Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 76 • junio 2008 • página 5
En 1841 el rey de Prusia convocó a su tocayo Schelling a Berlín a fin de que contrapesara el panteísmo sembrado por Hegel, fallecido diez años antes. El resultado fue una serie de clases sobre la filosofía de la religión, que continúan siendo material de estudio.
Las ponencias concitaron la atención de varios intelectuales que eventualmente dejarían su impronta en la historia del pensamiento: Mijaíl Bakunin, Jacob Burckhardt, Friedrich Engels, Ludwig Feuerbach y Sören Kierkegaard.
Algunos de ellos construyeron sus doctrinas influidos por las llamadas Conferencias de Berlín, aun si lo hicieran en base del rechazo de Schelling. Así, el último de los enumerados no ocultó su decepción al partir de Berlín: «Schelling habla interminables disparates… mi deuda con él es que me di cuenta de que me gusta viajar.»
Una de las personalidades que arribó a la capital alemana para estudiar filosofía con Schelling, fue un adolescente que moriría antes de cumplir los 23 años y que, a pesar de su trunca juventud, se transformaría en el gran portavoz del romanticismo en la poesía hebrea: Micah Joseph Lebensohn (1828-1852), recordado como Mijal, el acróstico que le sirvió de seudónimo.
Mijal fue el único poeta hebreo de marras que recibió una educación europea, formado en estética y conocedor de la literatura alemana. Su estilo se desembarazó de las crudezas y exageraciones de sus predecesores, y su gracia y delicadeza lo convirtieron en el primer artista de la poesía hebrea moderna, pionero en la aplicación de reglas prosódicas precisas, y en la expresión de sus sentimientos íntimos.
Podría decirse que, así como el maestro Schelling personificó al romanticismo alemán, el discípulo Mijal encarnó al hebraico. A aquél probablemente lo haya satisfecho la devoción de su alumno por el idioma hebreo (el padre de Schelling era pastor protestante, conocedor de esa lengua y de otras semíticas).
La precoz madurez intelectual visitó a ambos. Schelling ingresó a los 16 años al seminario de Tubinga, donde sus condiscípulos fueron Hölderlin y Hegel, mayores que él. Cuando cumplió la edad en la que Mijal moría, Schelling se hizo cargo de la cátedra de filosofía en la capital de la intelectualidad, Jena, en cuya universidad había sido designado profesor a instancias de Fichte y de Goethe.
Cabe agregar que la precocidad intelectual se da en áreas muy específicas. George Steiner las ha reducido a tres campos en los que antes de la pubertad se exhibieron logros deslumbrantes: la música, las matemáticas y el ajedrez. El crítico literario explicó con originalidad los casos respectivos de Mozart, Karl Gauss y Paul Morphy. Steiner salteó la poesía, en la que niños y adolescentes descollaron.
Por lo menos una decena de eximios poetas murieron veinteañeros, tales como John Keats, considerado el máximo lírico de Inglaterra; Pierre de Chastelard, francés de la corte de Francisco II; Mijail Lermontov, autor de poemas épicos en Rusia; Karl Jerusalem, filósofo determinista que inspiró a su amigo Goethe para escribir Werther; y Henrik Wergeland, cuya obra selló el renacimiento cultural noruego.
Agreguemos que al cumplir los 19, Arthur Rimbaud ya había concluido su obra poética, como hicieron en Latinoamérica la cubana Juana Borrero o un hijo del presidente argentino Bartolomé Mitre, muertos en la adolescencia. Hubo poetas hispanoamericanos que se despidieron de este mundo después de apenas unos lustros de apresurada inspiración. Entre ellos dos mexicanos: Manuel Acuña e Ignacio Rodríguez Galván, autor de la obra cumbre del romanticismo en su país; y dos argentinos: Juan Crisóstomo Lafinur y Francisco López Merino.
En la pléyade de la precocidad, brilla con luz propia el inglés Thomas Chatterton, que escribió los deslumbrantes Rowley Poems atribuidos a un monje medieval, y se suicidó a los 17 años de edad.
A los 19, Mijal hizo su aparición en el mundo de las letras con una traducción de Las ruinas de Troya (1849): el tercero y el cuarto de los libros de la Eneida. Se basó en la versión alemana de Schiller, sobre quien anunciaba en su prólogo: «si este excelso poeta no tuvo reparo en admitir la presión que sintió al traducir entre dos idiomas tan distantes entre sí… qué podemos decir nosotros al volcar el texto a nuestra lengua, que no es hablada regularmente».
