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El Catoblepas, número 76, junio 2008
  El Catoblepasnúmero 76 • junio 2008 • página 11
Artículos

El ideario histórico-político
de la «no-izquierda»

Pedro Carlos González Cuevas

En la concepción de la historia contemporánea defendida por la «no-izquierda» destaca el oportunismo político y el dogmatismo: la reforma intelectual y moral necesaria para España debería pasar por la asunción de todo el pasado español

1. Esperanza Aguirre: el discurso de la «no-izquierda»

Como historiador, no suelo analizar los hechos de nuestra política cotidiana. Me apasionan los problemas planteados por Alasdair Macintyre, Richard Rorty o Michael Oaskeshott; no la continuidad en el poder del señor Moratinos o de la señora Magdalena Alvárez. Me gustaría penetrar todo lo posible en el espíritu de Baudelaire o en el de T. S. Eliot o Ezra Pound; apenas me atañe el del señor Bono o el de la señora Sáenz de Santamaría. Me interesan las polémicas suscitadas por los historiador como Renzo de Felice, Emilio Gentile, François Furet o Ernst Nolte; muy poco las ideas del señor Ibarreche o las del señor Mas, si es que tienen alguna. No obstante, hay ocasiones en que, de una forma u otra, la política cotidiana adquiere, por difícil que esto pueda suceder en España, un cierto matiz, todo lo tenue que se quiera, y por llamarlo de alguna forma, «intelectual», si se quiere hasta «filosófico». Tal vez sea este el caso. Y es que, como era de esperar, la previsible derrota del Partido Popular en las elecciones de marzo ha comenzado a plantear serios problemas a su élite dirigente. En un primer momento, Mariano Rajoy, el gran perdedor, pareció mostrar la intención de dimitir; pero pronto se decidió a continuar, quizás a la vista del desbarajuste que podían causar unas semanas, incluso meses, de vacío de poder en su partido. Continuó con unas declaraciones realizadas semanas después, en las que pareció recuperarse de su anterior abatimiento y anunció que se presentaría a la reelección en el próximo Congreso del Partido Popular; lo que daba la impresión de ausencia de fisuras. Pronto se vió que éstas existían; ¡vaya si existían! A las pocas semanas se inició en el denominado –seguramente por mucho tiempo– primer partido de la oposición, una lucha primaria por el poder y se diría que de «etología» del animal político, de auténtico y deshumanizado dominio territorial. Esperanza Aguirre Gil de Biedma ha sido quien de forma más elemental ha representado dicha actitud; mientras que su permanente enemigo, Alberto Ruiz Gallardón, se ha mostrado mucho más circunspecto. Por un momento, la presidenta de la Comunidad de Madrid, pareció creer que había llegado su hora. Hasta aquí todo normal. Sin embargo, la señora Aguirre pretendió dar un cierto barniz ideológico a sus irreprimibles ansias de poder. Y el 8 de abril pronunció un discurso en el Foro de ABC, donde, ante un selecto auditorio, afirmó que iba a hablar de «principios, de ideología, de prioridades de futuro». Manifestó que las posiciones ideológicas que dividían a las sociedades occidentales eran el socialismo y el liberalismo; y que éste último había demostrado «cumplidamente su eficacia en la práctica para promover la prosperidad allá donde se ha aplicado». A continuación, analizó las causas de la derrota electoral del Partido Popular, deplorando su incapacidad para captar el voto del electorado socialista. La razón de ello estribaba, a su modo de ver, en la habilidad del PSOE para dar una imagen completamente negativa del Partido Popular, al que mostró ante la opinión pública como un «nasty party», «un partido antipático, anticuado, al que cuesta mucho trabajo ganar terreno entre sus contrincante». Tanto la Ley de Matrimonios Homosexuales como la Ley de Memoria Histórica, supusieron dos «trampas ideológicas», de las que Rodríguez Zapatero supo sacar ventaja. Con la primera, los socialistas trazaron «una línea que clasificara a los ciudadanos entre los que están por la modernidad y a favor de los homosexuales, personas que han sido secularmente perseguidas, y a los que ponen freno al avance de nuevas formas de familia y todavía guardan recelos hacia la libre sexualidad de las personas». Con la segunda, el líder socialista colocó al Partido Popular «en el lado malo de la historia», es decir, como heredero de «un régimen antidemocrático, antiliberal y antinacional como el franquismo». «Un régimen que abominaba de la libertad y que negaba la Nación como sujeto de soberanía. Un régimen con el que el Partido Popular no tiene nada que ver». La negativa de su partido a entrar en el fondo de ese debate ideológico llevó a los socialistas a «aparecer como paladines de la libertad y de una democracia en las que en 1936 no creían y que ayudaron a destrozar». Y, como conclusión, afirmó: «No me resigno a que el Partido Popular no dé batallas ideológicas y sea capaz de ganárselas a los socialistas»{1}.

Bastaría con señalar estos dos planteamientos de la señora Aguirre para demostrar un pragmatismo sin horizontes, una alarmante ausencia de proyecto político alternativo y, en definitiva, la derrota final e inapelable de la derecha española en el ámbito de la cultura y del pensamiento. Porque, en última instancia, la lucha política se gana en el propio entendimiento del adversario. En su desdichado discurso, la presidenta de la Comunidad de Madrid asume, de hecho y con todas sus consecuencias, los planteamientos de la izquierda. Demuestra, en fin, que una parte importante de la derecha española sigue siendo esclava de la cultura de sus antagonistas. Hace ya cuatro años, publiqué un artículo en el que interpretaba la derrota electoral del Partido Popular en marzo de 2004 como consecuencia, no sólo del terrible atentado del día 11, sino también, y quizás en mayor grado, de su fragilidad intelectual. Y es que el Partido Popular fue incapaz, durante sus ocho años de gobierno, no ya de llevar a cabo, ni tan siquiera de plantear, la reforma intelectual y moral que la sociedad española necesitaba y necesita.{2} Lo sigue siendo. A la hora de escribir aquel artículo, no creí defender una opinión personal, sino ser portavoz de un estado de ánimo colectivo. Craso error. La derecha española parece seguir siendo, frente al reto de Rodríguez Zapatero, refractaria a cualquier tipo de pensamiento. Su postura suele ser meramente reactiva, en modo alguno proyectiva. Se opone a los retos socialistas, para luego asumirlos y consolidarlos. No aprende; no escarmienta. Aunque vieja y curtida por el infortunio, la discontinuidad de su cultura, que se presenta esporádicamente en individualidades y grupos aislados, hace de ella un grupo sociopolítico sin experiencia y sumamente vulnerable. Deshabituada desde hace tiempo al esfuerzo intelectual propio, en no pocas ocasiones resulta mesianista, creyendo en la fuerza de un líder y en la mera efectividad de ganar unos comicios. Por eso, el alegato de la señora Aguirre resulta a la vez cómico y trágico. Cómico, porque suscitará las risas de la izquierda intelectual; trágico, porque, de nuevo, bloqueará cualquier intento o proyecto de renovación intelectual. Y es que, en el fondo, no le demos vuelta, como ha señalado el hispanista Stanley G. Payne, «la derecha en términos históricos ha desaparecido, no se puede hablar de derechas, hay que referirse a la «no-izquierda»{3}. No deja de ser patético que mientras socialistas y comunistas exaltan a Negrín, a Prieto, e incluso a Largo Caballero o Dolores Ibárruri, la derecha carezca de figuras históricas de referencia.

