Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 76 • junio 2008 • página 3
Es sin duda el asco una importante emoción. Quieren algunos, incluso, que una emoción básica o primaria. Y si ello es así y hemos de hacer caso a Darwin, eso significa que cumple el asco importantes funciones, tanto sociales (en cuanto forma de comunicación, por ejemplo) como estrictamente biológicas, en la medida en que habría de presentársenos como elemento adaptativo en el juego de la lucha por la supervivencia.
Cosa distinta es que, dejándose llevar por la etimología de la palabra inglesa disgust (desagradable al gusto), Darwin parezca asociarlo fundamentalmente a ese sentido, cuando es lo cierto que la mayor parte de aquello que nos provoca asco lo hace mucho antes de llevárnoslo a la boca y hasta sin que ni por un solo instante se nos haya ocurrido hacerlo ni de hecho lo hagamos jamás. Podría decirse incluso que aunque todos los sentidos son, en mayor o menor medida, receptores de las sensaciones asquerosas, serán la vista, el tacto y el olfato (menos quizás el oído, aunque el papel de éste cobra cada vez más importancia en lo que se refiere al asco en sentido moral), y no tanto el gusto, quienes nos defienden de ellas, evitando precisamente, entre otras cosas, el que pudiéramos llegar a ingerir sustancias nocivas o peligrosas. El gusto actúa más bien como el último baluarte defensivo cuando han fallado todos los demás. Un veneno puede tener un excelente olor y una inmejorable presencia a la vista y al tacto, y en ese caso lo único que podrá defendernos de él es que una vez en nuestra boca tenga mal sabor; pero es de desear que las cosas no vayan nunca tan lejos, y si lo hacen, que cuando su sabor repugnante nos obligue a escupirlo o vomitarlo no sea ya demasiado tarde. Mejor nos irá que no pase la aduana del olfato, de la vista o del tacto. Y si llegara a suceder que además tuviera buen sabor, entonces no nos queda sino esperar al fallecimiento de dos o tres congéneres para concluir, por inducción, que aquello mata, porque, diga lo que diga Hume, yo en ese caso no dudaría ni un solo instante en otorgar mi pleno asentimiento a la validez de un razonamiento inductivo de esas características.
El asco cubre muchos otros ámbitos además de la alimentación, como ha visto perfectamente Rozin, quien aun considerando el asco primordial asociado a la comida, señala otros cinco frentes en los que actúa: el sexo, la higiene, la muerte, la alteración de la estructura corporal y contextos de carácter social y moral. Aunque yo, respecto al primero, en el que tanto insisten algunos, confieso ser poco escrupuloso y remilgado, siempre, claro está, que no se franqueen ciertos límites, dictados lo mismo por el decoro que por la salud mental, y que, a ser posible, mi presencia en tal evento sea como partícipe y no como mero espectador imparcial.
De manera que no es sólo que, como opina Adler, sirva el asco para desembarazarnos de algo desagradable, sino también –y acaso primordialmente– para mantenernos alejados de aquello que pudiera resultarnos potencialmente peligroso, como sucede con determinados alimentos o animales, pongamos por caso. ¿Quién no ha reparado en el importante número de individuos que experimentan verdadera repugnancia hacia serpientes o arañas, en tanto que resultaría verdaderamente sorprendente encontrar a alguien a quien le de asco un tigre o un león? ¿Y cuál puede ser el motivo, siendo todos ellos animales igualmente mortíferos, sino el hecho indudable de que nuestros antepasados, bípedos y dotados de una visión panorámica, podían divisar a los dos últimos a una distancia considerable, antes de que llegaran a suponer un auténtico peligro, mientras que, justamente por ser bípedos y no cuadrúpedos, tal vez sólo advirtieran la presencia de arañas o serpientes cuando ya era demasiado tarde para esquivarlas? Y si bien, como es obvio, no todas las serpientes ni todas las arañas son peligrosas, se comprende que en nuestros antepasados se haya dado un mecanismo de generalización, para evitar confusiones y males mayores; generalización que ha llegado a nosotros como herencia que en algunos permanece plenamente vigente. El asco vendría a ser así el mecanismo mediante el cual, en cualquier hora y circunstancia, nos veríamos impelidos a mantenernos alejados de ellas. Y algo similar, sin duda, puede decirse de todos aquellos alimentos cuyo consumo podría envenenar nuestro organismo o hasta provocarnos la muerte. Y, en general, para apartarnos de todo lo que pudiera resultar contaminante o susceptible de infectar por su contacto e incluso por su simple proximidad. Considero por ello que el asco es una reacción del todo espontánea e involuntaria, y no acierto a entender que algunos, como es el caso de Angyal, sostengan que no se trata de un reflejo primitivo capaz de ponerse en marcha de forma espontánea. Ni tampoco por qué dice Adler que puede ser provocado de forma caprichosa y voluntaria. Podrá simularse repugnancia, pero dudo mucho que llegue a ser experimentada realmente de una manera discrecional.
