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El Catoblepas, número 78, agosto 2008
  El Catoblepasnúmero 78 • agosto 2008 • página 12
Artículos

Nación política y particularismos
en España e Hispanoamérica

Iñigo Ongay

Sobre la nación republicana, los secesionismos periféricos
y los movimientos indigenistas

Ceremonia aztecaCeremonia vudú

0. Presentación

Nuestro propósito en el presente trabajo no es otro que discutir la contraposición frontal entre el concepto de «Nación política» como «Nación republicana» surgido de la Gran Revolución de 1789 y «movimientos ideológicos», indudablemente pujantes, que se dibujan en el horizonte político del presente español e hispanoamericano tales como puedan serlo los «secesionismos periféricos» (en España sobre todo: los llamados «nacionalismos» vascos, catalanes, gallegos, pero también valencianos, extremeños, &c.) y los variados indigenismos (particularmente en distintas naciones de Iberoamérica: incluyendo México, Perú, Ecuador, Venezuela, por supuesto Bolivia, &c.). Tales «movimientos», aunque curiosamente hayan sido reivindicados en muchas ocasiones por la «izquierda política» (frente al «centralismo» o al «etnocentrismo» característicos, al parecer, de la «derecha») resultan sencillamente incompatibles e incluso disolventes con respecto a la unidad de la «Nación política» entendida como el fruto de la izquierda jacobina en su trituración revolucionaria de las sociedades propias del Antiguo Régimen, sintonizando ampliamente de este modo –según trataremos de demostrar–, con el particularismo que es característico de la «derecha absoluta» pre-revolucionaria. En este sentido, difícilmente, salvo en el plano de las «apariencias», podrán ser consideradas tales «ideologías» secesionistas o particularistas como engranadas en planes y programas «de izquierdas». En nuestro análisis, y hemos de insistir en ello desde el principio, haremos uso de las coordenadas manejadas por el filósofo español Gustavo Bueno particularmente en su libro El mito de la Izquierda. El sistema filosófico de Bueno, conocido como Materialismo filosófico, ofrece –creemos– un potente cedazo crítico que arroja buenos frutos en el tratamiento de este tipo de cuestiones de las que, por otro lado, nadie –por mucha «neutralidad» que afecte– puede pretender hablar tampoco desde «ninguna parte» o «desde el conjunto vacío de premisas».

1. La Nación política (jacobina) como resultado de la «izquierda política»: el prisma de Gustavo Bueno

En su obra El mito de la Izquierda,{1} Gustavo Bueno ha procedido reconociendo ampliamente la conexión, tradicionalmente postulada (generalmente además de un modo tan tendencioso como simplista y ridículo, por no decir puramente ideológico o propagandístico{2}), entre los conceptos de «izquierda política» y «racionalidad»: esta «racionalidad» asociada originariamente a la «izquierda» se definiría negativamente –tal la tesis del filósofo español– por la crítica trituradora de todo «gnosticismo», es decir, por la crítica a la posibilidad misma de la recepción de «revelaciones» particulares (sean estas de signo cristiano, judío, mahometano, pero también las correspondientes a las religiones aztecas, mayas, a los cultos cargos diversos &c.) emanadas de «lo alto» por vía supra-racional o prater-racional en beneficio de sujetos especialmente iluminados (se llamen estos Moisés, Mahoma, Lutero, o Túpac Amarú){3}, en cuanto que, justamente, tales «revelaciones gnósticas» habían quedado enteramente imbricadas en la estructura misma de las sociedades políticas reguladas según las premisas del Antiguo Régimen (aquí la llamada alianza entre el «Trono» y el «Altar»{4} en los reinos cristianos –de derecho divino– de la Europa pre-revolucionaria, pero también en los emiratos, califatos o en general «repúblicas islámicas» –sean chiies, sean suníes– en las que aun en nuestros días sobrevive, a su modo, el cesaropapismo agustiniano &c.). Por vía positiva en cambio, Gustavo Bueno, se arriesga a ofrecer en el análisis de la idea de «izquierda política», un canon o modelo de racionalidad operatoria extraído precisamente –y de ahí el interés del asunto– de la situación gnoseológica de aquellas disciplinas científicas que comienzan a desarrollarse por los mismos años (hacia la segunda mitad del siglo XVIII) en los que la «izquierda política» hace su aparición de la mano, en muchas ocasiones, de ilustres sabios y hombres de ciencia identificados precisamente con los principios revolucionarios: Condorcet, Laplace, Lavoissier, Pinel, Canabis, Dalton, &c.. Un tal canon de racionalidad, la racionalización por «holización» (del griego holon: «parte») que habría de conducir, según lo sostiene Gustavo Bueno en su libro{5}, a la cristalización de las ciencias positivas que irrumpen en el siglo XVIII (la Química clásica por ejemplo, pero también la Cinética de gases, la Mecánica, la Teoría celular, &c.) tendría que ver, principalmente, con la descomposición, el «cuarteamiento» por así decir de totalidades atributivas{6} dadas en el campo de referencia (sea este químico, mecánico, biológico, pero también político, &c.) al menos en la medida en que tal despiece pueda resolverse en las partes formales{7} «atómicas» (i. e. no «anatómicas») del todo de partida. Expliquémonos.

La racionalización por holización según la analiza Gustavo Bueno en su obra conduce, por su fase analítica (en el regressus) a la conversión destructora –vía diríamos, de descomposición– de una «totalidad» atributiva determinada en un conjunto de partes atómicas iguales –en función de ciertos parámetros– entre sí y diferentes respecto al todo de partida. De este modo, pongamos por caso, los organismos animales y vegetales entendidos como totalidades atributivas habrían venido sido sometidos en Teoría celular, a un proceso de lisado, de despiece cuya culminación analítica residiría precisamente en el descubrimiento de su estructura celular por parte de Schleider (en 1838, para los organismos vegetales) y de Schwann (en 1839, para los organismos animales). La trituración analítica de tales totalidades en sus partes atómicas «celulares» (aunque estas partes atómicas ni que decir tiene, sólo lo serán a la escala precisamente de la Teoría celular{8}) supone sencillamente el cuarteamiento, la destrucción por así decir, de otras morfologías determinadas (partes anatómicas) en las que los propios todos habían venido siendo divididos tradicionalmente en el seno de diversos campos científicos o tecnológicos (por ejemplo por parte de los médicos, de los fisiólogos o precisamente de los anatomistas: órganos, sistemas fisiológicos, &c.).

