Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 88 • junio 2009 • página 4
«–Eso no es para ti –había dicho refiriéndose a la mejor situación que podría ofrecerme Piedras Negras. Yo pensaba lo mismo y el orgullo de tal certidumbre hacía soportable la crueldad de la separación. Y con voluptuosa amargura, contemplaba los patios de la Preparatoria, pensando: –Se llenarán de mí–. Atravesaba las calles antiguas y reposadas del rumbo universitario, adolorido en lo íntimo, mal comido y peor trajeado, indiferente a la pompa ajena, pero musitando: –Oiréis hablar de mí.» (José Vasconcelos, Ulises Criollo.)
«Y si Don Quijote es símbolo de algo, no lo es de la «solidaridad universal», ni de la «tolerancia» […] ¿Y quién concibe a Don Quijote desarmado? En el último capítulo, es cierto, Don Quijote «cuelga las armas», a la manera como el fraile «cuelga los hábitos»; pero mientras que para el cura o el fraile colgar los hábitos suele significar el renacimiento hacia una nueva vida, en la que su barragana quedará elevada a la condición de esposa, para Don Quijote, colgar las armas significa el paso que le conduce inmediatamente a la muerte.» (Gustavo Bueno, Don Quijote, espejo de la nación española, Final de España no es un mito.)
«Prefiero que me tomen por loco o por necio, antes que por chistoso […] Detesto a Bernard Shaw y a su palabrería de juglar; a France con su gracia afeminada y trivial; al dulce y conformista Barrie de las ternuras pequeñas. El humour a la inglesa rebaja los ideales al alcance de los bufones; parece el desahogo vulgar de la incomprensión; no pudiendo excederse, fabrica sentimientos caseros para satisfacción de los optimistas.
Mi raza, que es grave, profunda, y se enternece hasta las lágrimas en la intensa dulzura de la oración; también ha sabido reír, pero con la risa cervantesca que fustiga la ejecución inadecuada de los altos propósitos, la ineptitud de la realidad para acomodarse al ensueño. Después de todos los fracasos de Don Quijote, el ideal queda aún más alto y glorioso. El humour, en cambio, es el triunfo incontenible de Sancho Panza, y yo llevo años en países sajones y estoy harto de sanchopancismo.» (José Vasconcelos, Monismo estético, Parte segunda de Prometeo Vencedor.)
I
Nada más desafortunado que cruzarse con individuos que, con un desconocimiento total, o con un superficial y primario barrunto de la cuestión, hablando muchas veces «de oídas», someten a juicio implacable y categórico la obra de autores de magna proporción como lo fue José Vasconcelos.
Y peor es aún el infortunio cuando nos es dado apreciar la esgrima elemental y burda, desplegada desde esquemas ideológicos de galopante ramplonería (como los que intentan ver la realidad entera desde el reduccionismo izquierda/derecha) o desde el sociologismo que, junto con el psicologismo, hoy todo lo anega, como el sociologismo propio de quienes se consideran en efecto «de izquierda», progresistas, liberales o furibundos defensores del laicismo, que rematan con insistencia la condena afirmando que, por ejemplo, «Vasconcelos fue un reaccionario impresentable» o que «Vasconcelos era de derecha, conservador y racista, que en sus más oscuros días simpatizó con el régimen nazi».
Y otro tanto se dirá contra él desde el indigenismo relativista posmoderno que tanta fuerza ha venido a cobrar en nuestros días (y obviamente auto-concebido como de «izquierda radical»), o incluso desde el nacionalismo juarista masónico, que ven en él a un hombre intolerante, católico, euro-céntrico y elitista («un señorito», dijo de él, por ejemplo, Max Aub, reconociendo no obstante después, en la nota que para tales efectos escribió, muchas des sus más sólidas virtudes).
