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El Catoblepas, número 89, julio 2009
  El Catoblepasnúmero 89 • julio 2009 • página 16
Artículos

Las transformaciones de la democracia

Pedro Carlos González Cuevas

Los acontecimientos más recientes han venido a demostrar que los diagnósticos de los críticos de los regímenes demoliberales actuales distan mucho de haber perdido vigencia

1. Las ilusiones del progreso

El mundo en que vivimos nos disgusta. Su vida carece de alegría sincera, a pesar de los progresos que brillan en las industrias, en la tecnología o en la legislación social. Otrora la respuesta al disgusto era la apuesta revolucionaria; pero la revolución ha sucumbido como horizonte del hombre europeo, a causa de sus estrepitosos fracasos históricos. El disgusto subsiste, la salida resulta dudosa, el agobio no cesa. Una civilización como la nuestra, tan ávida de incentivos, necesita de los estímulos del mito en el terreno de la política. Sin la irrupción de los mitos en el terreno de la política no hubieran sido posibles ni la revolución rusa ni las revoluciones de sus secuaces; y tampoco puede el historiador entender sin ellos acontecimientos tan importantes para el siglo pasado como la marcha de Mussolini sobre Roma o la ascensión de Hitler a la cancillería del Reich. Derrotados en la II Guerra Mundial, el fascismo y el nacional-socialismo, y cuarenta años después, desaparecido el comunismo, fruto de sus errores económicos, políticos y filosóficos, tan sólo parece quedar la denominada democracia liberal representativa como horizonte político de las sociedades humanas. En ese sentido, la democracia liberal se ha convertido en el auténtico mito del siglo XX; pero aún no sabemos si seguirá siéndolo en el XXI. El mito tiene, sin duda, una función movilizadora e incluso terapeútica; pero en modo alguno puede ser aceptado de manera acrítica, porque no deja de ser una forma de conocimiento esencialmente primitiva y fácil, que ha de ser evaluada por el tribunal de la razón.

Conviene precisar, en ese sentido, qué es lo que hoy podemos entender por democracia, porque se trata de un concepto que ha sufrido numerosas transformaciones desde el siglo XVIII a nuestros días. En nuestro contexto social, económico y tecnológico, luego incidiremos en ese tema de forma más detallada, la definición de democracia defendida por Jean Jacques Rousseau, basada en la noción metafísica de «voluntad general» como expresión directa de la soberanía incondicionada del cuerpo social, aunque sigue utilizándose, no pasa de ser un mero recurso retórico{1}. Y lo mismo podemos decir de la celebérrima definición de Abraham Lincoln, en su discurso de Getysburg, como el «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo».{2} Claro que en la tradición norteamericana el concepto de soberanía carece de los supuestos absolutistas e incluso totalitarios insertos en la lógica del discurso rousseauniano.{3} Desde el perspectiva federalista, la soberanía política se encuentra limitada y dividida en una pluralidad de centros de poder independientes y coordinados, con una incisiva atenuación de las instituciones típicas de la soberanía del Estado nacional europeo. Sin embargo, es preciso subrayar que en Norteamérica la democracia se convirtió, desde sus orígenes, en una auténtica religión. Como ha señalado el historiador Emilio Gentile, la «religión civil» norteamericana tiene como fundamento la creencia de que los Estados Unidos son una nación bendecida por la divinidad con la misión providencial de defender y difundir en el mundo «la democracia de Dios». Hemos tenido oportunidad de verlo, a lo largo de las ceremonias de toma de posesión presidencial de Barack Obama: el presidente de los Estados Unidos no es sólo el jefe político de la nación, sino, además, el pontífice de la «religión civil»{4}.

