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El Catoblepas, número 87, mayo 2009
  El Catoblepasnúmero 87 • mayo 2009 • página 13
Artículos

La libertad y la democracia como valores políticos y educativos en la República restaurada

Alfonso Vázquez Salazar

La Ley de Instrucción Pública de México expedida por el Presidente Benito Juárez y publicada el 2 de Diciembre de 1867

El objetivo general del presente trabajo de investigación es, en primer lugar, analizar los conceptos de «libertad» y de «democracia» como valores determinantes y característicos de las políticas educativas implementadas por el gobierno juarista en el periodo conocido como la «República Restaurada» que va del año de 1867 al año de 1877.

Aunque se distinguen dos momentos para referirse a esta época, nos interesa particularmente examinar el periodo comprendido entre 1867, año en que se restaura el orden republicano, y 1872, fecha en la que muere el presidente Juárez, ya que en ese lapso es decretada por segunda vez la Ley de Instrucción Pública con la que se crea la Escuela Nacional Preparatoria y se imprime un viraje sustancial a la concepción de la enseñanza en el país, estableciendo a la educación como pública, gratuita y laica.

Asimismo, es importante señalar que para abordar el análisis de estos conceptos de «libertad» y de «democracia» se realizará un estudio comparativo y a fondo de las dos leyes de Instrucción Pública decretadas, respectivamente, en 1861 –durante el primer gobierno juarista– y en 1867 –durante el segundo periodo de gobierno de Benito Juárez, una vez que la República y los valores políticos que le habían dado consistencia y razón de ser se encuentran plenamente reestablecidos y vigentes a partir de los principios delineados por la Constitución Política de 1857–, ya que ambas legislaciones, aunque sobre todo la segunda, encarnan de una manera notable los valores liberales y democráticos del juarismo.

Por otro lado, para cumplir con estos propósitos se hará una somera revisión de las principales corrientes de pensamiento prevalecientes en la época, a saber el «liberalismo», el «positivismo» y el denominado «socialismo utópico» y «científico», aunque particularmente nos detendremos en el análisis de las nociones de «libertad» y «democracia» que el liberalismo clásico y el positivismo comteano ofrecieron durante la segunda mitad del siglo XIX en Europa.

Así para comenzar con el análisis de los citados valores políticos y educativos del liberalismo mexicano de la segunda mitad del Siglo XIX, habremos de realizar un pequeño itinerario histórico de aquello que se estaba dirimiendo en la cosa pública nacional e internacional y que habría ser la causa de esa querella clásica en nuestro país entre las visiones y concepciones políticas de los liberales y de los conservadores.

I. Contexto internacional y principales corrientes de pensamiento europeo

El siglo XIX fue un periodo lleno de convulsiones sociales y políticas en todo el mundo. El desarrollo económico y político que trajo consigo la Revolución Industrial en Inglaterra en 1830 impactó notablemente la esfera de los intereses económicos en toda Europa y el resto del mundo; además, trajo consigo importantes reflexiones sobre la nueva división social del trabajo que comenzaba a perfilarse con la incorporación de elementos técnicos novedosos como la manufactura y la maquinaria en el proceso productivo.

En primer lugar, debe advertirse que la asimilación de la maquinaria en el proceso de producción capitalista fue desplazando significativamente a la mano de obra en la confección de productos que una vez puestos en circulación en el mercado internacional adquirían el estatuto de mercancías, motivo por el cual, se crearon importantes corrientes críticas de pensamiento que ponían énfasis en repensar los fundamentos del proceso industrial.

Surgen así importantes tendencias filosóficas como las denominadas corrientes «socialistas» –variantes del liberalismo clásico–, sobre todo en Francia, las cuales, representadas por personalidades como Saint-Simón, Proudhon y Fourier, planteaban que la «industria» no es más que todo el proceso mediante el cual se obtiene, a través del trabajo del hombre, un determinado producto con el que se daría satisfacción a las necesidades más apremiantes de la sociedad; además identificaban al «industrial», según palabras de Saint-Simón, como «aquel hombre que trabaja en producir o en poner al alcance de la mano de los diferentes miembros de la sociedad uno o varios medios materiales de satisfacer sus necesidades o sus gustos físicos»{1}.

Por tal razón, los «industriales» conformarían para Saint-Simón una determinada clase que tendría como destino ineludible la dirección política de toda la organización social estableciendo las leyes adecuadas para su justo desarrollo, ya que los industriales no eran más que todos los trabajadores que transformaban el medio que les rodeaba para cubrir las necesidades básicas y, por lo tanto, conformaban la base de apoyo en la que reposaba toda la moderna sociedad industrial del siglo XIX:

«La clase industrial debe ocupar el primer rango, por ser la más importante de todas, porque puede prescindir de todas las otras, sin que éstas puedan prescindir de aquella; porque subsiste por sus propias fuerzas, por sus trabajos personales. Las otras clases deben trabajar para ella, porque son creación suya y porque les conserva su existencia; en una palabra: realizándose todo por la industria, todo debe hacerse por la industria.»{2}

Esta idea de «industria» esbozada por Saint-Simón se identifica sustancialmente con el «trabajo», y el nuevo tipo de «trabajador» –en este caso el «industrial»– se convertirá en el nuevo portador de los valores políticos de la «libertad» y del «progreso», o sea, su destino será constituirse en esa clase política, que si bien no se encuentra plenamente reconocida en la segunda mitad del siglo XIX, deberá establecerse como la clase dirigente en la organización de la nueva sociedad:

