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El Catoblepas, número 76, junio 2008
  El Catoblepasnúmero 76 • junio 2008 • página 16
Libros

Un libro sobre Adolfo Suárez

Pedro Carlos González Cuevas

A propósito de Federico Quevedo, Pasión por la libertad. El pensamiento político de Adolfo Suárez, prólogo de Adolfo Suárez Illana, Altera, Madrid 2007

La vía segura a la democracia, El centro es la Democracia, cartel de UCD Unión de Centro Democrático, Adolfo Suárez, para las elecciones de 15 de junio de 1977
La vía segura a la democracia, El centro es la Democracia, cartel de UCD Unión de Centro Democrático, Adolfo Suárez, para las elecciones de 15 de junio de 1977

Federico Quevedo, nacido en 1961, es un periodista que se ha dedicado a temas de política y economía, y que, además, ha sido director de comunicación de Economía y Hacienda de la Generalidad Valenciana y de la Confederación Española de Cajas de Ahorro. En esta obra, pretende desentrañar el pensamiento político de Adolfo Suárez González. Y es que, a su juicio, detrás del Suárez político, existía un «teórico que fue capaz de llevar a la práctica un ideal de liberalismo que entronca con los principios esenciales del liberalismo clásico, al tiempo que se adapta a las circunstancias actuales de un mundo cambiante y obsesionado por la modernidad». El autor cree que el pensamiento de Suárez tiene «una perfecta imbricación entre los principales discursos teórico de clásicos del liberalismo como Tocqueville, Hume, Locke, John Stuart Mill, Adam Smith, James Madison, Hobbes..., pero también con los modernos pensadores del constitucionalismo liberal y defensores de la libertad como Hayek, Raymond Aron, Sartori, Isaiah Berlin, John Rawls, Robert Dahl... Popper...», e incluso Ortega y Gasset, que, para Quevedo, fue el fundador del llamado Centro Constitucional y teórico del centrismo. Según el autor, Suárez, a pesar de haber participado en las estructuras políticas del régimen de Franco, tenía «desde el primer momento el objetivo clara de qué tipo de democracia quería para España». Incluso afirma que, en un discurso ante Franco, con motivo de la presentación de la asociación política Unión del Pueblo Español, el abulense defendió la democracia liberal. La Transición se hizo «desde arriba», es decir, «a partir de elementos surgidos de la estructura del anterior régimen»; y no fue «una transición transaccional, es decir, impulsada desde arriba y presionada desde abajo, porque admitir eso sería que sin la presión de la oposición al franquismo Suárez no habría llevado a cabo el mismo modelo de transición»; lo que, según el autor, «no es cierto». La transición supuso «una victoria de los demócratas y, por lo tanto, la derrota de quienes defendían la continuidad del Régimen o de quienes hubieran querido volver al modelo de democracia revolucionaria como la de 1931». Su modelo de democracia era «una democracia de ciudadanos, no una democracia de partidos, pero en la que éstos representan en el Parlamento la Soberanía nacional del pueblo español». No se trataba de una «democracia conflicto», como la de la II República, sino una «democracia disenso», que hizo posible la convivencia en libertad, ya que se basaba en el «consenso» sobre las cuestiones fundamentales. Lo que se reflejó en lo que el autor denomina «la Constitución de la Concordia», la «Constitución de todos», si bien con «importantes concesiones a la izquierda». La Constitución de 1978 supone, según él, la superación de «la idea contradictoria de las Españas a favor de un proyecto común de convivencia, la España que pudo ser y que hoy es». Y es que, según el autor, la Monarquía parlamentaria permitió «romper con la rancia polémica sobre la forma de gobierno»; el Estado aconfesional superó «la tensión de la cuestión religiosa garantizando la libertad de conciencia, pero respetando la singularidad del hecho religioso español»; la «permeabilización» de las Fuerzas Armadas con la sociedad ha permitido que el pueblo deje de verlas con temor y sí como la última razón de defensa de nuestra soberanía; el modelo económico basado en el libre mercado ha permitido «un desarrollo económico sin precedentes gracias a la extensión de la cultura del esfuerzo, el mérito y el trabajo»; y con el Estado de las Autonomías «se superó una historia de enfrentamientos e incomprensiones territoriales», «sin que ello implicara un agravio comparativo o prebendas insolidarias, ni pusiera en riesgo la identidad misma de la nación». Lo que no le impide al autor señalar, al mismo tiempo, que el proceso descentralizador «ha superado, e incluso desbordado en algún caso, las expectativas que podían tener a mayor parte de quienes hicieron posible la Transición», ya que «hubo que hacer ciertas concesiones a los particularismos». A su juicio, Suárez no se mostraba partidario ni del federalismo ni de una confederación de estados, sino de «un proceso de descentralización que al mismo tiempo favoreciera una mayor libertad y la satisfacción de ciertos particularismos»; un modelo de Estado que «comprendía en sí mismo los límites necesarios para evitar la desintegración, y lo único necesario para que las tensiones lógicas de los sentimentalismos nacionalistas no se excedieran era que en Madrid hubiera gobiernos lo suficientemente imbuidos de la idea nacional como para saber poner freno a la ambición nacionalista» y «la presencia de partidos nacionales, con un fuerte sentimiento del deber del Estado». A pesar de todo ello, Quevedo cree que «la Constitución de la Concordia» es «la única garantía jurídica que tenemos para poder sostener la idea de nación tal y como la hemos entendido estos últimos quinientos años»; unido ello, no a una reelaboración de un nacionalismo español, sino al consenso entre «los dos grandes partidos llamados a gobernar España», a partir de una nueva ley electoral y de poner límites constitucionales a la cesión de competencias a las comunidades autónomas.

