Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 81 • noviembre 2008 • página 5
El sur de Israel es nuevamente agredido por los misiles del Hamás desde Gaza, pero no detiene su creatividad. En la ciudad de Ashkelón, durante la última semana de octubre, se llevó a cabo la quinta edición del Ojo Judío –así se denomina el Festival Mundial de Cine Judío que anualmente organiza la ciudad.
En esta ocasión, despertó la atención del público una insospechada asistente: Bettina Goering, sobrina nieta del jerarca nazi. Hermann había adoptado al padre de Bettina, Heinz, quien durante toda su vida fue admirador del genocida.
A fin de neutralizar el estigma familiar, Bettina escapó de su hogar a los trece años, vivió en la India, se hizo esterilizar, cambió su nombre (oculta el nuevo para evitar ser localizada por los neonazis) y finalmente llegó a Israel. Asumió su peculiar viaje como expiatorio, después de haber trabado amistad con una pintora australiana cuya familia fuera víctima de la Shoá.
Acerca de esa amistad trata el documental australiano Líneas de sangre, de Cynthia Connop, para cuya presentación Bettina llegó a Ashkelón. La película ha removido aquí el viejo y doloroso tema de la relación de los judíos con los alemanes, desde una perspectiva que recuerda la novela Recordar y olvidar (1968) del israelí Dan Ben-Amotz (1924-1989), cuyos padres murieron en la Shoá.
Ben Amotz se educó en la Aldea Juvenil de Ben Shemen (en donde su consejero fue el actual presidente de Israel, Shimon Peres). Su novela narra el viaje a Alemania de Uri Lamm, cuya familia había sido asesinada en la Shoá. Su travesía para gestionar una compensación económica, fue precedida por dudas y dilemas que se agravan cuando Uri, en Frankfurt, se enamora de la alemana Bárbara Stahl.
Alemania no es un país más
En la conciencia del colectivo judío contemporáneo, Alemania no es un país más. Dos características distinguieron su relación para con los hebreos: una judeofobia de inveterada virulencia, y el proverbial patriotismo alemán de muchos de sus israelitas. Ambos aspectos se aquietaron con el Holocausto.
Del nacionalismo de los judíos, un notable ejemplo fue el filósofo kantiano Hermann Cohen quien, en su ensayo Germanismo y Judaísmo (1916), adujo que el judío es el alter ego del alemán, ya que, Alemania es la «patria de la religión» que resume el ideal ético mesiánico del judaísmo. Por ello, según Cohen, los judíos de todos los países deberían reverenciar a Alemania.
En cuanto a la judeofobia alemana, ésta destacó mucho antes del Holocausto, y pervivió después de él. Ya en la Edad Media, la Peste Negra y los libelos de sangre fueron especialmente letales en ese país, y bien entrada la segunda mitad del siglo XX, resaltaba en su furia. En 1969, la Nueva Izquierda alemana intentó hacer estallar el salón de la comunidad judía de Berlín durante un homenaje a las víctimas del nazismo, y fue alemana la banda que en 1976 mantuvo secuestrados a los judíos en el aeropuerto de Entebbe, Uganda.
Permítaseme introducir un dato autobiográfico relevante. Mi esposa Ruth y yo residimos unos años en el hermoso vecindario hierosolimitano "Colonia alemana". Fue fundado en 1877 por los templarios, una secta pietista que se escindió del luteranismo y se radicó en la Tierra Santa para acompañar las visiones de los profetas. El tiempo fue deteriorando su religiosidad, pero no su creciente nacionalismo que, hacia la Segunda Guerra, los encontró leales receptores del nazismo. Por ello terminaron siendo expulsados de la Palestina británica.
A la Alemania de la que provenían los templarios la agitaba la judeofobia, y durante la primera mitad del siglo XIX se intentó racionalizarla. Bruno Bauer en Die Judenfrage (1843) denuesta el "espíritu nacional judío": todos los sufrimientos de los judíos se debían a su exclusivismo. Al negar el cristianismo, el judaísmo rechazó el universalismo y el progreso, convirtiéndose en religión estéril y anquilosada. (Bauer en su vejez se mudó a la extrema derecha y comenzó a acusar a los judíos de provocar las revoluciones de cada país).
Por su parte, el compositor Richard Wagner comenzaba brutalmente su ensayo La judería en la música (1850): «Debemos explicarnos por qué nos repele la naturaleza y personalidad de los judíos... Para comprender nuestra repugnancia instintiva por la esencia primaria del judío, consideremos primero…»
Las justificaciones «científicas» no provenían sólo desde lo sociológico. Un pionero que había pasado inadvertido fue Karl Grattenauer, quien en 1803 había ofrecido una explicación de vanguardia de por qué los judíos tienen mal olor: hay un fedor judaico producido por cierto amonium pyro-oleosum.
La creencia de que los judíos constituían una raza separada, oriental, se difundió ampliamente durante la segunda mitad del siglo XIX, y en Alemania se tradujo también al mundo de la política. Bajo el gobierno de Bismarck, se entendió cínicamente que el odio podía ser instrumento para completar la unificación de la nación.
El primero en organizar el uso de la judeofobia como levadura para un movimiento de masas fue Adolf Stoecker, y su berlinés Partido de Trabajadores Cristiano-Socialistas (1878) que inspiró a todo un movimiento estudiantil a partir del Verein Deutscher Studenten de 1881.
