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El Catoblepas, número 81, noviembre 2008
  El Catoblepasnúmero 81 • noviembre 2008 • página 19
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Europa (junto a Cataluña)
descubrió el Camino de Santiago

José Manuel Rodríguez Pardo

Sobre la exposición «Europa fue Camino», ubicada en Gijón del 14 de julio al 29 de agosto de 2008, organizada por la Obra Social de La Caixa, y la curiosa ideología europeísta que la anima

Europa fue Camino

Desde hace cuatro años (se inauguró en el marco del Xacobeo 2004) una exposición, «Europa fue Camino. La peregrinación a Santiago en la Edad Media», organizada por la Obra Social de la Fundación La Caixa (de Barcelona), recorre distintas ciudades de España. La ideología base de este acontecimiento es la tan conocida de la unidad europea, presuntamente gestada ya en tiempos medievales y que, más presuntamente aún, habríamos alcanzado en la actualidad pese a los frustrados intentos de la Constitución Europea y el Tratado de Lisboa. De hecho, el folleto informativo de la exposición afirma lo siguiente:

«Corre el siglo IX. En el finis terrae, un ermitaño descubre un sepulcro que rápidamente se asocia al del apóstol Santiago el Mayor. La noticia es divulgada por toda Europa a través de los escritos que circulan por los monasterios. La Iglesia y los reyes cristianos de la península Ibérica unen sus intereses para atraer a un número creciente de peregrinos. Acaba de nacer el Camino de Santiago.
Desde ese momento, y durante toda la Edad Media, centenares de miles de peregrinos recorrerán la ruta jacobea, siguiendo la Vía Láctea, persiguiendo el jubileo. Con ellos, llegarán a la Península sus productos, sus ideas y su cultura. El Camino se convertirá, de esta manera, en la vía de conexión de la España cristiana con los pueblos de Europa y con el mundo musulmán de al-Andalus.
El apogeo del Camino fue consecuencia de diversos factores. El sentimiento religioso de los peregrinos se unió a los esfuerzos de la Iglesia y las monarquías, que dotaron a la ruta de las infraestructuras básicas, como puentes, iglesias u hospitales, además de velar por la seguridad de los caminantes.
Tras la Edad Media, el Camino cayó progresivamente en el olvido. Hoy la ruta está otra vez viva, y nuevamente Europa, y el mundo entero, caminan a Santiago.»

A la entrada al recinto expositor, una cartela titulada «El mundo medieval» abunda en este europeísmo tan habitual en los medios de comunicación:

«Tras la caída de Roma, una Europa occidental fragmentada recuperó poco a poco la unidad a través del cristianismo. La nueva creencia promovió la idea del homo viator, un hombre que siempre está viajando en busca del Paraíso y la vida eterna.
Su cosmovisión diferenciaba un mundo conocido, el existente alrededor del Mediterráneo, de un mundo misterioso lleno de monstruos y seres extraños. El viajero que se aventuraba en estas tierras lejanas, con nombres de reinos bíblicos, nunca volvía. Un océano exterior rodeaba los tres continentes.
La búsqueda de la salvación eterna y de nuevos mercados más allá del mundo conocido dibujó, con el paso del tiempo, el mapa del mundo que hoy conocemos.»

Pero no puede haber mayor ingenuidad y confusión en este texto inicial, al igual que en el resumen de la exposición que aporta el folleto, todo un anticipo de lo que se le avecina al visitante de la muestra. Habría que preguntarse primero: ¿qué unidad recuperó Europa? Si tomamos como referencia de esa unidad al Imperio Romano, está claro que eso nunca sucedió, pues en el siglo IX, cuando se descubre el sepulcro del Apóstol Santiago, había varios proyectos imperiales enfrentados: el Imperio de Carlomagno, precisamente inspirado en la unidad del sacerdotium, el Imperio de Alfonso II el Casto, embrión de España, que en esta exposición es el gran ausente, y por supuesto el Imperio Bizantino, el auténtico Imperio Romano (de Oriente) bajo la base del cristianismo ortodoxo. Imperios cristianos que a su vez tenían que combatir a los pujantes califatos islámicos inspirados en la ideología imperialista que supone la yihad y que hoy los altermundistas camuflan bajo el estúpido manto de la pobreza y la desesperación [sic].

Por lo tanto, la experiencia histórica prueba, además de las raíces cristianas de Europa, cosa que esa parodia de Constitución Europea olvidaba y que esta exposición al menos tiene el interés de rescatar, que tal acervo común no garantizaba la unidad política de Europa, sino la lucha de los distintos feudos en que había quedado fragmentado el Imperio Romano.

