos, nos topamos con epígrafes orientados a la educación afectivo-emocional. A continuación, desbordando el marco de la nueva asignatura, Albiac aborda la irrupción de las nuevas técnicas pedagógicas. Frente a su sensiblera jerga, nuestro autor expone las diferencias entre el significado de la enseñanza basada en el magisterio, y la formación lúdica, que, más que instruir, conduce, conforma y moldea al estudiante. La fatiga, que Aristóteles vinculaba al estudio, «pues al aprender no juegan», ha quedado obsoleta. Qué decir entonces de ese maestro interior que San Agustín, en clara referencia platónica, visualizaba como anamnesis en la conciencia de los discípulos. Y en qué queda el rol del maestro como estímulo del conocimiento en ciernes. Sin aquella premisa, fulminada por el mito de la tabla rasa; y sin esta magistral pericia, de saber extraer lo mejor de cada persona, poca capacidad receptiva y menor espíritu de mejora cabe esperar.

Pero acaso, lo más sorprendente sea la auto-etiquetación progresista que se pretende igualitaria al «promocionar» obligatoriamente de curso al alumno (pág. 136). La medida no puede ser más reaccionaria, según Albiac, una vez quede esclarecido el alcance del concepto de igualdad. De acuerdo con Siéyès –precisa–, se apela a la igualdad en tanto «ficción jurídica» que garantiza la equivalencia de todos los individuos ante la ley. En tanto atribución indispensable en cualquier Estado de derecho, su establecimiento compensa las desigualdades materiales que se producen en la realidad, pero no las deroga. La reflexión debería haber documentado el contenido de la Ley de Igualdad entre hombres y mujeres, por cuyo articulado no obstante sobresale la contradictoria expresión «igualdad efectiva»{6}. Volviendo al ámbito de la enseñanza, el autor insiste en la traición que tal igualitarismo produce sobre el espíritu de la instrucción republicana. A la extensión de la enseñanza básica, el Estado debe sobreañadir el apoyo al talento, vía meritocracia. De modo que, en palabras de Joseph Lakanal (diciembre de 1794): «Para la gloria de la patria, para el avance del espíritu humano, es necesario que los jóvenes ciudadanos elegidos por la naturaleza entre las clases ordinarias hallen una esfera en la cual sus talentos puedan expandirse».

Junto a una rigurosa fidelidad al encadenamiento de argumentos, diametralmente opuesta a la creencia de que «en política no hay ideas lógicas»{7}, en Albiac late una profunda desconfianza ante proyectos de ingeniería o innovación social, y desde luego a todo ademán de signo utópico. Las proclamas referidas al advenimiento de un «nuevo hombre», o de una sociedad perfecta, le retrotraen automáticamente al desastroso periodo comprendido entre 1494 y 1498, cuando Fray Girolamo Savonarola forma la angelical república democrática de Florencia. Quizá por eso, más allá de su cultura republicana, estimamos que en Albiac predomina una pulsión liberal, apenas enmascarada tras el dictamen epicúreo en el que se refugia y que reza: «Libérate, hombre feliz, de la prisión de los afanes cotidianos. Y de la política» (pág. 14). Esto es, de la política comprendida de forma análoga a como Epicuro entendía la cultura en aquel otro consejo suyo que decía: «Toma tu barco y huye, hombre feliz, a vela desplegada, de cualquier forma de cultura».

II. Una auditoria republicanista

Insistimos en la huella liberal que detectamos en Contra los políticos a efectos de contrastarla con el perfil del siguiente libro a analizar: Examen a Zapatero, de Ph. Pettit (Temas de hoy, Madrid 2008). Como segunda vía de aproximación al pensamiento político que destila la legislatura 2004-2008 ofrece una visión totalmente contraria, valorando tal compás temporal de forma sobresaliente. Habida cuenta del alto prestigio del que goza en Moncloa el politólogo de Princeton, cabe inferir una reciprocidad elemental. De todos es sabido el aprecio que el círculo próximo a Presidencia siente hacia la corriente neo-republicanista, cuyos postulados básicos sintetizó Pettit en su obra Republicanismo: una teoría sobre la libertad y el gobierno (Paidós, Barcelona 1999). De hecho, el proyecto del libro que ahora comentamos nace impulsado por el propio Presidente Rodríguez Zapatero cuando, tras una conferencia que Pettit impartió en Madrid al inicio de su legislatura, le solicitó un balance sobre el trabajo del Gobierno, a presentar en el tramo final de la misma. Ahora bien, Pettit quiere instalarse desde el principio de su Examen como un observador neutral, al que no le une amistad personal ni profesional con el Presidente del Gobierno, y cuya «auditoria republicana» se basa en informes «externos e independientes» (pág. 20){8}. También nos advierte que su estudio se centra más en medir la fidelidad que conservan las políticas adoptadas respecto de los principios republicanos, que a un enjuiciamiento práctico de las mismas. Dichos precedentes, aun trasluciendo honestidad en su postura, podrían volverse en su contra, en la medida en que el nulo ahondamiento que efectúa sobre los efectos prácticos, unido –quizá consecuentemente– al absoluto desdén que manifiesta sobre su repercusión en términos históricos (tal que ni se rastrea), no sólo mitiga la calidad de sus conclusiones, sino que pone en entredicho su imparcialidad. Por lo demás, en lo que resulta una laguna bastante llamativa, Pettit se abstiene de considerar la política exterior del Gobierno, aunque parece que por razones no motivadas por algún tipo de reprobación.

Acaso desde una perspectiva racional-materialista, las anteriores carencias constituirían síntomas suficientes como para no tomar en cuenta el Examen de Pettit. No obstante, la cantidad de cuestiones que remueve, conectadas con gran parte de las polémicas suscitadas durante la anterior legislatura, y el especial interés que revisten sus planteamientos, cuando menos dado el predicamento que alcanzan, justifican el análisis. Dado el cariz teórico que impregna el discurso de Pettit, nuestro re-examen seguirá una ruta análoga, deteniéndose primeramente en los principios que articulan su perspectiva «republicanista» y cotejándolo seguidamente con el ejercicio socialista. Obsérvese de entrada cómo tal método se sostiene una concepción general de la ciencia de signo popperiano, que opera construyendo modelos teóricos a comprobar posteriormente, y en su caso falsar, de modo empírico. El trasfondo idealista que subyace a tal concepción, más que extendida, diluida entre la comunidad de los politólogos, acaso explicaría la sistemática dejación que estos hacen de la materia positiva a la hora de definir nociones como las de democracia, Estado, ciudadanía, izquierda o la misma de república, entre otras. La justificación que apela a un código categorial normativo, propio e interno al plano teórico, diferenciado del descriptivo, no vendría sino a revelar la red de complejos epistemológicos en los que anda sumido el campo. Sin necesidad de rebatir el artificio que levanta una dicotomía entre la prescripción y la descripción científica (tributaria de la distinción entre el plano del ser y el plano del deber-ser), basta con observar el formato lógico que detentan las ideas abstractas –tales como las mencionadas– en los más rigurosos estudios científicos-políticos –formato frecuentemente conformado según una concepción completamente ideologizada de la realidad. Así, parafraseando al Husserl que afirma que: «Toda disciplina normativa exige el conocimiento de ciertas verdades no normativas» (Investigaciones lógicas), podría decirse que: «Toda disciplina descriptiva exige el conocimiento de ciertas verdades no descriptivas»{9}. En nuestro caso, al tratarse de un trabajo configurado bajo un plan programático, resulta interesante detectar el denuedo que Pettit pone en diseñar un mecanismo de acción gubernamental acorde a los principios que previamente sustenta; un conjunto de recomendaciones que cobran redoblado interés a la luz del experimento que el Gobierno español, prestándose a actuar en él, ha posibilitado.