«Los industriales se constituirán en la primera clase de la sociedad; los más importantes de entre los industriales se encargarán, gratuitamente, de dirigir la administración de la riqueza pública: ellos serán quienes hagan la ley y quienes marcarán el rango que las otras clases ocuparán entre ellas; concederán a cada una de ellas una importancia proporcionada a los servicios que cada una haga a la industria. Tal será, inevitablemente, el resultado final de la actual revolución; y cuando se obtenga ese resultado, la tranquilidad quedará completamente asegurada, la prosperidad pública avanzará con toda la rapidez posible, y la sociedad disfrutará de toda la felicidad individual y colectiva a la que la naturaleza humana puede aspirar.»{3}

Esta exaltación de la figura del trabajador industrial en el pensamiento de Saint-Simón preconiza la noción del «proletariado» que más tarde Marx incorporaría para referirse a la clase trabajadora que sustentaría a todo el modo de producción capitalista, y que se caracterizaría por ser aquella clase que aporta la «fuerza de trabajo» en el proceso productivo, pero que paradójicamente no obtiene en el salario la compensación económica que debería, y que, por el contrario, se convierte en la clase explotada al carecer de los denominados »medios de producción» (maquinaria, fábrica, instrumentos de trabajo).

De cualquier manera, esta idea de concebir a la «industria» esencialmente como una nueva forma de trabajo y como una especie de actividad suprema a la que deben subordinarse todas las demás actividades humanas nos habla ya de una concepción política que, de una forma u otra, rompe con el modelo del liberalismo clásico, el cual sostenía que la burguesía era la clase destinada a instalarse como sector dirigente de los destinos del nuevo orden económico y social; esto es, según las teorías de Adam Smith, la burguesía tenía como destino ineludible instalarse en la dirigencia política de la sociedad moderna para propiciar la riqueza de las naciones europeas, pero bajo el entendido de que en esta generación de la riqueza, un hombre «será rico y pobre de acuerdo con la cantidad de trabajo ajeno de que se pueda disponer»{4}, y no le correspondería a esa «clase industrial» de la que hablaba Saint-Simon –y más tarde, la «clase obrera» o el «proletariado» en palabras de Marx–, la riqueza auténtica, porque ésta se define por la capacidad de disponer del trabajo ajeno y no tanto por la efectiva compensación al trabajo desarrollado para producir un determinado objeto o mercancía.

De esta manera, el «socialismo saint-simoniano» poco a poco se va desprendiendo de la concepción del liberalismo clásico en la cual la «libertad» debería situarse como el valor dominante y el punto de referencia teórico para cualquier tipo de implementación política y educativa, y va, en cambio, adoptando una posición más crítica, otorgándole una importancia más enfática al concepto de «igualdad».

Pero sobre todo, lo que nos interesa del ideario saint-simoniano es la manera en la que impacta al movimiento intelectual desarrollado por Augusto Comte, ya que como señala Susana Quintanilla en el estudio que le dedica a la figura del pensador utópico, Comte fue un discípulo de Saint-Simon que rompe personalmente con él, pero que de algún modo conserva algunas ideas que serán centrales en su propuesta teórica:

«El fue quien fijó los temas esenciales de la educación positivista –la búsqueda de una ciencia que sólo considera relevantes las leyes descubiertas a través de la observación, la creencia en una enseñanza basada en el conocimiento científico– pero, al mismo tiempo, abrió líneas de trabajo que desembocarían en el marxismo.»{5}

En efecto, el positivismo se concebirá, a juicio de Leopoldo Zea, como una doctrina que propugna el orden y el progreso de manera enfática, esto es, una concepción filosófica sobre el hombre y su realidad que plantearía un modelo de desarrollo económico, político y social basado en la certeza y precisión que otorga todo conocimiento obtenido por la experiencia y la observación directa de los fenómenos, originando leyes universales mediante las cuales se regiría toda concepción auténticamente científica haciendo evolucionar a la humanidad del estadio «primitivo» y «metafísico» al auténtico estadio «positivo» o «científico» donde, a través de ese progreso paulatino y lineal, se llegaría inexorablemente a ese estadio de plenitud racionalista.

El positivismo de Comte rompe con el «socialismo» de Saint-Simon en un aspecto sumamente notable: mientras el socialismo Saint-Simoniano cada vez más se adentraba en una profunda crítica del proceso industrial capitalista –cuestionando los valores políticos que le habían dado razón de ser a la lucha de la burguesía por establecerse como clase dominante y amplificando el concepto de libertad de tal manera que llegaba a contemplar incluso a los trabajadores industriales como los nuevos portadores ideológicos o sujetos históricos de tal valor–, el positivismo de Comte pugnaba por un orden en donde la libertad burguesa pudiese regir el horizonte del progreso humano.

Así, para Comte el fin de la historia había llegado ya con el establecimiento de la libertad burguesa y lo que se requería era de conformar un orden que propiciara la profundización de ese progresismo, desterrando cualquier intento reaccionario de restauración del viejo régimen y exorcizando los llamados a la «anarquía» y al «caos» de las corrientes post-liberales –como el socialismo Saint-Simoniano, por ejemplo– que radicalizaban esos valores políticos de la Ilustración en una vuelta incluso contra el orden burgués.

