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El Catoblepas, número 89, julio 2009
  El Catoblepasnúmero 89 • julio 2009 #8226; página 3
Guía de Perplejos

De la valentía

Alfonso Fernández Tresguerres

Audaces, cobardes, héroes, temerarios y valientes

Dice Aristóteles que la valentía –que él no distingue de la audacia– es un término medio entre el miedo y la temeridad.

La afirmación es difícilmente discutible: ser valiente no significa, en efecto, no temer nada, sino temer aquello que hay que temer, porque, sin duda, hay cosas temibles, y no temerlas no supone un exceso de valor, sino de temeridad, o indecencia –con frecuencia también de necedad–, cuando lo que debe ser objeto de temor tenga que ver con nuestro honor o con la moral en general.

«Así pues, el que soporta y teme lo que debe y por el motivo debido, y en la manera y tiempo debidos, y confía en las mismas condiciones, es valiente, porque el valiente sufre y actúa de acuerdo con los méritos de las cosas y como la razón lo ordena.» [Aristóteles, Ética a Nicómaco, III: 1115b, 15-20.]

Lo que, en consecuencia, caracteriza al valiente no es carecer de temor en términos absolutos, sino el hecho, como dice Espinosa, de ser capaz de afrontar un peligro que los más de sus semejantes temen soportar. Ambas cosas –temer lo temible y soportar lo que puede y debe ser soportando– indican con toda certeza que la valentía es inseparable de la prudencia y de la confianza en uno mismo. Porque el valiente calibra adecuadamente cuándo y por qué debe temer y cuándo y por qué debe no hacerlo, o mejor, cuándo y por qué debe hacer frente al temor y superarlo; pero, al tiempo, quien es valiente tiene que poseer una indudable confianza en sí mismo, y confianza, también, en alcanzar el objetivo que se propone, pues

«para oponerse con vigor a las dificultades con que se tope, hay que tener la esperanza e incluso la seguridad de lograr el fin perseguido.» [Descartes, Tratado de las pasiones del alma, Art. 173.]

En tanto que el cobarde, por su parte, no sólo peca de exceso de temor, sino también de falta de confianza. De manera que, como dice Aristóteles:

«El cobarde es, pues, un desesperanzado, pues lo teme todo. Contrario es el caso del valiente, pues la audacia es la característica de un hombre esperanzado.» [Ética a Nicómaco, III: 1115b, 35-1116a, 5.]

El cobarde, ciertamente, no es más que un pusilánime que a todo teme y a quien todo sobrepasa y excede sus fuerzas. No se es, pues, cobarde por temer (como no se es valiente por dejar de hacerlo), sino por temer en exceso, y sobre todo por verse incapacitado para superar el temor. No se trata de un plus de prudencia, sino de un déficit de valor.

De tal forma que, como decía Montaigne:

«La valentía tiene sus límites, como las demás virtudes. Cuando se traspasan, uno se encuentra en el camino del vicio, de tal manera que, a través suyo, puede llegarse a la temeridad, a la obstinación y a la locura, si no se conocen bien sus fronteras –ciertamente difíciles de distinguir en sus confines–.» [Ensayos, I, XIV.]

Desde luego, y también a la cobardía, cuando uno ni siquiera se acerca a sus dominios. Más discutible resulta, en cambio, que la valentía sea virtud. En primer lugar, porque es disposición relativa: se puede ser valiente para unas cosas y no para otras, y no se entiende muy bien que se dijera de alguien es virtuoso y no lo es respecto a una virtud determinada, pues parece razonable pensar que cuando alguien posee una virtud la posee entera, no parcelada. Pero es que, además, en segundo lugar, la valentía puede ponerse al servicio tanto del bien como del mal, porque, como es obvio, también en la comisión de actos perversos puede ser ineludible el concurso de un gran valor; y cuando ése fuera el caso, no sería muy congruente decir que alguien se ha mostrado virtuoso en la perpetración de un mal.

No. La valentía, entiendo yo, es una forma de ser, una disposición que, según creo, se adquiere y se aprende, y, por supuesto, se desarrolla más o menos en función de múltiples y diversas circunstancias, y tan dañina resulta cuando se encuentra al servicio de la perversidad, como beneficiosa cuando es guiada por una buena causa. De manera que de ella puede decirse con toda propiedad aquello de ¡qué gran vasallo si tuviera buen señor!

Y por supuesto que no es virtud la temeridad, porque ser temerario supone asumir riesgos injustificados e innecesario, asumir peligros que ninguna razón hay para asumir. Y, como bien decía Espinosa:

«La virtud del hombre libre se muestra igualmente grande en evitar que en superar los peligros.» [Éthica, IV: 69.]

