Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 81 • noviembre 2008 • página 3
Son diversos, ciertamente, los sentidos del término; y de todos ellos sólo unos pocos me interesan en este momento. Así, no entraré en los vericuetos de llamado principio de indiferencia, que no es sino la afirmación de una igualdad de probabilidades, al modo de Laplace, quien sostiene que cuando no existan motivos suficientes para sospechar que algo haya de suceder mejor que cualquier otra cosa, todos los hechos posibles presentan idéntica probabilidad (y lo mismo, igualmente, en el ámbito del acontecer humano). Algo, creo yo, que pareciendo una simple evidencia, encierra, no obstante, una enorme confusión, por no decir una rotunda falsedad, puesto que eso sería así si lo fuese realmente; pero el problema es si, en efecto, existe alguna circunstancia en la que no existan esos motivos suficientes, porque resulta cuanto menos discutible que haya alguna situación tal en la que no se den sobradas razones para pensar que no sea más el caso de a que el de b. No es menester, para ello, acercarnos al determinismo: nos basta, tal vez, con oponer a este principio de razón insuficiente el leibniziano principio de razón suficiente, según el cual nada existe o acontece, ni es de una determinada forma y no otra, a menos que exista una razón suficiente para que sea así y no de otro modo. Y supuesto eso, y supuesto también que exista una razón suficiente para que se dé a, no puede haberla, al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto, para que se dé b; siempre, claro está, que ambas sean dos alternativas opuestas sobre un mismo suceso. De manera que lo que nosotros consideramos una equiprobabilidad tal vez no sea sino una apariencia que se nos muestra debido a una falta de conocimiento pleno de esas razones de las que hablamos. Quizás antes de iniciarse un determinado proceso puede pensarse que hay dos o más alternativas que cuentan con la misma probabilidad de darse, pero una vez puesto en marcha, la probabilidad se decanta inevitablemente hacia una de ellas, que no es otra que la que acaba dándose; y hasta cabría decir que se da de una forma necesaria. Por ejemplo, antes de arrojar una moneda al aire cabe pensar que cara y cruz son alternativas igualmente probables, pero no bien ha salido arrojada de mi mano, la equiprobabilidad deja de existir y es un mero espejismo pensar lo contrario, porque debido a razones diversas (sin ir más lejos, la fuerza con la que la he lanzando que provocará, entre otras cosas, que dé un determinado número de vueltas antes de volver a caer), en ese momento se han dado las condiciones necesarias y suficientes que decidirán la cara o la cruz, por más que, naturalmente, nosotros no sepamos cuál de ellas será, mas eso no significa que al llegar la moneda otra vez a mi mano o al suelo exista la misma probabilidad de que nos encontremos cara o cruz, lo que ocurre, sencillamente, es que nosotros ignoramos los acontecimientos que desde el mismo momento de salir la moneda al aire condicionan cuál de las dos alternativas se dará finalmente. Y me parece que es inútil pensar que pueda ser de otro modo. De manera que cabría conjeturar que la equiprobabilidad es puramente teórica, o acaso cabría decir también absolutamente a priori, porque lo cierto es que una vez puesta en marcha la cadena de actos que conducirán a un determinado resultado, tal equiprobabilidad deja inmediatamente de existir. De manera que si por equiprobabilidad se entiende la imposibilidad de predecir a priori un suceso concreto, entonces tal es lo que sucede, en efecto, en muchísimas ocasiones y en los más variados ámbitos (siempre, desde luego, que ninguno de los sucesos en cuestión sea imposible o altamente improbable, es decir, siempre que la probabilidad de que se dé cualquiera de ellos sea similar), pero si lo que se afirma es que, en términos, absolutos, todas las alternativas cuentan con la misma probabilidad de darse finalmente, eso me parece no sólo muy discutible, sino enteramente engañoso y falso. Y hasta creo que en el mundo de la mecánica cuántica si finalmente hallamos vivo o muerto al gato de Schrödinger, es porque, en último término, ha existido algún motivo que ha provocado uno de los dos estados con preferencia al otro, o de lo contrario nada sucedería, es decir, ninguna de las dos probabilidades se acabaría imponiendo a la otra, o lo que es lo mismo: el gato estaría vivo y a la vez muerto, lo que es absurdo. Es evidente que posible no es lo mismo que probable; de ahí que aun cuando existan varias alternativas ninguna de las cuales es imposible, eso no significa que todas ellas sean igualmente probables; pero me parece también que aun en el caso de que la probabilidad de que se dé cualquiera de ellas sea similar, tal equiprobabilidad es meramente teórica: puesto en marcha un suceso dado y el conjunto de actos que llevarán a él, sólo una de ellas se dará, tornándose las otras, desde ese mismo momento, no sólo altamente improbables, sino incluso hasta imposibles. De lo contrario, ¿por qué acaba por suceder una en lugar de las otras? Al final va a resultar que Einstein murió teniendo razón al sospechar que Dios no juega a los dados, entre otras cosas porque aun en el supuesto de que lo hiciera, tal vez el propio juego de dados es menos aleatorio de lo que pudiera parecer.