En otro orden de cosas, Quevedo defiende la idea del «centro» político, que considera «una de las grandes aportaciones de Adolfo Suárez a la teoría política contemporánea», construida sobre el liberalismo y que se incardina en el «centro sociológico», «un espacio en el corpus electoral que responde a una fuerte idea reformista, una muy asumida defensa de la libertad individual, una apuesta decidida por el diálogo y el consenso políticos, una absoluta convicción democrática y el máximo respeto al Estado de Derecho». El autor considera, además, que la reivindicación del «centro» era «una necesidad de diferenciación con la herencia franquista», sobre todo ante el conservadurismo representado por Alianza Popular, al que se tacha de «involucionista». El «centro» de Suárez era, por contra, una «reinvención del centro progresista», «en la medida que, como ideología verdaderamente revolucionaria, el liberalismo es la única ideología que ha aportado y que aporta progreso a la sociedad y al ser humano». Lo que tuvo su concreción política en la Unión del Centro Democrático, «un partido interclasista», «convergencia de gentes de distinto origen y extracción social, pero que saben y pueden sentirse hermanadas y cooperar en la construcción de un mundo más solidario». Desde esta perspectiva, el autor se muestra muy crítico con la derecha y con la izquierda, a las que demoniza. A la primera, la denomina «tradicionalismo hereditario que representa los vestigios del franquismo, que ya puede decirse que se encuentra en absoluto retroceso, pero que en el tiempo que nos ocupa todavía tuvo una preeminencia notable, hasta el punto de provocar un intento de golpe de Estado el 23 de febrero de 1981". El socialismo, por su parte, se caracteriza, según el autor, por «una absoluta ausencia de ética y, por lo tanto, una utilización del poder y de los medios para lograrlo, aunque eso suponga buscar por todos los medios posibles la marginación de la alternativa, hasta situar a la oposición, si es posible, fuera del sistema». Socialismo equivale, para Quevedo, a «paternalismo», «intervencionismo», «sociedad cerrada», «populismo antisistema», «remake del modelo de sovietización de la sociedad que había fracasado con la caída del Muro de Berlín», «retroceso e inmovilización».

