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El Catoblepas, número 83, enero 2009
  El Catoblepasnúmero 83 • enero 2009 • página 10
Polémica

Para un debate productivo

Pío Moa Rodríguez

Respuesta a Pedro Carlos González Cuevas,
«¿Revisionismo histórico en España?», El Catoblepas 82:14, diciembre 2008

Como he dicho otras veces, la falta de debates en España, cuando hay tantos asuntos discutibles, revela anemia intelectual. También es cierto que un debate, para ser fructífero y no una pérdida de tiempo, precisa regirse por algunas normas, empezando por la coherencia. Hace más de un año el señor González Cuevas abandonó un debate conmigo afirmando, altanero, que no valía la pena ocuparse de mis trabajos y que tenía que otorgar sus favores intelectuales a gente de más alcurnia que un modesto servidor. Pero ha cambiado de idea, y ahora insiste en polemizar conmigo, comparándome de paso –y desfavorablemente, va de suyo– con diversos historiadores «revisionistas» europeos a quienes él se digna expresar consideración. Nuestro brillante intelectual aspira a hacerse así un nombre y convertirse en ideólogo del PP, como ha expuesto con poco disimulo, temiendo, además, que César Vidal o yo le quitáramos el puesto. Aleje esos temores, le repito, pues no pienso competir, y le deseo al mayor éxito en sus aspiraciones, pues dotes para el empleo no le faltan.

Conviene también en un debate ir al grano y evitar la retórica, como ya advertí, en vano, al señor Reig Tapia: todos estamos muy ocupados y no queremos leer en seis páginas lo que se puede exponer en un corto párrafo. Y peor si la retórica es pura farfolla. Dice nuestro González: «Hoy, ya resulta más que evidente que el actual momento cultural español se caracteriza por una falta de creatividad ciertamente singular; lo que resulta ser, en gran medida, un reflejo de la privatización, el hedonismo, la promiscuidad y el narcisismo característico de nuestra vida social, donde la improvisación, el dinero y la autogratificación marcan la pauta y se han convertido en norma general. Buena muestra de ello ha sido –y sigue siendo– la escasa calidad con que se han desarrollado las polémicas sobre la denominada memoria histórica y la guerra civil.» Bien, no parece el señor González llamado a remediar esa falta de «creatividad». Su parrafada, nada que ver con un análisis, se reduce a simple acumulación de palabrería que siento no ser capaz de apreciar, aunque bien podría ocurrir otra cosa en el PP.

Asimismo conviene aceptar que nos traten como nosotros tratamos, y no confundir insultos con descripciones. El pedantuelo señor Cavernas (y tantos «historiadores profesionales más») me obsequian regularmente con insultantes manifestaciones de aversión, y parecen tener la infantil pretensión de que yo los trate, a mi vez, con respeto y delicadeza. Así, me acusa Cavernas de recurrir «al insulto sistemático e incluso a la descalificación a partir de una valoración tremendamente subjetiva de la vida privada o del origen de sus contradictores. Los presuntos representantes de esa historia progresista son lisenkos, stalinistas, marxistas, herederos del franquismo, funcionarios de la dictadura convertidos, por intereses personales, en izquierdistas». Vamos a ver: llamar a alguien stalinista, fascista, lisenko o chekista puede ser un insulto si queda en el simple dicterio, pero cuando se justifica –y yo lo he hecho ampliamente– el sentido en que se usan esas expresiones, se convierten en simples palabras descriptivas. A mí, repito, sí han querido tratarme insultantemente todos esos caballeros en cuya defensa sale el buen Cavernas como si no tuviera bastante con defenderse a sí mismo.

Otra norma a cumplir es la de no mentir, al menos no tan burdamente como él hace cuando me acusa de meterme en la vida privada de alguien. No recuerdo haberlo hecho, y menos partir de ahí para hacer una valoración intelectual de la persona. A la doble falsedad añade el señor González una confusión curiosa, pues asimila «vida privada» y «origen». El origen (político-familiar) es un dato no privado y siempre importante, máxime cuando la farsa sobre la propia biografía se ha convertido en contraseña de nuestros intelectuales, antifranquistas retrospectivos tantos de ellos. A mí no cesan de recordarme mi origen político, y aunque no puedo evitar que lo hagan casi siempre con intenciones espurias, comprendo que forma parte de la cuestión, y por lo demás nunca lo he ocultado. El historiador más mediocre sabe que esos datos biográficos son siempre relevantes, aunque no necesariamente decisivos (a veces sí) en la formación del pensamiento (o de la farsa) de la gente. Siento tener que aclarar al señor González cosa tan elemental, que indica algo sobre su «metodología». También califica de «airada» mi respuesta a un artículo suyo: creo que el señor González será el único en verla o querer verla así. Esas exhibiciones del ego dificultan la discusión racional.

