Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 83 • enero 2009 • página 3
El mito, ligándolo al de la ninfa Eco, nos lo ha transmitido de forma deliciosa Ovidio [Metamorfosis, III: 339-510]. Narciso, hermoso joven a quien todos aman (incluida Eco) y que a nadie ama, fatigado y sediento después de una cacería, viene a tumbarse junto a una fuente, y, mientras calma su sed, queda extasiado ante la contemplación de su belleza reflejada en las aguas, al punto de enamorarse perdidamente de su propia imagen, sin advertir que es él, y no otro distinto, aquél que adora. Y así:
se cupit inprudens et, qui probat, ipse probatur,
dumque petit, petitur, pariterque accedit et ardet.
[«Se desea a sí mismo sin saberlo, elogiando se elogia,
cortejando se corteja, y a la vez que enciende, arde», 425-426].
Pero Narciso acaba por advertir que es su rostro y su cuerpo aquello que el agua le devuelve:
Iste ergo sum! Sensi, nec mea fallit imago:
uror amore mei, flammas moveoque feroque.
[«¡Ése soy yo! Me he dado cuenta, mi reflejo no me engaña más:
ardo en amores de mí mismo, yo provoco las llamas que sufro», 463-464];
mas no por eso curó de su locura, y a ello no fue ajena la propia Eco, devolviéndole al efebo las últimas palabras que éste pronuncia mientras se contempla. Quiere Ovidio que la intervención de la ninfa, aunque irritada y resentida con el zagal, que ha desdeñado sus requerimientos amorosos, obedezca a compasión. Mejor me inclino a creer que su motivación es la venganza, porque con ello, a lo único que contribuye es a aturdirlo y confundirlo más, conduciéndole, finalmente, a la muerte. No veo qué otra intención pueda sospecharse en la ninfa sino tramar la perdición del muchacho: si por culpa de él, ella ha terminado convertida en piedra, por culpa de ella, él se convertirá en flor. Porque sin Eco, cabe pensar en un Narciso desengañado de su quimera; con ella, en cambio, su locura parece llegar al extremo de pensar que es posible la unión aun con su propia imagen. Hasta que, por último,
Ille caput viridi fessum summisit in herba,
lumina mors clausit domini mirantia formam:
tum quoque se, postquam est inferna sede receptus,
in Stygia spectabat aqua.
[«Dejó caer él la cabeza fatigada sobre la verde hierba;
la muerte cerró aquellos ojos que admiraban la belleza de su dueño:
aun entonces, tras ser recibido en la mansión infernal,
seguía contemplándose en la Estige», 502-505].
Le lloran las Náyades, sus hermanas, y las Dríades, y Eco (¿dolida o burlona?) devuelve sus llantos.
Iamque rogum quassasque faces feretrumque parabant:
nusquam corpus erat, croceum pro corpore florem
inveniunt foliis medium cingentibus albis.
[«Y ya preparan la pira, el blandir de antorchas y las andas:
pero el cuerpo no aparecía; en vez de su cuerpo encuentran
una flor amarilla con pétalos blancos alrededor de su cáliz», 508-510].
*
Las interpretaciones han sido diversas. Para algunos (creo recordar que es el caso de Plotino), el mito representa lo absurdo de buscar en el exterior lo interno, en tanto que otros, lejos de considerar tal situación absurda, sostienen que es inherente a la condición humana el proyectar al exterior, y amarlo como externo, aquello que se encuentra dentro. O lo que es lo mismo (interpreto yo): que no amamos sino quimeras y fantasmas producto de nuestra imaginación. Y no seré yo (con independencia del propio mito) quien sostenga que tal opinión es por completo estrambótica o desatinada.