De esta forma, el «positivismo» se erige en una corriente fundamental en la Europa del Siglo XIX, aunque particularmente en la Francia del mismo periodo, impactando a las luchas de los países americanos por consolidar su independencia y siendo adoptada como ideología del nuevo orden que debería imperar con el triunfo de las corrientes liberales.

II. La coyuntura mexicana

En México, a mitades del Siglo XIX se observa un malestar generalizado con el rumbo político que llevaba el país, ya que la pérdida de más de la mitad del territorio nacional a raíz de la invasión norteamericana hace que se impregne un sentimiento de premura en los sectores más ilustrados. Así lo refiere Luis González y González en su reflexión sobre la época:

«Hacia 1850, la clase intelectual de México, alarmada por la pérdida de medio territorio patrio, la pobreza del pueblo y del gobierno, la incesante guerra civil y el desbarajuste en la administración pública, decidió poner un hasta aquí al mal tomando las riendas de la nación padeciente.»{6}

Ahora bien, las dos tendencias políticas más importantes que comienzan a delinearse en la época son constituidas por los denominados liberales y los conservadores. Los primeros, «personas de modestos recursos, profesión abogadil, juventud y larga cabellera»{7} planteaban un antagonismo radical con el pasado antiguo, colonial e hispánico católico de la nación, que sólo sería superado si se dejaban atrás una serie de prácticas e instituciones que impedían el auténtico progreso de México y se implementaban una serie de reformas tendientes a fomentar las libertades de trabajo, comercio, educación y tolerancia de cultos; los segundos, «más o menos ricos, de profesión eclesiástica o militar, poco o nada juveniles y clientes asiduos de las peluquerías»{8}, proponían un retorno al régimen monárquico arropado bajo la sombra protectora de las coronas europeas. Su concepción se resumía en la famosa y lapidaria frase con la que su líder e ideólogo, el historiador Lucas Alamán, concluía su programa de siete puntos con el que pretendía establecer una alternativa para el futuro de la nación: «perdidos somos sin remedio si la Europa no viene pronto a nuestro auxilio»{9}.

Mientras los liberales se peleaban entre ellos, los conservadores se hicieron pronto del poder a través de un estratagema que consistió en pedir por boca de su vocero, Lucas Alamán, la presencia de Santa Anna para dirigir los destinos de la nación, ya que si bien, no era presentable como militar, tenía el prestigio y la mano firme para implementar el programa de reformas conservadoras que necesitaba el país. Pero justo cuando Santa Anna retorna del exilio y comienza su gobierno muere a los pocos días Lucas Alamán, quedando Santa Anna a la intemperie política y prosiguiendo con sus habituales errores que al intensificarse prestigian de una manera enfática al ideario y programa liberal.

Así, en 1855, sobreviene una rebelión militar contra el gobierno de Santa Anna liderada por Juan Álvarez e Ignacio Comonfort, que obliga a salir nuevamente del país a la autonombrada «Alteza Serenísima» e instala un gobierno de corte liberal encabezado por Juan Álvarez y sostenido por personalidades como Benito Juárez, Melchor Ocampo, Sebastián Lerdo de Tejada y Ponciano Arriaga.

Estos personajes se encargarán de realizar las reformas liberales y de convocar a un congreso constituyente donde se delinearán los nuevos valores políticos que darían lugar a la nueva nación liberal. Sin embargo, como es de esperarse, se enfrentan a las resistencias y los embates de los grupos desplazados y entran en un conflicto abierto que se prolongaría por diez años.

De este modo describe el momento histórico Luis González y González:

«En el Congreso Constituyente, convocado por los revolucionarios de Ayutla, formaron mayoría los «puros», entre los que se contaban distinguidos intelectuales: Ponciano Arriaga, José María Mata, Melchor Ocampo, Ignacio Ramírez y Francisco Zarco. Una comisión presidida por Arriaga se encargó de elaborar el proyecto de constitución. Ésta fue concluida y jurada en febrero de 1857. En lo fundamental se apegó a la de 1824: forma federal de Estado y forma democrática, representativa y republicana de gobierno. Fueron innovaciones el dejar la puerta abierta para la intervención del gobierno en los actos del culto público y la disciplina eclesiástica, suprimir al vicepresidente y ampliar los capítulos de libertades individuales y sus garantías. Fueron declaradas libres la enseñanza, la industria y el comercio, el trabajo y la asociación.»{10}

La cuestión por la que se agrava el conflicto entre liberales y conservadores se debe esencialmente a la promulgación de la Constitución de 1857, pero también jugó un papel decisivo la titubeante actuación del presidente Ignacio Comonfort –sucesor en el cargo de Juan Álvarez y ratificado en el año de 1857– quién, ante la inconformidad de los sectores conservadores con la constitución promulgada, decide postergar su implementación y negociar con ellos, pero éstos finalmente se levantan en armas y desconocen al gobierno liberal.

De ahí los hechos se suceden con rapidez: ante la sublevación de Félix Zuloaga y la salida intempestiva de Comonfort, el titular de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el abogado Benito Juárez, asume por mandato constitucional la Presidencia de la República; mientras tanto, los militares conservadores hacen que el gobierno liberal se repliegue en Jalisco y después en Veracruz, nombrando presidente a Zuloaga. Así, se suceden derrotas y victorias de uno y otro bando hasta que en 1861, el ejército liberal encabezado por Jesús González Ortega entra triunfante en la capital abriéndole paso a Benito Juárez.

