Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 87 • mayo 2009 • página 15
1. Inventario y contextualización a modo de aproximación
Adentrarse en un terreno tan familiar como es el de la relación del hombre con dos animales domésticos como la vaca y el perro parece cuando menos poco arriesgado. Pretender equiparse en este campo de investigación de buenas armaduras teóricas parece ridículo, los contenidos empíricos, abundantes y por la mayoría de sus protagonistas reconocidos: sexo, raza, habilidades para el trabajo, destreza para la caza, producción, fertilidad, estándares de belleza, &c., agotan las posibles disquisiciones que se puedan enarbolar en aras de un buen esclarecimiento del asunto; trascender estos contenidos se torna al instante infructuoso y poco interesante.
No estamos aquí para dar lecciones a nadie de cómo debe tratar a sus animales, de cuáles han de ser las normas conductuales básicas que lo satisfagan. Sólo pretendemos explorar, sin ufanas intenciones que prueben nuestras sabias pesquisas, algunos asuntos que traten de vislumbrar, si quiera, las razones por las cuales algunos de los comportamientos humanos con respecto a la vaca y al perro (sólo de forma esporádica trataremos el asunto del toro, todo lo relacionado con él viene ya perfectamente reconstruido en una enriquecedora y quizá poco reconocida obra: Los dioses olvidados. Caza, toros y filosofía de la religión, Oviedo 1993, Alfonso Fernández Tresguerres, a pesar de su gran calado comprensivo y potencia explicativa extraídos de la corriente filosófica del profesor Gustavo Bueno conocida como materialismo filosófico y concretamente de sus teorías de la religión y de la antropología) resultan cuando menos llamativos o de especial atractivo filosófico. Ya de entrada pretendemos dar cuenta de por qué la inmensa mayoría de los perros de hoy tiene nombre, ¿qué es lo que obliga a sus amos a adjudicarles un nombre?, ¿por qué animales tan próximos a nosotros, y en un entorno predominantemente rural, como las vacas, también, si bien en menor medida, y este no es asunto sin interés u ocioso, tienen nombre?
O yendo más allá, ¿qué idea de dichos animales pueden albergar aquellos que en nombre de los derechos inalienables y por qué no: sagrados, de los animales atribuyen a las persones que frecuentan los mercados nacionales de ganado, caso del de Pola de Siero, un comportamiento tan poco ético, cacoético, como el del asesinato? ¿Qué idea subyace en quién siendo miembro de una administración veterinaria introduce en el impreso de baja del animal debidamente registrado el epígrafe: «defunción»?{1}¿Por qué es tan frecuente escuchar en gente de diferentes clases sociales, en gentes de diferentes grados de preparación académica, expresiones volcadas con la «personalidad» de dichos animales de compañía? O a nivel filosófico a miembros del CSIC de tan reconocido prestigio como Jesús Mosterín que en su libro intitulado ¡Vivan los animales! afirma:
«Cada animal individual de sistema nervioso complejo tiene su propia personalidad única e irrepetible. Sus neuronas maduras ya no se mueven ni se reproducen; son la base permanente de su personalidad. Cuando convivimos suficiente tiempo con una animal superior (con un perro o un caballo, por ejemplo, o con un orangután o un humán), acabamos conociendo su personalidad (…). El alma de cada animal es una combinación inédita de neuronas…»{2}.
Es obligado señalar que lo que parecía superfluo y familiar se torna complejo y su análisis ya no requiere de una simple enumeración directa de hechos perfectamente clasificados, porque estos, con ser necesarios, resultan insatisfactorios a la hora de mostrar la naturaleza esencial del problema que nos proponemos tímidamente analizar, y porque es, en la naturaleza, de estas especiales relaciones, donde podemos hallar respuestas que se aproximen al verdadero esclarecimiento del asunto que traemos entre manos.
Para no desorientarnos en este laberinto de relaciones, para emular la hazaña de Teseo, nos adentraremos en este campo de estudio con un «hilo» argumental perfectamente confeccionado por Gustavo Bueno, no es otro que el desarrollado en su Antropología filosófica, anudada, a modo de symploké, en torno a su concepto de espacio antropológico (El Basilisco, 1ª Epoca, nº 5, Oviedo, págs. 57-69); servirá de luz y brújula, y así nuestro camino de ida tendrá un feliz camino de vuelta, evitaremos ser devorados por minotauros en forma de posicionamientos positivistas tan atractivos y actuales como los de etólogos, sociobiólogos, o psicólogos evolutivos, encantadores anfitriones cuyo interés radica en reservar a la filosofía el espacio de la mentira, doblegándola a sus propias necesidades y convirtiéndola en esclava desprovista del más mínimo interés. De igual modo, y para no embarcarnos en empresas de inabarcable envergadura, procuraremos acotar nuestro campo de estudio. Iniciaremos nuestro recorrido por la senda de los nombres, núcleo, por otra parte, de nuestro pequeño ensayo.
Abordaremos este primer envite por el lado de las vacas. Será necesario fijar el marco de actuación y para eso se hace imprescindible una primera aproximación descriptiva. ¿De qué tipo de vacas hablamos? ¿En qué contexto geográfico y socioeconómico? ¿Qué fines u objetivos alientan las diferentes modalidades relacionales del hombre con ellas en la actualidad? Muy brevemente, casi telegráficamente, son tres las razas de vacas más destacadas, sin obviar sus diferentes variantes derivadas de los múltiples cruces; por un lado, nos encontramos con las vacas de probada eficacia destinadas principalmente a la producción de leche, digo principalmente porque su carne o su piel para infinidad de artículos de cuero pueden llegar a ser aprovechados o bien porque su rendimiento lechero no es el deseado (causado por enfermedad, lesión irreversible, edad, baja calidad de la leche, escasa fertilidad, &c.) o bien porque el propietario, ganadero, decide abandonar la actividad y enviar su ganado económicamente menos rentable a matadero, éstas son las frisonas, vacas de origen holandés perfectamente adaptadas a las condiciones de temperatura, humedad y pastos del norte de España, y concretamente de la zona central de Asturias; por otro lado, nos encontramos con las razas destinadas a carne, predominan tres: la asturiana de los valles, de poderosa estampa y rica en carne, roxa, también de probada eficacia productiva, la asturiana de la montaña, casina, más rústica y enjuta, de baja eficacia productiva y la azul belga; en ellas el aprovechamiento lechero es mínimo, tiene interés en el de las vacas de la montaña, aunque mínimo y casi residual. Son frecuentes los cruces y la presencia de otras razas, pero bien sea por su número mucho más escaso o por nuestro interés por acotar el marco de actuación, solamente nos ceñiremos a su simple enumeración, son estas: las pardas alpinas, las charolesas y las limosinas. Este es a grandes rasgos el censo de razas predominante en la zona central de Asturias. El contexto merece ser a grandes rasgos reseñado; la zona central de Asturias cuenta con una orografía montañosa si bien no abrupta, especialmente si descartamos la franja sur de la cordillera cantábrica, la zona de los concejos de Quirós, Teverga, Riosa, Lena o Santo Adriano, las temperaturas son suaves y los índices de pluviosidad moderados, esta climatología típicamente atlántica asegura agua para el ganado y un abundante y rico contenido nutricional en forma de pasto.