Pero quizá quien más uso ha hecho del mito de Narciso haya sido el psicoanálisis, aunque no se trata tanto de una interpretación del mismo como de una apropiación de él para explicar determinadas cuestiones relacionadas con el desarrollo psico-sexual del individuo. Se trataría de una fijación de la atención y de la libido en uno mismo y no en los objetos exteriores; una suerte de fase intermedia entre el autoerotismo y el amor objetal, y que sería algo enteramente normal en el desarrollo del ser humano desde la infancia a la adolescencia. Posteriormente, tras la introducción del concepto de Ello, Freud hablará de un narcisismo primario, caracterizado por la indistinción entre el Yo y el Ello, y por la ausencia de relaciones objetales, dado que el niño no aún no diferencia con toda nitidez su propio ser de los objetos externos, de tal manera que toda la libido se encuentra centrada en el propio sujeto, y acaso más en concreto, en su cuerpo, en la satisfacción de sus necesidades, y de un narcisismo secundario, en el que lo característico es que se da ya un reconocimiento de objetos, pero únicamente en tanto que son para el niño fuente de placer o dolor, de tal manera que el objeto existe más sólo, también, en la medida en que satisface sus necesidades; narcisismo éste que, en cualquier caso, tendría que ver con el proceso de estructuración del Yo, y en el que ese repliegue de la libido sobre el individuo no se halla referida tanto al cuerpo como al yo, como tal. Este tipo de narcisismo es el que define propiamente a la personalidad narcisista del adulto, y consistiría en una fijación en esas primeras etapas infantiles, o en la regresión a ellas, ante la incapacidad del sujeto para hacer frente a las exigencias que una vida propiamente adulta le impone.
Tal vez por todo eso hay quien sostiene que el narcisismo se opone al amor al prójimo. Lo que sucede es que eso del amor al prójimo tiene para mi gusto una excesiva resonancia religiosa, y se me hace muy difícil entender exactamente qué significa. Porque, para empezar, ¿quién es el prójimo? ¿Y por qué hay que amarle? ¿No bastará, acaso, con respetarle, siempre que sea digno de respeto, o ayudarle, si en verdad lo merece, como para que, además, se me pida que lo ame? ¿Es que, por ventura, el amor, del tipo que sea, es un sentimiento que pueda suscitarse mediante una decisión voluntaria? Yo puedo obligarme a respetar al otro, o a prestarle mi ayuda y mi apoyo en unas circunstancias dadas, pero… ¿amarle? ¿Puedo obligarme a amarle? Y si se replica que al hablar del amor al prójimo lo único que se quiere decir es lo que yo he dicho, entonces dejemos de enredar con las palabras y llamemos a las cosas por su nombre, y para lo que es respeto a apoyo, bástenle esos nombres, sin que haya por qué llamarle amor. En cualquier caso, el problema del narcisista no es que no ame al prójimo, ni siquiera que lo ignore: es que ni sabe que existe, tan ocupado se halla en escucharse y contemplarse a sí mismo, aunque no tanto como para no necesitar en algún sentido de los demás, aunque no sea para otra cosa que para asignarles un papel de espectadores en el esplendoro espectáculo de la puesta en escena de su magnificencia. Es decir, para el narcisista los otros cuentan en la medida en que le admiren, y en tanto no sea así, en tanto no se sienta admirado o suficientemente admirado por ellos, sucederá entonces no ya que no los ame, sino que los odie directamente.
Más consecuente con la propia posición psicoanalítica es la defendida por Comte-Sponville, quien entiende el narcisismo como la versión autoerótica del amor propio. Mejor creo yo que se trata de la versión estúpida, porque sólo un imbécil puede llegar a un grado tal de satisfacción consigo mismo. Dice Ovidio que, después de haber sido violada por el Cefiso, y ya embarazada de Narciso, su madre, la ninfa Liríope, consultó al adivino Tiresias si su hijo alcanzaría a vivir una edad avanzada, obteniendo la siguiente respuesta:
«si se non noverit»
[«si no llega a conocerse», 348].