Pero ahí no acaba todo: el presidente Juárez tiene que negociar con las potencias europeas la deuda externa contraída, ya que el gobierno liberal había decidido suspender los pagos debido a la catastrófica situación nacional. Logra acuerdos con España e Inglaterra, pero Francia, bajo las órdenes de Napoleón III –«Napoleón, el pequeño», como le decía Víctor Hugo– rechaza cualquier tipo de negociación y alentado por los grupos conservadores decide intervenir e invadir México.

El ataque del ejército francés es repelido por Ignacio Zaragoza en Puebla, pero finalmente logra imponerse y se instala en la capital del país en 1862. El gobierno de Juárez se repliega en la frontera con Texas y desde ahí presencia la imposición de Maximiliano de Habsburgo como emperador de México en el año de 1864, con la anuencia de los militares conservadores y el clero.

Maximiliano como emperador se compromete al pago de los intereses de la deuda a Francia, así como de los gastos que representó la invasión a México; además decreta reformas, que aunque nunca se llevan a la práctica, tenían un contenido más liberal y radical aún que las emprendidas por el gobierno juarista en 1861.

Finalmente, por una serie de factores coyunturales como la guerra de Francia con Prusia que obliga a Napoleón III a retirar las tropas francesas de México y el término de la guerra de secesión en Estados Unidos, el ejército liberal toma nuevamente el poder, agarrando preso a Maximiliano y posteriormente fusilándolo en el Cerro de las Campanas junto a Miramón y Mejía –militares conservadores y principales instigadores y colaboradores de la invasión– restaurando de esta manera la República y su orden constitucional.

Ante tales hechos, el estado del país que reportan los liberales es sumamente preocupante; en primer lugar, las finanzas públicas se encontraban por los suelos y ante la situación prácticamente devastada de la economía nacional, el propio presidente Juárez entra en contradicción, incluso, con las propias leyes que había establecido en época de guerra. Éstas señalaban que no podía llegarse a acuerdos con algunas de las naciones que hubiesen apoyado la invasión o que hubiesen negociado con las autoridades imperiales, pero ante la situación asfixiante de la economía que no podía desahogarse en la agricultura debido a que los campos estaban prácticamente destrozados, Juárez decide renovar la concesión a una empresa inglesa para la construcción y el desarrollo de las vías férreas con el propósito de conectar a la capital con Veracruz para así fortalecer el comercio internacional de México.

Además, también se dio cuenta que parte de las reformas implementadas en el documento constitucional de 1857 servían para un momento político en el que los liberales apenas se abrían camino y trataban de crear un contrapeso efectivo a las políticas de los conservadores, pero no ya para la realidad efectiva de ser gobierno y tener la responsabilidad de ser cabeza del ejecutivo:

«La fe y la esperanza de los liberales quedaron incorporadas en la Constitución de 1857; pero como su promulgación desató la guerra de Reforma y la Intervención pretendió suprimir la forma republicana de gobierno, se creó en los primeros años de la República restaurada un sentimiento exaltado de constitucionalismo que exigía de los gobernantes un apego estricto al texto de la Carta Magna. Pero ese sentimiento no era compartido completamente por los principales dirigentes del país, en particular Juárez y Lerdo de Tejada. Juzgaban ellos que para la era de reconstrucción a que se enfrentaba la República restaurada, resultaba necesario un poder ejecutivo fuerte, cuya acción podía esterilizar una asamblea deliberante como era la Cámara Única de Diputados creada por la Constitución.»{11}

Por otro lado, como señala Daniel Cosío Villegas, la guerra dejó muchos «héroes» o «caudillos» que no iban a transitar tan fácilmente a las tareas domésticas que implicaba un país en paz; es por eso que pronto comenzó a sentirse en la población mexicana un profundo anhelo de «orden» y de «paz» que se refleja también en el acogimiento que el presidente Juárez y el liberalismo mexicano hace de la doctrina política y educativa del positivismo, motivo por el cual, Juárez designa a Gabino Barreda como Ministro de Instrucción pública y decreta por segunda vez la ley de Instrucción Pública con la que se conforman las bases de una nueva concepción educativa en la República:

«Todo esto trajo como resultado que se creara en el país una ansia vehemente de orden, tranquilidad y paz, y otra ansia no menos vehemente de que en alguna forma el país debía salir de la miseria en la que había vivido ya durante más de medio siglo.»{12}

Así, la guerra había terminado y el proyecto liberal se alzaba con el triunfo en una lucha política y militar que había durado algo más de diez años; ahora lo que quedaba por hacer era crear un nuevo orden que permitiera llevar a buen rumbo el proyecto de reformas liberales al país y hacer que de una vez por todas transitara por la emancipación mental y política que le diera un porvenir moderno y progresista.