Sin embargo, y tal como lo advierte el propio Bueno, la racionalización operatoria por holización de un dominio determinado (de un organismo animal o vegetal, para seguir con el «prototipo) sólo se realizará enteramente cuando, según la fase sintética de la holización (en la línea del progressus) resulte posible efectuar una suerte de restitutio in integrum de la totalidad de referencia, es decir sólo, cuando digámoslo así, resulte hacedera la reconstrucción o recomposición del «todo» de partida en virtud por así decirlo, del re-engranaje de aquellas partes atómicas en las que el mismo «todo» se habría resuelto en la fase analítica de su racionalización. En este sentido, y según su momento sintético, la racionalización por holización de los organismos emprendida por la Teoría celular dará como resultado ad quem justamente los mismos organismos que habrían quedado, a quo, desmembrados en células «iguales entre sí» (a título de «partes atómicas» suyas), sólo que ahora tales organismos reaparecerán{9} en el campo de la biología redefinidos en su calidad de «agregados de células» e incluso –explícitamente en algunos de los protagonistas del despliegue de la Biología celular del siglo XIX– a título precisamente de «repúblicas» o «reinos» de células ensortijadas entre sí.

Ahora bien, ¿de qué manera puede decirse –según la tesis del libro de Gustavo Bueno que venimos considerando– que la «racionalización por holización» constituye un canon adecuado a efectos de la determinación del «racionalismo» que sería propio de la izquierda política? Ante todo, por cuanto la «gran obra» (para hacer uso de las palabras Alexis de Tocqueville en El Antiguo Régimen y la Revolución) de la «izquierda prístina» (la izquierda jacobina) habría consistido precisamente en la trituración o el lisado de las «partes anatómicas» (los tres estamentos de los Estados Generales, el «Trono», el «Altar», el arracimamiento de las diferentes divisiones administrativas: lindes, fueros, &c.) de las sociedades políticas organizadas según los principios del Antiguo Régimen –muy señaladamente, claro está, el Reino Absoluto de Francia– por mediación de la destrucción revolucionaria –momento analítico de la holización– de unas tales morfologías políticas. Dice Gustavo Bueno:

«Nos referimos, en nuestro caso, mediante la denominación de partes anatómicas de la sociedad política, no sólo a instituciones tales como la del Trono y el Altar, sino también a estamentos tales como los constituidos por las diferentes aristocracias, por los diversos órdenes del clero, a las lindes que separan las diversas propiedades agrícolas, a las morfologías urbanas jerarquizadas, al sistema de reclutamiento de funcionarios o de soldados, a la organización de hospitales, prisiones o escuelas y, con todo ello, a la «morfología» definida, incluso por su indumentaria, de las diferentes profesiones: médicos, abogados, maestros, soldados, oficiales, obreros, jornaleros...»{10}

La trituración de estas anomalías que se dibujaban en el terreno político del Reino Absoluto del Rey Cristianísimo se resuelve en el despiece de un tal reino en sus partes atómicas: los «átomos racionales» constituidos por los «individuos» libres e iguales de los que habla por ejemplo la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789{11}; unos individuos (es decir, unos á-tomos) que en todo caso resultarían ya enteramente refractarios como tales –y de ahí lo de «libres e iguales»– a todo enclasamiento feudal (o lo que es lo mismo, a todo enclasamiento que recorte tales individuos considerados por ejemplo, a título de aristócratas, clérigos, plebeyos, &c.) puesto que es precisamente el tejido mismo de las «insituciones feudales» fundamentadas en tales enclasamientos lo que habría quedado «pulverizado» por la Gran Revolución según el momento analítico de su despliegue. Precisamente contra esta liquidación «atomizadora» de las morfologías anatómicas características del Antiguo Régimen –por supuesto advertida en pleno siglo XIX por autores como Tocqueville, y por muchos otros{12}– pudieron dirigir sus dardos –dardos, diríamos, «reaccionarios»– «críticos de la revolución francesa» como puedan serlo De Maistre, Louis de Bonald, Donoso Cortés o, muy señaladamente, Edmund Burke. Señala en particular Burke:

«En todas las sociedades, como están integradas de varias clases de ciudadanos, siempre habrá alguna clase que sea superior. Por lo tanto, lo único que hacen los niveladores es alterar el orden natural de las cosas; sobrecargan el edificio social poniendo en la parte más alta lo que la solidez de la estructura requiere que esté a la base. La asociación de sastres y carpinteros de la cual (París, por ejemplo) se compone la República, no puede ser igual a la situación en que, mediante la peor de las usurpaciones –la usurpación que consiste en anular los privilegios naturales– vosotros habéis tratado de ponerla.
El canciller de Francia en la inauguración de los Estados, dijo en un tono de floritura oratoria que todas las ocupaciones eran honorables. Si lo que quería decir era que ningún trabajo honesto era deshonroso, no habría faltado a la verdad. Pero cuando afirmamos que algo es honorable, implicamos que disfruta de alguna distinción. La ocupación de peluquero o de vendedor de velas de sebo, por no mencionar ahora otras ocupaciones todavía más serviles, no puede ser motivo de honor para ninguna persona. Este tipo de personas no deben padecer opresión alguna por parte del Estado; pero el Estado es oprimido por ellas si a dichas personas se les permite que gobiernen, ya sea individual o colectivamente. Pensáis vosotros que, permitiéndoselo, estáis combatiendo el prejuicio; pero de hecho estáis guerreando contra la naturaleza.»{13}

Con todo, y aquí creemos reside lo principal, una vez se pudo llegar al estado de resolución analítica del Reino Absoluto de Francia en las partes atómicas que se obtienen de la «decapitación» revolucionaria de las morfologías feudales –«decapitación» por otro lado, en muchas ocasiones, literal, llevada a término por mediación de la Guillotina{14}, un invento fruto del ingente desarrollo que conocieron en el XVIII disciplinas como la mecánica o la anatomía descriptiva– fue posible también, que la propia Revolución recuperara, en su fase sintética, la figura política del «todo» de partida cuyas líneas de frontera habrían quedado presupuestas en todo momento (en virtud del dialelo gnoseológico), por ejemplo, en los embates de las fuerzas reaccionarias comandadas por el duque de Brunswick contra la Francia revolucionaria. Ahora bien, si esta «totalidad» de partida acaba por «reaparecer» al cabo del proceso de su racionalización por holización, no será ya tanto en su condición de Reino de Luis XVI (al que además, en 1793, se le «cortará la cabeza», por hacer uso de la fórmula suficientemente gráfica del Marx en La Ideología Alemana), cuanto como «República Francesa», una «Nación republicana» respecto de la cual no podrá decirse por más tiempo que el propio monarca aparezca como el « soberano» puesto que, como advirtió perfectamente Canga Argüelles en los inicios del XIX, la única soberana es la nación misma (de ahí precisamente el concepto de «soberanía nacional»). En este sentido, como sostiene Gustavo Bueno, la propia idea de Nación Política en la medida en que se mantiene, ella misma inextricablemente vinculada con el concepto de «soberanía», representa el verdadero fruto de la holización revolucionaria sacada adelante por la izquierda prístina (jacobina) a partir de 1789. En efecto:

