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El Catoblepas, número 89, julio 2009
  El Catoblepasnúmero 89 • julio 2009 • página 8
Historias de la filosofía

Arnau de Vilanova

José Ramón San Miguel Hevia

El médico de los reyes

Arnaldo de Villanueva 1238-1311

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Pedro Juan Olivi había vuelto a la Provenza, de donde estuvo alejado durante dos años a raíz del ataque violento y prolongado de los frailes menores del ala conservadora. El general de la Orden, para detener un conflicto entre hermanos de religión, le envió a Ancona con tan poca fortuna que, al llegar a aquella ciudad de Italia, había debido soportar el conflicto entre la teología oficial y la espiritualidad de los sencillos. Por fin, estaba otra vez en su querida universidad de Montpellier, donde imitando la humildad de Francisco de Asís, había renunciado al título y al lujoso uniforme de maestro, quedando sólo en lector, y enseñando con el tosco sayal franciscano. Pero, a pesar de eso sus clases eran las que despertaban más entusiasmo, sobre todo por el optimismo de sus profecías, y porque derivaba su teología directamente de los escritos bíblicos.

Gaufredi, general de los mendicantes elegido en 1289, pertenecía al partido de los reformistas, y su primera preocupación había sido devolver a los desplazados a su destino original y darles unos años de sosiego. Olivi proporciona el indispensable armazón teológico a los espirituales, que tienen su epicentro en el territorio de los reinos de Aragón y Cataluña: en nombre de todos ellos, afirmaba como verdad de fe que la Iglesia, y sus monjes, prelados y papas debían seguir, no sólo una pobreza puramente formal, como la de los monjes conventuales, sino una pobreza real –el usus pauper– a imitación de su fundador, que tentado por el diablo había renunciado a todos los bienes y dominios de este mundo. Esta iglesia purificada debía practicar una moral evangélica tan perfecta que será definitiva.

Aquel día del invierno de 1293 la cátedra de teología bíblica como todo el mundo la nombrada con reverencia para desesperación de su humilde vocero, tuvo una visita de lujo: el más eminente te maestro de medicina de la universidad más avanzada en estos estudios estaba interesado por la doctrina de los espirituales, que conocía por sus seguidores de Cataluña y Mallorca y que al parecer gozaba de su simpatía y apoyo. Él mismo había renunciado a la carrera eclesiástica, cuando al iniciar sus estudios tenía ya órdenes menores, y no se cansaba de decir a quien quisiera oírle que lo mismo el fundador que el gran reformador de nuestra religión habían sido dos laicos, sin beneficio ni poder en el mundo. Los estudiantes que llenaban el aula donde enseñaba Olivi, se levantaron de sus asientos, más o menos improvisados, saludando con respeto al maestro Arnau de Vilanova.

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El médico catalán pertenecía a la familia de ilustres profesionales, que durante la Edad Media española y en sus tres culturas tuvo sobre los soberanos un mayor ascendiente. Era médico de palacio, lo mismo que los judíos en las cortes de cristianos o musulmanes, o los árabes que asistían a su califa. Puestos a buscarle un modelo lejano, habría que pensar en Averroes y Abentofail, pues la confianza que por su arte inspiraban a los príncipes almohades se prolongó en una influencia política y teológica. Pero entre los latinos era Arnau indiscutiblemente la figura más eminente, y entre todos los físicos medievales quien tenía una vida y unos conocimientos más variados. Era médico de cabecera de los monarcas de la corona de Aragón, primero de Pedro III, de Alfonso el Liberal, de Jaime II de Mallorca, su mujer y sus hijos. Pero su nombre ya empezaba a ser conocido en todas las cortes de occidente, y en los mismos palacios de los papas de Roma.

Arnau alternaba además la práctica de la medicina, sobre todo ahora en Montpellier, con escritos sobre los temas centrales de su arte. Su tratamiento y diagnóstico de las enfermedades era amplísimo, y abarcaba desde la técnica de la sangría al cuidado de las fiebres en general y más especialmente las periódicas, la gota, los síntomas de la lepra, la prevención de los catarros, la taquicardia o la epilepsia. Además había tratado por escrito asuntos inéditos por su novedad como la salud de la memoria o el método para conservar la juventud y retardar la vejez. Y gracias a sus conocimientos del árabe, había traducido al latín desde la versión de los orientales al latín los opúsculos de Hipócrates, Galeno y Avicena, con lo que su experiencia clínica un se enriqueció con un dominio de la historia antigua y medieval.

