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El Catoblepas, número 87, mayo 2009
  El Catoblepasnúmero 87 • mayo 2009 #8226; página 3
Guía de Perplejos

Acerca de uno mismo

Alfonso Fernández Tresguerres

De que se puede hablar de uno mismo sin hacerlo y hacerlo sin hablar de sí

Tiene razón Kant: darse cuenta de sí no es todavía observarse a sí mismo. Lo primero es reacción inmediata y espontánea; también involuntaria. Para lo segundo se necesita, en cambio, un esfuerzo y una decisión: es por ello labor más ardua y trabajosa; y añadiré, además, que no exenta de riesgos. De los beneficios que comporta, baste acaso con la diversión –no necesitamos ponernos grandilocuentes–: sorprender nuestras mezquinas vanidades y nuestras fatuas ambiciones; las nostalgias agridulces que sin saber cómo, y sobre todo para qué, se adueñan de nosotros; pillarnos in fraganti remendando un pasado que no fue, o no fue cómo debería haber sido, o como suponemos que debería haber sido o quisiéramos que hubiese sido, y diseñando un futuro que con toda certeza no será como lo soñamos, es ocupación no exenta de entretenimiento. De los riesgos se me ocurren ahora dos: uno, que acabemos por descubrir algo que no estamos dispuestos a reconocer ante nadie, ni siquiera ante nosotros; y el otro –acaso dotado de un peligro mayor– que caigamos en la cuenta de que el yo que mostramos y que creíamos ser no es más que una máscara, esto es, un personaje que hemos inventado y con el que nos hemos revestido, y eso quizá no tanto para engañar como para engañarnos.

Quien no esté dispuesto a asumirlos, más vale que se deje estar, que no ande a vueltas con su yo y que se conforme con darse cuenta de sí. En paralelo con los dos riesgos señalados, me vienen en este momento a la mente dos tipos de individuos para los que esto último resulta especialmente aconsejable: en primer lugar, aquéllos que precisamente sean incapaces de ver el lado divertido del asunto, porque, tomándose a todas horas tan en serio, jamás se les haya pasado por la mente que exista en ellos materia de qué reír; y en segundo lugar, los que se hallan tan plenamente satisfechos y felices con el yo que son o que creen ser que ninguna necesidad tienen de meterse en indagaciones y maquinaciones de las que ningún beneficio obtendrán y sí, quizás, alguna desdicha.

Hay un tercer tipo, por supuesto, y tal vez el más numeroso: el constituido por aquéllos que nunca se han planteado una inquisición tal, entre otras cosas porque seguramente ignoran que sea posible. Pero de éstos ni siquiera merece la pena hablar: si es dudosa la utilidad de escribir, en general, ninguna duda alberga la inutilidad de hacerlo para necios.

Mas observarse no implica que necesariamente haya que contarlo; de ahí que, de hacerlo, haya que dilucidar a quién y para qué. San Agustín, al escribir sus Confesiones, se pregunta:

«¿Para qué cuento yo estas cosas? No a Vos las cuento, Dios mío, sino que ante vuestra presencia las cuento a la Humanidad, a aquella porcioncilla del linaje humano que tal vez deje caer sus ojos en estas ruines letras mías. Y esto ¿para qué lo cuento? Para que yo y los que esto leyeren meditemos de qué profundidades abismales es menester que clamemos a Vos» [II: III].

Yo, sin embargo, no logro convencerme, diga él lo que diga, de que, en el fondo, su destinatario sea otro que Dios mismo; y no ya porque de continuo se dirija a Él, sino porque, en realidad, es a Él a quien se muestra, no al prójimo –vale decir: al lector–: éste no es más que un simple espectador de ese rendir cuentas agustiniano ante Dios.

Rousseau, por su parte, al dar comienzo a las suyas, se dirige a la posteridad, con la intención, nada secreta, sino perfectamente explicita y confesada, de convencerla de que jamás existió –ni seguramente existirá– hombre alguno de corazón más puro que el suyo ni bondad más extremada. Menos pretencioso, Montaigne advierte al lector, al comienzo de sus Ensayos, que

«el único fin que me he propuesto […] es doméstico y privado. No he tenido consideración alguna ni por tu servicio ni por mi gloria. Mis fuerzas no alcanzan para semejante propósito. Lo he dedicado al interés particular de mis parientes y amigos, para que, una vez me hayan perdido –cosas que les sucederá pronto–, puedan reencontrar algunos rasgos de mis costumbres e inclinaciones, y para que así alimenten, más entero y más vivo, el conocimiento que han tenido de mí» [«A lector»].

