Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 80 • octubre 2008 • página 8
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En la primavera del 408 –el 1018 de los cristianos– Ali Ibn Hazm entraba otra vez de forma clandestina en Córdoba, que había abandonado cuatro años antes en compañía de su amigo Muhammad Ibn Ishak, cuando la ciudad se rindió a los bereberes. Duran te tres años los dos jóvenes, fanáticos partidarios de los Omeyas, vivieron en Almería, que de una forma puramente nominal, reconocía la soberanía de Hisam II, pero cuando todo el Andalus aclamó al Califato Hammudi a la entrada en Córdoba del Iidrisi Ali, se trasladaron a Levante, poniéndose a las órdenes de un nuevo pretendiente Omeya, Abderraman IV Murtada, biznieto de Abderraman III.
En principio la nueva empresa tenía muchas probabilidades de éxito, pues contaba con el apoyo de los régulos de Almería y de Zaragoza, apoyados por el Conde de Barcelona. Cuando el ejército coaligado se reunió en Játiva, Ibn Hazm, uno de los organizadores centrales del golpe de Estado y acaso el hombre de más confianza de Murtada, recibió el encargo de trasladarse a Córdoba en misión de reconocimiento, para tantear la actitud de la población ante l el primer califa Hammudi, en vista de la próxima llegada del pretendiente Omeya.
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Ibn Hazm había descrito desde el exilio una terrorífica visión del saqueo de su ciudad por los bereberes, aunque tuvo cuidado de no hablar como testigo presencial, atribuyendo sus palabras a «uno que vino de Córdoba». Su panfleto repetía los tópicos tremendistas del desterrado, y por otra parte era un escrito polémico de propaganda contra los nuevos dueños y en defensa de la legitimidad de los Omeyas.» La ruina lo ha trastocado todo. La prosperidad se ha cambiado en estéril desierto; la sociedad en soledad espantosa; la belleza en desparramados escombros; la tranquilidad en encrucijadas aterradoras. Los parajes que habitaron hombres como leones y vírgenes como estatuas de marfil que vivían entre delicias sin cuento, son ahora asilo de lobos, juguetes de los ogros, diversión de los genios y cubil de las fieras»
La realidad era muy distinta a como la había descrito su imaginación resentida. Córdoba era demasiado grande para desaparecer ante un saqueo por muy duro que fuese, mantenía su majestad, sobre todo después del primer momento de horror, y seguía siendo la capital indiscutible del califato. Aunque Ibn Hazm comprobó con dolor como su casa de Balat Mugit en el poniente de la ciudad estaba arrasada y los amigos de su juventud escondidos o dispersos, vio renacer su esperanza de una restauración , cuando fue testigo de la creciente hostilidad del pueblo hacia el nuevo califa y del anhelo y urgencia casi unánime de abrir las puertas al pretendiente.
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Ibn Hazm, al contemplar de nuevo Córdoba, recordaba cómo hacía diez años, bajo el califato de Hisam II y el gobierno del Amiri al-Muzaffar, el hijo y sucesor de Almanzor, se reunía con un grupo de aristócratas, para trazar un ideal de sociedad muy definido. , y revolucionario, a fuerza de ser elitista. Políticamente defendían la legitimidad Omeya y todos sus símbolos : veneraban la bandera blanc= a, opuesta al negro pendón de los Abbasíes. Sus vestidos eran también de un blanco inmaculado, y como todos los soberanos Omeyas, estaban enamorados de mujeres (y de mancebos) rubios.
Esta minoría de elegantes aristócratas de la alta sociedad cordobesa cultivaban la poesía, defendían la expansión del árabe puro, eliminando todo bilingüismo y las particularidades locales, procuraban la originalidad frente a las modas bagdadíes y la brillantez en su creación. Querían reproducir en el plano de la literatura, los ideales del Califato de Occidente: la unidad, la independencia y el alto nivel cultural. De este grupo surgieron los poetas y los creadores de Risalas más notables del final del Califato y de los años cuatrocientos de la Hégira.
