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El Catoblepas, número 82, diciembre 2008
  El Catoblepasnúmero 82 • diciembre 2008 • página 3
Guía de Perplejos

Sobre la vulgaridad

Alfonso Fernández Tresguerres

De lo popular a lo vulgar

En uno de sus sentidos (el primero y estrictamente etimológico), «vulgar» no significa sino relativo al vulgo, al pueblo llano –como se dice–, y, en consecuencia, es sinónimo de común, corriente o popular, es decir, frecuente o habitual (nada que ver, por supuesto, con lo que se da a entender cuando se dice que alguien es popular, en tanto que conocido o apreciado por amplios sectores de la población). Este uso, en absoluto peyorativo, se encuentra, por ejemplo, en Tertuliano o Vico, para referirse a las expresiones o tradiciones del pueblo. Mas hablamos también de «di-vulgar» para aludir al hecho de intentar que algo sea conocido por el mayor número posible de gente; gente que, según cuál sea el asunto divulgado, acaso se mostraría incapaz de entenderlo no siendo, precisamente, en esa versión divulgativa. Y, por extensión, se dirá que algo es vulgar para subrayar su falta de novedad o de importancia, esto es, para señalar que es un mero lugar común –como se dice también–. Y seguramente en estas dos últimas acepciones (especialmente en la segunda) comienza a advertirse el matiz peyorativo con el que el término fue cargado, acaso inicialmente por determinadas élites socio-económicas o culturales que no podían dejar de ver con desprecio todo lo que tuviera que ver con el pueblo mismo.

Como quiera que sea, es lo cierto que los sentidos positivos del término se han ido paulatinamente perdiendo, y si bien «popular» se continúa utilizando para hablar de algunas tradiciones, a veces con respeto, a veces con veneración y a menudo con nostalgia, «vulgar» ha dejado de ser sinónimo suyo para pasar a significar, casi exclusivamente, ordinariez o mal gusto, ausencia de modales o de elegancia; en suma, una disposición que no siendo necesariamente viciosa o constitutiva de falta moral, es siempre un defecto. Algo que, ciertamente, tiene alguna relación con lo que Teofrasto entiende por rusticidad:

«una ignorancia carente de modales» [Caracteres, IV];

aunque sin duda tiene que ver no sólo con los modales: también con los gustos o la expresión (tanto verbal como no verbal); con el pensar, pero igualmente con el hacer. Y si bien no cabe descartar que uno pueda ser vulgar en un aspecto concreto y no serlo en otros, yo más me inclino a creer que la vulgaridad atañe al conjunto de la persona: cuando alguien es vulgar lo es probablemente en todo y definitivamente, entre otras razones porque ni siquiera sabe que lo es, con lo que difícilmente se puede esperar que busque los medios para remediarlo. Es factible que, como sugiere Teofrasto, la vulgaridad nazca de la ignorancia o sea una modalidad de ella, pero, indudablemente, la ignorancia mayor en la que sea encuentra sumido el individuo vulgar es la relativa al profundo desconocimiento de su condición de tal. Y hasta es posible que en no pocas ocasiones se vea a sí mismo como un tipo excelso y refinado.

Mas no necesariamente se halla la vulgaridad vinculada a la mala educación o a la grosería. Si, de nuevo con Teofrasto, entendemos que ésta

«es una tosquedad en el trato que se manifiesta verbalmente» [Caracteres, XV],

con independencia de que se puede ser grosero utilizando muchos otros medios además del lenguaje, es claro que ser vulgar no implica de modo automático ser grosero ni tampoco maleducado: cabe una vulgaridad del todo educada y nada grosera; aunque podría discutirse si, en cambio, la grosería y la mala educación pueden darse al margen de la vulgaridad, o si no son, en sí mismas, especies suyas.

Y, desde luego, si poco es lo que hay que decir de ella en términos de urbanidad (porque la vulgaridad como tal no es, evidentemente, un atentado contra aquélla), mucho menos, por no decir nada en absoluto, es lo que cabe apuntar al respecto desde una perspectiva ética o moral: se puede ser una excelente persona del todo vulgar, de igual modo que se puede ser un perfecto canalla, absolutamente perverso –y hasta asesino en serie– sin un ápice de vulgaridad, y aun justo lo contrario: un sujeto en absoluto vulgar. Porque la vulgaridad no es un asunto ético, sino estético; tiene más que ver con el gusto que con la bondad. Y cuando ingresa en el campo de la ética o la moral (e incluso en el de la urbanidad) es debido a que por el camino se le han ido adhiriendo otros vicios (sea, precisamente, la mala educación, la grosería o la guarrería) que, sin embargo, no le pertenecen por derecho propio cuando se mantiene en estado puro e incontaminado: porque la vulgaridad, en último término, no es sino una especie de ramplonería en el hacer, en el decir y en el pensar, y también, por supuesto, en el ámbito de la sensibilidad estética.

