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El Catoblepas, número 83, enero 2009
  El Catoblepasnúmero 83 • enero 2009 • página 8
Historias de la filosofía

Juan de la Cruz

José Ramón San Miguel Hevia

En una noche oscura

San Juan de la Cruz

1

La tarde del dieciséis de Diciembre del año de 1577 un grupo de seis frailes invaden el refectorio del gigantesco convento fortaleza del Carmen, que ocupan en Toledo unos ochenta religiosos carmelitas. Uno de los llegados lleva en sus hombros un menudo fardo que deposita bruscamente en el suelo, y cuando levanta la caperuza, cae de rodillas en medio de las carcajadas de toda la comunidad un enano pálido y demacrado. Inmediatamente después, los bulliciosos frailes, aprovechándose de la libertad que les dan unas constituciones muy soportables empiezan a insultar a voces a su víctima, llamándole hipócrita, desobediente, falso hermano y traidor. Otros le invitan a aprovechar la ocasión y darse una buena cena para mejorar su lamentable aspecto, y para dejar de presumir de una vez de santo.

Dos semanas atrás una mezcla de frailes, seglares y soldados armados había apresado a Juan de la Cruz, después de romper las cerraduras de la casa de Ávila, donde en aquel momento se alojaba en compañía de otro hermano, también reformador del Carmelo. Los atacantes se sentían amparados por un breve del mismo Papa, que había decretado el cierre de los conventos de carmelitas llamados vulgarmente descalzos, la remoción de todos los oficios y administración de sus religiosos, y todavía más, el juicio y castigo de los rebeldes y contumaces. Para más abundamiento, estaban apoyados por el Nuncio y los obispos, cuya ayuda ha requerido el Papa, y por el mismo visitador de la Orden, que había dado orden de apresar y llevar a su presencia al que al parecer era el cabecilla de la reforma. Conscientes de su impunidad, los captores habían sometido en Ávila a Fray Juan por dos veces a pena de azotes, y antes de entrar en Toledo le habían tapa do los ojos con un capuz y traído después, dando vueltas y revueltas por callejones oscuros y empinados hasta llegar al convento del Carmen.

Dos días después de haber sido la burla de toda la comunidad, Juan de la Cruz comparece ante un tribunal presidido por el visitador de la Orden, que leyendo el Breve de Gregorio XIII, le conmina a que abandone su actitud de rebeldía y soberbia, y vuelva a la obediencia del Carmelo. En un primer momento, el acusado desafía a sus jueces, contestando, ante las amenazas de penas graves si no se arrepiente, que no piensa dar un paso atrás aunque ello le cueste la vida. Cuando el tribunal cambia de táctica, ofreciéndole si se somete, toda clase de ventajas: el mando de un convento, una buena celda, una biblioteca espléndida y hasta una cruz de me tal precioso, Juan responde de una forma todavía más desabrida: «Quien busca a Cristo desnudo no tiene ninguna necesidad de oro». Como al parecer ya todo es inútil, no queda más solución que aplicar la pena prevista en las Constituciones para los contumaces, la cárcel conventual tanto tiempo cuanto decida el Tostado, en sus funciones de vicario general, que no será poco, pues ha visto humillada su autoridad.

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Cumpliendo la sentencia que condena al rebelde Juan de la Cruz, sus guardianes le encierran en una especie de zulo de dos metros de ancho por tres de largo, que antes de servir de prisión estaba destinado a retrete de los huéspedes. Sin ventanas, sólo tenía una delgada tronera de tres dedos, que apenas dejaba pasar luz, y en el suelo, donde estuvo el servicio, quedan dos tablas por todo mobiliario, y un par de mantas. No hay mesa ni mucho menos librería, y el prisionero únicamente puede llevar consigo el breviario, que a la casi total oscuridad de la mazmorra, con dificultad puede leer a las horas del mediodía. La estrecha celda servirá al mismo tiempo de prisión, de dormitorio, de comedor, de cloaca y de biblioteca.

Todo está previsto para impedir una huída, en el caso de que Juan de la Cruz caiga en la tentación de intentar esa empresa suicida. La única salida del zulo es una puerta recia y gruesa, asegurada con un enorme candado. Además del fraile encargado del servicio de prisiones, por las noches la guardan dos centinelas, que tienen orden de no dormir, como no sea por turnos y acostados a lo largo de la puerta, de forma que el fugitivo ha de pasar por en cima de su cuerpo. Por otra parte la celda se abre a una estancia, colocada en una alta muralla del convento, que termina a un metro escaso de la cuenca rocosa del río Tajo.