Características todas estas de esquemas de interpretación de la realidad y de la historia que, recortados desde planos fundamentalmente ideológicos, terminan por reducir de manera monista (todo está relacionado con todo) –y no pluralista– aspectos determinantes de la dialéctica política efectiva: tal es el caso de la decisiva aportación que a la política, a la historia y a la filosofía de México e Hispanoamérica hubo de legar con señorío y severidad José Vasconcelos, ese hombre que puede ser criticado en uno u otro sentido, pero que nunca, nunca puede ser ignorado, y que, grande como lo fue, según nos dice Jaime Torres Bodet, estuvo desde siempre llamado con fatalidad a alcanzar cumbres y abismos de grandeza semejante (y es que la fatalidad es precisamente, para Vasconcelos mismo, la compañera fiel de la grandeza):
«No es hora ésta para intentar una apreciación detallada de los méritos de su obra. Crítico austero (y, por cierto, más imparcial que los jueces humanos más exigentes), el tiempo se encargará de atenuar la aspereza de ciertas cóleras, de afirmar en relieve y luz sus cualidades incuestionables y dejará, por encima de los desacuerdos y de las pugnas, el testimonio de un alma enhiesta y la lección de una vida que, como el fuego, brilló para consumirse y quemó, para ser, mucho de lo que amó.» (Oración fúnebre de Jaime Torres Bodet ante la muerte de Vasconcelos, del 30 de junio de 1959.)
Circunstancias de este tipo nos recuerdan aquélla anécdota contada por el profesor Gustavo Bueno en alguna de sus conferencias, en la que recordaba la petulancia de Ortega con la que, ante la pregunta que en algún momento se le hizo –habrá sido también en una conferencia suya– sobre lo que opinaba él sobre la filosofía de Jaime Balmes, Ortega respondió, luego de haber repetido el nombre en cuestión con la actitud de quien tiene dificultad de recordar a alguien insignificante (Balmes… Balmes… Balmes…) lo siguiente: ‘¿Balmes? ¿Pero fue acaso Balmes un filósofo?’. A lo que Bueno, reinterpretando, contestó: ‘cualquiera que dude de que Balmes fue un filósofo es porque, sencillamente, no lo ha leído, como al parecer sucedía con Ortega… ¿Qué más da que haya sido Balmes cura o jesuita a efectos de su catadura como filósofo?’.
Pero cosa muy distinta ocurre –como cuando se prueba un vino de calidad superior que se eleva de inmediato por encima de todo cuanto era conocido antes de él, modificando así el canon por entero– cuando se lee en efecto a Vasconcelos, pues una vez habiéndolo hecho es imposible ya apresurarse en la opinión disparada en automático ante la activación del resorte ideológico de referencia: la complejidad dialéctica a la que siempre sometió todo cuanto hizo, detiene a quien a su obra tiene acceso en aquellos puntos críticos en los que contradicciones fundamentales son puestas a la vista, abriendo así horizontes nuevos de racionalidad y juicio crítico; y esto es así sobre todo en la medida en que la contradicción es, precisamente, el motor central en torno del que se organiza el mecanismo entero –el sistema dialéctico– de todo problema filosófico.
Porque bien sea su obra autobiográfica, bien sea su obra ensayística, bien sea su obra filosófica, la de Vasconcelos es una fuerza literaria, una potencia crítica y un pathos estético, para decirlo en sus términos, de vastos horizontes, de referentes portentosos y graves y de singular belleza sinfónica, que, sin perjuicio de la reacción que muchos de sus planteamientos puedan acaso suscitar, termina no obstante incorporando al lector en una órbita filosófica, vale decir intelectual, que siempre fue trabajada persistentemente, y al margen de que lo haya logrado de manera definitiva, con pretensiones de sistema, acometido que no todos en su tiempo, ni después, tuvieron el arrojo ni, sobre todo, la capacidad de encarar: razón ésta última por la que, precisamente, ante la imposibilidad de abarcar y comprender el espectro global y sistemático dentro del que, dibujado y proyectado como estaba a escala filosófica, muchas de sus tesis más polémicas cobraban y cobran sustancia y sentido cabal, fueron y son legión quienes, en efecto, acaso digan con desdén, cuando sobre Vasconcelos se les pregunta, la consabida y fácil cantaleta: ‘Vasconcelos… Vasconcelos… Vasconcelos… ¿pero no fue acaso Vasconcelos un reaccionario intolerante y racista? ¿No fue acaso un católico retrógrada y resentido? ¿No fue Vasconcelos un empedernido hombre de derecha?’. A lo que respondemos: quienes así piensan, o quienes sólo eso piensan sobre Vasconcelos, es porque, sencillamente, no la han leído.
