Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 83 • enero 2009 • página 9
Primera parte de un estudio de la interpretación política del Quijote por Gustavo Bueno en el contexto de las concepciones de la novela como una sátira alegórica de España como entidad política.
Hay toda una serie de interpretaciones políticas de la mayor relevancia que han visto en el Quijote, so capa de parodia de las novelas caballerescas, una sátira alegórica de España misma como realidad política o histórico-política. Unas veces esa sátira adopta un sesgo indirecto, en que, como ya hemos sugerido en páginas precedentes, a través de la ridiculización de la caballería o de la nobleza o de la monarquía, o de cualquier combinación de estas instituciones, lo que, en realidad se busca, es parodiar a España o una determinada visión de la misma.
En esta línea se mueven muchos de los autores ya examinados en los apartados anteriores, como Rapin, Temple, Byron, entre los extranjeros, o José Carrillo, Juan Maruján, Saldías y Américo Castro, entre los españoles. Carrillo y Maruján llegaron tan lejos, que, en la línea de Rapin y Temple, acusaron a Cervantes, como ya vimos, de haber socavado los valores y virtudes caballerescos, tales como el pundonor, el valor y honor de los españoles, por lo que el primero, en su Romance satírico contra Nasarre y Cervantes (1750) lo declara «enemigo de su patria»; y Maruján, en un romance de la misma fecha, como «verdugo y cuchillo del honor de España» (véase Rius, Bibliografía crítica..., vol. III, pp. 386-7).
Pero hay otra vía más directa de presentar el Quijote como sátira de España. No se trataría ahora de criticarla a través de instituciones intermediarias, como las enumeradas, sino simplemente interpretando a su personaje central como símbolo alegórico de España, de manera que la paródica historia de don Quijote es a la vez una parodia de España como realidad histórica y política. Aquí entrarían las interpretaciones de signo histórico examinadas en anteriores entregas (véase El Catoblepas de Agosto y Septiembre del año 2008).
Y sea cual sea la vía elegida, directa o indirecta, para aproximarse a la novela como sátira de España, ésta puede adoptar, al igual que en otros asuntos ya vistos, como el de la caballería, dos modalidades: una negativa, derrotista o destructiva, y otra positiva, regeneracionista o constructiva. Los partidarios de la interpretación de la novela desde la perspectiva republicana y democrática, como Benjumea y su escuela, se inscriben en la orientación constructiva o regeneradora en la visión del futuro de España; pero muchos de los defensores de las interpretaciones históricas han propendido más bien hacia el derrotismo, incluso algunos que, contemplados superficialmente, como Unamuno, parecen adoptar una posición constructiva. Cuando menos resulta dudoso un programa pretendidamente regenerador, como el unamuniano, que parte del previo repudio del pasado histórico de España.
Ahora bien, sería un error colocar a todos los derrotistas en el mismo saco. Entre éstos, cabe discernir dos actitudes distintas. Un sector minoritario de los derrotistas, entre los que deben incluirse como más representativos los casos de Temple y Byron entre los extranjeros y a Carrillo y Maruján entre los españoles, atribuye al Quijote y a su autor una actitud antiespañola, en el sentido de que la obra, en virtud de su ataque a valores fundamentales de los españoles, habría contribuido con su influencia a la ruina de la nación. Pero frente a este derrotismo antiespañol, el sector mayoritario de los derrotistas, cuyo representante más cualificado podría ser Maeztu, interpreta la novela como expresión de la decadencia de España, pero no como causa de la misma.
Gustavo Bueno: el Quijote, sátira revulsiva de España
Para cerrar este estudio sobre las interpretaciones políticas del Quijote que toman España como el referente simbólico de las mismas, nos vamos a ocupar de la propuesta recientemente por Gustavo Bueno en la parte final de su libro España no es un mito (2005), que es a la vez histórica, por lo que podría figurar con igual título en el capítulo de las interpretaciones históricas, y política, incluso primariamente política en cuanto su mensaje fundamental es de esta naturaleza y va dirigido, según su exégesis, a los españoles del futuro inmediato respecto al presente histórico de la novela. Y en cuanto novela alegóricamente política, es un modelo de las concepciones constructivas o, como escribe él más expresivamente, revulsivas y, como tal, un vigoroso correctivo y aun antídoto contra las concepciones derrotistas o catasfrofistas.