«No puede, por tanto, considerarse del todo casual, sino más bien como resultado de los cursos convergentes de los procesos de racionalización (la atomización del Antiguo Régimen, la reconstrucción republicana de la monarquía atomizada: se ha dicho que la Convención fue una asamblea en la cual actuaba el pueblo constituido por 750 soberanos, puesto que cada diputado resultaba investido de las mismas atribuciones que el soberano recién derrocado), el hecho de que la proclamación de la Nación republicana y la victoria de Valmy tuvieran lugar en el mismo día, a saber, el 20 de septiembre de 1792, en el que la monarquía francesa, que había sido demolida de facto el 10 de agosto, fue sustituida por una República, alentada por una Asamblea soberana que se llamó Convención; y en este mismo día 20 de septiembre de 1792, en Valmy las tropas de Kellerman, al grito de ¡Viva la Nación! (en lugar de gritar, como habían gritado siempre, ¡Viva el rey!) derrotaron al ejército prusiano.»{15}

Algunos de los más avezados estudiosos de la Gran Revolución coinciden por lo demás en este punto. Comprobemos sin ir más lejos lo que nos trasmite Jacques Godechot acerca de la toma de la Bastilla:

«La insurrección de París supone en cierta forma la culminación de la insurrección nacional. Con razón pues, los tres colores adoptados por los sublevados parisienses como contraseña del 14 de julio de 1789 llegaron a ser el símbolo nacional y el aniversario de esta insurrección fue elegido como día de la fiesta nacional. El carácter nacional de la sublevación del 14 de julio de 1789 confirió a la caída de la prisión de la Bastilla una importancia sin parangón con otros acontecimientos análogos, como por ejemplo el ataque e incendio de la prisión de Old Bailey, en Londres, del 5 de junio de 1780.»{16}

Pues muy bien, lo que sin duda alguna resulta interesante reseñar aquí es justamente el hecho de que tal «racionalización» por «holización» que habría de culminar en la constitución de la Nación política francesa en tanto que Nación republicana, necesitó en su momento, efectuar una completa reconstrucción del muy anfractuoso terreno «administrativo» característico del Reino Absoluto del Antiguo Régimen, de suerte que quedasen vigorosamente disueltos, difuminados por así decir, los límites «tradicionales» entre las partes formales que componían un tal Reino (la Aquitania, el Rosellón, la Normandía, Córcega, Bretaña, &c.), resultando por ejemplo reabsorbidos estos límites bajo rótulos propios de la «Geografía física» más o menos «neutros» respecto de tales «regiones» pre-revolucionarias (Departamento de los Pirineos Orientales, Departamento del Alto Garona, &c.) con lo que, para hacer uso de la fórmula del ciudadano Danton, la propia Nación francesa logró mantener a raya el «temor federativo»{17}. Por otro lado, la Nación, de la mano de su Comité de Salud Pública encontró asimismo necesario, para mejor conjurar las amenazas a su «soberanía» planteadas por la «Federación», proceder sencillamente a «exterminar», a «guillotinar» los propios lenguajes vernáculos regionales (es decir, los patois: corso, bretón, vasco, &c.) en el nombre justamente de la lengua nacional francesa. De este modo:

«El federalismo y la superstición hablan bretón; la emigración y el odio a la República hablan alemán; la contrarrevolución habla italiano y el fanatismo habla vasco. Destruyamos estos instrumentos de daño y de error.»{18}

2. Nación política y secesionismos en España

Pues bien, sin duda que la constitución de la Nación política española como Nación republicana en el siglo XIX bajo el contexto de la invasión napoleónica (Guerra de Independencia, Cortes de Cádiz, Constitución de 1812, &c.) a través de la racionalización por holización del Reino Absoluto de Fernando VII, adoptó cauces muy diferentes en relación al curso holizador por el que la Nación francesa habría venido a quedar instituida; unos cauces que, por así decir, no entrañaban la ruptura de todas las amarras con el pasado Imperial de la Nación histórica española{19}. De hecho los contenidos de este pretérito imperial (por caso el llamado «fuero juzgo») habría de permanecer actuante en la formación de los planes y programas revolucionarios de los diputados de las Cortes de Cádiz. Este sin duda alguna es el sentido de la advertencia de Jorge de Marchena, tal y como la trasmite Luis González Antón, según la cual « Francia necesitaba una revolución y España sólo una evolución porque su tradición ya era liberal desde hacía siglos»{20}; este es también el caso del «abogado Corrales» para quien, en efecto, «por la constitución goda y después la castellana, nuestros soberanos jamás han sido absolutos, libres e independientes»{21}. Sin embargo, tales apelaciones apenas estorban la circunstancia de que este proceso de re-totalización de la Monarquía borbónica, incluso sin perjuicio de conservar la figura del propio Rey Fernando «El deseado» –una vez, claro está, debidamente expulsado de España el «Rey Intruso», José Bonaparte– al que en cambio, no cabrá llamar ya «Soberano» de España según la misma Constitución de Cádiz{22}, o de conservar, también, la mención «teísta» incrustada en el propio preámbulo constitucional{23}; este proceso –decimos– arroja, ello no obstante, como resultado de la recomposición revolucionaria de la Monarquía de Fernando, una única Nación política establecida justamente como «la reunión de los españoles de ambos hemisferios» (art 1 de la Constitución de Cádiz), de tal modo que debemos, desde luego, dar toda la razón al «diputado Canga Argüelles» cuando señala en sus Reflexiones Sociales que:

«Nada había más funesto que llevar a las Cortes pretensiones aisladas de privilegios y de gracia: el aragonés, el valenciano y el catalán, unidos al gallego y al andaluz sólo será español; y, sin olvidar lo bueno que hubiere en los códigos antiguos de cada reino para acomodarlo a la nación entera, se prescribirá como un delito todo empeño dirigido a mantener las leyes particulares para cada provincia de cuyo sistema nacería precisamente el federalismo, la desunión y nuestro infortunio.»{24}