El maestro se había dedicado sobre todo a la ciencia médica empírica, y completaba esta rigurosa preparación teórica, con la práctica de su arte, y con la predisposición en contra de todo conocimiento puramente especulativo. En este sentido pensaba que su escrito de biología filosófica –sobre el húmedo radical– no pertenecía a la medicina, pues ni sirve para diagnosticar las enfermedades ni ayuda a curarlas, y sólo es una ilustración del primer principio de que se compone el organismo. En cambio consideraba que eran propios de la técnica de curación, o por lo menos la prolongaban, disciplinas aparentemente tan lejanas como los posibles desarrollos de la higiene y la farmacología

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En consideración a tan ilustre visitante, Olivi, que partiendo de la Biblia y dejando en segundo plano a los filósofos, había construido un completo sistema doctrinal, que abarcaba a Dios, al hombre, al mundo y a la historia, se apartó de sus lecciones sobre las Sentencias y sobre los libros de los filósofos griegos, y pasó a exponer la historia y el presente de los espirituales. Conocía la cercanía de Arnau al movimiento y quería saber si participaba de las visiones proféticas, que anunciaban un futuro que no estaba a la vista y sólo ser objeto de esperanza. Su discurso en que resumía el estado de la cuestión y sus expectativas era, empezó de esta forma:

–El comienzo de la doctrina moral de los monjes y los laicos espirituales se remonta a las profecías del abad Joaquín, que a finales del siglo pasado fundó en Calabria el monasterio de San Giovanni di Fiore para desarrollar su interpretación de las Escrituras. Para Joaquín la Trinidad de Dios es un misterio en sí misma, pero al proyectarse sobre la historia de los hombres se convierte en su centro y su modelo, lo que la orienta y da sentido. La humanidad atraviesa por tres tiempos, que son un reflejo de las tres personas divinas: al Padre corresponde la Antigua Alianza, cuando el hombre era todavía un siervo sujeto a la Ley y la Nueva Alianza, inaugurada con la aparición de Jesús el Hijo, es el de la servidumbre filial, y el de la Iglesia, que toma la forma de una comunidad jerárquica. Falta un último momento, el del Espíritu, cuando por fin los hombres serán libres, desaparecerá toda jerarquía, pasando el protagonismo a monjes contemplativos, rescatados de todo poder. Joaquín de Fiore, a la hora de poner fecha a estos tres momentos de la historia, protesta que el no es profeta, pues no hace más que descifrar –y por cierto con gran sobriedad– los textos sagrados. La duración de la primera edad del Padre, tal como figura en el comienzo del Evangelio de Mateo –exactamente cuarenta y dos generaciones desde Abraham a Jesús–, es clave para fechar los otros momentos de la historia. Aplicando la misma medida, el segundo tiempo del Hijo y de su Iglesia durará también esas cuarenta y dos generaciones, cada una de treinta años, según una cronología universalmente admitida. Como 42 por 30 hacen 1260, el año 1260 habría marcado el fin de todo principado y jerarquía y la llegada del estadio definitivo del Espíritu y de la comunidad de espirituales.

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–El cálculo numérico de Joaquín de Fiore –continuó Olivi– se ha cumplido con exactitud matemática, pero en cambio sí han aparecido, y donde menos lo pensaba, los protagonistas de ese drama histórico y su argumento. Sólo cuatro años después de su muerte, pero fuera de la congregación de San Juan de Fiore, aparece en Italia el predicador de la verdad, en la figura de nuestro padre Francisco de Asís, y desde entonces la orden fundada por él será la encargada de preparar la venida del milenio anunciado por el Apocalipsis. El admirable doctor Rogerio Bacon, y todos los misioneros franciscanos enviados a tierra de tártaros, preparan su conversión y la de los musulmanes y judíos y la llegada de un pontífice universal, que renunciará a sus dominios de Roma y seguirá el camino de los espirituales.

–La otra figura de los tiempos previos al milenio es el gran tirano, un colectivo que simboliza a los poderosos del mundo, tanto emperadores como papas, y sobre todo a la iglesia carnal, constituida por las fuerzas más venenosas de la iglesia visible, amigas de la riqueza y de la jerarquía. El gran tirano perseguirá a los espirituales y los someterá a grandes sufrimientos, y la lucha se prolongará por un tiempo mucho mayor que el anunciado por el abad de Fiore, pero los pobres y los pequeños tienen asegurada su victoria final, porque la historia siempre camina hacia lo más perfecto. Así que en el último momento del mundo desaparecerá lo viejo y gastado, la iglesia activa de Pedro se convertirá en la iglesia contemplativa de Juan, el Evangelio Eterno sucederá al Evangelio temporal y por fin el Reino de Dios se realizará plenamente en el tiempo y aquí en la tierra.