Pero más curioso aún es hablar del homo viator como viajero interminable y mezclar «la búsqueda de la salvación eterna y de nuevos mercados», como si esas creencias fueran un simple recubrimiento ideológico de una actividad económica que sería la sustancia auténtica del Camino. Más bien lo que habría que decir, más allá de una simplificación tan vulgar, es que determinadas sociedades políticas, cuyo ortograma católico les compelía a pensar, como dice Ramiro de Maeztu, que todos los hombres pueden salvarse, tuvieron en sus manos, gracias a sus ventajas geográficas, políticas y económicas, la posibilidad de realizar ese ortograma del homo viator y, en consecuencia, abrir esos nuevos mercados. Concretamente, España, gracias al descubrimiento de América y la primera globalización efectiva realizada por Juan Sebastián Elcano en 1521.

De hecho, la indefinición de la exposición alcanza límites difícilmente tolerables cuando, además del mapamundi de Cosmas Indocopleusyes de Alejandría, que data del 547 después de Cristo, y el mapamundi de los Comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana, aparece a su lado un atlas catalán [sic], que data del año 1375 y que posee la Biblioteca Nacional de Francia.

De esta manera, la exposición no pretende, pese a su vaguedad, hablar de acontecimientos tan lejanos en el tiempo como el descubrimiento de América o la unidad europea presuntamente recuperada a día de hoy, sino de la visión tan típicamente afrancesada que tanto se ha difundido, la de quienes precisamente no descubrieron América ni tampoco lograron la pretendida unidad europea, pese a que su megalomanía, su grandeur, les impele a pensar lo contrario.

Después de entrar en el recinto, una nueva cartela nos explica que la Vía Láctea fue el camino que siguió el eremita Pelayo para descubrir el sepulcro y que «El apóstol Santiago se apareció en sueños a Carlomagno, indicándole la ruta de estrellas que conducía a su tumba». Se corrobora así el afrancesamiento del punto de vista de la exposición. Según la tradición (nos dice la exposición en otra cartela), «El origen del Camino de Santiago es difícil de precisar», debido al «carácter legendario de los relatos». Sin embargo, a continuación se desmiente tal afirmación al encontrarnos una nueva cartela, donde se afirma que

«El Obispo de Iria Flavia Teodomiro fue el principal responsable de la inventio, la difusión en todo el mundo cristiano del descubrimiento del sepulcro de Santiago.
Teodomiro creyó ciegamente en la veracidad de este hallazgo, lo que motivó la intervención de Alfonso II el Casto, que hizo edificar un templo en honor al apóstol. El obispo pidió ser enterrado junto al sepulcro que había dado a conocer al mundo.»

Esta aparente contradicción no impide recaer en la tesis afrancesada ya citada: Europa se unifica, tras la ruptura del Imperio Romano, gracias al Cristianismo. Del Islam se habla poco: simplemente en un vídeo inicial aparece el hito del año 711, la invasión islámica de la Península Ibérica, y los territorios de los califatos, pero no de manera dialéctica, sino armónica, como si fueran partes de una unidad europea preexistente y que no se enfrentan entre sí. No deja de ser curioso que se hable de los Condados Catalanes [sic], como si Cataluña ya existiese en el año 912, una de las fases que nos muestra el vídeo.

Pero en realidad en esa fecha lo que existe es la Marca Hispánica, que posteriormente se convierte en el Ducado de la Hispania Citerior, al proclamarlo en el 998 el Duque Borrell II, pues el missi domini de los francos, Hugo Capeto, no se presentó en el acto de vasallaje que el conde iba a ofrecerle. Presentar este acontecimiento como el nacimiento de la actual comunidad autónoma de Cataluña, algo que el nacionalista Jorge Pujol realizo en el año 998 sin que ningún miembro de la clase política saliera al paso de semejante manipulación, nos indica que los contenidos aprobados por La Caixa se inclinan de forma clara hacia las tesis del nacionalismo fraccionario inspiradas en la Constitución española de 1978. Tesis que han tenido como punto culminante al actual Estatuto de Cataluña, en el que se recoge el carácter de nación [sic] de Cataluña.

Los autores de contenidos de la exposición, pese a que reconocen que Alfonso II el Casto descubrió el Camino y edificó el templo románico existente en Compostela hasta su remodelación dos siglos después, reduce al mínimo las referencias del Camino de Santiago original, el que pasaba por la Iglesia de San Salvador de Oviedo –«Quien visita Santiago y no San Salvador, recibe al siervo y olvida al señor»–; es más, podría decirse que tales referencias son completamente suprimidas. Para esta curiosa exposición sólo existe el Camino de León, y el personaje más importante de varios que incluyen su retrato en la muestra es el Papa que realiza la reforma de Cluny, Gregorio VII, ya en el siglo XI, añadiéndose a su figura algunos caballeros de la orden de Santiago, los monarcas Ramiro I de Oviedo, Alfonso II de Oviedo («de Asturias» señalan los pies de foto de ambos monarcas), de quien se dice que estuvo «influido por la cultura carolingia», y se termina con los Reyes Católicos, en una miscelánea curiosa que poco aclara al no explicar con detenimiento instituciones como el Voto de Santiago o la Orden de Santiago, que no eran precisamente francesas sino españolas.

