Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 88 • junio 2009 • página 17
La reciente exposición que desde el día 3 de febrero al 19 de abril de 2009 ha dedicado el Museo del Prado al pintor británico Francis Bacon, invita a detenerse en una de las obsesiones de este exitoso artista del siglo XX: el retrato. En efecto, es bien conocida la fijación que Bacon tuvo con este género artístico, en particular en su vertiente pictórica, acotación a la que nos atendremos no sin referirnos puntualmente a lo largo de nuestro trabajo a los retratos literarios o escultóricos.
Durante su agitada vida, Bacon pintó gran cantidad de retratos de amigos y amantes, e incluso cultivó el autorretrato, facetas que se vieron complementadas por las muchas variaciones e interpretaciones, hasta 44, realizadas en torno al Retrato de Inocencio X de Diego Velázquez, artista de quien el dublinés se declaró admirador y aún discípulo, razón por la cual Bacon era un asiduo visitante del Museo del Prado que ahora le homenajea, institución en la que se conserva la mayor colección de pinturas velazqueñas. Pese a todo, el cuadro que más impresionaría a Bacon, el referido Retrato de Inocencio X, se halla en la italiana Galería Doria-Pamphili.
El siguiente trabajo tratará de perfilar los límites y atributos propios del género pictórico del retrato. Para llevar a cabo esta tarea, nos serviremos de las herramientas que el materialismo filosófico pone a nuestra disposición. Como punto de arranque, para situar la cuestión, podemos comenzar nuestra labor acudiendo a la etimología de la palabra española «retrato». Entre las primeras referencias de que disponemos, podemos citar la que recoge Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana, publicado en 1611. En su magna obra, la voz «retrato» se define como «la figura contrahecha de alguna persona principal y de cuenta, cuya efigie y semejanza es justo quede por memoria a los siglos venideros». Por otro lado, en el diccionario de la RAE, encontraremos que «retrato» resulta del participio del verbo retraho (retractus), que significa «sacar de nuevo a la luz» o «hacer revivir». Si ahondamos en este proceso, hallamos las palabras latinas traho, traxi, tractum emparentadas con los verbos «arrastrar» o «atraer», acciones que, como veremos, nos indican una fecunda vía de indagación.
En definitiva, el retrato implica, por parte de su realizador, una maniobra de retroceso, la necesidad de tomar distancia, de construir un vacío o kenós generado mediante un conjunto de gestos y ceremonias que quedan incorporados a la técnica del pintor. Si nos ajustamos a la terminología del materialismo filosófico, el pintor es un artífice que despliega una metodología β-operatoria, en el sentido de que el retratista llevará a cabo operaciones corpóreas y quirúrgicas circunscritas al hecho de pintar, entre las que hemos de considerar incluso los «arrepentimientos» que las modernas técnicas de rayos X sacan a la luz, acciones que se verán completadas con otras no manuales como pueden ser aquellas relacionadas con la anamnesis previa a cualquier trabajo artístico. Para decirlo de forma directa, el artista, por más «inspirado» que crea encontrarse, nunca podrá desprenderse de los modelos previos a su quehacer, y ello es debido a que aun cuando a menudo el pintor se nos presente como un «creador», su obra no surge ex nihilo, sino, muy al contrario, ésta es deudora de una decantada tradición que ha dado lugar a géneros como el que estamos tratando. El pintor, en suma, debe retroceder doblemente, tanto en lo referido al lienzo corpóreo sobre el que trabaja, como en lo que respecta a su memoria, en la cual se «almacena» toda una galería de obras previas a la que está confeccionando en ese momento.