Lejos de esta retórica visionaria y de esa concepción teológico-política, la teoría democrática actual, dejando a un lado las concepciones economicistas de un Gordon Tullock y de la Public Choice, tiene, en gran medida, por padre al sociólogo e historiador de la economía Joseph Schumpeter, en cuya estela se sitúan Raymond Aron, Robert Dahl, Ralf Dahrendorf, Norberto Bobbio o Giovanni Sartori. Como defendió en su célebre obra Capitalismo, Socialismo y Democracia, sólo existen regímenes democráticos en presencia de una estructura pluralista –«poliárquica», dirá Dahl– del mercado político: un sistema en que operan varias elites que compiten entre sí por la conquista del liderazgo y confían la decisión de la contienda a elecciones políticas libres y no al uso de la fuerza. Desde esta perspectiva «poliárquica», el Estado pierde sus caracteres soberanos de estructura monista, centralizada y omnipotente. Sus órganos decisorios se convierten en sedes de compromiso y de mediación entre sujetos que operan por cuenta y en nombre de grupos organizados –partidos, sindicatos, organizaciones profesionales, empresas económicas, &c.–, que son portadoras de poderes autónomos y que, por lo tanto, inciden en los procesos de toma de decisión del Estado{5}.

La euforia demoliberal, tras el ocaso de los regímenes de «socialismo real», se extendió igualmente al ámbito de la economía. Amartya Sen, Premio Nobel de Economía, consideraba –y considera– la democracia como un requisito para el despegue económico industrial.{6} Una tesis que podemos considerar no sólo meramente retórica, sino falsa desde el punto de vista histórico. No existe correlación entre democracia y crecimiento económico. Chile, en la época del general Pinochet, se desarrolló más rápidamente que sus vecinos hispanoamericanos democráticos. La China autoritaria supera, al menos por el momento, a la India liberal. En cuanto al pasado, Japón despegó bajo un régimen autoritario, lo mismo que Corea. La Alemania imperial, a finales del siglo XIX, progresó con la misma rapidez que la Francia republicana o el Reino Unido parlamentario. En el caso español, no deberíamos olvidar que el despegue económico y la industrialización se produjo durante el régimen del general Franco.

Sin embargo, el utopismo demoliberal llegó, frente a la prudencia inherente a los discursos de Schumpeter, Aron, Dahl, Dahrendorf o Sartori, aún más lejos; y, lo que es peor, con resultados trágicos. No pocos políticos y pensadores llegaron a albergar la presunción de que ya sólo existía un régimen político dotado de legitimidad: el demoliberal en su versión norteamericana. Se hizo referencia, con un ímpetu más religioso que científico, a la emergencia de la «democracia global». La teología-política demoliberal del presidente Bush y sus intelectuales llevó a una auténtica cruzada militar y política. Como ha señalado John Gray, el Estado norteamericano, bajo la dirección de una contradictoria «derecha utópica», se comportó como «un régimen revolucionario», a la hora de intentar exportar, manu militari, su modelo político a los países de Oriente Medio, y en particular a Irak. Los tristemente célebres «neocons» no eran, en ese sentido, conservadores, sino «unos intelectuales revolucionarios con una visión confusa del mundo en el que la mayoría de la humanidad vive realmente»{7}. Su proyecto político globalizador, cosmopolita, de base kantiana, iusnaturalista, racionalista y constructivista, provocó, a la hora de intentar hacerse realidad, no sólo aculturación y desarraigo, sino reacciones de inusitada violencia terrorista.{8}