En este estrechísimo recinto pasa nueve meses, desde ese Diciembre de 1577 hasta Agosto del año siguiente, el reformador de la Orden del Carmen Es desde luego uno de los más grandes iluminados de todas las religiones, pero por muy alta que sea su contemplación, está necesariamente abierta a un determinado paisaje existencial, el que llamará después en sus escritos y en sus poesías mayores «noche oscura «. La secuencia de los fenómenos místicos de que será protagonista es la siguiente: (1) En un primer momento y por efecto de la situación extrema en que se encuentra, Juan padece una total privación de consuelo sensible y espiritual. (2) En un segundo momento verbaliza interiormente esta experiencia y construye mentalmente el núcleo de lo que será la «noche del sentido» y «la noche del espíritu». (3) Finalmente dos meses después de terminar esta situación, compone las poesías que resumen magistralmente este paso del alma y su liberación . En este sentido hay que entender el testimonio según el cual escribió la declaración en prosa de la canciones espirituales que después compuso y que empiezan «En una noche oscura».

San Juan de la Cruz

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Lo primero que experimenta Juan de la Cruz, es el total desierto en que sus celosos guardianes han dejado sus sentidos. Para empezar sus ojos están sometidos a una oscuridad tan grande que no pueden disfrutar de la luz, mucho menos de los colores y de la figura de las cosas. En el aislamiento de su celda sus oídos no alcanzan a percibir un simple sonido, ni una conversación humana, y su mundo es el puro silencio. Su nariz tiene que soportar el hedor creciente de sus propios excrementos en un recinto muy pequeño y durante nueve largos meses, y por supuesto ha de renunciar a toda clase de perfumes. Hay que decir además que su dieta diaria se compone de pan y agua y unas pocas sardinas, a veces sólo media, es decir, lo imprescindible para seguir viviendo, sin hacer ninguna concesión al gusto, ni mucho menos deleitarlo con sabores. En fin sus manos y todo su cuerpo necesariamente debe soportar la dureza de su camastro y olvidarse de los colchones de pluma o de cualquier otro toque delicado, pero además de esto, pasará por la prueba del frío glacial del invierno toledano, y más tarde de los calores insoportables de Agosto.

La originalidad de Fray Juan ante este desierto de todos sus sentidos consiste en que no rechaza ni vuelve la cara ante este mundo hostil. Y no sólo lo acepta sino que se ejercita continuamente en esta carencia, algo que sería muy difícil y casi imposible, si no fuera que las circunstancias de su encierro facilitan y en cierta forma obligan a esta difícil ascética. Al mismo tiempo resume y generaliza interiormente esta experiencia, y convierte esta negación de todas las cosas naturales en una doctrina del vacío y la noche de los sentidos. Y discurriendo por cada uno de los ellos, considera que cuando el alma está privada de todo cuanto al oído puede agradar, está, en lo que afecta a esta facultad a oscuras y sin nada. Y en semejante desierto queda la vista cuando está privada de todo su objeto y su placer natural, el olfato si se ve vacío de toda suavidad de olores, el gusto, despojado de todos los manjares que pueden satisfacer el paladar, y finalmente el tacto, si carece de todos los deleites que puede recibir. Y en resumen cuando el alma niega y despide de sí el gusto de todas las cosas, podremos decir que está como de noche, a oscuras, lo cual no es otra cosa que un absoluto vacío interior.

Esta primera oscuridad de los sentidos es el paso obligado para hacer sitio a una realidad infinitamente más alta, y tan grande y abundante que no puede caber dentro del alma, si previamente no se ejercita en esta negación total, que empieza en una dolorosa ascética, y termina en el des canso del alma sensitiva. Al final de esta experiencia y este discurso interior, Juan de la Cruz ya puede intuir los dos temas que servirán de argumento a su nonato poema

En una noche oscura
Estando ya mi casa sosegada.