Admito que en el contexto del mito tal diagnóstico parece hallarse plenamente justificado, mas entiendo que tal justificación es en exceso lineal y simple: mejor podría sostenerse que Narciso podría haber vivido más tiempo (cuánto sólo la Parca sabe) si hubiera llegado a conocerse; y es que Narciso no muere por haberse conocido, sino por no haberlo hecho en absoluto; porque Narciso muere ahogado en su propia excelencia sin advertir que por muchas que sean las perfecciones que le adornen, muchas más son las que le faltan, por cuanto que
«los dioses no otorgan a los humanos todo a la vez» [Ilíada, IV: 320],
y, en consecuencia, únicamente un necio puede pensar que aquellas aptitudes y cualidades que le han sido dadas conforman la máxima excelencia que mortal alguno puede superar un punto en ningún aspecto. Pero el amor que Narciso experimenta por sí mismo es incluso más superficial que todo eso: porque no se enamora Narciso de su intelecto o su buen juicio, de su habilidad en no importa que empresas o de su astucia, sino exclusivamente de su cuerpo; un cuerpo (es obvio) sumamente bello, tanto a sus ojos como los de cualquier otro. Narciso, en suma, muere de belleza como otros lo hacen de apoplejía. Mas su mal aún habría tenido cura si hubiera caído en la cuenta de que del bello rostro y el hermoso cuerpo que le encandila, algún día
«no quedaría nada más que hedor y gusanos» [Tolstói, Confesión, IV].
O que hubiera alcanzado a saber que, como decía nuestro Pedro Antonio de Alarcón:
«aquella salud y aquella belleza […] el aire, el sol; el mundo que hasta aquí habéis conocido, todo lo vais a perder, todo ha desaparecido ya; todo será mañana para vos polvo y tinieblas, vanidad y podredumbre, soledad y olvido» [«El amigo de la muerte», IX].
A mí me parece que no se ha valorado suficientemente el papel de Eco en la leyenda de Narciso (y si Ovidio ha sido, como así parece, el primero en ligar ambos mitos, ése no es, desde luego, uno de sus méritos menores). Y es que, en efecto, sólo alguien entregado permanentemente a la tarea de escucharse a sí mismo; a no oír otra cosa que su propio eco, e incluso a serlo, profesando a todas horas una continua y estúpida ecolalia de sus desatinos; sólo alguien así, sumido en una especie de sopor autista e incapaz de prestar atención a otra realidad que no sea la suya, y aun así para en el fondo desconocerla, puede llegar al extremo de verse y creerse sublime, al punto de que, llegado ahí, ninguna otra respuesta es esperable ni posible más que un desmedido amor y una valoración sin límites, no ya por lo que es o de lo que tiene, sino de aquello que de forma tan necia como errónea cree ser y tener.
Es posible que sin la mediación de Eco, Narciso hubiera terminado por advertir el tremendo engaño del que era víctima; un engaño, por lo demás, del que, a un tiempo, él era agente y paciente; un engaño, o mejor –puesto que no se engañaba consciente ni voluntariamente, lo que es imposible–, un monstruoso malentendido consigo mismo del que siquiera existía posibilidad alguna de que pudiera ser desecho. Mas un malentendido que, al cabo, la intervención de la ninfa resentida y despechada torna en engaño real que la necedad de Narciso le impide detectar, perdiéndole para siempre en un mundo irreal del que no cabe salir más que a la muerte o a la locura. Y de manera similar, a quien es presa de la alucinación narcisista le impiden ver claro tanto su propio eco como su condición. O dicho de un modo más directo, para arribar al narcisismo son necesarias dos condiciones: no escucharse más que a sí mismo y ser tonto –aunque también es verdad que con lo segundo está dicho todo–. Y, como Narciso, un individuo tal no tiene otro horizonte que la muerte o la locura. Y hasta cabría decir que si Narciso enloquece primero y muere después, el sujeto del que hablamos muere, vale decir, deja de vivir una vida auténtica y real, porque enloquece. El narcisismo es, sí, una suerte de locura.