Aún tiene más importancia en un debate entender correctamente lo que dice el contrario. En relación con Reig Tapia he comentado en mi blog: «Es de los poquísimos progres a quienes no puedo acusar de opinar de mis libros sin haberlos leído. Él sí ha leído alguno. Que lo haya entendido ya resulta más dudoso.» Y algo parecido ocurre con el señor González, según veremos.

Así, en su confusión, nos explica muy serio obviedades como que Bennasar, Beevor, Cortázar o Tusell no son lo mismo que Tuñón de Lara, &c. Pero lo que yo digo es otra cosa: al margen de sus obvias diferencias, todos ellos coinciden en un nefasto error de enfoque, heredado de la propaganda stalinista, y más en general lisenkiana, sobre la república y la guerra civil. El lector interesado no va a aclararse mucho con lo que dice de ellos el señor González, pero puede consultar La quiebra de la historia progresista o, en Internet, mis artículos sobre esos autores. El erróneo enfoque común a esos autores es una versión, a menudo estrafalaria, del materialismo histórico, una lucha de clases desleída y simplificada al máximo por lumbreras como Juan Luis Cebrián cuando sostiene que la guerra civil fue entre ricos y pobres, teniendo estos últimos, además, la legitimidad democrática, más o menos clara. De ahí nace una serie inacabable de dislates y una posición antidemocrática compartidos, insisto, por todos esos autores.

Pero, asegura González:

«Moa, en su indigencia o en su malicia, identifica sin más marxismo –y, por ende, stalinismo– con el análisis histórico-sociológico o con cualquier forma, por atenuada que sea, de materialismo histórico. No parece ser consciente de que el materialismo histórico resulta, en el fondo, praxeológicamente neutral, y que puede ser asumido, y de hecho lo ha sido, sin dificultad, por conservadores y liberales. Como ya dijo a comienzos del siglo XX el filósofo idealista y político liberal-conservador italiano Benedetto Croce, el materialismo histórico, desprovisto de los elementos de finalidad o utopía que pretendía conferirle el marxismo, no implica necesariamente un respaldo al socialismo o a cualquier tipo de alternativa política. El materialismo histórico puede servir para explicar las razones, la génesis de los acontecimientos, pero no ayuda a iluminar una visión utópica del futuro. Existen, de hecho, ejemplos doctrinales de esta perspectiva en la obra de Lorenz von Stein, uno de los padres del conservadurismo prusiano. O en el proyecto político-social del gran economista conservador Joseph Schumpeter, quien, en su célebre Capitalismo, socialismo y democracia, afirmó: ‘Decir que Marx, desnudado de sus frases, puede ser interpretado en un sentido conservador, es decir solamente que puede ser tomado en serio’.»

Como buen pedante, el señor González recurre al argumento de autoridad (otro error a la hora de debatir, muy extendido en España). Por supuesto, ciertos pensadores liberales y conservadores, también cristianos se han dejado contaminar por el marxismo (pero no todos, y mucho menos «sin dificultad», como sugiere nuestro enredoso), quizá influidos por las pretensiones científicas de éste y por su éxito práctico –y nefasto– durante el siglo XX. Peor aún en España, donde han terminado en la historia de «los pobres y los ricos» o son capaces de informarnos de que «la economía también importa». Y eso de que el materialismo histórico sirve para «explicar las razones, la génesis de los acontecimientos», puede contárselo González a Rajoy, para quien «la economía lo es todo»; pero debiera hablar con más prudencia en otros ámbitos.