Dice en todo caso JV, en la introducción a su Monismo Estético (editada como parte segunda de su Prometeo Vencedor), por cuanto a sus afanes sistemáticos en materia filosófica, lo siguiente:
«Los tres ensayos que componen el presente estudio forman parte de una serie inconclusa, pero ya delineada. Como esta introducción ha de servir para toda la serie, adelantaré observaciones aún sobre las partes que todavía están en proyecto.
El propósito de estos ensayos no es tanto desarrollar los asuntos que proponen, sino más bien intentar la definición de una doctrina que desde luego presento con el nombre de Monismo Estético.
Fui educado en la creencia de que ya no es posible construir nuevos sistemas de filosofía. La escuela inglesa, empirista, evolucionista y plagada de cabezas menores de ensayistas, nos condenaba a concebir el mundo como una sucesión de hechos que deben ser expresados en estilo narrativo y detallista. La relatividad del conocimiento científico, invadiendo las soberanas esferas de la filosofía, transformaba los principios lógicos, la moral y el gusto, y todo el pensamiento, ligado tan sólo por las leyes de la materia sensible, asumía el aspecto inerte, equilibrado y profuso de un polvo de nebulosa. Nuestro José Enrique Rodó, haciéndose eco de su tiempo, nos hablaba de perspectivas indefinidas y de renovaciones perpetuas; nada de principios fundamentales, ningún concepto esencial: empirismo científico, pluralismo inconsciente, pragmatismo, filosofía literaria; tales son las plagas espirituales en que nos hemos criado.
Contradiciendo esto, mis escritos tienden a organizar un sistema. Si la época pasada, por su fuerza crítica, dejó minadas todas las doctrinas tradicionales, a tal punto que en ningún sentido es posible una reacción completa, no por eso destruyó, ni nada puede destruir, la intuición de la síntesis, esa eterna fuente de sistemas, incompletos, equivocados, pero sistemas.» (Páginas 91 y 92 de nuestra edición de Editorial América, Madrid, de 1920).
II
Ahora bien, en esta entrega de Los días terrenales que, a cincuenta años de su muerte, estamos dedicando a la memoria de José Vasconcelos, queremos aislar algunas de las claves fundamentales de su obra analizando una de sus creaciones que no ha recibido la misma atención que han recibido, de manera general, por ejemplo, La raza cósmica o su obra autobiográfica (Ulises Criollo, La tormenta, El desastre, El proconsulado y La flama) –véase por ejemplo la semblanza comentada que de él aparece en el Proyecto Filosofía en español…. www.filosofia.org)–, nos referimos a su Prometeo Vencedor, editado por la Editorial América de Madrid en 1920 y conformado por dos partes: la obra en tres actos del mismo nombre, por cuanto a la primera sección, y, por cuanto a la segunda, su ensayo fundamental Monismo estético, constituido a su vez por tres ensayos, a saber: La sinfonía como forma literaria, Arte creador y La síntesis mística.
Adelantemos desde ya la advertencia que sitúa Vasconcelos en la antesala de su Prometeo:
«La obra que ofrezco al público bajo el nombre de PROMETEO VENCEDOR, forma parte de la serie anunciada en la Introducción a los ensayos de mi MONISMO ESTÉTICO y viene a sustituir el ensayo que había yo preparado con el título de El Genio del Mal y la Ironía.
Al ir desarrollando el asunto de este último ensayo, varias veces tuve que cambiar de plan, y por fin llegué a reunir las páginas que hoy componen mi Prometeo. Debo reconocer que me puse a hacer una cosa y salió otra. No he logrado presentar una solución del problema del mal, acaso porque esa solución la poseía de antemano, pues acepto sin reservas la tesis de Plotino, la tesis de que el mal no posee valor en sí, y sólo depende de separación y alejamiento de la esencia divina.
También me he desviado un tanto del problema del mal, para presentar en los actos segundo y tercero una doctrina que ha parecido demasiado tétrica a varios amigos ante quienes la expuse hace años; pero creo que aun los mismos que así opinen no dejarán de reconocer que el asunto tiene posibilidades enormes de belleza que otros, más capacitados, sabrán revelar.
