Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 85 • marzo 2009 • página 18
Los que vivimos en Andalucía estamos acostumbrados a salir a la calle para trabajar (algunos más a menudo que otros, de acuerdo) y divisar, en el frío de la mañana, una nueva valla o cartelón publicitario del gobierno autonómico. O a volver a casa, encender el televisor y encontrarnos con largos y penosos minutos musicales con la palabra Andalucía como mosca, o breves anuncios con consignas aún más breves, apropiadas para ser coreadas por las ovejas de Orwell o por un batallón de guardias rojos de la Revolución Cultural. El ejemplo más característico es Andalucía imparable, aunque cualquier excusa es buena para que alguna empresa de publicidad (seguramente no relacionada con ningún político ni funcionario de la Junta) se embolse una cierta cantidad (el precio, como la firma del creador, no aparece en las vallas) por trabajos de coste y calidad ciertamente ínfimos. Por ejemplo, agradecer a los maestros de escuela su labor. Para eso, hacen aparecer en pantalla a un grupo de maestros a los que sólo les falta la música del funeral de la Reina María para parecerse a Alex y a sus drugos (con el añadido de una profesora de gimnasia en la que no podían estar mejor grabados los rasgos de harpía), y un mensaje de sólo dos palabras con el cual los maestros se verán compensados la próxima vez que sus alumnos les pinchen las ruedas del coche o les den una paliza. Y así, decenas y decenas de micro-campañas como esta.
Pues bien, la última de estas campañas se titula (otro brillante mensaje) Andalucía está de lujo. En uno de los anuncios, una camarera corrige a unos anglosajones que premian con un «wonderful» el plato que les ha servido, diciéndoles que «qué wonderfú ni wonderfú, ehto ehtá de luho», en la mejor línea de la actriz catalana que hacía de chacha andaluza en la serie Médico de familia, o de Miguel Ligero en Morena Clara.
El PP ha expedientado a la diputada Montserrat Nebrera por decir que Magdalena Álvarez, ministra de Fomento, era un chiste, incluyendo su acento en esta caracterización. Pienso que se ha cometido una injusticia con Montserrat Nebrera.
Magdalena Álvarez es una de las ministras más incompetente de nuestra ya adulta democracia, aunque cuenta con duros competidores, y una de las que más estupideces ha dicho, en ardua liza con los disparates de Carmen Calvo, de Bibiana Aído y de toda una amplia galería de fantasmas lobotomizados que alguna vez llevaron cartera, como Jesús Sancho Rof, ministro de Sanidad autor del famoso diagnóstico médico de la neumonía atípica provocada por el aceite de colza adulterado.
Decir que Magdalena Álvarez es un chiste por su gestión es algo que en nada falta a la verdad, aunque, como en el caso de Sancho Rof, hay muchas vidas en juego en esos túneles que se le hunden. En cuanto a que sea un chiste su acento, es algo avalado por Canal Sur, la televisión de Chaves, en la que se está recreando el proyecto de Los chicos del Brasil: en un programa dirigido por uno de los humoristas poco graciosos que esa cadena tiene contratados (aunque nunca serán tan lamentables como los «humoristas» vascos que La Sexta nos quiere imponer) están formando niños en la más depurada dicción del teatro de los hermanos Álvarez Quintero y del ombliguismo doctrinario, que pretende que Andalucía es «lo mejor del mundo» (o «lo mehón»).
Y, visto el anuncio de la Junta, parece ser que el acento andaluz es algo que va unido a la categoría de figura jocosa e inculta. La idea que vertebra el anuncio es una sentencia recordada varias veces por el escritor mexicano Carlos Fuentes: «Con razón exclamó un día Cagancho: «¿Hablar inglés? ¡Ni lo mande Dio!»»{1}. En México, donde Cagancho pronunció esta respuesta, José Joaquín Fernández de Lizardi afirmaba: «Yo no soy árcade, ni inglés, ni Batilo ni Bato, sino un pobre criollo ignorante de la cruz a la cola», y Lacunza le contestó: «Dice usted que no es árcade, ¡oh, ni lo permita Dios! ¿Qué dirán los literatos extranjeros si oyeran los graznidos de usted mezclados impunemente con los suaves cantos de una multitud de cisnes americanos, que son la gloria y el ornamento del valle de México?»{2}. Cagancho le dio la vuelta a la deprecación de Lacunza.