En este contexto geográfico se encuentran dos atractivos e interesantes centros de actividad económica lechera y ganadera: la industria láctea CLAS sita en Granda (Siero) y el Mercado Nacional de Ganados sito en la localidad de Pola de Siero, dinamiza, la primera, la producción lechera, articula su recogida, compra y distribución y facilita, el segundo, la transacción de animales. Esta estructura económica básica arranca en el siglo XIX y con ella se persigue la constitución de un cinturón productivo capaz de abastecer a la población concentrada en las grandes ciudades y en las zonas industriales de artículos tan necesarios como la carne y la leche. Para ello se hizo necesario un proceso progresivo de modernización del campo y una red de transportes eficaz entre las diferentes áreas del centro de Asturias y de ésta con Castilla y León, el cereal era y es imprescindible para poder alimentar adecuadamente al ganado.
En 1986 España entra en la Unión Europea, las reglas del mercado se amplían y su nivel de rigurosidad se eleva, las directrices que proceden de Bruselas son claras: se debe incrementar la productividad tanto en lo que atañe al rendimiento de los animales como a la eficacia de la mano de obra, es prioritario disminuir el número de explotaciones y personas ocupadas en el sector ganadero, dado el déficit del sector productivo concerniente a la elaboración de alimentos concentrados es necesario aumentar la dependencia de Asturias del exterior, y esto es especialmente notable en el subsector lechero. Muchos de los productores son auténticos profesionales, su objetivo es meramente empresarial, económico, procuran un buen rendimiento dentro de las directrices marcadas por las empresas lácteas y el mercado comunitario europeo; otros, en cambio, sin desatender el interés económico, nadie quiere gastar más cuando puede gastar menos, atienden a propósitos que podríamos describir como una actividad orientada a la producción familiar, facilita una labor cotidiana no penosa, casi satisfactoria, y garantiza la obtención de un alimento de calidad contrastada, si bien se aleja de los mecanismos más afortunados de la economía de mercado ya que el consumidor y productor en numerosas ocasiones es la misma persona. Los minifundios, la escasa actividad agrícola y la numerosa mano de obra jubilada o prejubilada favorece la presencia de pequeños ganaderos que poseen un muy reducido número de vacas lo que automáticamente incide en un complejo de relaciones con los animales diferente al del productor que vive de los beneficios obtenidos por la venta de la leche o de la carne. Más adelante analizaremos con más detalle este asunto.
2. ¡Qué produzcan ellos!
Resulta harto frecuente el observar en los profesionales ganaderos, ya sean estos de leche o carne, una relación con sus animales más distante e impersonal. Dado el abundante número de animales a su cargo y la labor que entorno a ellos se requiere día a día se deriva la prioritaria necesidad de resultar eficaz, de agilizar los procesos productivos al máximo sin obviar la calidad operatoria. En este ámbito de relaciones entre el hombre y los animales domésticos destinados a la producción de alimentos el uso de nombres propios que identifiquen a cada uno de ellos no resulta práctico, es más sencillo y certero, elimina posibilidades de error nada deseadas, adjudicar un número a cada animal. Identificar con número a un animal por de pronto introduce un tipo de relaciones especial; se ve directamente como fuente de alimento, su presencia depende del rendimiento, es bueno para comer o es bueno para consumir la leche que produce, las relaciones que se establecen entre hombre y animal son estrictamente económicas, son del hombre con una naturaleza animal provista de alma sensitiva pero carente de racionalidad o personalidad alguna, las haremos corresponder con el eje radial del espacio antropológico, es decir: el hombre en el seno de una sociedad humana donde dominan las relaciones circulares, con otros hombres, mantiene una relación radial con contenidos impersonales u objetuales como son los animales orientados a la producción.
Desde esta perspectiva relacional el productor de leche o carne se muestra permanentemente permeable al progreso tecnológico que incremente rendimientos, tanto en sentido cuantitativo como cualitativo, el objetivo es por todos compartido: producir más y mejor (eludimos entrar en cuestiones de carácter competencial en el seno de una sociedad de libre mercado limitada por las cuotas productivas adjudicadas a cada comunidad autónoma, los excesos en la cuota de producción lechero son castigados con fuertes sanciones económicas que ponen en riesgo la propia existencia de la empresa); muchos de ellos pueden aliviar o dulcificar la vida del animal, así es poco frecuente ver animales domésticos como las vacas o los bueyes (toros sexualmente mutilados, no lo olvidemos, con el firme propósito de aumentar su docilidad) realizando labores de trabajo, si acaso lo podemos observar en alguna feria tradicional que intenta rememorar tiempos ya pasados, tiempos más penosos sí, pero también generosos con un presunto virtuosismo moral o ennoblecimiento del hombre por su respeto de la naturaleza, arma ideológica que puede utilizarse como coartada política por parte de muchos nacionalismos de salón que reivindican, al modo heideggeriano, una vuelta a la cuidadosa y verdadera relación del hombre con la naturaleza.