Consideraremos al retrato como un género pictórico que debe gravitar en torno a un modelo no sólo idiográfico dado en un contexto apotético, sino también, tal es nuestra tesis, personal, en el sentido de que la faz que se nos muestre sobre el lienzo, debe pertenecer a una persona individualizada que tendrá, por lo tanto, un nombre. Se trata, del establecimiento de un doble recorrido, un progressus y un regressus entre el modelo y su representación. Al margen de esta cuestión, el retrato debe recoger componentes propios de los tres géneros de materialidad. En función del mayor o menor peso que estos tres géneros tengan en el retrato, podremos ensayar una clasificación análoga a la construida en la Teoría del Cierre Categorial en torno a la ciencia{1}. Así pues, podremos hablar de retratos:
Descripcionistas. Cuando el retrato busque recoger fundamentalmente materiales propios de M1. Ejemplo de ello serían las célebres máscaras mortuorias de los patricios romanos, que recogían la expresión adoptada por el rostro del finado a causa del rigor mortis que sucede al óbito. Esta técnica fue empleada en 1955 para la elaboración de la célebre portada del diario ABC, en la que aparece la máscara mortuoria del filósofo madrileño José Ortega y Gasset. De carácter positivista, el retrato descripcionista trata de recoger aspectos «epiteliales». A este tipo de retratos cabría adscribir la idea que de este género artístico tenía el filósofo neoplatónico Plotino, quien en su obra Sobre la belleza, y entendiendo el arte como mímesis, lo definía como «la apariencia de la apariencia». Otro ejemplo de retrato descripcionista lo configurarían los llamados retratos-robot, confeccionados a partir de los rasgos físicos que ofrece alguien sobre otra persona de la cual apenas conserva un recuerdo fugaz. El arte moderno, por su parte, si bien ha tendido al teoreticismo, también se ha acercado en ocasiones al descripcionismo. Como muestra de ello podemos citar los famosos body paints de Yves Klein, que empleaban el cuerpo desnudo de las modelos para, tras embadurnarlas con pintura azul, dejar su impronta sobre lienzos estirados en el suelo. El contexto apotético en que se confecciona el retrato, en este caso, es cambiado por una burda práctica paratética que aleja del retrato tales «obras» hoy conservadas y expuestas en museos, a nuestro juicio, en virtud de su condición de fetiches culturales.
La medicina, por su parte, se ha servido en ocasiones de retratos descripcionistas con fines pedagógicos, tal es el caso de la Colección Olavide, impulsada por el ilustre dermatólogo José Eugenio Olavide. Centenares de piezas que dieron lugar en 1882 a la fundación de un museo, el denominado Museo Anatomopatológico, cromo-litográfico y microscópico del Hospital San Juan de Dios. En él se conservaba este vasto conjunto de figuras de cera, muchas de ellas de tamaño natural, que mostraban diferentes patologías cutáneas. El artífice de dichas figuras, Enrique Zofío, se sirvió de modelos reales, poseedores no sólo de nombres, sino también de una historia clínica real, para modelar dichas figuras de bulto.
Teoreticistas. Cuando el retrato pretenda captar sobre todo componentes segundogenéricos. Un paradigma de ello sería el retrato de Gertrude Stein, debido a Pablo Picasso, quien, tras la queja de la retratada, en el sentido de que ésta no se veía representada en la pintura del pintor español, recibiría de éste la siguiente respuesta: "No se preocupe, algún día usted se le parecerá". Aún más alejado del modelo, pues se trata ya de un retrato perteneciente al llamado cubismo analítico, sería el realizado por el malagueño al marchante Daniel-Henry Kahnweiler. Teoreticistas serían también los retratos que se emplearon en la fisiognomía, según la cual, por el rostro de un individuo puede conocerse el carácter o personalidad de éste, de suerte que ciertos aspectos psíquicos, «aflorarían» a la superficie cutánea, haciéndose reconocibles, en una práctica que parece evocar al refrán que afirma que «la cara es el espejo del alma». Este reflejo en el rostro de rasgos de M2 tiene antiguos y abundantes precedentes que se remontan a la Grecia Clásica y que podemos rastrear en obras literarias como El Quijote. En su magna obra, el Príncipe de los Ingenios caracteriza a Maritornes en directa conexión con su faz. Así, podemos leer:
«Servía en la venta asimesmo una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana.» (El Quijote, Cap. XVI. Primera Parte)
Siendo así, que en la época de Cervantes se consideraba a la mujer chata, proclive a la lujuria. En este sentido, la literatura ofrece múltiples y variados ejemplos análogos al citado, siendo Dostoievski y Baroja, consumados maestros de esta práctica.
Adecuacionistas. Cuando se dé la unión entre componentes procedentes tanto de M1, como de M2. En este caso el retrato mostrará el «fisico» del modelo e intentará hacer un ejercicio introspectivo en el mismo para reflejar su «psicología». Como ejemplo representativo de este caso, podemos citar al Pensador de Augusto Rodin, si bien, dicho pensador, por carecer de una personalidad definida, tampoco sería un verdadero retrato, pues según nuestra tesis, sólo podrían calificarse de retratos a aquellos que, referidos a una persona, se realizan de un modo muy diferente al que nos muestra Rodin. Cuando se trata de hacer un retrato «al desnudo» tanto en el plano físico como en el psíquico, no se logra una representación «completa» o total de modelo, pues la persona sólo lo es en tanto se rodea e incluso se incorpora a instituciones, entre las cuales se cuenta la propia máscara teatral (per sonare) que dio lugar al nacimiento de la idea de persona. Todo ello nos pone en la dirección del último tipo de retratos que analizaremos: los retratos circularistas.