Otro escritor americano, Miguel Ángel Asturias, lo pone en boca de uno de sus personajes: «¡Ni lo permita Dios! ¡Santa bestia me parió en mal día, pero no tan malo, como para tener la desgracia de hablar inglés!»{3}. El escritor gallego Camilo José Cela, que no deja de evocar a Cagancho en sus memorias{4}, atribuía el «¡Ni lo permita Dios!» a Lola Flores, y se identificaba con él{5}. Ian Gibson y el hijo de Cela, Camilo José Cela Conde, recuerdan que Cela «siendo hijo de madre británica, no habla ni una sola palabra de inglés»{6}. Sin embargo, como en el caso de la relación de Catón el Viejo con la cultura griega, hay mucho de pose y mucha mala interpretación:
«Yo me limito a contarle lo que he leído en el Jappan Times.
—Pero, ¿lee usted japonés?
—No, señora, ¡ni lo permita Dios!, pero lo que sí leo es inglés, que queda más a la mano.»{7}
Cela no hablaba inglés, como no saben hablarlo la mayoría de los españoles: pero sí lo leía. Cuando ordena su biblioteca, piensa que debe guardar los libros «escritos en cualquier lengua extranjera por mí conocida –bien pocas: el portugués, el francés y el inglés–»{8}, mientras que se deshace de los libros religiosos, científicos, las historias generales y las revistas.
¿Por qué esta actitud ante el inglés, entonces? Y hacia toda lengua extranjera en general. Gibson sacaba a relucir el nombre de Freud. El recurso a la lengua como defensa o venganza frente a los progenitores puede verse en un genial caso de neologismo hebefrénico recogido por Carlos Castilla del Pino. El paciente
«Escribe series como «ostia, ostra, ostrov, costra»; o «afoe, formaricar, pasifadeira, sabliduria, etaisa». Todas estas series van en mayúscula. En ocasiones dice: «no tienen sentido»; pero, por ejemplo, con «formaricar» explica: «es salir fuera del mar, y he inventado esto porque fornicación es pecado». En otra ocasión dice, de pronto, sin que ello conecte con nada de lo que en ese momento constituye el contexto común: «beber agua mineral es de marica... contiene sal... el agua del mar tiene sal... marica viene de mar». El padre ha comprendido que tanto esto del agua mineral cuanto otra expresión, que explico a continuación, son insultos a él, aunque ciertamente no adquieren «la forma» de insulto, sino que son emitidos como en completa indiferencia. La frase aludida es esta: «La URSS es un coñ...» Pero cuando el padre le requiere una explicación dice: «La URSS es un coñ...» «Coñ»... es la transcripción fonética de «caballo» en ruso, y se dice de Rusia que «es un coñ...» porque su silueta en mapa parece tal. Es un dicho análogo a nuestra «piel de toro» para la Península Ibérica. Pero al mismo tiempo que la frase contiene la aparente intención de citar el dicho, en la medida en que la palabra «coñ» rusa se convierte en la castellana «coño», se torna, además, en insulto al padre (amante de Rusia como su patria adoptiva).»{9}
Pero no es necesario recurrir a los brillantes argumentos de Ian Gibson ni a los de este paciente hebefrénico. Las causas del desprecio son muchas y están muy generalizadas. Priman la pereza y sobre todo la vergüenza, excitada especialmente por el hecho de que los que saben mal una lengua se ríen de los que no la saben cuando estos intentan hacer sus primeras armas en ella. Por ejemplo, recomponiendo discursos que han sido aprendidos en pronunciación figurada y subtitulando este tipo de intervenciones con esa misma pronunciación figurada: escribiendo a la española incluso lo que ha sido (por milagro) bien pronunciado, y desanimando a quienes podrían intentar pronunciar la misma palabra porque la han visto escrita con una grafía ridícula.
En ese coñ que es Rusia la poliglosia abunda, y puede que sea casual, pero no conozco ningún checo (y no conozco a ninguno por encima de los 25 años) que pase sin dominar al menos 5 lenguas. En España, en cambio, hablar idiomas no parece servir de nada. Los presidentes del gobierno no saben inglés. Tampoco muchos catedráticos y profesores de universidad, que van a darse comilonas y homenajes por universidades de medio mundo viajando como una maleta con ojos. Y estamos hablando del inglés: qué decir de otras lenguas.