La médula del ingenio político-institucional se encuentra en el concepto de libertad como no dominación. Se trata de un tercer concepto de libertad, que quiere rebasar el par clásico que distingue entre libertad positiva y libertad negativa (canónicamente establecido por Isaiah Berlin). Pettit no llega tan lejos como para vindicar las virtudes políticas de la libertad positiva, esto es, de aquel concepto de libertad de cuño ideal-racionalista que, originado en la idea de la autonomía moral kantiana, la entiende en términos de auto-determinación, abierta a un ideal de realización personal cuya traducción social enlaza con la articulación de un autogobierno colectivo participativo que nos permita ser libres. Las sospechas de Berlin, advirtiéndonos del totalitarismo seminal inscrito en el concepto de libertad positiva, se basa en su desconfianza hacia los dictados de la razón, que no estima coincidentes con la consecución de la libertad, máxime cuando la racionalidad se presenta en clave formal o apriorística. Ante ello, Berlin se atiene a una concepción mínima («negativa») de libertad, definida como el ámbito de ausencia de interposiciones. Pues bien, el tercer concepto que Pettit nos ofrece, la libertad como no dominación, constituiría un peculiar tipo, acaso sintético, que garantizaría mayores cotas de libertad, sin por ello tener que respetar la no interferencia. Su razonamiento parte de una definición de la dominación como la capacidad de interferir de los individuos de forma arbitraria. Aquí, la dominación no equivaldría a interferencia directa o activa, sino tan sólo a la mera posibilidad de que la interferencia pueda producirse; sería una especie de interferencia potencial. De este modo, se nos seduce considerando la libertad como un ámbito que va más allá de la mera ausencia de interferencia. Sin embargo, bloquear la posibilidad de dominación implica, en lo que constituye una pirueta argumentativa de lo más simpática, dar pie a que se produzcan interferencias. Ahora la interferencia no conllevaría ausencia de libertad siempre que estuviera sometida a control cívico. Un control llevado a cabo en principio por los titulares sujetos a interferencia pero que, como veremos, acaban fundiéndose en la red de las instituciones políticas.

Un análisis más refinado del tercer concepto de libertad se lo debemos a Q. Skinner{10}. Inicialmente Skinner parece descartar una definición acabada de la libertad positiva, toda vez que dicha noción descansa en la creencia sobre una determinada esencia de la naturaleza humana. En última instancia, la realización de tal esencia equivaldría a la definición de la libertad. Por consiguiente, «habría tantas interpretaciones distintas de la libertad positiva como distintas perspectivas sobre el carácter moral de la humanidad» (pág. 5){11}. En cuanto a la libertad negativa, Skinner señala cómo Hobbes fue el primero en teorizarla, a fin de desacreditar la visión que formularon en el siglo XVII los críticos de la Corona británica. Skinner elogia la distinción que Hobbes establece entre la incapacidad efectiva para ejercer la libertad y la falta de libertad (v.gr., entre la incapacidad de un individuo enfermo y la de un individuo encadenado perfectamente sano), remarcando el hecho de que el libre albedrío presupone la posibilidad de deliberar entre alternativas. Insiste sin embargo Skinner en recuperar esa corriente oculta que entiende la libertad (siempre negativa) desde coordenadas distintas a la mera ausencia de interferencia. Corriente que detecta en aquellos parlamentarios británicos que, en febrero de 1642, propusieron que la Cámara de los Comunes se hiciese con el control de la milicia, aun careciendo del la aprobación real. Efectivamente, la libertad a la que se apela entonces se corresponde con una idea de «no dependencia», basada en la simple conciencia de vivir en un régimen «capaz de interferir con nuestras actividades sin tener que considerar nuestros intereses» (pág. 7). Esta noción, lejos de fundamentar una concepción grupal o colectivista de la libertad, está arraigada en un enfoque individualista de la misma. Su articulación parte del temor a una Corona (o poder discrecional) capaz de revocar las libertades básicas de los súbditos. Enlazando con el Derecho romano, tal lógica identificaría a estos súbditos como siervos, puesto que su condición de individuos libres, más que de un estatus de derecho, responde de un privilegio o licencia concedido por un agente externo. El planteamiento de Skinner enfatiza así la naturaleza arbitraria, cuasi-tiránica, del gobernante, aunque no desconoce las implicaciones que desata, reforzando la creencia de que la libertad sólo es posible en repúblicas autogobernadas. Asimismo, no deja de mencionar el grado de dejación en que queda el ejercicio de virtudes cívicas tales como el temple, el valor y la generosidad, en contextos de irresponsabilidad política (lo cual poco dice sobre su revitalización en casos opuestos). Si bien, su objetivo parece más bien denunciar la revocación de libertades civiles que se reproducen en situaciones de excepción política, motivadas por razones de seguridad nacional. Pettit, por su parte, traza un curso histórico de la «libertad como no dominación» algo más amplio y discutible, presente en la Roma republicana, las ciudades-Estado de la Italia renacentista, las revoluciones norteamericana y francesa e incluso el movimiento socialista decimonónico. Trayectoria –avisa– de cualquier manera eclipsada por la noción de libertad «como ausencia de interferencia» desde el siglo XVIII (debido la acción de reformistas como J. Bentham y W. Paley) hasta nuestros días.

Teniendo en cuenta que la dominación puede proceder bien de la esfera privada (dominium), bien de la pública (imperium), Pettit enuncia dos principios de alcance práctico, dirigidos a orientar la acción de los gobiernos: a) El principio socialdemócrata, dedicado a prevenir la dominación privada; y b) El principio constitucional-demócrata, encaminado a obstruir la dominación pública. De acuerdo con el principio socialdemócrata, Pettit recomienda apuntalar «cuatro tipos básicos de iniciativas políticas» (pág. 165). Así, el gobierno debe, en primer lugar, garantizar un sistema de bienestar que, fundado en el Estado de derecho y la buena marcha económica, cubra satisfactoriamente el funcionamiento de la seguridad social y la enseñanza. En segundo lugar, ha de prevenir la seguridad de la población frente a agresiones externas tanto como internas. El desarrollo de la agenda socialdemócrata se completaría a través de medidas que protejan a los sectores más vulnerables de la sociedad (procediendo a un redimensionamiento de las políticas sociales), y limiten la influencia de los más poderosos. Por otro lado, según el principio constitucional-demócrata, Pettit apela a un diseño institucional del que resulta algo así como un Estado intervencionista no dominador. Y el dispositivo idóneo para su ordenación –ese que posibilite el control cívico o popular– radica en el establecimiento de una constitución mixta de frenos y contrapesos. Sistema edificado mediante la creación de órganos públicos de diversa índole (de corte más bien evaluativo), propicios para la descentralización el poder, la deliberación y la participación ciudadana.

Presentado el discurso, este mismo le suministra al autor los recursos discriminatorios para diagnosticar el curso de la legislatura. Pues bien, difícilmente la lectura de Pettit puede resultar más favorable. Desde luego, ateniéndose a su principio socialdemócrata, nada hay más natural que un Gobierno socialdemócrata pase con nota el examen. Más complicado es coincidir con las razones aducidas, fundamentadas en el afianzamiento de la infraestructura bienestarista: crecimiento económico, correcta marcha del Estado de derecho, generoso despliegue de leyes sociales, e implantación de la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Salvando algunos detalles a su parecer menores (bajo índice de productividad, insuficiente inversión en I+D…), la enumeración de méritos se extiende gracias a la implantación de medidas de protección cívica tales como la ley sobre matrimonios homosexuales, la integración de los inmigrantes, y el mantenimiento de conversaciones con ETA (págs. 44-45). Enjuiciada desde el principio constitucional, la legislatura queda igualmente bien parada. Pero es cuando menos pintoresco que su argumento central se refiera al desarrollo positivo de las autonomías regionales, vía reforma de los estatutos; tal es la forma que Pettit tiene de entender un sistema virtuoso de gobierno mixto. Y enlazando con este asunto, nuestro autor criticará también el rol de la oposición, ejercido durante la legislatura por el Partido Popular, no sólo porque «está próximo a adoptar un centralismo agresivo», sino por la táctica de crispación adoptada –«estrategia política de máxima hostilidad», precisa su informador W. Chislett (pág. 60).