Y sin embargo, la cuestión reside precisamente en que, pasado más de un siglo desde la instauración revolucionaria de la Nación política española, parece que desde algunas partes formales (principalmente las autonomías de la Constitución borbónica de 1978: Cataluña, País Vasco, &c.) de tal Nación, o al menos desde las «élites partitocráticas» que se mantienen operantes en estas partes (PNV, ERC, CIU, &c.) se viene planteando en nuestros días (con la mayor insistencia a partir de la transición borbónica) una «amenaza formal» a la «soberanía» de la misma Nación política española a través, ante todo, de la reivindicación llevada a cabo por tales élites, del «derecho de autodeterminación» e «independencia» que a ciertas regiones españolas pertenecería, es decir, a través, para decirlo directamente, de la reclamación por parte de ciertos partidos políticos de Cataluña o de Vascongadas (pero últimamente también, suponemos que «para no ser menos», de Andalucía, de Asturias, del Bierzo, &c., &c.) del «derecho a la secesión» respecto de España. Con todo, si tales proclamas secesionistas han podido salir adelante, prendiendo entre muchos españoles de Cataluña, Galicia o el País Vasco, ha sido principalmente merced a la «interpretación» que los ideólogos «nacionalistas» (es decir, «hablando en plata»: secesionistas) han venido haciendo de sus propias reivindicaciones, presentándolas a la manera de una suerte de «recuperación» de la «soberanía originaria» que tales «nacionalidades históricas» (como se las denomina en la Constitución del 78) habrían, suponemos, perdido de la mano de «España»{25} (a veces se dice: de «Madrid») en algún momento de su historia (puesto que si tal «soberanía» no les fue arrebatada, difícilmente podrían ahora pretender «recuperarla»). Ahora bien, ¿cuándo exactamente, calculan tales ideólogos, pudo consumarse tan injusta expropiación de la «soberanía nacional» vasca, gallega, extremeña o asturiana? En este punto, responden los «nacionalistas vascos» que tal «soberanía» milenaria de Euskal Herria o de Euzkadi (neologismo, conviene hacerlo notar, inventado directamente por Sabino Arana a finales del XIX), cobrada en la «batalla de Arrigoriaga»{26}, habría quedado suprimida del modo más leonino por el decreto de anulación de los fueros vasco navarros del año 1876, puesto que hasta esta fecha, según nos informa uno de los pioneros del secesionismo como pueda serlo Fray Evangelista, las leyes de España habrían regido en vascongadas tanto como las de China o Inglaterra.{27} Y en estas condiciones, ya se ve que, habiendo sido abusivamente arrebatada la independencia nacional de la que habrían disfrutado los «vascos» al menos desde el «neolítico»{28}, será cosa ahora de tratar de «recuperarla» ya sea por medios «pacíficos» (es decir, por vía del establecimiento de diálogos habermasianos entre vascos y españoles) ya sea mediante la «lucha armada de liberación nacional» (es decir, mediante las bombas o las metralletas de la ETA).

Asimismo, los secesionistas catalanes apelan también a la derrota de los partidarios de los Hasburgo en la guerra de sucesión y la reducción consiguiente, por decisión de la dinastía borbónica, de la totalidad de España –salvada la excepción, muy particular, de Navarra– a un solo reino en virtud de los Decretos de Nueva Planta (en concreto los «fueros, usatges y privilegios» del Principado de Cataluña quedan abolidos en 1716). En este sentido, pueden entenderse las «razones» que llevan a los nacionalistas catalanes a celebrar la «diada» cada 11 de septiembre, en conmemoración de la fecha en la que, el año 1714, las tropas de FelipeV terminan por abrirse camino en Barcelona destruyendo de este modo, el último baluarte austracista de la antigua Corona de Aragón. Y evidentemente, se tratará ahora, pasados casi trescientos años de tales «hechos», de «recobrar» las viejas «libertades» catalanas tan cruelmente asfixiadas por los «castellanos» en el XVIII, procediendo por ejemplo a la transformación de la Nación española en una confederación «asimétrica» de naciones{29} (Catalunya, Euzkadi, Galizia... y España como resto de la criba) por virtud de la reforma de los Estatutos de Autonomía, &c., &c..

Ahora bien, sea de todo ello lo que sea –y sin entrar por ejemplo a valorar los delirios históricos{30} a los que los secesionistas pretenden apelar cuando tratan de sacar adelante sus «reivindicaciones»–, lo que resulta más sorprendente es que se pretenda fundamentar en los «fueros» de cada territorio, nada menos que la supuesta «soberanía originaria» de las provincias de referencia interpretadas ahora, como «naciones» (Nación Catalana se dice, Nación Vasca se dice...), y esto porque ni los fueros medievales significaban «soberanía» alguna (¿había –cabría preguntarse en este punto– en el Medioevo otros soberanos diferentes a los reyes?) ni mucho menos puede considerarse dado, antes de la destrucción del Antiguo Régimen, el concepto de Nación política «soberana», pero –y he aquí lo principal– justamente esta destrucción del Antiguo Régimen pasa, entre otras cosas, por el lisado, por la descomposición holizadora de instituciones feudales «arbitrarias» (desde la perspectiva de la «racionalidad» que es propia de la función «izquierda política») tales como puedan serlo, muy señaladamente, los propios «fueros».Para decirlo con Luis González Antón:

«Y es que el orden político-jurídico en aquellos siglos ni era ni podía ser un orden “nacional”, sino crudamente estamental. Ni siquiera cuando ya desde fines del siglo XIII, se puede hablar ya de “fueros de Aragón”, “usatges y constituciones de Cataluña” o de “fueros y leyes de Castilla” y cuando hay ya instituciones “representativas del reino” cambiará la realidad, porque ni unos ni otros protegen a la sociedad en su conjunto, sino que para buena parte de ella, fueros e instituciones son una amenaza objetiva, un instrumento de represión, al tiempo que salvaguarda de las “libertades de los poderosos”; “instrumentos de la oligarquía agraria y urbana”, como califica de manera insistente Vicens Vives a las Cortes y a la Diputación catalana.
No interesa aquí especialmente explicar las consecuencias que para las masas tenía el proceso de feudalización, que supone, mucho más en los reinos de la Corona de Aragón que en Castilla, que los señores tengan incluso el derecho de vida y muerte sobre sus vasallos. Tan sólo insistir en lo que significa de quiebra del Poder Público de la Monarquía, imposibilitada de defender al conjunto de la sociedad, y de sustracción de gran parte de ella a la autoridad de ese Poder Público, visto en general como un amparo imposible de alcanzar. La falta de articulación política de la sociedad es tanto mayor cuanto mayor es la debilidad de la Monarquía y la prepotencia de las élites.
Sugerir siquiera que señores y campesinos, incluso en lucha los unos contra los otros, o que la gran aristocracia sublevada contra el monarca de turno protagonizan “revoluciones nacionales” en defensa de los intereses de la tierra o del reino es un absurdo histórico, aunque, por desgracia, bastante frecuente hoy en día. Los grupos de poder de la sociedad medieval son los que definen cuáles son los intereses “del reino” y los defienden en cuanto son sus beneficiarios casi exclusivos. La “nación política” es otra cosa, pero no se encuentra, no existe, ni en estos tiempos, ni aún en los siglos modernos, en ningún lugar de occidente.»{31}