Persiste el problema expuesto por Clarín:
«Yo sé sánscrito, o hebreo, o siriaco, dice un curita, verbigracia; y todos se separan y le dejan pasar, y exclaman: ¡Oh, sabe siriaco! ¡Es claro, jesuita al cabo, o benedictino, o fraile descalzo! Y punto en boca. Al que dijo que sabía siriaco se le encomienda todo lo que huele a cosa oriental, todo lo que se escribe con arabescos, como decía un académico, y llegado el caso, todos votan con él, y cuanto dice se pone en el Diccionario. ¿Y qué resulta? Que la opinión de un Juan Particular, que si hubiese escrito por su cuenta y riesgo, tendría meramente el valor que tuviesen sus argumentos, se convierte en el ukase lingüístico del Estado; porque el Estado hace suyo lo que dicen los académicos, y la Academia da su visto bueno a lo que ha dicho aquel Juan Particular. Y esto no puede pasar en nuestros tiempos. Y no pasa. Estamos en el secreto, y nos reímos.»{10}
Yo he estudiado sánscrito, hebreo y siríaco, pero de ninguna manera soy una voz autorizada sobre estas lenguas. Sin embargo, sí me llegaron las letras para ver que una cartela del Museo Antropológico Nacional de Madrid, la del Buda tocando la tierra, tenía el nombre sánscrito mal transliterado. Como el personal me quiso echar unos minutos antes del cierre (era el único visitante), me vengué haciéndoles traer una hoja de reclamaciones y sugerencias, con lo cual perdieron más minutos de los que querían ahorrarse. Al cabo de poco tiempo recibí una carta de la directora diciendo que no le pasaba nada a la cartela del Bhuda. Ese error añadido al de la cartela, que era otro, me desanimó para responder. Aunque, ¿qué tiene de raro que una persona que no sabe escribir Buddha no se resigne a escribir Buda, en español, sino que prefiera disparar salvas y darse pisto poniendo haches sin fijarse demasiado bien en dónde?
También escribí a la Real Academia Española, protestando por la bufonesca etimología de patata y batata (según el DRAE, patata viene de batata y batata viene de patata) y por la inclusión de palabras como light, en cursiva en el propio DRAE. Recibí como única respuesta que el español necesitaba de anglicismos «como apartheid». Dejando a un lado que en español se puede decir segregación racial y que apartheid es un hecho histórico concreto, y si se incluyera en el DRAE también habría que incluir III Reich y Commonwealth, viene del afrikáans (como consta en la presente edición). Y aunque la definición de lama ha mejorado con respecto a la del siglo XIX, la etimología de brahmán ha empeorado: ahora es una sarta de informaciones precisas y detalladas, pero todas erróneas: se olvidan las formas griegas y latinas de la voz sánscrita, las diferentes formas árabes y sus plurales, y se da una interpretación de bráhman como «cuerpo de teólogos» que no es sino una sandez injustificable. Y esta es la Docta Casa.
Los funcionarios tampoco saben idiomas, y cuando registran a extranjeros e inmigrantes lo hacen siguiendo las grafías francesas, con lo cual nos estamos dejando colonizar por Francia. Hay muchas formas de escribir el nombre del Profeta del Islam, entre ellas las españolas Mahoma y Mohamed, como hay muchas formas de escribir el nombre del Apóstol Santiago, y todas son nombres distintos. Por eso no pido del registro el arbitrio de que se convierta a Muhammad, en árabe clásico, según las reglas de la revista Al-Ándalus, el nombre chino musulmán Ma. Pero de ningún modo se debería admitir que se escribiera con ou la versión wolof (o gelofe) de Mahoma. No tiene sentido que un señor que ha dejado de estar colonizado por Francia siga escribiendo su nombre como Mamadou. Mucho peor es leer cosas como Abou. Y eso que, según algunos medios de comunicación, más ingenuos que un bollo de canela, los funcionarios extranjeros en España abundan, pues uno de ellos, italiano, le puso a Letizia Ortiz la z de su nombre.