III. Inciso sobre la crispación

Antes de proceder a nuestro re-examen, es pertinente observar cómo la acusación de crispación (documentada en el texto presentado por la Fundación Alternativas, «Informe sobre la Democracia en España/ 2007. La estrategia de la crispación») muestra la anteriormente apuntada falta de rigor crítico (clasificatorio) con la que en los estudios político-descriptivos se manejan nociones que desbordan la impoluta escala positivo-técnica. El argumento que achaca a la oposición la responsabilidad en la crispación ambiente –al parecer, cuidadosamente calculada– se sustenta en la premisa de que el registro de un alto nivel de participación política en las elecciones es perjudicial para el PP. Más allá de lo atinado del veredicto{12}, lo relevante es constatar que el análisis se levanta sobre el dato según el cual, en una escala del 1 al 10, designando 1 la extrema izquierda y 10 la extrema derecha, la sociedad española se sitúa en torno al 4,75{13}. Ahora bien, dar por bueno un concepto de izquierda (o derecha) política reducido a una cifra emitida por unos individuos autoubicados, no parece ser el criterio más riguroso (ni desde luego el más histórico) para dictaminar el carácter político de una sociedad –y ni siquiera el de los propios individuos{14}. En todo caso, el dato se cruza con el presupuesto de acuerdo con el cual quienes votan derecha lo hacen masivamente, al contrario de quienes tienen otro tipo de preferencias. Aquí, el argumento que la politología enarbola consiste en indicar que a menor renta e información, mayor abstención, dando por supuesto que los pobres son de izquierda{15}. A tenor de lo dicho, al PP le favorecería alentar un discurso bronco, que genere desafección y a la postre abstención política, mientras que la participación beneficiaria a la izquierda. Peculiar forma por lo demás de identificar izquierda y democracia, que parece olvidar un hecho paradójico: según sus propios análisis, quienes mejor habrían interiorizado la supuesta esencia participativa de la democracia habría sido la derecha sociológica. En resumen: incluso concediendo que dichas investigaciones pueden resultar funcionales en aras de diseñar métodos efectivos para concurrir a elecciones, queda claro cómo el concepto de crispación está fundado sobre una conceptuación ideológica de la realidad.

Desde un enfoque más ecuánime, el sociólogo E. Gil Calvo parece responsabilizar a partes iguales a Gobierno y oposición, aun localizando el origen de la crispación en esta última{16}. No obstante, su análisis detecta una razón no suficiente, pero quizá necesaria, en el estado de inoperancia en que queda, por motivos institucionales, el ejercicio de la oposición. Tanto en una situación de mayoría absoluta, como en una de mayoría simple, en la que usualmente el gobierno de turno pacta con partidos nacionalistas, la función de control al Gobierno resulta políticamente inútil. Ello explicaría el cauce extraparlamentario por el que la oposición se decanta, tratando de politizar los medios de comunicación o la administración de justicia, a fin de hacerse oír. Sin entrar en valoraciones, este postulado atenúa –como mínimo– la opinión de que «sólo existe crispación cuando el PP pierde el poder»{17}. En todo caso, la hipótesis de Gil Calvo va más allá, debido a que el factor institucional no cubre la amplitud del fenómeno. A su parecer, la reforma de las instituciones no garantizaría el fin de la crispación. Acude entonces a instrumentos extraídos de la Teoría de Juegos, sugiriendo que, en cuanto a rivalidad partidista se refiere, la historia política española ha experimentado una transformación expresada en el paso del juego de la gallina al dilema del prisionero (modelos utilizados en su momento para estudiar las estrategias de los contendientes durante la Guerra Fría). El juego de la gallina ilustra la situación de competitividad de dos rivales cuya decisión mutua de dañarse les perjudica. Por ejemplo, si dos sujetos se desafían, coche frente a coche, a fin de contrastar quien es más valiente, corren el riesgo de estrellarse si ninguno de ellos (el gallina) se retira a tiempo (Destrucción Mutua Asegurada, en lenguaje bélico). En cambio, en el dilema del prisionero, el hecho de que ambos contrincantes decidan denunciarse mutuamente conduce a una situación de equilibrio, menos candorosa que la cooperación mutua, pero menos arriesgada también –y más verosímil. La Guerra Civil española se enmarcaría en la dinámica del juego de la gallina; la crispación actual resultaría de la estrategia del prisionero adoptada por los dos principales partidos políticos, anclados en el círculo de la acusación recíproca. En consecuencia, la responsabilidad del clima político correspondería a la clase política en general, cada vez más alejada del ciudadano de a pie. Por lo demás, el objetivo de nuestro sociólogo es bosquejar una salida que rompa con tal dinámica, cometido para el que confía algo ingenuamente en la respuesta de los ciudadanos. Aunque quizá no tanto, puesto que, según afirma: «en una democracia la sociedad civil tiene la clase política que se merece»{18}.

IV. Re-examen del Examen

Retomando el libro de Pettit, lo que más llama la atención es su aquiescencia hacia la política territorial del Gobierno, ámbito que, junto a la política antiterrorista, ha condensado la mayor dosis de polémica parlamentaria. Posiblemente, la clave de la interpretación de Pettit no pueda desvincularse de su concepción del gobierno mixto. Desde sus orígenes, la corriente republicana defiende una constitución mixta del gobierno que contrapese los excesos del poder político. Ya Polibio documenta cómo el diseño de la Roma republicana entremezcla instituciones propias de la democracia, la aristocracia y la monarquía, a fin de eludir la degeneración que tales formas políticas son susceptibles de desarrollar (dando lugar al famoso género permixto también defendido por Cicerón). Siglos más tarde, Montesquieu teorizará la división de poderes en ejecutivo, legislativo y judicial que, como es común admitir, reformula en lenguaje moderno la constitución mixta de gobierno, ateniéndose siempre al requisito de establecer mecanismos de frenos y contrapesos (checks and balances). De aquí se extraen los fundamentos institucionales del Estado de derecho, plenamente incorporados en las democracias liberales. No obstante, la perspectiva de Pettit persigue una exégesis un tanto distinta. En él, la división de poderes implica una proliferación de órganos estatales abiertos a la participación del pueblo, orientados –en lo que ahora nos incumbe– hacia la dispersión y descentralización del poder. Si mal no entendemos, Pettit parece confundir la clasificación de distintas formas políticas, cuya combinatoria fragua la ulterior división de poderes, con la clasificación de las formas de Estado, basada en la estructuración territorial del poder. Asumiendo, subsiguientemente, que toda descentralización es benéfica, democráticamente hablando{19}.