Lo es, en sentido estricto, como rasgo asociado a serie de cuadros psicóticos, esquizofrénicos y paranoides, en los que el ensimismamiento patológico conduce al sujeto a la pérdida de contacto con la realidad, que es sustituida por una sucesión de imágenes dispersas, en la que su yo se fragmenta y se pierde. De hecho, el propio Freud ha introducido el concepto de neurosis narcisista (distinguiéndola de la neurosis de transferencia) para referirse, no ya a lo que cabe considerar un narcisismo absolutamente patológico, sino muy especialmente a las psicosis (denominadas por él parafrenias), tales como la paranoia y la esquizofrenia, en las que la libido, lejos de centrarse en los objetos del mundo externo, se repliega por completo sobre el yo; aunque más tarde, sin embargo, utilizará el término para referirse fundamentalmente a las afecciones de tipo melancólico
En otros casos, constituye una psicopatía, o si se quiere, un trastorno de la personalidad. No será preciso que recojamos aquí los criterios diagnósticos que a tal efecto se manejan. Bastará acaso con decir que el individuo afectado por un trastorno de la personalidad tal, presenta una exagerada sobrevaloración de sí mismo (fantasías de éxito, poder, conquistas amorosas, &c), que comienza seguramente por ser una mera fabulación, pero en lo que no sería del todo infrecuente que él mismo acabe creyendo. El motivo de ello no es otro que el inmenso deseo que experimenta de ser admirado por lo otros, a los que se halla siempre presto a explotar del modo que sea, y ante los que muestra una permanente actitud altiva y prepotente, convencido siempre de ser un individuo superior y digno, por tanto, de un trato especial y privilegiado. Y, por supuesto, ni que decir tiene que suele carecer por completo de la menor empatía, al tiempo que mantiene una relación muy particular con la envidia, ya sea envidiando a los demás, ya sea creyendo ser envidiado. Sin embargo, y tal es, en el fondo, su drama, todo eso no parece sino un simple mecanismo de defensa con el que intentar compensar un yo menesteroso y desvalido, asediado por un más que seguro sentimiento de inferioridad y una baja autoestima.
Mas incluso en el narcisista que no es sino un narcisista, sin que pueda ser catalogado como psicópata y menos aún como psicótico, tal disposición de carácter es síntoma de una personalidad anómala y deficitaria en lo intelectual y en lo afectivo: alguien que llama la atención por su bobería y por su incapacidad para atender a nada que no sea a sí mismo.
Pero conviene advertir que no sólo hay individuos narcisistas, sino también pueblos enteros, sociedades esencialmente narcisistas, o acaso mejor, épocas esencialmente narcisistas en el devenir histórico de determinadas sociedades. Enamoradas de su historia, en ocasiones real, pero no pocas veces ficticia, como ficticio todo él suele ser el psicópata narcisista, consideran que los lindes de la aldea coinciden con los límites de lo bello, lo bueno y lo verdadero, y jamás se aventurarían a traspasar tales fronteras, no sea que se contaminen de lo malo, lo falso y lo horrible del otro, porque nada puede llegar a existir equiparable a lo suyo; y hasta parecen llegar a pensar que las deposiciones de cualquiera de sus miembros de pura raza no tienen olor, sino aroma. Tal forma de narcisismo no es menos estúpida que la individual, aunque sí más peligrosa. Que sea estúpido un individuo no tiene nada de particular, y hasta en muchos casos (aunque no siempre) puede resultar algo absolutamente inofensivo, pero que lo sea todo un pueblo es cosa mucho más sorprendente (que nace un tonto por minuto parece un hecho probado, pero que tantos se concentren en un mismo tiempo y lugar, constituye un enigma mayor), y sobre todo, es mucho más preocupante, porque, siendo tantos, no sería raro que si un extraño se aproxima a los confines de la aldea o a las orillas del reguero junto al cual dormitan, contemplando su excelencia presente y pasada, intemporal, en suma, se sientan amenazados, y viendo peligrar aldea y riachuelo, arremetan contra él. El propio Freud ha señalado cómo en ocasiones es posible unir a todo un pueblo en una especie de amor narcisista, a condición de que haya otros que puedan ser objeto de su agresividad. Y en la misma línea psicoanalítica, Fromm considera esta especie de narcisismo colectivo como una de las fuentes principales de la agresión humana.