No pocas observaciones de las que había acumulado para el ensayo de la Ironía y el Mal tuvieron que ser suprimidas; pero confío en que estos sacrificios de detalle habrán servido para asegurar la unidad de la presente obra.» (Páginas 9 y 10 de la edición citada)
Tarea de notable dificultad es no obstante la que intentamos realizar, sobre todo en virtud de la distancia que media entre las coordenadas filosóficas en las que nos situamos, que son las del sistema del materialismo filosófico, y aquellas desde las que Vasconcelos configuró su obra filosófica y su práctica política. ¿Qué puede decirse, se pensará, frunciendo el ceño, de inmediato, desde el racionalismo del materialismo filosófico respecto de una obra trabajada desde presupuestos filosóficos espiritualistas, idealistas (Nietzsche, Schopenhauer) o místicos como la de Vasconcelos? ¿Cómo conciliar un ateísmo esencial materialista, impío, con una obra que descansa en principios revelados o de fe, como casi en su totalidad ocurre con la de Vasconcelos?
Nuestra respuesta es una y es la siguiente: el único camino que podemos emprender con solvencia es el de la interpretación crítica, dialéctica, desde nuestras coordenadas, del sistema en cuestión, el de Vasconcelos, intentando hasta donde sea posible extraer de sus revestimientos metafísicos los núcleos racionales –muchos de ellos expuestos con verdaderamente excepcional lucidez: y es que Vasconcelos cabalgaba sobre las Ideas, como dijo de él Martín Luis Guzmán– susceptibles de poder ser incorporados, operando una suerte de «vuelta del revés», a un esquema nuevo de racionalidad política en concordancia con la geometría de nuestra plataforma filosófica.
Pero hemos de advertir que esta tarea sólo puede tener lugar sí y sólo sí se hace desde el terreno de la filosofía, y no desde el de las ciencias sociales, como la sociología, la ciencia política, la antropología, el insufrible psicoanálisis o, incluso, la historia (muchos y muchas antropólogos y antropólogas indigenistas críticos y críticas radicales relativistas progresistas de izquierda ética posmoderna, dicho sea de paso, son las y los que nutren esa legión anti-vasconcelista que, o no lo han leído en absoluto y hablan «de oídas», o no la han logrado entender… y que conste que entender no significa aceptar o suscribir en automático el tema en cuestión: entender es, simplemente, entender); un terreno, el de la filosofía, decimos, que es en el que en realidad hubo de moverse siempre Vasconcelos: esta es otra de las razones a las que obedece la dificultad para lograr entenderlo en su más alto grado de significación y posibilidad problemática por parte de muchos «científicos sociales», que son los que suelen afirmar gratuitamente que Vasconcelos «estaba en las nubes», que «era demasiado teórico y poco práctico… un filósofo a fin de cuentas» o que, en definitiva, y con esto ha de bastar para descartarlo de inmediato y con desprecio, «era un engendro de derecha».
Y decimos esto amparándonos en la tesis desde la que impugnamos la idea de que los cortes entre un sistema filosófico y otro, o entre la teología (bien sea teología natural, bien sea teología dogmática) y la filosofía en general, son cortes absolutos o tácitos, defendiendo en cambio la continuidad –con modulaciones y rectificaciones críticas no obstante fundamentales: porque no todo está conectado con todo, pero tampoco todo desconectado de todo– entre ideas y sistemas que, sólo en apariencia o desde un punto de vista externo a los mecanismos de trabazón dialéctica, pueden ser apreciados como contrapuestos o inconexos: tal es el caso de la continuidad entre el sistema hegeliano y el marxista, entre el sistema escolástico y el kantiano, o entre las ideas de la gracia y la providencia medievales y el de sus correspondientes modulaciones secularizadas manifestadas en las ideas de cultura y de progreso modernos. Extraordinarios trabajos y desarrollos de lo anterior, nos parece, pueden ser encontrados en Leo Strauss (véase La ciudad y el hombre y Liberalismo antiguo y moderno, Katz editores, y, de Heinrich Meier, Leo Strauss y el problema teológico-político, Katz editores), Carl Schmitt (Carl Schmitt, teólogo de la política, Fondo de Cultura Económica), Karl Löwith (Historia del mundo y salvación. Los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia, Katz editores) y en Gustavo Bueno (El mito de la cultura, Prensa ibérica).
Bien. ¿Cómo es pues posible esa pretendida exhumación y «vuelta del revés» de los núcleos racionales que de la obra de Vasconcelos, en especial de su Prometeo vencedor, queremos hacer?