Y si ya es excesivo que estas instituciones características de la «derecha absoluta» (esto es: del Antiguo Régimen) sean reivindicadas como exponente de las «libertades vascas o catalanas» –por cuanto estas «libertades» representaban ante todo la «libertad para» de las oligarquías nobiliarias de tales provincias respecto de sus vasallos–, ¿qué diremos de aquellos partidos políticos de la «izquierda española» del presente (PSOE, IU, &c., &c.) que han pretendido «asumir» –insistimos: «desde la izquierda»– tales reclamaciones secesionistas propias de la «derecha absoluta»? A tales partidos, llamados «progresistas y de izquierdas», sólo nos cabe «recordarles» la sentenciosa apreciación de Montesquieu a la que antes nos referíamos: «Lo que llamo virtud en la república es el amor a la patria, es decir el amor a la igualdad.»{32}

3. Nación política, izquierda e indigenismos en el contexto hispanoamericano

Pues bien, nos parece que cabría establecer un enjuiciamiento muy similar respecto a las ideologías «indigenistas» que vienen penetrando en amplias capas políticas de las Naciones hispanoamericanas del presente tal y como lo atestigua, por caso, la victoria electoral de Evo Morales Ayma en las elecciones presidenciales bolivianas del 18 de diciembre de 2005, pero también los avances de Unión por el Perú de Ollanta Humala en los últimos comicios peruanos o la pujanza de organizaciones como puedan serlo el movimiento “pachakutik” o la COINAE en Ecuador (cuyo apoyo a las listas de Alianza País del presidente electo Rafael Correa resultó bien decisivo en su victoria frente al candidato Noboa en la segunda vuelta de las presidenciales ecuatorianas). Muchas veces se insiste precisamente en que estos contenidos ideológicos «indigenistas» constituirían sin duda, uno de los pilares del supuesto «giro a la izquierda» experimentado por muchos países de Iberoamérica (Brasil, Argentina, Ecuador, por supuesto Venezuela, &c.) y sin embargo; sin perjuicio de que nosotros desde luego no pretendamos discutir aquí la circunstancia de que en la mayoría de las sociedades hispanoamericanas de nuestro presente –por no decir directamente en todas– se produzcan de hecho situaciones de asimetría, de injusticia, incluso de «racismo ambiental», &c., &c., respecto de los «indios» (es decir, respecto de muchos ciudadanos mexicanos, bolivianos, guatemaltecos, &c. ) que resultan sencillamente inadmisibles y hasta vergonzosas desde la perspectiva de la «racionalización por holización» propia de la «izquierda política» (con lo que, desde esta misma perspectiva, vale concluir, resultaría necesario «lisar» tales asimetrías); lo que –nos parece–, cabría con todo preguntar es ante todo lo siguiente: ¿resultan las principales líneas maestras de la ideología de los movimientos indigenistas directamente compatibles con los principios rectores de la «racionalidad» con la que la «izquierda política» se identifica? En modo alguno resultarán compatibles con estos principios – principios, como decíamos antignósticos– (antes al contrario: aparecerán como sencillamente inmiscibles con los mismos) en la medida en que la tupida ideología indigenista involucre por ejemplo, mediante una suerte de «inmersión en los abismos de la Pachamama»{33}, la invocación de supuestas «revelaciones particulares» recibidas por los pretendidos «indígenas» por el mero hecho de ser «indígenas, es decir, por caso, por el hecho de su pertenencia a la «raza cósmica» (Vasconcelos), a los «hijos del sol» (como dicen los ideólogos del MRTA), o «simplemente» a la comunidad de quienes tienen «rostro moreno y lengua verdadera» (como se afirma, por parte del EZLN, en la Cuarta Declaración de la Selva Lacandona). Cuando tales gnosticismos particularistas se llevan a sus límites más espiritualistas, el resultado es sencillamente el que podemos contemplar en el Manifiesto para el levantamiento, para la historia de otro poder, de otro saber, de otro tener y de otro celebrar dado a la luz en Tomebamba (Ecuador) el 24 de marzo de 2006, sobre cuyos contenidos preferimos no hacer mayores comentarios:

«El desafío exige volver a la sabiduría de nuestros abuelos y la espiritualidad pachamama como la más alta conciencia política y como la matriz de las nuevas creaciones económicas, sociales, políticas, ambientales, educacionales y saludables, abandonando lo que hoy se llama el desarrollo en cualquiera de sus formas.
Así como hay que buscar alternativas al desarrollo, llegó también la hora de buscar alternativas a las alternativas. Ello es la fuerza para el tiempo de lucha en contra del Imperio globalizador del neoliberalismo que instaura como ídolo al mercado y que vende como vulgar mercancía todo lo humano, todo lo sagrado, todo lo que es de valor de uso digno, todo lo que debemos compartir como fratría humana intercultural.
El valor matriz de la espiritualidad Pachamama puede y debe nuestra mente y corazón para elaborar un programa de Economía Social y Comunitaria al cual se podría candidatizarlo como forma de hacer otra campaña electoral, reunir fuerzas sanas, aliarnos interculturalmente, construir una fuerza social y política de reserva para ser actores de la vida pública del Ecuador y no caer en la trampa de los «salvadores» electoreros de la Patria.»{34}

Y es que, nos preguntamos, ¿qué clase de acceso privilegiado tienen los redactores de este «manifiesto» a las «iluminaciones» que manan de la «espiritualidad pachamama»?, y si no tienen ningún acceso a tales «iluminaciones» (puesto que acaso haya que decir para empezar que estas «iluminaciones de la pachamama» ni siquiera existen desde el punto de vista etic, cuando nos mantenemos alejados del delirio propio de personajes como Castaneda, etc) ¿no representa entonces, directamente una impostura pretender «volver» a ellas?{35}, y ante todo, ¿cuáles son los contenidos mismos de esta «espiritualidad» o, para el caso, de la supuesta «sabiduría de sus abuelos» al margen de los «saberes» acríticos propios de una cultura ágrafa carente de ciencias, tecnologías, filosofía, &c., &c.: es decir, los saberes propios, para decirlo claramente, de una «cultura bárbara»?