III. La guerre est finie: implantación del positivismo en México

Podemos afirmar que la historia de la educación de un país es la historia de sus luchas políticas, ya que cada una de éstas encarnan valores que buscan imponerse para dar paso así a otro tipo de ordenamiento social en el que puedan expresarse con plenitud. México, desde luego, no escapa a esta norma, ya que como bien señala Fernando Solana, cada etapa de la historia de México «es reflejo de las luchas políticas y los objetivos nacionales que, en su momento, se consideraron esenciales y prioritarios»{13}:

«La educación y la cultura van de la mano y se influyen recíprocamente. Durante la Colonia la cultura religiosa, escolástica y tradicional se imponía en todas las instituciones docentes. Éstas eran instrumentos dóciles y eficaces para su permanencia y desarrollo. Formar un hombre piadoso, de sentimientos monárquicos, respetuoso de las tradiciones y las autoridades establecidas parecía ser el desideratum de la educación de la Nueva España. En el periodo de la Independencia todo tendía a favorecer el desarrollo de una personalidad individual, enérgica, racionalista, que no hubiese perdido la fe en los ideales universales y ecuménicos, como eran la libertad, la igualdad y el progreso, sino que por el contrario luchase por ellos. Pero este ímpetu de la típica cultura de la Ilustración empleó la mayor parte de sus energías en una etapa, que podía denominarse crítica, más bien que orgánica, pues sus objetivos fundamentales parecían ser destruir el prestigio moral y político de las instituciones de la Colonia, deshacer la antigua unión entre el altar y el trono y oponer a la fuerza de las tradiciones el peso irresistible de la razón. La lucha contra las tendencias conservadoras desgarró al país y evitó que éste pudiese organizar debidamente su sistema educativo, en consonancia con sus afanes racionalistas y de modernización. Cuando el movimiento de la Reforma se impuso, un nuevo concepto cultural habría de guiar a la educación mexicana: la filosofía positivista, que veía en el desarrollo científico naturalista el único camino de la educación y el progreso, concebido éste con un sentido estrictamente material.»{14}

Una vez que concluye la guerra de Reforma en México –que tenía como meta principal transitar hacia un orden en el que los poderes fácticos de la época: la milicia y el clero, herederos del antiguo régimen colonial y basados en valores políticos monárquicos y colonialistas, quedaran rebasados– los liberales encabezados por Benito Juárez deciden afrontar el reto de reconstruir la nación y de dotar un orden nuevo en el que se fincara una nueva era de desarrollo y progreso.

Los valores que los liberales proponen para llevar a cabo esta tarea renovadora y reconstructiva son la «libertad» y la «democracia». Quizá esta última se encontraba impregnada tácitamente en la idea de «igualdad» y en la reivindicación que hacen de la forma de gobierno «republicana» en contra de la forma «monárquica» o «imperial». El caso es que ambos valores se despliegan en el ideario de la política liberal juarista, aunque adosados o restaurados en el horizonte de otro concepto clave: el «orden». A su vez, la suma de todos estos valores propiciaría el anhelo y el fin de la nueva era liberal: el «progreso».

De esta manera, se delinearían los principios básicos por medio de los cuales se levantaría la nueva organización política y educativa del México de la segunda mitad del siglo XIX, que como dice Leopoldo Zea, todavía sigue impactando en la realidad educativa de nuestros días:

«Al cabo de más de cien años la Nación Mexicana ha celebrado y sigue celebrando estos dos actos: el del triunfo contra la agresión y el de la reorganización educativa que le permitiera al pueblo evitar nuevas agresiones. La doctrina liberal, que hizo posible la Reforma y permitió la resistencia y el triunfo de un pueblo, fue sustituida por otra doctrina que si bien tenía la misma raíz, tendía a organizar, a ordenar la libertad: el positivismo. Una doctrina de orden para poner fin a la anarquía, a la guerra civil que había hecho que una parte del pueblo se enfrentase a la otra en una guerra fratricida. El Dr. Gabino Barreda había importado esta doctrina de Francia, cuna de las libertades y los derechos del hombre. Esta doctrina, tomada directamente de su creador, Augusto Comte, pretendía reeducar a los mexicanos, prepararlos para un mejor y más real uso de la libertad. La Escuela Nacional Preparatoria habría de ser el semillero de donde surgiría un México nuevo.»{15}

Como observamos en la primera parte de este trabajo, el «positivismo», variante del liberalismo clásico, propugnaba por un orden en el que se posibilitaría el progreso basado, sobre todo, en el conocimiento que las nuevas ciencias positivas extraerían de la observación directa de los fenómenos y de las verificaciones empíricas correspondientes. Este nuevo tipo de conocimiento se opondría a cualquier principio de fe, que estancaba al hombre en el «estadio religioso», o a todo tipo de abstracción, que lo ponía aún en el llamado «estadio metafísico», propiciando así el inexorable avance del progreso de la humanidad y haciendo que transitara hacia esa era «positiva» donde en un reino de libertades, pero sobre todo de orden, paulatinamente, el progreso se hiciera el elemento principal del cual participaran todo los hombres.

Recordemos también que el monopolio de la educación estaba en manos de la Iglesia Católica, ya que era la institución colonial por excelencia de la que la Corona española se valió para llevar a cabo la denominada «conquista espiritual» que tenía como fin moldear las mentes y hacerlas propicias a la subordinación; además que el «cuerpo»{16} –como diría José María Luis Mora– que lo sostenía se había convertido junto con la milicia en sectores privilegiados que en plena época independentista aún seguían conservando intereses netamente coloniales.