Frente a dicho enfoque, consideramos que todo debate sobre la estructura territorial del poder, y su relación con el sistema democrático, no puede resolverse sin acudir a la historia de cada Estado en cuestión. Sólo así se evitarán errores como pensar que Napoleón fue el impositor del centralismo en Francia (pág. 175), insinuando de paso el punto de déficit democrático que padecerían los países tributarios de tal forma estatal. Una vez hallado el trasfondo teórico de su apuesta descentralizadora –y no siendo este el lugar para historiar el desarrollo del Estado autonómico en España–, repasemos las réplicas que Pettit presenta a la hora de negar que la reforma de los estatutos de autonomía constituya un factor político desestabilizador. Es notorio que su única referencia al significado de la nación española, recupere la definición orteguiana de «proyecto [sugestivo] de vida en común» (pág. 58), voluntariamente asumido por las distintas partes de España, como si estas poseyesen un estatus político previo{20}. La misma lógica, y el mismo aroma orteguiano, se desprenden de su razonamiento ante el riesgo de balcanización que acarrea un proceso de descentralización progresiva. Nuestro ingreso en la Unión Europa –apunta– aseguraría la permanencia de la unidad española, garantía al parecer «aún más poderosa» (pág. 69) que la establecida desde el interior. Misma lógica, puesto que lo que se supone ahora previo a la constitución histórica y política de España es la condición política de la Unión Europea. Mismo aroma, aquel que emana el lema: «España es el problema, Europa la solución». En esta línea, el argumento de Pettit alude a la improbable readmisión en la UE de cualquier región europea desgajada del Estado al que pertenezca. La hipótesis, totalmente por demostrar, no contempla la posibilidad de que la región segregada obvie el reconocimiento de la UE, al menos de entrada, toda vez se vaya ganando el apoyo de otros Estados (China, Estados Unidos, Rusia, &c.){21}. Pero más grave todavía es que admita implícitamente el supuesto de ruptura si se cuenta «con el acuerdo de ambas partes» (pág. 70){22}. Ante tales planteamientos, el que Pettit recurra al respaldo que recibió en las urnas el referéndum sobre la reforma del estatuto de Cataluña (75% de votos favorables), olvidándose del histórico índice de abstención registrado, se nos aparece casi como un dato menor. Dato en cualquier caso que demuestra la peculiar consideración que a los portavoces del republicanismo cívico les merecen las prioridades de los ciudadanos. El propio Presidente del Gobierno, en la entrevista que mantiene con el autor en una sección del libro, lo certifica: «Pero esa convicción [la de la necesaria reforma de los estatutos de autonomía] no es sólo nuestra, sino que es compartida por dirigentes de todo el espectro político» (pág. 102). Queda así enunciada la brecha entre los intereses de la clase política y los de la ciudadanía.

Es evidente la conexión que la cuestión territorial mantiene con el llamado proceso de paz impulsado por el Gobierno, encaminado a la desaparición del grupo terrorista ETA, cuya justificación pettitiana –en términos de «honestidad «(pág. 65)– es francamente impertinente. No procedía bajo ningún concepto el desarrollo de conversaciones sin previa renuncia inequívoca al uso de la violencia por parte de ETA, tal y como requería la resolución parlamentaria de mayo de 2005. Como tampoco la negociación de contrapartidas políticas. En vistas de lo acontecido desde entonces no abundaremos más sobre el particular. Por lo demás, el enunciado que se inicia diciendo que: «Desde el acuerdo en el diagnóstico y en las consecuencias políticas que del mismo se derivan…», contenido en el preámbulo del «Pacto contra las Libertades y contra el Terrorismo» firmado entre PP y PSOE el 12 de diciembre de 2000, ajusta los grados de responsabilidad que ante su ruptura corresponde a cada partido, sobre todo a la luz de las declaraciones que, a 1 de octubre de 1998 (día en que se declaró la segunda tregua de ETA), pronunció el entonces líder del PSOE, Joaquín Almunia, en el contexto de su reunión con el Presidente del Gobierno: «Nuestro deseo es coincidir, pero la coincidencia debe basarse en posiciones asumibles por todos, no en planteamientos hechos por unos y seguidos por otros. Ésa no sería forma de llegar a un auténtico consenso»{23}.

Sin abandonar todavía los efectos que arrastra la política territorial, añadamos cómo su alcance mitiga incluso el éxito de la política social. La Ley de Dependencia, por poner un ejemplo, fue respaldada por todos los grupos parlamentarios salvo por el PNV y CiU, por entender que dicha normativa invadía competencias privativas de las comunidades autónomas. Sin embargo, tales partidos –aun sin haber sido socios preferentes–, han contribuido a que los Presupuestos generales del Estado planeados por el Gobierno socialista saliesen adelante (especialmente los relativos a 2007 y 2008). Por consiguiente, tan sólo presuponiendo cierto grado de sintonía entre el Gobierno y estos dos partidos es posible comprender la aprobación del estatut (sintonía aquí explícita) o la intentona del «proceso de paz». Igualmente, en relación a la regularización de los inmigrantes, difícilmente cabe columbrar una integración eficaz mientras no se cumplan los requisitos indispensables para ello, el primero de las cuales corresponde al dominio de la lengua nativa. Pues bien, ¿cómo asegurar su cumplimiento cuando en una región del país se multa a los empresarios por rotular sus comercios en español?{24} Por el contrario, es de lo más significativo el que Pettit salve la falta de imbricación interna entre política lingüística, social y territorial apelando al modelo suizo: «Suiza funciona perfectamente a pesar del hecho de que sus diferentes regiones emplean lenguas distintas» (págs. 71-72). En primer lugar, por las pistas que nos otorga la estructura político-administrativa de la Confederación Helvética{25}. Y en segundo lugar, por las curiosas recomendaciones que tal modelo ha acarreado –léase la ley de extranjería y asilo de Suiza, apoyada masivamente en referéndum de 24 de septiembre de 2006.

V. Claves conceptuales

No obstante, el punto nodal de nuestro diagnóstico quiere detenerse en las reiteradas confusiones conceptuales, que lastran literalmente el espíritu de las leyes, desencadenados –tal es nuestra tesis– por el desdén al rodamiento histórico que los forjan y modulan: planteamientos históricos erróneos implican planteamientos conceptuales erróneos. Como ya se ha visto, pocos ejemplos más explícitos que la consideración de la noción de España como concepto discutido y discutible. Partiendo de esta base, es posible listar todo un muestrario conceptual blandiforme, propio de un uso lingüístico ambiguo al que por cierto se pliega la pragmática comunicativa de cariz idealista. Porque los equívocos, aun si ignorados, no son completamente arbitrarios. El giro pragmático que conoció el discurso filosófico desde aproximadamente el último tercio del siglo XX –propicio para desbloquear el anquilosado proyecto analítico-formalista que reducía toda conceptuación teórica al estudio de estructuras lógico-sintácticas de las proposiciones, semánticamente determinadas por referencias externas delimitadas–, se abrió al fresco que insuflaba el estudio de los usos contextuales o prácticos en los que se ejerce el lenguaje. Pero la imprescindible incorporación de la dimensión pragmática a la reflexión filosófica precipitó un efecto bipolar. Uno positivo, en virtud del horizonte integral que desde entonces se dibuja, posibilitando el cruce y control recíproco entre tradiciones filosóficas o meta-científicas (materialista, analítica y hermenéutica). Otro negativo, por cuanto a través del eje pragmático se cede espacio a aquellas interpretaciones de la realidad en clave socio-lingüística, etnológica, constructivista, cuando no artística –interpretaciones de un reduccionismo inverso al modelado por el positivismo lógico, y más nocivo si cabe dado su acento relativista y a la postre espiritual. Por descontado, todos estos movimientos produjeron consecuencias epistemológicas vinculadas al trazado de marcos conceptuales, que por su naturaleza interna afectaron a las disciplinas sociales (no estrictamente positivas).

