Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 85 • marzo 2009 • página 3
Dice Aristóteles que el amor consiste en desear para alguien lo que se piensa que es bueno. Yo entiendo que con ello no se está definiendo ni mucho menos el amor como tal, sino únicamente señalando la que es una de sus consecuencias –inherente, sin duda, a aquellos tipos de amor que no tienen que ver con el eros, y habitual, aunque no siempre, en éste–. Y de igual modo, si, a la inversa, dijéramos que el odio estriba en desear para alguien lo que se piensa que es malo, estaríamos apuntando uno de los sentimientos esenciales que lo acompañan, mas no creo que con ello podamos pensar haber dicho lo que sea el odio mismo.
Es clásica, por otra parte, la definición de Espinosa:
«el odio es la tristeza acompañada de la idea de una causa exterior» [Ethica, III: af7];
definición que se repite, casi textualmente, en el escolio a la proposición 13 de esa parte III.
Quien odia –dirá Espinosa– intenta alejar de sí o destruir aquello que odia y se esfuerza en hacerle mal. Se alegrará si se imagina que se destruye, y lo hará también si lo imagina afectado de tristeza, de la misma forma que se entristecerá si lo imagina afectado de alegría, y por eso se esforzará en imaginar todo aquello que le entristece y en negar lo que para el odiado sea motivo de alegría. Y así, cuando algo le alegra, esto mismo lo odiaremos también, y lo amaremos si le entristece. Queremos, por lo demás, que los otros odien lo que odiamos, y, en consecuencia, que alguien comporta con nosotros ese mismo odio, sirve para que nos reafirmemos aún más en él. Afectos estos –tiene razón Espinosa– muchos de los cuales se hallan directamente relacionados con la envidia, en la medida en que ésta se alegra con el mal del otro y se entristece con su alegría.
Ciertamente, no cabe discutir que se recogen ahí algunos de los deseos que experimenta quien odia en relación a aquél que es objeto de su odio. Y digo aquel, porque entiendo que sólo es posible odiar a otro individuo humano, no a cosas, desde luego, y ni siquiera a animales (discrepo en esto de Plutarco): aquello que es como es o actúa de la única forma que puede actuar, podrá causar disgusto, pero no odio. Odiamos a quien de forma deliberada y consciente ha hecho algo que nos ha perjudicado (o con lo que intentaba o imaginamos que intentaba perjudicarnos), siendo así que en su mano estaba el haber actuado de otro modo distinto. Aunque bien es verdad que a veces se odia –igual que se ama– sin razón alguna o por algún motivo tan mezquino como injusto, como parece ser que le sucedió a Descartes con Fermat, y todo porque a éste se le ocurrió decir que el filósofo se dedicaba a «buscar a tientas en las sombras»; lo que, por otra parte, no es una mala caracterización de la duda metódica. Mas aun en el caso de que tal expresión quiera tomarse en sentido ofensivo (e incluso que tal haya sido la intención del propio Fermat), no parece motivo suficiente para que alguien que, como Descartes, nos ha prevenido tan firmemente contra lo negativo del odio, engendre uno permanente hacia otro individuo, en lugar de responder con el mero desdén; un odio que, al parecer, hasta le tornó ciego a los descubrimientos matemáticos de Fermat, empujándole, al contrario, a hacer todo lo posible para hundir la reputación del pobre abogado.
Creo, sin embargo, que otras de las afirmaciones de Espinosa pueden, pese a todo, discutirse y matizarse. Incluida (luego lo examinaremos) su aseveración de que el odio nunca es bueno, si por tal se entiende que es siempre malo en sentido moral. El asunto, no hay duda, es de una enorme complejidad y no veo de qué otra forma lograremos clarificarlo mínimamante a no ser examinando las causas por las que se llega a odiar. Tal vez sólo entonces nos hallemos en condiciones de decir en qué consiste el odio como tal, en lugar de comenzar por una definición del mismo.
Así, pues, ¿por qué se odia? Los motivos, sin duda, pueden ser prácticamente infinitos, pero todos ellos encajan (según creo) en algunos grandes grupos, que no son, seguramente, más de cuatro.