También es justo decir que, en aras de un mayor rendimiento{3}, el tiempo de vida útil de un animal en una granja lechera con carácter intensivo es menor. Aunque es cierto que las relaciones analizadas son esencialmente radiales no por ello estamos en condiciones de afirmar la inexistencia de pautas de conducta ajenas a este eje, pautas frecuentes pero no dominantes afloran en momentos muy concretos del manejo de las vacas. Así, por ejemplo, parece plausible advertir que en una granja de leche el nacimiento de una cría macho supone un inconveniente, la renovación viene de la mano de las crías hembra, su salida es por cuestiones de espacio y escasa rentabilidad urgente y necesaria, por ello es obligada su venta, ya sea de forma directa o a través de un tercero, en este caso un tratante que tramite su comercialización; los pasos a seguir son rutinarios, protocolarios, el problema surge cuando el ternero macho por enfermedad no está en condiciones de ser vendido; el tiempo en la granja aumenta, su consumo de leche se acrecienta y con él los gastos, a esto debemos añadir los posibles emolumentos veterinarios, y así su valor ya de por sí insignificante se ve incluso reducido al incrementarse las pérdidas. Un cartesiano o un pereiriano acérrimo defensor del automatismo de la bestias, de su mecanicismo y falta de racionalidad, no tendría reparo alguno en deshacerse del animal, es fuente de proteína potencial sin valor o fuente de pérdidas económicas y del tan estimable, en una granja de leche, tiempo, y su eliminación no compromete ética o moralmente al ganadero por la sencilla razón de que no se establece ninguna relación entre ambos de tipo solidario o piadoso, y no se establece porque es visto como un objeto carente de personalidad e incluso de sensibilidad, ausentes estos atributos la relación de afectividad simplemente no aparece y tan sencillo sería deshacerse de dicho animal como de una china en el zapato. Pero las cosas no son así, y no lo son porque para el ganadero no resulta nada fácil ejecutar voluntariamente la muerte de un animal desvalido o económicamente no rentable, como dice Tresguerres:
«Ahora bien, aun manteniendo esa concepción circular de la ética y la moral, y admitiendo, por tanto, que ambas se hallan referidas primordialmente a las relaciones entre los hombres, aun así, es obvio que el caso de los animales no es asimilable, sin más, al de los objetos naturales de carácter impersonal, y ello, como es evidente, porque los animales son seres vivos capaces de sufrir, experimentar angustia, pánico, &c. Desde este punto de vista, parece claro que hablar de los derechos de los animales tiene un sentido mayor y resulta, desde luego, menos desproporcionado que hablar de los derechos de las rocas.»{4}
Por tanto, dicho reconocimiento activa en el propietario del ternero un mecanismo generoso de conservación de su vida en la doble vertiente: nutricional y veterinaria; los animales, y en este caso las crías macho de las vacas de aptitud lechera, no se ven tan distantes de nosotros como se proclamaba en la modernidad. Ni el ser humano abraza los infinitos atributos divinos sutilmente secularizados por el racionalismo y aupados a la mayor gloria de la humanidad con el idealismo alemán, ni los animales son meros mecanismos sometidos a las implacables y necesarias leyes físicas de la naturaleza, entre ambos hay notables diferencias, obvias a nivel cultural objetivo o extrasomático, pero también similitudes e incluso parentesco con algunos de ellos tal y como acredita la teoría darwiniana de la evolución, como dice nuevamente Tresguerres:
«La teoría de Darwin descubre los orígenes animales del hombre, y pone tal hecho de relieve sin tapujos ni subterfugios de ningún tipo. Ello viene a significar para el ser humano la obligada toma de conciencia de los lazos de hermandad que le ligan al resto de animales que pueblan el planeta, lo que provoca, al mismo tiempo, la aparición de una novedosa forma manera de ver a los que debemos considerar ya como nuestros parientes, y con ella el florecer de nuevas formas de respeto hacia el mundo animal, de las que no estarán ausentes ciertos sentimientos de solidaridad, y aun de amor.»{5}
Este primer enfoque meramente descriptivo pretende recoger un vínculo concreto entre el hombre y el animal en un momento puntual del proceso de producción propio del sector primario, pretende, utilizando la famosa distinción de Pike, ser emic. Pero no se agota aquí el caudal de la explicación capaz de aproximarse al encuentro del fenómeno en cuestión, su esencialidad, y ya en contra de la limitación epistemológica de la teoría kantiana, va más allá y presenta unos rasgos propios que no por estar olvidados son menos interesantes. No cabe por tanto, como más adelante veremos, adoptar una perspectiva diferente en el orden fenoménico, es decir: etic, que pretenda explicar pormenorizadamente la situación descrita, una perspectiva presuntamente rigurosa, objetiva, científica que atienda a criterios de funcionalidad o eficacia productiva a largo plazo. Al dotar de sensibilidad e incluso de racionalidad al animal («con la mirada parece pedir ayuda») le conferimos personalidad con lo que automáticamente le identificamos con un numen:
«Es un «centro de voluntad y de inteligencia» capaz de mantener unas relaciones con los hombres de índole que podríamos llamar «lingüística» (en sus revelaciones o manifestaciones) del mismo modo que el hombre puede mantenerlas con él (por ejemplo, en la oración). Las relaciones religiosas del hombre y el numen son relaciones prácticas, «políticas», en el sentido más amplio. Cubren todo el espectro de conductas interpersonales y no son sólo relaciones de amor o de respeto. También son relaciones de recelo, de temor, de odio o de desprecio,»{6}
y para aclarar más si cabe el asunto, adentrándonos en la propuesta materialista filosófica de la religión de Gustavo Bueno:
«La concepción zoomórfica del núcleo de la religión significa, en resolución, no ya que los animales puedan desempeñar realmente funciones numinosas sino, sobre todo, significa que ellos son la fuente o manantial de toda numinosidad ulterior»{7};