Mas se halla sujeto el asco, igualmente, a múltiples modulaciones tanto sociales como individuales. El asco, que es emoción que tiene una expresión fácil propia e inconfundible, idéntica, además, en cualquier pueblo (como bien ha señalado el propio Darwin), es, ciertamente, una emoción universal, y no hay cultura que, de una forma u otra, lo desconozca por completo. Pero no es menos cierto que se halla modulado culturalmente y que ni todas las culturas experimentan asco de lo mismo ni ante lo mismo, sino que, al contrario, las variaciones a este respecto son tan amplias como se quiera. Pero la explicación de todas ellas es, con toda seguridad, básicamente la misma, y de lo que se trata es de indagar, en cada caso concreto, por qué un determinado pueblo experimenta hacia algo una repugnancia desconocida por otros pueblos distintos. Y toda vez que no pudiera ser explicada en clave estrictamente metabólica, hay que sospechar la existencia de factores sociales no menos importantes. Claros ejemplos de todo ello podrán hallarse, sin duda, en los tabúes alimenticios de las diferentes culturas, tan minuciosamente analizados por Marvin Harris y otros ilustres antropólogos. Y de ahí que por más extraño y asqueroso que nos resulte imaginarnos a los nuer bañándose en orina de vaca, acaso ellos, que no le hacen el menor asco a un baño tal, obtengan de de eso algún beneficio, quizá, por ejemplo, en tanto que elemento desinfectante; aunque también admito que más difícil me resulta entender que sacan los zuñis del consumo de excrementos humanos y de perro en el curso de algunas actividades rituales. O cómo los tapiros, según he leído en Claudio Eliano [Historias curiosas, III 13], podían llevar su amor al vino hasta el extremo de usarlo como perfume. Pero así es el universo del asco: tal vez ellos se horrorizarán al vernos consumir a nosotros determinados mariscos o quesos cuyo olor no es precisamente muy agradable (prueba también, por cierto, de cómo en algunas ocasiones puede el gusto decir la última palabra, opinen lo que opinen el olfato o la vista).
Y lo mismo cuando hablamos de individuos: a quien en una ocasión enfermó, por las razones que fuere, el consumo de un alimento, es muy comprensible que en el futuro le provoque repugnancia; y lo es asimismo que quien hallándose enfermo aborrezca cosas de las que gusta estando sano; mas se trata ahora de una repugnancia transitoria, que desaparecerá una vez recuperada la salud, como les sucede también a algunas embarazadas, que sienten aversión por alimentos que les gustaban antes del embarazo y que volverán a gustarles después del parto. También el campo de la variación individual es notable en este asunto. A Hume, según parece, poco había que le provocara tanto asco como la estupidez, aunque creo que exagera: al menos, yo, que ya he dado unas cuantas vueltas alrededor del sol y he conocido estúpidos de toda clase y condición, he experimentado y experimento ante la necedad una variada gama de sentimientos, que van desde la indiferencia a la indignación, pasando por el desprecio y la hilaridad, pero asco…, la verdad es que no, en el supuesto, claro está, de que Hume y yo estemos hablando de lo mismo. Sospecho, más bien, que él se está deslizando hacia la otra gran forma de concebir el asco. Me refiero, a saber, al asco en sentido moral. En cuanto a que alguien como santa Catalina de Siena no tuviera el menor reparo en beber pus directamente de las heridas de las leprosas a las que atendía, más que una prueba de la relatividad del asco lo es de la inmensidad de la estupidez humana y de lo insondable de los trastornos mentales. También de la prepotencia, de la vanidad y de la ambición de alguien que, por tal acto, cree situarse por encima del resto de los mortales y hacerse merecedora de la santidad. Hace falta estar muy ciego para ver en algo así un ejemplo de humildad. Nada tiene de extraño que el proceder de la santa suscitará el recelo de sus enfermas y que llegaran a pensar que detrás de tal acción anidaban oscuras y horrendas perversiones. Y en esta línea, también podemos recordar aquí a aquellos monjes medievales que rogaban encarecidamente al Altísimo que les fuera dado contraer la lepra para así expiar mejor sus pecados. Comparado con esto, parece cosa de poco el que a Lucio, padre del emperador Vitelio, su profundo amor por una liberta le llevase a mezclar la saliva de ésta con miel para bebérsela a todas horas como jarabe exquisito con el que suavizar los bronquios y la garganta. Y no lo digo porque a mí me cause el menor asco la saliva de una mujer (aunque no de toda mujer, desde luego), pero de ahí a preparar con ella una infusión, media, creo yo, un buen trecho. Y según Suetonio [Vida de los doce césares, VII], a quien debemos también la noticia anterior, el propio Vitelio consideraba que el cadáver de un enemigo olía muy bien, y más aún tratándose de un conciudadano. Pero, naturalmente, éste ya es un asunto enteramente distinto.