En general, este discurso de la «no-izquierda» se autodefine como liberal. ¿Es cierto, como arguye la señora Aguirre, que las sociedades occidentales se encuentran divididas entre el socialismo de Estado y el liberalismo?. Sobre esto habría mucho que hablar y mucho que discutir. En parte, porque, como dice el filósofo francés Marcel Gauchet, hoy todos somos «liberales», al menos parcialmente en la medida en que «hay un hecho liberal que constituye una de las principales articulaciones de nuestras sociedades: la limitación del derecho del Estado en virtud de los derechos fundamentales de las personas, dicho de otro modo, por las libertades públicas y la independencia de la sociedad civil». «Desde este punto de vista –continua Gauchet– todos los no totalitarios son liberales, porque aceptan este hecho jurídico y sus consecuencias. Nuestros conservadores liberales, así como nuestros socialistas son socialistas liberales, lo quieran o no»{4}. Y en parte también, porque la política económica del señor Rodríguez Zapatero dista mucho de haber sido estatista o socialdemócrata. El Estado mínimo propugnado por los liberales como la señora Aguirre ha sido logrado por Rodríguez Zapatero, bajo cuyo gobierno el aparato estatal español se encuentra en condiciones anoréxicas, mientras cobran vigor las fuerzas nacionalistas e independentistas. Muy al contrario, como ha señalado Marcello Veneziani, el líder socialista es un heredero del «pensamiento del 68», cuyo proyecto político se ha centrado en una «revolución permisiva en las costumbres y el sexo», renunciando a los combates clásicos por la justicia social, en pro «no de los derechos sociales», sino en los «placeres privados»{5}.

Por eso, la dicotomía liberalismo-estatismo es falsa; o suicida, según se mire. Porque el problema español ha sido, y sigue siendo, un problema de Estado. Ahí está, para demostrarlo, el tema hidrológico, que divide, en estos momentos, a la opinión pública y al conjunto de las comunidades autónomas, al igual que el de la financiación. La señora Aguirre suele autodefinirse como liberal. De hecho, entró en la vida política de la mano del economista ultraliberal Pedro Schwartz; y siempre se ha mostrado ferviente admiradora de Friedrich von Hayek{6} En el fondo, su ambición es convertirse en la lady Astor o en la Margaret Thatcher española. Lo que supone un serio peligro para el porvenir de la derecha española. Tal y como han denunciado pensadores tan distintos como John Gray y Alain de Benoist, el liberalismo económico a ultranza defendido por Hayek o Von Mises ha sido, y será en lo sucesivo, letal para las instituciones, identidades y formas de vida adscritas al modo de pensar y de vivir de las derechas. El ejemplo británico ha sido, a ese respecto, muy ilustrativo. En opinión de Gray, la política social y económica de lady Thatcher llevó consigo «la destrucción del conservadurismo histórico», al socavar su base social y económica, creando, al mismo tiempo, «algunas de las condiciones necesarias para el inicio de un prolongado período de hegemonía laborista». «Esta modernización ha supuesto –dirá Gray–, no ya sólo la casi completa destrucción de la herencia institucional de Gran Bretaña, sino también la disolución de ese conservadurismo liberal y de «rostro humano» de la posguerra que, bajo el liderazgo de Butler, Bayle, Macleod o MacMillan, adaptara la tradición comunitarista y paternalista tory a las condiciones de la sociedad industrial avanzada»{7}. Y es que, añade Benoist, la perspectiva hayekiana no sólo supone en el fondo el fin del Estado de Derecho, de la justicia social, de la igualdad de oportunidades o de la idea misma de soberanía nacional, sino la destrucción de las tradiciones sociales y nacionales. Porque Hayek identifica la tradición con aquello que conduce a las distintas sociedades a la unidimensional modernidad liberal: «Y dado que es comúnmente aceptado que la modernidad occidental ha actuado en todas partes como una apisonadora de las tradiciones arraigadas, es posible darse cuenta que el «tradicionalismo» hayekiano en realidad se remite a la tradición...de la extinción de las tradiciones»{8}.

Y es que el liberalismo carece de respuestas para no pocos de los problemas que acucian a las sociedades occidentales. Pongamos un solo ejemplo: la caída de la natalidad. El liberalismo ni siquiera lo reconoce como un problema, ya que, desde su perspectiva, tener o no tener hijos lo considera un asunto que pertenece exclusivamente al ámbito de decisión individual, por más que tenga indudables repercusiones sociales. Sencillamente, no tiene nada que decir al respecto. En la ideología liberales subyace un individualismo que, llevado a su extremo, se desvincula de las responsabilidades sociales básicas y del futuro colectivo. Y éste sería precisamente el diagnóstico aplicable ahora a una Europa con la natalidad en caída libre, con una inmigración que es, al mismo tiempo, necesaria e indeseada, y por lo tanto conflictiva, y con unas señas de identidad cada vez más problemáticas.

En ese mismo sentido, tal y como se deduce del contenido de su discurso, la señora Aguirre acepta el planteamiento de la Ley de Matrimonios Homosexuales, lamentándose de que su partido lo impugnara y, en consecuencia, perdiera votos. Mañana, los socialistas abrirán, a buen seguro, el debate sobre la eutanasia y sobre el aborto; y la señora Aguirre, siguiendo su lógica meramente electoralista, no ofrecerá ninguna alternativa al respecto; luego, si sus adversarios ganan las elecciones, bajará la cabeza y lo aceptará. A ese respecto, a los dirigentes populares debió dolerles mucho la disidencia y las críticas del escritor peruano Mario Vargas Llosa, uno de los fichajes intelectuales de Aznar en su época de plenitud. Vargas Llosa dejó de apoyar al Partido Popular en pro de Unidad, Progreso y Democracia, que dirige la antigua socialista Rosa Díez. El peruano aceptaba el programa económico de los populares, lo mismo que su defensa de la unidad nacional; pero no su militancia en favor de la moralidad católica: «Como liberal, yo creo que medidas como la despenalización del aborto, los matrimonios gay, el derecho de las parejas homosexuales a adoptar niños, son medidas de progreso que aumentan la libertad y los derechos humanos en España y, por lo tanto, no me puedo sentir representado por un partido que rechaza esas reformas»{9}. Rodríguez Zapatero no lo hubiera dicho mejor. Y quizás la señora Aguirre no piense de manera diferente. Debería decírselo claramente a sus electores.

Por otra parte, llama la atención igualmente que en el discurso de la señora Aguirre no se ponga en cuestión la legitimidad de la Ley de Memoria Histórica; tan sólo se queja de ésta haya situado a su partido en un presunto «lado malo» de la Historia. Ni por un momento, parece haberse percatado, ¡una liberal como ella!, de que esta Ley supone, en el fondo, un atentado a la libertad. De «semisoviética» la califica Stanley G. Payne{10}. Hace años el historiador franco-judío Pierre Vidal-Naquet, célebre por sus polémicas con los «negacionistas», estigmatizó la Ley Gayssot, que penalizaba el cuestionamiento del Holocausto, calificándola de antidemocrática: «En un Estado libre no corresponde ni al parlamento ni a la autoridad judicial definir la verdad histórica. La política del Estado, incluso animada de las mejores intenciones, no es la política de la historia»{11}.

Otro historiador de izquierda, el italiano Enzo Traverso, ha señalado, melancólicamente, que el antifascismo institucionalizado y transformado en epopeya nacional no ha sido un antídoto eficaz contra la rehabilitación del régimen mussoliniano y sus partidarios. Su conclusión es que la construcción de una memoria histórica oficial ha tenido como consecuencia «la dimisión de los intelectuales frente a su función crítica»{12}.