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Además de Ibn Hazm –entonces un adolescente de sólo catorce años– formaban parte del grupo su primo, al-Wahhab, el que sería su compañero de destierro Ibn Ishak y sobre todo Ibn Suhayd, dos años mayor que él, pero jefe del grupo y autor de poesías y escritos en prosa y más tarde de una Risala en que cuenta su visita al país de los muertos. Su amistad hacia Ibn Hazm se mantuvo inalterable, hasta el punto de que, poco antes de morir le encargaría de que hiciese su elogio fúnebre.
Emociona con él, por Dios, cuando me enterréis
A todos nuestros compañeros, ardientes y hermosos.
A ellos se añadió un biznieto de Abd al-Rahman III, Abd al-Malik Marwan, al que todos consideraban el mayor poeta del Andalus. Marwan, que llevaba el extraño título de «el Príncipe Amnistiado» había sido protagonista de una romántica historia. A los dieciséis años tan violenta pasión tenía por una esclava –es de suponer que sería rubia– que llegó a matar a su padre, su competidor en amores. En la cárcel escribió la mayor parte y las mejores de sus poesías amatorias, dedicadas erre que erre a mujeres rubias, según la costumbre de casi todos los poetas áulicos de la corte de los Omeyas. Fue indultado por Al-Mansur a los treinta y dos años, aproximadamente por la misma época del nacimiento de Ibn Hazm. Era como el abuelo del grupo revolucionario de los estetas, y a su muerte, que coincidió con la el destronamiento de Hisam y la crisis del califato, asistieron en silencio todos aquellos poetas aristócratas.
Ibn Hazm sentía que gracias a la restauración Omeya, cada vez más cercana, otra vez volverían los tiempos felices de su juventud, y que además podría, junto con sus amigos realizar sus ideales políticos de cultura superior y de legitimismo panárabe, y en fin de expulsar de una buena vez a todos aquellos bárbaros bereberes.
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Los primeros días de su llegada a Córdoba, Ibn Hazm fue testigo del levantamiento del pueblo –incapaz de esperar pasivamente el cambio de régimen– y el asesinato del Califa Ali ibn Hammud, y en vista de esta disposición de la ciudad, que abría las puertas al pretendiente, decidió seguir allí esperando su llegada, disimulando prudentemente su condición de espía. Podía esconder fácilmente sus tendencias políticas, sus aficiones literarias y hasta los blancos símbolos de la bandera legitimista. A lo que no estaba dispuesto a renunciar era al amor, tanto más que no estaba reprobado por la fe ni prohibido por santa Ley, pues lo abrazaban los califas más ilustres y los imanes más piadosos. Y tampoco podía disimular su afición exclusiva por las mujeres rubias, imitando a los soberanos Omeyas y sus parejas, Abd al-Rahman I y Dacha, Abd al Rahman ibn Al-Hakam y Tarub, Muhammad I y Gizlan, Al Hakam II y Subh.
Si se le acercaba una mujer morena, por muy espléndida que fuese –y las mujeres en la Córdoba musulmana eran tan bellas como libres– Ibn Hazm la despedía con el argumento, un poco cínico, de que su primer amor de juventud había sido una esclava rubia, y desde entonces no le gustaban las morenas, aunque brillasen como el sol. En las poesías que escribió entonces no era tan galante, ni buscaba extrañas disculpas a su amor, pues contraponía la blancura de los hombres y mujeres Omeyas a los pendones negros de los abbasíes.
Yerran quienes censuran el color de la luz y el oro
por una necia opinión del todo falsa.
¿Despreciará alguien el color del narciso fragante
o el color de las estrellas que brillan a lo lejos?
Sólo las criaturas de Dios, alejadas de toda ciencia
prefieren los cuerpos negros, de color de carbón:
negro es el color de los moradores del infierno;
negro el vestido de quienes están de luto por un hijo;
y desde que aparecieron las banderas negras
los hombres están seguros de que no llevan a la fe.