Una muestra menor, pero significativa de este pathos político-intelectual fue la repercusión en la prensa española y mundial del artículo de Francis Fukuyama, The End History?, donde se afirmaba la tesis de que, a través de los cambios producidos en la Europa oriental y en el Este, no advenía ni una convergencia entre capitalismo y socialismo, ni la muerte de la ideología, sino la victoria absoluta del liberalismo económico y político, y que dicha victoria comportaba el «final» de la Historia. No se negaba en el artículo ni en ulteriores libros del autor, la posibilidad de nuevos acontecimientos; de lo que se trataba era de afirmar que el marco ideológico dentro del cual se producirían no podía ser otro que la democracia liberal y el sistema económico de mercado.{9} La tesis fue muy criticada por la derecha y la izquierda; pero resulta muy discutible que las elites políticas, intelectuales y mediáticas españolas y europeas discreparan en profundidad de sus fundamentos filosóficos y consecuencias políticas. Pocos discuten hoy, al menos en el establishment europeo y español, según se deduce de sus ideas y planteamientos, que el ser humano es racional; que la historia sigue, en el fondo, una teleología, o que se ha encontrado ya la fórmula político-social perfecta, es decir, la democracia liberal. En su etapa de plenitud política, José María Aznar aceptó, con su peculiar estolidez intelectual, el diagnóstico de Fukuyama, y así lo manifestó en sus discursos y escritos. El líder del Partido Popular consideraba que el liberalismo no era ya una ideología entre otras ideologías, sino el último punto de llegada del pensamiento político moderno, y por ello nada menos que «la única ideología con derecho de ciudadanía en el mundo contemporáneo».{10} De esta forma, la democracia liberal dejaba de escribir, como recomendaba el lúcido Aron, en prosa{11}; ahora lo hacía en verso.

Bien es verdad que tamaña ilusión duró poco. El 11 de septiembre de 2001 supuso un cambio cualitativo. Como señaló el politólogo Robert Kagan, se produjo un auténtico desquite de la Historia. El mundo no se había trasformado. En todas partes, el Estado-nación seguía siendo tan fuerte como antes, al igual que las ambiciones nacionalistas, las pasiones y las competencias entre naciones. Estados Unidos quedaba, sin duda, como única potencia; pero emergía de nuevo Rusia y China escalaba posiciones, lo mismo que Japón, India e Irán. El viejo antagonismo entre liberalismo y «autocracia» resurgía nuevamente. Y revivía la disputa aún más antigua entre islamistas y potencias modernas y laicas. La conclusión era obvia: «Hemos entrado en una era de divergencia».{12}

No es que, al menos de momento, en las sociedades industriales desarrolladas se haya perdido la fe en la democracia liberal. Un pensador de segunda fila, Gilles Lipovetsky, considera que la política se encuentra, en esas sociedades, desacreditada, pero la democracia está confirmada, porque, según él, «en la época individualista hipermoderna domina la pacificación política de la decepciones».{13} Sin embargo, a nivel de elites intelectuales esta situación resulta distinta. Las críticas al modelo político demoliberal han sido generales. Totalmente escéptico ante el revival del liberalismo político, John Dunn opinaba que, en las postrimerías del siglo XX, la democracia era «el nombre que se da a las buenas intenciones que a sus gobernantes les gustaría hacernos creer que poseen», advirtiendo sobre el hecho evidente de que en los Estados modernos «por muy en serio que se tomen la igualdad social o económica su propia estructura les impide dar al ideal de igualdad política un reconocimiento que pase de lo meramente simbólico».{14}

Mas militante se muestra el filósofo Alasdair MacIntyre, para quien el liberalismo no pasa de ser «la política de un conjunto de elites cuyos miembros, mediante el control de la maquinaria de los partidos y de los medios, predeterminan en su mayor parte el abanico de posiciones políticas que se abren a la gran masa de los votantes». «De esos votantes –continúa MacIntyre–, aparte de ejercer sus opciones electorales, lo único que se requiere es la pasividad. La política y el ambiente cultural que la rodea se han convertido en áreas de una vida profesionalizada, y entre los profesionales más relevantes a ese respecto están los manipuladores profesionales de la opinión pública. Más aún, la entrada y el éxito de las áreas de la política liberal ha exigido cada vez más recursos financieros que sólo puede aportar el capitalismo empresarial; unos recursos que les aseguran como contrapartida a quienes los tienen una capacidad privilegiada de influir en las decisiones políticas». Su conclusión final resulta desoladora: «El liberalismo, pues, asegura en gran medida la exclusión de la mayor parte de las personas de cualquier posibilidad de participar activa y racionalmente a la hora de determinar la forma de la comunidad en que viven»{15}.