El padre de Mijal, el poeta Adam Hacohen, le había transmitido desde la infancia el amor por la lengua hebrea, que a la sazón era entrañablemente apodada «Hija de Sión». En ella el niño Mijal comenzó a redactar sus rimas.
(Recordemos que la obra de Adam Hacohen satiriza el extremismo religioso. Su protagonista, Zivon, se parece al Tartufo de Molière, con una característica judaicamente añadida: la disquisición vana basada en la distorsión de textos).
Sus principales creaciones
Las otras dos obras de Mijal son: Cantos de la hija de Sión (1851), poemario épico sobre seis temas de historia judía antigua, y El Violín de la hija de Sión (1870), publicada póstumamente por su padre.
Entre los primeros se incluyen Yael y Sísera; Salomón y Eclesiastés, de inspiración bíblica.
El primero desgrana el dilema de la heroína que mata a Sísera, capitán de la tropa enemiga (Jueces 5:24). El corazón de Yael se debate entre la hospitalidad y el patriotismo, y cede ante éste que prevalece:
«Con este pueblo vivo y me cobijo en su heredad
¿cómo no anhelaré por su bienestar y su paz?
¡La voz de este pueblo! que late en mi corazón más y más
purgará mi culpa y la sangre de mi mano anegará.»
En los otros dos poemas, los más ambiciosos, Mijal contrasta la juventud del rey Salomón con la sapiencia del Eclesiastés. Por primera vez, el amor del rey por la sulamita se celebra jovialmente, en desentono con el anciano y escéptico Eclesiastés desilusionado por la vanidad del amor y la belleza. La conclusión de Mijal es que la sabiduría es vacua sin la fe, única capaz de otorgar dicha al hombre.
En una elegía sobre la emigración del filósofo Yehuda Ha-Leví desde España a Eretz Israel en 1139, Mijal vuelve a dar rienda suelta al patos de amor patriótico por la tierra «paradisíaca» en la que «cada piedra es un santuario de vida, y cada roca una tarima profética hacia lo sublime».
Durante los últimos cinco años de su breve existencia, Mijal fue vencido paulatinamente por la tuberculosis. Visitó fuentes termales que pudieran aliviar su enfermedad hasta que, a fines de 1850, abandonó toda esperanza en recuperarse y regresó a su Vilna natal para morir. De ese lóbrego período data su reclamo «A las estrellas», veintiocho estrofas rimadas de cuatro versos dodecasílabos:
«¡Detenéos! Os exhorto hasta calmarme
… ¿quiénes sois, huestes del firmamento?
¿quiénes sois, tropas temibles y brillantes? …
no hay límite, no hay fin, no hay génesis ni comienzo…
no hay palabra en mi boca, ay, terrible muerte, fetiche de toda la Tierra…
no hay ni tiempo, no hay nada. La muerte es el tiempo, de ella es la eternidad
acaba mi alma en el cosmos airado.»
La muerte de Mijal abatió a los lectores del hebreo, cuya congoja se volcó en varias endechas. Una, escrita por su padre y titulada «Mijal Dim’á» (un juego de palabras que hace coincidir el nombre del difunto con «un recipiente de lágrimas»); otra, fueron los versos dramáticos de Yalag: «Oh, hermano».
Yalag fue el seudónimo de Yehuda Leib Gordon (1831-1892) amigo de Mijal que se transformó a su turno en máximo poeta, con versos bucólicos que idealizaban al antiguo campesino israelita. Es notable que Yalag creó los dos lemas de sendos movimientos judíos modernos. El iluminismo se reflejó en su poema «Despierta pueblo mío» («Hakitza amí»): «Sé un judío en tu casa y un hombre en la calle.» El sionismo, por su parte, tomó las palabras de su artículo «Marcharemos con nuestros jóvenes y ancianos»: «Casa de Jacob, ved e iremos» («Beit Iaakov Lejú ve- Neljá», lema de la inmigración judía a Israel de 1882).
En el renacimiento cultural del pueblo judío a partir de mediados del siglo XIX, Mijal fue uno de los pimpollos más queribles.