Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 82 • diciembre 2008 • página 11
Orígenes del insulto
Telebasura es un término, me temo, adoptado del inglés junk tv. La palabra inglesa junk tiene un curioso origen: empleada en un principio para referirse a los cabos viejos que ya no se utilizan en una embarcación, pasó a definir aquello que se ha desechado pero que aún puede tener alguna utilidad. Así, las junk shop fueron en un principio las tiendas en donde se vendían los desechos de una embarcación, hasta convertirse en el lugar en donde se puede comprar lo que unos consideran como inservible. La telebasura, la junk tv, participa de este espíritu; es, simplemente, un formato que aprovecha lo desechable de la vida, todo aquello que un cineasta sensato rechazaría por poco relevante para contar una historia, y lo manipula hasta conseguir un apasionante relato engarzando momentos reales, momentos vividos y vívidos.
Un género pop
Este espíritu de trapero es el que se puede encontrar en multitud de artistas pop del pasado siglo. Digamos, por ejemplo, Robert Rauschenberg. Él era capaz de, con tan sólo darse un paseo por su barrio, encontrar el material ideal para su obra: la basura, los desechos; y era capaz de algo más increíble: de hacer pasar esa basura por una obra que se podía exhibir ante los cultivados habituales, que admiraban sus neumáticos de camión pintados de vivos colores. En definitiva, la enseñanza de estos artistas fue que el material que producía la sociedad del consumo rápido y continuo, podía ser un elemento valioso al ser reutilizado.
Otra acepción de junk se refiere a las drogas duras, a la heroína. Y ella nos lleva al Andy Warhol de los primeros años 70 del siglo pasado. Junk podría haber sido el título de unas de sus películas, aquellas bautizadas con escuetos nombres como la prima hermana Trash. Por otro lado, el artista también creía que el lumpenproletariado de las calles neoyorquinas podía ser su fuente de inspiración. Las prostitutas, los chaperos, las aspirantes a actrices y los aspirantes a genios, los travestís, los homosexuales, los drogadictos se daban cita en The Factory, la fábrica en las que estos marginados del proceso capitalista podían integrarse en una comuna creativa que producía arte y dólares.
La fábrica de fama
Para los extraños, The Factory era la oportunidad de ofrecer a Warhol algo de su vida, un momento filmado que podía ser un material aprovechable. Todo aquello acabó cuando Andy recibió varios balazos de Valerie Solanas, una activista por la castración del hombre y el amor lesbiano, tras creer que el mentor de sus acertados desvaríos no eran apreciados en su justa medida, es decir, con su publicación en tapa dura con una cita alabatoria del artista más popular de Nueva York. Pero esa es otra historia, que contaremos más tarde.
El prestigioso precedente de la basura
Aquella basura que aparecía en las películas de Warhol es el prestigioso antecedente de los reality shows televisivos. El artista primero empleó la cámara como sustituto del pincel y se limitaba a enmarcar una escena, un plano que duraba horas o casi días enteros, consiguiendo una pintura que apenas se movía. En inglés, este hallazgo tiene una otra dimensión, la otorgada por la ambivalencia del término moving pictures con la que se denomina a las películas. Literalmente, moving pictures son imágenes en movimiento, como las de una película, y puede significar, además, pinturas que se mueven.
Sleep retrata a un hombre que duerme durante horas; Blowjob es un primer plano de un hombre que disfruta de una felación; Chelsea Girls es quizá la más cercana a los recientes experimentos televisivos que recibirán el honor de ser llamados telebasura. Todas ellas eran obras de Warhol, que se ausentaba a menudo cuando la máquina rodaba.
Las Chicas del Chelsea (Chelsea Girls) –el título se refiere al Hotel Chelsea de Nueva York– se debía proyectar en una pantalla dividida, pues la obra consistía en la proyección simultánea de dos películas. Una de las filmaciones consistía en escenas que se podían calificar como calientes y la otra, frías. Es decir, en un lado de la pantalla no sucedía nada dramático y en la otra, los inquilinos se peleaban, reían, celebraban o se desafiaban.
