Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 82 • diciembre 2008 • página 8
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El veinte de Enero del año de gracia de 1529 el Emperador Carlos, por medio de una carta fechada en Toledo, redactada por su secretario, Alfonso de Valdés y dirigida a todos los Grandes del Reino, comunicaba su determinación de partir a Italia, encargando que durante su ausencia obedeciesen a su esposa Isabel, que quedaría en Castilla, como gobernadora del reino. Todavía en Toledo a principios de Marzo dio razón en otra epístola del objeto de su viaje, pues en su calidad de caballero debía aceptar el desafío del Rey de Francia, Francisco I, que le había enviado, primero su embajador y después su rey de armas en Junio del último año.
Carlos V había mantenido durante unos meses un sosiego tan augusto como inteligente, esperando que la situación en Italia evolucionase en su favor. Había dado orden de liberar al Papa de su prisión de Sant Angelo, en la seguridad de que desde entonces Clemente VII, por gratitud o por temor, abandonaría cualquier veleidad guerrera y cualquier pacto con sus enemigos, y así mismo dio orden en Septiembre de poner en libertad a los cardenales. El mismo verano de 1528 –entre los meses de Julio y Agosto– se puso en contacto con el almirante genovés Andrea Doria, que abandonando el servicio de Francisco I, tomó decididamente partido por el Imperio liberando primero Nápoles y haciéndose después con el poder en Génova. Sólo entonces Carlos se decidió a iniciar el que iba a ser su viaje más glorioso.
La comitiva imperial abandonó Toledo el 7 de Marzo, pasando por Aranjuez, Alcalá de Henares y Guadalajara. Siguiendo por Sigüenza y Medinaceli llegó a Zaragoza, donde estuvo casi un mes. Por fin el 30 de Abril la «Cesárea y muy Católica y Real Magestad del Emperador» hizo su entrada en Barcelona, donde permaneció hasta el 26 de Julio. Fueron tres meses verdaderamente felices, pues el 10 de Junio se firmó un tratado de paz con el Papa, casi el mismo día en que Margarita, gobernadora de los Países Bajos y la regente de Francia comenzaban conversaciones de paz en Cambray. Por fin el 29 de ese mes consiguió una alianza entre el Imperio, Clemente VII, el Rey de Hungría y Génova, representada por Andrea Doria.
En Barcelona recibió al viejo almirante genovés, y desoyendo la llamada a la prudencia de sus consejeros se embarcó rumbo a Génova en la galera de su antiguo enemigo, que desde entonces será su más fiel súbdito. Después, a través de Plasencia, Parma, Reggio y Módena, llegó el 5 de Noviembre a Bolonia. Mientras tanto la situación internacional había cambiado radicalmente: Carlos pudo jurar el 18 de Octubre la paz con Francia, y hasta dio poderes el 8 de Noviembre a Margarita para tratar con la Duquesa de Angulema una alianza con Francisco I, asegurada por una especie de pacto de familia. Al mismo tiempo, tuvo noticia del cerco de Viena por los turcos, y convocó al Papa para conferenciar en Bolonia sobre asuntos de interés para la república cristiana, pacificada por lo menos momentáneamente: esa reunión será el prólogo de la solemne coronación de Carlos V como Emperador, ya en el año de 1530.
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Durante este año, Alfonso de Valdés, secretario de Carlos V desde 1526, le acompañó hasta su llegada a Bolonia y se encargó de redactar toda las cédulas, ordenanzas y cartas del Emperador, siendo testigo de privilegio de su viaje y de su incansable atención a los asuntos de gobierno. Alfonso se había incorporado a los treinta años a la corte y admiraba sin límite por sus ideas a Pedro Mártir de Anglería y al gran Erasmo de Rotterdam, uno por haber sido su maestro y el otro por dirigir la reforma de la República Cristiana. Pero el objeto de su admiración y de su entusiasmo era sobre todo el Emperador Carlos, por su política y por su conducta de caballero, hasta tal punto que no sólo era su secretario, sino su más fiel propagandista.