En realidad esos conservadores y liberales contaminados de marxismo son solo inconsecuentes: aceptan las premisas y quiere desentenderse de las consecuencias (aunque a veces les resulta arduo: Schumpeter llegó a pensar que el marxismo terminaría prevaleciendo sobre el capitalismo). Mezclan el marxismo con otras teorías, pensando que «todo es aprovechable». Como quien intenta construir el casco de un petrolero mezclando el hierro con la madera de los viejos veleros, pues cómo vamos a prescindir de cosas tan bonitas como aquellos barcos de vela. En esto Marx, Engels o Lenin resultan incomparablemente más serios, coherentes e instructivos que Croce o Schumpeter y, por supuesto, que Tusell, Beevor y tantos más, no digamos ya González. No, estas componendas no son lo mejor de esos pensadores conservadores, sino lo peor.

Como el texto de nuestro amigo González es larguísimo y embrolladísimo (él lo llamará seguramente «complejo», confundiendo las cosas, como hacía Moradiellos), y yo no puedo dedicarle –lo siento– la atención y el esfuerzo que él me dedica a mí, trataré de hacerle ver sus yerros en el primer punto que él ataca, el de la Restauración canovista. Creo que será suficiente, porque sus disparates continúan igual cuando aborda las demás cuestiones sobre la república, la CEDA o la guerra; y porque la cuestión de la Restauración es decisiva para entender el siglo XX español.

Mi ilustre contradictor se atiene a unas tesis expuestas por mí de modo muy conciso, como corresponde cuando se quiere resumir al máximo (las reproduzco al final); pero él las ataca como si cada una de ellas fuera un tratado completo, y divaga: «¿No tuvo nada que ver Alfonso XIII en la caída de la Monarquía constitucional? ¿Existió, para el señor Moa Rodríguez, el desastre de Annual? ¿Y el expediente Picasso? Ni los menciona. ¿Para qué seguir?». En efecto, ¿para qué seguir cuando lo único que demuestra nuestro buen Cavernas es que no me ha leído? Y no voy a estar repitiendo siempre las mismas cosas para quien no quiere o no puede enterarse.

Encontramos aquí otro defecto en nuestro crítico, defecto muy extendido en España: la creencia de que el análisis puede sustituirse con erudición o simple acumulación de datos o citas o, peor, de adjetivos. Lo que yo sostengo es que la Restauración, pese a sus defectos, que he examinado en otras ocasiones, superó la época del estancamiento económico y los pronunciamientos, y el caos del sexenio revolucionario, mantuvo una notable estabilidad interna durante casi medio siglo (¡todo un logro en la edad contemporánea española!), la etapa de mayor desarrollo económico, aun si desigual, desde la invasión napoleónica, la de mayor florecimiento cultural desde finales del siglo XVII; fue un régimen de libertades con capacidad de reformarse y mejorar, demostrada por su larga duración pese a los fanáticos enemigos que debió afrontar; un régimen que, por su propia dinámica, tendía a una democracia cada vez más amplia. A mi juicio, estos méritos compensan sobradamente sus fallos. Por desgracia, al sistema le salió un verdadero cáncer en el terrorismo anarquista y en partidos de izquierda y separatistas que, a pesar del caciquismo (y utilizándolo a su vez), aprovecharon (y parasitaron) las ventajas y libertades del régimen para organizarse, actuar y cobrar fuerza, ganar algunas elecciones y entrar en las Cortes y en los municipios, sobre todo después del 98; partidos demagógicos, mesiánicos, antiliberales y antidemocráticos.

A la labor destructiva de esos partidos se sumaron numerosos intelectuales que, enarbolando un vacuo regeneracionismo, renegaron de las libertades y de la propia nación española. Nación que pretendían «refundar como si nunca hubiera existido» aquellos señoritos parlanchines e incapaces, como demostraron, de un esfuerzo adecuado a sus pretensiones, aunque sí se bastaron para corroer el régimen de libertades donde constituían un grupo privilegiado.