y en este contexto la relación cambia, ya no será radial dado que el animal, en este caso un ternero al que en cualquier momento le puede sobrevenir la muerte, no es un mero mecanismo, pero tampoco es circular, no se sitúa por tanto en el plano ético o moral propio de las relaciones humanas, y no lo es porque el ternero es «una entidad no humana» con la que mantenemos una relación especial, diferente, de religio y que debemos situar en otro eje, en el eje angular del espacio antropológico. De aquí surgirán valores nuevos que salpicarán, enturbiarán, el sentido ético y moral de sus protagonistas hasta el punto de poder desembocar en juicios de corte claramente racista; la sobrevaloración de los animales y el desprecio de la condición humana se generalizará, la equiparación ética entre animales y hombres desbordará muchas de la normas básicas de convivencia social en el seno de una sociedad política y democrática en marcha; así, el individuo humano será cuestionado por su trato con los animales, se despreciará incluso su naturaleza omnívora, el consumo de carne o de leche (no faltarán propuestas de presunto corte científico que aconsejarán y servirán de coartada ideológica para la defensa de la presuntamente más saludable dieta vegetariana, a la par se articularán toda una serie de discursos negativos en lo referente al consumo de proteínas animales, por supuesto, lo virtuoso irá acompañado de lo saludable con lo que su cruzada cobrará mayores cotas de gloria) será percibido como una aberración que acredita la condición de crueldad de aquellos que no han alcanzado realmente la condición de seres humanos, su falta de respeto hacia los animales los convierte en seres escasamente virtuosos, seres que merecen la tolerancia del desprecio o incluso, si está tal posibilidad en sus manos, el desprecio más irracional y rancio: el de la intolerancia racista; como nos sugiere en un artículo de la revista El Catoblepas Iñigo Ongay de Felipe:
«Como afirma Peter Singer en el inicio mismo de su libro de 1975 Liberación Animal: «Este libro trata de la tiranía de los humanos sobre los no humanos, tiranía que ha causado, y sigue causando, un dolor y sufrimiento sólo comparables a los que provocaron siglos de dominio de los hombres blancos sobre los negros. La lucha contra ella es tan importante como cualquiera de las batallas morales y sociales que se han librado en años recientes.»En estas condiciones, y bajo la equiparación propuesta por el mismo Peter Singer entre la lucha por la «liberación animal» y la lucha por la «liberación de los negros», ¿puede quedar, nos preguntamos, alguna duda sobre el hecho de que con el mismo movimiento en el que se «homologa» a los simios con los negros, se está en el fondo, reduciendo a los propios negros a la condición de simios?»{8},
yendo más allá, podemos decir que el sentido último apuntado por Iñigo Ongay puede permanecer intacto si nos atrevemos a sustituir simios por perros y realizando un pequeño paréntesis si atendemos a aquellos propietarios que carecen de animales destinados al consumo humano; para estos la desaparición de un animal, continuando con la línea argumentativa sugerida, activa un auténtico dispositivo de búsqueda mientras que el de una persona resulta un momento perturbador de su función o misión para con los animales; su protección, su mejora constante en el reconocimiento de sus derechos, la búsqueda de su felicidad{9} no puede interrumpirse por nimiedades ajenas a su proyecto. Aquellos «que no tienen voz» merecen no sólo el reconocimiento por nuestra parte sino que además deben servir para colocar en el estrato jerárquico del reino animal a cada uno en su sitio. Es especialmente interesante este tipo de relación (erróneamente ubicada en un contexto práctico humano como es el ético y el moral, en el marco de la actual ética ecológica) en el especial vínculo, no por ello poco frecuente, del hombre con el perro.
Retornando a nuestro sendero de discusión, aunque tímidamente ya podemos reconocer en los centros de producción lecheros y cárnicos una relación angular. La religación entre hombre y vaca abandona lo ocasional y lo sustituye por un nuevo tipo de relación más intensa y permanente, y lo hace desde el momento en el que el animal de la pequeña explotación viene identificado con un nombre propio. Debemos advertir no obstante que el nombre no es garantía necesaria para poder afirmar con certeza absoluta la relación angular que venimos defendiendo; son frecuentes los usos de nombres cuyo significado último no es otro que el de distinguir un animal de otro, este prosaico proceso de identificación se ejecuta mecánicamente. En este orden de cosas observamos la habitual presencia de nombres como: «Rubia», «Mora», «Asturiana», «Polesa», &c., sirven para identificar al animal y no requieren de una especial relación con él, podemos, pues, considerar como más verosímil la presencia de un tipo de relación radial, o sea: el animal es considerado como un ser bueno para comer, como un ser destinado a la producción de carne o de leche de calidad, y además en una buena cantidad.
Esta orientación productiva se desmarca de las transacciones cárnicas o lecheras más habituales, escapa a estos mecanismos comerciales, y se refugia en una economía minoritaria de ámbito local y en muchas ocasiones autárquica pero con presencia regular en el contexto rural. Merece una particular mención otro ejercicio simple de identificación animal alejado de las especiales relaciones derivadas de su atribución personal, en cuadras de pequeñas dimensiones, cinco o seis animales a lo sumo y generalmente lecheras, nos encontramos con establos divididos en habitáculos individuales donde aparece un nombre propio que automáticamente se adjudicará al animal que lo ocupe por un espacio de tiempo aproximadamente no superior a los veinte meses; aquí el animal suele ser una joven ternera de aptitud lechera criada para ser vendida próxima al parto, no creemos que haga falta advertir que el tipo de relación aquí instituido entre animal y hombre es claramente radial, o lo que es lo mismo: del ganadero con la naturaleza impersonal animal que como mercancía tiene un valor.
3. En su nombre: la salvación. Una aproximación religiosa
Bien diferente es el vínculo establecido entre el ganadero y la vaca en un contexto productivo de interés secundario, de interés que roza lo estrictamente ocioso. Es un trato diferente, por de pronto es mucho más individualizado lo que conlleva un tipo de relación mucho más estrecha y especial. Su nombre no es elegido mecánicamente, como auxilio identificador sencillo y eficaz, sino que viene demandado por una característica o atributo exclusivo del animal en cuestión; puede ser éste morfológico: «Careta», «Estrella», «Clara», &c., o puede proceder de un comportamiento reiterado o cuando menos especial: «Tranquila», «Noble», «Nerviosa» &c.; no son pocas las alternativas o motivos reales que predisponen al ganadero a adjudicarle un nombre al animal, así hay situaciones que podríamos clasificar de trascendentales por el simple hecho de que su nombre actual es fruto del interés por mantener de alguna manera la memoria presente de algún animal ya ausente pero que en su descendencia se confía, dándole el mismo nombre el propietario pretende de alguna manera conservar esas mismas cualidades extraordinarias de la madre o del padre. De este modo, se supone, la muerte del padre o de la madre no fue en balde y sus nobles virtudes como animal de compañía o de producción se perpetúan.