No es la primera vez que se acerca al tema, ya que años antes, en España frente a Europa (1998), Bueno ya esbozó una primera aproximación, muy sucinta, al personaje de don Quijote en clave política, como un primer anuncio del desarrollo de su concepción posterior. En este libro (págs. 362-5), sobre todo ya se apunta una idea fundamental de su interpretación madura: la asociación entre España como Imperio católico y don Quijote, entre los que se establece una estrecha analogía, que parece conducir a la visión de don Quijote como encarnación, en su personalidad individual, del Imperio español o, al menos, de su problema central.
Este problema central del Imperio español se cifra en que se trata de un tipo de realidad cuya esencia implica su realización práctica, de manera que en cuanto deja de realizarse como un proceso en marcha, empieza a decaer comprometiendo su esencia y finalmente su propia existencia. Análogamente, la esencia de don Quijote como caballero andante, el objetivo de su vida como tal, consiste en su realización como caballero, lo que entraña emprender aventuras y en cuanto deje de hacerlo, decae como caballero hasta llegar a borrarse su condición de tal. Don Quijote sólo puede ser tal mientras ejecute aventuras. Obsérvese cómo Bueno establece un simbolismo, aunque muy genérico, entre don Quijote y el Imperio español, por un lado, y cómo, por otro lado, ese simbolismo tiene como referente un Imperio en decadencia, pues todo ello pasará a formar parte de su interpretación posterior en España no es un mito.
Pero antes de pasar a esto, debemos hacer una observación acerca del nivel tan genérico en que Bueno establece la analogía entre el Imperio español, cuyo futuro es decaer y desaparecer (como el de todos lo imperios), y don Quijote, cuyo futuro también es decaer y morir. Se trata de que por la misma regla se podría igualmente alegar que Amadís de Gaula, o cualquier otro caballero andante, es una alegoría del Imperio español, pues el futuro de cualquier caballero andante consiste en que su esencia caballeresca se borre para transformarse en un gobernante, como Amadís, que, luego de haber consumado su vida de caballero andante, se convierte en rey de la Gran Bretaña, por su matrimonio con Oriana y los excelentes servicios prestados al rey Lisuarte.
Pero incluso antes de que ocurra esto, que es el proceso evolutivo normal del caballero andante, su vida como tal puede terminar en fracaso mucho antes si permanece inactivo, pues mientras lo está su honra y fama disminuyen de tal modo que su carrera puede decaer hasta borrarse su condición de caballero andante. La inactividad y el olvido de sus hazañas por la gente, que mientras tanto presta atención a las de otros caballeros en activo, pueden poner en peligro la carrera de un caballero. Amadís es consciente de ello. Sabedor que la esencia del caballero andante como tal descansa en salir en busca de aventuras, que hacerlo incrementa su honra y gloria y que en la medida en que se repliega ambas sufren menoscabo, corriendo el riesgo de ser olvidado, lo pasa muy mal cuando, por mandato de su amada Oriana, se ve obligado a retirarse, durante una larga temporada, de la vida activa en Gaula, no haciendo otra cosa que soñar con «se partir y buscar las aventuras, por emendar y cobrar el tiempo que en tanto menoscabo de su honra allí estuvo» (Amadís de Gaula, III, 69, Cátedra, pág. 1074).
Pero es en «Don Quijote, espejo de la nación española», el broche final con que se cierra España no es un mito, donde nos ofrece Bueno de forma elaborada los fundamentos de su interpretación histórico-política del Quijote, la cual se puede resumir en tres partes principales: tesis hermenéutica histórico-política de orden general, determinación del simbolismo alegórico de la novela y moraleja o lección político-moral de la misma.
La concepción de Bueno en clave política viene precedida de un preámbulo sobre la distinción entre interpretaciones autogóricas y alegóricas, mediante la cual pretende, sin duda, arrinconar a las interpretaciones literalistas o directas, motejadas de autogóricas, a las que acusa de desconectar a don Quijote y al propio Quijote de la realidad extraliteraria, y defender las alegóricas, categoría en la cual se inscribe su propia interpretación. En El Catoblepas del mes de Junio ya impugnamos esta distinción con un surtido de objeciones, a las que sólo añadiremos ahora que una obra puede ser autogórica, esto es, estar alejada de la realidad y ser, no obstante, alegórica. Un buen ejemplo de ello son muchas obras pertenecientes al género de la literatura fantástica para niños, o para quien sea, en las que se inventa un mundo aparte muy disímil del mundo real, y, sin embargo, están sembradas de alegorismo.