El desconocimiento del ruso afecta de modo agudo a una nutrida clase intelectual, recientemente denominada en español por el neologismo compuesto gafapastas (análogo al que sirve para designar a los perroflautas, dentro de la misma órbita progresista pero con menor consideración). Todos pronuncian Potemkín o como mucho Potemkin, tal como se lee en español. Recuerdo que, en Caiga Quien Caiga, El Gran Wyoming hizo unas bromas bastante pobres (pero muy celebradas, como las de Quique San Francisco, que daba igual que destrozase los guiones siempre que mantuviese la mirada, la nariz y la voz aguardentosa) sobre un titular sudamericano en el que un juez prohibía a un padre llamar a su hijo Semen. Seguramente el padre habría leído el nombre en alguna novela rusa traducida del francés, de esas en las que el traductor ni siquiera se toma la molestia de poner una diéresis sobre la segunda e (que, por lo menos llamaría la atención sobre la pronunciación). Que Semën, Semión, es decir, nuestro Simón, acabe convertido en semejante nombre impuesto con demasiada antelación o precocidad a un infante es el trágico efecto de desconocer cómo se pronuncian los idiomas extranjeros.
Nos detendremos ahora en observar algunas incongruencias de la teoría general de Cagancho y la campaña Andalucía está de lujo sobre el aprendizaje de lenguas (no ya la enseñanza, ya que la Junta ama las siglas ELE –Enseñanza de Lengua Extranjera–, como casi todas las siglas, y subvenciona todo lo que las contenga). Cagancho era gitano: es decir, sus antepasados hablaban una lengua indostánica{11}. Según fueron viajando hacia Occidente, hablaron persa, turco, griego… Los que se quedaron en España hablaron castellano, hasta el punto de llegar a olvidar, en un momento relativamente reciente, su lengua propia, que habían conservado durante todo el viaje. Si quería ser castizo, la verdad es que no había nada más propio de su casta que aprender idiomas.
Y aún hay más: la expresión con la que quería escapar del inglés, una desiderativa con el nombre de Dios y un verbo que le atribuye una acción que se espera de él, es nítidamente árabe{12}. Es decir: la lengua castellana la aprendieron los gitanos andaluces de antiguos arabófonos.
Si la Junta de Andalucía («Badate ben… Non io…», como dice Leporello) reconoce a Blas Infante por padre de la patria andaluza (patria de muy dudosa existencia, y que si hubiera que remitir a alguien sería a los vándalos, de cuyo inmenso reino no nos queda absolutamente nada), y Blas Infante nos quería hacer a todos los andaluces medio moros y medio gitanos, y resulta que tanto gitanos como moros hablaban otras lenguas, ¿por qué los andaluces de hoy son reacios a aprenderlas?
Sin duda se trata de un complejo de superioridad que disimula o sobrecompensa otro de inferioridad. Basta decir que uno viene de una universidad americana para que se abran los ojos y callen todos. Como en el monólogo de Miguel Gila, no hace falta una larga lista de elogios para unas gafas si se puede decir que son americanas.
Observaré ahora una incongruencia en el caso Montserrat Nebrera. Cuando me obligaron a hacer el Curso de Aptitud Pedagógica (para al final acabar no dando clase: soy un profesor sin alumnos como esos de los que hablaba el Marqués de las Marismas) me enseñó a enseñar literatura castellana una señora que leyendo a Jorge Manrique hablaba de «bordaduras y quimeras», y acusaba a Don Jorge de no saber versificar y desconocer la métrica. Habiendo hecho la carrera de Hispánicas (hecho del que sinceramente me avergüenzo: no puedo mirar la sección de filología española de una librería sin horrorizarme de las tonterías en las que he perdido el tiempo), estoy acostumbrado a que me dé clase y me evalúe gente mucho menos capacitada que yo, y cuya potestad, como Milošević con La Haya, niego. No quiero llamar la atención, por tanto, sobre eso. Esta profesora seseaba y llamaba pitos a chasquear los dedos. Tremendamente andaluza, por tanto, aunque no de mi zona, en donde los pitos son de barro y a veces tienen forma de burro con alforjas y jinete y están pintados de blanco y azul. Coincidía ella en todo con el envaretamiento ideológico de la Junta de Andalucía. Y sin embargo, me sorprendió al sostener que había que corregir el ceceo en los alumnos, que era un signo de incultura y que no era admisible de ningún modo. La Junta de Andalucía quiere promover (verbo de significado vacío) toda la riqueza lingüística de la comunidad y todas las pronunciaciones existentes. Entre ellas están el ceceo y el heheo de la costa. Sin embargo, también se esfuerza en hablar de cultura andaluza y de una norma culta andaluza, que coincide sospechosamente con el habla de la ciudad de Sevilla, que excluye y condena estas variedades costeñas.
Si desde el punto de vista de muchos valedores de las hablas andaluzas hay un habla culta y un habla que no lo es. ¿Cómo puede saber entonces la catalana Nebrera si el habla de la ministra es culta o no? Quizá su error estriba en desconocer qué hablas andaluzas se pueden descalificar y cuáles no.