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Desgraciadamente el ejército de Murtada, con el que Ibn Hazm y la quinta columna Omeya de Córdoba estaba en contacto a través de los disimulados informadores que viajaban en camino de ida y vuelta por los caminos del Andalus y del Levante, demoró casi un año el avance sobre la ciudad. Abd al-Rahman IV, decidido a suprimir cualquier bolsa de resistencia, o simplemente mal aconsejado, quiso acabar con los bereberes ziríes del feudo de Elvira, antes de la toma, al parecer fácil, de la capital. No contaba con que dos aliados tan poco seguros como los gobernadores de Almería y Zaragoza y de forma indirecta el mismo Conde de Barcelona, iban a desertar ante esa primera dificultad, y tampoco contaba con la feroz resistencia de los bereberes, que terminaron dispersando al mermado ejército asaltante.
Un año después de haber llegado a Córdoba, Ibn Hazm se dio cuenta de la consolidación del califato Hammudi que había heredado al-Qasim, y sobre todo del asesinato del pretendiente a manos de sicarios, obedecientes a alguno de sus muchos e invisibles enemigos. Volvió entonces a Játiva, que al parecer seguía siendo el foco de resistencia Omeya, y allí, después de advertir que Abd al-Rahman III Nasir y toda la saga de sus descendientes eran también –no faltaba más– rubios, recordó el encendido poema que había escrito a su amigo Murtada.
Te amo con un amor inalterable
Mientras tantos amores son sólo espejismos.
Te consagro un amor puro y sin mancha:
en mis entrañas queda grabado y escrito tu cariño.
Si en mi espíritu hubiese otra cosa que tú
la arrancaría y desgarraría con mis propias manos.
No quiero de tí otra cosa que amor;
fuera de él no te pido nada.
Si lo consigo la Tierra entera y la Humanidad
serán para mí moléculas de polvo
Y los habitantes del país, insectos.
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Esta poesía da idea de la intimidad de Ibn Hazm con los más altos dignatarios de la corte de los Omeyas, y explica además su influencia en la política y en el nombramiento de los Califas. En vista del fracaso de Abd al-Rahman IV, tiene que esperar unos cuantos años, hasta que aparezca una nueva ocasión, pero mientras tanto no pierde el tiempo y escribe en Játiva un precioso tratado de amor, El Collar de la Paloma, dedicado a un amigo que le escribe desde Almería y que después le visita tras un largo viaje. Ibn Hazm no da su nombre, probablemente por ser uno de los componentes del grupo pro-Omeya, que necesita vivir en secreto en tierra de enemigos políticos.
Ibn Hazm emplea para redactar su escrito dos o tres años, pues se trata de un escrito difícil, al mismo tiempo sistemático –es una descripción exhaustiva de todas las innumerables señales, causas, personajes, lances, clases de amor, cumplimiento feliz o final desgraciado de la unión amorosa– y autobiográfico e histórico, pues junto al autor aparece una infinidad de sujetos conocidos por experiencia o tradición. Además El Collar alterna la prosa con ricos poemas, en que una idea se repite en mil variantes en grupos binarios de versos al estilo de los orientales. Y lo que es más importante es una obra totalmente acabada, que se ha recompuesto sin prisa, hasta no dejar ningún cabo suelto en un tema que nada fácil de apresar.
Recién terminado el libro, hacia el año 413 –el 1022 de los cristianos– Ibn Hazm recibe un inesperado encargo. El pueblo de Córdoba, cansado ya del califato Hammudi, se subleva contra Al-Qasim y, después de consultar con los legistas Islámicos toma la decisión de elegir un Califa entre varios candidatos. El proceso constituyente reproduce a escala mayor la Shura, establecida por primera vez por Umar, cuando a su muerte encarga a un comité de seis notables que elijan entre ellos al sucesor, que resultó ser precisamente el primer Omeya, Utman. Pero antes de embarcarse por este camino los cordobeses toman la precaución de encargar al intelectual de mayor prestigio, que les señale las condiciones exigidas por Ley a cualquier futuro Califa.