Y es que, aunque la señora Aguirre lo ignore, en Italia –lo mismo que en Francia y Alemania– ha tenido un papel intelectual y político de primer orden el movimiento histórico «revisionista» que puso en cuestión la versión oficial de la historia contemporánea italiana, y en particular la etapa fascista y la figura de Benito Mussolini. El principal exponente de dicho movimiento fue el historiador italiano Renzo de Felice, cuya monumental biografía de Mussolini, lo mismo que sus obras Entrevista sobre el fascismo y Rojo y Negro, pusieron en solfa el antifascismo primario dominante en la historiografía italiana desde 1945. Las obras de Renzo de Felice no perseguían, como a veces se ha dicho, la reivindicación de Mussolini y su régimen; todo lo contrario. El historiador italiano no recató críticas al Duce, sobre todo por su entrada en la Guerra Mundial al lado de Alemania; pero sus conclusiones supusieron un rotundo mentís a los prejuicios más arraigados del antifascismo historiográfico. De Felice puso de relieve la dimensión revolucionaria del movimiento fascista, su carácter modernizador, el «consenso» obtenido por el régimen de Mussolini en el seno de la sociedad italiana, sobre todo durante la guerra de Etiopía. Además, destacó el carácter minoritario y comunista de la resistencia antifascista durante la guerra; las diferencias entre fascismo y nacional-socialismo y el gesto patriótico de Mussolini cuando eligió sacrificarse fundando la República Social de Saló para ahorrar a Italia un destino semejante al de Polonia a manos de Hitler{13}. La obra de Renzo de Felice y sus discípulos ha contribuido no sólo a integrar el fascismo en la historia contemporánea de Italia, sino a normalizar la vida política y cultural de su país. De ahí que el líder de la derecha italiana, Silvio Berlusconi, no dudara en incluir en sus gobiernos a miembros del partido «posfascista» Alianza Nacional, heredero de la República Social de Saló, lo mismo que fotografiarse con la nieta del Duce, Alexandra Mussolini. El propio presidente de la República Carlo Azeglio Ciampi tuvo palabras de afecto, en un discurso oficial, para «is ragazzi di Saló»{14}.

Esto es, hoy por hoy, impensable en España. Cualquier mención positiva al régimen de Franco, pese a que su heredero ocupa hoy la Jefatura del Estado, o quizás por ello, sería poco menos que herejía. Bien es verdad que el Partido Popular no tiene competidores en el campo de la «no-izquierda». De ahí la diatriba antifranquista de la señora Aguirre. Nadie, ni en la derecha ni en la izquierda, había llegado tan lejos. Todos podrían estar de acuerdo, incluso los franquistas, en que el régimen nacido de la guerra civil no fue liberal ni democrático, pero nadie, hasta ahora, le había calificado de «antinacional». Claro que la señora Aguirre –o mejor, sus amanuenses– tienen una idea muy peregrina y sesgada sobre el nacionalismo y la tradición nacional; y en ello insistiremos luego. En el fondo de sus reflexiones, late el intento de institucionalizar primero en la derecha y luego, si se puede, en el resto de la sociedad española, una determinada interpretación del pasado. Un intento que recuerda, desde muchas perspectivas, a lo que el historiador marxista británico Eric J. Hobsbawm ha denominado «invención de la tradición»: un pasado real o mítico alrededor del cual se construyen políticas ritualizadas que tratan de reforzar la cohesión de un grupo o de una comunidad, de otorgar legitimidad a ciertas instituciones, de inculcar valores en el seno de la sociedad{15}. Este proyecto pasa por identificar, de una forma tan unilateral como unidimensional, la tradición nacional con el liberalismo. Pero, en esto como en todo lo demás, la señora Aguirre dista mucho de ser original. Desde su nombramiento como sucesor de Fraga, José María Aznar López y sus amanuenses se autodefinieron como herederos de «la tradición liberal y constitucional española»; y, siguiendo a Francis Fukuyama, consideraron el liberalismo como «la única ideología con derecho de ciudadanía en el mundo contemporáneo»{16}. Su marco histórico de referencia era el régimen de la Restauración, bajo cuya égida la sociedad española consiguió, a su entender, «unos niveles de paz, estabilidad, prosperidad y civilidad hasta entonces desconocidos»{17}. Claro que la artificiosidad y el oportunismo de esa construcción histórica se puso de manifiesto cuando Aznar recurrió a Manuel Azaña, crítico implacable de la Restauración, para avalar su alternativa política, presentando al presidente republicano como representante de «un patriotismo crítico, creativo, activo, digno y liberal»{18}. El régimen de Franco aparecía, en cambio, como «un largo período de excepción» y de «dictadura»{19}. La ocurrencia hizo reventar de gozo y de risa a la izquierda cultural en general y al excomunista Jorge Semprún en particular{20}. A ese respecto, la labor de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), que dirige Aznar, ha sido, al menos a nuestro modo de ver, completamente infructuosa de cara a la articulación de un auténtico proyecto político-cultural. Por de pronto, y eso es grave, la FAES ha ignorado, por completo, la existencia de un pensamiento conservador español; y se ha limitado a difundir y traducir la obra de intelectuales y políticos norteamericanos y franceses como Jean François Revel, Guy Sorman, David Boaz, Bruce Bawer, Thomas Sowell, Nicolas Sarkozy, Philippe Nemo, etc, &c. Los nombres españoles en las publicaciones de la FAES brillan por su ausencia; tan sólo Manuel Alvárez Tardío o José María Marco destacan dentro de una mediocridad generalizada.

La señora Aguirre y sus turiferarios van por la misma senda. Y proclaman, venga o no al cuento, su condición liberal. Se consideran herederos de la tradición liberal que arranca de las Cortes de Cádiz, negando cualquier relación con el régimen de Franco. Lo cual, se quiera reconocer o no, resulta completamente falso, ya que el Partido Popular es heredero de Alianza Popular, fundada por exministros de Franco como Manuel Fraga, Licinio de la Fuente, Laureano López Rodó, Gonzalo Fernández de la Mora, Federico Silva Muñoz, Cruz Martínez Esteruelas, &c. Tal opinión podría ser defendida en todo caso por la señora Aguirre, que procede del grupúsculo Unión Liberal. No obstante, sin su inserción en el partido de Fraga nunca hubiera llegado a ser una figura de relieve en la política nacional.

Lo esencial es que esa «no-izquierda» pretende imponer al conjunto de la derecha española una visión completamente unilateral de la historia y de la política. Una visión, además, completamente errónea. Porque el régimen de Franco es consecuencia de los fracasos e insuficiencias del liberalismo español. En los últimos años, se nos ha intentado presentar tan sólo la cara amable del liberalismo español. Conviene presentar igualmente su «cruz»; una contrahistoria de nuestro liberalismo.

2. La «cruz» del liberalismo español

El contenido de la nueva «vulgata» histórica de la «no-izquierda» viene, pues, de lejos. Pero ha tenido su máximo desarrollo en las conmemoraciones del bicentenario de los sucesos del 2 de mayo de 1808. No deja de ser curioso que estos actos conmemorativos de lo que se ha interpretado como orto de la nación española tan sólo se hayan celebrado en la Comunidad de Madrid, otro de los contrasentidos del llamado Estado de las autonomías. En cualquier caso, la señora Aguirre se presentó, en esas ceremonias, más como un remedo de presidente del Gobierno que como una mera dirigente autonómica. Discursos, besamanos, incluso un desfile militar y luego unos aviones que desprendieron a su paso estelas de humo con los colores nacionales. Como era previsible, la señora Aguirre, en su discurso relacionó la fecha del 2 de mayo con el liberalismo, las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1978: «Recordar su sacrificio es un deber de todos los que nos consideramos sus herederos. Y para los madrileños es un honor que la fiesta de nuestra Comunidad, esta Comunidad que nace al amparo de la Constitución de 1978, sea el Dos de Mayo. Un honor que nos obliga a transmitir a las generaciones más jóvenes el respeto, la admiración y la gratitud que deben a los que tal día como hoy de hace doscientos años dieron su vida por la independencia de nuestra Patria y por su libertad». Por no faltar tampoco faltó a esta campaña de invención de la tradición el Jefe del Estado, que participó, junto a su familia, en Móstoles en la inauguración de un estéticamente horrendo monumento dedicado a La Libertad, situado en la Plaza del Sol. Allí Juan Carlos I afirmó que por encima de las instituciones fue el pueblo español, «verdadero titular del ser y del destino de nuestra Nación», quien se identificó espontáneamente con «una forma de conciencia de identidad nacional, basada en las ideas de libertad, unidad, igualdad y solidaridad»{21}. Que se lo digan a Carlos IV, Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII y Alfonso XIII.