El resto de la exposición se dedica a mostrar ese camino leonés y sus distintos hitos, al tiempo que se reconstruye la Cruz carolingia junto a un mercado típico del camino que incluye los olores característicos de las especias, los productos a la venta, &c. Consecuencia del economicismo vulgar que inspira la exposición, donde se mezclan, como si fuera una suerte de ensalada, las tesis teológicas del homo viator con las necesidades económicas forjadas alrededor del Camino de Santiago.

Sin embargo, la exposición, que termina aquí, se cuida, dice, de no utilizar referencia ideológica alguna y se queda, presuntamente, en las infraestructuras económicas. Pero entonces, ¿a cuento de qué se incluye un cartulario catalán [sic] de 1375 al lado de los elaborados por el Beato de Liébana y el de Cosmas Indocopleusyes? ¿O por qué se pone como uno de los orígenes del Camino la leyenda que afirma que se le apareció a Carlomagno el Apóstol Santiago, preludio de la leyenda inventada por el Pseudo-Turpin, y que narra la historia de un Carlomagno vencedor que entra en España para fundar el Camino de Santiago? ¿Acaso no es una burda ideología que los franceses propagaron durante siglos para ningunear la importancia del Camino de Santiago? Y sobre todo, ¿no se pretende con semejantes relatos, que por cierto, nuestros afrancesados historiadores se han tragado sin la menor crítica, que se le atribuya a Francia el merito de la formación y consolidación del Camino de Santiago, pasando por encima de las motivaciones que habían llevado a su fundación por Alfonso II, como centro alternativo de peregrinación frente a Roma y la Córdoba musulmana?

Las referencias que podrían ilustrar esta tesis son numerosas. Podemos aportar algunas para el lector. Así, tenemos libros como el de Ives Bottineau, El Camino de Santiago (edición española en Orbis, Barcelona 1985), en el que se afirma que «El Papado y los abades de Cluny decidieron deliberadamente ayudar a los reinos cristianos del norte de España contra los infieles» (pág. 43). Y dice que entre 1017 y 1120 hay 20 expediciones francesas para ayudar a AlfonsoVI y los siguientes monarcas castellanos, reseñando que la reina Urraca de Castilla (1109-1126) casó con Raimundo de Borgoña. Con semejantes afirmaciones se quiere destacar que es la iniciativa francesa, siempre en socorro de una debilitada España, la que forma el Camino de Santiago, olvidando de esta manera todo lo que se hizo en el Camino ya desde comienzos del siglo IX.

Así, en la página 88 del libro el autor afirma, como origen de la leyenda carolingia sobre el Camino de Santiago, que los extranjeros establecidos en diversas paradas españolas del Camino de Santiago, «que estaban igualmente establecidos, fueron asimilados con bastante rapidez, ya que el alejamiento impedía nuevas incorporaciones. A lo largo del «camino», se comprueban numerosas diferencias. En Burgos, el comercio, siempre activo, continuó atrayendo a los extranjeros. Pero sus orígenes eran muy diversos y no gozaban de un estatuto especial. En Nájera, la actividad de los «francos» corresponde al período de esplendor de la abadía. En Navarra, a causa de la proximidad de Francia y del reinado de dinastías procedentes del exterior, los «francos» guardaron durante más tiempo su individualidad. En Pamplona, las dos poblaciones fueron rivales por espacio de mucho tiempo. En 1422, Carlos III las unificó».

De tal modo que «Todos estos extranjeros, viviendo aparte, sobre todo los franceses, poseyendo a menudo sus devociones particulares y sus cofradías, acogiendo a los peregrinos de su nación, obteniendo sus ganancias del comercio y del paso de otros extranjeros, es decir, de peregrinos, beneficiándose de una situación jurídica privilegiada, sentíanse relativamente aislados y rodeados de una atmósfera de hostilidad». En consecuencia, hubieron de inventarse unas leyendas que los liberasen de la presión psicológica que sufrían por ser extranjeros y que justificaría, con su prioridad, la preeminencia sobre los españoles: «Así –psicológicamente, la reacción se explica harto bien– quisieron crearse, en este país donde se ganaban la vida, un derecho incontestable, anterior al de la población autóctona que les reprobaba. A esta necesidad se debieron las leyendas épicas que cantaban la gesta de Carlomagno al liberar la tumba de Santiago el Mayor. De ese modo, la presencia de los «francos» hallaba una justificación religiosa» (El Camino de Santiago, pág. 88).