Precisamente, la carencia de rigor emanada del relativismo epistemológico{26} es la que se hace patente en los tratamientos elásticos que los legistas, acatando las normas del Ejecutivo, han sometido a ciertos conceptos, y con ello regresamos al síndrome de Humpty Dumpty del Gobierno socialista. Dejando de lado el desastre que implica jugar con la idea de España, el equívoco conceptual básico, compendio del confusionismo ideológico, estriba en el sentido otorgado a la propia noción de lo político. Antes de adentrarnos en ello, extraigamos un par de ejemplos tomados de los cometidos prácticos del Gobierno. Un primer caso nos lo ofrece la mutación que se ha impuesto sobre el concepto de «matrimonio». Resulta lamentable prevenir al lector sobre el prejuicio homofóbico que habría de influirnos, completamente despreciable para quienes aceptamos la pluralidad de formas que pueden adoptar las uniones sexuales. Prevención sin embargo inútil si se supone que la cuestión a tratar es un mero problema de palabras. Desde un enfoque conceptual en cambio, debe insistirse en que la institución matrimonial ha requerido de forma recurrente en la historia, tal y como la antropología documenta, la presencia femenina y el hecho de la reproducción. Reducido a definiciones puramente intencionales o acríticas, tales como: «conducta, sentimientos y reglas socialmente aprobados y sancionados que se refieren a la convivencia de carácter estable entre compañeros heterosexuales u homosexuales en contextos domésticos»{27}, el matrimonio queda inhabilitado. Por lo demás, la referencia a la ceremonia cristiana de la adelphopoiesis, recogida por John Boswell en su obra Same-Sex Unions in Pre-Modern Europe (1994), ni siquiera pone en cuestión la demarcación entre unión sexual y matrimonio, y su alcance queda acotado al ámbito religioso, ampliamente rebasado por la institución matrimonial{28}. Por fin, frente al argumento que presenta esta ley como un avance de los derechos sociales, nos limitamos a recordar las palabras deJon Juaristi: «Nunca se ha negado el derecho de los individuos homosexuales al matrimonio, entendido éste como unión de hombre y mujer. Otra cosa es que muchos homosexuales no quisieran hacer uso de tal derecho, lo que es comprensible. La ley del matrimonio homosexual otorga a un grupo –no a los individuos que lo componen– el privilegio de redefinir la institución y sus fines, adaptándolo a sus intereses particulares»{29}.

El segundo ejemplo de tergiversación conceptual se cifra en el uso de la idea de civilización, tal y como se presenta en el irénico proyecto de política exterior presentado por el Gobierno ante Naciones Unidas, bajo el sintagma «Alianza de Civilizaciones». En primera instancia, el concepto de civilización así entendido parece perfilado a escala huntingtoniana, de modo que el proyecto representa algo así como el reverso en negativo del «choque de civilizaciones». El problema es que tal uso, en plural, contradice el horizonte de unicidad desde el que se formateó originariamente el concepto de civilización, en cuanto ideal universal y cosmopolita. Ideal por cierto de cuño imperialista que, a través de la civitas (de una civitas determinada, helénica, romana, eclesial, &c., puesto que la idea no es precisamente prepolítica), englobaría bajo una misma estructura política a todas las culturas. Así, un diagnóstico emitido desde el presente –mundializado como nunca antes– no podría sino admitir la existencia de una única civilización, de raíz occidental. El principal argumento a favor de esta hipótesis consiste en apelar al grado científico-técnico alcanzado desde ella, de indudable alcance universal. Esta es la definición a la que recurre F. Savater cuando afirma que la civilización representa: «El conjunto de soluciones teóricas universalmente reconocidas como más eficaces ante los problemas y necesidades humanas»{30}. La hipótesis sobreentiende que existen necesidades universales (en el límite: de supervivencia) que ya luego las distintas culturas resuelven a su particular modo, mediante sus propias herramientas y tradiciones. Pero, en el fondo, dicha manera de entender el fenómeno identifica civilización con modernidad –o proceso de racionalización de la vida, según el criterio weberiano. A tenor de ello, quedaría excluida toda conceptuación expresada en plural, a riesgo de recaer en un relativismo de tipo cognitivo. No obstante, es pertinente precisar algo más la dimensión exacta de una tal concepción{31}. Por descontado, y aun reconociendo su legado, estamos situados en una plataforma que desborda el esquema clásico trazado por los antropólogos evolucionistas del siglo XIX, que periodizaban el desarrollo de las culturas en tres estadios: salvajismo, barbarie y civilización. Ahora bien, descartar la metafísica teleológica de orientación etnocéntrica inserta en este modelo –inspirado por el positivismo decimonónico–, no significa ignorar el curso histórico desde el que los pueblos han articulado gradualmente reglas de conducta que a su vez han desembocado en la formación de instituciones burocráticas y económicas dispuestas –con mayor o menor grado de éxito– a la organización de la convivencia social.

Por otro lado, la comprensión racionalista de la civilización no desconoce sino que incorpora las contribuciones que –en cuanto método de estudio– arroja el tratamiento en plural de las civilizaciones. Es más, sólo desde la perspectiva comparada que este tratamiento maneja resulta posible defender un concepto unitario de civilización, que en parte ha de recortarse frente a otro. La definición de civilización que entra ahora en liza –como conjunto de familias culturales o sociedades interdependientes, controladas por un núcleo urbano hegemónico de autoridad y poder– se asemeja notablemente a la idea de imperio{32}. Y, al igual que esta, acaba remitiendo a la idea de Humanidad que toda civilización o imperio pretende encarnar, en confrontación con otra u otras –puesto que el género humano no se piensa a sí mismo como un todo: su significado y horizonte se formula desde alguna de sus partes. Pues bien, mientras que en este sentido la hipótesis del choque todavía continuaría siendo comprensible, el modelo de «Alianza de Civilizaciones» no tendría alcance mayor que el pudiera tener un proyecto de «Alianza de Imperios». Ciertamente, a esta acepción se le objeta que pueda confundirse con la noción de culturas. Bien porque unas y otras se constituirían al cabo como un conjunto de formas simbólicas –rituales, lingüísticas, religiosas, artísticas– que pautan la conducta comunitaria (C. Geertz); bien porque, lejos ya del aislamiento tribal o la ciega clausura identitaria, ambas funcionan como sistemas dinámicos de instituciones (G. Bueno), cuyas partes o elementos –en constante variación, interconexión y adaptación– son las susceptibles de entrar en colisión. Estas dificultades tal vez se solventen si recurrimos a un criterio clasificatorio de orden socio-moral, que otros denominarán religioso{33}. El mundo se presenta así repartido en cuatro grandes esferas o civilizaciones: occidental (judeocristiana), musulmana, china (confuciano-budista) e hindú, a las que cabe agregar la esfera africana. Obviamente, los conflictos internos a cada categoría –no menores, por ejemplo, entre los cristianos ortodoxos del área de influencia euroasiática frente a los protestantes angloamericanos– hacen de este mapa un modelo provisional.