Es sugerente, tras lo dicho, que las relaciones mantenidas entre hombre y animal, en este caso la vaca, son esencialmente diferentes ya que se establecen entre dos seres de naturaleza racional, o al menos dotados de personalidad, siendo el primero humano y el segundo no humano. Las relaciones son reales, son fácilmente comprobables, y el sentido religioso, podríamos decir: directo, privado, sin falta de ceremonias, ni mediadores, o manifestaciones públicas ostensibles le da un matiz especial ya que si bien aparece como un reminiscencia ya pasada y propia de la fase primaria de la religión según la clasificación materialista filosófica de Gustavo Bueno{10}, la ausencia de manifestaciones externas rituales le da un aire de familia próximo a la tradición religiosa protestante, propia de la fase terciaria de la religión o fase monoteísta, instaurada en su día por Lutero que aquí no podemos obviar; además los animales numinosos no son quimeras paridas por el hombre en momentos de fertilidad imaginativa, e impulsadas falsamente al mundo de lo real para potenciar su poder, su temor, o simplemente nuestra sumisión incondicional o de fe en forma de amor u oración, son animales domésticos con los que se mantiene un trato piadoso, personal, diario.
Nada que ver con la actual relación del hombre con Dios, realidad absolutamente infinita e incognoscible, y que constituye el rasgo más distintivo y de racionalidad de las religiones monoteístas actuales y concretamente de la religión católica dominante en nuestro concejo; la coherencia reflexiva emanada de saberes como el científico, el filosófico e incluso el religioso han colocado al creyente y practicante católico en la antesala del ateismo dado que el Dios entendido como amor mantiene un distancia infinita con sus fieles, distancia que produce desaliento, desilusión, y desorientación a la hora de intentar volcarnos con el protagonismo debido en tanto que personas en la construcción y conformación de nuestra propia trayectoria vital o sentido de la vida.
Es, por tanto, la católica, una falsa religión en fase de repliegue teórico, de racionalización profunda de sus principios más firmes de fe, ante la potencia explicativa y racional de las ciencias y otros saberes, repliegue que en realidad se traduce en una práctica común privada e irracional, abierta bajo la nebulosa ideológica dominante del relativismo y la tolerancia a alternativas menos racionales{11}, más cercanas, y disfrazadas de comportamientos aparentemente éticos y morales que impulsan al hombre a su auténtica realización, o si queremos a su salvación en un sentido ya no religioso sino estrictamente secular o simplemente laico, donde los valores morales propios de cada pueblo se aceptan dogmáticamente y por arte de birlibirloque se venden como mercancía ideológica de alcance universal, proyecto utópico de realización que a la vez es ciego a los ataques más despiadados de irracionalismo, ya sean estos en forma de un nihilismo poco esperanzador y en el límite amoral, o en forma de propuestas pseudoreligiosas que creíamos desde el siglo XIX superadas pero que muestran su cara más despiadada en las cada vez más fortalecidas, renovadas y extravagantes religiones secundarias en forma de las más variadas y variopintas supersticiones{12}.
Desde la perspectiva de sus protagonistas (emic) la relación con los animales de compañía que venimos señalando pretende mostrarse como más intensa, como más real; por ello se considerará dicha relación como reconocimiento explícito de la naturaleza humana, de nuestro ser animal que determina nuestra conducta moral y ética, lo que inevitablemente conduce a la equiparación entre el hombre y el animal, luego puede resultar bastante sencillo poder afirmar sin el más mínimo atisbo de rubor que:
«La discusión de los derechos de los animales plantea los mismos problemas que la de los derechos humanos».{13}
Dicho acercamiento etológico o zoológico por elevación entre animales y hombres, en nuestro trabajo vacas (es también y especialmente interesante en el caso de los perros a los que se les adjudica el concepto de personas con un frecuencia cada vez mayor si bien en el campo, y cuando se da la circunstancia de que su propietario tiene ganado, la relación es menos intensa dado que son entendidos fundamentalmente como animales de trabajo: pastoreo, guardia o caza), como nos sugiere Alfonso Tresguerres:
«Desde esta perspectiva, sólo habría un camino abierto para poder llegar a esa equiparación entre los derechos del animal y los derechos humanos, y ese camino consiste en convertir a los animales en personas» y a continuación añade: «sino también mediante un procedimiento de «acercamiento» acrítico del animal al hombre y del hombre al animal: ya sea, por ejemplo, atribuyendo a éste características específicamente humanas, como la conciencia del futuro e incluso la posesión de la idea objetiva de muerte personal, ya sea reduciendo determinados rasgos humanos a un plano puramente zoológico, como cuando se equipara la praxis humana a la mera conducta, con el consiguiente olvido del contexto histórico y cultural en el que se resuelve siempre todo hacer humano»{14},
puede acarrear consecuencias poco deseadas y lo decimos porque dicha equiparación cuestiona la condición de persona de aquellos individuos no comprometidos con el fundamentalismo igualitario de los amantes de los animales y, a su vez, y por extensión, también cuestiona la de aquellos individuos más discapacitados o la de aquellos que simplemente muestran un mayor grado de impiedad con la pretendida naturaleza divina animal (etic), ya sea ésta la de los primates más próximos a nuestra condición de humanos ya sea la de las vacas o la de los perros.
Por este motivo y atendiendo a éste marco de valores éticos o morales (emic), es decir, circulares, cobra especial sentido el activismo proteccionista animal dirigido contra aquellos que comercian con animales o ejercen su profesión como matarifes en un macelo; su conducta será reprobable, el sacrificio ya no será tal sino que se transformará en asesinato o acto que acaba con la vida de modo intencionado e injustificado de un animal al que se le atribuye personalidad (se supone tal en el momento en el que se apuesta por una dieta libre del consumo de carne), la comercialización de animales será un acto de barbarie no superado que convierte a sus protagonistas en esclavistas, de continuar por esta senda que enjuicia negativamente la conducta humana en relación con las vacas estaríamos abocados a transformar de forma radical nuestro ordenamiento jurídico, dicho giro haría que gravitase en torno a sujetos de derecho tan depositarios de dignidad como los seres humanos a los seres animales, por tanto, se puede concluir que estarían, por ejemplo, facultados para poder acceder en las mismas condiciones a un puesto de trabajo, a participar como iguales de los servicios públicos sanitarios, a poder recibir una educación pública y gratuita, &c., en definitiva, seres como nosotros e iguales en derechos ante la ley. Este desarrollo tampoco puede servir de coartada para mantener con los animales más próximos a nosotros una relación de depredación, experimentación o sacrificio inútiles. El cauce de nuestras acciones debe procurar nuestra subsistencia, debe poder garantizar nuestra alimentación, o simplemente nuestras cada vez más numerosas y complejas necesidades, y no cabe duda que en la lucha por la vida, entre nosotros y los animales domésticos, nuestra fortaleza en forma de firmeza o mantenimiento de la vida no debe ceder ante la suya, en su sacrificio hay maleficencia, pero dicho acto resulta necesario, como necesario resulta experimentar con ciertos animales para hallar soluciones a problemas de salud que por el momento están sin resolver{15}.