Y, en fin, Girolamo Cardano afirma no recordar su vida más que para sí mismo:

«Aunque no se me escapa que estas cosas son de poca monta, las consigno en el orden en que sucedieron para que cuando yo las lea –porque no las escribo para otro sino para mí solo– me procuren contento y a su vez las otras personas –si es que alguien se digna leerlas– sepan que los casos tienen comienzos y desarrollos oscuros y que también a ellas les suelen ocurrir cosas así aunque no se den cuenta» [De propria vita].

Podríamos continuar acumulando ejemplos, pero no es necesario: Dios, la Humanidad y la posteridad, los allegados y uno mismo. Desde luego, no parece que haya otros destinatarios posibles. Mas si uno habla de sí para él mismo o para los seres queridos, ¿por qué pensar que otras personas acaso se dignen leer lo escrito, o por qué dirigirse al lector? Y, sobre todo, ¿por qué publicarlo? Y si uno escribe para los demás, ¿por qué hacerlo en permanente diálogo con Dios, quien –es obvio– lo sabe todo? ¿Habrá que concluir, entonces, que la sinceridad cae del lado de Rousseau y que, en el fondo, uno cuenta su vida con el único propósito de que la posteridad le recuerde como el desea que le recuerda? Pues tampoco necesariamente. Que ése sea el caso de Rousseau y que su franqueza –nacida, a partes iguales, de su ingenuidad y de la alta estima en que se tenía a sí mismo– no lo oculte, no significa que por fuerza ése sea siempre el único motivo: se puede escribir –y escribir sobre uno mismo– por el mero placer que comporta hacerlo, por mucho que uno descrea de la Humanidad, de la posteridad, de Dios y del interés de sus herederos por sus maquinaciones y las minucias y pormenores de su vida cotidiana: hacerlo público no es más que hacerle un envite a la fortuna, de la que decía Máximo de Tiro que es

«irracional, necia, imprevisible, sorda, impredecible, con reflujos, como el Euripo, extraviada e incapaz de soportar ningún tipo de pilotaje» [Disertaciones filosóficas, V].

Es decir: hacerlo público es simplemente la segunda parte y la culminación del juego.

*

Claro que para hablar de uno mismo no es necesario escribir una autobiografía; o también cabría decir que –a la manera de un puzzle– se puede hacer autobiografía de forma dispersa y fragmentada y sin que tenga forma de tal, como lo demuestra de modo palmario el caso del propio Montaigne, a quien, por cierto, Pascal, aunque le reconoce tener algo bueno, aunque no dice qué, parece, sin embargo, aborrecer: le acusa de decir necedades, de tener grandes defectos, ser poco piadoso y demasiado pagano, especialmente en su forma de pensar la muerte, pero sobre todo arguye que

«forjaba demasiadas historias, y que hablaba demasiado de sí mismo» [Pensamientos, 78].

Es posible –no lo sé– que Pascal le hubiera disculpado tal proceder si lo que Montaigne hubiera escrito fuera su autobiografía: indudablemente no es fácil hacerlo sin hablar de sí mismo, incluso sin hablar demasiado. De donde hay que concluir –parece– que lo que en verdad le molesta es que mezcle su yo con sus ensayos. Condena, de todos modos, igualmente injusta: yo no estoy muy seguro de que Montaigne hable de sí en sus Ensayos más de lo que Pascal lo hace en sus Pensamientos. Sí –me anticipo– de forma muy distinta: Pascal desea mostrarnos las honduras de su alma, en tanto que Montaigne se conforma con poner delante de nuestros ojos el hombre que es o cree ser (por más que diga hacerlo sólo para uso de parientes y amigos). Y eso es lo que hace, sin más. A Pascal, en cambio, le es preciso mostrarnos sus tenebrosidades y angustias metafísicas: un alma no se retrata a golpe de minúsculos acontecimientos cotidianos, que son para ella grosera materia por la que no se siente afectada. Mas muestre uno su cuerpo o su alma, lo cierto es que se desnuda. O lo que es igual: que no se habla menos de sí mismo (aunque se hable de otra manera) haciendo lo uno que lo otro.