Una muestra excelente de lo que tratamos de decir es la heptalogía de C. S. Lewis, Las crónicas de Narnia, obra a la que recientes adaptaciones cinematográficas han traído a la actualidad y que por cierto mantiene evidentes semejanzas con la literatura caballeresca. El escritor británico crea una realidad fantástica e inverosímil ubicada en un tiempo pasado, parecido en algunos aspectos a la Edad Media recreada en la citada literatura caballeresca, y en un espacio geográfico absolutamente irreal, habitado no sólo por seres humanos, sino por criatutras mitológicas, animales parlantes, gigantes, enanos, bosques que caminan, &c. Pero la invención de este mundo aparte, Narnia, desconectado de la realidad ordinaria, al que se trasladan de forma mágica los protagonistas desde el siglo XX, unos niños, hermanos entre sí, no impide que la obra sea un alegoría en que se enfrentan a muerte las fuerzas del bien, encabezadas por los cuatro niños y sus aliados de toda clase, humanos y no humanos (animales reales e imaginarios, bosques y ríos), entre los que destaca el león parlante Aslan, representante último del restablecimiento del orden del bien, frente a las hostiles fuerzas del mal. Los propios libros de caballerías, que Cervantes está tan dispuesto a combatir, constituyen también una buena muestra de este maridaje entre desconexión de la realidad y alegorismo: Amadís o Palmerín de Inglaterra son auténticos arquetipos de caballeros andantes heroicos envueltos en un combate permanente del bien contra el mal.
Gustavo Bueno no logra arrinconar las interpretaciones literalistas y, de acuerdo, con nuestro análisis, éstas son compatibles con la visión del Quijote y de su protagonista como anclados en la realidad, sin por ello incurrir en el alegorismo. Ahora bien, también hay que decir que la distinción de Bueno entre interpretaciones autogóricas y alegóricas no afecta para nada a su propia concepción, desarrollada, como vamos a ver, en la línea del alegorismo en sentido estricto, y cuyo valor es independiente del que posee su distinción, por lo que en su momento examinaremos críticamente aquélla prescindiendo totalmente de ésta, que, por nuestra parte, consideramos inadecuada para clasificar las interpretaciones directas del Quijote. Dicho esto, procedamos a exponer las tesis capitales de la hermenéutica política ensayada por Bueno
El Quijote, alegoría política del Imperio español
De acuerdo con su tesis hermenéutica fundamental, el Quijote es ante todo una alegoría política, según la cual la novela, y en particular su protagonista, es un símbolo alegórico del Imperio español. Según esto, el escenario literario de la obra tiene como referencia real a éste. Por tanto, la interpretación del Quijote gira en torno al significado del Imperio español como primer imperio generador o civilizador de la época moderna que alcanza su culmen a lo largo de los siglos XV y XVI; un Imperio que alcanzó su cima más alta a partir de 1521 con la conquista de México y Perú y sobre todo con la victoria de 1571 en Lepanto, donde España, con sus aliados, logró detener la ofensiva del Imperio otomano sobre Europa.
Ahora bien, el curso ascendente del Imperio español fue frenado en 1588 por Inglaterra con el gran desastre de la Armada Invencible, lo que significó una inflexión en el curso de la historia de España, pues su curso ascendente fue detenido, aunque no entró en situación decrépita, sino que se mantuvo como gran potencia dos siglos más, los siglos XVII y XVIII. Pues bien, en este momento de 1588 en el cual el curso ascendente del Imperio español lo paró una potencia emergente y lentamente empieza a declinar es cuando Cervantes escribe su magna obra como una «meditación sobre el Imperio católico».
Ahora bien, sería un error inferir que si el Quijote es realmente una meditación sobre el Imperio español habrá de ser una meditación, si es que el simbolismo es completo, sobre su ascenso, apogeo y decadencia, con lo cual la concepción de Bueno se alinearía con cierta variedad de interpretaciones históricas ya examinadas, en las que la novela se leía como la expresión en clave simbólica de la grandeza y declive del Imperio español. La presentación del Quijote como una meditación sobre el Imperio español se refiere más bien a una meditación sobre la fase de inicial decadencia del mismo y sobre los remedios que a ésta en la obra se ofrecen.
En efecto, por la asociación que establece entre el hecho de un declive ya en marcha y el hecho de que sea entonces cuando Cervantes expone en forma alegórica su novela política e histórica sobre la España imperial, parece inferirse que la fase de la decadencia será la parte fundamental en esa meditación, punto en el cual la concepción de Bueno se aproxima a la de Maeztu, para quien el Quijote ante todo era una reflexión sobre la decadencia del Imperio español, aun cuando la moraleja que uno y otro extraen de la alegoría sea diametralmente opuesta.