El autor se detiene igualmente en el tema del terrorismo como nuevo «ejemplo de totalitarismo», «un residuo del franquismo»; y sostiene que Suárez nunca fue partidario de concesiones a sus proyectos. Frente al terrorismo, el político abulense defendió «la concepción de un Estado fuerte, desde la configuración de un Estado de Derecho respetado y en el que el ejercicio de la libertad estuviera plenamente garantizado por las leyes». Con respecto a las ideas económicas de Suárez, Quevedo señala su oposición a la planificación. Su pensamiento estaría en «un punto intermedio, más cercano a las ideas de Popper y de Hayek» que a las de Milton Friedman; cercano a «la línea argumental de Smith». Suárez defendía «la sociedad del mérito», dirigida a asegurar «una auténtica igualdad de oportunidades, una igualdad de puntos de partida, aunque no, por supuesto, en los puntos de llegada». Y es que el igualitarismo equivale a totalitarismo, a «igualdad sin calidad».

* * *

Adolfo Suárez es, sin duda, uno de los personajes más discutidos de la reciente historia de España; y merece una biografía. Sin embargo, no ha tenido suerte con sus exégetas, ya sean abiertamente hostiles, como Gregorio Morán, o apologetas sin fisuras como José Ramón Saiz, Carlos Abella, José García Abad, &c., &c. Tampoco este estudio de Federico Quevedo pasará, a buen seguro, al acervo bibliográfico dedicado al político abulense. Y es que el intento de este autor resulta, desde su mismo planteamiento, no ya arbitrario, sino absurdo. Porque Adolfo Suárez no fue, ni pretendió ser un doctrinario político. El hombre de Cebreros se comportó, a lo largo de su vida pública, como un político en estado puro; y en ningún caso como un teórico de la política. Por eso de él sólo quedan discursos parlamentarios o de mitin electoral; y ninguna obra escrita que refleje las premisas de sus planteamientos ideológicos, si es que los tuvo. Suárez fue un político muy apegado al terreno, que varió su rumbo cuando lo consideró oportuno. Ante todo, se caracterizó por su pragmatismo. Perteneció a esa clase de políticos que encarnan la crisis de la personalidad moderna y profundizan y enrarecen la crisis de la política contemporánea. Y que representan una percepción tosca, empírica y elemental de las cosas. Suárez sustituyó el pensamiento sistemático por un conjunto de equívocos y de mistificaciones generalizadas. Redujo todo a la esfera de lo útil y del efecto inmediato. Fue esclavo del tiempo presente; y políticamente vivió al día. Por eso, Adolfo Suárez no puede ser estudiado desde una perspectiva tan abstracta como es la del pensamiento político. Su formación intelectual fue muy somera, como él mismo reconoció; y nunca hubiera podido ser un hombre de pensamiento. Fue asombrosamente miope ante los problemas suscitados por la política cultural y la hegemonía ideológica, que dejó en manos de la izquierda.