–La concordancia de las profecías de Daniel, que declara bienaventurados a quienes alcancen los trescientos treinta y cinco años, con las siete edades del Apocalipsis figuradas en las siete copas, sitúa la consumación dentro de medio siglo aproximadamente. No podemos precisar el momento con toda exactitud, porque el Maestro no quiso revelar el día y la hora, pero desde entonces la espera no podrá durar más de una década. De esta forma quedan reinterpretados los escritos de Joaquín: su acuerdo entre los dos testamentos, su comentario del Apocalipsis, y su libro sobre los símbolos de las cosas que han de venir.

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Después que Olivi terminó su exposición, Arnau de Vilanova pidió tomar parte en una Cuestión disputada para poner en claro los caminos que pueden seguir los espirituales aparte de la esperanza de un milenario, como ha defendido primero Joaquín y ahora los más rigurosos frailes menores. Los estudiantes celebraron sus palabras, pues un duelo entre maestros era uno de los mayores festines a que podían asistir, mucho más cuando los dos rivales eran el mayor teólogo y el más brillante doctor en artes de Montpellier. Además querían saber cómo el médico catalán reunía dos doctrinas tan contradictorias como una ciencia empírica rigurosa sobre las enfermedades presentes y una esperanza imaginativa en un futuro lejano y feliz: y a esta cuestión central respondió Arnau de la siguiente forma.

–Hasta ahora me he preocupado sobre todo de todas las disciplinas que de forma directa o indirecta combaten las enfermedades, pero desde que conozco la obra del maestro Olivi me he decidido a escribir sobre los monjes y laicos reformistas. Ahora mismo estoy comentando el libro del abad de Fiore sobre las fuentes de las Escrituras, y dentro de uno o dos años, aprovechando mi conocimiento de la lengua hebrea, pienso descifrar con mayor seguridad los enigmas que se encierran en los libros santos, y en fin investigar sobre los tiempos futuros. Pero pronto me dí cuenta de que el tema era mucho más complicado de lo que creía al comienzo, y si emprendía el camino sin la necesaria prudencia, pronto me iba a perder en tan gran laberinto, y por eso necesito, antes de nada aclarar el estado de la cuestión, mucho más que en cualquier otro problema.

–Para empezar, la doctrina de los espirituales es doble. Por una parte y mirando al futuro, anuncia la llegada a fecha fija y de forma irremisible, al mundo y a la tierra, de un estado superior y definitivo de la humanidad, la comunidad de hombres contemplativos y libres. Por otra critica el actual estado de cosas, con su ambición de riqueza y de dominio, porque no sólo es un estorbo para alcanzar ese paraíso, sino su negación. Ahora bien: lo mismo el abad Joaquín, que el hermano Gerardo da Borgo o el maestro Olivi y la mayor parte de sus seguidores, ponen los acentos en la esperanza del futuro y conceden una atención mínima a las calamidades presentes, que son al parecer algo transitorio y no pueden impedir la llegada de ese tiempo feliz.

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En cuanto a mí, no puedo olvidar mi profesión de médico empírico, ni siquiera cuando me intereso por estos temas de alta teología, y por eso mi primera preocupación es encontrar un fármaco capaz de curar todas las dolencias espirituales que sufre el mundo. Pues pretender que esta situación calamitosa produzca con el paso del tiempo un milenio dichoso, es tan temerario como afirmar que de una enfermedad casi incurable se derivará, no sólo la salud, sino un estado del organismo tan favorable que ningún tóxico ni sustancia enemiga pueda alterarle, gozando de una vida prolongada y por siempre libre de achaques. Y así, todos cuantos practicamos la medicina creemos que en estos casos no se deben provocar falsas esperanzas, antes bien aplicar una purga amarga y dolorosísima, que el paciente soportará con juramentos y maldiciones, y por así decirlo, haciendo la guerra a quien busca sanarle.