Circularistas. Aquellos que consideraremos, desde nuestras posiciones, los verdaderos retratos, que recogen aspectos procedentes de los tres géneros de materialidad. En este sentido, el retrato circularista será adecuacionista, condición que será necesaria pero no suficiente. Al adecuacionismo, que algunos llamarán «realismo», hemos de añadir la representación de instituciones que completan el retrato y que tienen conexión directa con el modelo. El Retrato de Inocencio X es, en efecto, un magnífico ejemplo de retrato circularista, pues el papa pintado en el lienzo, al margen de mostrarnos sus rasgos físicos, deja traslucir su taimado carácter, hasta el punto de que, según se cuenta, el propio Inocencio X al verlo, exclamara: «troppo vero!» (¡demasiado veraz!). Pero a todo ello, y esto es lo que hace reconocible como papa a Giovanni Battista Pamfili, que así se llamaba el mitrado antes de llegar a ser Pontífice, son, entre otros, el bonete y mantelete encarnado que cubren su desnudez, un atuendo institucional y exclusivo de los personajes de tal talla, cargado de simbolismo. En esta tipología podemos incluir el famoso lienzo de Jovellanos realizado por Goya, que cumple con todos los requisitos expuestos anteriormente. En la tela, el filósofo asturiano, perfectamente reconocible en su aspecto físico, y en una actitud entre melancólica y pensativa, se nos muestra recostado sobre una mesa en la que se distingue una pluma y un papel, dentro de una estancia en la que destaca la presencia de una estatua de Minerva, diosa de la sabiduría.
Tras esta sucinta clasificación, regresaremos a la obra de Bacon. El pintor inglés, obsesionado con el cuadro de Velázquez, trabajaría incansablemente en la elaboración de versiones del mismo, lo que convierte al Retrato de Inocencio X en un paradigma o modelo. Si bien, Bacon, al manipular el retrato velazqueño, escoraría a éste hacia contenidos netamente psicologistas, es decir, hacia el campo de M2. De ese modo, el papa aparecerá tras unos barrotes, o encerrado en un ring de boxeo con su boca abierta profiriendo un grito largamente contenido, lo que se interpreta por los exegetas baconianos como una expresión de la idea de «angustia interior» del propio pintor. La inclusión de aspectos «personales» del autor es una de las características señeras del arte moderno, en el cual el artista es a menudo el principal protagonista de su obra o el intérprete de la atmósfera social y política que le rodea. Los ejemplos que se pueden citar en este sentido, son innumerables, siendo el famoso cuadro El grito de Eduardo Munch, un fiel exponente de este tipo de obras.
Pero volvamos a la exposición. En ella, también se muestra uno de los aspectos más interesantes de la producción pictórica: los bocetos previos a la elaboración de la obra definitiva, esbozos en los cuales se puede apreciar hasta qué punto la pintura, incluso la de vanguardia, bebe de su propia tradición. Así, vemos como Bacon trata sobre instituciones pictóricas o artísticas ya consolidadas, decantadas por el paso del tiempo, entre las que se cuenta el propio Retrato de Inocencio X, al que podríamos añadir muchas otras que no son obras acabadas, completas, sino que son partes formales o estructurales de las mismas. Entre estas últimas podemos citar de forma literal la célebre «curva praxiteliana», que antes de convertirse en un recurso estilístico clásico, estaría forzada por las propias leyes físicas. Ejemplos análogos al citado, en los cuales las cuestiones de equilibrio interaccionan con las categorías estéticas, son las diversas posiciones que se ensayaron en la escultórica ecuestre. En cuanto al uso y disposición de elementos concretos que llevan a la configuración de subgéneros, podemos referirnos a los »bodegones» o las «crucifixiones», obras reconocibles por sus específicos elementos y atributos sin necesidad de conocer su título.
Delimitado a grandes rasgos el retrato, podremos referirnos a un caso particular de retrato: el autorretrato.