Podría objetarse que estas críticas son consecuencia directa del antiliberalismo militante del autor. MacIntyre, comunitarista católico, fue marxista en su juventud. No obstante, la crítica se ha extendido hacia los liberales de izquierda, como Ronald Dworkin, profesor de Derecho en la Universidad de Nueva York y de Jurisprudencia en la University College de Londres. Para este autor, la situación social y política norteamericana es tan insatisfactoria que llega a preguntarse si, en realidad, la democracia es posible. La política nacional norteamericana no satisface, en su opinión, «siquiera los requisitos de un debate de instituto aceptable». Los candidatos «nos hacen sentir vergüenza cuando se aclaran la garganta antes de hablar». La inmensa mayoría de la población se haya «horrorosamente desinformada e ignora cuestiones importantes». El dinero tiene una influencia determinante en el desarrollo de la vida política y ejerce un dominio incontrolado sobre las cadenas televisivas. La vida política americana resulta ser, en consecuencia, «una política de baratillo». Dworkin distingue entre dos tipos de democracia: el mayoritario y el asociativo. El primero se basa en «la voluntad de la mayoría»; mientras que el segundo lo está en «la condición y los intereses de cada ciudadano en tanto asociado de pleno derecho de esa empresa». El profesor norteamericano rechaza el modelo mayoritario: «La concepción mayoritaria de la democracia es defectuosa, ya que no puede explicar por sí misma qué es lo bueno de la democracia. El mero peso de los números por sí solo no aporta ningún valor a una decisión política». El modelo asociativo tendría como horizonte la garantía de «la igualdad de consideración y el autogobierno».{16} Las reflexiones de Dworkin son significativas en su dramático diagnóstico de la situación norteamericana; pero se trata de un autor plenamente inserto en los mitos fundantes de la religión política americana; y, por lo tanto, es incapaz de salir del horizonte utópico característico de esa tradición política. De ahí que su diagnóstico y sus soluciones tan sólo sean operativas en el marco de contexto político-cultural de la sociedad norteamericana.

Existen otros autores que merecen una mayor atención y detenimiento en este proceso de deslegitimación y desacralización de los fundamentos de las democracias liberales, lo mismo que el análisis de su funcionamiento real: Danilo Zolo y Guy Hermet. Sus obras constituyen, a mi juicio, los análisis más penetrantes y sugestivos sobre los fundamentos histórico-sociológicos del régimen demoliberal, su crisis, la debilidad de sus bases intelectuales y políticas, sus disfuncionalidades y, ¿por qué no?, de la posibilidad de su ocaso o de su evolución hacia nuevas formas de dominación social y política.

2. Danilo Zolo: complejidad, realismo político y democracia

Catedrático de Filosofía del Derecho y de Filosofía del Derecho Internacional, Danilo Zolo es conocido en España sobre todo como uno de los críticos más lúcidos del globalismo jurídico y político.{17} Teórico del realismo político, su obra Democracia y complejidad, traducido al castellano 1994 en Argentina, no en España, merece, por su rigor metodológico, su agudeza crítica y su valentía intelectual, una exposición pormenorizada. Se trata de una obra que sintetiza amplios saberes filosóficos, científico-políticos y sociológicos. Para el autor, nociones como «soberanía popular», «bien común», «participación», «consenso», «pluralismo», «opinión pública» parecen cada vez más palabras vacías de contenido y que han perdido significado originario. En ese sentido, sostiene la necesidad de una «reconstrucción» de la teoría democrática a partir de la reconsideración general de la noción de «democracia representativa». A su entender, ese concepto adolece de una fundamental falta de realismo y de complejidad en cuanto mantiene la asunción clásica de la autonomía, racionalidad y responsabilidad de los ciudadanos. Y es que en las modernas sociedades informáticas dominadas por las altas tecnologías y por el poder persuasivo de los media, la autonomía individual no se puede dar por descontada. De ahí que Zolo recomiende la elaboración de una teoría posrepresentativa del sistema político inspirada en los grandes maestros de la tradición realista como Maquiavelo, Hobbes, Marx, Weber, Schmitt, Luhmann y los elitistas italianos. El autor estima que el punto esencial del realismo político, frente al moralismo reinante en la filosofía política anglosajona, es la «disminución del miedo mediante una regulación selectiva de los riesgos sociales». La política, para los realistas, no es el ámbito de la justicia, sino de la «prudencia».{18}