Otro fallo muy corriente en el debate carpetovetónico es la incapacidad para hacer un balance minimamente claro. Todo análisis histórico –y no solo histórico– examina las circunstancias, los pros y los contras, los méritos y los deméritos de un personaje, una época o un régimen, y llega a algunas conclusiones. En lugar de ello, el carpetovetónico salta con objeciones que él cree decisivas porque «demuestran» que el tal personaje, situación o régimen no son «perfectos» al modo como él, confusamente, entiende la perfección. Obsérvese el lenguaje del aspirante a ideólogo del PP: «El sistema comenzó a deteriorarse en 1898; y recibió una fuerte sacudida en 1917.» Pues no. Del 98 salió más fuerte, económica y políticamente, capaz de emprender reformas importantes, aunque también empezaron a hacerse sentir pesadamente los partidos mesiánicos y los intelectuales antiliberales. Y lo que recibió el sistema en 1917 no fue «una fuerte sacudida», como si cayera del cielo, sino el asalto conjunto de casi todas aquellas fuerzas, en un primer ensayo de guerra civil. «Sacudida» que fue vencida fácilmente por el régimen, por más que Alfonso XIII echara a perder los frutos de esa victoria. Solo fue un poco más tarde cuando entró la Restauración en un deterioro imparable, y en 1923 el país se hallaba ante una crisis revolucionaria (coincidencia del terrorismo, las demagogias izquierdistas sobre Annual, la colusión de los separatistas, dispuestos a emprender la lucha armada, y una situación general de desconcierto). El régimen, podrido también por unos políticos ineptos (el terrorismo acabó con varios de los políticos más brillantes, dato no desdeñable en toda esta historia) ya no pudo afrontar la situación salvo con la dictadura de Primo de Rivera, recibida con significativo contento por la gran mayoría de la población (y con la que colaboraron los socialistas).

Vamos a exponerlo más concisamente: desde un punto de vista liberal, en la Restauración predominan, con mucho, los elementos positivos. Esta conclusión le parece a nuestro enredoso crítico causada por una «abrumadora simpleza mental y un pasmoso sectarismo político». Para un «materialista histórico» a la carpetovetónica, como él y similares, predominan los elementos negativos, es decir, las acusaciones que le han hecho siempre los mesiánicos y diversos conservadores despistados: «En resumen, el régimen de la Restauración se caracterizó, a lo largo de su existencia, por la ausencia de representación política efectiva y de integración simbólica, por la ineficacia económica y la injusticia social. Todo lo cual hizo que el liberalismo careciese de legitimidad para gran parte de la población En ese sentido, la Monarquía dejó una herencia muy negativa a la II República.» Pues no. Fue un régimen progresivo y con capacidad de transformarse, que terminó siendo echado abajo por los grupos mesiánicos y no por «gran parte de la población»; la cual, ante los avances de la demagogia, recibió con satisfacción la dictadura tan poco dura de Primo de Rivera. Y Perogrullo González habla de la «herencia» recibida por la república. Aparte de que fue la mejor herencia que haya recibido régimen alguno en España y que los republicanos se apresuraron a dilapidar (¡en solo cinco años!), está claro que si la Restauración hubiera resuelto todos los problemas, nunca habría habido II República ni herencia que dejarle. Pero, repito, ningún régimen ni persona es «perfecto», y ya la idea de exigírselo implica mesianismo.

Y ya sabemos que la centralización, la uniformación escolar, o lo que él llama «nacionalización de las masas», &c., fueron mucho más débiles que en Francia, pero España no era ni es Francia: cada país de Europa tiene tantas particularidades como elementos comunes. Las circunstancias y medios de que disponía un país salido prácticamente del caos y debiendo hacer frente a una subversión permanente, no eran tampoco los de Francia (o «Europa», como llamaban a Francia nuestros demagogos), aunque nuestros europeístas carpetovetónicos no lo hayan entendido nunca.

La quiebra de la Restauración dio a sus liquidadores mesiánicos, antiliberales y antidemócratas la oportunidad histórica, en la II República, de poner en marcha sus proyectos y revelar lo que valían, que resultó ser nada, o peor aún: la catástrofe. Grupos tan propensos a la guerra civil que organizaron un golpe militar en 1930, cuatro insurrecciones anarquistas, un asalto general a la propia república en 1934, la reapertura del proceso revolucionario en febrero de 1936, que condujo a la guerra civil, dos guerras civiles entre ellos mismos durante la contienda del 36 al 39, y un intento de volver a la guerra civil mediante el maquis desde 1944. Balance muy revelador. Pero nada de esto cuenta para nuestro buen González. Para él solo hay «sacudidas» y «deterioros» sin sujeto agente, de los que parecen culpar a los mismos que los sufren.