Cuando el ejército imperial saqueó Roma en 1527, destruyendo iglesias, asesinando varones y ultrajando mujeres durante unos meses de pesadilla, las cortes europeas se llenaron de horror, culpando de aquel desaguisado a la cabeza del Imperio. Ese mismo año Alfonso de Valdés escribió un diálogo Sobre las cosas sucedidas en Roma, en forma de discusión entre Lactancio, defensor incondicional de Carlos V que encuentra en la plaza de Valladolid a un arcediano que culpaba al Emperador de aquella tragedia. Temiendo haber ido demasiado lejos, no quiso publicarlo y lo hizo correr entre amigos, con tan buena fortuna que las muchas copias del escrito se extendieron de forma anónima por toda España.
El éxito de este diálogo, que defendía al Emperador y atacaba la política de Clemente VII al que hacía responsable de todas las calamidades que hubo de soportar su ciudad, y que en su segunda parte criticaba «nuevas formas de sacar dineros por la venta de beneficios, de bulas, de indulgencias, de dispensaziones», animó a Alfonso de Valdés a escribir su prolongación para condenar la conducta de los reyes de Francia y de Inglaterra, que declararon la guerra a Carlos V, enviándole en el año 1528 su rey de armas. El nuevo diálogo cuenta las diferencias de los príncipes, pero durante la segunda mitad de este año el secretario imperial observó desde la primera línea la evolución de los acontecimientos, que caminarían a una paz en la República Cristiana. De esa forma la materia del diálogo pertenecía al pasado, perdía interés y se volvió desabrida. Así pensaba Alfonso durante los seis meses que precedieron el viaje de Carlos y el suyo, y en los días inmediatos a su partida de Toledo, y por eso tampoco quiso poner su nombre, esta vez porque no merecía ninguna honra, «porque si la causa del Emperador está bien justificada, muchas gracias a él que la justificó con sus obras».
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Cuando la comitiva imperial llegó el 11 de Marzo a Alcalá de Henares, Alfonso de Valdés se encontró con una compañía tan inesperada como agradable. Su hermano gemelo, Juan de Valdés, pidió incorporarse a la expedición, en vista de que sus doctrinas empezaban a levantar sospechas en los sectores más fanáticos del reino, sintiéndose en la corte del Emperador más seguro contra todo peligro que en ninguna otra parte. Carlos V, que como los dos hermanos seguía el magisterio de Erasmo de Rotterdam, lo recibió con su extremada cortesía y determinó que viajase al lado de Alfonso, al que podía ayudar en la propaganda de su política. Por otra parte y hasta su llegada a Barcelona tendría poca necesidad de la labor burocrática de su secretario.
Lo primero que hizo Juan de Valdés, después de leer el panfleto político, fue convencer a su hermano de que no rompiese su invención, como al parecer había decidido, pues aunque los sucesos de la primera mitad del año veintiocho parecían ya agua pasada, sin embargo el retrato del rey de Francia y el del Emperador, recordaban la infame doctrina de Nicolás Maquiavelo, y en contraste resaltaban el admirable catecismo que Erasmo había dedicado a Carlos para educación del príncipe cristiano. Y que mirase que su escrito era tanto más convincente cuanto no se quedaba en una declaración de principios, donde todos pueden presumir de tener razón, sino que describía cómo en la vida real el amor y la admiración a las virtudes son mucho más poderosos que el miedo y la traición y la falta de respeto a la palabra.