Quevedo nos presenta, además, a un Suárez de una pieza, sin contradicciones. Un hombre sin pasado; como alguien nacido en 1975; totalmente al margen del régimen de Franco. Una especie de Adán de la política. Lo que, como historiadores, nos obliga a hacer una serie de preguntas: ¿Cual fue el auténtico Suárez? ¿El falangista o el supuestamente liberal? ¿Hubo alguna evolución en su pensamiento? ¿Fue todo en el producto de la ambición? ¿Nació demócrata y el liberal? El unilateralismo del autor priva a su personaje de credibilidad; lo deshumaniza. Quevedo no parece plantearse estos temas, que son capitales. No olvidemos que Suárez había sido gobernador civil de Segovia, secretario-general del Movimiento, director de Radiotelevisión Española, &c.; y, además, uno de los fundadores de la asociación política neofranquista Unión del Pueblo Español, donde militaban, entre otros, José Solís Ruíz, Carlos Pinilla, Emilio Romero, Alberto Ballarín, Pablo Porta, &c., &c. Lo de su confesión democrática ante Franco hay que creerlo bajo palabra de honor, porque no existe ninguna prueba documental al respecto. Y es que la figura de Suárez resulta absolutamente inexplicable al margen del régimen de Franco. Sería interesante comparar su retórica en la etapa falangista y con la de su militancia «centrista». No me cabe la menor duda de que existen profundas continuidades entre ambos períodos, sobre todo la idea de superación dialéctica de la dicotomía derecha/izquierda y en el populismo de que siempre hizo gala. En el fondo, fue un mero oportunista de la acción. Y así le interpretaron sus contemporáneos. Para Enrique Tierno Galván, era un político ideal para la democracia liberal, «flexible y maleable», «hombre bidimensional o, lo que es lo mismo, sin profundidad». El católico-conservador José María García Escudero le vió como la reencarnación de Sagasta; era «Práxedes Mateo Suárez»; el hombre de las «artes menores»: el diálogo, la persuasión, el pacto, los buenos modales. José Luis López Aranguren, como el típico político de la era de la imagen; y su construcción política como «transacción» y, por lo tanto, de mera «transición». Gonzalo Fernández de la Mora destacó su «mediocridad intelectual y su corta talla política».

Por otra parte, al revés de lo sustentado por el autor, no podemos considerar a Suárez como el único artífice del cambio político. En la obra de Quevedo llama la atención, y con notoria injusticia histórica, el silencio total hacia la figura de Torcuato Fernández Miranda, auténtico cerebro intelectual del proyecto; y una de las grandes víctimas políticas del hombre de Cebreros. Tampoco fue, ni podía serlo, el inventor del «centro» político, algo que, por otra parte, dista mucho de ser, al menos en mi opinión, una gran aportación doctrinal. Pero, en cualquier caso, el primer defensor en España del «centro» político fue, a partir de los años setenta, Manuel Fraga Iribarne, tachado por Quevedo de conservador trasnochado. ¿Es el «centro» una ideología? En nuestra opinión, no; el «centro» no pasa de ser la consagración del oportunismo político. No existe, ni puede existir un corpus doctrinal centrista. Definido a partir de las posiciones y por encima de las posturas, el «centro» no aparece como una posición media, el «juste milieu» de Guizot, sino como un posicionamiento en la derecha del tablero político. En el fondo, es la máscara de una derecha que teme reconocerse como tal. La opción centrista carece de entidad desde el punto de vista estrictamente político. Como señaló en su día Julien Freund, es «una manera de anular, en nombre de una idea no «conflictual» de la sociedad no sólo al enemigo interior, sino a las opiniones divergentes». «Desde este punto de vista –continuaba el politólogo belga– el centrismo es históricamente el agente latente que, con frecuencia, favorece la génesis y la formación de conflictos que pueden degenerar, ocasionalmente, en enfrentamientos violentos». En el mismo sentido se expresa Chantal Mouffe cuando afirma que el «centrismo», al impedir la distinción entre izquierda y derecha, socava «la creación de identidades colectivas en torno a posturas claramente diferenciadas, así como la posibilidad de escoger entre auténticas alternativas». Y concluye esta autora: «Si este marco no existe o se ve desdibujado, el proceso de transformación del antagonismo en agonismo es entorpecido, y eso puede tener graves consecuencias para la democracia». Desde la perspectiva de Thomas Sowell, el «centro» es una «visión» híbrida o incongruente.

Paradójicamente, llama la atención en esta obra la ausencia de eso que ha venido en llamarse «talante» centrista, si se quiere de moderación, a la hora de tratar a los adversarios políticos e ideológicos. No hay necesidad de recurrir a la autoridad de ningún gran teórico de la ciencia política –de Carl Schmitt, por ejemplo– para saber que lo específico de un partido o de una corriente política no son sus principios en su enumeración necesariamente abstracta, sino la definición concreta del adversario o del enemigo. Para Quevedo, todo lo que no sea «centro» es extremismo. Sus críticas a la derecha resultan gratuitas, puramente demonológicas; mero exabrupto. A estas alturas, acusar unilateralmente a la llamada «extrema derecha» de la planificación del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 resulta no sólo equivocado, sino pueril. Y lo mismo podemos decir de sus opiniones sobre la izquierda, que, tras la muerte de Franco, no estaba en condiciones de llegar al poder, y mucho menos instaurar el colectivismo que tanto asusta al autor. Desde tal visión de los adversarios, no es posible el pacto; tan sólo el exterminio.