Y de esta forma, si quiero que los hombres renuncien a las riquezas y dominios a que están tan apegados, no puedo prometerles un milenio feliz en la tierra, pues entonces no se sentirán amenazados, y libres de temor persistirán en su maldad. Al contrario hay que anunciarles el fin de todas las cosas en un plazo próximo pues al darse cuenta de que la configuración de este mundo pasa los que tienen bienes se comportarán como si no poseyesen, y los que gobiernan como si no dominasen. Y como la sentencia que va a dirigir este enérgico fármaco de mis escritos no será una amable profecía sobre el futuro, sino al contrario, la amenaza cierta de destrucción de la historia, quiero que se formule así: ¡Ay del mundo antes de cien años!

Paso a responder a las objeciones que se pueden hacer a mi doctrina. Y así a quienes nieguen mi condición de espiritual, digo que no hago más que trasladar al tiempo presente la purga contra la jerarquía y las riquezas, con harto peligro por mi parte, pues los enemigos de una iglesia pura necesariamente me causarán conflicto y persecución. Y si dicen que mis cálculos son artificiales e in ciertos respondo diciendo que he procurado, consultando libros de las dos alianzas, testimonios de Padres de la Iglesia y de santos obispos, números de los hebreos y hasta oráculos de los paganos que fuesen auténticos y seguros, pero que esta no es su virtud esencial, pues si mis predicciones son equivocadas, por lo menos sirven para que muchos se conviertan a la vida espiritual, y en último término también una medicina es artificial, pero será del todo verdadera cuando tenga la virtud de curar.

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Habían pasado siete años desde este encuentro entre los maestros y en ellos Arnau llevó a la práctica el programa teológico que en tan memorable ocasión defendió. En 1297 había escrito un tratado: Sobre la consumación de los siglos –que en un primer momento pasó inadvertido–, en que cambiaba los anuncios milenaristas de Joaquín de Fiore y sus discípulos por una amenaza de contenido escatológico. Cuando dos años después Jaime II le envió en misión diplomática a la corte de Felipe IV de Francia, aprovechó su cercanía a los pensadores de la Sorbona para iniciar una violentísima polémica contra los escolásticos, que apoyaban sus desarrollos teologales en la filosofía y no en las palabras de Dios. Quienes defendían la doctrina oficial llegaron a encarcelarlo por brevísimo tiempo, y por su parte el médico catalán respondió a sus objeciones con una nueva obra: Tratado sobre el tiempo de la llegada del Anticristo.

Siguiendo el programa que se había trazado en sus discusiones de Montpellier censuró la ambición de dominio que los teólogos de la universidad de París manifestaban al imponer su saber mundano sobre los hombres comunes que justamente lo ignoran. Es cierto que los espirituales censuraban todas las ciencias, pero Arnau interpretó que esta condenación corresponde a la teología, a la filosofía y a las ciencias especulativas, hijas de la ociosidad y la soberbia y madres de la ambición y la jerarquía, mientras que las artes prácticas como la curación, tan presente en la vida de Jesús, sana a los ciegos y leprosos y anuncia la Buena Nueva a los pobres.

Ante la oposición cerrada de los escolásticos de París, Arnau se trasladó hasta Roma, y aprovechando su situación de privilegio como médico de cabecera de Bonifacio VIII, renovó su polémica con los teólogos oficiales. Redactó primero un sombrío mensaje escatológico, Sobre los címbalos de la Iglesia, basado en las visiones de Daniel, profetizando el fin de de este corrompido mundo desde luego antes de cien años y más concretamente en 1378 y presentó después al papa, y con su permiso envió a los reyes de Francia y Aragón su Filosofía católica. Su ataque a los teólogos se hizo cada vez más truculento: «Quedará vacío el nido del marchito Aristóteles, porque el horrible graznar de sus crías atenta contra la verdad, burlándose de sus ministros.»

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Luego que Arnau de Vilanova abandonó la curia compuso un escrito que insistía sobre el mismo tema: en la Apología sobre las perversidades de los falsos teólogos y religiosos, dejó dicho que una de las causas que se oponen a la vida espiritual era la curiosidad de estudiar las ciencias jurídicas para mantener los bienes materiales, y también la filosofía para hincharse falsamente con la teología. El diablo ha engañado así al pueblo cristiano y lo ha dejado vacío a través de los mentirosos que quieren comprender los secretos de Dios y de la Santa Escritura mediante la escolástica. El escrito dio origen a una polémica con los clérigos de Gerona, que habían criticado duramente el mensaje del médico catalán: mientras Arnau afirmaba que no sólo es posible sino no útil, conocer los últimos tiempos, para que quienes estén cerca nos a ellos se armen con las virtudes de la religión cristiana; sus enemigos, denunciaban la soberbia de un casado, médico de profesión, que tenía pretensiones de teólogo.