No insistiré en lo de si la valentía es o no virtud. Algo, sin embargo, es claro: ser valiente no consiste únicamente en enfrentarse al peligro y superarlo o intentar superarlo, sino también en evitarlo y rehuirlo cuando hacerlo no comporta la menor deshonra y ningún motivo existe para plantarle cara. Mas eso es justamente lo que ignora el temerario: situado en las antípodas de la prudencia, parece considerar que no hay más que dos caminos: o exponerse de continuo o ser cobarde. Yo no sé si acaso sea, como quiere Aristóteles, un cobarde jactancioso. No dudo, en cambio, que es un necio y un irresponsable. No descarto, sin embargo, que Aristóteles esté en lo cierto: tal vez en un temerario permanece al acecho un cobarde irredento y tan consciente de serlo que diríase creer que todo lo que no sea correr hacia el peligro, e incluso buscarlo, le delata como tal. Un mecanismo, en suma, similar, aunque mucho más ruin, al de esos actos heroicos que, según se dice, nacen en ocasiones de un miedo intenso.

Opina Francis Bacon que la audacia es hija de la ignorancia y la necedad, y además

«es ciega; no conoce ni riesgos ni inconvenientes.» [Ensayos morales y políticos, XII.]

Conforme del todo, mas no hablando de la audacia, sino de la temeridad. Tal vez la audacia sea otra cosa distinta: algo más que la valentía y algo menos que la temeridad. Y así como muchos (Aristóteles entre ellos) no distinguen al audaz del valiente, Bacon parece confundirlo con el temerario. Creo, no obstante, que alguna matización cabe hacer: porque el audaz no es simplemente un temerario, pero, al mismo tiempo, va un punto más allá del valiente. Ningún inconveniente tengo en hacer mía la aclaración de Descartes:

«La audacia –escribe– es una especie de valentía que dispone al alma para la ejecución de las cosas más peligrosas.» [Tratado de las pasiones del alma, Art. 171.]

O podríamos quizá decirlo también así: allí donde la valentía puede, sin desdoro, detenerse, llega la audacia. Cuando en la tarde noche del 23 de febrero de 1981 nuestro entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, permaneció sentado en su escaño mientras en el hemiciclo zumbaban los proyectiles disparados por los guardias asaltantes del Congreso, suficiente gesto de valentía fue. El mismo que, por otras razones, tuvieron el teniente general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo. No entro ahora a considerar si otros que no lo hicieron deberían haberlo hecho, e incluso si hubo quien se tiró al suelo sin ninguna necesidad de hacerlo. Tampoco me ocupan ahora las posibles motivaciones y significados del gesto de Suárez. Una significación tiene, sin embargo, obvia, y ello tanto si en aquel momento estaba en su mente como si no lo estaba: la de un pueblo entero que se niega a arrodillarse ante un arma. Y cuando más tarde, sentado en una silla de la habitación en la que le habían recluido, el teniente coronel Tejero le puso la pistola en el pecho, suficiente valentía hubiese demostrado mirándole a los ojos sin mover un solo músculo. Levantarse como un resorte y ordenarle por dos veces cuadrarse no fue valentía, sino audacia: un gesto audaz que justifica, acaso, toda una vida política. Mas no fue, seguramente, un gesto temerario: no era irrazonable pensar, no ya que el guardia civil acatase la orden –eso habría sido absurdo–, pero sí que no se atreviera a apretar el gatillo.

La temeridad tiene, en efecto, la apariencia de la valentía y de la audacia. Pero probablemente no es ni lo uno ni lo otro: porque un acto temerario se despliega contra toda prudencia y esperanza de alcanzar su objetivo –y a veces, incluso, con la certeza casi total de desembocar en el fracaso–, se aleja tanto, en la dirección opuesta al temor, de la valentía y de la audacia que, en rigor, ya no es ninguna de las dos cosas, sino algo enteramente distinto. ¿Heroísmo, quizá? Sin duda, alguna relación hay entre ambos. Y, desde luego, es indudable (entiendo yo) que la temeridad, aunque por entero distinta al heroísmo, tiene formalmente que ver más con él que con la valentía o la audacia. Mas la diferencia entre una temeridad imprudente y un acto heroico no reside, como piensan algunos, en sus consecuencias, sino en el motivo por el que se despliegan y el objetivo al servicio del cual se hallan. ¿Qué podría significar que la diferencia se encuentra en las consecuencias? ¿Qué el héroe ve premiado su arrojo con el éxito y el temerario coronado por el fracaso? Evidentemente, eso no así: actos genuinamente heroicos hay que, hablando rigurosamente, sirvieron para poco o para nada, y actos imprudentes que vieron un final feliz. Únicamente (pienso yo) la causa que suscita la acción –y no tanto el éxito o fracaso de ésta– puede servir para calificarla de heroica o de meramente estúpida. Porque la temeridad –¿hará falta decirlo?– no es más que una forma de estupidez.