En esta línea se pronuncia la Comunidad Europea, su normativa en referencia al tratamiento animal procura garantizar un buen trato, y España como país miembro también actualiza sus competencias en materia de bienestar animal.{16} Como vemos el análisis que relaciona al hombre con la vaca en la pequeña explotación ganadera, relación que viene prefigurada por la identificación a través de nombres propios de cada uno de los animales, y a todos aquellos activistas en defensa de los derechos de las vacas o de los perros, estos mucho más beligerantes, desvela (emic o etic, en el orden de lo fenoménico) un plano de valores perfectamente insertado en lo que denominamos eje circular, pero este plano puede confundir más que aclarar dado que es un sinsentido situar en un mismo eje circular a seres no humanos aunque dotados de personalidad, por cierto, eje en el que se sitúa la actual ética ecológica. Para salir del embrollo nada mejor que cambiar de eje, así situándonos en lo esencial o en el eje angular del espacio antropológico podemos discurrir por un sendero explicativo más fértil y seguro, un tránsito poco frecuentado por la imperiosa necesidad de dividir el conjunto de la realidad bajo la rúbrica de cultura/naturaleza, dualidad en la que lo religioso se reduce a un mero comportamiento humano capaz de crear a los dioses a su imagen y semejanza (Feuerbach) o a una mera manifestación humana cuyas raíces esconden la necesidad de éste por garantizarse los recursos energéticos necesarios para su supervivencia (Harris).
4. Hombre y perro: verdadero sentido religioso
Si hoy existe un ser vivo que puede considerarse en su indirecta lucha por sus derechos orgulloso ese es el perro. Su activismo silencioso lo ha aupado a unos niveles de bienestar y derecho que para sí quisieran muchos de los seres humanos que habitan nuestro cada vez más poblado planeta. ¿Cómo ha sido su lucha? ¿A qué se debe su éxito? No es momento para ponernos a ilustrar el discurrir progresivo de sus mediadas reivindicaciones, lejos están los tiempos presididos por la irracionalidad humana recogidos en los cuentos medievales de Don Juan Manuel: El Conde Lucanor{17}, lejos están también los actos de impiedad moderna que los distanciaba de nuestra naturaleza racional, que los despersonalizaba hasta convertirlos en bestias guiadas por mecanismos físicos sometidos a reglas de necesidad, acto, por otra parte, que nos colocaba a la vera de la racionalidad divina, aproximación que facilitaba el conocimiento último de la esencia y existencia de Dios o yendo más allá: al reconocimiento de la construcción por parte del ser humano de la idea de Dios. Hoy el desconcierto es generalizado, el primer mundo plegado al bienestar ofrecido ostensiblemente por nuestro glorificado mercado pletórico no escapa a esta situación y la posmodernidad dominante se torna cuando menos como la coartada ideológica perfecta. En tiempos revueltos nada mejor que encontrar sentido a nuestro quehacer cotidiano en aquellos que nos permiten discurrir más rectamente hacia el camino de la idea mito de la felicidad. En este marco la presencia más significativa en la vida de muchos ciudadanos de los perros es un hecho. Todos tienen nombre propio si bien tienen sentidos diferentes en función de las relaciones que sus propietarios mantienen con ellos. Relaciones presididas por necesidades diferentes que activarán vínculos que nos permitirán transitar por los tres ejes del espacio antropológico.
El perro es el animal de compañía por excelencia, es como se suele decir: «el mejor amigo del hombre» y su privilegiado estatus, que para sí quisieran otros humanos o no humanos, viene perfilado por su condición de no comestible. El perro es un animal al que todos consideramos como malo para comer y en este sentido no podríamos ubicarlo en eje radial del espacio antropológico, en algunos casos muchos se plantean la posibilidad de justificar tal compromiso introduciendo una hipotética situación de supervivencia extrema derivada de un accidente, en esa tesitura y sin más que ingerir, la decisión iría dirigida a la eliminación de cualquier escrúpulo caníbal, la carne humana puede perfectamente llegar a ser comestible, a la par que se perseguiría a toda costa la permanencia del tabú caníbal referido, no al ser humano, sino al perro, y más si es «mi perro»; dicha acción poco virtuosa fuera de las circunstancias señaladas, repito con el perro, no con el ser humano y compañero circunstancial de desgracia, se evita, e incluso se considera posible el sacrificio de nuestra vida en beneficio de la suya. Luego, ¿qué es lo que hay detrás para que en este posible futurible el degradado por la necesidad sea el ser humano y no el perro? Pues muy sencillo, en ese probable marco de circunstancias el ser humano se entiende como un ser despersonalizado al cual se le puede considerar como bueno para comer, entre otras razones porque los vínculos con él son casi inexistentes, la falta de empatía, todo hay que decirlo, se torna lastimosamente real y determinante, mientras que con el animal de compañía de toda la vida se tiene una relación tan próxima que su personalidad permanece intacta, no es desvirtuada por la situación, lo que dificulta o anula la práctica comestible encaminada al mantenimiento de la propia vida.
En el marco rural y ganadero sobre el que hemos realizado nuestro rastreo la relación con el perro es fundamentalmente pragmática. El ganadero posee al perro para satisfacer una necesidad acuciante: reconocer rápidamente la presencia de algún individuo o animal ajeno al círculo más cerrado del entorno productivo y familiar. Su ladrido debe servir de señal que alerte a su propietario de la presencia de otro. La unidad productiva y familiar debe permanecer intacta y debe ser protegida de todos aquellos elementos extraños que puedan alterar el buen desarrollo de la misma. El perro, pues, como manifiestan sus amos, «debe ganarse el pan», debe mostrarse eficaz y emular en la medida de lo posible la labor de su igual y mítico Cerbero: guardián de las puertas del Hades. Su labor es permanente, tristemente permanente al estar en muchas ocasiones encadenado y por tanto sometido a un espacio muy reducido de actividad, por eso es frecuente su presencia en las zonas de transición entre la propiedad privada por el guardada y el espacio público ajeno a sus dominios. Su única actividad de guardián de la frontera y en las condiciones antes apuntadas incide en su comportamiento: favorece su agresividad, aumenta su estrés, es causa directa de cuadros depresivos, y activa manías conductuales que pueden ser perjudiciales para su integridad física.