Insiste nuestro pedantuelo: «El sistema de la Restauración mostró unas flagrantes limitaciones en el fomento del bienestar social de las clases trabajadoras y en especial de los trabajadores del campo en la España meridional». Muy materialista histórico, de nuevo. Pero las condiciones de vida de los trabajadores en general mejoraron notablemente, aunque no al ritmo milagroso que pretendían los demagogos. Los cuales, repito, tuvieron ocasión de aplicar sus ideíllas –parecidas, supongo, a las del buen Cavernas– en la república, y ya sabemos qué pasó.

Aún más gracia tiene González cuando nos habla de «la transición del capitalismo liberal al capitalismo corporativo, un proceso magistralmente descrito por Charles S. Maier (…) que implicó en el conjunto de las sociedades europeas un desplazamiento del poder a favor de unas fuerzas sociales en desmedro de un parlamentarismo cada vez más debilitado». Esto es también puro «materialista histórico»: la base económica determinando la «superestructura» política e ideológica. Pero es, una vez más, pura farfolla y para el caso ya tenemos los estudios de Hilferding o las interpretaciones de Lenin sobre las transformaciones y transiciones desde el «capitalismo liberal», perfectamente equivocados.

Para concluir, porque no puede dedicarle ahora más tiempo, un debate productivo deben evitar contradicciones demasiado ridículas. Pues también expone nuestro amigo, con ingenuidad: «Sin duda, Espinosa acierta cuando describe al polemista (se refiere a mí) como un historiador de mesa camilla. Más vehemente, Reig Tapia considera que su obra resulta reiterativa, vacua, tediosa. Ahora bien, tras la lectura de estos libros, surge de inmediato una duda y luego la consiguiente pregunta: si la obra de Moa es tan absolutamente deficiente, ¿por qué dedicarle esa atención desmedida?». Eso digo yo. Por supuesto, mis libros no merecen la más mínima atención, como acertadamente aseveran todos ellos y el propio González. Pero deben percatarse de que el lector no especializado en tales sutilezas puede sacar la conclusión contraria al ver lo muchísimo que se esfuerzan en demostrar lo absurdo de leerme: tres libros, de momento, uno de ellos respaldado por Paul Preston y otros egregios historiadores de diversas universidades españolas y foráneas, muchas decenas, quizá cientos de artículos y aún más alusiones, por lo general insultantes, para demostrar la absoluta insignificancia de mis escritos… ¡Y ahora el propio González, rompiendo su promesa anterior, dedica nada menos que un trabajo de más de sesenta folios (unas cien páginas de libro) insistiendo en lo mismo! Verdaderamente demuestran nula consideración hacia sus y mis lectores, a quienes parecen creer tontos. Y con tanto esfuerzo no me dejan otra opción, siquiera sea por cortesía, que dedicarles algunos folios.

González es gracioso, lo que tiene más mérito cuanto que no lo pretende. Así, nos informa también: «Moa –y lo mismo podría decirse del prolífico César Vidal Manzanares– ha dado a la izquierda cultural la posibilidad de inventar un maniqueo, es decir, un adversario ideal a quien refutar, al tiempo que se finge sabiduría y capacidad de innovación. En el fondo, ha sido esa izquierda –y no sólo un sector de la derecha mediática– quien ha creado e incluso inventado a Moa Rodríguez y al locutor de la COPE.» Pues sí que es curioso: ¿por qué esos intelectuales dedican sus iras y trabajos Vidal y a mí, en lugar de hacerlo con González? Sospecho que solo oír el nombre de González les tiemblan las rodillas: ¡cualquiera se atreve con él, pensarán Reig o Espinosa, mejor dedicarse a otros más facilitos!