Al hablar de autorretratos, Rembrandt se nos aparece como uno de sus más grandes cultivadores. El autorretrato deberá responder a las mismas exigencias que el retrato, con la peculiaridad de que modelo y autor son coincidentes. Pero, si hemos caracterizado el retrato como inserto en un contexto apotético, ¿de qué modo podrá el pintor «alejarse de sí mismo» para cumplir con esta exigencia?. La respuesta la encontramos de nuevo en el peso que las instituciones instrumentales adquieren en las operaciones llevadas a cabo por el artista. En concreto, para la realización de un autorretrato será precisa la utilización de un espejo, objeto empleado con profusión en la historia de la pintura, como puede comprobarse al analizar, por ejemplo, Las Meninas. En definitiva, el vacío o distancia que el pintor debe interponer entre su cuerpo y el cuadro, pero también entre la obra y el modelo, lo abrirá la superficie bruñida del espejo.
En torno a Las Meninas, diremos algunas palabras. Este lienzo, convertido en canónico dentro de la Historia del Arte, ha sido objeto de numerosas versiones, tanto en escultura –célebres son las esculturas de meninas que ha realizado recientemente Manolo Valdés– como en pintura. En este último caso, cabe citar de nuevo a Picasso, quien en su madurez trabajaría en torno a este clásico, siempre desde el prisma cubista. El cuadro de Velázquez, percibido ya como una obra institucionalizada, se prestó a diversas reinterpretaciones que los expertos en arte moderno y gran parte de los que contemplarían las versiones picassianas, justificarían asumiendo las propias palabras del malagueño, quien ya en su madurez manifestaría lo que sigue: «Me llevó cuatro años pintar como Rafael, pero me llevó toda una vida pintar como un niño.»
En virtud de semejante argumento, que da cuenta del recorrido efectuado por Picasso por toda la historia de la pintura, se aceptarían sin discusión sus versiones del clásico, lo cual introduce un nuevo problema al análisis de la cuestión artística. En efecto, sólo desde el mito del progreso, se puede entender tal afirmación, que sólo se puede formular entendiendo la historia de la pintura como un desarrollo lineal que el pintor talentoso podrá recorrer y aún prolongar con su obra. En cualquier caso, esta visión vuelve a demostrar hasta qué punto en pintura, como en el resto de artes, la citada anamnesis es inevitable en la génesis de cualquier trabajo plástico. Como prueba de ello, podemos citar los que recientemente se han considerado como precedentes objetivos del Guernica: las imágenes que iluminan una biblia mozárabe del siglo IX custodiada en la actualidad en la Catedral de León, en cuyas páginas aparecen representados un caballo y un toro de un modo muy parecido a los que aparecen en el lienzo encargado por el Gobierno de la República en 1937 al pintor malagueño. El libro, expuesto en Barcelona en 1929 y en París en 1937, coincidiendo con la estancia de Picasso en ambas ciudades, bien pudo servirle de «inspiración» para su famosa y mitificada tela.
Volviendo sobre el objeto de nuestro trabajo: el retrato, no podemos obviar el papel que éste ha jugado en su calidad de «seña de identidad” de la pintura española. Entre las muchas razones de tal consideración se halla el hecho de que España ha dado a la historia de la pintura algunos de los más grandes retratistas. De entre ellos hemos de destacar a Velázquez y Goya, si bien, en el caso del primero, se vería fuertemente influenciado por Tiziano, mientras el segundo recogería en su obra las enseñanzas del pintor sevillano. No es casual que el primero de los grandes retratistas españoles sea Diego Velázquez, pues no hemos de olvidar que el retrato es un género cuyo ascenso se vería ligado no sólo a los ambientes cortesanos, sino también al desarrollo de las nuevas burguesías urbanas. Velázquez, pese a desarrollar su carrera casi en exclusiva en la Corte madrileña, procedía de la escuela sevillana, populosa ciudad que serviría de escenario ideal para la emergente burguesía antes citada, que constituiría un nuevo público ávido de obras de arte que poco a poco sustituiría a la Corte y la Iglesia como principales colectivos a los que iba destinada en principio la producción artística de la época. Pese a que Velázquez pintó para las altas esferas, sin dejar por ello de ocuparse de otros personajes secundarios como los bufones, su obra, en la que se introducen personajes de la calle, serviría de modelo a cuantos pintores acometieran la realización de retratos encargados por gentes ajenas a la nobleza.