Estas incongruencias se perciben igualmente en el «método» –por llamarlo de alguna forma– que sigue Quevedo a la hora de perfilar el pensamiento político de Adolfo Suárez. Y es que el autor mezcla autores sin ninguna coherencia e intenta conectarlo con el contenido de algunos discursos del abulense. Pero se trata de autores que, pese a su defensa de la democracia liberal, mantienen posiciones muy distintas en ciertos ámbitos de la política y de la economía. ¿Acaso Raymond Aron no criticó los planteamientos ultraliberales de Hayek y defendió el keynesianismo? ¿No ha sido utilizado Rawls por los socialdemócratas y por la izquierda en general? ¿No fue Hayek un crítico radical de la democracia, que manifestó en reiteradas ocasiones la compatibilidad entre un régimen autoritario y el liberalismo? Quevedo no nos ofrece, en ese sentido, más que un indigente potaje de textos traídos de aquí y de allá, sin las necesarias distinciones.

Con todo, la peor consecuencia de centrismo y de la ejecutoria política de Suárez fue la destrucción sistemática e inmisericorde de la derecha nacional. Desde el poder y seguramente con la aquiescencia del Jefe del Estado, Suárez demonizó a la derecha, esterilizándola políticamente y creando en su seno un profundo complejo de culpa, tan profundo que al cabo de treinta años aún no ha sido superado, ni a nivel político y mucho menos a nivel intelectual. Contra la derecha, Suárez desencadenó, desde los medios de comunicación de masas, una campaña injuriosa y brutal, cuyos beneficarios a la larga han sido los partidos de izquierda y los nacionalistas. «Derechista», «derechización» o conservador adquirieron, en el lenguaje político e incluso en el lenguaje cotidiano, un sentido no ya negativo, sino abiertamente peyorativo. Ese sentido era el de la defensa de posiciones particularistas, de clase o de ideologías básicamente incompatibles con el sistema democrático: autoritarismo, orden, egoísmo, cerrazón, &c., &c. Y todo ello a cambio de nada, porque la Unión del Centro Democrático careció de proyecto político claro. Y nunca fue un partido, sino una coalición asombrosamente plural donde estaban representados liberales, socialdemócratas, democristianos, antiguos falangistas, reformistas, regionalistas, &c., &c. Lo que le impidió hacer una declaración de principios ideológicos o programáticos mínimamente coherente. Reconoció la tradición cristiana, defendida por los democristianos; la libertad y los valores del individuo, esfatizados por los liberales; y la economía mixta, auspiciada por los socialdemócratas. Su base se reclutó, en cambio, entre los supervivientes del aparato político del Movimiento Nacional y en el llamado «franquismo sociológico». Pero la entelequia centrista duró muy poco; lo mismo que el liderazgo de Suárez. Su autodestrucción estuvo cantada desde el principio. Y fue profetizado por los contemporáneos. Para López Aranguren, se trataba de «una entelequia, un partido inexistente», cuyos votantes antes que nada habían apoyado «a la imagen televisivo-internacional que nos han dado de Adolfo Suárez». Ignacio Sotelo denunciaba a la UCD como un grupo político «formado sin ninguna clarificación programática y recogiendo las más variadas tendencias». Emilio Romero estimaba que solo «los recursos o los mecanismos del poder han convertido a la UCD en una fuerza mayoritaria».