Pero sea de esto lo que fuere, yo sospecho que Pascal ignora que se puede llegar a lo universal –y acaso no exista otra forma de hacerlo– desde lo particular, al Hombre desde el hombre, desde el individuo. Y a mí juicio eso es lo que sucede con Montaigne: probablemente nadie ha retratado la naturaleza humana, con todas sus grandezas y miserias, como lo ha hecho él hablando de Michel de Montaigne. O cabe también, hablando de uno mismo, dibujar toda una época, como ha hecho Pedro Abelardo con el siglo XII en su Historia calamitatum.

Y a la inversa, se pueden emborronar cuartillas y cuartillas sin escribir ni una sola palabra de sí mismo ni hablar jamás en primera persona, sino utilizando siempre el plural mayestático –o el de modestia o el de autoría–, sin decir en ningún momento nada sustancial ni que tenga alcance alguno más allá de las narices de quien escribe. O sea: otra forma de hablar de sí mismo, pero esta vez sin decir cosa alguna que merezca la pena escuchar.

Y de cualquiera manera que sea, yo no tengo empacho en confesar que prefiero con mucho la conversación de Montaigne, el oírle declarar cuáles son gustos y sus fobias, aquello que considera sus debilidades y lo que, en cambio, entiende que le honra; saber cuáles son las lecturas que frecuenta y las que rehuye; conocer, incluso, las minucias de su vida diaria y la forma en que la afronta y la organiza, a todos los temblores religiosos pascalianos, a esa religiosidad enfermiza y angustiosa que –¿lo confesaré?– me deja completamente frío.

Otras dos virtudes hay que reconocerle a Montaigne: su sinceridad y el no incurrir en la tentación de escribir una autobiografía, o de escribirla sin hacerlo realmente. Y es que en tal género literario encuentro un no sé qué de prepotencia y vanidad –también de pedantería–, unidas más de una vez a un cierto tono falso, todo lo cual hace que, ante alguna de ellas, por momentos experimente una suerte de pudor y hasta de vergüenza ajena. Para emprender una tarea tal, uno debe hallarse firmemente persuadido de su importancia y de lo esencial que le resulta al mundo seguir el curso de su existencia. Y si eso es así, difícil se hace creer que tomará la pluma para detallar las bajezas y debilidades que le han acompañado en su periplo vital –algo que Montaigne no tiene empacho alguno en hacer. De ahí lo de su sinceridad–, y quedando, por así decirlo, al desnudo, destruir, por su propia mano, la imagen que los demás tienen –o el cree que tienen– de su persona (San Agustín lo hace, es cierto, pero para confesar, magnificándolos, pecadillos de tres al cuarto; y lo hace, además, en el preciso instante en el que –dice– ya se librado de ellos, y en el que la extremada sensibilidad hacia el mal que en su confesión se pone de relieve –sensibilidad que hace un crimen de una menudencia– indica –esto lo digo yo– que se encuentra ya encarrilado hacia la santidad).

Yo por eso he leído y leo pocas autobiografías, y siempre muy seleccionadas y de gentes por las que siento un particular interés o curiosidad, pero jamás la de cualquier chisgarabís al uso que parece creer que ninguno podremos vivir un solo minuto más sin conocer el nombre de su abuela materna o el de su primera novia, el lugar donde hizo el servicio militar, la iglesia en la que se casó o el día que nació su hija pequeña. Uno no debería escribir su autobiografía más que si le pagan por ello; porque eso significa que se lo piden, y si se lo piden es porque hay gente dispuesta a pagar por conocer el día que tuvo la primera desavenencia con su cónyuge. Suele suceder con algunos famosos: y es que cuando uno lo es, todo lo que le atañe parece cobrar una desmesurada importancia, incluido el tipo de papel con que se limpia el culo.

Vuelvo a Pascal. Porque Pascal parece ignorar, asimismo, que, como decía Nietzsche:

«Hablar mucho de sí mismo es también un medio de ocultarse» [Más allá del bien y del mal, 169].