En rigor tal interpretación carece del más elemental fundamento histórico. Se trata de un remake de la legitimación realizada por el muy minoritario liberalismo español para avalar políticamente la convocatoria de Cortes y su ulterior legislación. Existe, sin embargo, un consenso básico entre los historiadores a la hora de señalar el contenido tradicionalista del movimiento del 2 de mayo y de la posterior lucha popular contra el Ejército francés. Así lo sostiene José Manuel Cuenca Toribio: «El carácter y legitimidad genuinas del masivo y, en puridad, universal y unánime alzamiento antinapoléonico se compendian, sin discusión posible, en el exaltante lema –«Dios, Patria y Rey»–, cupiendo que los hombres y mujeres que lo protagonizaron colocaran y dispusiesen de los sustantivos del trinomio según sus preferencias e impulsos»{22}. No menos taxativo es José Alvárez Junco, para quien la sublevación de 1808 tuvo un «carácter de cruzada contra el ateísmo ilustrado-jacobino moderno»{23}. De hecho, el propio Napoleón definiría la Guerra de la Independencia como una «revuelta de frailes»{24}.

Pese a esta realidad social y política y a los consejos del lúcido Jovellanos, el único pensador de altura en aquellos momentos, partidario de la reforma del modelo político tradicional{25}, la cohesión ideológica, el activismo, la juventud y la osadía de los liberales forzaron la convocatoria de Cortes constituyentes siguiendo el modelo revolucionario, que luego cristalizaría en la Constitución de 1812. Sin embargo, el balance histórico de las Cortes gaditanas y de su obra política distan mucho de ser positivos. Su misma reunión y la asunción del principio de soberanía nacional supuso, según Juan Pablo Fusi, «un verdadero golpe revolucionario por el que, en ausencia del rey y en una situación de vacío de poder, un congreso de diputados de escasa representatividad y elección dudosa, y sin mandato previo constituyente, se apoderaba de la representación nacional...»{26}. No menos crítico de muestra Alejandro Nieto, quien insiste no sólo en la ausencia de legitimidad democrática, «dado que los autoproclamados representantes de la nación no fueron delegados del pueblo, y ni siquiera de la provincia, sino designados directamente o cooptados en el mejor de los casos», sino en su traición a la mayoría de los españoles, «puesto que impusieron la ideología de las clases cultas y no la del pueblo llano, que era decididamente contraria». «Doble usurpación –de forma y de fondo– que habría de tener secuelas incalculables. Porque la mitad de los españoles no se identificó con tal Constitución y, gracias a ella, quedó España dividida en dos mitades irreconciliables»{27}. Por otra parte, la debilidad social de los liberales gaditanos les hizo caer en flagrantes contradicciones; lo que se plasmó en el artículo de la Constitución donde se consagraba el catolicismo como religión de Estado y la ausencia de declaración de derechos. Como señala Joaquín Varela: «Los liberales doceañistas se vieron obligados a aceptar esta intolerancia religiosa y este clericalismo constitucional como consecuencia del sentimiento religioso tradicional del pueblo español, exacerbado durante el período histórico en que se elaboró la Constitución de Cádiz»{28}.

En cualquier caso, la Constitución de 1812, que hoy parece servir de marco de referencia a nuestra «no-izquierda», resultó ser, en la práctica, un estrepitoso fracaso. Su contenido quedó rápidamente archivado tras el regreso de Fernando VII, salvo en el breve paréntesis del Trienio. Y cuando se intentó exhumar, a partir de 1833, el liberalismo mayoritario, tanto en su versión progresista como moderada, eliminó gran parte de su contenido, considerándolo utópico e impracticable. Y es que el liberalismo español, prematuramente triunfante, tendría, en lo sucesivo, que desenvolverse con grandes dificultades e incoherencias, como consecuencia del escaso respaldo que encontró en el conjunto de la población española. Y ello no sólo fue fruto de un presunto fanatismo religioso y tradicionalista de las masas españolas, sino de la ineficacia en su acción de gobierno de los liberales españoles.

En primer lugar, el régimen liberal español, bajo la hegemonía moderada o progresista, se mostró muy poco eficaz a la hora de llevar a cabo lo que el gran historiador George L. Mosse ha denominado «nacionalización de las masas»{29}. Un proceso que en España fue mucho más débil, no ya que en Francia o Alemania, sino que en Italia. Y es que, en el fondo, el problema de España fue un problema de Estado, de ausencia de un aparato estatal fuerte, capaz de penetrar en todos los rincones del país y de desarrollar políticas económicas y culturales adecuadas para crear adhesiones y deslegitimar los movimientos secesionistas o contrarios al ideal nacional{30}. El tan criticado centralismo español fue, como ha señalado Juan Pablo Fusi, más «legal» que «real»{31}. El Ejército nunca consiguió ser un foco de nacionalización de la población, dada la fragilidad de su estructura, la permanencia más o menos estable de conflictos y guerras intestinas que contribuyeron a la división, la organización de alternativas para el mantenimiento del orden público, como fueron las milicias nacionales, o la posibilidad ofrecida a las clases altas de sustituir la prestación obligatoria del servicio de armas. La esencial función nacionalizadora de la escuela estuvo igualmente disminuida por la dificultad de establecer regulaciones y planes duraderos. De hecho, hasta la Ley Moyano de 1857 no se fijaron criterios firmes sobre la organización del servicio. Y aún entonces se hizo recaer la responsabilidad principal de organizarla y financiarla en los ayuntamientos. Esta realidad, que duró hasta comienzos del siglo XX, produjo desastrosas consecuencias sobre la educación, que funcionó en una situación de penuria extrema, de falta de dotación e insuficiencia de formación del personal responsable del servicio{32}.

Además, la Iglesia católica mantuvo, frente al débil Estado liberal, la continuidad de su enorme influencia en materia educativa. La Administración fue incapaz de llevar a cabo una política lingüística que convirtiera al castellano en la lengua común de todos los españoles. A la altura de 1899, el joven Ramiro de Maeztu se dolía de que el Estado español no hubiese logrado convertirse en «la máquina que fundiera los distintos idiomas e ideales nacionales»{33}. A ello se unió la incapacidad del Estado liberal para establecer una simbología nacional: banderas, himnos y festividades que simbolizaran las glorias de los antepasados y el orgullo de los ciudadanos a la hora de sentirse miembros de una patria común. Hasta 1908, no se estableció la implantación obligatoria de la bandera nacional en todos los edificios públicos; y hasta 1927 no se ordenó que la enarbolaran también en todos los buques mercantes. El himno nacional, la llamada Marcha Real, tampoco se declaró oficial hasta esa misma fecha de 1908; pero careció, salvo durante el régimen de Franco, de letra; y en eso estamos todavía. El obelisco de homenaje a los héroes del 2 de mayo no se elevó hasta 1848. Tampoco fue construido ningún panteón nacional al estilo de la Abadía de Westminster en Londres o del cementerio del Pére Lachaise en París. Lo que más se aproximó a ello fue el fallido Panteón de los Hombres Ilustres en la basílica de Atocha, que se construyó entre 1891 y 1901. Fue significativo que el proyecto no se concluyera por falta de recursos económicos{34}.