El simbolismo político de don Quijote, Sancho y Dulcinea
Descritas así las coordenadas histórico-políticas del Imperio español en cuanto referente simbólico del Quijote, Bueno procede a determinar el simbolismo de los tres personajes principales, don Quijote, Sancho y Dulcinea, que conforman una trinidad. Puesto que los tres están vinculados por lazos internos, la referencia simbólica a España no la monopolizará en exclusiva don Quijote, aunque ciertamente a través de él, siendo el protagonista, se abrirá la principal conexión simbólica con España. Esta forma de proceder es original por parte de Bueno. Lo habitual, como hemos visto en el examen de las interpretaciones históricas, es centrarse en don Quijote como personificación de España, sin acordarse apenas de Sancho, que, como mucho, aparece como mero comparsa, meno aún de Dulcinea. Unamuno, sobre todo el segundo Unamuno, les asigna ya una función y Sánchez Albornoz va más lejos al declarar a la pareja inmortal, tanto al hidalgo como al escudero, como la personificación de la historia de España, pero no reserva un lugar para Dulcinea. Bueno es uno de los pocos en asignar una función fundamental a cada miembro de la trinidad, aunque reservando obviamente el papel estelar a don Quijote.
Justamente en don Quijote va a encontrar Bueno la vía privilegiada de acceso a la realidad de la España imperial desde el escenario literario de la novela, esto es, el hidalgo manchego nos va a permitir leer ésta como una alegoría política y trasladarnos del escenario novelesco al escenario de la España imperial como referente alegórico de la obra. Y bien, ¿cuál es el fundamento de la interpretación por Bueno de don Quijote como encarnación simbólica de España en calidad de nación histórica e imperial? El criterio o razón en que se apoya para determinar este alegorismo político es la frase de Sansón Carrasco en la que se dirige a don Quijote en aparente tono de alabanza: «¡Oh honor y espejo de la nación española!» (II, 7). De esta declaración infiere que la referencia inequívoca de don Quijote no puede ser otra sino la nación española, entendiendo aquí por nación española no una nación política ni étnica, sino una nación histórica, cuya extensión territorial en ese momento abarcaba toda la península Ibérica, ya que cuando Sansón Carrasco pronuncia esas palabras Portugal estaba integrado en esa nación española.
Es importante reparar un instante en la estrategia seguida por Bueno por comparación con la de los demás autores. Lo habitual en los adalides de una exégesis del Quijote en clave histórica o política es buscar una analogía entre don Quijote y España, como base sobre la que desarrollar el simbolismo, lo que obliga a comparar al personaje y lo dicho en el texto con la realidad extraliteraria, esto es, obliga a salir del recinto interno literario. En cambio, Bueno persigue encontrar en la inmanencia misma del texto, en el citado pasaje, la base del simbolismo alegórico del protagonista. Esto es, la pretensión de Bueno, por nadie más mantenida hasta ahora, es que el texto mismo, a saber, la frase del bachiller Sansón Carrasco autoriza una exégesis alegórica de don Quijote como personificación de la nación española. Eso sí, en una operación posterior, Bueno también recurrirá al método analógico, cuando, más adelante, como veremos, se nos diga que don Quijote, y con él los otros dos personajes que conforman la trinidad quijotesca, simboliza a una España que ha iniciado su decadencia, lo cual remite a una semejanza entre los fracasos del caballero andante manchego y una España que también empieza a fracasar en su proyectos imperiales. Pero lo cierto es que Bueno parece dar más peso en su argumentación a la inferencia derivada de la declaración del bachiller. En cambio, a nuestro juicio, y eso esperamos mostrar en la entrega del mes próximo, tiene más fuerza, aunque no invencible, el recurso al método analógico. Aunque bien mirado, no se trata de dos argumentos independientes, sino entrelazados: el argumento textual constituye un refuerzo del argumento de la identidad alegórica entre don Quijote y España, fundada en las semejanzas entre la historia del personaje y la realidad histórico-política de la España coetánea.
Pasemos al simbolismo de Sancho Panza. Supuesta su vinculación en calidad de escudero con don Quijote, símbolo de la nación española, también él se referirá simbólicamente a España. Y puesto que en el escenario literario es un labrador y cabeza de familia, Sancho tiene como referencia simbólica extraliteraria a los labradores españoles, preocupados u ocupados en sacar adelante a su familia, de los cuales muchos, al igual que Sancho decidió salir de su aldea sirviendo a un hidalgo y compartiendo sus proyectos, a pesar de los riesgos que sus aventuras pudieran depararle, estaban dispuestos a seguir a los capitanes españoles comprometiéndose en los proyectos de la Corona, aceptando arrostrar igualmente todos los peligros que pudieran sobrevenirles. En este aspecto, la manera de entender el simbolismo de Sancho por parte de Bueno es muy similar a la de Sánchez Albornoz.