El acento de los béticos despertaba curiosidad en la Roma republicana y a veces hilaridad durante el Imperio. En la actualidad, personalmente, me despierta un sentimiento de opresión.
Explicaré por qué. No tenemos ya un emperador deificado. De todos los gobernantes que tenemos se supone que los hemos elegido nosotros y que nos representan. Que hablen con un acento que nos es ajeno nos recuerda que realmente sólo se representan a sí mismos. Está la excepción del Rey, al que no hemos elegido, y que ciertamente habla raro, pero como su acento no es identificable con ninguna región geográfica, no cuenta.
Entiendo que un político que habla con un marcado acento de su región, sea cual sea su región, y me valen los ejemplos de Narcís Serra, Josep Borrell, Carod Rovira o la propia Nebrera si habla con tal acento, hace el papel de un paleto, tanto como los vallisoletanos que dicen Valladoliz, si está hablando para toda España en un acto solemne o importante. Si no se toman la más mínima molestia de adaptar su discurso a un auditorio al que no le importan nada sus particularidades personales, sino su trabajo, es de presuponer (es un prejuicio, naturalmente) que estos políticos tampoco se tomarán molestias para hacer bien su trabajo. Los presentadores de los telediarios no aparecen en antena con trenzas rastafaris o una esvástica tatuada en la frente: aunque nada de esto acrecentaría ni menguaría la calidad de su trabajo, lo entenderíamos como una falta de respeto. Lo mismo ocurre con los acentos.
Paradójicamente, el modelo de presentador que menos demostraría una imposición o una opresión sería el modelo de los locutores del NO-DO, o, especificando más, el del andaluz Matías Prats, que no sabía pronunciar la z y la sustituía con la interdental f, pero hacía esto en virtud de hacer su discurso inteligible para todos los españoles. Francisco Rabal sabía actuar en español, en francés y en español con acento murciano. La defensa de la riqueza de las variedades lingüísticas está provocando que, así como hay ya actores que hacen todos los papeles con su acento original, aunque hagan inverosímiles los personajes, haya estudiantes que sólo saben hablar ceceando, y se niegan a hablar de otra manera. Algunos, en virtud de lo vivido gracias a las becas y los vuelos de bajo coste, pueden pasar de un perfecto inglés a un español ininteligible. Pero los más tienen solamente un registro, y viven encerrados en una única variedad diatópica, diastrática y diafásica. A un profesor que los evalúa y a un juez que los juzga los tratan de tú: y es normal, estamos en una sociedad democrática, aunque parece ser que evitaremos el tratamiento de ciudadano y camarada para incurrir directamente en el de picha. España, entre Portugal e Italia, es un bache de descortesía.
He dicho que una televisión pública necesita locutores sin acento de sainete y vestidos como Dios manda, pero no he dicho lo fundamental: nosotros no necesitamos una televisión pública. Nos hace la misma falta que un Ministerio de Propaganda. Es la sociedad quien controla la lengua y el mercado el que controla la cultura. En España, y especialmente en Andalucía, sobra propaganda y falta información.
Algunos de nuestros problemas se solucionarían si pudiésemos compensar este desequilbrio. Por ejemplo, el mayor problema que existe con la implantación del Plan Bolonia es la falta de dinero y de información. Dar información simple y concisa es fácil, sólo requiere claridad de ideas y voluntad de ser verdaderamente útil. Lamentablemente, la Junta de Andalucía sólo conoce dos extremos: la consigna aleluyática y mamotretos sentimentales como el Estatuto. De todas maneras, puedo darle un consejo a la Junta: para recortar gastos y emplearlos en la solución de problemas, muevo mi dedo acusador hacia su montaña de propaganda; y le recuerdo que debe transmitir informaciones y no pasión ni formación del espíritu nacional; debe decir qué puede hacer Chaves por nosotros, y no qué espera Chaves que hagamos por él. De nada nos sirve un cartelón de Andalucía está muy bien. Que hagan cartelones mostrando subvenciones y ayudas (esas que se quedan en los despachos porque nadie llega a saber nunca de ellas), con horarios y condiciones, bien visibles y explicadas, si quieren que nos lo creamos. Porque no se trata sólo de ahorrar dinero: se trata también de ahorrar palabrería. Toda nuestra documentación personal, fiscal y sanitaria cabría en una sola tarjeta magnética, y la inmensa mayoría de nuestras relaciones con el Estado podrían hacerse en impresos que parecieran cuadernos de pinta y colorea para niños de 3 años. Si no ocurre así, es porque hay que mantener a una cáfila de funcionarios que no saben hacer otra cosa (aunque en realidad, no saben hacer ni lo suyo, ya que somos los ciudadanos quienes acabamos haciendo su trabajo, estando pendientes de lo nuestro y de lo suyo al mismo tiempo). Pero no habría motivo de pánico. Se podrían hacer programas de reinserción de burócratas, hasta conseguir que rindieran un servicio verdaderamente útil. Es más, muchas veces son únicamente los impresos absurdamente complicados quienes sepultan, castran, coartan e impiden hacer cosas dignas de mención a hombres verdaderamente valiosos.