Es posible del modo siguiente: señalando primero la órbita problemática en la que su obra se sitúa, que es la órbita que gravita en torno de la indagación fundamental, que llamamos con Leo Strauss y Löwith el problema teológico-político en tanto que pivote de toda filosofía de la historia, y que puede ser formulada, siguiendo aquí a Heinrich Meier, como sigue:
«Lo que evoca inmediatamente su discurso [Strauss] sobre el «problema teológico-político» es la empresa teológico-política impulsada por la filosofía moderna. Desde el punto de vista de Strauss, esta empresa no tuvo éxito por lo menos en un aspecto: no fue capaz de eliminar del mundo el problema teológico-político. No obstante, el éxito político de la empresa –el establecimiento de la sociedad liberal– sólo le dio al problema un nuevo giro: la vieja dificultad teológica quedó irresuelta, mientras que el nuevo desafío político consistió en lo sucesivo en restaurar el rango de lo político y en hacer visible otra vez la dignidad de la vida política. El proceso histórico puesto en marcha por la empresa teológico-política de la filosofía moderna condujo a la parcelación de la vida humana en una multitud de «provincias culturales autónomas». En la cooperación y en la convivencia, supuestamente pacífica, de la economía, la política, la religión, el arte, la ciencia, etc., se pierden para la filosofía las alternativas serias y con ellas se desvanece la conciencia de que la filosofía de una forma de vida especial […]
Lo que comienza con la emancipación de la política respecto de la teología desemboca finalmente, luego de la exitosa liberación de un mundo de creciente racionalidad utilitaria y de prosperidad en aumento, en un estado de incomprensión e indiferencia respecto del sentido original de la crítica teológico-política, un estado en el que las exigencias de la política son rechazadas con la misma indubitabilidad que las de la religión. Este estado encuentra su expresión conspicua en la existencia del burgués, que no quiere saber nada con las pretensiones que apuntan a la totalidad, y en una filosofía que ya no sabe responder a la pregunta ¿por qué la filosofía?» (Heinrich Meier, Leo Strauss y el problema teológico político, Katz, Buenos Aires 2006, págs. 45, 46 y 48)
Lo que está afirmando Meier respecto de Strauss, definiendo el centro problemático de una indagación filosófica fundamental, es el hecho de que el mundo racionalizado, secularizado, liberal y burgués sólo en apariencia quedó liberado de las implicaciones ontológicas de fundamentación de la vida política y de los primeros principios problematizado como el problema teológico-político de la revelación y la salvación (problemas que sólo tienen cabida dentro del mundo cristiano occidental), habiendo tenido como resultado, en ese proceso de secularización supuestamente liberador, haber desembocado en la época de la despolitización liberal burguesa, laica, democrática y relativista, el mundo del mito de la Cultura analizado por Gustavo Bueno en El mito de la Cultura, incapaz e indiferente ya de comprender la degradación a la que por esa vía queda sometida la vida política misma y al vaciamiento de sentido al que también queda expuesta la historia, al quedar cancelada la posibilidad de mantener alguna línea maestra de ordenación global de la vida política y de continuidad en el tiempo.
Y es esta la óptica desde la que es posible apreciar en su amplitud crítica la posición de Vasconcelos en términos estructurales, pues, lejos de reproducir delirios católicos trasnochados y conservadores, según sentencian sus críticos ramplones, Vasconcelos estaba situándose frente a la aspiración moderna, liberal y de seguridad, socialdemócrata diríamos hoy, que ve rebajada la política a mera administración eficiente, para defender en cambio el prestigio fundamental de toda alta política: el de la grandeza de la pasión, el sacrificio y la fatalidad a la que puede serle dado al hombre asistir por la causa de la política, de la vida en la ciudad, de la vida en la república.