Pero aquí la gracia cobra un tinte siniestro, por omisión malintencionada. Desde luego, ni la izquierda ni nuestro pedantuelo han refutado nada, han pasado diez años intentándolo en vano, y por si hubiera alguna duda han recurrido al insulto sistemático, a la petición y la práctica, donde han podido, de censura inquisitorial sobre mis libros. Y no contentos con ello, han intentado meterme en la cárcel y «reeducarme», mientras otros personajes han incitado a mi asesinato... Estos hechos demuestran mucho más que largos razonamientos. En una democracia sana, estas conductas liberticidas serían intolerables y habrían despertado la indignación de cualquier intelectual o persona sensata. Pero aquí la protesta ha sido mínima, y González no ha dado el menor signo de condena de tales práctica, lo que también demuestra mucho. La praxeología del marxismo ha quedado muy bien explicitada en los regímenes originados por él; y también en episodios repulsivos como estos.

Algunas tesis sobre la historia reciente de España

1. He distinguido en la España contemporánea tres ciclos de sesenta-setenta años cada uno, caracterizados por el intento de asentar una convivencia estable en paz y libertad. Dos de esos ciclos fracasaron en sendas repúblicas, desastrosamente demagógicas, y el tercero corre grave riesgo de terminar de modo parecido a manos de quienes quieren enlazar nuestra democracia actual con lo peor de la anterior república, es decir, con el Frente Popular. Esta periodización, como todas, es en parte arbitraria, pero bastante útil, creo, para enfocar nuestros avatares históricos. Tampoco sugiero que una república sea necesariamente nefasta, aunque hasta ahora sí lo ha sido en España.

2. La II República, de 1931-36, puede entenderse como el último efecto del fracaso del régimen liberal de la Restauración. Contra la tendencia habitual en la izquierda y en el franquismo, considero el balance de la Restauración, con todas sus deficiencias, muy positivo tanto económicamente (prosperidad creciente) como políticamente (libertades). De haberse mantenido, España se habría evitado muchas tragedias.

3. Entiendo también que la responsabilidad por el fracaso de la Restauración recae en primer lugar sobre los movimientos mesiánicos y desestabilizadores (socialismo, anarquismo y separatismos) en auge desde la crisis moral del 98; en segundo lugar a lo que José María Marco ha llamado «traición a la libertad» por parte de los intelectuales punteros de la época (Azaña, Ortega, Costa, &c.), los cuales, también desde el 98, dejaron a la Restauración sin respaldo moral e ideológico, y apoyaron los mesianismos; y en tercer lugar a defectos del régimen que éste no pudo superar debido a los continuos y violentos embates de sus enemigos. La mayor parte de la historiografía de izquierda y de derecha ha centrado su análisis en tales defectos, dejando en la sombra los otros dos factores, e incluso justificando las acciones y denuncias mesiánicas, u omitiendo su fondo totalitario o antidemocrático. Hoy va cambiando esa tendencia historiográfica.

4. En 1923, los enemigos de la Restauración habían llevado a esta a una crisis revolucionaria, a la cual respondió el golpe de Primo de Rivera, saludado con alivio casi universal. La dictadura de Primo, muy ligera, presidió la época de más rápida modernización del país hasta los años 60, y culturalmente brillante. Pero políticamente fue estéril, y la marcha del dictador dio paso a una transición que se vería desbordada por el republicanismo.

5. La legitimidad de la II República no procede de unas elecciones municipales, que además perdieron los republicanos, sino de la quiebra moral de la monarquía, que les entregó el poder. La II República nació, pues, legítimamente y como una democracia liberal. Pero en ella tomaron pronto el mayor protagonismo las mismas fuerzas revolucionarias, jacobinas y separatistas que habían arruinado la Restauración. Estas tuvieron entonces su oportunidad histórica y pudieron mostrar lo que valían.

6. El fruto de la acción jacobina y revolucionaria fue, en el primer bienio, un constante rebasamiento de la legalidad, y violencia creciente (quemas de conventos, bibliotecas y aulas, Ley de Defensa de la República, insurrecciones anarquistas y represiones brutales, vulneración de las libertades en la misma Constitución so pretexto de lucha contra la Iglesia, &c.); en el segundo bienio, aquellas fuerzas asaltaron la legalidad republicana cuando el pueblo, tras la convulsa experiencia del primer bienio, dio el poder a las derechas. Las izquierdas y nacionalistas catalanes concibieron su sangriento asalto de octubre de 1934 como una guerra civil, la cual empezó entonces por esa razón, porque cuajó en auténtica guerra en Asturias, y porque sus promotores no cambiaron básicamente sus posiciones después de haber sido vencidos. De ahí que cuando volvieron al poder, tras las anómalas elecciones de febrero del 36, liquidaran la Constitución mediante un proceso revolucionario desde la calle y la ilegalidad permanente desde el gobierno.