Cuando en las guerras persas Leonidas y sus trescientos espartanos decidieron morir (porque sabían que iban a morir) en el paso de las Termópilas, ni ganaron la batalla ni tenían la menor esperanza de hacerlo (por más que al presentarla permitieran replegarse a la flota griega, lo que a la postre resultó decisivo en el transcurso de la guerra con los persas), y, pese a ello, su gesta fue una hazaña heroica –no una simple temeridad–, sin la cual tal vez no hubieran existido las batallas de Platea, Micala y Salamina. Mas son acaso estas batallas las que el gesto de los espartanos anticipa, al poner de relieve la firme decisión de una oposición griega a los persas y al movilizar a los griegos para llevarla a cabo. Si la defensa de las Termópilas hubiera constituido una mera temeridad, la derrota no hubiera sido más que una derrota; nacida del heroísmo, no hay victoria que pueda igualar su grandeza.

«Se producen también derrotas triunfantes que pueden rivalizar con las victorias. Ni siquiera esas cuatro victorias hermanas, las más bellas que el sol jamás haya visto con sus ojos, Salamina, Platea, Micala, Sicilia, osaron nunca oponer toda su gloria a la gloria de la derrota del rey Leónidas y los suyos en el paso de las Termópilas.» [Montaigne, Ensayos, I. XXX.]

De Leónidas y sus espartados cabría decir, al fin –adaptando al caso una expresión del propio Montaigne–, que cayeron muertos, no derrotados.

Es cierto que menudo se olvida que al lado de Leónidas permanecieron también unos miles que no eran espartanos, aunque también lo es que la mayoría de los 7.000 hombres que constituían la fuerza griega inicial huyeron no bien los persas hubieron franqueado el paso por el sendero de Anopea, gracias a la infamia del traidor Efialtes, que proporcionó a Jerjes conocimiento del mismo. Pero lo hicieron, al parecer –y esto creo que resulta esencial– con el beneplácito del propio Leónidas, lo que pone de relieve que éste era plenamente consciente de que lo que allí iba a producirse era una suerte de autoinmolación, más allá de la valentía y de la audacia, que ningún derecho tenía a exigir a los hombres que mandaba. Y de hecho, al decirle los éforos que eran muy pocos los espartanos que llevaba con él a las Termópilas, contestó:

«En realidad, me llevo a muchos, siendo así que van a morir.» [Plutarco, Máximas de espartanos, 225C.]

Mejor creo yo eso, si es que efectivamente los dejó marchar, que no lo que sugiere Heródoto: que la gloria fuese únicamente para él y para Esparta.

Lo hecho por Leónidas y los suyos hubiese sido temeridad si, contra toda prudencia, hubieran considerado que existía la menor posibilidad de salir con bien de la empresa (como quizá pudieron pensarlo en algún momento, dadas las condiciones del terreno, antes del tercer y último día de la batalla) o si hubiesen arrostrado un riesgo más allá de toda medida razonable por una causa insignificante. De donde resulta que no son las consecuencias, propiamente, hablando lo que diferencia al heroísmo de la temeridad. Mas bien al contrario: el heroísmo anticipa el fracaso –aunque a veces se vea acompañado por la suerte y el éxito–; anticipa, como señala Kafavis en un hermoso poema:

«que Efialtes ha de aparecer al fin,
y que finalmente los medos pasarán.» [«Termópilas»];

y la temeridad, no, pues aun cuando la esperanza de alcanzar su objetivo sea nula, y el fracaso constituya el horizonte casi seguro de su acción, el imprudente que encierra en sí todo temerario a menudo no lo advierte. El temerario es hijo, pues, de la imprudencia; el héroe, en cambio, de un prudencia que opta por ignorarse a sí misma e inmolarse. Qué mayor prueba de ello que la celebre respuesta que dio Diéneces, uno de los trescientos, cuando al decirle que los medos disparaban tal cantidad de flechas que tapaban el sol, respondió que ésa era, sin duda, una buena noticia, porque

«si los medos tapaban el sol, combatirían con el enemigo a la sombra, y no a pleno sol.» [Heródoto, Historia, VII: 226.]

Plutarco se hace eco también de tal anécdota:

«Cuando alguien le dijo: “Por las flechas de los bárbaros no es posible ver el sol”, respondió; “Será, ciertamente, agradable, si luchamos a la sombra contra ellos”.» [«Máximas de espartanos», 225B],

mas la atribuye al propio Leónidas, quien, como quiera que sea, no se queda atrás cuando al tomar el desayuno el último día les comunica a sus hombres lo que, en cualquier caso, ya todos sabían: que esa noche cenarían en el Hades.

Distinto es el caso de otros dos espartanos, ambos prueba muy rotunda de lo que no es heroísmo, sino pura y simple temeridad.