Otra cosa es que las ideas con las que Vasconcelos emprende su crítica hayan sido de estirpe cristiana (pero tan cristianas como pudieron haberlo sido las ideas, por ejemplo, de Hegel), aunque lo fueran no como manifestación de su «talante de derecha y conservador», otro argumento ramplón y simple repetido hasta el hartazgo, sino por razones de índole y matiz mucho más sutiles y complejos de los que groseramente se le atribuyen, como aquellos apreciados por W. H. Auden en sus espléndidas conferencias sobre Shakespeare (Trabajos de amor dispersos. Conferencias sobre Shakespeare, Crítica, Barcelona, 2000) en las que hacía la interesante distinción entre el héroe trágico clásico, que es infortunado, y el héroe trágico cristiano, que es tentado (¿qué tiene que ver esta distinción, señores míos, con la izquierda, la derecha, con el liberalismo o el conservadurismo?). Vayamos, con esta distinción de Auden a la vista, a Vasconcelos:
«El mensaje particular de Cristo, no contenido en ninguna otra doctrina, consiste precisamente en manifestarnos este poder de apresurar por saltos y milagros de gracia misericordiosa el vagar indeciso de las almas ineptas y acongojadas; el deseo que la divinidad tiene de que la salvación y la gloria sean universales. Así lo dice San Juan: «El Viejo Testamento es la Ley; Cristo es la Gracia y la Misericordia». Cuánto consuelo encierra esta sencilla sentencia. Meditándola comprendemos por qué Cristo no necesitó inventar filosofías, ni preceptos de moral severa; ni siquiera tuvo que destruir y renunciar; no dijo como otros Budas, renuncia, no desees, no ames; por el contrario, revolucionando la ética y con escándalo de los necios, buscó al pecador porque era el apasionado…» (La energía cristiana, parte final del Monismo Estético, pág. 201 de nuestra edición de Prometeo vencedor, el énfasis final nos corresponde, IC.)
Y en otra parte, la correspondiente a La sinfonía como forma literaria de su Monismo Estético, y habiendo consignado primero en la introducción que sólo en la tragedia de la política se aclara el funcionamiento de los destinos supremos, presenta Vasconcelos, con motivo de su exposición sobre Beethoven, y desbordando la interpretación psicologista para llevar las cosas al terreno filosófico, una diferenciación entre la tragedia clásica y la tragedia moderna (lo que de inmediato nos lleva a pensar en Napoleón en su conversación con Goethe, a pesar del desprecio que hacia el primero tuvo Vasconcelos):
«Cierto perspicaz autor, Grove, encuentra en este contraste la historia de unos amores fracasados de Beethoven; el conflicto de su voluntad fuerte con la indomable seducción de la amada; pero merece interpretación mucho más amplia esta profunda lucha en que más bien parece contender la voluntad individual y la incertidumbre de los destinos, el espíritu impetuoso y la ley natural, indiferente y lacia. Con la ventaja, sobre la antigua, de esta moderna tragedia, de que aquí la voluntad no se conforma con gemir, sumisa a lo inevitable, sino que, impelida por vislumbres redentores, rebasa el fenómeno, vence el Destino y crea entidades estéticas, nuevos seres, gobernados por ley divina. El conflicto queda sin solución, magníficamente planteado, patéticamente vivido.» (págs. 134 y 135.)
Y en otra parte, muy cerca del final de su Prometeo en este caso, ante el vaciamiento de sentido al que se ven sometidos los acontecimientos políticos presentes en tanto que quedan desconectados de cualquier esquema escatológico de concatenación histórica universal, Prometeo anuncia a Satanás la clave de su drama, dejando planteado también el problema ontológico de la sustantividad del bien, de la vida justa, de la justicia:
«PROMETEO. —¿Por qué no te haces hombre?
SATANÁS. —¡Mal me quieres, Prometeo, pues me aconsejas que sea hombre!
PROMETEO.—No te quiero mal, Satanás; veo tu desgracia, y ella consiste en carecer de propósito, en no tener esencia. El mal no tiene esencia, no tiene propósito; por eso para obrar siempre se disfraza de bien. ¡Sólo el bien es el Ser!»(Prometeo vencedor, p. 87 de la edición que comentamos, énfasis nuestro)
III
Ahora bien, todo lo anteriormente dicho abona a la primera parte de nuestra tarea, que es la de señalar desde un punto de vista filosófico la órbita o escala en la que se situaba José Vasconcelos.
La parte segunda corresponde a reconstruir las líneas maestras que, en esa escala previamente identificada, dibujó Vasconcelos su sistema problemático. De la vastedad de líneas y proyecciones que atraviesan por entero su obra, queremos detenernos en dos de ellas: la línea maestra trazada desde el dominio de la filosofía de la historia, y la línea maestra, conectada orgánicamente con la primera, trazada desde el dominio de la idea de Hombre.