Además Juan propuso a su hermano completar entre los dos el diálogo, de forma que Alfonso se ocupase de la parte política, pues mejor que nadie la conocía por su cercanía al Emperador y la redacción de sus cartas y cédulas, mientras que él tendría oportunidad de introducir su confesión de fe. Disponían por lo menos de dos meses para componer este escrito, y como poco después embarcarían hacia Italia, allí podían editarla, teniendo siempre la precaución de mantener el anónimo, atribuyendo su autoría «a un hombre que derechamente desea la honra de Dios y el bien universal de la república cristiana ». Alfonso aceptó de buen grado todas estas proposiciones, y los dos autores decidieron antes de nada determinar los personajes del diálogo y su composición que había de ser con tal arte que cada uno escribiese con entera libertad sin estorbar las razones del otro, antes bien haciendo agradable y fácil su lectura.
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Ya en su camino hacia Zaragoza, Alfonso y Juan decidieron mantener la forma de diálogo, siguiendo el modelo de los Coloquios de Erasmo y el escrito de Alfonso sobre el saqueo de Roma. Juan de Valdés pro puso imitar el Diálogo de los muertos del gran Luciano de Samosata, y poner como protagonistas a Caronte que llevaría las animas al infierno y a Mercurio, que le hablaría largo y tendido de todos los sucesos de los reinos del mundo y daría su opinión sobre la conducta de cada uno de los príncipes. Así la composición de la conversación sería ágil y su lectura agradable, pues la descripción de las variadas aventuras guerreras y de la actitud del Emperador y sus enemigos, se alternaría con la presencia de personas de toda condición, obispos, reyes, confesores y filósofos, en una representación parecida a las Danzas de la Muerte.
De esta forma quedaban ya repartidos los papeles del diálogo. Alfonso de Valdés, a través de Mercurio, hablaría sobre el comportamiento de los príncipes en una ampliación del escrito sobre Lactancio y el arcediano, y Juan describiría cómo a medida que se presentaban las ánimas de los poderosos con soberbia , Caronte y Mercurio, les harían un juicio y mandándolas al infierno con grandísima burla. Alfonso pidió que se añadiese al primer libro una entrada de mucho interés y risa, y era que Caronte, en vista de que se anunciaba una guerra en la cristiandad, había fabricado una galera para ampliar su negocio, pues el número de ánimas condenadas iba a ser tan descomunal que ya no cabrían en su barca. Y cuando terminó su obra, gastando en ella todos sus caudales, se enteró de que los reyes de Francia y de Inglaterra habían hecho la paz con el Emperador, ahorrando muchas muertes y dejándolo en la ruina. Con este disgusto estaba cuando Mercurio llegó a darle noticia de que otra vez Francisco I, faltando a toda las palabras y juramentos dados, había enviado a su rey de armas para desafiar a Carlos , y así empezaba a contar al barquero los últimos sucesos.
Otra cosa solicitó el secretario del Emperador a cambio de la licencia de doctrina concedida a su hermano, y era escribir de su mano al término del diálogo un juicio al rey de Francia. Daba una razón muy poderosa, pues aunque su nueva aventura política había fracasado ante la inteligencia y la virtud de Carlos, sin embargo quedaba el recuerdo de su conducta que merecía una severa condenación. Y para no dar lugar a que por tercera vez encontrase un motivo de provocación, lo haría nombrar «Rey de los Gálatas», con cuyo nombre quedaría suficientemente señalado. Finalmente pidió a Juan que diese unidad al lenguaje y hasta a su ortografía, y así quedó ya todo preparado para componer el escrito.
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Después de trazar ese programa los dos hermanos tuvieron tiempo para desarrollarlo en el largo viaje desde los reinos de España hasta Bolonia. Alfonso, después de la cómica introducción que había prepara do, fabricó una apología del Emperador, inspirada en los principios que Erasmo de Rotterdam había escrito en su «educación de un príncipe cristiano», un breve manual destinado a la formación de Carlos, cuando en 1516 todavía no había empezado a reinar. El discurso de Erasmo es una defensa casi sin límites de la paz: el buen gobernante debe ambicionar la gloria sin sangre ni daño ajeno, pues no hay paz tan inicua que no sea preferible a la más justa de las guerras… Que desde hoy la gratitud traiga gratitud, la merced merced, y que sea más rey quien más cediera su derecho. Sólo admitía de malísima gana la guerra defensiva contra los no cristianos, aunque desde luego esta defensa no es propia de la perfección evangélica.