Por otra parte, como señala Adrian Shubert, las elites políticas liberales fueron especialmente torpes a la hora de alimentar los signos de un nacionalismo profano, que agrupara bajo su égida al conjunto de la población. En su lugar, fomentaron, en parte por cálculo y en parte por convicción, la representación simbólica de la identidad religiosa española. Para conmemorar el centenario de la Guerra de la Guerra de la Independencia, el rey Alfonso XIII otorgó a la Virgen del Pilar de Zaragoza los honores del rango de capitán general. En 1917, se decretó que el 12 de octubre, fecha del descubrimiento de América, fuera fiesta nacional, pero la fecha estaba asociada a un aparición de la Virgen y la fiesta se conoció de forma generalizada como el «Día del Pilar y de la Raza». Finalmente, en 1919, Alfonso XIII consagró el país al culto al Sagrado Corazón de Jesús{35}.

Menos aún resultó ser el régimen liberal español un modelo de representatividad política. No fue sólo el carácter censitario del sufragio, común a muchos países europeos. Fue, sobre todo en el período de la Restauración, la artificiosidad del bipartidismo liberal/conservador, y, naturalmente, el fenómeno del caciquismo, que resultó, a la larga decisivo, pese a que en 1890 se restaurara el sufragio universal masculino, a instancias de los liberales sagastinos. Sin embargo, aquella ampliación del sufragio era, para el gobierno, un mero sufragio función y no el reconocimiento de un derecho político que implicara la soberanía popular. Y es que el caciquismo no puede ser considerado únicamente como una corrupción pasajera del régimen de la Restauración, ni como un mero producto del apoliticismo de las masas españolas. Ciertamente, el caciquismo no puede comprenderse sin un análisis global de la realidad social española; forma parte del entramado de una nación como España en que la burocratización de tipo patrimonial caracteriza al dominio de la sociedad por el Estado: la desarticulación y pasividad de las masas, la centralización gubernamental, la distribución regional de los centros de decisión, el localismo y el abismo entre el régimen legal y el ejercicio cotidiano del poder. Pero el permanente recurso a las prácticas caciquiles formó parte asimismo de una acción deliberada por parte de las elites del sistema con el objetivo de restringir la participación política y defender el régimen{36}. Esta hiriente realidad no fue solamente denunciada por los regeneracionistas, como Joaquín Costa, ni por los noventayochistas, los católico-sociales o los republicanos; fue reconocida incluso por los líderes políticos más lúcidos del régimen de la Restauración, como Antonio Maura, quien, a la altura de 1903, hacía un balance tan realista como patético de la situación política española, tras el Desastre de 1898: «Las Cortes, que son uno de los más principales órganos del Poder y como una irradiación del Gobierno, mueren sin duelo y nacen sin alegría. ¿Por qué?. En primer lugar, porque la inmensa mayoría del pueblo español está vuelta de espaldas, no interviene para la nada en la vida política»{37}.

Para agravar más aún la situación, el liberalismo español no se mostró excesivamente eficaz en su gestión económica y mucho menos en la promoción de la justicia social. No fue en modo alguno un liberalismo idealista, sino ecléctico, crudamente realista y pragmático. Así lo denuncia Joaquín Varela: «Un liberalismo que vertebró un Estado constitucional para un sector muy minoritario de la población (la de los varones contribuyentes), excluyendo al resto, y que impulsó una desamortización con un espíritu poco generoso, enriqueciendo a los ricos y empobreciendo a los pobres, lo que a la postre se volvió contra el propio liberalismo, al restarle apoyo popular». No debería olvidarse, al respecto, que fue el liberal moderado Calderón Collantes, quien pronunció en las Cortes de 1844 la célebre frase: «La pobreza, señores, es signo de estupidez»{38}.

En concreto, la desamortización de los bienes eclesiásticos llevada a cabo por los liberales progresistas y luego consolidada por los moderados, tuvo como consecuencia, tal y como sintetiza Alejandro Nieto, «la formación de un latifundismo abstencionista, que había de marcar definitivamente la estructura agraria prácticamente de toda España»; y que, además, «rompió el equilibrio ecológico y contribuyó en gran medida a la desforestación e incluso a la desertización de la Península»{39}.

Tanto en la España isabelina como en la Restauración, las fronteras clasistas estuvieron siempre muy claras. Por encima de credos o partidos, yacía una visión de la sociedad en que las diferencias entre los de «arriba» y los de «abajo» se daban por inevitables; es más: se consideraban naturales y, en consecuencia, no debían ser modificadas, so pena de graves peligros para unos y para otros. Varias veces invocada la reforma agraria se mostró imposible a lo largo de todo el período liberal. Por otra parte, la persistencia del caciquismo tuvo como consecuencias muy importantes a nivel social y económico. Así reclutado, el Parlamento era una institución incapaz de servir de plataforma institucional que asegurara la coherencia económica del Estado. Íntimamente ligado a estas insuficiencias, se encontraba el carácter frágil y, en consecuencia, corrupto de una administración que se disolvía en una intrincada selva de intereses privados y clientelas personales. La debilidad político-administrativa del Estado liberal, tanto en la etapa isabelina como en la Restauración, se traducía en la imposibilidad de racionalización burocrática y fiscal. La composición oligárquica del Parlamento y las peculiaridades del sistema organizativo de contribución directa –que permitía a los grandes terratenientes influir en el reparto de la carga tributaria correspondiente a cada provincia y a cada municipio– influyeron decisivamente en una tributación brutalmente desigual de la imposición tributaria, centrada fundamentalmente en los que menos tenían{40}. A consecuencia de ello el sistema liberal mostró, sobre todo durante la Restauración, cuando surgió con toda virulencia el tema de la «cuestión social», unas flagrantes limitaciones en el fomento del bienestar social de las clases trabajadoras, y en especial de los trabajadores del campo en la España meridional. Ciertamente, la presión del movimiento obrero y la acción de un amplio movimiento de reforma social, en el que se englobaban tendencias socialistas, católicas y krausistas, contribuyeron a la aprobación de una importante legislación social a partir de comienzos del siglo XX, y sobre todo durante la Dictadura de Primo de Rivera. Pero no es menos cierto que esta legislación apenas afectó al sector primario y también que dejó de aplicarse en muchas ocasiones, porque la política social no se tradujo en dotaciones presupuestarias de envergadura; lo que hace dudar de su efectividad real. El Estado no dispuso nunca de recursos para atenderlos, debido a que «el camino de la reforma fiscal estaba vedado por el sistema político y social de la Restauración»{41}.

Así pues, el régimen liberal se caracterizó, en resumen, por la ausencia de representación política efectiva y de integración simbólica, por la ineficacia social y económica. Todo lo cual explica que el liberalismo careciese de legitimidad ante gran parte de la población. Lo más visible de dicho régimen, y en definitiva del propio Estado, para la mayoría, era su aparato coercitivo, comisionado de forma casi exclusiva para la defensa del orden público y de la propiedad. Lo que explica, al menos en parte, el carácter revolucionario e insurreccional del movimiento obrero; la pervivencia del carlismo; la aparición de los nacionalismos periféricos catalán y vasco; o la irrupción del anarquismo como fuerza social y política. No es extraño tampoco que algunas reivindicaciones de los sectores liberales radicales, como se vería luego en la II República, tuvieran indudables contenidos revolucionarios.