Mas, dejando a un lado tales ejemplos, yo creo que por más vueltas que le demos vendremos a dar en lo mismo: siempre que el asco no nazca de motivaciones puntuales y transitorias, se halla al servicio de la conservación de la salud y, en último término, de garantizar la supervivencia o la adaptación a unas circunstancias ambientales dadas, lo que es también, en último término, una forma de contribuir a la supervivencia de un determinado grupo o de una determinada cultura. Y ello es así incluso cuando el asco se despierta en el ámbito del comportamiento o de la acción, en el contexto –diríamos– de la moralidad, Porque es ésta una dimensión no menos decisiva y fundamental de la cuestión que nos ocupa.
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Freud pensaba que el asco –y también la vergüenza– era una formación reactiva al servicio de la represión para inhibir los deseos y lograr que permanezcan soterrados en el inconsciente. A lo largo de la historia, en cambio, una vez que el deseo es consciente, se usaron otros mecanismos para inhibirlo igualmente. Así, algunos ascetas medievales dedicaban un tiempo considerable a meditar sobre los malos olores o sobre los orificios contaminantes de la parte inferior del cuerpo de la mujer para alejar de sí los deseos carnales. Y a san Juan Crisóstomo parecía darle un inmejorable resultado pensar, entre otras cosas, en los mocos de la amada:
«Si piensas detenidamente lo que se encuentra bajo esa piel que te parece tan hermosa, lo que se esconde dentro de la nariz y de la garganta y el estómago, estos rasgos externos y superficiales (plagados en el interior de todo tipo de vileza) pregonan que la belleza de este cuerpo no es más que un sepulcro blanqueado. Y si pudieras ver la flema que se esconde bajo su envoltura, te sentirías horrorizado. O si pudieras tocarla aunque sólo fuera con la punta de tus dedos, sentirías repugnancia y saldrías huyendo. Cómo puede ser entonces que ames y desees ese horrible lugar que alberga esta flema» [Homilía XIV: De mulieribus et pulchritudine].
A Swift, por su parte, parece que le bastaba con imaginarse a la amada aliviándose en el baño. Nada de todo eso, sin embargo, hubiese sido suficiente para detener a santa Catalina, por lo que hay que suponer que sus inclinaciones impuras (en el supuesto de que las tuviese) las vencía a golpe de santidad.