Hasta aquí el método hermenéutico de Bueno para descifrar el simbolismo alegórico, basado en el análisis del papel desempeñado por los personajes principales en el escenario literario, parece funcionar sin problemas, pero ante el caso de Dulcinea éstos parecen surgir. Aquí no es tan fácil ver la conexión simbólica de la dama del hidalgo con España. Una forma de salir del atolladero es convertir a Dulcinea, en tanto viene a ser para don Quijote el ideal por el que lucha, en el símbolo de España en tanto ideal por el que don Quijote se esfuerza y combate. Es muy frecuente ver en Dulcinea el compendio de los ideales del hidalgo, pero casi siempre entendidos de una forma metafísica o muy abstracta. Algunos, como Unamuno, al interpretar a la dama como la gloria a la que aspira el hidalgo, entendida como afán de inmortalidad, le dieron un contenido menos abstracto, pero a la postre metafísico.
Pero otros, como Benjumea, vieron en Dulcinea, amén de un compendio de los más elevados ideales éticos, estéticos y metafísicos de don Quijote, asimismo la encarnación de los ideales políticos por los que luchaba: era el símbolo de la España luminosa, republicana y democrática de los liberales progresistas frente a la España negra del absolutismo monárquico y la Inquisición.
Años después, Galdós recogerá esta idea de Dulcinea como encarnación de España, pero de una España republicana, de manera que el afán quijotesco por desencantar a Dulcinea lo interpretaba como la lucha por implantar en España la república. En una línea similar se mueve Benigno Pallol (o Polinous), el crítico esotérico, quien proclama abiertamente que Aldonza Lorenzo-Dulcinea es España: «Esta labradora [Aldonza Lorenzo] es nuestra España, a quien quiere Cervantes emancipar de la servidumbre y elevar al rango de princesa» (Interpretación del Quijote, 1893, pág. 48). Por su lado, Ramón y Cajal presentó a Dulcinea como imagen alegórica de España como patria: «¡…el eterno amor de Dulcinea…, de esa mujer ideal, cuyo nombre, suave y acariciador, evoca en el alma la sagrada imagen de la patria!...» («Psicología de don Quijote y el quijotismo», 1905, en Visión del Quijote desde la crisis española de fin de siglo, Visor Libros, 2005, pág. 35).
La vinculación, pues, de Dulcinea con España, entre los proponentes de una interpretación política del Quijote, tiene una tradición bastante antigua, que se remonta a la segunda mitad del siglo XIX. Aunque Bueno no invoca esta tradición, sino la autoridad del autor alemán Pfandl, quien presenta a Dulcinea como la encarnación de la monarquía, de la nación, continúa esta línea hermenéutica que ve en la señora de don Quijote la representación de España, pero vista como el ideal o el futuro por el que éste se esfuerza y pelea.
Así que don Quijote, Sancho y Dulcinea tienen la misma referencia, España, lo que parece generar una confusión o indistinción entre los tres personajes, cuyas diferencias se anulan en la común referencia. La respuesta de Bueno a este problema es que, si bien la referencia es la misma, el modo de referirse a ella o el sentido de esta referencia, por utilizar la terminología de Frege, es distinto, pues se refieren a ella desde perspectivas temporales diferentes: don Quijote simboliza a España desde la perspectiva del pasado, un pasado en el cual los caballeros españoles usaban lanzas y espadas, en lugar de arcabuces y cañones; Sancho la simboliza desde la perspectiva del presente, en el cual el pueblo con su trabajo diario contribuía a la preservación de España, con lo que viene a representar grosso modo la capacidad económica del pueblo español; y Dulcinea, obviamente desde la perspectiva del futuro, pues en tanto ésta es España como ideal funciona como un programa práctico de acción que exige fe en su realización en el porvenir, programa que se ejecuta a través de la actualización de las potencialidades reproductivas de las mujeres españolas. Dulcinea es, pues, un símbolo de España como madre y, en cuanto tal, representa a las mujeres españolas capaces de aportar hijos que, como agentes económicos o soldados, podrán hacer posible el futuro de España. En resumidas cuentas, Dulcinea simboliza la capacidad demográfica de España para reproducirse y perpetuarse en el futuro.