De buscar un precente un precedente histórico a la UCD tendríamos que remontarnos a la Unión Liberal de O´Donnell. En buen medida, puede hablarse de historias paralelas. De ahí que parezca como hecha para la UCD la definición que del partido de O´Donnell hizo el moderado Antonio Alcalá Galiano cuando lo denominó «la familia feliz», recordando una feria de su pueblo en la que había una gran jaula donde convivían ovejas, lobos, perros, gatos, gallinas, zorras y toda clase de animales antitéticos en la más cordial amistad, gracias al hábil domador que les daba comida y les manejaba con el látigo. La gran tragedia de la UCD es que Suárez careció de todas las dotes de hábil domador; y fue incapaz de controlar el aparato del partido. Y es que no sólo careció de proyecto político, sino de carisma y de capacidad dialéctica. Como señaló el máximo estudioso de la UCD, el sociólogo chileno Carlos Hunneus, Suárez desarrolló, sobre todo en su última etapa de gobierno, un estilo político caracterizado por «privilegiar las relaciones personales a nivel individual, tuvo la tendencia a encerrarse en la Moncloa, desatendió el papel de la prensa, sin preocuparse de tener una relación fluida y constante con ella y tuvo un temor inexplicable a participar en los debates en el Congreso de Diputados». «Cuando participó siempre lo hizo con textos escritos; las preguntas que le dirigían eran respondidas por sus ministros».