La cuestión que se suscita llegados a este punto es la de cómo mantener la defensa de la civilización en clave unitaria y de modernidad. La respuesta tiene un aspecto ideológico y otro epistémico, manifiestos al distinguir los rasgos que definen la modernización occidental: 1) una estructura política organizada como Estado democrático de derecho; 2) un orden económico de libre mercado; y 3) un sistema cultural basado en la primacía de la racionalidad científica. La tesis, recogida del sociólogo Emilio Lamo de Espinosa{34}, otorga a la tríada una relación de correspondencia isomórfica, toda vez que cifra en la libertad de conciencia o autonomía individual (idea genéticamente cristiana) la clave desde la que se explica, en primer lugar, el desarrollo del método científico, y a continuación, la libertad económica y la libertad política. Poco importa ahora el esquema causal, que bajo coordenadas marxistas hubiese recalcado la apropiación de clase del excedente económico como factor explicativo del progreso técnico. Lo importante es subrayar cómo las producciones desencadenadas por el factor técnico-racional desbordan la dimensión particularista de las culturas{35}. Tal es el alcance universal de la civilización occidental, vinculado al proceso subsecuente de secularización. En cambio, sus componentes políticos y económicos son de orden ideológico (salvo hipótesis metafísica), lo cual no significa que no puedan defenderse, más bien al contrario, precisamente en tanto expresan el signo moral y proyectivo de una civilización o idea de Humanidad enfrentada a otras. Resulta en todo caso singular que todas las esferas enumeradas vayan ajustándose a diferentes ritmos a las coordenadas de la modernidad, menos el mundo árabe-musulmán «donde ni libertad de conciencia, ni libertad política, ni libertad económica han florecido»{36}. Doblemente ilustrativo por la especial relevancia otorgada a esta civilización en la propuesta socialista de la «Alianza de civilizaciones»{37}.

El análisis de la idea de civilización entronca con el concepto de ciudad, de ciudadano y, por extensión, con el de democracia (si es que esta se amolda a según qué modelo de ciudadanía: liberal, republicanista o comunitaria). Ello nos coloca en la antesala inmediata para descifrar el imaginario político propio de los socialistas españoles del siglo XXI. Nuestra hipótesis toma como factor clave el hecho de que su concepción de la política no la consideren como una perspectiva más entre otras, sino como la única capaz de entender cumplidamente el campo político. Sin ánimo de reexponer el modelo republicanista, llama la atención esa actitud según la cual no sólo es que nos encontremos ante la feliz síntesis entre la corriente comunitaria y la liberal, no: el orgullo de neorepublicanismo se basa en la fundamentación moral que otorga a la actividad política, soporte sin el cual al parecer esta carecería de sentido. Se trata pues de un caso que encubre su trasfondo ideológico bajo el manto protector de una presunta impecabilidad racional cuasi-científica{38}. Frente al modelo liberal, sustentado en una noción formal de la ciudadanía (ceñida a garantizar las libertades fundamentales y a despachar procedimentalmente los conflictos públicos), y ante el identitarismo particularista del modelo comunitario, el cual postula una idea tradicionalista de ciudadanía (que identifica pertenencia étnica a reconocimiento moral y otorga estatus jurídico a las culturas), el discurso republicanista sería el único en delinear una idea verdaderamente política del ciudadano, en base al rasgo participativo (virtuoso) que le marca. En puridad, el enfoque republicano desmonta el escrúpulo de Ph. Pettit de atenuar la práctica de la libertad positiva. En su lugar, el republicanismo de Habermas solicita la participación activa de los agentes, a través de las libertades sustantivas que les asisten, expresadas en sus derechos comunicativos. Más aún, sólo en el ejercicio de tales capacidades adquirirían su condición real de ciudadanos, toda vez que ya están asegurados los derechos fundamentales{39}. Resulta conocido el modo en que la teoría habermasiana levanta una peculiar pragmática lingüística (universalista) en aras de validar lo más racionalmente posible los acuerdos políticos y su resultante normativa jurídica. Desde la hipótesis de una situación ideal del habla, reconstruye un proceso de formación de la opinión y la voluntad ciudadana, mediado por una serie de discusiones, negociaciones y compromisos, regulada (kantianamente) por el uso público de la razón. Por fin, la institucionalización de la voz ciudadana cristaliza a través de los pertinentes canales que –vía sistema jurídico– conectan en óptima realimentación el mundo de la vida con el sistema administrativo e incluso económico (el de la racionalidad dialógica con el de la racionalidad estratégica){40}. Obra así la transformación del poder comunicativo en poder político. De este modo el republicanismo se nos ofrece como el mejor modelo para incorporar racional y sustantivamente la dimensión ética de la política, mediante el fomento de la participación en el que al cabo se expresaría la virtud ciudadana.

VI. Consideraciones finales

El republicanismo destilado durante la legislatura 2004-2008 implica pues una superposición entre el plano ético y el político, según una interpretación participativa de la democracia (alentada por el propio Pettit{41}) que en último extremo vuelca en una ciudadanía externa a la clase política instituida la tarea de regular la vida de la res publica. El paradójico horizonte cosmopolita del republicanismo (en su origen, patriótico), edificado sobre la presión universalista que la dimensión ética ejerce sobre la política, casa bien con la tradición krausista que tanto predicamento ha tenido entre ciertas élites del socialismo español. Dejando de lado el que la hipótesis desdibuje la concepción técnica de la política según la relación entre gobernantes (o profesionales de la política) y gobernados –concepción sin duda elitista, tanto como realista–, su problema radica en la equivalencia que sugiere entre la voluntad general o popular (sofisticadamente llamada cívica) y el bien o interés común. Sin embargo, lejos de poseer facultades auto-organizativas, el todo social –circunscrito siempre a un territorio dado– no se ordena sino a través de la acción programada por alguna de sus partes –mayoritariamente secundada (no totalmente), según regla democrática–, siempre que esta esté referida a la sociedad entera –de ahí que una política no orientada hacia el interés común ni siquiera quepa ser tildada de política. Algunos defensores del modelo republicanista admiten el escaso porcentaje de ciudadanos activos que registran las democracias contemporáneas (o «la distribución asimétrica de la virtud pública»{42}). No por ello dejan de ensalzar, bajo la peculiar expresión de «clase cívica» (transversal o interclasista), los pulcros rasgos de una tal minoría (tolerancia, sensibilidad política, responsabilidad…), así como la función que ejercen, en línea con las cuestiones que ocupan a los antaño denominados Nuevos Movimientos Sociales (pacifismo, ecologismo, feminismo, &c.). Ensalzamiento que, en definitiva, llama a la necesidad de su proliferación. De la presuntuosidad republicanista cabe extraer por último la apropiación sustantivada que realiza sobre la concepción aristotélica del ser humano, en tanto zoon politikon. Entendida como hombre político, en vez de como hombre que vive en ciudades, la expresión insinúa que, por naturaleza, la política es el núcleo de la actividad humana, no una más. Así, la imprescindible posibilidad de intervención que ha de asegurarse a todo ciudadano en la gestión de los asuntos públicos parece trocarse aquí casi en obligación, lo que nos evoca al Rousseau que se preguntaba: «¿Habrá que obligar a los hombres a ser libres?». En resumen, la operación consistente en reducir toda práctica política a su modo demócrata-republicanista hace que la socialdemocracia se considere moralmente superior a cualquier otra opción política y, por consiguiente, con mayor legitimidad teórica que nadie para gobernar.

En parte, al menos desde un ángulo técnico, cabe explicar esta ecuación como la resultante de la actitud cientificista de ciertos politólogos, quienes, sumidos en la compartimentación autónoma de su campo, rechazan el enfoque plurircategorial que necesariamente debe informar a las ciencias sociales. Tal renuencia conduce a primar el voluntarismo político sobre, por ejemplo, el determinismo económico como factor nuclear de las transformaciones sociales. La tendencia reductora a leer todo fenómeno social a partir de los métodos internos de un campo de estudio determinado está muy generalizada entre las disciplinas humanas, y la politología no iba a ser menos. Como hemos visto, lejos de restringirse al estudio interno de los procesos políticos y la toma de decisiones –según la línea que inaugura Pareto y llega a la escuela de la Elección Pública, pasando por Schumpeter–, el republicanismo pretende rebasar dicho enfoque, al que tacha de economicista. De este modo es como, desde un planteamiento integral, pero al cabo reduccionista, no sólo se pretende dar por descifrada la estructura y dinámica de la actividad política sino –dadas sus implicaciones–, colonizar el tratamiento de otras áreas de la realidad social –programándolas a su vez a partir de sus categorías. Cosa que no parece disturbar la estrategia de los tecnócratas monclovitas, más bien partidarios del engendro. Sin necesidad de reivindicar una concepción schmittiana de la política (ceñida a la oposición amigo/enemigo), es recomendable recordarles, en la estela marxista, cómo sin el desarrollo económico del siglo XIX y principios del siglo XX jamás hubiese podido fraguarse el pacto entre empresarios y trabajadores que sentó los cimientos para el establecimiento de su tan preciada socialdemocracia{43}.