Que don Quijote simboliza el pasado de España no significa que no tenga nada que ver con su presente, sino que su vida en éste está particularmente determinada por el pasado histórico. Como dice Bueno, don Quijote es un caballero del pretérito que tiene que vivir en el presente. Para mostrar hasta qué punto es un caballero del pretérito, de un pretérito que continúa influyendo de un modo determinante en el presente, Bueno trae a colación el pasaje en que Cervantes nos cuenta cómo don Quijote, cuando decide salir a la busca de aventuras como caballero andante, echa mano de las armas de sus bisabuelos, que, enmohecidas, «luengos siglos había estaban puestas y olvidadas en un rincón» (I, 1).
Evidentemente, el narrador exagera en lo de «luengos siglos», pues atendiendo a que cuando Cervantes empieza a escribir la novela tenía aproximadamente cincuenta años y que su bisabuelo paterno, Ruy Díaz de Cervantes, había nacido hacia 1430, cabe suponer que el bisabuelo ficticio del hidalgo, nacido por las mismas fechas, por edad podría haber participado en hechos de armas o combatido en las contiendas del reinado de Juan II y Enrique IV de Castilla. Es más, esto se halla ratificado por el hecho de que el propio don Quijote se considera descendiente, quizá bisnieto, del caballero histórico, Gutierre Quijada, «de cuya alcurnia yo desciendo por línea recta de varón», afirma el hidalgo (I, 49), personaje efectivamente real, cuyo nombre y hechos se mencionan en una Crónica de Juan II.
Las armas y armadura de don Quijote nos remiten no a un pasado remoto, sino a un pasado inmediato al presente histórico de la novela, un pasado en el que, si bien inmediato, esa clase de armas empezaban a ser una antigualla, siendo ya totalmente anacrónicas en el presente de la novela en que don Quijote recorría los caminos de España armado de esa guisa. Aunque Bueno no lo menciona, pertinente es recordar que don Quijote no sólo es un caballero del pretérito incrustado en el presente por sus armas, sino por todo el programa caballeresco que porta en su cabeza de restauración en los calamitosos tiempos del presente del pretérito feudal, según la versión extremamente idealizada e intemporal que él conocía por los libros de caballerías.
Tras este despliegue histórico de la trinidad quijotesca, en el cual cada persona representa un periodo de la historia de España tomando como referencia el presente histórico definido por el presente literario del Quijote, se impone establecer los parámetros de este presente a través del análisis del escenario literario en que actúan los personajes. Luego de definir el presente histórico en general como un círculo de personas en agitación constante y en interacción mutua, cuyo diámetro temporal es de cien años, llega a la conclusión de que el presente histórico de la España del Quijote dura desde 1614 hasta 1514, basándose en el dato de que la fecha de la carta que Sancho, como gobernador de la ínsula Barataria, escribe a su mujer es la de 20 de Julio de 1614. En realidad, Bueno titubea entre esa datación y la que va de 1616 (por hacerla coincidir con el año de la muerte de Cervantes) a 1516 (año de la muerte de Fernando el Católico), aunque finalmente se decanta por la primera datación, que nosotros consideramos más exacta, pues se trata de definir el intervalo del presente histórico del Quijote, no el de su autor, bien es cierto que en este caso la diferencia entre ambas es despreciable.
Así, pues, dado que don Quijote marchaba en busca de Dulcinea en 1614, está claro que el presente próximo extraliterario de la novela es la época del reinado de Felipe III; pero, de acuerdo con la anterior datación, hay que decir que Cervantes ha querido referirse también a la España de un siglo anterior, la de 1514, un presente remoto que limita con el pretérito. Este presente histórico no es el de la España medieval, sino el de la España moderna, la España posterior a la toma de Granada por los Reyes Católicos, en la que ya no hay reyes moros. Del cuadro literario que Cervantes nos pinta del intervalo que va desde 1514 a 1614 hay que destacar tres rasgos de gran relevancia en su interpretación global del Quijote:
En primer lugar, destaca Bueno el dato de que en el cuadro cervantino del presente histórico de la novela no figura el Nuevo Mundo, ni tampoco el viejo continente (Flandes, Italia, Constantinopla) ni África. Cuatro veces insiste en este dato, especialmente en la ausencia de referencias a América (véanse op. cit. págs. 266, 267, 169 y 274). Como veremos en la próxima entrega, esto no es verdad: el Quijote incluye tanto la proyección de España hacia América, como hacia Europa (Flandes e Italia), Asia, a través de su enfrentamiento con el Imperio turco, y África.