Decía Gauss que cuando un filósofo dice algo verdadero, entonces es trivial, y que cuando dice algo que no es trivial, entonces es falso. Seguramente tal afirmación es injusta hablando de los filósofos en general, o al menos tan acertada como pueda serlo referida a los matemáticos cuando se dedican a disparatar (y yo no digo que sea el caso de Gauss) sobre cuestiones que no son de su competencia. Pero, si injusta con los filósofos, tal vez respecto a mí, que ni siquiera lo soy, resulte del todo atinada, de tal suerte que es muy probable (ahora sí) que lo que he dicho no sea sino un lugar común o una tontería. De manera que dejemos estas cuestiones a los expertos, porque
Quae neque confirmare argumentis neque refellere in animo est: ex ingenio suo quisque demat vel addat fidem.
[«No es mi intención afirmar o rectificar con argumentos estas cosas: que cada cual, según su ingenio, les quite u otorgue crédito», Tácito, Germania, III: 4],
y hablemos de la indiferencia desde otras perspectivas, en las que, si no más experto, siquiera soy más atrevido.
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Tal vez médicos y psicólogos tengan un gran campo de trabajo con aquella indiferencia que nace de la abulia, pero no es gran cosa lo que a mí me interesa en este momento. Se trata, en sentido estricto, de una enfermedad de la voluntad, consistente en una profunda incapacidad para pasar a la acción. La intencionalidad y el propósito del abúlico permanecen intactos, pero su capacidad para dar el paso desde ellos al acto como tal se encuentra profundamente mermada. Dicen que a veces puede ser innata, y consecuencia, otras, de algún trastorno físico o psíquico (depresión, psicastenia, &c.). Sospecho, sin embargo, que ocasiones hay en las que tiene su origen en la simple pereza, y hasta en la mera estupidez. En este caso, hablar de abulia no es sino una forma eufemística o cortés para referirse a la vagancia, al temor o a la dejadez de un sujeto a quien nada hay capaz de conmoverlo o interesarle, mas no por un exceso de flema, sino por un defecto de inteligencia y curiosidad. La indiferencia de un abúlico de estas características no es más que anestesia afectiva e intelectual, y pone de manifiesto una absoluta negligencia hasta para ser indiferente, puesto que no cabe que opte por la indiferencia y la practique quien previamente no se haya tomado la molestia de comprender la profunda distancia que media entre ser indiferente y ser vago. Tales individuos han sido muy bien retratados por Ambrose Bierce:
«¡Eh, hombre aburrido! –gritó la esposa de Indolencio–.
Te has vuelto indiferente a cuanto en la vida hay.
¿Indiferente? –farfulló él con una lenta sonrisa–.
Lo sería, querida, pero el esfuerzo no merece la pena»
[Diccionario del Diablo, voz 'Indiferente'].
Claro que si la indiferencia llega hasta el extremo del quietismo, del que hablan Molina y otros, de ese abandono perinde ac cadavere en Dios, de la quiês mentis, en tanto que quietud o serenidad espiritual, que acaso haya de ser considerada virtud, mejor que defecto; y aun virtud que no puede ser alcanzada sin la ayuda de Dios, y que supone un pleno abandono del alma a la voluntad divina como medio para alcanzar la unión con el Altísimo, sin que se precise de ninguna otra práctica religiosa, entonces lo único que tengo que decir es que yo de todo esto todavía sé menos que del principio de indiferencia.