Se odia a veces (lo decíamos antes) sin causa alguna, por pura antipatía, como dice Espinosa; otras, en cambio (también lo señala Espinosa), odiamos a quien sin motivo alguno nos odia a nosotros,
«pues quienes creen recibir un trato injusto odian de una forma natural» [Plutarco, «Sobre la envidia y el odio», 537A].
Un tercer grupo es el constituido por aquellos odios que nacen de la envidia, no importa qué sea lo que suscite ésta. Es éste el que tan cínica como oportunamente define Bierce en su Diccionario del Diablo:
«Odio, s. Sentimiento apropiado ante la superioridad ajena».
La envidia, ciertamente, es una especie de odio, o, al menos, con altísima frecuencia conduce a él, reclamando su presencia como ingrediente activo de la animadversión que se experimenta ante quien es envidiado. Goethe ha reparado en esto con todo acierto:
«El odio es un descontento activo, la envidia uno pasivo; por eso no debe extrañarnos que la envidia se convierta tan rápidamente en odio» [Máximas y reflexiones, 245],
y que, como observa Plutarco, crezca el odio a medida que lo hace la envidia.
Se odia, finalmente, por el sufrimiento o daño que alguien nos ha provocado, y hasta incluso, como señala Darwin, que esperamos que nos provoque. Yo no sé si ese caso, en el que no existe el perjuicio todavía, y sí la mera expectativa de él, justifica el odio, pero ninguna duda albergo de que sí lo justifican aquellas situaciones en las que, en efecto, el perjuicio se ha dado y de él se nos ha hecho objeto, y tanto más intenso el odio cuanto más injustificado y mayor sea el daño mismo. Como tampoco dudo en comprender y justificar el odio que se profesa a quien sin razón alguna nos odia a nosotros. Aquel, en cambio, que nace de la envidia –el más execrable de todos– no constituye sólo una inmoralidad, sino también una de las más notables ruindades en las que puede incurrir un ser humano. Y del primero que hemos señalado, es decir, de aquél odio que se suscita sin razón alguna, no hay más que decir sino que resulta igualmente culpable. Cualquiera puede resultarnos y a cualquiera podemos resultar antipático, pero que el asunto se lleve al extremo de odiar, me parece que no es fácil, mas cuando llega hasta ahí (y a veces lo hace) encuentro que se trata de algo enteramente despreciable.
Hay odios, pues, puramente reactivos a la injusticia que se ha cometido con nosotros, y yo no encuentro objeción moral que oponerles, como tampoco al enojo inevitable que los acompaña,
«para hacer frente a aquél que sin causa me infiere un injuria» [Odisea, XXI: 133].
A diferencia de la envidia, que nunca es justa –tiene razón Plutarco–, el odio, en cambio, puede serlo a veces.
Por eso encuentro discutible que el odio sea una forma de tristeza, (aunque aún más que el amor lo sea de alegría); o que sea siempre, en sí mismo, malo, o incluso que, como dice Espinosa,
«El odio nunca es bueno» [Ethica, IV: 45],
porque esforzarnos en destruir lo que odiamos –añade– significa esforzarnos en algo malo. Por eso hemos de intentar vencerlo con la generosidad y el amor, en lugar de responder con un odio recíproco, que no hace sino aumentar el odio mismo.
Por lo pronto, yo entiendo que si malo lo equiparamos a desagradable –malo para quien odia, en la medida en que tal estado, al tiempo que molesto, le hace esclavo, en algún sentido, de aquél a quien odia–, entonces indudablemente que es malo. Mas que lo sea siempre en sentido moral –en relación al otro–, ya no estoy tan seguro. (Como no lo estoy que sea una forma de tristeza –a no ser en el mismo sentido de desagrado o molestia–, y sí de rencor o resentimiento, de ira incluso.) Hay odios que no se hallan en absoluto justificados y otros que lo están plenamente, aunque no por fuerza tienen que traducirse en un deseo de destrucción (en ninguno de los sentidos del término) del odiado, y ni siquiera, sin llegar a tanto, en un mero anhelo de venganza. Odios, en suma, pasivos, que toman la forma de un simple, aunque no menos rotundo aborrecimiento. Al menos yo, llegado el caso de ser perjudicado de forma malévola y consciente, o de ser odiado gratuita e injustamente por otro, confieso hallarme absolutamente incapacitado para responder con la generosidad o el amor; y mucho menos hacerlo en aquellos circunstancias (que también los hay, aunque quizá sean muy pocas, afortunadamente) en las que, dependiendo del motivo que suscita nuestro odio, podrían resultar compresibles el deseo de venganza y hasta el de destrucción.