Si de retratos hablamos, no hemos de olvidar un recurso muy manido en el origen de este género: se trata de la figura del «donante» o persona que costeaban el lienzo, a menudo inspirado en la Historia Sagrada a cuyos episodios se «asomaban» dichos patrocinadores. Antes de abandonar la figura de Velázquez, hemos de señalar que la posición central que ocupa en la actualidad, como máximo referente de la pintura española, no siempre fue así, pues su figura se agigantará en lo que se refiere a cuestiones de reconocimiento, en el siglo XIX, centuria en la cual, las naciones políticas buscaron personajes que sirvieran de símbolos de las mismas. Es en dicho siglo cuando también aparecerá la construcción de una tradición nacional pictórica, siendo Jovellanos y Goya, grandes admiradores del pintor de cámara de Felipe IV, dos de los mayores impulsores de su recuperación en una época en que se intenta dotar de una identidad propia al retrato español. Su gran desarrollo en España, respondería, al parecer, al causado individualismo de los españoles, que se retratarían con gran severidad, como corresponde a los hijos del país de la Contrarreforma y la Inquisición. Cierto aire negrolegendario sopla en esta interpretación, que acaso llevó a los restauradores decimonónicos de El caballero de la mano en el pecho de El Greco a oscurecer su fondo, dándole al personaje una aureola tenebrista más acorde con la imagen que se tenía de la época de su factura, y que una reciente y acertada restauración se ha encargado de desmentir.
Cerraremos nuestro repaso, deteniéndonos en los cuadros en que aparece un colectivo de retratos, para lo cual podemos tomar como modelo la obra de Goya, La familia de Carlos IV. Este cuadro, en el que aparecen, haciéndose perfectamente reconocibles, diversos miembros de la familia Borbón, aun cumpliendo con los requisitos que hemos exigido al retrato, representa en realidad a una institución antropológica, la familia, para lo cual se recurre a una serie de retratos, dispuestos según un cuidadoso orden, en lo que constituye un ejemplo de totalidad atributiva, pues los personajes, lejos de constituir un sumatorio de rostros intercambiables, se disponen de tal modo que quedan codeterminados en función de su grado de importancia, a la cabeza de la cual se sitúa el monarca.
Finalmente hemos de referirnos a un reciente caso que puede servir para someter a crítica nuestra clasificación. Nos estamos refiriendo al «descubrimiento» de un nuevo retrato de William Shakespeare que podría ser el único realizado en vida al dramaturgo inglés, cerrando de este modo el debate que se mantiene sobre su aspecto real.
La imagen del escritor inglés, habría permanecido «oculta» entre los cuadros que posee la familia Cobbe hasta fechas recientes, resultando así que el famoso lienzo conocido con el nombre de Retrato Chandos, que hasta la fecha pasaba por ser la imagen más fiel que se poseía del bardo inglés. Sería el propio Alec Cobbe, quien al visitar una exposición sobre Shakespeare organizada en 2006 por la Galería Nacional de Retratos de Londres, se dio cuenta de que en su colección había uno muy similar a los mostrados.
Tras las pertinentes pruebas de los expertos, el cuadro de los Cobbe, habría pasado a convertirse en el retrato de Shakespeare, constituyéndose en el único retrato hecho en vida del dramaturgo, al situarse su ejecución en el año 1610, cuando el escritor contaba con 46 años de edad, seis antes de su muerte. La nueva imagen convertiría en falso al célebre Retrato Chandos.
Si atendemos a la clasificación propuesta, el Retrato Chandos, atribuido a John Taylor, se deslizaría al ámbito del retrato teoreticista, al carecer ya de un referente real, siendo así que durante todo este tiempo, el lienzo habría «obligado» a sus contempladores a ver en él a Shakespeare, de un modo muy similar a como Picasso habría impelido a la señora Stein a reconocerse en su retrato. Por su parte, el cuadro de los Cobbe realizaría el camino inverso, pasando a convertirse en un retrato circularista por cuanto Shakespeare, más allá de sus rasgos faciales, se nos muestra ataviado con los ropajes propios de un personaje de la época hasta el punto de que el lienzo contribuiría a la reconstrucción del escritor inglés.
Nota
{1} Tarea ésta nada novedosa por cuanto el propio Bueno ha analizado las relaciones entre Arte y Ciencias en diversos lugares, como muy bien podrá comprobar el lector si acude a la página 213 y siguientes del IV Tomo de su Teoría del Cierre Categorial (Pentalfa Ediciones, Oviedo 1993)