Alfonso de Valdés describió a través de las noticias de Mercurio la vida de Carlos , que era una brillante realización del modelo trazado por Erasmo. Recién llegado al poder se encontró con que Fernando su abuelo y el rey de Francia estaban en guerra, y no queriendo comenzar su reinado en estas condiciones, se apresuró a hacer la paz, renunciando a ciertos derechos, pues siguiendo casi literalmente la sentencia de su maestro, prefirió una paz desigual a una guerra justa. A raíz de su proclamación como Emperador, otra vez Francisco I invadió el feudo imperial de Milán, y otra vez Carlos, después de expulsar a los franceses de Italia, antepuso a su interés particular el sosiego de Italia y cedió el gobierno de la ciudad al duque Sforcia. Cada uno de estos gestos era celebrado por Caronte con admiración y acompañado de sentencias de alta filosofía.
Cuando Francisco I cayó prisionero del Emperador en Pavía, después de hacer guerra por tercera vez en coalición con las ciudades italianas y con el papa Clemente VII, Carlos V demostró, según Alfonso una conducta verdaderamente cristiana, porque asistiendo primero con toda humanidad al rey cautivo en su enfermedad, y apostando de nuevo por la paz, le dejó libre y hasta le entregó a su propia hermana, Leonor para sellar la alianza con la unión de las dos familias. Todavía se unió el rey de Francia con el de Inglaterra en aquel último año, pero ante su desafío Carlos se ofreció a luchar personalmente con él con las condiciones que su potencial rival señalase, poniendo su vida al tablero para que los súbditos de los dos soberanos no sufriesen daño y permaneciesen en paz.
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Frente a la figura del Emperador, que seguía al pié de la letra las enseñanzas de Erasmo, Alfonso de Valdés presentó a un antihéroe, el rey francés, educado al parecer en la escuela de Maquiavelo. En el juicio que Caronte hace al príncipe de los gálatas, éste piensa que no es rey para provecho de su pueblo, sino para el suyo propio, y aunque por eso no sea amado de sus súbditos, debe tenerlos en tan grande temor que ninguno de ellos se atreva a mover un dedo contra él. También Maquiavelo sentencia que el miedo es mucho más seguro que el amor para mantener al príncipe en el poder, tanto más cuanto que dependía totalmente de él amedrentar a su gente por su alarde de crueldad.
En otra cosa insistió esa parte del diálogo, y era en la infame conducta del rey, que rompió la palabra dada, aunque la había prometido con solemnes juramentos. Cuando un príncipe prudente –dice el político italiano– advierte que su fidelidad a las promesas es causa de su daño, ni puede ni siquiera debe guardarlas, a no ser que quiera perderse. Y esta sentencia sigue Francisco I y hasta la justifica en el juicio ante Caronte. Mientras que me estaba bien guardar la fe, la guardaba y cuando no , nunca faltaba alguna disculpa para romperla… ¿No dijo Julio Cesar que para reinar se puede violar el juramento?
Además el francés, al revés de lo que hacía Carlos V, educado como un príncipe cristiano, no perdió ocasión de hacer guerra y eso contra un soberano que buscaba la paz por todas las formas posibles. Alfonso de Valdés le describió entrando en combate hasta cuatro veces, aprovechando las ausencias del Emperador, buscando pactos primero con Roma y después con Inglaterra, usando al mismo tiempo la fuerza y el engaño. El juicio de Carón, siguiendo la doctrina de Erasmo, condenaba hasta sus campañas de agresión contra los infieles. ¿Cómo pensabas tú hacer servicio a Dios en eso? ¿Tú no veías que cuanto más mal hacías a los turcos, más odio cobraban ellos contra Jesucristo y más obstinados estaban en su opinión?