En ese sentido, la crisis de entreguerras fue vivida en España como una superposición de crisis sociales e identitarias. A la crisis de identidad nacional provocada por el Desastre de 1898, se sumó la crisis social y política que tuvo como fecha emblemática 1917, con la huelga general de agosto y la Asamblea de Parlamentarios, que finalmente, junto a los ecos de la revolución rusa y las consecuencias sociales, económicas y políticas de la Gran Guerra, darán al traste con el sistema de la Restauración. La Dictadura de Primo de Rivera fue un intento de encauzar la crisis, a través del corporativismo, el dirigismo económico, política de obras públicas y el nacionalismo conservador; pero fue incapaz de consolidarse como régimen político y no pudo, en consecuencia, llevar a cabo su proyecto político{42}. Así, pues, la Monarquía constitucional dejó una herencia muy negativa a la II República: una nación desunida y mal articulada, desigualdades sociales explosivas, analfabetismo, etc, &c. Lo que hizo que el nuevo régimen fuese, en la práctica, una «democracia sin demócratas»{43}. Ni la izquierda liberal, que gobernó a la «jacobina», ni los socialistas, que apostaron claramente por la revolución, ni las derechas, que eran tradicionalistas y antiliberales, tuvieron como horizonte la democracia liberal. El progresivo enfrentamiento, en el que se mezclaron motivaciones económicas y sociales, religiosas y políticas, culminó en el estallido bélico del 18 de julio de 1936. En la zona dominada por las izquierdas tuvo lugar una auténtica revolución social, en la que los anarquistas primero y luego los comunistas tuvieron un papel de primer orden. Un fenómeno inédito en la Europa occidental.

3. La «otra cara» del franquismo

En ese sentido, y a diferencia de lo sustentado por Francisco Ayala –mal sociólogo–, el régimen de Franco no fue ni mucho menos «una anomalía casi increíble»{44}. Muy al contrario, estuvo muy enraízado en la historia española y europea. Como ha señalado el historiador alemán Ernst Nolte, la guerra civil española y el régimen nacido de ella fueron producto de la «guerra civil europea»,que arranca del triunfo de la revolución bolchevique en Rusia, y que provoca, a su vez, el ascenso de los fascismos y de los sistemas políticos autoritarios. A juicio de Nolte, la España de entreguerras tenía, sin embargo, unas especiales circunstancias; era un país donde la democracia occidental carecía de «fuertes raíces» y donde, por lo tanto, europeístas y tradicionalistas, liberales y revolucionarios se enfrentaban «casi en igualdad de condiciones». El historiador alemán no interpreta el régimen nacido de la guerra civil como una variante del fascismo, dada la pluralidad de fuerzas políticas que coexistieron en su seno, lo que impidió que cuajara la síntesis fascista. En ese sentido, Franco no sería un émulo de Hitler o Mussolini, sino del general ruso Kornilov. Por ello, considera que la acción de su régimen no puede compararse, pese a las duras medidas represivas que siguieron a su triunfo, con el «terror rojo» de los bolcheviques rusos o las matanzas del III Reich; y señala: «De acuerdo con todos los criterios humanos el «camino español» hubiera sido mejor para todas esas zonas de Europa todavía (relativamente) «deseuropeizadas»{45}.

El esquema interpretativo de Nolte me parece fundamentalmente exacto, salvo en la caracterización de Franco como el Kornilov español. Su figura me parece más afín a la del «dictador tutelar» que propugnaron los regeneracionistas finiseculares, como Macías Picavea, Lucas Mallada o Joaquín Costa.

El régimen nacido de la guerra civil no fue ni liberal ni democrático; es más: no podía serlo, dada la experiencia revolucionaria de la II República. Y no deja de ser significativo que los representantes más preclaros del liberalismo español de la época abominaran, aún antes de la guerra civil, de la democracia. Salvador de Madariaga publicó, en 1935, su obra Anarquía o jerarquía, donde propugnaba un régimen autoritario y corporativo{46}. Otro liberal, José Ortega y Gasset, exiliado durante la contienda ante la amenaza de los revolucionarios, apostó por el bando nacional y por una articulación de Europa en dos formas distintas de vida política: «la forma de un nuevo liberalismo y la forma que, con un nombre impropio, se suele llamar «totalitaria». Y sentenciaba: «Los pueblos menores adoptarán figuras de transición e intermedias. Una vez más resultará patente que toda forma de vida ha de menester su antagonista. El «totalitarismo» salvará al liberalismo, destiñendo sobre él, depurándolo, y gracias a ello veremos pronto un nuevo liberalismo templar los regímenes autoritarios»{47}. A su regreso a España en 1946, el filósofo calificó la legitimidad democrática de «deficiente y feble»; interpretó la existencia de los regímenes autoritarios como «manifestación ineludible del estado de guerra civil en que casi todos los países se hayan hoy»; y denunció «la vulgar idolatría de la Revolución francesa»{48}. Gregorio Marañón apoyó igualmente a Franco durante la guerra civil, denunciando el maridaje entre las autoridades republicanas y el comunismo{49}. Durante el franquismo, se autodefinió como «jovellanista», es decir, partidario del despotismo ilustrado, que suponía «el reconocimiento de la legitimidad de la libertad y de la necesidad del progreso, pero administrado desde el poder». «Tenía el Despotismo Ilustrado –continuará Marañón– sus inconvenientes y sus peligros. Pero para los pueblos incapaces de usar de la libertad y de la cultura no se ha inventado nada mejor»{50}.

En el marco del régimen autoritario, las elites franquistas intentaron llevar a cabo algunas de las tareas inconclusas del liberalismo. En primer lugar, la «nacionalización de las masas». Su concepción nacional no admitió hechos diferenciales, ni pluralidades lingüísticas en píe de igualdad ni descentralización de los poderes del Estado, ni concesiones de autogobierno. A partir de los moldes del nacionalismo conservador católico y del falangismo, el nuevo régimen socializó a la población mediante ceremonias religiosas, homenajes a los muertos del bando vencedor, monumentos, lápidas, discursos, himnos, banderas, servicio militar obligatorio, películas patrióticas, construcción de «lugares de la memoria» como el Valle de los Caídos, &c. Durante aquel período la «nacionalización de las masas» alcanzó cotas nunca conocidas en nuestra historia anterior. Lo que, naturalmente, chocó con la oposición de los nacionalismos periféricos catalán y vasco, que contaron con el apoyo intelectual y político del conjunto de la izquierda española, que contemplaba esa alianza como una vía para la desestabilización del régimen. Luego, se vería que esa izquierda socialista y comunista era incapaz de proporcionar una alternativa nacionalizadora. Países como Portugal, Francia o Italia pasaron por experiencias análogas, pero sus izquierdas no renunciaron a una idea nacional alternativa. Hoy, se considera negativa esta experiencia del régimen de Franco. No obstante, como señala Javier Moreno Luzón, «los efectos de la nacionalización franquista aún se desconocen, aunque prevalece la tentación de asegurar que fracasó...al promover reacciones en contra»{51}.

En segundo lugar, el desarrollo económico. Como consecuencia de la situación posterior a la guerra civil y el estallido de la conflagración europea, pero también por motivos claramente ideológicos, el régimen reforzó, en un principio, las tendencias autárquicas del capitalismo español; lo que provocó una etapa de estancamiento económico. No obstante, a partir de los años cincuenta, se inició un proceso de liberalización económica que culminaría en el Plan de Estabilización de 1959, y que abriría el paso al período de mayor crecimiento y desarrollo económico de la historia contemporánea de España. Entre 1961-1964, el PIB creció a un ritmo del 8´7 % anual, proporción solo superada por Japón; en 1973, la renta per cápita española superó a la de Irlanda, Grecia, Portugal y los países socialistas; en 1975, la distribución de la renta entre la población se equiparó a la del resto de Europa{52}.

Sin embargo, como ha señalado Jerónimo Molina, «la originalidad y el mérito político de Franco fue edificar en España un Estado, forma política que nunca arraigó en el solar de nuestra Monarquía histórica»{53}. A lo largo de la vida del régimen franquista, el Estado, como ha señalado Santos Juliá, se consolidó y tuvo un papel central en la industrialización y, como consecuencia de ello, de su posterior racionalización burocrática. Sólo con la consolidación del franquismo, el centralismo legal se correspondió con un centralismo real, económico a la par de político. El nuevo régimen fue nacional en el sentido más mediato del término: centraliza recursos suficientes para erigirse no sólo en depositario único de la violencia legal, sino para convertirse en agente de la industrialización del país. Mantener el orden público y sustituir importaciones fueron las dos primeras tareas que dieron a ese Estado unas dimensiones desconocidas al centralizar en él competencias nunca antes asumidas y al conferirse una determinada estructura capaz de garantizar el cumplimiento de esas funciones en todo el territorio bajo su control{54}.