Pero volviendo a Narciso (no al psicótico, que es simplemente un enfermo, ni al psicópata, que no es más que un pobre hombre, e infeliz, sin duda, por más que esto no le disculpe del mal que pueda llegar a causar), que tal vez se mantiene en las fronteras de la normalidad psíquica, aunque no de la intelectual, yo supongo que, con todo, al cabo es posible imaginárselo feliz: porque muere, a fin de cuentas, prendado de su propia imagen, y en ese instante último que separa la vida y la muerte puede conjeturarse que experimenta un éxtasis como muy pocos mortales llegan a conocer jamás. Su tránsito al más allá, entre las convulsiones de un orgasmo estético como nunca podría pensarse que existiera, justifican acaso una vida perdida y una estupidez sin límites, máxime cuando los dioses, admirados del profundo amor de Narciso, le conceden el don de convertirlo en flor para que pueda continuar admirándose por toda la eternidad en las aguas de su mentecatez. Y ni siquiera eso, porque si a Orfeo –tan opuesto a Narciso– el amor por Eurídice deciden premiarlo con la vuelta de ésta a la vida; vuelta truncada y malograda por la impaciencia –bien podría ser ésta otra ninfa nefanda–, que siembra de de dudas y recelos la mente de Orfeo, a Narciso, el amor a sí mismo, le granjea el privilegio de su vuelta al mundo como flor, con el objeto de que gocen de él para siempre aquéllos a los que en vida negó la menor satisfacción, en tanto que el sólo puede verse sin saber que lo hace. Su castigo es, pues, permanecer por toda la eternidad mirándose sin verse.
Mas también cabe imaginar feliz al seguidor de Narciso, aunque se la del narcisista una de las expresiones más rotundas y acabadas de cómo puede ser alcanzada la felicidad por procedimientos estúpidos y alienantes. Felicidad estúpida o estúpido feliz. Tal es el estado alcanzado por el narcisista y la definición que mejor le cuadra: «feliz», porque sin duda hay que suponer que los es quien alcanza una grado de satisfacción tal consigo mismo, y «estúpido», porque sólo alguien que lo sea en verdad y sin paliativos puede alcanzarlo. Mas siempre que se halle contenido en los límites de su ser –de su condición de idiota–, sin que su disposición sea causa de perjuicio para nadie, yo me inclinaría a considerar el narcisismo antes una necedad que un vicio. Y, en efecto, no es infrecuente que la principal víctima del narcisista sea él, porque, si bien se observa, tal estado de complacencia, nacido –al igual que le sucede a Narciso– de la dicha inmensa que experimenta por haber tenido el singular privilegio de haberse encontrado, encierra en sí –al igual que ocurre en el mito– una tragedia; porque el bienestar del narcisista, como el amor de Narciso, sólo son posibles a condición de establecerse sobre un rotundo engaño y un enorme espejismo: el de tenerse por otro distinto del que se es, lo que conlleva perderse a uno mismo en el oleaje de una pluralidad de imágenes confusas y distorsionadas, a morir, en suma, para sí. Si persistimos, pues, en hablar de una felicidad inherente al narcisismo –y en algún sentido yo creo que puede hacerse–, debemos apresurarnos a aclarar que esa felicidad no es otra que la del enfermo psíquico –convenientemente sedado, si es preciso– o la del deficiente mental: una felicidad que no es sino ausencia de toda inquietud y desconocimiento de la existencia de una realidad más allá de uno mismo; una realidad en la que se mire a donde se mire y cualquiera que sea el parámetro sobre el que se establezca la comparación, siempre acabaremos dar con alguien que es más y con alguien que es menos. Si Narciso hubiese logrado apartar sus ojos de la fuente jamás se habría prendado de su hermosura, porque, a poco que mirase a su alrededor, terminaría por dar con alguien más hermoso que él; y de manera similar, si el aquejado de narcisismo hiciese un esfuerzo para dejar de contemplarse, vendría finalmente a caer en la cuenta de que existen en el mundo cosas más dignas de contemplación; que hay siempre alguien que se encuentra por encima un punto de él, no importa cuáles sean las magnificáis de las que se crea portador; y que lo hay también por debajo, y hasta que existe, incluso, alguien más tonto, lo que no dejaría de resultar una especie de consuelo. Pero el narcisista no puede hacerlo porque, como le sucede a Narciso, se mira, pero no se ve.