En fin, la política del Emperador, fundada en una altísima ética, no consistía en un ideal que no existió nunca y que de hecho nunca tendrá realidad. Alfonso de Valdés ha sido un testigo excepcional del éxito que en todas las ocasiones tuvo el comportamiento de Carlos, el amor de sus súbditos, la confianza en su palabra, su busca incansable de la paz, frente a la realpolitik y la razón de Estado del rey francés, que hasta este momento había fracasado siempre. A los ojos del secretario imperial, la Educación del príncipe cristiano, no sólo era un catecismo moral, sino la única forma segura de mantener un principado.
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En medio de la apología del Emperador en sus conflictos con los otros príncipes, Juan de Valdés hizo entrar en escena a una serie de ánimas, a las que envía al infierno por no seguir una moral muy cercana a la del mismo Lutero. Su primera intervención que pondrá en boca de Mercurio, tendrá lugar cuando el consejero de un rey poderoso presente una serie innumerable de obras piadosas que al parecer aseguraban su salvación, tantas que han agotado las prácticas de piedad de la Iglesia
Recibió el bautismo y la confirmación, confesaba y comulgaba hasta cuatro veces al año, seguía los días del ayuno y guardaba las vigilias con pan y agua, oía misa, rezaba el oficio, las novenas y el rosario , daba limosnas, casó huérfanas, edificó tres monasterios. A la hora de su muerte tomó una bula del papa, se enterró con hábito de San Francisco y dejó en su testamento infinitas donaciones. Todos estos méritos adelanta su ánima para su defensa.
La contestación de Mercurio pondrá en primer lugar la ética profesional, que según Martín Lutero era la verdadera manifestación de la fe. Bueno es guardar las fiestas, pero no las guarda el que se quiere estar ocioso, dejando despachar los negocios que tiene a su cargo. Bien era ayunar y mejor ayunar a pan y agua, pero si a causa del ayuno te venía alguna mala disposición que causaba dilación en los negocios, dígote de verdad que pecabas donde pensabas merecer. Bueno es oír misa y rezar las horas canónicas, pero si mientras oías misa y rezabas tus horas dejabas oír y despachar los que habían de negociar contigo, te valiera más no oír misa ni rezar. ¿No valiera más que mientras ensartabas aquellos salmos que tú no entendías, oyeras y despacharas los negocios que tenías a tu cargo?
El diálogo vuelve a insistir, mucho después, en esta idea central y totalmente novedosa en la reforma, que convierte a la vida civil en el campo de actividad de la ética: Mira qué gran ceguera –dice Carón al rey de los gálatas– pensar tú hacer servicio a Dios haciendo lo que no era de tú oficio… pues si piensas que ser rey es otra cosa que oficio, estás engañado. Dígote de verdad que ser rey no es sino oficio y aún muy trabajoso. También en este caso Francisco fiaba de los bulas y confesionarios, indulgencias y perdones que los papas le habían concedido, sin. darse cuenta de que la bula era contra las penas del purgatorio, y el ánima vino al infierno.
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La llegada a la barca de un obispo es motivo de un ataque furibundo contra la corrupción de las instituciones de la Iglesia. En primer lugar su avaricia le hizo comprar su obispado y repartir los beneficios entre sus criados por dineros y no por mérito. Había olvidado su oficio , porque no cuidó de los pobres –gentil cosa sería que un pobre se sentase a la mesa de un obispo– ni predicó –los obispos no predican; hartos frailes hay que predican por ellos– ni ayunó. ¿Querrás tú que comiese pescado para enfermarme y no poder gozar de mis pasatiempos? En fin estaba amancebado. Tenía yo una dama muy hermosa para mi recreación y soy cierto que como sepa mi muerte, luego se matará. A lo que Caronte responde con una sentencia implacable Calla ya, que no le faltará otro obispo.