El abandono de la política autárquica, exigido por el propio crecimiento económico, no significó, a partir de 1957 y la llegada de los llamados «tecnócratas» al poder, el desmantelamiento de ese Estado, sino la condición de su necesaria racionalización burocrático-administrativa. La reforma de la función pública, emprendida simultáneamente con la nueva política de liberalización económica, dotó al Estado español del primer aparato administrativo capaz de actuar con cierta autonomía y seguridad respecto a los aparatos de decisión políticos. Las fuerzas de seguridad, el Instituto Nacional de Industria, la Administración Pública, la Seguridad Social, la Sanidad, el sistema educativo fueron pruebas evidentes del crecimiento experimentado por el Estado en todos los ámbitos de la sociedad{55}.

Bajo el mandato de Franco, España pasó, pues, de ser un país económicamente atrasado a convertirse en una de las potencias industriales del planeta. El régimen creó, además, las clases medias por las que tanto habían clamado los regeneracionistas finiseculares. Cumplió, así, su misión histórica; y eso, mal que le pese a la señora Aguirre y a otros muchos, hay que reconocérselo per saeculam saeculorum.

También es preciso tener que cuenta que el régimen, a partir de los años sesenta, con la aprobación de la Ley Orgánica del Estado y las reformas protagonizadas por Manuel Fraga en el campo de la política de información, no era el mismo que en sus inicios; había experimentado una progresiva e indudable liberalización. A diferencia de los regímenes comunistas o de «socialismo real», el franquismo no destruyó la sociedad civil. A partir de las reformas económicas y políticas, fue emergiendo una sociedad compleja, rica en matices, plural. No pocos observadores extranjeros se dieron cuenta de las profundas diferencias entre un régimen autoritario, como era el español, y el totalitarismo comunista. Así lo expresó un liberal tan insobornable como Raymond Aron: «En la España franquista, los estudiantes y los intelectuales no fingían ser franquistas a la manera de los intelectuales y estudiantes de Europa del Este deben manifestar su adhesión al marxismo-leninismo. Los estudiantes de Madrid no disimulaban, en modo alguno, sus opiniones más o menos marxistas; las obras de Marx y de sus discípulos se vendían en todas las librerías (...) Los obreros y los estudiantes experimentaban la ausencia de libertad sindical o intelectual como la privación de un derecho natural, como una humillación nacional»{56}. No muy lejos de aquella perspectiva, se encontraba el eminente filósofo polaco Leszek Kolakowski, antiguo marxista expulsado de la Polonia comunista por sus críticas al régimen stalinista; y luego convertido en uno de los grandes críticos del marxismo{57}. Significativa fue, en ese sentido, su polémica con el historiador marxista británico Edward Palmer Thompson, un socialista ortodoxo y algo utópico que, a la altura de 1974, se vanagloriaba de no haber visitado nunca la España de Franco. El filósofo polaco no dudó, por el contrario, en confesar que había veraneado en España en dos ocasiones; y en señalar lo que, en aquellos momentos, sonaba a herejía en ciertos sectores políticos e intelectuales, que el régimen de Franco ofrecía «a sus ciudadanos más libertad que cualquier país socialista»: «Los españoles tienen las fronteras abiertas (no importa por qué motivo, que en este caso son los treinta millones de turistas que cada año visitan el país), y ningún régimen totalitario puede funcionar con las fronteras abiertas. Los españoles no tienen censura preventiva, allí la censura interviene después de la publicación del libro (se publicó un libro que a continuación fue confiscado, pero entretanto se habían vendido mil ejemplares; ya nos gustaría tener en Polonia tales limitaciones), en las librerías españolas pueden comprarse las obras de Marx , Trotsky, Freud, Marcuse, &c. Igual que nosotros, los españoles no tienen elecciones ni partidos políticos legales pero, a diferencia de nosotros, disfrutan de muchas organizaciones independientes del Estado y del partido gobernante. Y viven en un país soberano»{58}. Otra víctima emblemática del «socialismo real», el escritor ruso Alexander Solzhenitsyn, autor de Archipiélago Gulag, se admiró, al ser entrevistado por el presentador de televisión José María Iñigo en el programa Directísimo, de las libertades disfrutadas por los españoles en comparación con la cotidianiedad totalitaria de la URSS. Como Kolakowski, el escritor ruso señalaba que, a diferencia de cualquier lo que ocurría en su patria, los españoles no estaban vinculados a un lugar determinado, que podían salir libremente de su país, que en los kioskos de Madrid se vendían los principales periódicos europeos y americanos, que funcionaban libremente las fotocopiadoras, etc, &c. Y concluía: «¡Si nosotros tuviéramos las libertades que tienen ustedes, nos quedaríamos boquiabiertos, exclamaríamos que es algo nunca visto!»{59}. Lo pagó caro Solzhenitsyn, al tener que sufrir las críticas, descalificaciones y chanzas del grueso de la intelectualidad progresista española. No sería la última vez.

Las opiniones de Solzhenitsyn serían corroboradas años después por el testimonio del orteguiano Julián Marías, uno de los intelectuales, por cierto, más admirados por la señora Aguirre{60}. Decía Marías: «La carencia de libertad política, por lamentable que fuera, no había sofocado una amplia dosis de libertad social y, sobre todo, personal. Compárese la situación española con la de los países sometidos al comunismo en Europa central y oriental, que todavía hoy tienen grandes dificultades para organizarse a sí mismos y recobrar una normalidad perdida durante tanto tiempo»{61}.

Conclusión

En la concepción de la historia contemporánea defendida por lo que hemos denominado «no-izquierda» destaca el oportunismo político y el dogmatismo político y metódico. Todo lo cual me parece una tremenda equivocación. La reforma intelectual y moral que juzgo necesaria para España debería consistir, entre otras cosas, en la asunción de todo el pasado español con orgullo crítico y optimismo creador. Que yo haya sometido a crítica la trayectoria histórica de nuestro liberalismo no significa que lo descalifique in toto; tan sólo he destacado algunas de sus deficiencias que hace inteligible, al menos en parte, nuestra situación actual. A lo largo del siglo XIX, el liberalismo era nuestro destino; lo malo fueron sus insuficiencias y los bloqueos a que se vió sometido. Sin la tradición liberal, lo mismo que sin el catolicismo, el tradicionalismo o el conservadurismo autoritario, resulta ininteligible no sólo nuestra trayectoria histórica contemporánea en general, sino la de nuestras derechas en particular. A ese respecto, el camino a seguir fue señalado hace muchos años, para Francia, por el gran escritor y amigo de España, Maurice Barrès: «¿Por qué hundirnos en las vías hipotéticas por donde Francia hubiera debido pasar?. Vemos mayor provecho en confundirnos con todas las horas de la Historia de Francia, a vivir con todos sus muertos, no colocarnos fuera de ninguna de sus experiencias. Entre todas estas evoluciones, que parecen contradecirse, de nuestro país tras un siglo, aquella angustia moral si es preciso que nuestra preferencia propia decida. Después de todo, la Francia consular, la Francia monárquica, la Francia de 1830, la Francia de 1848, la Francia del Imperio autoritario, la Francia del Imperio liberal, todas estas Francias, en fin que, con una prodigiosa movilidad, van en excesos contradictorios, proceden del mismo fondo y tienden al mismo fin, son el desarrollo del mismo género y sobre un mismo árbol, dan los frutos de diversas casas»{62}. Todo un programa.