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En la tradición cínica y estoica se consideran indiferentes (ἀδιαφορά) todas aquellas cosas neutras desde el punto de vista moral; que no contribuyen, pues, a la felicidad ni son en sí mismas buenas ni malas:
«los estoicos –afirma Sexto Empírico– dicen que, entre las cosas indiferentes, unas son apreciadas, otras despreciadas y otras ni apreciadas ni despreciadas. Apreciadas, las que gozan de suficiente estima, como la salud y la riqueza; despreciadas, las que no gozan de suficiente estima, como la pobreza y la enfermedad; y ni apreciadas ni despreciadas, cosas como extraer o contraer el dedo» [Hipotiposis Pirrónicas, III: 191].
Mas el que tanto las apreciadas como las despreciadas sean consideradas, sin embargo, indiferentes, es debido a que, como antes señalábamos, no son, esencialmente, ni buenas ni malas ni contribuyen, de manera primordial, a nuestra dicha o a nuestra infelicidad. De hecho, en otro lugar aclara Sexto los sentidos en que los estoicos utilizan el término «indiferente»:
«En un primer sentido, es «aquello hacia lo que no hay inclinación ni aversión», como lo es lo de que las estrellas o los pelos de la cabeza sean en número par. En otro sentido, es «aquello hacia lo cual surge inclinación o aversión, pero sin preferencia por una u otra cosa», por ejemplo, cuando entre dos monedas idénticas de cuatro dracmas debe elegirse una de ellas; pues se produce una inclinación a elegir una de ellas, pero sin preferencia por una u otra. Y en un tercer sentido, dicen que lo indiferente es «aquello que no conduce ni a la felicidad ni a la desdicha», como la salud o la riqueza; pues dicen que es indiferente aquello de lo que es posible servirse unas veces bien y otras mal» [Hipotiposis Pirrónicas, III: 177].
Parece claro que el primer y segundo sentido se corresponde con el de las cosas que no son ni apreciadas ni despreciadas (como extraer o contraer el dedo), en tanto que el tercer sentido –el único verdaderamente pertinente, puesto que la indiferencia asociada a los otros dos es enteramente obvia– englobaría aquéllas que unas veces son apreciadas y despreciadas otras, y la razón para considerarlas indiferentes no es más que, con independencia del deseo o rechazo subjetivo que susciten en nosotros, el que pueden ser usadas tanto para el bien como para el mal, y el que no nos hacen, en el fondo, ni más dichosos ni más desdichados.
Ahora bien, entiendo que el mezclar ahí la indiferencia moral con la felicidad induce a ciertas confusiones. No tengo demasiadas dificultades en admitir que aquello que puede ser usado bien o mal es moralmente indiferente, dependiendo, sin duda, su valoración moral del uso que de ello se haga. Y hasta admito igualmente que ese pueda ser el caso no sólo de la riqueza, sino también de la propia salud y enfermedad. Mas que estas últimas (y tantas otras cosas que acaso sean indiferentes desde una perspectiva moral) lo sean igualmente cuando la mira se pone en la dicha o la desgracia, considero que es asunto muchísimo más discutible. Digámoslo de forma más general: si lo que los estoicos quieren decir es que todo aquello que resulta indiferente en sentido moral lo es también, y acaso por ello, desde el ámbito de la dicha y el bienestar, al punto que solamente la virtud (con independencia, ahora, de en qué consista está) nos haría propiamente felices, entonces sostengo que están equivocados. Estar sano no es, ciertamente, una virtud, pero no sé yo cómo pueda afirmarse que no nos hace ni más ni menos dichosos que el estar enfermos. Ya en alguna ocasión he dicho que aprecio la aceptación y la entereza que el estoicismo me pide ante la adversidad, pero que se me exija que goce con ella, o siquiera –no deseo incurrir en la caricatura– que se me diga que mi bienestar nada tiene que ver con ella, que me es, si bien lo miro –utilicemos el término– del todo indiferente, me parece que es ir un punto más allá de lo razonable. Porque sucede incluso que aun en el supuesto de que en unas circunstancias dadas me fuera preferible la enfermedad a la salud –podrían ensayarse ejemplos no del todo irrazonables, siempre que estemos hablando, claro es, de una enfermedad pasajera y leve, o al menos perfectamente curable, porque de lo contrario es obvio que al final la indiferencia será absoluta–; aun en ese supuesto, no diré que salud y enfermedad me son indiferentes, sino que lo que ha sucedido es que ha cambiado el objeto de mi preferencia. En realidad, para decirlo de una forma tajante, nada apreciable o despreciable es indiferente cuando se enfoca el asunto desde la óptica no de la moral, sino del bienestar. De lo contrario, ni lo apreciaríamos ni los despreciaríamos, sino que nos daría exactamente igual, es decir, nos resultaría, ahora sí, del todo indiferente.