Y si –por vía de ejemplo– damos por supuesto que el presidente boliviano Evo Morales Ayma no cree desde luego en la existencia de los dioses secundarios adorados por sus antepasados amayras, ¿qué alcance puede tener su teatral ceremonia de «toma de posesión» en las ruinas de Tiwanaku en el que el mandatario llego al extremo de jurar su cargo ante tales deidades mitológicas? Decimos esto entre otras razones, porque no consideramos en modo alguno al propio Evo Morales a título de «jefe» de una banda o de una tribu de indígenas circunscritos al perímetro de una «reserva etnológica» o, lo que es casi equivalente en este contexto, de un «terrario etológico», cuanto, justamente, en su calidad de presidente legítimo de la República de Bolivia (a pesar del «ruido» generado por las oligarquías secesionistas de Santa Cruz, del «racismo» diluido en los medios de comunicación bolivianos, &c.), pero entonces, ¿cómo admitir que el presidente «jure su cargo» disfrazado de jefe indígena?

Parecidas consideraciones, por otro lado habría que hacer en torno al discurso en quichua pronunciado por Rafael Correa en la provincia ecuatoriana de Chimborazo. Un tal discurso, ¿es mucho más que una manera de «adular» a los «indígenas» por parte de un candidato presidencial supuestamente de «izquierdas» que sencillamente ha «olvidado» la circunstancia de que «(...) dejar ignorantes de la lengua nacional a los ciudadanos, incapaces de controlar el poder, es traicionar a la patria (...) La lengua de un pueblo libre debe ser una y la misma para todos».

Y, por mencionar un último ejemplo, ¿cuál puede ser el significado del fomento o incluso de la mera tolerancia, por parte de las autoridades de Cuba Socialista, de los ritos afro-caribeños (sea el vudú, sea el candombeé) considerados como exponentes de las «señas de identidad» religiosa de muchos habitantes de la isla? ¿Creen de verdad tales autoridades que semejantes ritos son «respetables» o incluso «tolerables», en nombre de la «libertad de cultos», desde una perspectiva racionalista (que por otro lado en Cuba debería, suponemos, estar muy próxima al racionalismo materialista propio de las premias del «ateísmo científico» soviético)?

Concluimos: aquellos planes y programas políticos movilizados por el indigenismo tendentes –en nombre de la reivindicación de la «identidad cultural india» o de cualquier otro fantasma ontológico parecido– al mantenimiento de los «indígenas» en su condición de «indígenas» tendrían nos parece, que ser enjuiciados como muy próximos a las coordenadas propias de la «derecha absoluta», unas coordenadas por cierto enteramente disolventes respecto del concepto de Nación política puesto que, la racionalización por holización que hemos venido considerando como característica de los programas de la izquierda definida a partir de su entrada en escena en 1789, conducirá más bien –en nombre del «amor a la patria, es decir, a la igualdad»– a la pulverización de tales morfologías anatómicas «indigenistas» mediante la transformación de los «indios» en «ciudadanos» bolivianos, ecuatorianos, mexicanos o venezolanos.

Notas

{1} Gustavo Bueno, El mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003.

{2} Y decimos esto no por nada, puesto que como explica lúcidamente Gustavo Bueno: «(...) apelar sin más a la razón y al racionalismo, sin mayores explicaciones, es apelar a conceptos demasiado vagos para poder ser utilizados, sin más determinaciones, como criterios de distinción entre la izquierda y la derecha. ¿Acaso la derecha no reclama una y otra vez la racionalidad de sus programas y aun la de sus actos? Un hombre de izquierdas como pueda serlo el Premio Nobel Saramago, encarecía hace unos años, en un debate en el que yo también participaba, la irracionalidad de los gobiernos de derecha de la Europa capitalista, cuando decidían destruir los miles y miles de toneladas de su superproducción láctea, en lugar de enviarlas como donativo a los pueblos hambrientos de África. Pero ¿acaso –decía yo– no sería más irracional, para las economías de esos estados europeos, proceder a tales donativos, si ellos contribuían a bloquear sus mercados? Lo racional sería, en tal caso, destruir sus excedentes», vid. Gustavo Bueno, op. cit., pág. 119

{3} Cuando esta «crítica del gnosticismo de la derecha absoluta», es decir de las supuestas revelaciones particulares de «saberes» recibidos de «lo alto» se contempla desde las premisas materialistas, no podrá tomar semejante «crítica» tanto la forma de un simple a-gnosticismo (como si fuese posible la «duda» ante semejantes «revelaciones», es decir, la «suspensión del juicio» frente a las mismas) cuanto la forma de un anti-gnosticismo (puesto que la duda, en este terreno, es ya inadmisible) coordinable, en el plano ontológico, con la negación de la existencia de la «fuente» de la que manan tales mensajes privilegiados(por ejemplo: el Dios monoteísta), esto es: coordinable con el a-teísmo. Nótese, dicho sea de paso, que si esto es así, se seguiría entonces que sintagmas tales como «izquierda cristiana» pero también «izquierda musulmana» o «izquierda chamánica» tendrían tanto sentido como «hierro de madera» pongamos por caso, o «nieve frita», a saber: ninguno.

{4} Por ejemplo en obras «contra-revolucionarias» del XIX como puedan serlo la Apología del Altar y el Trono (1818) del Padre Vélez, autor asimismo del texto Preservativo contra la irreligión, o los planes de la Filosofía contra la Religión y el Estado realizados por la Francia para subyugar la Europa, seguidos por Napoleón en la conquista de España y dados a la luz por algunos de nuestros sabios en perjuicio de nuestra patria (1812), uno de los opúsculos capitales del denominado «pensamiento reaccionario».

{5} Para una aplicación de este canon al análisis de la constitución de diferentes campos científicos positivos (geometría plana, mecánica, electromagnetismo, cinética de gases, mineralogía, teoría celular, &c.) vid., Gustavo Bueno, op. cit., págs. 113-117.

{6} Llamamos Totalidades atributivas o nematológicas, según la teoría de los todos y las partes debida a Gustavo Bueno, a aquellos «todos» cuyas partes aparecen como referidas unas a otras, sea simultánea sea sucesivamente (puesto que la conexión atributiva no pide la inseparabilidad de las partes), frente a las Totalidades distributivas o dairológicas cuyas partes se muestran independientes unas de otras en el momento de su participación en el todo. Por vía del ejemplo: «cuadrado» constituye una totalidad distributiva respecto de las figuras cuadradas (que pueden entenderse como formando «parte» del «género») mientras que aparecería como un todo atributivo respecto de los dos triángulos constituidos por una de sus diagonales. De otro modo: «palanca» supone una totalidad atributiva respecto de los puntos de «fuerza», «resistencia», «apoyo», &c. (por cuanto tales «partes» de la «palanca» se vinculan a otros y recíprocamente según las leyes de máquinas simples) pero puede también mostrarse como una totalidad «distributiva» en relación a los tres géneros de palanca que aparecen como independientes unos de otros. Para todo esto, resulta muy conveniente consultar el libro de Pelayo García Sierra, Diccionario Filosófico. Manual de materialismo filosófico, Pentalfa, Oviedo 2000 así como el completísimo glosario (ochenta páginas) contenido en: Gustavo Bueno, Teoría del Cierre Categorial, vol. 5, Pentalfa, Oviedo 1993.