Quizá así lograríamos dejar de ver vallas publicitarias en descampados ocupados por chabolas, como hasta ahora se ven. Porque hay dinero, mano de obra, recursos y posibilidades para una Andalucía imparable y una Andalucía de lujo. Pero nunca llegará a realizarse si tiramos el dinero que podríamos usar en conseguirlo en repetírnoslo; y mucho menos llegará a realizarse si, encima de hacer esto, nos lo creemos.
No podemos renunciar a saber inglés porque hablamos andaluz, que es lo mejor del mundo, ni debemos enseñar las hablas andaluzas en las escuelas, que es como enseñarle a un padre a hacer hijos, cuando podríamos estar enseñando inglés, latín o húngaro. David Lloyd Jones, juez de una comunidad galesa en Gaiman, Patagonia, pronunció en 1887 las siguientes palabras:
«Quiero que todo niño que se eduque sepa desempeñarse en inglés y castellano y así esté en condición de despreciar a los ingleses. No permita Dios que olvidemos nuestra lengua, pero tampoco quiera que sacrifiquemos el saber por la lengua.»{13}
Ojalá Dios (y he dicho dos veces Dios) escuche a Jones y no a Cagancho, y que la Junta de Andalucía tenga presente que Cagancho está bien en una plaza de toros (salvo en la de Almagro), pero no dictando leyes.
Notas
{1} Carlos Fuentes, XXI Pregón Taurino de Sevilla, Real Maestranza de Caballería de Sevilla, Sevilla 2003, pág. 23. Sobre Cagancho, cfr. Octavio N. Bustamante, Teoría general de Cagancho, Fábula, Ciudad de México 1934.
{2} Cfr. María Isabel Terán Elizondo, Orígenes de la crítica literaria en México: la polémica entre Alzate y Larrañaga, Colegio de Michoacán-Universidad Autónoma de Zacatecas, 2001, pág. 245.
{3} Miguel Ángel Asturias, Los ojos de los enterrados, Losada, Buenos Aires 1960, pág. 34.
{4} Camilo José Cela, Memorias, entendimientos y voluntades, Espasa-Calpe, Madrid 2001, pág. 147.
{5} Ian Gibson, Cela, el hombre que quiso ganar, Aguilar, Madrid 2003, pág. 48.
{6} Camilo José Cela Conde, Cela, mi padre, Temas de Hoy, Madrid 1989, pág. 196.
{7} Camilo José Cela Trulock, El huevo del juicio, Seix Barral, Barcelona 1993, pág. 141.
{8} Camilo José Cela Trulock, Obras completas, XXIII, Destino, Barcelona 1990, págs. 176-177.
{9} Carlos Castilla del Pino, Introducción a la psiquiatría, 2. Psiquiatría general. Psiquiatría clínica, Alianza, Madrid 1992, pág. 246.
{10} Leopoldo Alas Ureña (Clarín), Apolo en Pafos, PPU, Barcelona 1989, págs. 55-56.
{11} Cfr. Joaquín Albaicín, Gitanos en el ruedo: el Indostán en el toreo, Espasa-Calpe, Madrid 1993.
{12} Manuel Criado de Val, Fisonomía del español y de las lenguas modernas. Características del español comparadas con las del francés, italiano, portugués, inglés, alemán, rumano y lenguas eslavas, Saeta, Madrid 1972, pág. 249.
{13} Guillermo José María Gaudio, Patagonia: Pasado, presente, futuro: una visión histórica, geopolítica y geoestratégica, Librería Histórica, Buenos Aires 2007, pág. 55.