Notas

{1} «Discurso íntegro de Esperanza Aguirre en el Foro de ABC», Calle 1440, 8 de abril de 2008.

{2} «Perder elecciones. La indefensión mental de la derecha española», en Razón Española nº 126, julio-agosto de 2004, págs. 32-48. Véase también «La decadencia cultural de la derecha española. Revisionismo y memoria histórica», en El Catoblepas, nº 61, marzo de 2007, págs. 15 ss.

{3} El Imparcial, 14 de marzo de 2008.

{4} Marcel Gauchet, La condición histórica, Madrid 2007, pág. 188.

{5} Marco Veneziani, Contro i barbari, Milano 2006, pág. 131.

{6} Véase Virginia Drake, Esperanza Aguirre. La Presidenta, Madrid 2007, pág. 28.

{7} John Gray, Postrimerías e inicios. Ideas para un cambio de época, Toledo 1997, págs. 1-2 ss.

{8} «Hayek: la ley de la jungla», en Hespérides nº 3, invierno de 1994, págs. 78-79.

{9} Mario Vargas Llosa, «Discurso de presentación oficial de UpyD», en Política razonable, Madrid 2008, págs. 32-33.

{10} El Imparcial, 14 de marzo de 2008.

{11} Pierre Vidal-Naquet, La Historia es mi lucha, Valencia 2008, págs. 96-97 ss.

{12} Enzo Traverso, El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria y política, Madrid 2007, págs. 100-101.

{13} Sobre las ideas y la obra del historiador italiano, véase Emilio Gentile, Renzo de Felice. Lo storico e il personaggio, Roma-Bari 2003.

{14} Véase Franco Focardi (ed.), La guerra de la memoria. La Resistenza nel debattito político italiano dal 45 a oggi, Roma-Bari 2005, págs. 333 ss.

{15} Eric J. Hobsbawm, La invención de la tradición, Barcelona 2003.

{16} José María Aznar, Libertad y solidaridad, Barcelona 1991, pág. 15 y 37. La España en que yo creo. Discursos políticos (1990-1995), Madrid 1995, pág. 226.

{17} Pilar del Castillo, «Conversaciones con José María Aznar», en Nueva Revista de Política, Cultura y Arte nº 41, octubre-noviembre de 1995, págs. 15-16.

{18} Aznar, Libertad y solidaridad, pág. 159. La España..., pág. 158.

{19} Pilar del Castillo, op. cit., pág. 14.

{20} Jorge Semprún, Federico Sánchez se despide de ustedes, Barcelona 1996, pág. 233.

{21} ABC, 3 de mayo de 2008.

{22} José Manuel Cuenca Toribio, La Guerra de la Independencia: un conflicto decisivo (1808-1814), Madrid 2008, pág. 401. Véase también Emilio de Diego, España, el infierno de Napoleón, Madrid 2008.

{23} José Alvárez Junco, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid 2001, págs. 123 ss.

{24} Citado en Richard Nürnberger, «La época de la Revolución francesa y de Napoleón», en Golo Mann y Alfred Heuss (dir.), Historia Universal. El siglo XIX, Madrid 1985, pág. 153 ss.

{25} Gaspar Melchor de Jovellanos, «Memoria en defensa de la Junta Central», en Obras. Tomo 46, Madrid 1956, págs. 596 ss.

{26} Juan Pablo Fusi, España. La evolución de la identidad nacional, Madrid 2000, pág. 159.

{27} Alejandro Nieto, Los primeros pasos del Estado constitucional, Barcelona 1996, págs. 66-67.

{28} Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, Política y Constitución en España (1808-1978), Madrid 2007, págs. 64-65.

{29} Véase George L. Mosse, La nacionalización de las masas. Simbolismo político y movimientos de masas en Alemania desde las guerras napoleónicas al Tercer Reich, Madrid 2005. Sobre Mosse, Emilio Gentile, Il fascino del persecutore. George L. Mosse e la catastrofe dell´uomo moderno, Roma 2007.

{30} Dalmacio Negro Pavón, Sobre el Estado en España, Madrid 2007.

{31} Juan Pablo Fusi, España..., pág. 165 ss.

{32} Adrian Shubert, Historia social de España (1800-1990), Madrid 1991, págs. 245 ss.

{33} «La nación contra el Estado», en Revista Nueva, 25 de agosto de 1899.

{34} Alvárez Junco, op. cit., págs. 554 ss. Fusi, op. cit., pág. 173 ss.

{35} Shubert, op. cit., 298 ss.

{36} José Varela Ortega, Los amigos políticos, Madrid 1977.

{37} Antonio Maura, Treinta y cinco años de vida pública. Madrid 1953, págs. 290-291.

{38} Varela Suanzes-Carpegna, op. cit., págs. 483-484 y 469-470.

{39} Nieto, op. cit., págs. 498-499.

{40} Véase Francisco Comín, Hacienda y Economía en la España contemporánea (1800-1936), volumen II, Madrid 1989, págs. 503 ss.

{41} Ibidem, págs. 697 ss.

{42} Véase José Luis Gómez Navarro, El régimen de Primo de Rivera, Madrid 1991.

{43} Gabriele Ranzato, El eclipse de la democracia. La guerra civil y sus orígenes (1931-1939), Madrid 2006, pág. XI.

{44} Francisco Ayala, España a la fecha, Buenos Aires 1965, pág. 33.

{45} Ernst Nolte, Después del comunismo. Aportaciones a la interpretación de la historia del siglo XX, Barcelona 1995, págs. 11-13.

{46} Salvador de Madariaga, Anarquía o jerarquía, Madrid 1935.

{47} José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Madrid 1981, págs. 237-238.

{48} José Ortega y Gasset, Una interpretación de la Historia Universal, Madrid 1980, págs. 131 ss. Europa y la idea de Nación, Madrid 1985, pág. 34, 45, 102, 109.

{49} Gregorio Marañón, Liberalismo y comunismo, Buenos Aires 1938.

{50} Gregorio Marañón, Prólogo a Los afrancesados de Miguel Artola (1953), Madrid 1976, pág. 16.

{51} Javier Moreno Luzón, «El fin de la melancolía», en Nacionalismo español y proceso de nacionalización, Madrid 2008, pág. 23.

{52} Albert Broder, Historia económica de la España contemporánea, Madrid/Barcelona 2000, págs. 191-198.

{53} «La derecha española o el Estado», en Razón Española nº 145, septiembre-octubre de 2007, pág. 197. Negro Pavón, op. cit., págs. 113 ss.

{54} Santos Juliá Díaz, Historia económica y social moderna y contemporánea de España, Madrid 1988, págs. 244 ss. Shubert, op. cit., págs. 360-361.

{55} Miguel Beltrán, «La Administración», en Historia de España. La época de Franco (1939-1975), tomo I, Madrid 1996, págs. 593-637. L. F. Crespo Montes, Las reformas de la Administración española, Madrid 2000.

{56} Raymond Aron, En defensa de la libertad y de la Europa liberal, Madrid 1977, págs. 366-367.

{57} Véase Leszek Kolakowski, Las principales corrientes del marxismo, tres tomos, Madrid 1979-1982.

{58} Leszek Kolakowski, Por qué tengo razón en todo, Madrid 2007, págs. 319-320.

{59} Alexander Solzhenitsyn, Alerta a Occidente, Barcelona 1978, págs. 385-386.

{60} Véase Esperanza Aguirre, Prólogo a La huella de Julián Marías: un pensador para la libertad. Homenaje a Julián Marías, Madrid 2006, págs. 11-13.

{61} Julián Marías, España ante la Historia y ante sí misma, Madrid 1996, pág. 136.

{62} Maurice Barrès, Scènes et doctrines du nationalisme (1902), París 1994, págs. 63-64.

 

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