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Ibn Hazm elabora detenidamente su dictamen, teniendo en cuenta toda la historia del Islam desde su comienzo en Mahoma y los cuatro imanes ortodoxos. Por supuesto que la monarquía es la única forma legal de gobierno, pues la república es anticanónica y antijurídica y encima de todo eso termina disgregando el Estado. Lo mismo sucede fatalmente con una monarquía elegida por el pueblo y con el nombramiento de los hijos o incluso de los familiares, como en el caso de los sucesores de Ali, porque entonces la elección rara vez recae sobre el príncipe bien dispuesto para gobernar. El heredero debe cumplir una exigencia mínima :ha de pertenecer a la tribu de Qurays, la misma de Mahoma, y precisamente la misma de los Omeyas.
En cuanto al sistema de nombramiento, Ibn Hazm respeta la tradición de los primeros Califas y la eleva a rango de Derecho Constitucional. Mahoma designó en vida a su suegro y más fiel seguidor, Abu Bakar que a su vez tomó de heredero al otro compañero del profeta, Oman. El problema se plantea cuando el soberano se muere sin haber señalado a su sucesor, y en este caso procede elegirlo por medio de compromisarios nombrados por el anterior monarca, como sucede con Uzman, el primer Omeya, o por reconocimiento expreso de la comunidad. Esta última será la solución que defiende Ibn Hazm para la situación de aquel momento.
Antes de su elección y nombramiento la Comunidad someterá a los candidatos a un severo examen. Además de ser varón, musulmán y perteneciente a la tribu de Qurays, necesita ser mayor de edad, conocer la Ley musulmana y no ser pecador público. Tendrá mayor derecho quien se aventaje en conocimientos teológicos, cumpla la ley también en privado y evite las faltas más leves en público. Ibn Hazm concreta más su propuesta, aconsejando que la comunidad de Córdoba, elija el Califa entre una terna de príncipes Omeyas –los sucesores de Ali, aparte de ser consanguíneos en primer grado, herejes y cismáticos, habían quedado desplazados al Oriente del Islam–.
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En cuanto los cordobeses recibieron el dictamen de Ibn Hazm dispusieron a poner en práctica su extraordinaria decisión. No faltaban príncipes descendientes de los Omeyas –el primer Abd al-Rahman ya había tenido once hijos y otras tantas hijas, y al Califa Abd al-Rahman III Nasir siguió una innumerable saga de príncipes. Tres de ellos presentaron a la comunidad de los creyentes su candidatura, después de haber comprobado los juristas su cultura superior, su conocimiento de la Ley sagrada y su intachable conducta. La elección tuvo lugar en la Gran Mezquita, el mes santo de Ramadán del año 413 de la Hégira, correspondiente al 1023 de los cristianos. Ibn Hazm, que tan decisiva influencia tuvo en este original proceso constituyente, no había cumplido todavía los treinta años.
La elección recayó en Abd al-Rahman, un hombre joven y de una cultura extraordinaria, que tomó el nombre de Mustazhir. Su primera medida fue nombrar visires a Ibn Hazm, que había vuelto a Córdoba por tercera vez, a su amigo Ibn Suhayd y a su primo Abd Al-Wahhab entre otros, es decir a la aristocracia legitimista y esteta del Califato de Hisam, que al parecer veía cumplido su ideal político. El gobierno sólo duró un mes y medio, cuando Mustazhir fue ejecutado y sus ministros encarcelados, y nadie se explica la prisa de los cordobeses en eliminar al candidato que ellos mismos acababan de elegir y a su visir, que había organizado tan cuidadosamente el paso pacífico al nuevo gobierno. Sólo cabe una hipótesis. Aquel grupo formado por un Califa, sus compañeros y sus mujeres rubios, amenazaban con convertirse en un foco de racismo, que para colmo pretendía sumergirlos en una cultura superior, exclusivamente árabe. En estas circunstancias los ciudadanos tirando a marrón oscuro, o simplemente de pelo y ojos negros, vieron espantados cómo se les consideraba súbditos de ínfima categoría y antes de que la cosa pasase a mayores, organizaron una pequeña revolución. Todo tiene su lado positivo, ya que gracias a ella Ibn Hazm se alejó definitivamente de la política y en su retiro de Montija construyó un gigantesco sistema filosófico y una completa enciclopedia científica, adelantándose en más de un siglo a toda la sabiduría occidental.
Yo soy el sol que brilla en el cielo de las ciencias
pero mi defecto es que mi oriente es el Occidente.