La presencia de otras dos ánimas completan los lugares comunes del erasmismo y la Reforma. Apareció primero un sacerdote, que pretendía alcanzar la perfección, a fuerza de castigos y penitencias exteriores, hasta el punto que era como espantajo de higuera tan largo como una blanca de hilo. Aunque dejó toda su hacienda para seguir la perfección cristiana, que completaba con ayunos, disciplinas, horas y devociones, no tuvo en cuenta que todas estas obras sólo tienen valor cuando son medios para subir a una devoción interior, y sobre todo para actuar siguiendo la caridad. De nuevo Mercurio defendió una ética profesional frente a la vocación mendicante. ¿No fuera mejor guardar tu hacienda y vivir de ella, o si no querías tenerla, ganar de comer con el trabajo de tus manos?
Poco después aparece un teólogo, que nunca leyó las epístolas de San Pablo ni los Evangelios, ni los dos Testamentos o los doctores de la Iglesia, pero en cambio conocía a Santo Tomás, Escoto, los demás escolásticos y por encima de todos Aristóteles, todo esto para que lo tuviesen por letrado. Sus estudios fueron los contrarios de Erasmo y después de Lutero, que tradujeron al lenguaje común y comentaron libremente la Sagrada Escritura y los escritos de donde se podía sacar la verdadera doctrina cristiana. En el juicio que le hizo Carón está implícita pero muy clara una crítica a la prohibición de la Iglesia de que los libros santos se comunicasen a los hombres comunes. Uno de éstos, un sencillo hombre casado sin ninguna autoridad en la Iglesia, es el único que coronaba el cielo casi al final del diálogo.
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Cuando el Emperador fue por dos veces coronado por Clemente VII los días 22 y 24 de Febrero, Alfonso y Juan habían terminado y corregido su escrito, que entregaron a Carlos como un homenaje y una muestra de acercamiento con los cristianos reformados y particularmente con los luteranos. El Emperador tuvo tiempo a leerlo y agradeció tan original regalo, tanto más cuan to que después de aquellos días de gloria debía emprender un camino mucho más difícil para procurar la unidad espiritual de la república cristiana.
Al partir otra vez la comitiva de Bolonia, el 21 de Marzo, después de casi cinco meses de estancia, los dos hermanos se separaron, pues Alfonso debía incorporarse a su tarea de secretario, que iba adquiriendo un ritmo frenético, y además el Emperador lo había escogido como un puente insustituible en el diálogo que proyectaba iniciar entre todos sus súbditos. En cuanto a Juan seguiría en Italia donde tenía grandes amigos y muy cercanos a sus doctrinas. Pensaba con razón que el sur de la península era dominio español pero estaba libre de la amenaza de los moles tos integristas, que sólo se detenían en España por la protección imperial.
Carlos caminó hacia el norte con destino a Alemania. Su expedición alcanzó en cuatro días Mantua donde se demoró un mes y en los últimos días de Abril llegó a través de Trento y Bolzano a Insbruck, donde otra vez hizo parada hasta Junio. Por fin el quince de ese mismo mes el Emperador entró en Augsburgo para presidir las conversaciones entre los católicos y los reformistas Carlos no intervino directamente para mantener la neutralidad del Imperio, pero encargó a su secretario que hablara con el ala moderada de los luteranos.
En una primera entrevista, Alfonso Valdés tuvo oportunidad de conversar libremente con Melantchon a quien aseguró que gracias a él el ánimo del Emperador se había librado de prejuicios en contra de los reformados. En un encuentro posterior comunicó al mismo portavoz de los luteranos que su majestad deseaba un resumen de sus opiniones, puestas en oposición, artículo por artículo con las de sus adversarios, pues estaba seguro que esa confesión, aunque inmediatamente quedase oscurecida por las discordias políticas entre las regiones del Imperio, sería al correr de los años, tal vez de los siglos, una llave preciosa para abrir la puerta de la reconciliación entre todas las comunidades cristianas. Melantchon se apresuró a cumplir este deseo y fue el propio Alfonso de Valdés quien dio a conocer al legado del papa el contenido de aquella confesión de Augsburgo.