Por otra parte, el autor incurre, de vez en cuando, en errores históricos de no escaso calibre. Quevedo atribuye a Ortega y Gasset no ya la invención del «centro» político, lo que es completamente falso; sino la fundación del Centro Constitucional, cuyos promotores fueron, muy al contrario, Francisco Cambó y Gabriel Maura, y que el filósofo atacó, en pleno ímpetu republicano. Su visión del régimen de Franco es absurda, extrema, carente de profundidad, absolutamente negativa. A partir de tan negro precedente, no puede explicarse como fue posible una transición política pacífica; ni como pudo surgir de ella su admirado Suárez. De ser cierta esta interpretación del franquismo, la sociedad española estaría hoy como Rusia o cualquiera de los países ex-comunistas. Ni tan siquiera reconoce, como hacen historiadores de izquierda, que, lejos de ser monolítico, el régimen fue, de hecho, plural; tampoco hace mención a sus logros sociales y económicos. No pondremos a Quevedo en la lista de los historiadores, los economistas o sociólogos; tan sólo en la de los turiferarios superficiales. Igualmente, no es de recibo, a mi juicio, negar el papel de los sindicatos y de los partidos de izquierda en el proceso de cambio. Sin la presión de estos partidos y fuerzas sociales no hubiera sido posible la «ruptura legal» en que desembocó la Transición. El mismo Quevedo lo reconoce, de pasada, cuando hace referencia a las concesiones que se hicieron a la izquierda en el texto constitucional, sobre todo en el ámbito económico y social. ¿Resulta, además, explicable la errática construcción del llamado Estado de las Autonomías sin la incidencia del feroz y monstruoso terrorismo nacionalista vasco? El autor critica la situación actual del sistema autonómico, pero silencia que fue una clara opción de la UCD y de su portavoz Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, quien introdujo en la Constitución el término «nacionalidades», y que hoy ejerce de teórico de una eventual confederación de estados. En estos momentos, la situación autonómica es mucho más grave que en los años ochenta del siglo pasado. El nuevo Estatuto de Cataluña ha puesto de relieve la posibilidad de negociar exigencias que partieran del supuesto de una igualdad entre naciones, de las que la española sería una más. Tal y como se plantean hoy las reivindicaciones nacionalistas resulta ilusorio pensar que un marco federal que igualara en competencias básicas una relación bilateral con el Estado a partir del reconocimiento de unos supuestos derechos históricos. De ahí que resulte un tanto pueril la valoración acrítica del texto constitucional. Parece como si, a juicio del autor, desde 1978 hubiéramos llegado a la España sin problema propugnada por Rafael Calvo Serer en los años cincuenta del siglo pasado. La realidad social y política actual dista muy mucho de tan optimista y superficial presunción. La Constitución de 1978 no sólo no ha dado solución al problema nacional, sino que lo ha radicalizado. Además, hoy aparecen los particularismos regionales y las reivindicaciones nacionalistas allí donde nunca habían existido; no solo en el País Vasco y Cataluña. La Monarquía parlamentaria en modo alguno está consolidada; y las opciones republicanas crecen cada día, incluso entre las derechas, cada vez más irritadas por las proclividades izquierdistas y filonacionalistas del actual Jefe del Estado. El «carisma» de Juan Carlos I subsiste por la sencilla razón de que se sigue censurando cualquier crítica, por pequeña que sea, a su persona y actuación. ¿Felipe de Borbón, rey de España? Ya veremos si existe la nación española para cuando este señor pueda ceñir la corona en sus sienes. El Estado aconfesional ha sido puesto en cuestión por las izquierdas desde la llegada al gobierno de Rodríguez Zapatero y se muestran partidarias de una secularización y un laicismo radicales. De hecho, hoy la sociedad española es una de las más secularizadas de Europa. Hemos llegado ya el al período que el filósofo Augusto del Noce denominó de «irreligión natural», es decir, una actitud esperitual caracterizada por «un relativismo absoluto, por lo que todas las ideas se ven como en relación con la situación psicológica y social de quien las afirma, y, por lo tanto, como valorables desde el punto de vista utilitario, de estímulo para la vida». El papel social del Ejército ha sido devaluado hasta extremos grotescos, convirtiéndole, de hecho, en una especie de ONG vergonzante. El desarrollo económico de estos años debe muy poco al modelo instaurado en 1978. Como señaló hace tiempo Juan Velarde, ese modelo establecía una economía fuertemente intervenida, a poder ser planificada, que incluso propugnaba, a través de mecanismos de progresividad, una situación igualitaria de las rentas. En algunos de sus artículos estaba previsto un Consejo de Planificación Económica. De ahí que los gobiernos sucesivos, tanto socialistas como conservadores, consideraran imposible desarrollar el modelo constitucional, so pena de provocar una catástrofe económica en España. A lo que hay que añadir la realidad crasamente partitocrática del sistema político español, su imperfección representativa, la corrupción, la lentitud e ineficacia de su funcionamiento. En ese sentido, resulta alarmante la afirmación del autor de que la Constitución de 1978 es, hoy por hoy, la única garantía jurídica de la unidad nacional española, ya que, como destacó Gonzalo Fernández de la Mora, su contenido resulta tan anfibiológico como confusionario. De hecho, y por no insistir más que en un dato, su artículo 150 garantiza una peligrosa indefinición de competencias, dejando sin límites las reivindicaciones de las comunidades autónomas. De ahí que, al cabo de tres décadas, el modelo de Estado de las Autonomías se encuentre todavía in fieri, y que el proceso constituyente ni ha terminado ni se adivina su conclusión. No han faltado exégetas como el ya mencionado Herrero de Miñón que han interpretado el texto constitucional en clave confederal. Y nada impedirá, si Rodríguez Zapatero continua en el gobierno, una deriva en ese sentido; quizás con Rajoy también. Basar la estabilidad del modelo de Estado en el acuerdo entre los dos partidos hegemónicos resulta sencillamente suicida; lo estamos viendo. Y, para colmo, el modelo ha convertido a los partidos nacionalistas en árbitros de la situación política a nivel nacional. Todo un éxito, como se ve.