La sensación al ver la película era la incomodidad, pues se trasladaba al espectador la molesta sensación de que se «explotaba» a unos personajes inocentes de la manipulación que significaba su exhibición bella e impúdica. Ellos no eran actores, estaban desnudos ante la cámara, sin máscara alguna. Una escena da cuenta de cómo el experimento se podía ir de las manos: me refiero a aquella en la que uno de los protagonistas insulta para después golpear a una mujer tras perder el control, sin duda como consecuencia, en parte, de la desinhibición provocada por la dosis de droga que acababa de inyectarse ante la cámara.
Fueron escenas como éstas la que le valieron el mote de Drella a Warhol, siendo este sobrenombre la mezcla de Drácula y de Cinderella (Cenicienta).
El martirio de la fama
La fama fue otra de las preocupaciones de Warhol. Él, que siempre quiso ser rico y famoso, sabía que ese ser famoso equivalía en la mayoría de casos a ser un mártir. Ha llegado el momento de volver a hablar de Valerie Solanas. Ella, al disparar al artista tras frustrarse en su lucha por una fama que nunca llegaba, fue la que rubricó esta teoría en la piel de propio Andy. Así, Solanas logró ser parte de la leyenda del siglo XX, no tanto por su obra SCUM, sino simplemente por ser la que disparó a Andy Warhol.
El reality show como medio natural televisivo
La televisión encontraría en estos experimentos, varias décadas más tarde, uno de los géneros naturales al nuevo medio: el espectáculo real o reality show. Lo televisivo, en su mayor parte y hasta los años 90 del siglo XX, había sido el nicho en donde reposaban los restos de otros géneros: el teatro, el cine, los boletines informativos, las retransmisiones deportivas o taurinas. Pero habrían de llegar otros programas que, por sus características y sus resultados, sólo se podían dar en el medio televisivo.
En 1997, John de Mol Produkties, una división de la productora Endemol, creaba el formato Big Brother, bautizado según ese dictador imaginado por Orwell. El seguimiento televisivo de gente común por un director invisible, al estilo de Warhol, daba como resultado un drama inspirado por gente unida en su afán por la notoriedad. A partir de ese momento, y al igual que las «superestrelllas» de la Factoría neoyorquina, los protagonistas de programas como Gran Hermano u otros con nombres más reveladores como Operación Triunfo, se reúnen temporada tras temporada para conseguir una fama tan instantánea como, a veces, efímera.
Vulgaridad, el signo de los tiempos
Así pues, el reality show se nutre de la vulgaridad, y es esa vulgaridad, que procede del vulgo, lo que irrita tanto al intelectual que cree en la alta cultura. Ni siquiera los aspirantes a artistas de programas como Operación Triunfo u otros similares, que se suponen que premian la excelencia en un arte, en este caso en el del canto en el del entretenimiento, son raros o excepcionales. Han de ser vulgares, pues la televisión premia al que encaja, al que se amolda a las exigencias de la masa. El medio televisivo es, quizás, el único medio masivo pues se nutre de masas homogéneas. Ni siquiera el cine, que reclama un tipo de público diferente según las propuestas éticas y estéticas de cada película, ni, por supuesto, Internet, en el que cada grupo consigue su caja de resonancia propia, puede comparársele. De hecho, la televisión sólo puede vivir de cantidades masivas de público en una sociedad de mercado que ha obligado incluso a las cadenas privadas a competir por las audiencias y el beneficio.