Uno es Aristodemo, de quien tenemos noticia a través de Heródoto. Aristodemo era un de los trescientos enviados a las Termópilas, pero que, al igual que Eurito, otro de los trescientos, se hallaba aquejado de una seria afección ocular, por lo que fueron autorizados por Leónidas para regresar a Esparta. Mas en tanto que Eurito desoyó tal sugerencia y peleó hasta morir, Aristodemo optó por conservar la vida. Otros, según el mismo Heródoto, apuntan una versión distinta: Aristodemo habría sido encargado de llevar un mensaje fuera del campamento, y habiendo tenido tiempo de sobra para tomar parte en la batalla, se entretuvo, no obstante, lo suficiente como para no hacerlo; en tanto que su compañero (es de suponer que se trata de Eurito) llegó a tiempo y encontró la muerte. Mas como quiera que sea, lo cierto es que a su regreso a Esparta Aristodemo fue humillado y discriminado, nadie le dirigía la palabra y fue tildado de cobarde hasta el extremo de ser apodado Aristodemo «el Temblón». De ser verdad lo de la enfermedad ocular, conjetura Heródoto que de haberla padecido sólo Aristodemo, o de haber regresado los dos afectados por ella, es probable que los espartanos no se hubieran mostrado especialmente indignados con ellos. Pero dado que uno había muerto, y el otro, encontrándose en la misma situación, había preferido dar la espalda al combate, la ignominia hubo de caer sin paliativo alguno sobre Aristodemo. Y tanto más despreciado cuanto que Pantitas, otro de los trescientos que, habiendo ido a llevar un mensaje a Tesalia y no teniendo oportunidad de participar en la batalla, salvó la vida, una vez en Esparta, y ante el desprecio de que era objeto, tuvo al menos el valor de ahorcarse.

Pero en la batalla de Platea, Aristodemo decidió restaurar su honor y limpiar su nombre, mas lo hizo llevando las cosas a un extremo tal que, deseando disipar cualquier duda sobre su valor, se alejó de toda valentía, audacia e incluso heroísmo, para venir a dar en mera temeridad estúpida.

«En mi opinión –escribe Herodoto de esta batalla–, el guerrero más valiente fue con diferencia Aristodemo, el personaje que, por haber sido el único integrante de los trescientos lacedemonios que escapó con vida de las Termópilas, fue objeto de muestras de desprecio y deshonra; y tras el destacaron los espartiatas Posidonio, Filoción y Amonfáreto. No obstante, cierto día en que se suscitó una discusión sobre quién de ellos había sido más valiente, los espartiatas que tomaron parte en la batalla coincidieron en que Aristodemo, abandonando temerariamente su puesto en la formación, había realizado grandes proezas porque, debido a la acusación que se le imputaba, era evidente que quería perder la vida, mientras que Posidonio se había comportado valerosamente sin tener deseos de perder la vida, por lo que contaba con más méritos. Ahora bien, también es posible que se expresaran en esos términos por envidia; sea como fuere, todos esos espartiatas que murieron en dicha batalla –y cuyo número he facilitado– recibieron honores, salvedad hecha de Aristodemo, ya que este último, como quería perder la vida por la razón que he señalado, no los recibió.» [Historia, IX: 71.]

El otro es Isadas. La anécdota nos ha llegado a través de Plutarco: cuando en el 362 Epaminondas entra en Esparta, Isadas, a la sazón un hermoso adolescente, con el cuerpo untado de aceite, mas completamente desnudo, sin manto siquiera, y menos aún protección de ningún tipo, excepto la lanza blandida por una mano y el escudo sostenido por la otra, salió corriendo de su casa para abalanzarse ferozmente sobre el enemigo, abatiendo a todos ellos que le salieron al paso, sin que él mismo resultara herido,

«ya fuera que un dios le protegiese a causa de su valentía –dice Plutarco–, ya que se mostrase a la vista de los enemigos como un ser más fuerte y más poderoso que un simple mortal.»

Su acción, sin embargo, no puede considerarse heroica, sino simplemente temeraria. De ahí que, como continúa diciendo Plutarco:

«Por esta acción se dice que los éforos lo coronaron y después le impusieron una multa de mil dracmas porque se había atrevido a afrontar el peligro sin armadura.» [Vidas paralelas, «Agesilao», 34.]

Por lo visto, los espartanos tenían muy clara la diferencia entre la valentía, la audacia o el heroísmo y un acto puramente disparatado en el que, por mucho que se ponga de manifiesto una dosis considerable de valor (cualesquiera que sean los motivos que lo susciten: disipar cualquier sospecha de cobardía, en el caso de Aristodemo, o tal vez asemejarse a sus antepasados de las Termópilas, en el de Isadas), no cabe hallar otra cosa que una temeridad estúpida e innecesaria.

 

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