Es a partir de estas dos líneas que puede bosquejarse un esquema global de interpretación de lo que atraviesa por entero la obra y vida de Vasconcelos, y al margen del cual, es ésta nuestra tesis, es imposible lograr entender el sentido general que quiso siempre dar a todo cuanto hizo y escribió; un esquema, no queremos dejar de enfatizar esto, que está a mil leguas de los tradicionales reduccionismos de izquierda/derecha, de progresista/conservador o de liberal/reaccionario.
El núcleo duro de nuestra tesis es en definitiva este: el problema de México fue para Vasconcelos un problema de filosofía de la historia, y ese problema puede solamente expresarse desde el punto de vista de la existencia de México como fruto de un imperio universal, el Imperio español, y de la idea de Hombre que desde tal escala universal es dable definir. Pero si México es el fruto de un imperio como el español, que abarcó vastas regiones americanas, su existencia problemática se conecta atributivamente con la existencia problemática de toda la América hispana y de España misma en tanto que fruto todos ellos del imperio universal en cuestión.
Sólo puede hablarse de filosofía de la historia a la escala de los imperios universales, porque es a esa escala en la que es posible definir las grandes concepciones globales, las grandes Ideas de hombre que han sido ofrecidas históricamente desde un punto de vista materialista y no metafísico: porque El Hombre, en un sentido genérico y esencial no existe ni ha existido nunca, lo que ha existido es un cuadro plural de ideas de hombre enfrentadas entre sí, muchas veces a muerte, a través de la dialéctica de imperios universales, a través de la tragedia de la guerra y la política: la idea de hombre griego, la idea de hombre romano, la idea de hombre persa, la idea de hombre cristiano, la idea de hombre hispánico, la idea de hombre soviético, la idea de hombre americano.
Es sólo en la medida en que sea posible diseñar, a partir de una idea de hombre particular, un cuadro de ordenación global y de conexiones escatológicas, como es posible también abordar las cuestiones concernientes a la filosofía de la historia, pues es de tal idea de hombre particular –y no de otra, es decir, intolerante respecto de otras más– que es también posible derivar un cuadro mínimo de virtudes morales y de una prudencia política determinada.
Y esa Idea de Hombre que Vasconcelos tuvo siempre frente a sí, y aquí queríamos llegar haciendo conexión con los epígrafes que presiden este ensayo, y es aquí también donde reside la clave problemática de Vasconcelos en tanto que se sitúa en las antípodas de la Leyenda Negra anti-española, es una idea troquelada según los perfiles universales (atributivos) del molde español:
«FILÓSOFO. —Así ocurre, particularmente en esas tierras de Hispano-América. Los hombres de todas las razas que allí se han juntado, hablan de formar una Humanidad nueva con lo mejor de todas las culturas, armonizado y ennoblecido dentro del molde español.» (pág. 41 de nuestro Prometeo vencedor.)
Y ese molde no es otro que «el reflejo de la nación española», según hubo de referirse al caballero de la Triste Figura el bachiller Sansón Carrasco, atendiendo a lo que sobre ello nos cuenta Cervantes en El Quijote; es la idea de hombre del Quijote en la que Vasconcelos ve recogidas las virtudes de la severidad, la gravedad, el heroísmo y la tragedia: el pesimismo trágico que reclama lo absoluto (lo universal histórico) aún a costa de la alegría (la muerte del Quijote al tener que colgar las armas). Un pesimismo estoico y relista, no optimista ni ingenuo, intolerante y armado, que hace la guerra por la idea concreta que de la Justicia tiene, materialista vale decir en definitiva, que es la contrafigura del idealismo armonista socialdemócrata, liberal y relativista del presente.
Y ha sido un error siempre querer ver en estas tesis de Vasconcelos un anti-nacionalismo respecto de México; todo lo contrario, se trata tan sólo –es esto lo que luego no puede advertirse– del horizonte a través del cual es posible, no ya nada más para los mexicanos, sino para los hispanoamericanos todos, proyectarse en un derrotero de sentido dentro del que sea posible dar al menos uno o dos pasos en términos históricos según la consigna recogida en Prometeo vencedor: nacionalismo en la savia, universalidad en las finalidades.