Es obvio que el perro mantiene una relación con su propietario de escasa afectividad y es así porque el perro es entendido como un ser animal capacitado para una función muy concreta de la que su amo obtiene un beneficio, en otras palabras: su presencia es entendida a nivel de naturaleza irracional e impersonal genéticamente predispuesta para ejecutar satisfactoriamente su objetivo, y en tanto que naturaleza será sometido a los dictados de su amo, se doblegará a sus exigencias, y se adiestrará en el firme propósito de que realice bien su tarea: avisar, proteger, disuadir y si el caso lo requiere agredir (motivo de queja de muchos profesionales del correo, la electricidad y el agua que en el cumplimiento de su actividad vieron en peligro su integridad física, atendidas sus peticiones hoy cuentan con una legislación que vela por ella, por este motivo se hizo necesario introducir leyes que obligasen a los propietarios de dichas residencias a instalar los respectivos buzones y contadores de luz y agua en las zonas más externas y de mejor accesibilidad), no es menos cierto que su eficacia también puede venir determinada por su capacidad para mantener libre de ratones un área de especial atractivo para estos pequeños roedores, la raza fox terrier es abundante y permite confirmar que su presencia responde a esta necesidad.
Desde esta perspectiva emic el eje en el que toman significado las relaciones del hombre con el perro no es otro que el radial, y es así porque viene entendido como animal de trabajo. En otros casos puede utilizarse para atender labores propias del pastoreo si bien no podemos olvidar que dicha capacidad ha ido decreciendo en la medida en que las manipulaciones genéticas se han orientado a la perseverancia de aptitudes diferentes: belleza, eliminación de cualquier atisbo de carácter agresivo, &c., muchas de ellas destinadas a cubrir las nuevas demandas de sus respectivos propietarios, así el atractivo de los perros no se satisface con aptitudes de naturaleza productiva o defensiva sino con otras más vinculadas a las necesidades de un propietario que si bien vive en el ámbito rural no necesita de la presencia del perro para realizar adecuadamente sus tareas, o sea, vive en él pero no vive de él, no mantiene un relación propia del eje radial y por tanto los motivos de su presencia en el campo son ajenos a los de la imperiosa necesidad de cubrir sus obligados requisitos de subsistencia. En las sociedades actuales no bárbaras, objeto de análisis, se ven continuamente superadas las propuestas antropológicas de Marvin Harris. El hombre de hoy en el marco de la sociedad occidental ejecuta un abanico de actividades que difícilmente pueden encajar en las que sirven para el profesor norteamericano de explicación de su comportamiento. La satisfacción de las necesidades energéticas, volvemos a insistir, no es el motivo ni la causa de la mayoría de las actuaciones en relación con los perros de muchos de los que viven en el entorno rural, ni siquiera el efecto como atinadamente nos muestra con brillantez Alfonso Tresguerres en su libro intitulado El Signo de Caín sobre la naturaleza de la agresión humana, así podemos leer y trasladar el mismo análisis aunque cambiando los parámetros fenoménicos de estudio:
«En cualquier caso, y volviendo después de este largo paréntesis a la cuestión que nos ocupa, me parece que el determinismo cultural de Harris se halla viciado de esa grosera confusión entre las consecuencias y la causa de un determinado comportamiento. Es preciso, sin duda, hilar más fino, y hacerlo, desde luego, al hablar de las causas de la guerra [o del vinculo afectivo del hombre con el perro]; no se puede sin más confundir dichas causas con las consecuencias, adaptativas o perniciosas, de la confrontación bélica.» (El añadido entre corchetes es nuestro){18}.
Es, tras esta puntualización, obligado señalar el nuevo curso relacional que la gente del ámbito rural no necesariamente vinculada al sector productivo mantiene con los perros. ¿Qué sucede, entonces, cuando desde el punto de vista de sus propietarios (emic) el perro es entendido como un animal dotado de personalidad? Ya venimos apuntando algunas de las consecuencias más notables en relación con lo ya tratado directamente con las vacas. No pueden entenderse como seres carentes de atributos racionales que les habilite para ser entendidos como objetos de derecho, o mejor, como agentes colaboradores del entramado productivo, ya no se pueden, por tanto, inscribir en el eje radial del espacio antropológico.
Sin las coordenadas propias del espacio antropológico del materialismo filosófico de Gustavo Bueno no cabe duda que las relaciones interespecíficas entre hombre y perro se alojarían perfectamente en el campo de la ética y de la moral, y si pretendemos ser honestos con la nueva realidad, en el campo del derecho ya que muchos de estos nuevos vínculos a través de un cada vez más rápido proceso de aceptación social van cristalizando en forma de derecho positivo, o lo que es más significativo, van triunfando y ocupando un sitio cada vez más privilegiado dentro del eje circular, y esto sucede porque el perro ha logrado acreditar en los últimos años su condición de ser racional e incluso personal, acreditación que emana de su reconocimiento como tal por parte de aquellos que tienen la capacidad para atribuirle dicha figura, de este modo se procura una mejor protección, se evitan actuaciones sobre ellos que vengan guiadas por la irracionalidad y que generalmente toman cuerpo en forma de actuaciones violentas y gratuitas.
Ahora bien, al ubicar en los perros un atributo como el de la personalidad lo que estamos haciendo es sobrevalorar su condición y equiparar por elevación sus derechos a los nuestros, por supuesto, que decir tiene que sus deberes se restringirían a la necesidad de procurarnos, en la medida de sus posibilidades, dosis diarias de la tan codiciada para nosotros felicidad, porque es evidente que entre sus deberes no aparece su obligación de ser un animal de trabajo, o si a caso, puede aparecer como voluntario guardián de un hogar al que pertenece y en el que viene reconocido como uno más de la familia. Desde el punto de vista emic todo lo vinculado con los perros en el entorno rural y protagonizado por aquellos que han fijado ahí su residencia, primera o segunda, y cuya actividad laboral es ejercida en la ciudad puede entenderse en este eje circular, pero en aras a la verdad es un ajuste erróneo tanto emic, es decir desde el punto de vista de sus propietarios que ven en la naturaleza animal personal misma el fundamento más firme de su condición moral, como etic o de aquellos que externamente, ya sean científicos, expertos en derecho o filósofos morales, analizan el fenómeno relacional del hombre con el perro como un mecanismo eficaz para la salvaguarda de los más mínimos principios de lo que hoy conocemos como bienestar animal, y lo es por la sencilla razón de que el perro carece de figura humana lo que le convierte en un ser que entra de lleno en otra dimensión del espacio antropológico, y esta no es otra que la del eje angular. Por tanto, es absolutamente necesaria una superación, volvemos a insistir en ello, de los enfoques fenoménicos ya sean estos emic o etic, no por superfluos o meramente erróneos, sino porque no logran explicar la esencialidad misma del vínculo religioso experimentado por parte del hombre con el animal entendido como númen.