No es el morbo, es el drama
Las audiencias millonarias de programas basura como son los espectáculos reales son movidas por el drama. En un error de cálculo, uno podría pensar que el espectador de estos programas es un mirón que encuentra placer en espiar al vecino por la ventana. Como ocurría en la película La ventana indiscreta, lo que fascina es la historia que se intuye. El que espía, ve y oye cosas y con este material construye una historia. En la película del inglés se descubría un asesinato; en programas como Gran Hermano, se discute si una pareja está enamorada o sobre quién es el culpable de un accidente doméstico. La televisión, gracias a que se puede repetir una y otra vez una escena sin resultar algo chocante, cosa que no ocurre en el cine, los momentos claves escogidos y editados por el director invisible son repetidos incesantemente y analizados en sucesivos debates. Todo ello para construir el drama del que se nutre el programa.
El final de lo privado
Sólo los nacidos tras la revolución electrónica, incapaces de distinguir lo privado de lo público, podrían ser los que se prestaran a este juego. La sociedad, tras la invención de la imprenta, fue formada en el dualismo de lo privado y lo público. En el ficticio orden que presta el pensamiento escrito en una página, uno podía distinguir entre lo íntimo, la confesión del que escribe, y lo público, lo que ocurría a su alrededor. Pero los medios electrónicos de difusión nos han devuelto a un mundo en el que el hombre está inmerso en el mundo. No es de extrañar que el vulgo publique sus retratos íntimos en la Red para que sean vistos por una audiencia mundial de extraños. La televisión, que repele a tantos, es el fruto de esta vulgaridad, de esta exhibición de caras anónimas.
La telebasura como desecho democrático
Uno de los valores del libro de Gustavo Bueno es dar sentido a estos programas relacionándolos con la sociedad que los produce. Cualquiera, leyendo a los intelectuales que se pronuncian ya no sólo contra estos programas, sino contra la televisión como medio intrínsecamente malvado, creería que todo ha sido una invención de unos empresarios desalmados que no dudaron en su día en corromper a las masas con su basura. Pero los programas polémicos son los que nos devuelven a uno de los dilemas que nutren los libros de filosofía política: ¿quién es más corruptible, la élite o la masa? ¿quién de las dos tiene la virtud de la moderación y la sabiduría? ¿hay que dirigir a la masa hacia un bien elevado o dejar que ésta se guíe por sus instintos?
Desde las grandes desgracias del siglo XX, resumidas en dos grandes guerras, se impuso por parte de los propagandistas occidentales la necesidad de controlar los delirios de la masa. La solución, para algunos, fue convertir al ciudadano en un consumidor pasivo, en alguien en constante lucha por satisfacer sus deseos, siendo esos deseos productos en venta. Genios de la propaganda como Edward Bernays pronto se hicieron con el control de los medios de comunicación, que se dedicaron a venderlo todo.
Warhol también se dio cuenta de ello y realizó una serie de retratos de Marilyn Monroe, dejando a la vista que incluso una actriz se podía convertir en un producto de consumo fabricado en serie. Pero no todos creían en la castración de los impulsos naturales de la masa: el lema de la contracultura del 68, por ejemplo, proclamaba las bondades de la imaginación, de lo surreal incluso, para gobernar a la sociedad. ¿Es necesaria la censura?
La buena censura
Los luchadores por la censura en televisión, que tras el éxito de los programas basura consiguieron un apoyo inusitado, se dieron de bruces con el verdadero censor de los contenidos: el mercado. Si los intereses de la masa son derivados hacia el consumo de productos, disfrazados de imaginativos mundos posibles, y se induce a la satisfacción de sus primitivos instintos para que caiga en la morriña del ocio, ¿por qué la televisión iba a regirse por algo distinto? Dejad que el mercado se regule a sí mismo, este ha sido el lema que se ha impuesto desde el final del siglo pasado. Los censores se dieron cuenta de que eran profetas desarmados. Figuras como el Defensor del Espectador son meros objetos de decoración que sirven para poner paños calientes.
Curiosamente, nadie ha denunciado a los boletines de noticias como programas basura, a pesar de que la mayoría están contaminados de drama y espectacularidad, al igual que los espectáculos de realidad.