Notas

{1} «De ahí, por ejemplo, sale el dinero para que Felipe González pueda sentenciar que lo que dice Rajoy sólo puede decirlo un imbécil» (Arcadi Espada, «Una malversación», El Mundo, 1 de marzo de 2008).

{2} Merece la pena transcribir el resto de la conversación: «La pregunta es –insistió Alicia– si se puede hacer que las palabras puedan decir tantas cosas diferentes». «La pregunta –dijo Humpty Dumpty–, es saber quién es el que manda… eso es todo». La caracterización ideológica del pensamiento socialdemócrata en clave «Aliciana» ha sido minuciosamente presentada por Gustavo Bueno en su libro: El pensamiento Alicia, Temas de hoy, Madrid 2006.

{3} Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura.

{4} Nos los ha resumido Pedro Carlos González Cuevas, en un artículo publicado en estas mismas páginas: «La decadencia cultural de la derecha española»,: «… A ese respecto, como señaló Todorov, memoria histórica e historia representan dos formas antagónicas de relación con el pasado. La primera se basa en la conmemoración; la segunda en la investigación. La memoria histórica está, por definición, al abrigo de dudas y revisiones; mientras que la historia es esencialmente revisionista, porque ambiciona establecer los hechos y situarlos en su contexto, para evitar anacronismos. La primera demanda adhesión; la segunda, distancia». El Catoblepas nº 61 (marzo 2007).

{5} Desde luego, el que la noción de libertad humana ponga en suspenso el concepto de identidad no niega el hecho neuro-biológico de que los individuos posean una identidad personal, constituida a través de la conciencia, sin la cual recaerían en trastornos mentales. Pero como nos muestran las últimas investigaciones al respecto (consúltense los estudios de D. Dennett o A. Damasio) existen varios planos de identidad o mismidad (no identificación social). Una vez pautado el núcleo consciente que organiza la información del organismo en el cerebro y nos hace sentir vivos (proceso biológico nadie pone en cuestión), la identidad autobiográfica es la encargada de filtrar los datos a menudo sentimentales que quedarán almacenados en nuestra memoria bajo un formato narrativo. Hablando de Damasio, conviene aquí también recordar la distinción que propone entre emociones (integradas dentro de las estrategias racionales de supervivencia humana) y sentimientos.

{6} Por lo demás, faltaría responder al interrogante suscitado por el modo en que un concepto de naturaleza relacional-geométrico (definido por los atributos de simetría, reflexividad y trasitividad) ha cobrado un sentido un tanto distinto en el discurso igualitarista (rousseauniano).

{7} La cita completa, ya célebre, dice: «Ideología significa idea lógica y en política no hay ideas lógicas, hay ideas sujetas a debate que se aceptan en un proceso deliberativo, pero nunca por la evidencia de una deducción lógica». (José Luís Rodríguez Zapatero, prólogo al libro firmado en 2002 por Jordi Sevilla, De nuevo el socialismo, ed. Crítica, Barcelona).

{8} Gran parte de sus argumentos acuden el análisis de W. Chislett, Inside Spain (2004-2007), investigador del Real Instituto Elcano.

{9} Y es que ¿acaso la escala desde la que el político formula sus proyectos resulta conceptualmente inferior a la de los científicos que lo estudian? En este sentido «habría que considerar más crítico al científico que procura determinar las coordenadas partidarias desde las que opera (si es que puede hacerlo) que a quien ingenuamente cree ser inmune, en virtud de su pureza teorética y de su desinterés psicológico, a cualquier tipo de sectarismo», Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Biblioteca Riojana, Logroño 1991, págs. 70-71.

{10} «El tercer concepto de libertad», Claves de Razón Práctica nº 155 (septiembre 2005).

{11} Más allá del relativismo que se infiere de esta conclusión, apuntemos cómo ello le revela el que sólo podamos superar las interferencias una vez puestos a la tarea de realizar una acción.

{12} Refutado en las elecciones de 9 de marzo de 2008: las comunidades autónomas con mayor índice de participación dieron mayoría al PP, salvo Cataluña y Andalucía. En la misma Andalucía, las provincias con mayor índice de participación dieron mayoría al PP. Pero ni siquiera los miembros del PP estaban convencidos de ello, a tenor de las declaraciones de su secretario de comunicación G. Elorriaga al Financial Times, una semana antes de los comicios: «Nuestra estrategia se centra en sembrar dudas en los votantes socialistas [...], sabemos que nunca nos van a votar, pero si logramos crear suficientes dudas sobre la economía, la inmigración y los nacionalismos, quizás se queden en casa».

{13} Según este método, el cual nos proporciona el llamado «Indicador de Auto-ubicación Ideológica», y de acuerdo con los datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), la media para los meses comprendidos entre febrero de 2007 y febrero de 2008 es 4, 747. Nótese cómo para Pilar del Castillo «el indicador está sesgado a la izquierda en una medida difícil de evaluar […] Los respondentes interpretan el valor 5 como un valor medio, por estar habituados a manejar, en muchas situaciones, la escala del 0 al 10 en la que el valor 5 es el punto medio. Sin embargo, en la escala del 1 al 10 que se utiliza en esta pregunta el valor medio es el 5,5, por lo que la media aritmética obtenida estará más a la izquierda de lo que corresponde». Véase: «Nota metodológica sobre los indicadores del barómetro del CIS», Pilar del Castillo, en Reis nº 198, Octubre-Diciembre 2004 (pág. 177). Aun así, la media conserva la tendencia hacia el centro-izquierda.

{14} Si es que, pongamos por caso, piensan que: «Disuadir del consumo del tabaco y el alcohol es de izquierdas». (Declaraciones del presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero recogidas a 3 de septiembre de 2005).

{15} Argumento por cierto que contradice la conclusión de que la crispación está encaminada a aumentar la abstención entre las clases urbanas, cultas (autoproclamadas de centro o centro-izquierda).

{16} En lo que sigue, nos basamos en los argumentos expuestos en su libro: La lucha política a la española, Taurus, Madrid 2008, pág. 170 y ss.

{17} Entrevista a José María Maravall, El País, 24/02/2008. Afirmación que parece desconocer la agresión y el apedreamiento a las sedes de tal partido, registradas desde 2003.

{18} Al igual, cabe añadir, de que «tiene la televisión que se merece».

{19} Como también lo asume la doctrina de Reconstruccionismo cristiano de la Derecha calvinista y evangélica norteamericana (consúltese, Derek H. Davis, Barry Hankins: New Religious Movements and religious Liberty in America. Baylor University Press 2003).

{20} Recuérdese cómo fue Ortega el acuñador de la expresión «comunidad autónoma».

{21} Si bien la República de Serbia no pertenece a la UE, en el supuesto de su ingreso ¿se anularía acaso el reconocimiento que Kosovo ha recibido por parte de Estados Unidos e incluso por parte de algunos países miembros de la UE (Alemania, Gran Bretaña…)? Como comenta el profesor Andrés de Blas: «Se trata de un camino que mañana puede abrirse paso en el propio corazón de Europa, con el contencioso belga» (El País, 23 de enero de 2008).