Eso es, al menos, lo que yo creo, me halle o no en lo cierto, porque ni prepotencia no es tan crecida como hacerme pensar que me encuentro siempre en posesión de la verdad. Al contrario, de mí podría decir lo que decía Cicerón:

«Yo, lejos de ser un sabio, soy un gran opinador» [Cuestiones académicas, II: 20];

y aun lo que «grande» no por otra cosa sino por meter la nariz en todas partes, como lo prueban estos erráticos ensayos. Nada más entretenido, sin embargo, que tal ocupación (de la que suele resultar inseparable el trabajo de campo para observar sobre el terreno a este bicho tan curioso que somos los humanos), cuando ha llegado ese momento glorioso en el que uno no tiene por qué rendir cuentas a nadie de lo que dice y le importa muy poco lo que digan. El paso de los años, al tiempo que nos cura de vanas esperanzas (o nos curan los otros, que para el caso es lo mismo), nos hace despojarnos también del temor al ridículo, proporcionándonos, acaso en compensación por las ilusiones perdidas, el orgullo y el derecho insobornable a decir lo que nos dé la gana (rotunda expresión ésta de nuestra lengua, y una de las más definitivas y acabadas).

Pero, volviendo otra vez a la vulgaridad, al cabo, me parece, alguna relación ha de existir entre el uso positivo del término (al que aludíamos al conocimiento de estas notas) con el sentido negativo que luego fue adquiriendo. ¿Por qué a ese individuo anodino, gris y carente de gusto y hasta de un destello siquiera de originalidad se le ha acabado por llamar «vulgar», siendo así que el término podría continuar significando corriente, habitual, normal o popular? Evidentemente, el que el propio vulgo comenzase a ser visto con desprecio por el resto de las clases dominantes, podría explicar el matiz peyorativo con el que se fue cargando el término, dejándolo listo, así, para ser utilizado en sentido despectivo; mas, ¿por qué aplicarlo a un individuo concreto? ¿Qué se quiere decir, en realidad, cuando se afirma que es vulgar? Sin duda, no otra cosa sino que hace lo que el vulgo. Y, sin duda alguna, tal es la esencia misma de la vulgaridad: ser vulgar es hacer, decir y pensar lo que todo el mundo. Sin duda acierta Gracián al suponer que la vulgaridad atañe esencialmente tanto al gusto como al entendimiento, y que en ambos casos tal cualidad en nada estriba sino en hacer suyos, sin ponerlos en ningún momento en cuestión, los patrones por los que se rigen los más.

«En nada vulgar. No en el gusto. ¡Oh, gran sabio el que se descontentaba de que sus cosas agradasen a los muchos! Hartazgos de aplauso común no satisfacen a los discretos. Son algunos tan camaleones de la popularidad, que ponen su fruición, no en las mareas suavísimas de Apolo, sino en el aliento vulgar. Ni en el entendimiento: no se pague de los milagros del vulgo, que no pasan de espantaignorantes, admirando la necedad común, cuando desengañando la advertencia singular» [Oráculo manual, 28].

La vulgaridad es gris y anodina, sigue los caminos trillados en lugar de buscar rutas y perspectivas novedosas, lo que, ciertamente, resulta siempre más fácil, aunque también más aburrido; y por eso la vulgaridad es aburrida y acomodaticia; también, en cualquier circunstancia, enemiga del riesgo, aunque esté no sea otro que el de atreverse a pensar. Carente, en el fondo, de una personalidad propia, el individuo vulgar se empapa, como una esponja, de su entorno, sin oponerle el menor filtro ni la menor crítica: sus expresiones, sus gustos y sus modales son los que están en boga, y de ellos se hace eco, sin que en ningún momento se perciba en él un mínimo chispazo de autonomía, de discrepancia o de originalidad: ser vulgar consiste, en pocas palabras, en seguir como un borrego a la manada. Y esto no suscita lástima ni ira. Ninguna condena ética, urbanística o moral merece: sólo da risa. Como dice Goethe:

«No existe nada vulgar que, expresado grotescamente, no adquiera visos humorísticos» [Máximas y reflexiones, 109].