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Además de soportar esta abstinencia en todos sus sentidos, Juan de la Cruz está sometido a pruebas que afectan a su alma, privada también de todo consuelo espiritual, y por cierto, también sus guardianes le dan toda clase de facilidades para entrar en esta segunda noche. En primer lugar, según la sentencia del tribunal que lo ha condenado ninguna autoridad oficial de la iglesia a la que quiere pertenecer le proporciona claridad y consuelo: el mismo papa ha dictado orden de disolución a los primeros conventos de descalzos y suspendido en su oficio a todos los religiosos que los ocupan. Es un decreto que deben acatar el nuncio en España y después los obispos y los maestros y rectores provinciales del territorio donde están enclavadas las comunidades de reformados, y aunque por ahora la letra del breve no afecta a Fray Juan, su sentido quiere condenar sin apelación y con toda contundencia, a los carmelitas desobedientes. Únicamente la fe desnuda puede superar esta pena, pero en la medida en que el objeto de la fe es lo que no se ve, su ejercicio es también como la entrada en una noche y el paso a través de ella hasta la claridad del día. Ni siquiera en la soledad de su celda tiene descanso espiritual Juan de la Cruz. Los frailes del Carmen se acercan con frecuencia a su puerta y allí comentan en voz alta cómo el Tostado ha conseguido suprimir todos los conventos de descalzos y cómo la enérgica intervención del Nuncio, ha puesto fin a la experiencia de la reforma. Por si esto fuera poco, tres días a la semana, el superior de Toledo le recuerda ásperamente en el refectorio ante toda la comunidad su hipocresía y su imprudencia al tentar a Dios, cambiando la observancia de la Orden por una aventura a la larga insoportable. A fuerza de escuchar tanta reprobación, Fray Juan se siente interiormente afligido y atormentado, y llega a pensar si no se habrá equivocado al seguir su camino de penitencia, y si no tendrán razón los padres que permanecen fieles a las constituciones, y sólo puede salvar esta angustiosa interrogación, apoyándose en la esperanza. Pero también la esperanza descansa en ningún motivo y es de lo que no está presente ni se posee y en consecuencia es también noche y oscuridad . Cuando el fraile entra en la prisión, se le despoja hasta de su capa y su escapulario, y desde entonces queda en una desnudez y una pobreza total, sin ninguna imagen ni representación que le permita recordar su estado, y sólo tiene una cruz, que entrega a su segundo carcelero. En todos los nueve meses no acude a un lugar santo, ni celebra ninguna ceremonia y cuando al final de su cautiverio, suplica al superior del Carmen le permita decir la Misa el día de la Asunción, recibe una desabrida negación. Así que su caridad es también renuncia y negación, y las tres virtudes teologales a través de las cuales alcanza el descanso espiritual, repiten otra vez el tema de de su cantar.

En una noche oscura
Estando ya mi casa sosegada.

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A los seis meses, cambian las condiciones de la prisión porque llega un nuevo carcelero, que se comporta de una forma más benigna con su cautivo: procura limitar a un solo día a la semana, el Viernes, sus viajes al refectorio y los consiguientes reproches y cadena de azotes. Después le trae una túnica limpia, que sustituye a la que lleva hecha jirones desde hace muchos meses, le provee de tijeras, hilo y aguja y le presta un candil para que con todo ello pueda remendar su hábito. A pesar de todas estas atenciones fray Juan, se convence de que en mucho tiempo no levantarán la pena de prisión, y se siente tan desfallecido que piensa morir irremisiblemente si no consigue huir, y a esta empresa disparatada se va a dedicar. La fuga de su zulo, y después del convento del Carmen, sin ser milagrosa, es desde luego rocambolesca. Primero de todo, se ofrece al carcelero para llevar él mismo sus basuras diarias a la letrina, durante la siesta de la comunidad, y aprovechando estos brevísimos momentos de libertad, se asoma a la ventana de arco que da al levante del Tajo y consigue así orientarse. Otro día, a la misma hora y con la misma ocasión, saca y mete muchas veces los tornillos del candado y así agranda sus agujeros y los deja flojos para que puedan saltar con un pequeño empujón. Mientras tanto hace tiras sus dos mantas, las cose firmemente para que forman una escala, y las sujeta al garabato del candil. Falta saber si la improvisada escalerilla será suficiente para salvar la altura de la pared del convento. Juan de la Cruz ata el hilo que le ha sobrado a una pequeña piedra y en los pocos momentos de que cuenta para hacer su limpieza, se acerca a la ventana del corredor y mide la altura desde ella hasta el Tajo. Al volver a la cárcel afloja las hembrillas del candado. Dentro de ella compara la longitud del hilo con la de las mantas ya preparadas, y ve que es un metro y medio mayor, algo que se puede salvar sin riesgo con el cuerpo y los brazos tendidos. Finalmente comprueba que sus dos guardianes, persuadidos de que la fuga del convento fortaleza es totalmente imposible y vencidos por el sueño, aflojan la vigilancia en las horas centrales de su vela. Efectivamente, la noche escogida, una noche de luna llena, da un empujón a la puerta, hace caer los tornillos y queda un minuto en silencio y quieto hasta que se asegura que los dos frailes han vuelto a dormir. Luego coge las dos mantas y el garabato del candil y va derecho al corredor y a la ventana de arco que da al Tajo: es un mirador con una barandilla que llega a la cintura y tiene un pasamano de madera. Fray Juan mete el garabato entre el pasamano y los ladrillos que sirven de antepecho al balcón y cuelga de él las dos mantas hechas tiras.