La animosidad contra la doctrina oficial complicó la misma vida académica de Arnau, que se había visto obligado a abandonar Montpellier, pero ni siquiera entonces aflojó en sus virulentos y agrios ataques en los dos frentes, uno práctico y amenazador, el otro enemigo del magisterio jerárquico. En el palacio episcopal de Marsella levantó acta en tres Denuncias contra el dominico Jofre Vigorós, después escribió contra las Desviaciones de cierto teólogo que se había reído de sus amenazas apocalípticas, y cerró sus ofensivas con un opúsculo de título verdaderamente expresivo: Espada destinada a degollar a los tomistas.

En paralelo con este útil mensaje espiritual, que hace frente a sus dominantes enemigos teológicos, Arnau cultivó en estos años los aspectos más prácticos de su arte desarrollando tratados de medicina en su Régimen de Salud –en principio escrito a petición del rey de Aragón, pero muy pronto difundido por toda Europa– en sus aforismos sobre sustancias dañinas, curativas o preventivas de las enfermedades, o en su escrito sobre cuanto es saludable o nocivo a los miembros vitales. Además se detuvo en temas más concretos, como los vinos, las aguas medicinales, los tóxicos, la higiene a seguir en las enfermedades agudas y hasta el régimen alimenticio de los cartujos. Pero lo que confirmaba todavía más este carácter empírico y práctico fueron sus exposiciones de farmacología, en especial la dosificación de las medicinas, un paso decisivo para tratar un aspecto hasta él muy poco atendido, el método para preparar alimentos y bebidas en caso de enfermedad aguda, y los tratados sobre los antídotos o sobre los medicamentos simples. En uno de sus últimos escritos sobre los objetivos de los médicos, subrayó ya de forma expresa esta dirección pragmática de su oficio y magisterio.

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Confesión de Barcelona

En presencia de los notarios de la ciudad de Barcelona, Miquel Artiga y Bartomeu Marca hago deposición de mi vida pasada, desde mis enseñanzas en la universidad de Montpellier, tal como figuran en el scriptorium que yo mismo establecí en casa de Pere Jutge boticario barcelonés, y así mismo vuelvo a resumir mi pensamiento en presencia del rey Jaime Segundo y con levantamiento del acta pública por el citado Bartomeu Marca, para que la malicia de mis enemigos no pueda apoyarse en ninguna ambigüedad condenando lo que de ninguna forma quise decir, y en cambio conozca la doctrina que con entera libertad confieso.

Y digo en primer lugar que siempre he sostenido y sigo sosteniendo que no sólo es posible, sino útil para curar las dolencias de la iglesia, conocer el tiempo del Anticristo y el final de los tiempos, pues así los pecadores entrarán en penitencia ante la desaparición de toda hacienda y todo dominio. Y digo también que esta amenaza es cercanísima, y aunque renuncio a precisar el año , para que nadie me acuse de temerario, sí puedo asegurar, siguiendo la profecía de Daniel, la gran campana de la Santa Escritura, que, cualquiera que sea la interpretación de sus palabras, el mundo no puede pasar del siglo que ahora empieza, y por eso hay que vigilar, pues el momento es inminente, pero no conocemos el día y la hora.

Digo también que según la revelación de Nuestro Señor Jesucristo a su apóstol Juan, y según la universal interpretación de la Santa Iglesia, su historia pasa por siete momentos, correspondientes a los siete sellos del libro y las siete trompetas que suenan los ángeles, de los cuales seis ya pasaron, el de los apóstoles, de los mártires, de los doctores, de los solitarios del desierto, de los monjes, y de los frailes menores, otro es el presente, donde reinan el Anticristo y sus seguidores, mayormente los religiosos seculares y regulares, amantes del dominio, llenos de soberbia y sembradores de todo vicio y toda injusticia entre los cristianos, después de lo cual será la próxima consumación de los tiempos y el juicio final Y las dos profecías de Daniel y Juan concuerdan, y su repetición significa que todo está firmemente decretado por Dios, y que Dios lo realizará muy pronto. Y finalmente digo, como experimentado en el arte médica, que el conocimiento de este fin de todas las cosas es una purga amarga, pero tan efectiva, que aunque por imposible no se cumpliese mi anuncio, sus amenazas bastarían para llevar a una infinita multitud a la perfección cristiana.

 

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