{7} Un todo puede cuartearse en partes materiales o formales, tal distinción dice relación al grado de desintegración, de despiece al que el todo de referencia se vea sometido. Son partes formales aquellas que conservan esencial o sustancialmente la forma canónica del todo que constituyen, parte materiales por el contrario, son las que no lo conservan. Los añicos pongamos por caso, resultantes de la ruptura de un jarrón pueden reproducir la fisionomía del todo, pueden recontruirlo. Sin embargo, las moléculas de Si O2 (anhídrico silícico) en que se resuelve la desintegración del jarrón, son incapaces por entero de recomponer la forma del jarrón mismo. Remitimos al lector a los lexicones citados en la nota anterior.

{8} Puesto que ya sabemos que las propias células (por ejemplo, las células eucariotas) constarían por su lado, de múltiples «partes» cuando se las considera a la escala de la biología molecular (macromoléculas de ADN, membranas celulares, ribosomas, &c.), de la química clásica («elementos» de la tabla periódica) o también de la física (hadrones, leptones, &c.)

{9} Y bien se ve que si «reaparecen» es justamente porque nunca llegaron a «desaparecer» por entero, o por mejor decir, porque habrían quedado, tales «todos», constantemente pre-supuestos como dados en el proceso de su destrucción analítica : esto es lo que conocemos como «dialelo gnoseológico» implícito en la racionalización por holización. Dicho de otro modo: si no diéramos el «todo» de referencia por supuesto durante la fase analítica de su cuarteamiento en partes átomas, resultará imposible recomponer tales partes en el momento de la síntesis, resultará imposible en suma, volver sobre el «todo», recuperarlo. Vid, Gustavo Bueno, El mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, págs. 110 y ss.

{10} Cfr. Gustavo Bueno, op. cit., págs. 124

{11} Y es que, como sigue diciendo Gustavo Bueno: «(...) la trituración holizadora debía detenerse en los individuos humanos; no podía continuarse en una trituración de los propios individuos que llegase hasta sus moléculas químicas, hasta los elementos de los cuales, sin duda, los individuos humanos estaban compuestos. Estos elementos químicos “no entraban en los cálculos” de la racionalización política revolucionaria, aunque ulteriormente tuvieran que ser tenidos en cuenta, por los servicios de sanidad o de alimentación del Estado surgidos de la revolución, o recuperados por ella», vid Gustavo Bueno, op. cit., págs. 127

{12} Pero, insistimos por Tocqueville con diáfana claridad: «(...) esta revolución no tuvo más efecto que abolir aquellas instituciones políticas que, durante varios siglos, habían reinado sin discusión en la mayor parte de los pueblos europeos, y a las cuales se designa comúnmente con el nombre de las instituciones feudales, para sustituirlas por un orden social y político más uniforme y más simple, basado en la igualdad de condiciones.», cfr Alexis de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, FCE, México 1996, pág. 104.

{13} cfr Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución en Francia, Alianza, Madrid 2003, pág. 90.

{14} Pero también de ametrallamientos, ahogamientos colectivos, «deportaciones verticales» masivas (puesto que «el Loira es un río muy revolucionario»), &c., &c., véase a este respecto, el magnífico artículo de María Santillana Acosta, «La revolución antifrancesa de Brumario de 214», El Catoblepas, nº 45, noviembre de 2005, pág. 10: http:nodulo.org/ec/2005/n045p10.htm

{15} cfr Gustavo Bueno, El mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, págs. 130.

{16} Cfr Jacques Godechot, Los Orígenes de la Revolución Francesa, Sarpe, Madrid 1985, pág. 288. Algo más adelante, sigue diciendo Godechot: «De este modo, la insurrección parisiense del 14 de julio, surgida de los movimientos insurreccionales provincianos, iniciados desde enero, provocaba a su vez un gran impulso revolucionario nacional que derrocaba definitivamente el Antiguo Régimen y daba a Francia un nuevo semblante. El 14 de julio es en verdad una de las grandes jornadas que hicieron a Francia.», cfr, Jacques Godechot, op. cit., pág. 289

{17} En efecto, advertía Danton para septiembre de 1792; «Corre otro temor por el público y hay que desvanecerlo. Se dice que varios diputados idean el régimen federativo y la división de Francia en una multitud de secciones. Lo que nos importa es formar un todo, y, por lo tanto, declárese en otro decreto la unidad de Francia y de su gobierno.», cit por Luis González Antón, España y las Españas, Alianza, Madrid 2002, pág. 419. No resulta –creemos– demasiado descabellado sostener que Danton, en este contexto, no está haciendo otra cosa que reinterpretar a su modo la siguientes palabras de Montesquieu en El Espíritu de las Leyes: «El amor a la República en la democracia es el amor a la democracia y éste es amor a la igualdad», vid Montesquieu, El Espíritu de las Leyes, Alianza, Madrid 2003, pág. 84.

{18} Palabras de Bertrand Barére en su Informe sobre las Lenguas presentado ante la Convención el 27 de enero de 1794, las hemos extraído del libro de Jesús Laínz, Adiós España. Verdad y mentira de los nacionalismos, Encuentro, Madrid 2004, pág. 390. En este mismo informe, según lo recoge J. Laínz, Barére planteaba la cuestión en los siguientes términos: «¡Cuántos gastos hemos debido hacer para traducir las leyes de las dos primeras asambleas nacionales a los diversos idiomas de Francia! ¡Cómo si tuviéramos que mantener estas jergas bárbaras y estos idiomas groseros que no pueden servir más que a los fanáticos y a los contrarrevolucionarios!» (cit. por Jesús Laínz, op. cit., págs. 391), de donde, concluye Bertrand Barére: «(...) dejar ignorantes de la lengua nacional a los ciudadanos, incapaces de controlar el poder, es traicionar a la patria (...) La lengua de un pueblo libre debe ser una y la misma para todos.» (vid., Jesús Laínz, op. cit., pág. 390).