En segundo lugar, resalta que Cervantes no incluye en su cuadro a España como sociedad política. Aunque se supone que el escenario literario está emplazado en esa sociedad política que es su plataforma, sostiene Bueno que la España que Cervantes observa desde su puesto de narrador es la sociedad civil, la sociedad civil compuesta por toda suerte de personajes de variopinta condición y oficio que desfilan por el escenario, incluidos caballeros andantes arcaicos, y no la sociedad política coetánea. Como veremos, esto tampoco es cierto: España como sociedad política está presente tanto en la primera parte como en la segunda, a veces incluso en primer plano del escenario.
Por último, y esto viene a ser una especie de conclusión de lo anterior, pone especial énfasis en que el cuadro, como si estuviese iluminado por una luz ultravioleta que funcionase como filtro, que se nos ofrece de la sociedad española es abstracto, como dotado de un aire de intemporalidad; una sociedad en la cual, debido precisamente a esta intemporalidad, no es inverosímil que se pueda necesitar el cuidado de caballeros armados, pues aun en esa España intemporal siguen actuando malhechores de toda laya que perturban la paz interior intemporal, para cuya restauración son menester los caballeros armados.
El mensaje político revulsivo del Quijote
Descifrado el simbolismo alegórico de la trinidad quijotesca y visto que ésta se refiere a una España, que tras el desastre de la Invencible, ha entrado en una crisis profunda, Bueno procede a interpretar el mensaje que el Quijote nos ofrece. Lejos de presentarnos una interpretación derrotista o catastrofista, nos propone una interpretación de signo constructivo, que él denomina revulsiva. Frente a las visiones catastrofistas de la obra fundamental de Cervantes que la entienden como una crítica derrotista de la España imperial, de la que Cervantes se habría burlado mostrando sus grandes empresas como las empresas delirantes y ridículas de un caballero esperpéntico, cuyo fracaso es el fracaso de esa España imperial, nos ofrece una concepción revulsiva, según la cual lo que las derrotas de don Quijote nos enseñan no es el fracaso de las armas en general, sino el de las armas blancas, del combate individual con lanzas y espadas, de manera que lo que nos enseña de una forma apagógica o como contraejemplo es que, si España quiere remontar la decadencia o la derrota y hacer frente a las potencias que la amenazan por los cuatro costados (Inglaterra, Holanda y Francia, especialmente), lo que debe hacer es rearmarse, modernizar su armamento y sus efectivos militares sustituyendo las armas blancas por las de fuego y a los caballeros andantes y escuderos por batallones.
El Quijote no es, pues, una condena de las armas, sino una apología de las mismas para la defensa de España frente a sus enemigos, que como mensaje revulsivo se dirige a los gobiernos de los reyes sucesores de Felipe II y al resto de los españoles para advertirles que con las armas herrumbrosas de los bisabuelos y con aventuras solitarias a la manera de don Quijote, no espera otro destino a los españoles que el fracaso y el desmoronamiento del Imperio. He aquí la forma tan expresiva como formula el autor el mensaje revulsivo del Quijote:
«Sustituyamos lanzas quebradas por cañones, caballos famélicos por naves artilladas y ligeras, caballeros andantes por compañías o batallones..., molinos de viento por gigantes ingleses o franceses que nos atacan; sustituyamos al escudero Sancho por millones de labradores que salen de sus lugares par acompañar a los caballeros en la lucha contra los enemigos reales, y a Dulcinea por millares de mujeres que arrojan al mundo nuevos labradores y soldados.» Op. cit., pág. 278
De acuerdo con la interpretación del autor, el libro capital de Cervantes es ciertamente un crítica de España, pero no un crítica despiadada y derrotista, sino una reprensión, ciertamente dura, pero revulsiva dirigida contra los españoles adormecidos, que, luego de haber contribuido a forjar el Imperio, han regresado satisfechos a sus hogares o a la corte, para llevar una vida de bienestar y pacífica, sin darse cuenta de que este género de vida dependía del mantenimiento y defensa de un Imperio que, después de la derrota de la Invencible, había comenzado a desmoronarse. Frente a una España adormecida, cuyos caballeros e hidalgos, despreocupados del futuro del Imperio, se refugian en un mundo intemporal para vivir de sus rentas y rumiar los recuerdos de su glorioso pasado de soldados, el Quijote viene a ser la apología de una España alerta, que se da cuenta de que las modernas armas de fuego son la condición necesaria para remontar la crisis del Imperio, de cuyo mantenimiento depende precisamente la protección y garantía del disfrute de sus rentas y de una vida apacible.
En esta concepción del mensaje del Quijote como un revulsivo encuentra la manera de explicar la ausencia de referencias a América en particular, pero tampoco a las islas adyacentes al recinto peninsular, a Europa, Asia y África. Con esta eliminación de América y demás lugares Cervantes habría querido reflejar a esa España satisfecha, pero inconsciente o adormilada que se olvidaba que el disfrute de sus rentas y de una vida más o menos apacible procedía precisamente de América y demás territorios del Imperio.