Y, sin embargo, puedo estar de acuerdo en pocas son las cosas verdaderamente apreciables y por las que merece la pena tomarse algún desvelo. O, si se quiere decir de otro modo, mucho más amplio es el sector de lo que debiera suscitar nuestra completa indiferencia. Ponemos no pocas veces todo nuestro empeño en metas tan ridículas como vanas, olvidando que aquello que puede contribuir a proporcionarnos una vida razonablemente dichosa, es tan sencillo como hacedero. Mas esto mismo no puede sernos indiferente. Muchas cosas son merecedoras de nuestro desdén, pero no todas; porque si la propia indiferencia constituye un alto ideal (y yo así lo creo), entonces no puede ser ella misma indiferente. No estoy dispuesto, en consecuencia, a seguir a Sexto cuando en controversia con los estoicos argumenta –acaso con una dialéctica en exceso sofística– que nada hay indiferente:
«puesto que cada una de las cosas llamadas indiferentes unos dicen que es buena y otros que mala, mientras que si de verdad fuera indiferente por naturaleza todos estimarían del mismo modo que ella es indiferente: entonces nada es indiferente por naturaleza» [Hipotiposis Pirrónicas, III: 193];
aunque justo es reconocer que es el propio estoicismo el que le empuja a esa conclusión, puesto que no deja de resultar paradójico decir que hay cosas apreciadas y despreciadas que son, no obstante, indiferentes, ya que, como antes apuntábamos, si realmente son tal, entonces no serán ni lo uno ni lo otro, vale decir, ni apreciables ni despreciables. Cosa distinta es que hubiera que entender que lo que los estoicos quieren decir es que la gente considera apreciables y despreciables cosas que, en realidad, son indiferentes. Tal lectura dejaría sin peso la argumentación de Sexto y también la mía, que me apresuraría a sumarme, en ese punto, al estoicismo, porque eso no es sino una radical, rotunda y hasta perogrullesca verdad. Pero entendiendo que lo que se dice es que hay cosas apreciables y despreciables en sí mismas (como la salud y la enfermedad) que son, sin embargo, indiferentes, entonces eso, sobre resultar incongruente, es sencillamente falso.
Como quiera que sea, de dar por buena la conclusión de Sexto nos colocaríamos en oposición al pirronismo (y, sin duda, eso es lo último que él desearía). Y es que tanto si optamos por seguir la interpretación que de Pirrón hace la tradición escéptica (la interpretación, pues, del propio Sexto), como la académica, es decir, el Pirrón de Cicerón, quien antes que como un escéptico lo presenta esencialmente como un moralista dogmático (de hecho, Cicerón ni lo menciona entre los antecedentes del escepticismo, que nacería, según él, con Arcesilao), en cualquiera de los dos casos existe una plena coincidencia en considerar esencial al pirronismo la doctrina de la indiferencia (ἀδιαφορία). La contradicción, de todos modos, seguramente no es tan grande, porque la indiferencia (aunque Cicerón no parece advertirlo) por fuerza conduce a la afasia y la epojé típicamente escépticas, en tanto que estás es del todo factible que engendren la adiaforia. Que lo esencial en su pensamiento sea ésta última, y que haya que concluir, como hace Brochard, que su escepticismo procede de su indiferencia y no al revés, y concluir, asimismo, que el escepticismo completo y acabado de Pirrón sea en realidad obra de quienes se reclaman sus discípulos, o que, al contrario, haya sido el maestro el escéptico que ellos dicen, no es asunto que ahora deba preocuparnos en exceso: lo esencial es que Pirrón parece haber hecho de la indiferencia (acaso hasta la apatía) el único camino posible para alcanzar la ataraxia, la serenidad de ánimo y, en último término, la única dicha posible.