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Fray Juan se descuelga por la improvisada escalera, ayudándose de las manos y las rodillas, hasta llegar al final, y a metro y medio del suelo se deja caer sobre un muro estrecho, lleno de piedras de una obra que está inacabada. Todavía sigue en el convento, encerrado en un corral sin ninguna salida: es casi un enano y las paredes son altas, pero a fuerza de puños, trepando por una esquina y aprovechándose de unas hendiduras y de los ángulos del muro, consigue llegar a lo alto de la tapia y arrastrarse por ella hasta encontrar una calleja. Toda la noche camina por las estrechas y oscuras cuestas de Toledo, hasta alcanzar por fin, ya de madrugada el con vento que sus hermanas, las monjas descalzas han abierto en la ciudad. Pero lo más notable de esta huída no es la inteligencia con que fue proyectada, ni las circunstancias en que se realizó, que parecen fruto de una imaginación desbocada, sino una condición que hace de ella algo único. Pues sólo dos meses después, probablemente en la comunidad de religiosas de Beas de Segura o en el convento del Calvario, compone Juan de la Cruz uno de sus grandes poemas. Su argumento describe cómo una enamorada, secuestrada probablemente por su propia familia, consigue escapar para encontrarse con su amado En una noche oscura Con ansias en amores inflamada ¡Oh dichosa ventura¡ Salí sin ser notada Estando ya mi casa sosegada Estas primeras estrofas recuerdan simbólicamente la tenebrosa estancia en la cárcel y la liberación a través de la renuncia a cualquier consuelo sensible o espiritual, y se corresponden con la primera etapa de la ascensión del alma, la vía purgativa, a la que Juan de la Cruz dedica todos los comenta ríos de su obra más extensa, la «Noche Oscura de la Subida al Monte Carmelo ».

A oscuras y segura
Por la secreta escala disfrazada
¡Oh dichosa ventura¡
A oscuras y en celada
Estando ya mi casa sosegada

San Juan de la Cruz, bendice nuestra comunidad, proclaman religiosas católicas del siglo XXI

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En los dos últimos meses de su encierro Fray Juan pide a su amable carcelero papel y tinta «para escribir algunas cosas de devoción con que entretenerse». Probablemente las aventuras de estos últimos días y las condiciones en que vive le impiden estrenar el cuaderno, pues al llegar al convento de las descalzas, tiene que recitar de memoria por las rejas de la iglesia tres romances «todos tres de la Santísima Trinidad», mientras que una de las religiosas las escribe. Los romances que empiezan «En el principio moraba», «En aquel amor inmenso», «Una esposa que te ame» son teológicamente impecables, y según quienes los escuchan, llenos de unción, pero tan comunes que es literariamente imposible que hayan coexistido en el mismo tiempo y lugar, en la memoria o el papel, con alguno de los poemas mayores. Por lo demás las monjas, que ensalzan hasta el cielo estas obras menores, guardan un clamoroso silencio sobre la «Noche Oscura» o el «Cántico»

El misterioso cuaderno reaparece unos pocos meses después en el convento de Beas. en plena sierra del Segura, pero esta vez tiene escrito, además de los romances trinitarios, el cantar «Que bien sé yo la fonte que mana y corre «y sobre todo las treinta primeras estrofas del «Canto Espiritual «, que según la religiosa que se hace cargo de ellos, Magdalena del Espíritu Santo, Juan de la Cruz compuso y escribió en la cárcel y consiguió sacar de ella. Como esta testigo contradice a todas las monjas y novicias de Toledo, y como no puede ser que invente de la nada una falsedad, ni siquiera por coquetería espiritual, sólo queda una explicación: los versos han sido escritos entre la liberación y la estancia del fraile en Beas y en el Calvario, en un paisaje existencial del todo distinto al que soportó en la lóbrega prisión del Carmen.

Lo que sí parece probable, es que durante su cautiverio, fray Juan ha imaginado el argumento del «Cántico Espiritual», que es muy cercano al de la «Noche Oscura», y que no ha tenido ocasión de desarrollar hasta meses más tarde. Su primer proyecto es muy sencillo: empieza cantando a una pastora enamorada, que pierde a su novio y queda angustiada y llorosa, mientras va tras él en una busca, que no teme a las amenazas ni cuida de los contentos, y termina con el encuentro de los dos amantes: es también probable que haya elegido su género literario y hasta el tipo de versos de esta pequeña novela pastoril. En este sentido sí se puede afirmar que durante la prisión de Toledo ha fabricado la estructura de su poema.