Esta perspectiva hermenéutica le permite ofrecer una visión diferente de los viajes, los fracasos y la muerte de don Quijote: el recorrido del hidalgo por el solar de la nación española tendría un sentido misional orientado a despertar a los españoles de su letargo removiendo sus conciencias e incitándoles, de un modo apagógico, a abandonar las armas oxidadas y baciyelmos para fabricar armas de fuego para la defensa del Imperio. Justamente los fracasos de don Quijote se deberían sobre todo a las armas arcaicas, baciyelmos y caballos famélicos de que su locura se sirve, más que a la locura misma.
Finalmente, el significado alegórico del retiro y muerte del hidalgo, un simbolismo que Cervantes pudo entrever, contiene, según Bueno, «la lección final y más profunda del Quijote», a saber: la alternativa al abandono de la profesión de las armas es la muerte, lo que, alegóricamente, significa, como advertencia revulsiva para los españoles, que si España, al igual que don Quijote, se repliega y cuelga las armas, su destino es la muerte, el final del Imperio.
Si cotejamos esta interpretación del libro capital de Cervantes como depositario de un mensaje revulsivo con otras interpretaciones histórico-políticas que hemos examinado, podemos decir que es diametralmente opuesta a la mayoría de ellas, que suelen tender más bien al derrotismo, incluso aunque a veces se disfracen, como ya indicamos, de un aparente regeneracionismo, como es el caso de Unamuno. En el terreno más metafísico referido es más frecuente encontrarse interpretaciones constructivas, en que don Quijote aparece como símbolo del triunfo del ideal (así Valera, Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal, &c.). Pero cuando la lectura del Quijote se plantea en el terreno político o histórico suele apoderarse de los estudiosos españoles una tendencia derrotista.
Si hay un autor que encarna más esta aproximación al Quijote, entre los que ya hemos estudiado, es, repetimos una vez más, Unamuno. Para el primer Unamuno don Quijote es el símbolo de un Imperio depredador y su muerte, el fin de la locura imperial y su exaltación de Alonso Quijano viene a ser un apología de un derrotismo disfrazado de pacifismo integral: frente a la España imperial, una España de apacibles labradores y pastores dedicados a cuidar su hacienda y una vida sosegada. El segundo Unamuno no varía apenas su posición inicial, por más que ahora grite ¡viva don Quijote!, pues el don Quijote que ahora exalta sigue equivaliendo a la condena de la España imperial como Imperio depredador y un enaltecimiento de una España sosegada, apacible, que se alimenta de un cristianismo metafísico de cariz pacifista. Lo mismo podría decirse, en términos generales, de la interpretación de Ortega del Quijote, que, como veremos en el estudio de las interpretaciones psicológicas de éste (en el sentido de la psicología de los pueblos o de las naciones), incurre en un negativismo que roza el catastrofismo.
La interpretación de Bueno es justo una inversión de la de Unamuno y Ortega. Y si queremos buscarle un parecido con otros autores, cabe traer a colación a Costa, Ganivet y Maeztu. Con ellos tiene en común el ver a don Quijote como símbolo de un Imperio civilizador o generador frente a Unamuno; de un Imperio en decadencia, pero del que, a diferencia de Unamuno, no se reniega, si bien aquéllos no fueron capaces de ver un revulsivo en la novela, quizás por estar muy marcados por un presente en el que asistieron a la pérdida de los restos del Imperio español ultramarino. Quizá el más constructivo de los tres fue Costa, quien, lejos de recomendar la consagración de España a una vida replegada y sosegada, deseaba para ella una posición internacional importante, que requería no sólo desarrollo económico, sino también científico y militar. Pero la posición de Costa se movía más en el terreno de los lamentos de no seguir siendo lo que se fue y el deseo de que España continuase siendo el sublime Quijote entre las naciones, papel que sólo podía desempeñar transformada en gran potencia industrial, militar y naval, para seguir así ejerciendo de eficaz brazo armado de la justicia en el concierto internacional. Y de todos modos, a diferencia de Bueno, más circunscrito al terreno, Costa buscaba un mensaje positivo en el Quijote más en referencia a su presente de la España de comienzos del siglo XX, para determinar qué rumbo debía entonces emprender una nación que acababa de perder lo que quedaba de Imperio, que en relación a la España de comienzos del XVII, que era la destinataria inmediata, según Bueno, del mensaje antiderrotista de Cervantes.