{22} La defensa del derecho de autodeterminación es por lo tanto clara, quedando justificada por la simple voluntad de la parte secesionista. Acaso Pettit no sólo rechace toda crítica acerca de la fundamentación metafísica de la idea de autodeterminación, o minusvalore el contexto histórico de su aplicación (el proceso de descolonización activado tras la II Guerra Mundial), es posible que desprecie incluso la postura socialdemócrata, según la cual: «El ‘derecho’ a la separación es, en todo caso, derivado, reparador de un mal básico. No tiene otra justificación que la injusticia y, si esta desaparece, desaparece el derecho. Si no hay injusticia, no hay derecho a formar una comunidad política. Si hubiera un derecho básico a marcharse, si, por ejemplo, cada vez que una minoría no está de acuerdo con las decisiones políticas, pudiera decir ‘nosotros nos vamos»’ no habría democracia. Mejor dicho, la democracia se convertiría en un juego de negociaciones, se alejaría de cualquier posibilidad de apelar a razones de justicia» (Felix Ovejero, Contra Cromagnon. Nacionalismo, ciudadanía, democracia, Montesinos, pág. 52).

{23} Recogido del esclarecedor artículo de Rogelio Alonso, «¿Cómo fortalecer el Pacto por las Libertades?» El País, 18 de enero de 2007.

{24} Más que recurrir al conocimiento del idioma como canal de acceso al núcleo de la identidad cultural, la exigencia de su dominio apela en primera instancia a un criterio relacionado con la apertura de oportunidades que su manejo implica, compartido por más de 400 millones de hablantes.

{25} Tal y como explica Félix de Azúa: «… lo que mantiene la unidad suiza no es otra cosa que la ‘neutralidad’, o sea, la colaboración con Hitler durante la segunda guerra o con la Sudáfrica del apartheid, la venta de armas a las guerras étnicas africanas, el refugio de las fortunas de todas las mafias mundiales, el protectorado económico de la criminalidad. Lo que une a la Confederación es el poder absoluto de una compacta oligarquía que controla las finanzas y la política…». («Las bellas naciones confederadas», El Periódico, 12 de abril de 2008).

{26} La favorable recepción del lingüística George Lakoff por parte de la intelligentsia socialista da cuenta de ello. Su aportación consiste en advertir del carácter metafórico del pensamiento humano por cuanto este se fundamenta en la experiencia corporal, no en leyes abstractas. Ello, a su parecer, bloquearía el acceso a las verdades objetivas. Desde luego, el que la génesis del pensamiento lógico radique en operaciones manuales quirúrgicas, propias del primate, consistentes en separar y unir objetos físicos, no es ningún descubrimiento. La cuestión está en no negar la capacidad que tienen las metáforas de expresar verdades, «siempre y cuando estemos dispuestos a revisar públicamente nuestra combinatoria metafórica» (S. Pinker, El mundo de las palabras). Consúltese asimismo la breve explicación de Eduardo Robredo Zugasti, disponible en su blog: http://tabula-blog.blogspot.com/2007/12/el-pensamiento-fsico.html.

{27} Beth Dillingham y Barry L Isaac «Defining Marriage Cross-Culturally» 1975.

{28} Las líneas anteriores se reconocen tributarias de razonamientos extraídos de la lectura de los artículos de José Manuel Rodríguez Pardo.

{29} En «Calvinismos», Abc, 17 de julio de 2005

{30} Véase su artículo: «Alianza, ¿de qué?», El Correo, 4 de septiembre de 2005.

{31} En lo que sigue recogemos parte de las ideas expuestas por Salvador Giner en su artículo: «Civilización», Claves de razón práctica nº 180 (marzo 2008), particularmente la clasificación triádica a través de la que a su juicio cabe plantearse el estudio de la civilización: procesualmente, estructuralmente, o en relación al proceso de modernización.

{32} No por casualidad la obra de referencia de uno de los mayores estudiosos de las civilizaciones, Samuel Eisenstadt, se titula Sistema político de los imperios.

{33} Gustavo Bueno habla de «morfologías morales», en el último capítulo de España frente a Europa, Alba, Barcelona 1999.

{34} «Occidente, una buena idea», (AbcD, 11 de marzo de 2007). En la misma línea se pronuncia en: «El 11-S y el nuevo escenario estratégico», Cuadernos de pensamiento político de FAES nº13 (marzo 2007).

{35} A no ser que haya quien piense (y los hay) que, pongamos por caso, la presentación de la estructura celular de los organismos vegetales y animales (Schleider y Schwann, 1838-39), o la fórmula del teorema de Pitágoras («En un triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos») son productos privativos de una o varias culturas, no universalizables. Ello no puede sino evocarnos el programa de la Deutsche Physik patrocinado por el régimen nazi y alentado por el premio Nobel Johannes Stark, nacionalismo científico absurdo que el régimen tuvo inevitablemente que abortar, a fin de disponer de un proyecto nuclear eficaz, con Heisenberg a la cabeza (¿o es que acaso la bomba atómica pertenece a una cultura determinada?).

{36} «Occidente, una buena idea», Emilio Lamo de Espinosa. Acerca del sesgo etnocéntrico de una tal orientación, S. Giner nos recuerda cómo la crítica al eurocentrismo se inició en el interior de Occidente, de mano de Francisco de Vitoria y M. de Montaigne, tres siglos antes ya de la Revolución Industrial.

{37} De entre todo el material publicado en torno a la propuesta, recomendamos la lectura crítica de Rafael Bardají: «La ‘Alianza de Civilizaciones’. Elementos para una crítica», en La Ilustración liberal nº 23 (abril 2005), y el artículo de F. Vallespín: «La Alianza de Civilizaciones», en Claves de razón práctica nº 157 (noviembre 2005), en la que expone la tesis de que la fuente de la conflictividad política ya no es –o no totalmente– el problema de la distribución o redistribución de los bienes económicos, sino el problema del reconocimiento de las identidades culturales. En la aceptación o no de dicho desplazamiento se encuentra una de las claves para evaluar el signo de los tiempos.

{38} En este sentido, no es de extrañar que Sarkozy declarase que el Presidente Rodríguez Zapatero «posee la ciencia de la opinión» (en declaraciones de 5 del abril de 2007), la episteme de la doxa, nada menos.

{39} Ciertamente, antes que optar por una concepción de libertad determinada (negativa, positiva o media), estimamos que el debate debe reubicarse según un planteamiento capacitado para dar cuenta de la interconexión procesual entre tales conceptos. De hecho, históricamente, no es sino haciendo uso de la libertad positiva como los sujetos detectan las trabas y obstáculos que les limitan (y les hacen conscientes de la carencia de libertades negativas). Otra cosa es consagrar el cauce comunicacional de su expresión.

{40} Para más detalle: J. Habermas, Facticidad y validez: Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Trotta, Madrid 1998.

{41} Al respecto, su referencia al caso de los condominios (pág. 175 y ss.) es extraordinaria, habida cuenta de lo bien que funcionan, como todo el mundo sabe, las reuniones de propietarios.

{42} Tal es la tesis de Salvador Giner, expuesta en su artículo: «Cultura republicana y política del porvenir», recogido en el libro colectivo: La cultura de la democracia: el futuro, Ariel, Barcelona 2000.

{43} En torno a la reflexiones precedentes, remito al artículo de Gabriel Tortella: «Política y economía en la revolución del siglo XX», en el que reseña el libro de Sheri Berman: The primacy of politics. Social democracy and the making of europe’s twentieth century, (Revista de Libros nº 136, abril 2008).

 

El Catoblepas
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