En esos casos, en efecto, se busca destruir al otro de las más diversas formas: desde su vida pública y privada, hasta su vida sin más. Acompaña al odio, sin duda, una ira inmensa, aunque sea callada y sin aspavimientos, pero no por ello menos intensa, sino más, y acaso por eso, como señala Aristóteles, si la simple ira puede curarse con el tiempo, aquella que nace del odio, en cambio, no tiene cura, de ahí que –como de nuevo apunta Aristóteles– la diferencia entre quien se siente airado y quien odia es enorme, pues
«el primero, si se dieran muchas circunstancias, podría compadecer, pero el segundo nunca: el uno pretende, en efecto, que aquél contra el que está airado experimente algún dolor; el otro, que no exista» [Retórica, II: 1382a].
Si el odio llega a tales extremos ni tiene, en efecto, cura ni conoce compasión alguna, y hasta es muy posible que ni siquiera se aquiete con la venganza ni aun con la desaparición de aquél a quien se odia: pocos sentimientos habrá que liguen de una forma tan profunda y duradera a un individuo con otro.
Por fortuna, no son muchas las situaciones de ese tipo, pero, de todos modos, aun en aquellos casos en los que, como hemos dicho, el odio puede adoptar la forma pasiva de un simple aborrecimiento, es cierto que, como dice Hume, el odio (al igual que el amor) no se halla satisfecho y completo consigo, sino que va siempre más allá de si mismo, de tal modo que, a diferencia de otras pasiones, como el orgullo o la humildad,
«el amor y el odio –escribe Hume– no son completas en sí mismas ni se detienen en esa emoción que producen, sino que llevan a la mente hacia algo más. El amor es seguido siempre de un deseo de felicidad de la persona amada y una aversión hacia su miseria, del mismo modo que el odio produce un deseo de miseria de la persona odiada y una aversión hacia su felicidad» [Disertación sobre las pasiones, Sección III: 156-157].
Y si cabría pensar incluso que en según qué tipos de amores y de las circunstancias que los rodean pueda trocarse el deseo de la felicidad de la persona amada por el de su desdicha, impensable resulta, en cambio, que quien odia pueda albergar otro deseo que la miseria y la desdicha de aquél a quien odia, porque esto se da hasta en aquellos odios en los que el individuo no opta por ser él mismo el artífice de la desgracia de quien es objeto de su odio: podrá no hacerle mal, pero jamás le deseará bien ni moverá un solo dedo para evitarle un infortunio, y por más que lo intente, por más cristianismo o estoicismo que le eche al asunto no podrá dejar de alegrarse, en su fuero interno, de las desgracias del otro.
«Pues se odia a los enemigos incluso cuando están humillados» [Plutarco, «Sobre la envidia y el odio», 538B].
Así pues, el odio –creo que ahora podemos hallarnos en condiciones de concebirlo con una cierta claridad– es un afecto, un sentimiento, o acaso una pasión, dada su intensidad, mas no una emoción, cuya duración suele ser efímera, en tanto que el odio se halla dotado de una persistencia mayor que la de cualquiera de las emociones; persistencia más o menos variable, pero que en ocasiones –no es infrecuente– comprende la vida entera. Podemos dudar de la fidelidad de quien nos ama, pero no debemos albergar la menor duda respecto a aquélla de quien nos odia; y si es posible temer lo efímero del amor que alguien nos profesa, ninguno debemos abrigar en lo que toca a la constancia de quien nos ha convertido en objeto de su odio. Es, por lo demás, un sentimiento recíproco y siempre correspondido: es obvio que quien es odiado por otro, lo odiará a su vez. Y a menos que surja de un malentendido, su duración es muy probable que haya de ser medida a la escala de una vida toda: la de aquél que odia, porque aun con la desaparición de odiado continúa sin desaparecer su recuerdo odioso. Y poquísimos sentimientos hay, con la excepción, acaso, del amor en el núcleo familiar más íntimo, que presentan una reciprocidad tan cierta y una persistencia tan garantizada como el odio. Y si tal vez, de darse un conjunto de circunstancias extremas y apropiadas, ese amor familiar podría extinguirse e incluso convertirse en odio, éste, por su parte, es inmune a extinción alguna, y sería pensar lo impensable esperar hallarlo convertido un día en amor, amistad o benevolencia.