El asco, bien que no siendo emoción específicamente humana, puesto que no hay motivos para pensar que sea desconocida por el resto de los animales, e incluso que cumpla en ellos funciones similares a las nuestras, presenta en nuestro caso (según creo) una importancia mucho mayor y un más amplio campo de acción de lo que sucede con cualquier otra especie. Por que, a las ya señaladas, viene a ser en nosotros un elemento decisivo a la hora de diferenciarnos no sólo de los animales, sino también de otros seres humanos, como lo son asimismo las normas de urbanidad; e incluso cabría decir que la profusión de manuales escritos al respecto (más antes que ahora) tienen como objetivo primordial el evitar el asco que podemos llegar a provocarnos unos a otros. Porque somos (ahora sí), con toda certeza, el único animal que llega a experimentar repugnancia ante miembros de la propia especie, y no únicamente a causa de sus actividades fisiológicas o de sus disposiciones físicas o corporales, sino también por motivos morales y comportamentales. Entiendo que esta segunda modalidad de asco es derivada de la primera, aquélla que se manifiesta en el enfrentamiento con la realidad en aras a las supervivencia; pero, al tiempo, igual que ella, se halla al servicio, en más de un sentido, de la supervivencia como tal. El asco se manifiesta ahora ante aquellas conductas que podrían poner en peligro la viabilidad y adaptación del grupo; y, en consecuencia, cabe pensar que debió de ser desde muy pronto compañero inseparable en el largo periplo evolutivo de la humanidad. Con él se ejerce un severo juicio moral y se desaprueban aquellas actitudes o ideas que podrían resultar potencialmente peligrosas y (¿por qué no?) hasta contaminantes y contagiosas. No resulta extraño que sea, por ello, uno de los recursos ampliamente utilizados por el espectador imparcial de Adam Smith. Que a veces se encuentre al servicio de intereses menos nobles, como puedan serlo la mojigatería o el puritanismo extremo, o como elemento que contribuye al establecimiento de jerarquías y superioridades meramente ideológicas e inexistentes, es, sin duda, el precio que tenemos que pagar por los innegables servicios que nos presta. Por ejemplo, en el siglo XV, a Félix Fabre, monje peregrino en Jerusalén, le sorprendía que los sarracenos dieran entrada libre a los cristianos en sus baños. Pero la respuesta se le presentó de inmediato con meridiana claridad:
«se debe a que los sarracenos emiten un hedor horrible y, por eso, realizan continuas abluciones de diversas clases y, puesto que nosotros no olemos mal, no les importa que nos bañemos con ellos. Pero esto no se lo permiten a los judíos, que apestan aún más; pero les encanta vernos en sus baños, porque, del mismo modo que un leproso se alegra cuando un hombre sano se asocia con él, porque no se le desprecia y porque espera que, debido al hombre sano, pueda conseguir mejorar su salud, también a un sarraceno apestoso le gusta estar en compañía de alguien que no apesta»{*}
No es, desde luego, el asco el único mecanismo de desaprobación moral y social: funciones similares las cumplen, igualmente, la burla o el desprecio, pongamos por caso. Pero es, sin duda, uno de los más contundentes: cuando una idea o acción nos provocan auténtico y genuino asco, significa que nuestro compromiso en su condena alcanza las cotas más altas a las que podemos llegar en su rechazo. La burla e incluso el desprecio condenan seguramente vicios menores o condenan con menor intensidad, lo que parece compatible con la esperanza en una posibilidad de reforma por parte de aquél que se ha hecho merecedor de tales escarnios; y compatible, también, con el regocijo de quien le hace víctima de ellos. Pero el asco es condena contundente y definitiva. Cuando una conducta antimoral o antisocial suscita auténtica repugnancia, la desaprobación de su autor toma la forma, propiamente, de una negación de su humanidad, unida al convencimiento de que el abismo abierto entre él y nosotros resulta tan insondable que no se podrá cerrar jamás. Y, por supuesto, nada de placentero o regocijante encuentra en experimentar asco aquél a quien se lo suscita, porque nunca, en ningún contexto, sea moral o biológico, puede el asco ser compatible con el regocijo. Kant, que acierta al señalar que si bien el arte puede presentar como bellas cosas feas y describir males muy bellamente, lo hace también cuando observa que
«sólo una clase de fealdad no puede ser representada conforme a la naturaleza sin echar por tierra toda satisfacción estética, por lo tanto, toda belleza artística, y es, a saber, la que despierta el asco, pues como en esa extraña sensación, que descansa en una pura figuración fantástica, el objeto es representado como si, por así decirlo, nos apremiara para gustarlo, oponiéndonos nosotros a ello con violencia, la representación del objeto por el arte no se distingue ya, en nuestra sensación de la naturaleza, de ese objeto mismo, y entonces no puede ser tenida por bella» [Crítica del juicio, § 48].
Mas eso sucede no sólo en el arte, sino también en la vida como tal. Aquí si cabría decir, con todo rigor, que el arte imita a la naturaleza.
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{*} Tanto este texto como el de san Juan Crisóstomo han sido tomados de William Ian Miller, Anatomía del asco (1997).
Asco en el Diccionario de autoridades, tomo primero, Madrid 1726, página 430