{19} Tomamos esta idea de «Nación histórica» de Gustavo Bueno, España no es un Mito, Temas de Hoy, Barcelona 2005, pág. 103: «(La nación histórica) no es todavía formalmente una Nación política, principalmente porque ella no es utilizada todavía como sujeto de la soberanía que se atribuye al Monarca o a un Pueblo que recibe el poder de Dios y se lo entrega al Príncipe. Es una nación percibida aún como nación étnico-cultural, en realidad como una sociedad humana resultante histórico de la confluencia de diversas naciones o pueblos, que han logrado configurar una cultura, un idioma, unas costumbres e instituciones bien definidas, al menos ante terceras sociedades políticas, reinos, o imperios que la contemplan. Pero esta nación histórica no es propiamente una nación formal (por definición) política, aunque materialmente (o por extensión) pueda superponerse o conmensurarse prácticamente con el contorno de alguna sociedad política (reino o imperio). Y este es el sentido que el término “nación” toma ante los estudiosos que han creído poder demostrar la tesis, apoyados en argumentos filológicos, de que España, es decir, la nación española, es el primer y temprano ejemplo de nación europea, en sentido moderno (supuestamente político).». Sobre la vinculación de la «nación española» en este sentido histórico con la idea de «Imperio» (a partir de la llamada “reconquista”, &c.), pueden encontrarse argumentos, creemos que bien contundentes, en otra obra de Gustavo Bueno: nos referimos a España frente a Europa, Alba, Barcelona 1999, págs. 239 y ss.

{20} Palabras extraídas de Luis González Antón, España y las Españas, Alianza, Madrid 2002, págs. 427-428

{21} Testimonio citado por Luis González Antón, op. cit., pág. 428

{22} Cuyo artículo 3 declara: «La soberanía reside esencialmente en la Nación y, por lo mismo pertenece a esta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.» Poco antes, en su art 2, había dejado muy claro la Constitución que: «La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.». De hecho, en la «exposición de motivos» de la Declaración de Soberanía de las Cortes de Cádiz, los diputados –en su calidad de «depositarios de la soberanía nacional– rechazan por nula «la cesión de la corona que se dice hecha a favor de Napoleón», y esto (he aquí lo principal) «no sólo por la violencia que intervino en aquellos actos injustos e ilegales, sino principalmente por faltarle el consentimiento de la nación.».

{23} Este preámbulo reza como sigue: «En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre,Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad.» Otros reconocimientos al «Altar», en el artículo 12: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera.»

{24} Cit. por Luis González Antón, op. cit., pág. 432

{25} Nótese, de paso, que quienes dicen esto están incurriendo en la más grotesca petición de principio, puesto que suponer que Vascongadas por ejemplo (o para el caso Cataluña, &c.) perdió su soberanía a manos de España exige empezar considerando a la propia España, como «algo diferente», y «exterior» respecto de las provincias vascongadas (como otro «Estado» que pueda conquistar o arrebatar la independencia del País Vasco) pero esto es precisamente lo que se trata de demostrar.

{26} La batalla de Arrigorriaga (del vascuence: tierra de pedernales rojos) es una entretenida «gesta de armas», perteneciente a la «historiografía ficción», en la cual Jaun Zuría, hijo de una princesa escocesa y del «duende culebro» (hemos de insistir en que estas cosas las cuenta Sabino Arana como si fuesen historia pura) pudo, tras derrotar a las tropas del Reino de León, instituir el «Señorío de Vizcaya», etc, etc, para más información acerca de estos delirios véase el gran libro de Jesús Laínz, Adios España, Encuentro, Madrid 2004, págs. 99 y ss.

{27} Cfr. Jesús Laínz, op. cit., pág. 242

{28} Según lo ha declarado el Lehendakari Juan José Ibarreche muchas veces, quedándose corto sin duda puesto que otros quizás, remitan tal independencia al silúrico o al precámbrico.

{29} Otros proponen, su conversión en una «Nación de naciones» como pretendiendo decir algo, pero el problema reside, cuando se tiene en cuenta que la «soberanía» es una e indivisa (y no puede, diríamos, «repartirse»), en que esta fórmula es un mero flatus vocis (como pueda serlo «triángulo rectángulo de triángulos rectángulos»); de otro modo: si las «naciones» (Catalunya, Euskadi, Galizia...) que componen la «super-nación» (España) se dotan de soberanía (tal y como aparece expresado, pongamos por caso, en el preámbulo del nuevo Estatuto catalán) entonces, y eo ipso, España se desvanece en su condición de Nación política, y esta es, en efecto, la verdadera cuestión. Véanse argumentos dirigidos a la línea de flotación de estas especulaciones gratuitas (propias por ejemplo de personajes como Jorge Sole Tura, o Gregorio Peces Barba, &c., &c.) en Gustavo Bueno, España no es un Mito, Temas de Hoy, Barcelona 2005, págs. 94 y ss.

{30} Y decimos delirios puesto que por ejemplo nunca existió unidad política o legislativa alguna que recubriera las tres provincias vascas de nuestros días (puesto que los fueros del Señorío de Vizcaya eran diferentes de los de la ciudad de Llodio,, y estos a su vez muy distintos a los de la provincia de Álava, &c., como corresponde por cierto, a la irregularidad de los sistemas jurídicos del Antiguo Régimen), ni por supuesto hubo nunca un «Reino de Cataluña», &c., &c. De hecho los mismos fueros (incluidos los fueros llamados «vasco-navarros» como dicen quienes pretender sacarse de la manga una «unidad foral» de la que no hay rastro alguno en la historia de España), en su condición de «privilegios» (hoy algunos dirán, eufemísticamente, «hechos diferenciales») otorgados por los monarcas, prueban todo lo más, la prominencia de la propia Corona de Castilla, a la que el Señorío de Vizcaya se habría mantenido vinculado constantemente junto con las provincias de Guipúzcoa y de Álava, derivándose de esto incluso enfrentamientos militares de los vizcaínos y guipuzcoanos (es decir, de los castellanos) con el Reino de Navarra, y por supuesto con los «vascos» de Iparralde, súbditos del Rey Cristianísimo, todo ello, ni que decir tiene, en función exclusivamente de los propios proyectos políticos de la Corona Castellana &c., &c. Pero en fin, si la realidad es esta, suponemos contra-argumentarán los ideólogos nacionalistas, peor para la realidad.

{31} Luis González Antón, op. cit., págs. 160-161.

{32} Compruébese el partido que extrae Pedro Insua de este texto en su estupendo trabajo «¿Republicanizar? Pues republicanicemos», en El Catoblepas, nº 56, octubre de 2006, pág. 13.

{33} En expresión de Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba, Madrid 1999, pág. 387

{34} Milton Cáceres Vázquez, «Carta para el levantamiento, para la historia de otro poder, de otro saber, de otro tener y de otro celebrar. Aquí todavía existimos desobedientes», en Resumen Latinoamericano, nº 83 (mayo-junio 2006), pág. 4

{35} Y mucho más, ni que decir tiene, pretender presentar este «retorno» a la «Pachamama» como una suerte de «alternativa» al «desarrollo económico neoliberal» o incluso –y en este punto dudamos realmente de que el delirio pueda dar mucho más de sí– como una «alternativa a las alternativas».

 

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