Notas
{1} En el Diccionario de la Real Academia española viene definido el término defunción como: «Muerte de una persona». Resulta cuando menos curioso el hecho de que en el caso de las vacas o de los toros en su certificado de identificación aparezca el más impersonal, el menos afectivo, término muerte o si su destino es el matadero sacrificio. Con los perros el término defunción fue suprimido y sustituido por el de muerte de los certificados de identificación animal del Ilustre Colegio Oficial de Veterinarios de Asturias por un periodo de tiempo próximo al año; actualmente se ha vuelto a recuperar el término defunción, quizá, y principalmente, por atender posibles quejas de los propietarios de perros o de los mismos profesionales de la medicina animal, pudiera ser que viesen en la administración veterinaria asturiana un débil compromiso afectivo hacia ellos (también hacia los caballos o gatos) a la hora de ser debidamente identificados. Aunque también puede ser un simple cambio informático realizado con el fin de emitir unos nuevos impresos de identificación animal, cambio perpetrado involuntariamente al acudir al documento original. Para un análisis detallado y somero de la idea de persona véase Gustavo Bueno, El sentido de la vida. Seis lecciones de filosofía moral (Lección tercera: Individuo y persona), Pentalfa, Oviedo 1996.
{2} Véase Jesús Mosterín, ¡Vivan los animales!, pág. 59, Temas de Debate, Madrid 1998.
{3} Se estima que para la cabaña ganadera española de finales del siglo pasado cada vaca lechera producía entre 4400-4500 litros de leche al año. Véase Carlos Buxadé, Zootecnia: bases de producción animal, tomo I, Mundi-Prensa libros, Madrid 1995.
{4} Véase Alfonso Fernández Tresguerres, «Los dioses olvidados», pág. 216, Pentalfa, Oviedo 1993.
{5} Véase Fernández Tresguerres, op. cit., pág. 222.
{6} Véase Pelayo García Sierra, Diccionario filosófico, http://www.filosofia.org/filomat/df353.htm
{7} Véase Gustavo Bueno, El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión, pág 186, Pentalfa, 2ª ed., Oviedo 1999.
{8} Iñigo Ongay de Felipe, «Alicia en el país de los simios», http://nodulo.org/ec/2006/n051p01.htm
{9} Apesadumbrado Jesús Mosterín reconoce que dicho proyecto está lejos de ser real, y es descorazonador comprobar como: «Por desgracia, la mayor parte de la ganadería intensiva actual es completamente inmoral, pues impide que los animales tengan vidas mínimamente aceptables y felices, confinándolas en espacios pequeños en los que apenas pueden moverse, separando a las madres de las crías, y, en general, tratando sin respeto alguno a los animales, como si fueran meras máquinas de convertir vegetales en carne», op. cit., págs. 245-246. Sería interesante investigar con detalle la dieta de tan firme defensor del bienestar y felicidad de los animales de granja.
{10} Véase Gustavo Bueno, op. cit., págs. 229-294.
{11} La consideración moral del hombre de los animales puede servir como índice capaz de discernir racionalmente la catadura reflexiva de muy diferentes tradiciones humanas. La tradición judía, cristiana e islámica heredera indiscutible de nuestra tradición científica y filosófica griega merece el más rotundo desprecio por parte de Jesús Mosterín. De este modo, cree justificado sustituir dicho prisma práctico con respecto a los animales, dominado por la crueldad más irracional, por una propuesta moral y filosófica más elevada como la del budismo o el jainismo, «dos de las filosofías más profundas que ha producido el pensamiento humano» op. cit., 217. Las filosofías de tradición Occidental, no lo olvidemos, simplemente se han preocupado de la no violencia con respecto al ser humano, extremo antropocentrismo que impregna sistemas de pensamiento, suponemos menos profundos, como los de Santo Tomás o Kant. Puede consultarse en esta misma obra, La tradición de desprecio y respeto de los animales, págs., 212-222.
{12} Sobre la necesidad acuciante, urgente, de armarse racionalmente frente a esta tiranía de la pereza argumental en las formas más arriba mencionadas véase Gustavo Bueno et alii, Dios salve la razón, págs. 57-92, Ed. Encuentro, Madrid 2008.
{13} Jesús Mosterín, op. cit., pág. 319.
{14} Fernández Tresguerres, op. cit., págs. 214-215.
{15} Véase Gustavo Bueno, ¿Qué es la bioética? Principios y reglas generales de una Bioética materialista, págs 59-89, Pentalfa, Oviedo 2001.
{16} Ley 32/2007, de 7 de noviembre, para el cuidado de los animales, en su explotación, transporte, experimentación y sacrificio. BOE núm. 248, jueves 8 noviembre de 2007.
{17} «En cuanto se quedaron solos en su casa se sentaron a la mesa, mas antes que ella abriera la boca miró el novio alrededor de sí, vio un perro y le dijo muy airadamente:
—¡Perro, danos agua a las manos!
El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y a decirle aún con más enojo que les diese agua a las manos. El perro no lo hizo. Al ver el mancebo que no lo hacía, se levantó de la mesa muy enfadado, sacó la espada y se dirigió al perro. Cuando el perro le vio venir empezó a huir y el mozo a perseguirle, saltando ambos sobre los muebles y el fuego, hasta que lo alcanzó y le cortó la cabeza y las patas y lo hizo pedazos, ensangrentando toda la casa». Don Juan Manuel. El conde Lucanor, pág 136, Editorial Castalia, Madrid 2003.
{18} Veáse Alfonso Fernández Tresguerres, El signo de Caín. Agresión y naturaleza humana, pág. 79, Eikasia Ediciones, Oviedo 2003.