Se puede, ciertamente, hablar mucho de uno mismo y no decir nada de sí. Se me ocurren dos modalidades: la primera, aquélla en la que, aunque sean muchas las cosas que se cuentan, nada sustancial se dice (no hablo de falta de talento; hablo de enterrarse bajo un cúmulo de anécdotas que, por más que rigurosamente ciertas, no hacen sino esconder al individuo, que resulta finalmente tan desconocido como lo era al principio. Mas he dicho que no hablaba de falta de talento. Debo ahora matizar: algunos lo hacen, es verdad, para ocultarse; otros hay, sin embargo, que lo hacen porque ninguna otra podrían hacer, aunque quisieran, excepto ser insufrible e irremediablemente superficiales).

La segunda modalidad es más sutil, más interesante también: es el caso de aquéllos que en lugar de describir y descubrir el personaje que son, describen y descubren el que han creado, o crean en el curso de su narración. Que a veces se trate de un simple hatajo de mentiras, no lo dudo, pero eso carece del menor interés: lo verdaderamente sorprendente e inquietante es cuando nos hallamos, no ante una mentira, sino ante una genuina creación. El individuo no nos dice quién es, sino quién cree ser o quién quisiera ser. De manera que su yo acaba por no ser más que una pura invención (añado: de buena fe); un yo inventado que se superpone al yo real y, acaso (y entonces como terapia no estaría mal), lo sustituye. No profeso una especial antipatía a Rousseau, pero leyendo sus confesiones me ha asaltado más de una vez la sospecha de que esa absoluta bondad, esa completa ausencia de doblez y de malas o segundas intenciones, ese corazón tan extremadamente dulce y tierno, no es en verdad Rousseau (no estoy pensando ahora en sus hijos hospicianos; eso sería demasiado simple y directo, y acaso un golpe, también, bajo en exceso: hablo en general), no el Rousseau de carne y hueso, sino el Rousseau de estatua y pedestal: el que quiso que los demás creyeran que fue y el que acaso él mismo creyó ser. Ninguna duda albergo, no obstante, acerca de su ingenuidad: sólo un ingenuo puede embarcarse en la tarea de escribir tal número de páginas para convencer a los demás de su natural bondadoso sin límites. Y ello por dos razones: primera, porque sólo un ingenuo puede creerse tal; y segunda, porque sólo un ingenuo puede albergar la menor esperanza de alcanzar su propósito.

Y, al contrario, seguramente se puede decir mucho de sí sin hablar nunca de uno mismo. Los ensayos de Francis Bacon tienen un tono diametralmente opuesto a los de Montaigne: subjetivos los de éste, plenamente objetivos los de aquél; cálidos y familiares los del segundo, fríos y distantes los del primero; exuberantes y plagados de anécdotas y de declaraciones en primera persona los del francés, austeros y sin la menor referencia personal los del inglés. Léanse, sin embargo, detenidamente esos escritos de una brevedad extrema, casi lapidaria en ocasiones, del barón de Verulam, y dígase si es posible o no vislumbrar tras ellos a Sir Francis, al Bacon hombre, e incluso –al decir de estudiosos más sabios que yo– los acontecimientos puntuales de su vida que en más de una ocasión fueron el detonante de muchas de esas piezas.

Ambos –Montaigne y Bacon– son, casi con toda seguridad los creadores del ensayo moderno, y sus diferentes estilos –y las diferencias son muchas, en verdad– delimitan las dos grandes rutas que se seguirán con posteridad. A quienes nos dedicamos a este ejercicio tan divertido como inútil de disparatar por escrito, no nos vendría mal que la naturaleza nos hubiera otorgado un poco –aunque no sea más que una minúscula parte–de cada uno de ellos, pero me temo que todo lo que logramos es ser un triste remedo y torpes discípulos de cualquiera de ellos, una suerte de difuminadas caricaturas de ambos, en las que hallan presentes todos sus defectos y ninguna de sus virtudes: porque los más (me postulo el primero) cuando nos dejamos arrastrar por la subjetividad venimos a dar en patéticos, y cuando intentamos mantenernos en un plano de distanciada y fría subjetividad, no pasamos de superficiales.

Hablo a lo menos de mí: cada cual sabrá si le conviene o no el diagnóstico.

 

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