Volviendo a la trayectoria de Adolfo Suárez, su etapa más tortuosa fue la de su liderazgo en el Centro Democrático y Social. Bajo su dirección, ese remedo de partido intentó sobrepasar al PSOE por la izquierda, e incluso contribuyó a la hegemonía de Felipe González y al aislamiento de la derecha. Y ello a pesar de que en 1991 se adhirió a la Internacional Liberal. Como UCD, el CDS careció de ideología y de proyecto político preciso. En esta etapa, Suárez se mostró, como lo que siempre ha sido en realidad: un demagogo, un populista. En 1986 denominó a la Banca, la «Madastra»; y clamó por «la guerra contra el paro». En el País Vasco, Suárez llegaría a afirmar que el Estatuto de Guernica era sólo un punto de partida; y su íntimo colaborador Agustín Rodríguez Sahagún, que «el Ejército de ahora es como el de Franco: un Ejército de ocupación». Todo ello hizo que uno de sus grandes admiradores, el historiador Carlos Seco Serrano señalara, con acierto, que Suárez nunca llegó a comprender «el lugar que en la política de la postransición parecía estarle reservado: lugar muy parecido al de la Democracia Cristiana en los países de Europa occidental, tras la Guerra Mundial». «En lugar de eso –continuaba Seco– se empeñó en apropiarse de los flancos que, en su gestación práctica de Gobierno, iría dejando al descubierto Felipe González, precisamente a abandonar ciertas utopías del socialismo «tradicional»; quiso demostrar que él estaba más a la izquierda que los socialistas...y montó su propaganda electoral sobre promesas demagógicas irrealizables». José Luis López Aranguren expresó, en un primer momento, su esperanza de que Suárez se convirtiese, en lugar de Fraga, en el líder de la derecha española. Hoy, desde El Plural, diario digital que dirige un tal Enrique Sopena, se pide a gritos, por parte de algunos periodistas afines al socialismo como Javier Valenzuela, una nueva UCD; es lógico. Pero finalmente el filósofo abulense expresó nítidamente su decepción, porque Suárez había terminado convirtiéndose, desde el CDS, en «mero carisma sin programa, que, por lo mismo, va dando tumbos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, sin saber a qué atenerse».

Todo lo cual debería dejar muy claro que Adolfo Suárez no puede servir de modelo para la nueva derecha española. En ese sentido, el libro de Quevedo carece de todo valor; es un ejemplo claro de lo que nunca debería hacerse. Desde el punto de vista especulativo, hablar de pensamiento político de Suárez es una contradicción en los términos; pura invención. El título del libro de Quevedo carece de sentido; es un absurdo. Sin embargo, a nivel puramente político, las cosas cambian. Y es que este libro fue presentado al público nada menos que por Mariano Rajoy. En unas declaraciones a El Manifiesto, Rajoy afirmó, entre otras cosas, su admiración por el a su juicio «extraordinario balance» de la trayectoria política del hombre de Cebreros; que la crisis del modelo político de 1978 no es consecuencia de sus defectos de origen, sino de «las políticas impulsadas por Zapatero»; que lo necesario es «restablecer la plena vigencia de las pautas que nos dimos los españoles en 1978"; y que el «centro» sigue siendo el camino a seguir. Es decir, que el horizonte político y doctrinal de la derecha española realmente existente permanece anclado, pese a todo, en el viejo paradigma de la «Transición modélica»; y todo su cortejo ideológico-simbólico: el carácter «sacral» de la Constitución de 1978; la Monarquía parlamentaria como institución «ejemplar»; la valoración positiva del Estado de las Autonomías; y el «centro» como estrategia. Todo lo cual ha impedido, y seguirá impidiendo, no ya la cristalización de nuevas identidades en la derecha española, sino la elaboración de auténticos proyectos de regeneración política e intelectual. Y, lo que es peor, significa ignorar el hecho ya evidente e innegable de que la actual crisis nacional no es más que la consecuencia lógica del modelo político implantado en 1978. Rodríguez Zapatero no es un accidente, ni la negación de lo que se ha denominado «espíritu de la Transición». Representa, por el contrario, su radicalización. Y, en ese sentido, no hay duda de que es el heredero natural de Adolfo Suárez.

El centro avanza, cartel del CDS, Centro Democrático y Social, Adolfo Suárez, para las elecciones de 10 de junio de 1987
El centro avanza, cartel del CDS, Centro Democrático y Social, Adolfo Suárez,
para las elecciones de 10 de junio de 1987

 

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