Y con aparente ingenuidad concluye:

«Así la gloria de Carlomagno y la nombradía de Santiago fueron asociados equivocadamente, pero con un gran éxito, por los juglares de la Edad Media. De este modo, la importancia del peregrinaje fue tal que un sabio de la autoridad y prestigio de Joseph Bedier pudo buscar en él el origen de la Canción de Rolando. Y si, por lo que se refiere a esta última, el papel desempeñado por los «caminos de Compostela» ha sido subestimado, fue ciertamente esencial para la formación y la difusión de numerosos poemas épicos.» (El Camino de Santiago, pág. 96.)

Pero la leyenda de Carlomagno y los poemas épicos no pueden ser manoseados de una forma tan desigual, convirtiéndolos en decisivos cuando conviene y luego negándoles su carácter de históricos. Tales leyendas, además, no respondían a una necesidad psicológica, como pretende hacernos creer este autor, sino a una necesidad muy objetiva y material de ningunear la importancia de España en la fundación y administración del Camino de Santiago, motivo por el que los franceses han encarecido hechos como las expediciones coyunturales a España contra el Islam, que no tuvieron continuidad, la reforma de Cluny y los cantos de gesta francos, reduciendo al mínimo la importancia de España en el proceso de constitución de la ruta que atrajo peregrinos de todas las partes de Europa.

Otro libro, el de Jacques Delperrié De Bayac, Carlomagno (edición española en Orbis, Barcelona 1985), defiende que Europa era el sueño de Carlomagno, un Carlomagno que siguió la tradición de su padre Pipino el Breve: éste fue nombrado monarca de los francos por el Papa Zacarías, y Carlomagno lo fue de manos de León III, a quien salvó de ser linchado al no ser parte de la nobleza romana. Fallecido el papa Adriano I en la Navidad del año 799, fue elegido el Papa León III:

«El Imperio, antiguamente fue el escudo y la espada de la cristiandad. Ahora se hallaba en el Oriente cristiano. Pero, ¿y en Europa? Eran los francos los que habían detenido a los árabes en Poitiers y proseguían guerreando contra ellos. Eran Pipino el Breve y Carlos quienes habían defendido a la Santa Sede de los reyes lombardos. Era Carlos, vencedor de sajones y ávaros, quien hacía que progresara la fe cristiana entre los paganos de Occidente.
Nada indica que Carlos lo calculara y manipulara todo para acceder a la dignidad imperial. Sus clérigos lo deseaban, el papa carecía de poder y de ganas de negarse; las circunstancias, en suma, le eran favorables.» (Carlomagno, págs. 181-182.)

Pero precisamente la narración del autor es de todo menos natural: Carlomagno aprovecha los favores realizados a la Santa Sede para que ésta, en la persona de León III, recompense a Carlomagno con tan fraudulento título imperial. Título que por cierto fue muy contestado por el Imperio realmente existente entonces, el Imperio Romano de Oriente o Imperio Bizantino, y que no impidió que en el año 808, tras la victoria lograda por Bernardo del Carpio en Roncesvalles –cuyo crucero, precisamente, aparece representado en la exposición–, el rey Alfonso II el Casto proclamase una suerte de restauración de la tradición imperial romana al titular la Cruz de los Ángeles con el lema Hoc signo vincitur inimicus, una forma derivada del In hoc signo vinces que según la tradición vio en el cielo en el año 312 el Emperador Romano Constantino I.

Y lo cierto es que las distintas perspectivas imperiales que se iban formando en el siglo IX, demostraron que la unidad del sacerdotium no implicaba la unidad del imperium, de tal modo que Europa siguió siendo lo que era, es decir, un conjunto de Estados en constante lucha por imponer a los demás su perspectiva. Sin embargo, hay que hacer referencia también a los resultados de tales proyectos políticos puestos en marcha. Si el imperio de Carlomagno no pasó de ser algo formal, el imperio de Alfonso II devino en España y sus realizaciones tuvieron un profundo eco. Sin ir más lejos, el Camino de Santiago, ya en los siglo XI y XII, alcanzará el valor de centro de peregrinaje capaz de competir con Roma que Alfonso II calculó cuando se convirtió en el primer peregrino del mismo: los obispos de Compostela afirmaban que allí se encontraba la cuna de la cristiandad, y no en Roma.

Por lo tanto, y dados los errores numerosos que presenta, en su justa medida valoraremos esta exposición como un mero producto de este europeísmo pánfilo que estamos viviendo en los últimos años; europeísmo que si no reniega de sus ideológicos valores ante el fracaso de Carlomagno, considerado el fundador de Europa, difícilmente lo hará tras los reveses sufridos por la Constitución Europea o el Tratado de Lisboa.

 

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