El filósofo Johann Fichte enseñaba que el alemán era la lengua original de Europa (Ursprache), que los alemanes eran la nación original (Urvolk), y que a los judíos… «¿Darles derechos civiles? No hay otro modo de hacerlo sino cortarles una noche todas sus cabezas y reemplazarlas por otras cabezas que no contengan un solo pensamiento judío. ¿Cómo podemos defendernos de ellos? No veo alternativa sino conquistar su tierra prometida y despacharlos a todos allí. Si se les otorgan derechos civiles van a pisotear a los otros ciudadanos».
El imperio alemán constituido en 1871, extendió la igualdad jurídica a todo el territorio nacional. La Emancipación no fue allí el efecto de una sublevación popular como en Francia, ni de una evolución gradual como en Inglaterra. La democracia y la igualdad para los judíos fueron allí decisiones tomadas desde arriba para modernizar al país. Sin embargo, el pueblo seguía viéndolas como modas extranjeras que infectaban las fuentes sagradas del espíritu alemán. Por esa época nacía la Liga de los Antisemitas de Wilhelm Marr, quien inventó la equívoca voz «antisemitismo». El académico Heinrich von Treitschke les otorgó respetabilidad.
En 1882 se reunió en Dresden el Primer Congreso Antijudío, y a principios de esa década se propuso la doctrina de la judeofobia racial. Para su iniciador, Eugen Dühring, «habrá un problema judío aún si cada judío le da la espalda a su religión y se une a una de nuestras principales iglesias».
El «racismo» alemán fue paradójico: en su vastísima literatura acerca del «veneno judío», y a pesar de la enorme infraestructura montada para combatirlo, no halló jamás una definición racial del judío. Nunca llegaron más allá de definirlo como alguien cuyos abuelos profesaron la religión judía. Así y todo, algunos fanáticos construyeron sistemas escatológicos muy elaborados en los que la lucha entre la raza aria y la semita era la contrapartida de la lucha final contra fuerzas diabólicas.
Un papa alemán
El vínculo entre la germanidad y los judíos volvió a agitarse con la designación, en 2005, del primer papa alemán en medio milenio. Los temores de su origen eran fundados, debido a la militancia nazi de Benedicto XVI en su juventud, un baldón que debería haberlo llevado a la máxima cautela en su actitud hacia los judíos. Algunas de sus medidas justificaron restrospectivamente la inquietud por su elección.
Una de ellas, fue la restitución a la liturgia católica de la oración del viernes pascual, que pide orientación para los «pérfidos judíos» (basada en 2 Corintios 3:13). La Iglesia venía desembarazándose de la oración judeofóbica. En 1955 ordenó que la expresión fuera reemplazada por «descreídos», y en 1960 que fuera removida del todo. Benedicto XVI ha impulsado el retorno a la fórmula tradicional.
Otro ejemplo es su apología de Pío XII, quien fuera papa durante el nazismo, y cuya beatificación en trámite fue defendida por el actual papa en una solemne misa, el pasado 8 de octubre.
Unos días después, en el marco del Sínodo Vaticano al que asistieron 253 cardinales, arzobispos y obispos, el Gran Rabino de Haifa, Shear Yashuv Cohen, pidió que la Iglesia rechazara la honra a Pío XII, y que condenara activamente las amenazas de los ayatolás de destruir Israel. (Cohen fue el primer judío en dirigirse a un sínodo vaticano).
Finalmente, el proceso de beatificación de Pío fue postergado, y se anunció que llevará varios años catalogar los 16 millones de documentos referidos a su papado durante el Holocausto. Pero la postergación se vio empañada por la exigencia de Benedicto de que el Museo del Holocausto en Jerusalem, Yad Vashem, remueva el cuadro explicativo sobre Pío XII. En él se lee que «incluso cuando los informes sobre el asesinato de judíos llegaron al Vaticano, el papa no los denunció. En diciembre de 1942 se abstuvo de firmar la condena Aliada del exterminio de los judíos. Cuando los judíos fueron deportados de Roma a Auschwitz, el papa no intervino». Lo que la explicación saltea es que quien negoció esa deportación en nombre del papa fue nada menos que el austriaco Aloys Hudal, rector del Instituto romano de la Anima y uno de los grandes militantes del nazismo.
La beatificación es una cuestión interna de la Iglesia, pero no puede evitarse el pesar de los judíos ante la veneración como santos de activos judeófobos, tales como los santos Juan Crisóstomo de hace quince siglos y Juan Capristano de hace diez, ambos responsables de la muerte de centenares de judíos.
Los cambios en Alemania son sostenidos, y apuntan hacia una reparación del pueblo judío por los sufrimientos ocasionados. Así propone desde 1961 la organización alemana Aktion Suhnezeichen, que envía voluntarios a Israel como signo de solidaridad.
En cuanto a la Iglesia, recordemos un artículo de William Rees-Mogg de 1994, cuando el Vaticano estableció relaciones con el Estado de Israel: «Las iglesias cristianas deberían hacer algún acto formal de contrición por lo que ha ocurrido en estos dos mil años... debemos disculparnos por las matanzas, por la Inquisición, por los guetos, por los distintivos, las expulsiones, las acusaciones del asesinato ritual, y por sobre todo, por el fracaso de la cristiandad en percibir a tiempo, o denunciar a tiempo, la maldad del Holocausto en toda su dimensión».
Tamaña contrición pondrá en movimiento la demorada reconciliación del pueblo judío con la cristiandad, y tendrá el potencial de señalar el comienzo del fin de la judeofobia.