Así, la lucha contra estos grupos tomó los valores de la «libertad» y la «igualdad» para hacerles frente y destruir una concepción y un esquema institucional –que como los residuos que eran del régimen colonial– planteaban que sólo la Iglesia podía impartir la educación o que el sector militar debía tener ciertas prerrogativas sobre el resto de la sociedad. Por eso, cuando se promulgan las leyes Juárez, Lerdo e Iglesias que planteaban la desaparición de privilegios y la confiscación de bienes a estos grupos para ser de interés público, o la Constitución de 1857 que le daba cabal forma a otro tipo de organización política al país, la reacción no podía ser otra que desconocer a aquellos que estaban implementando tales reformas y combatirlos militarmente.

Pero la guerra había terminado y el gobierno liberal tenía como principal objetivo transitar hacia un nuevo orden en donde los valores de la «libertad» y la «democracia» quedaran plenamente instaurados y reconocidos; y para este propósito, el gobierno de Juárez se vale del Doctor Gabino Barreda para ser el ideólogo de ese nuevo orden que se edificaría a través de actos tan significativos como la Ley de Instrucción pública que a continuación examinaremos.

IV. Promulgación de La ley de Instrucción Pública

La Ley de Instrucción Pública expedida por el Presidente Benito Juárez observa dos tiempos o momentos en su implementación: el primero de ellos acontece en el año de 1861 en el primer gobierno del Presidente Juárez, cuando las tropas liberales al mando de Jesús González Ortega entran en la capital para instaurar nuevamente el orden republicano y constitucional de 1857. En ese periodo que dura tan solo un año, el gobierno juarista consigue decretar una Ley de Instrucción Pública que contemplaba, entre otras cosas, sentar las bases de una educación pública gratuita impartida por el Estado e inspirada en los valores de la «libertad» y la «democracia» que se reflejaban en artículos del tipo:

«De la instrucción primaria.
Artículo 1º La instrucción primaria, en el distrito y territorios, queda bajo la inspección del gobierno federal, el que abrirá escuelas para niños de ambos sexos y auxiliará con sus fondos las que se sostengan por sociedades de beneficencia y por las municipalidades, a efecto de que se sujeten todas al presente plan de estudios.
Artículo 2º El mismo gobierno federal sostendrá en los estados profesores para niños y niñas, que se destinarán a la enseñanza elemental en los pueblos cortos que carezcan de escuelas; estos profesores durarán sólo dos años en cada lugar, y, además del sueldo, se les señalará una cantidad para gastos de viaje y compra de útiles.
Artículo 3º Se establecerá inmediatamente en la capital de la República una escuela de sordomudos que se sujetará al reglamento especial que se forme para ella; y tan luego como las circunstancias lo permitan, se establecerán escuelas de la misma clase, sostenidas por los fondos generales, en los demás puntos del país que se creyeran convenientes.»{17}

Ahora bien, la manera en la que podemos rastrear los conceptos o «valores» de la «libertad» y la «democracia» en la legislación de 1867 es a través de un análisis más minucioso artículo por artículo y sección por sección. De esta manera encontramos las siguientes consideraciones:

«Primero, hay que señalar que al igual que la legislación de 1861, la Ley de Instrucción Pública se divide en seis capítulos y un apartado adicional de Prevenciones generales. Estos seis capítulos llevan como título los siguientes encabezados: Capítulo I De la instrucción primaria; Capítulo II De la instrucción secundaria; Capítulo III De las inscripciones, exámenes y títulos profesionales; Capítulo IV Academia de Ciencias y Literatura; Capítulo V De la dirección de estudios, de los Directores y de los catedráticos; Capítulo VI De los fondos y su administración, de los gastos de la instrucción pública y del defensor fiscal; y el citado apartado de Prevenciones Generales.
Segundo, desde los objetivos que persigue la promulgación de la ley observamos el carácter «popular» o «democrático» de su alcance, ya que afirma: «considerando que difundir la ilustración en el pueblo es el medio más seguro y eficaz de moralizarlo y de establecer de una manera sólida la libertad y el respeto a la constitución y a las leyes, he venido en expedir la siguiente: Ley orgánica de la Instrucción Pública en el Distrito Federal.»{18}

De esta manera, apreciamos que el objetivo principal de la expedición de la Ley no es otro que el de «difundir la ilustración del pueblo», o sea, el de instruirlo o educarlo para la libertad, así como fomentar en su conciencia la disposición a acatar libre y convencidamente las medidas de la Constitución liberal de 1857; además se observa en el contenido de artículos relativos al Capítulo I De la Instrucción Primaria, la manera en la que profundiza en ese valor democrático de la educación al establecer que «la instrucción primaria es gratuita para los pobres, y obligatoria en los términos que dispondrá el reglamento de esta ley»{19}.

Con este tipo de señalamientos legales se subraya la apremiante y tenaz urgencia por establecer a la «libertad» como valor supremo en la formación del individuo con el objetivo de propiciar y fomentar una cultura basada en el racionalismo y en la libertad de elección individual, así como de llegar a todas las clases y sectores que anteriormente no se veían beneficiados con el servicio de educación básica:

«Art. 1. Habrá en el Distrito Federal, costeadas por los fondos municipales, el número de escuelas de instrucción primaria de niños y niñas que exijan su población y sus necesidades; éste número se determinará en el reglamento que deberá darse en cumplimiento de la presente ley, y las escuelas quedarán sujetas a él y a las demás disposiciones que sobre ellas dictare el Ministerio de Instrucción Pública.»{20}

Tercero, también se nota que la educación quedará sujeta estrictamente al Estado y las escuelas creadas serán reguladas por la Ley de Instrucción Pública, afianzando con esta medida la responsabilidad irrenunciable del gobierno en sus distintos niveles a dotar de los servicios educativos a toda la población, fomentado con ello el perfeccionamiento profesional y la movilidad social.