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Cuando Juan de la Cruz llega, poco tiempo después de su fuga, a la Sierra del Segura, entre los conventos de Beas y del Calvario, está ya libre de toda preocupación, y puede dedicarse a desarrollar los poemas pensados, y en cierta forma experimentados en la prisión. La primera redacción del «Cántico» se compone de treinta estrofas y sigue fiel al esquema probablemente dibujado en la prisión. Cuenta con una rica experiencia mística, y así sucede que los tres momentos del poema se corresponden con los tres pasos que ha de recorrer el alma en su ascenso a Dios: la vía purgativa –la soledad de la enamorada–; el noviazgo espiritual –el encuentro del amado– ; la vía unitiva –la respuesta del novio y la unión definitiva de los dos amantes–. La soledad de la enamorada y su persecución del novio es la etapa más amarga de sus amores y cubre las diez primeras estrofas.

¿A dónde te escondiste
Amado y me dejaste con gemido?

Si alguien se empeña en ver en Juan de la Cruz a un contemplativo desconocedor del mundo e indiferente a todos sus logros más excelsos, corre el peligro de llevar un disgusto parecido al de los carmelitas del Carmen que ni siquiera habían contado con una fuga tan imaginativa: en particular el fraile ha tenido trato con la literatura castellana de su siglo y demuestra un conocimiento y un dominio pasmoso de la lírica. Igual que Garcilaso, su gran modelo, convierte el romance amoroso del Cantar de la Biblia en una égloga, y utiliza de forma magistral, la lira, el verso que acaba de inventar su maestro. Únicamente cambia el protagonista y el argumento de su aventura bucólica: no es un varón, como Salicio y Nemoroso, que suspiran por sus amadas, que han desaparecido por la infidelidad o la muerte sino al revés, una pastora que ha perdido a su amante y que al encontrarle se olvida de to do lo que no es él...

Mi alma se ha empeñado
Y todo mi caudal en su servicio
Ya no guardo ganado
Ni ya tengo otro oficio
Que ya sólo en amar es mi ejercicio

El tercer momento de esta aventura entre la pastora enamorada y su amante ocupa sólo las cuatro estrofas finales y describe la culminación de su amor en una unión perfecta. Sus versos centrales son una espléndida traducción del «Cantar de los Cantares».

Debajo del manzano
Debajo del manzano
Allí te alegré
Allí conmigo fuiste desposada
Allí tu madre fue dañada
Allí te dí la mano
Fue violada la que te engendró (C. C)

Y fuiste reparada
Donde tu madre fuera violada (C. E)

9

Sabemos por los biógrafos de Juan de la Cruz que era un gran aficionado a contemplar la Sierra del Segura, hasta el punto que convidaba a los monjes del Calvario con frecuencia a una especie de recorrido turístico por la zona. La noticia es tanto más útil para una comprensión del «Cántico Espiritual» cuanto proporciona una pista para conocer el paisaje que sirve de fondo al poema. Según un tratado de montería del siglo XV: «En esta sierra de Segura…hay montes y espesuras altas y bajas, y tantas aguas que dudaría haber más en el mundo, así de ríos caudalosos como otros ríos y fuentes muchas». La descripción responde con mucha precisión a la busca de la pastora enamorada y a la sorpresa ante la aparición de su amante .

¡Oh bosques y espesuras
plantados por la mano del amado…
Decid si por vosotros ha pasado
- - -
Mi amado, las montañas,
los valles solitarios, nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos.

En los años en que fray Juan vivió en Beas y el Calvario los animales salvajes, gamos y ciervos eran tan abundantes que se permitía cazar a las gentes de toda condición, y había además variedad de aves El Cántico, al principio y al final de las treinta estrofas de la primera composición describe otra vez el paisaje de la sierra y su fauna.

Buscando mis amores
Iré por esos montes y riberas
Ni cogeré las flores,
Ni temeré las fieras.
- - -
A las aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores
montes, valles, riberas,
aguas, aires, ardores.

El doble paisaje existencial de la cárcel y de la riquísima serranía sirve de fondo y de símbolo a una misma experiencia mística, que termina en la unión del alma –la prisionera, la pastora– y su amante.

Entrádose ha la esposa
Quedéme y olvidéme
En el ameno huerto deseado
el rostro recliné sobre el amado.
Y a su sabor reposa
Cesó todo y dejéme,
el cuello reclinado
dejando mi cuidado
sobre los dulces brazos del amado (C. E.)

entre las azucenas olvidado (N.O.)

José Antonio Moreno Montoya, Las noches oscuras de San Juan de la Cruz (2002, fragmento)

 

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