«Los hombres extinguen sus enemistades y odios –escribe Plutarco– al persuadirse de no haber sufrido injusticia, o al admitir la fama de bondad de aquéllos a quienes odiaban como malvados, o bien, en tercer lugar, por recibir de ellos beneficios» [«Sobre la envidia y el odio», 538C].
No lo creo. Sólo en el primer caso –equiparable a lo que nos hemos referido como malentendido– cabe esperar que sea así, siempre, además, que el individuo se persuada no sólo de no haber sufrido injusticia, sino también de que no se ha querido inflingírsela. En los otros, en cambio, antes buscará quien odia motivos a los que aferrarse y de los que continuar alimentando y manteniendo su odio que causas que le induzcan a cesar éste. Y así, tras la fama de bondad del odiado no hallara sino la constitutiva falsedad de éste, del mismo modo que no importa cual sea el beneficio, grande o pequeño, que de él haya recibido, antes lo interpretará como una condescendencia despectiva y humillante que como un favor, de tal manera que en todo ello no hallará más que motivos para continuar odiando.
Mas ese lazo inquebrantable que ata a aquéllos que se odian no es otro que el de una profunda aversión y un extremo aborrecimiento, que si bien pueden no traducirse siempre (aunque a veces sí) en una acción encaminada a la destrucción (en cualquier ámbito) del otro o a propiciar su desgracia, jamás tampoco engendrará una acción contraria y tendente a evitar cualquiera de ellas: es más, deseará profundamente que tal estado de cosas se produzca y se alegrará con ello.
Ahora bien, el odio, en efecto, es malo; malo siquiera para quien lo experimenta. Y no por fuerza porque como opina Espinosa (y también Descartes) se vea acompañado siempre de tristeza (ya hemos hablado de esto), sino porque se trata de un estado de ánimo desagradable y que, al tiempo, nos ata siempre, y hasta nos hace esclavos, en alguna medida, de aquél a quien odiamos. Creo recordar que era Montaigne quien decía que odiar algo significa tomarlo en serio, y si, como yo creo, sólo cabe odiar realmente a alguien (no a algo), tal odio no significa sino que lo tomamos demasiado en serio, siendo así que lo ideal sería responder con el simple menosprecio, y mejor aún, con la indiferencia. Como señala Darwin, es cierto que alguien a quien odiamos nos provoca indignación y hasta enfurecimiento,
«Pero si la persona que nos ofende es por completo insignificante, experimentamos tan sólo desdén o menosprecio» [Sobre la expresión de las emociones en los animales y en el hombre].
Entiendo yo que existen ofensas o daños que poseen el suficiente calado como para que no sea posible responder a ellas con desdén alguno, pero, si bien se piensa, la mayoría de los perjuicios que nos ocasionan no merecen ocuparnos más tiempo del estrictamente necesario para responder a ellos despreciándolos y despreciando a quien nos ha ofendido. No hablo de olvido ni de perdón: digo sólo que no pocas veces se encuentra en nuestras manos el conseguir que quien ha querido dañarnos no logre hacerlo, y se nos muestre, por el contrario, como un ser del todo insignificante y en absoluto merecedor de nuestra atención, de manera que también nosotros podamos decirnos que
«baldío es el dardo de un hombre inútil y sin coraje» [Ilíada, XI: 390]
Hay, seguramente, odios que nos engrandecen, mas también otros que nos denigran.
«Cuando nuestro odio es demasiado intenso –dice La Rochefoucauld– nos hace inferiores a aquéllos a quienes odiamos» [Aforismos, 338].
Sólo si me permitiera alguna matización podría mostrarme plenamente de acuerdo con tal sentencia, porque es lo cierto que hay odios que nunca son demasiado intensos. Mas es verdad que cuando un odio posee una intensidad desproporcionada a la causa que lo ha provocado, no hace sino rebajarnos frente aquél a quien odiamos. Tal vez nos revelamos antes en nuestros odios que en nuestros amores, y acaso aquéllos mejor que éstos ponen de relieve lo grande o menguado de la talla de nuestra personalidad.