Otro aspecto que hay que hacer notar es la manera en que los recursos para la educación y la creación de escuelas será garantizado por las aportaciones que tanto los municipios como la federación otorgarán para su implementación. Tal esquema se aprecia en el Capítulo VI, donde habla De los fondos y su administración, de los gastos de instrucción pública y del defensor fiscal:

«69. Son fondos de la instrucción pública:
I. El producto del impuesto a las herencias y legados en el Distrito y territorios.
II. Los bienes vacantes y mostrencos en el Distrito y territorios.
III. Los bienes que actualmente pertenecen a la instrucción pública que depende del gobierno general.
IV. El producto del real por marco de 11 dineros impuesto a las plantas en todas las casas de moneda de la República.
V. Las pensiones que deben pagar los pensionistas de las escuelas.»{21}

O sea, el financiamiento de la educación en todos sus niveles pasará a ser prioridad nacional y razón de ser del Estado mexicano, implantando el carácter laico, público y gratuito. Además, esta concepción se consolida con las «prevenciones generales» donde se señala entre otras cosas que «en lo sucesivo no se cobrará en las escuelas ningún derecho de inscripción, ni de examen»{22}; de esta forma, se garantiza el sueldo de los maestros, así como los lineamientos para sus nombramientos y ascensos en su trayectoria académica, y, en una frase, se profesionaliza la enseñanza y se concibe como un auténtico «sistema educativo».

En lo que respecta a la instrucción secundaria, ésta es pensada de una manera general abarcando tanto a la instrucción secundaria de personas del sexo femenino hasta los estudios de jurisprudencia; de medicina, cirugía y farmacia; de agricultura y veterinaria; de ingenieros; de naturalistas; de bellas artes; de música y declamación; pasando por los llamados estudios preparatorios.

Aquí resalta el énfasis que se hace de que todo conocimiento debe tener una sólida base científica y racional apoyándose en materias tales como «gramática castellana, rudimentos de álgebra y geometría, cosmografía y geografía, física y política, especialmente la de México, teneduría de libros, medicina, higiene y economía domésticas»{23}, entre otras. Estos conocimientos básicos no tienen como objetivo más que propiciar ese carácter ilustrado y racional del proyecto educativo liberal-positivista para propiciar una mayor libertad individual y romper definitivamente con la concepción educativa eclesiástica según la cual todo conocimiento debía estar subordinado a la fe o a las creencias religiosas.

También es importante destacar que al propiciar la creación de las Escuelas preparatorias y de especialidades, como la de Medicina, la de Ingenieros, la de Naturalistas, la de Bellas Artes, la de Música y declamación, la de Comercio, la Escuela Normal, la de Artes y oficios, y la escuela de sordo-mudos, se consolidaba una alternativa para que el conocimiento fuera el medio para la resolución de problemas ancestrales del país, tales como el fomento de la producción agrícola, la explotación de minas y la valoración de disciplinas humanistas que no eran del todo apreciadas en la primera mitad del siglo XIX.

Igualmente destaca la concepción que las mujeres tendrán en el nuevo esquema educativo al garantizar su derecho a la educación, pero también fomentando sus responsabilidades con el Estado y la cosa pública; o sea, las mujeres ya no serán meros objetos pasivos en el desarrollo político y económico del país, sino que paulatinamente irían conquistando posiciones sociales plenas, o sea, se establecen «deberes de la mujer en sociedad y de la madre con relación a la familia y al Estado»{24}.

Otro punto más a resaltar es precisamente la creación de la Escuela de sordo-mudos, incluyendo con esta importante medida en el sistema educativo a tan importante grupo vulnerable y consolidando así el espíritu «democrático» o «igualitario» que inspira a la Ley de Instrucción Pública de que todos los mexicanos, por el hecho de serlo, deben tener derecho a la educación:

«19. Escuela de sordo- mudos: En esta escuela se enseñarán los siguientes ramos: Lengua española escrita, expresada por medio del alfabeto manual, y pronunciada cuando haya aptitud para ello en el discípulo. Elementos de geografía. Elementos de historia general y con especialidad la nacional. Elementos de historia natural, aritmética y especialmente las cuatro operaciones fundamentales. Horticultura y jardinería práctica para niños. Trabajos manuales de aguja, bordado, gancho, &c., para niñas. Teneduría de libros para los discípulos que revelen aptitud.»{25}

Cabe mencionar que la creación de esta escuela será un avance importante para hacer de México una auténtica república progresista; además, será el precedente de las escuelas de educación especial para todos aquellos individuos con algún padecimiento físico o intelectual o de capacidades diferentes.