7. Contra toda una infundada corriente historiográfica, la derecha y la Iglesia no respondieron con violencia (salvo la Falange) a las continuas agresiones y desmanes que sufrían, y en octubre de 1934 defendieron la legalidad republicana a pesar de sus defectos. La corriente golpista fue insignificante y sin apenas apoyo, como demostró en 1932 el ridículo golpe de Sanjurjo (un general que había ayudado a traer la república mucho más que la mayoría de los líderes republicanos, también debe recordarse). Pero las demagogias y violencias vividas inclinaron progresivamente a la derecha, que había aceptado la república en principio, a soluciones autoritarias.

8. El alzamiento de julio del 36 no se hizo contra una democracia ya inexistente, sino contra un proceso revolucionario y los abusos de poder del gobierno, intolerables en cualquier régimen de libertades. Contra las tesis lisenkianas, no fue la guerra la que destruyó a la democracia, sino que la destrucción de la democracia por las izquierdas y los separatistas causó la guerra civil. Con la experiencia republicana habían quedado muy pocos demócratas, tanto en la derecha como en la izquierda, y esos pocos eran por completo impotentes frente al impulso revolucionario.

9. La propia dinámica de la guerra acentuó los rasgos autoritarios en la derecha. Fue una contienda entre revolución y contrarrevolución, no entre demócratas y fascistas o reaccionarios, como grotescamente mantiene la historiografía lisenkiana. De creer a esta, como ya he dicho, la democracia en España habría estado en las buenas manos de Stalin y de sus agentes del PCE, de los marxistas, anarquistas, racistas y compañía. Solo tal pretensión ya define la honradez intelectual de sus sostenedores.

10. El régimen franquista fue una dictadura autoritaria, incomparablemente mejor, con todos sus defectos, que las totalitarias a que han aspirado o con las que han simpatizado las izquierdas españolas. Haciendo el balance global, debe reconocerse que el franquismo derrotó a la revolución, libró a España de la guerra mundial, derrotó el intento posterior de resucitar la guerra civil (el maquis), fue apaciguando los viejos odios y dejó un país próspero. Con ello creó las bases de una democracia muchísimo más estable y real que la república.

11. Ni el franquismo ni su oposición, mayoritariamente comunista y terrorista, eran democráticos. Sin embargo la transición fue posible gracias a la evolución, dentro de la dictadura, de un creciente sector reformista y liberalizante. La transición recibió el ataque de una oposición que se identificaba con al Frente Popular y se empeñaba en la ruptura. Pero la oposición rupturista fracasó y hubo de aceptar finalmente la transición.

12. Los mayores peligros para la democracia, desde la transición, han sido el terrorismo, diversos grados de complicidad con él en varios partidos, el terrorismo desde el gobierno, las oleadas de corrupción y el sostenido socavamiento de la independencia judicial y de la propia Constitución. Todas estas amenazas proceden fundamentalmente de aquellos partidos que se sienten herederos del Frente Popular y de los enemigos del régimen liberal de la Restauración; su falsificación de la historia también ataca la democracia, al tratar de recuperar los odios del pasado. Son esos partidos los que hoy están provocando una grave crisis de la convivencia en paz y en libertad conseguida. Su antifranquismo, añado, encubre el ataque a la democracia.

En fin, cada una de estas tesis puede desarrollarse en otras derivadas, que las justifican más en detalle. Pero con esto basta, espero, para orientar a Reig, González y sus acompañantes, y quizá para incitarles a leer con mayor atención los libros que critican tan a la ligera. El observador percibirá que no hay en ellas nada de franquismo, ni de Arrarás, ni de «extrema derecha», &c., aunque en algunos puntos coincidan. Esas coincidencias, cumple señalarlo, no vienen en mis libros de la propaganda franquista, sino, precisamente, de una extensa documentación de las izquierdas. Y, no lo olvidemos, el mismo Arrarás desvirtúa los hechos en mucha menor medida que nuestros alborotados y a su modo encantadores lisenkos.

 

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