En trabajos anteriores de quien esto escribe, sobre todo los de carácter ideológico político, se ha acudido a José Vasconcelos tomándolo como uno de nuestros referentes fundamentales. En su momento recibimos críticas derivadas del extrañamiento al que se llegaba según la contradicción que, a juicio de algunos, aparecía en el momento de incorporarlo dentro de nuestra perspectiva global de racionalidad política (materialista, atea, racionalista, socialista).
Se trata de las críticas a las que hemos hecho alusión en el cuerpo de este breve ensayo, que, al tiempo de ser presentado en homenaje a su figura, a su impronta y su legado intelectual y político, lo hacemos también a efectos del esclarecimiento de muchas de tales contradicciones, que nos hemos propuesto aquí señalar como meras apariencias. Tómese pues también este trabajo en el sentido de esta consideración final.
Apéndice
Oración fúnebre
ante la muerte de José Vasconcelos
Jaime Torres Bodet
30 de junio de 1959
En nombre del Sr. Presidente de la República, Lic. D. Adolfo López Mateos
Ardiente, impetuoso y apasionado, José Vasconcelos deja un recuerdo que por espacio de muchos años seguirá suscitando, como su vida, admiraciones fervorosas y controversias inevitables.
No es hora ésta para intentar una apreciación detallada de los méritos de su obra. Crítico austero (y, por cierto, más imparcial que los jueces humanos más exigentes), el tiempo se encargará de atenuar la aspereza de ciertas cóleras, de afirmar en relieve y luz sus cualidades incuestionables y dejará, por encima de los desacuerdos y de las pugnas, el testimonio de un alma enhiesta y la lección de una vida que, como el fuego, brilló para consumirse y quemó, para ser, mucho de lo que amó.
No me aproximo a la tumba de Vasconcelos con la pretensi ón de emitir un juicio sobre sus libros de pensador y de narrador, o sobre sus opiniones de historiador y polemista. Su fama se extiende más allá de nuestras fronteras. Lo que deseo, como Secretario de Educación Pública, es rendir homenaje al hombre que concibió, en muchas de sus líneas fundamentales, la actual estructura del sistema educativo mexicano y que, durante el gobierno del señor Presidente Álvaro Obregón, trabajó para cimentarla con intrépida persistencia y con noble espontaneidad.
Fue aquel un período inolvidable de la existencia de Vasconcelos; un período en que el filósofo y el hombre de acción –que habían convivido en él a partir de la juventud– se aliaron dichosamente y lograron situarlo en la cúspide de sí mismo. Recuerdo ahora el discurso que pronunció al asumir la Rectoría de la Universidad Nacional: «Yo soy en estos instantes –dijo– más que un nuevo Rector que sucede a los anteriores, un delegado de la Revolución que no viene a buscar refugio para meditar en el ambiente tranquilo de las aulas, sino a invitaros a que salgáis con él a la lucha, a que compartáis con nosotros las responsabilidades y los esfuerzos...» Y esto hizo durante la campaña que llevó a cabo hasta obtener la adopción del proyecto de ley en virtud del cual se creó la Secretaría de Educación.
Vasconcelos fue un inconforme; y, por inconforme, un iniciador. Las bibliotecas populares, las ediciones de autores clásicos para adultos y para niños, el interés por la pintura mural y por la enseñanza técnica, las misiones educativas rurales, la acción contra el analfabetismo, constituyeron otras tantas conquistas que están unidas más o menos directamente, en nuestro pueblo y en nuestro siglo, al recuerdo de su inspiración. Los años de su tránsito por la Secretaría de Educación Pública fueron impresionantes, y sería injusto no agradecerlos honradamente al educador que buscó inculcar en sus semejantes «veneración por la virtud, gusto por la belleza y esperanza en sus propias almas».
Que descanse el infatigable y que encuentre paz, bajo el cielo de México, quien por espacio de tanto tiempo no tuvo paz. En nombre del señor Presidente López Mateos y en representación de la Secretaría que está a mi cargo, me inclino ante la memoria del gran fundador que fue.
De En la muerte de José Vasconcelos. Oraciones fúnebres, número 7 de la colección del Departamento de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 1959.
Las evocaciones requeridas: José Vasconcelos
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