Finalmente, la Ley de Instrucción Pública publicada el 2 de Diciembre de 1867 en el Diario Oficial de la Federación concluye con un lema significativo y que sintetiza los principios liberales para la edificación de la nación del siglo XX: «Independencia y libertad.»{26}

Conclusiones

Quedan desde luego importantes asuntos pendientes por analizar y examinar de este importante periodo histórico de nuestro país conocido como la «República Restaurada». Revisarlos uno por uno con detalle implicaría una investigación que rebasa los límites del presente ensayo; sin embargo, podemos afirmar que la consecuente Ley de Instrucción Pública de 1867 intenta aterrizar de un modo o de otro aquellos valores que le habían dado razón de ser al movimiento liberal y que ahora en la era de la reconstrucción nacional serían los principios de su acción política y educativa: la «libertad» y la «democracia».

En el nuevo orden liberal, el valor de la «libertad» debía ser establecido como el valor supremo de la concepción educativa, aunque ahora sobre todo, como un valor en el que tenían que ser educados los individuos para alcanzar el anhelo de progreso y paz del liberalismo positivista. También, este valor de la «libertad» planteaba una profundización en la libertad de conciencia del individuo y de su capacidad racional para transitar a una época de plena emancipación mental que sería condición indispensable para una auténtica independencia política, ya que sin ese requisito ontológico sería imposible pensarse como país pleno y autónomo.

Además, no se podía ser del todo independiente con una mentalidad netamente colonial, o sea tamizada por aquellos valores religiosos que impedían al hombre hacerse cargo de su propio porvenir –el estadio «religioso» al que aludía Comte– y transitar al progreso definitivo –o estadio «positivo»–; ya que comenta Leopoldo Zea:

«Uno de los postulados de la burguesía liberal mexicana era la libertad de conciencia. Sin esta liberación la independencia política de México no era otra cosa que un mito. De aquí el afán de descatolización de los dirigentes del liberalismo mexicano. Sólo creando una conciencia no católica se podía liberar a los mexicanos de la influencia del clero. Para esto era menester una educación no católica. Una educación por medio de la cual se mostrase a los mexicanos la necesidad de emanciparse de una religión que en vez de servir a los intereses de la sociedad en general, servía a los intereses de un grupo en particular.»{27}

Por otro lado, aunque los liberales rara vez mencionan la palabra «democracia», es justificable hablar de ella como un valor fundamental de la concepción política y educativa de los liberales mexicanos al hacer un énfasis inusitado en el carácter «popular» e «igualitario» de todo planteamiento realmente nacional, y que se refleja en el carácter público y gratuito de la educación, que sería requisito indispensable para el advenimiento de una nación progresista.

De cualquier modo, el ideario liberal de «democracia» y «libertad» se implantaría como referencia ineludible e indiscutida para la asimilación de aquello que debiese regir los destinos educativos del país a lo largo del Siglo XX y de su historia más reciente.

Bibliografía

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Ley sobre la Instrucción Pública en los establecimientos que dependan del gobierno general (Decreto de Abril 15 de 1861.)

Ley Orgánica de la Instrucción Pública en el Distrito Federal, publicada en el Diario Oficial de la Federación el día 2 de Diciembre de 1867.

Quintanilla, Susana, La educación en la utopía moderna. Siglo XIX, SEP-Ediciones El Caballito, México 1985.

Solana Olivera, Fernando...[et al.], Historia de la educación pública en México, FCE, México 2002.

Zea, Leopoldo, El Positivismo en México. Nacimiento, apogeo y decadencia, FCE, México 1975.

Notas

{1} Susana Quintanilla, La educación en la utopía moderna del Siglo XIX, SEP-Ediciones El Caballito, México 1985, pág. 15.

{2} Op. cit., pág. 16.

{3} Ibid.

{4} Adam Smith, El origen de la riqueza de las naciones, FCE, México 1978, pág. 122.

{5} S. Quintanilla, Op. cit., pág. 14.

{6} Cosío Villegas [& al.], Historia Mínima de México, El Colegio de México, México 1996, pág. 108.

{7} Ibid.

{8} Ibidem.

{9} Op. cit., pág. 109.

{10} Op. cit., pág. 113.

{11} Op. cit., págs. 123-124.

{12} Cosío Villegas [& al.], Historia Mínima de México, El Colegio de México, México 1996, pág. 126.

{13} Fernando Solana [& al.], Historia de la educación pública en México, SEP-FCE, México 2002, pág. VII.

{14} Op. cit., pág. V

{15} Leopoldo Zea, El Positivismo en México. Nacimiento, apogeo y decadencia, FCE, México 1975, pág. 12.

{16} Leopoldo Zea, Op. cit., pág. 79: «El clero y la milicia son grupos que no se interesan por otra cosa que por defender y aumentar sus privilegios, lo que Mora llama intereses de cuerpo

{17} Ley de Instrucción Pública emitida el 15 de Abril de 1861, De la instrucción primaria, Capítulos 1º al 3º.

{18} Ley de Instrucción Pública emitida el 2 de Diciembre de 1867, Introducción.

{19} Op. cit., Capítulo I, Artículo 5. De ahora en adelante todas las referencia bibliográficas harán alusión a la Ley de Instrucción Pública de 1867.

{20} Capítulo I, Artículo 1.

{21} Capítulo VI, Artículo 69.

{22} Prevenciones generales, Artículo 87.

{23} Capítulo II, Artículo 7.

{24} Capítulo III, Artículo 23.

{25} Capítulo II, Artículo 19.

{26} Prevenciones generales.

{27} Leopoldo Zea, Op. cit., pág. 67.

 

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