Que tenga cura, lo dudo mucho: quien es vulgar debería comenzar por advertir que lo es, para buscar luego la manera de educar su sensibilidad y su juicio. Mas lo primero es pedir lo impensable; y lo segundo tarea más que imposible, porque no nace la vulgaridad de una ignorancia que pueda ser corregida con la educación, sino de una incapacidad para mostrarse sensible a los efectos de ésta.

Dice Pierre de Bordielle que el Emperador Severo disculpaba a su mujer, que era muy ligera, por llamarse Julia.

«Y así –añade le Seigneur de Brantôme– conozco yo muchas damas con ciertos nombres de nuestro cristianismo, que no voy a decir por el respeto que debo a nuestra santa religión, que están habitualmente motivadas para ser putas y a levantarse lo de delante más que otras que tienen otros nombres, y no se han visto muchas con esos nombres que se hayan librado» [Sobre las mujeres que hacen el amor y sus maridos cornudos, Discurso Primero].

No llego yo a tanto: ni creo que el nombre haga a la puta ni que nadie nazca siéndolo, como no creo que haya quien nazca vulgar o refinado, poseedor de un gen que le inclina a la estulticia o a adorar la música de Mozart. Pero tampoco me parece acertado fiarlo todo a la cultura y al aprendizaje: Quod natura non dat Salmantica non praestat; y así, quien ha nacido zoquete será zoquete aunque crezca correteando por los pasillos de la Biblioteca Nacional o los del Prado. Lo que uno acaba por ser es, con toda seguridad, el resultado de la sutil confluencia entre natura y nurtura, y ello tanto en lo que se refiere a la vulgaridad como a cualquier otro rasgo de carácter de este curioso animal al que hemos llamado «humano». Pero, como quiera que sea, la verdad es que, en último término,

Non cuicumque datum est habere nasum
[«No se ha concedido a cualquiera tener buena nariz, Marcial, Epigramas, I, 41: 18»],

esto es, ni agudeza ni finura.

Pero si eso es así, si con independencia de cuál sea su génesis, tiene la vulgaridad su asiento en un desconocimiento de sí misma y en una inmunidad a cualquier agente externo que pudiera torcerla, entonces es preciso concluir que se sitúa muy en las proximidades de la bobería.

Gracián, en quien el término «vulgo» ha perdido cualquier resonancia positiva, en el sentido, por ejemplo, de «popular», así lo entiende, considerando, en consecuencia, estrechamente emparentado al individuo vulgar con necio:

«Sépase que hay vulgo en todas partes –escribe–: en la misma Corinto, en la familia más selecta. De las puertas adentro de una casa lo experimenta cada uno. Pero hay vulgo y revulgo, que es peor. Tiene el especial las mismas propriedades que el común, como los pedazos del quebrado espejo, y aún más superficial: habla a lo necio y censura a lo impertinente, gran discípulo de la ignorancia, padrino de la necedad y aliado de la hablilla. No se ha de atender a lo que dice, y menos a lo que siente. Importa conocerlo para librarse dél, o como parte o como objecto, que cualquier necedad es vulgaridad, y el vulgo se compone de necios» [Oráculo manual, 206].

No son esas, desde luego, deformidades pequeñas, si es que todas ellas han de ser atribuidas a individuo tal. A mí, sin embargo, como ya he señalado, quizás el aspecto que me resulta más notable es la enorme capacidad que tiene un sujeto de esas características para permanecer del todo ajeno a su condición, y en el supuesto de que nada esté en su mano para cambiarla, que no opte siquiera por intentar que se le note lo menos posible, disimulándola mediante silencio. Vale más, en efecto, pasar por retraído y parco en palabras, que retratarse con ellas, y como tantas veces se ha dicho, es preferible dejar que los demás se pregunten si somos tontos que abrir la boca y confirmar que lo somos. Pero quien es vulgar, no sabe que lo es, y ésa es, acaso, la máxima vulgaridad: creer no serlo. Y, en ocasiones, hasta todo lo contrario: tenerse por discreto y poseedor de buen gusto y mejor juicio, como aquel individuo del que dice Stendhal que

«So pretexto de que tenía mucho talento […] no quería tomarse el trabajo de razonar» [Recuerdos de egotismo, V].

 

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