«Todo me es igual», debía de decir Pirrón, y acaso por eso ni siquiera se molestó en escribirlo. Mas aun admitiendo que se trata de sabio consejo y excelente fármaco que añadir a los de Epicuro, sospecho yo que ha de hacerse de él un uso prudente, porque, al igual que ocurre con cualquier medicina, tal vez en exceso mata, más que cura. No a todo podemos ni debemos ser indiferentes, porque ello supondría incurrir unas veces en la inmoralidad y otras en la estupidez: en ser, en sentido estricto, idiotas, esto es, ocupados en exclusiva de nuestros propios asuntos, sumidos en una especie de autismo afectivo e intelectual. Pero a decir verdad, aquello de lo que no podemos o no debemos desentendernos no son más que un puñado de cosas, tan pocas que acaso quepa contarlas con los dedos de una mano. Y yo no dudo que la indiferencia pirrónica también las hacía a un lado, y se aplicaba sobre el resto, sobre la inmensa mayoría que, en verdad, pueden y deben resultarnos indiferentes. Ningún otro medio se me ocurre para alcanzar un cierto sosiego y plantar cara a los reveses de la vida. Y en ese sentido, yo no vacilo en afirmar que más que a la felicidad –¡esa quimera!– debemos aspirar a la indiferencia. Es muy poco aquello por lo que merece la pena perturbarnos y derramar una lágrima:
quid tibi tanto operest, mortales, quod nimis aegris
luctibus indultes
[«¿Qué grave cosa te ocurre, mortal, para entregarte
a llanto tan extremado?» Lucrecio, De rerum natura, III: 933-934].
Considéralo un instante y comprenderás que muy pocas cosas merecen un lamento y menos aún un llanto extremo, y, desde luego, ninguna de esas bagatelas y minucias con las que nos empeñamos en amargarnos la existencia y que las más de las veces tienen asiento en nuestra vanidad o en nuestra ambición. Para curarse de ambas, no está de más recordar que pasado un tiempo variable todos estaremos en ese lugar donde no existirá ocasión para ambiciones ni deseos ni lamentos. ¿Qué importa nada si todo ha de acabar un día en unas paladas de tierra o un horno crematorio?
«El afán vacuo de una procesión triunfal: acciones de escenario, cuadrillas, tropeles, duelos a lanza, huesillo tirado a cachorros, cebo para los estanques de peces, desgracias y trabajo de hormigas, carreras de ratoncillos sobresaltados, muñequillos movidos por hilos. Es preciso, por tanto, permanecer firme entre esto sin cacareos y con buen ánimo, pero con la comprensión de que cada uno vale tanto como vale aquello por lo que se afana» [Marco Aurelio, VII: 7.4].
Mas nada tan valioso como la indiferencia misma, porque renunciar es vencer y mostrarse indiferente es situarse un palmo por encima de aquello que desdeñamos. Y siendo la indiferencia nuestro afán, con ella crecerá nuestra valía y dejaremos de ser hormigas o ratoncillos sobresaltados por amenazas inexistentes o fantasmas imaginados, para ser simplemente hombres que se saben mortales y que comprenden que casi nada merece la pena. Y que comprenden también que aunque tenga razón Tolstói y la vida sea una broma de mal gusto que nos han gastado (expresión contundente, mas sin duda exagerada, porque no sé yo cómo puede haber broma sin existir bromista), aun en ese caso, preferibles a la soga o el balazo (para lo que, después de todo, siempre habrá tiempo), o a la búsqueda estéril de un dios inexiste, son la renuncia y el aguante, y con ellas la indiferencia,
«y, a pesar de ello, vivir, asearse, vestirse, comer, hablar e, incluso, escribir libros» [Tolstói, Confesión, VII],
algo que el gran escritor ruso consideraba «repugnante y doloroso», pese a que nunca dejó de practicarlo, ni siquiera cuando, desechado el recurso a la cuerda o a la bala, se dedicó a perseguir una fe que, con excelente criterio, su razón le mostraba absurda. Yo tengo un profundo respeto por espíritus como el suyo, pero no los entiendo. No sé a qué esa obsesión de buscar un sentido más allá del sentido, de empeñarse en que la vida tenga un sentido más allá de ella misma, para acabar –porque ahí es donde acaban siempre– sintiéndose huérfanos de Dios (menos propensos suelen ser a las soluciones drásticas y violentas que pongan fin a la broma). Más cerca que de ellos, me encuentro yo de Epicuro, Marco Aurelio o Pirrón, y si Tolstói me dejara completar su lista con dos o tres cosas más, no otra cosa espero sino gozar de ellas largo tiempo. Sí, incluso escribir libros…, aunque nadie los lea.