Tras esta declaración de principios, Zolo parte de la premisa según la cual el concepto de «complejidad» permite un análisis realista de las condiciones y del destino de los sistemas políticos demoliberales en las sociedades posindustriales. El autor entiende por «sociedades posindustriales» aquellas que han sido investidas de la «revolución informática» en sus tres principales desarrollos: el telemático, el robótico y el de los medios de comunicación de masas.Y por «complejidad», la situación cognitiva de un sujeto, sea individuo o grupo, según la cual, dadas ciertas condiciones más o menos complejas, serán las relaciones que «construye» y proyecta sobre el ambiente en un intento de orientarse, es decir, de ordenar, prever, proyectar, manipular; y compleja será, en definitiva, la relación del sujeto con el propio ambiente. Siguiendo en lo fundamental a Niklas Luhmann, la «complejidad social» vendría caracterizada por una serie de rasgos. En primer lugar, en las sociedades industriales la «complejidad social» se manifiesta como variedad y discontinuidad semántica de los lenguajes, de los movimientos, de las técnicas y de los valores que son practicados en el interior de cada subsistema y de sus ulteriores diferenciaciones. A la tendencia a la autonomía de los códigos funcionales, se acompañan fenómenos de creciente interdependencia entre los diferentes subsistemas, lo que, por otra parte, representa una condición de su propia capacidad de coordinarse en el interior del sistema social en su conjunto. La morfología de la interdependencia presenta una adaptación de tipo difuso y policéntrico, con una acusada tendencia a la superación de las estructuras jerárquicas. La diferenciación de experiencias favorece la movilidad social. A una sociedad centrada y orgánica, anclada en principios universales e inmutables, le sustituye el pluralismo de los espacios sociales regulados por criterios contingentes y flexibles. El politeísmo moral y un difuso agnosticismo sobre las cuestiones últimas sustituye a las creencias colectivas institucionalizadas, presididas por la coerción. Así, desde el punto de vista de los sujetos o sistemas individuales, niveles más elevados de diferenciación comportan una mayor despersonalización y abstracción de las relaciones sociales. La multiplicidad de las experiencias posibles genera una suerte de sobrecarga selectiva en un contexto de creciente inseguridad e inestabilidad. Si se dilata el espectro de las opciones posibles se hace más urgente y arriesgada para cada sujeto la exigencia de seleccionar las alternativas y reducir la complejidad.{19}

Al mismo tiempo, la «complejidad social» exige, en opinión de Zolo, la complejidad epistemológica, es decir, una «epistemología reflexiva». Se trata de una situación cognitiva que impide toda posibilidad de certeza o de acercamiento a la verdad, en la medida en que el sujeto mismo está dentro del ambiente que pretende hacer objeto de su propio conocimiento. Y es que el propio sujeto puede darse cuenta críticamente de la situación de circularidad en que se encuentra, pero no puede sustraerse al propio horizonte histórico y social, liberándose de los prejuicios de la propia comunidad científica, de la cultura o de la civilización a la que pertenece y que influye en su propia autopercepción. Así, la concepción epistemológica reflexiva sostiene que el punto de partida y de llegada de todo proceso cognitivo es, circularmente, las proposiciones de la comunicación lingüística y no los datos o los hechos de una supuesta objetividad ambiental, precedente y externa al lenguaje. Por otro lado, con una epistemología reflexiva desaparece toda posibilidad de explicaciones nomológico-deductivas, sea en el ámbito de las ciencia naturales o en el de las ciencias político-sociales.{20}

Para Zolo, la epistemología reflexiva resulta incompatible con los paradigmas teórico-políticos sobre los cuales se fundan algunas de las más acreditadas concepciones de la democracia hoy vigentes. En primer lugar, las teorías económicas de la democracia, que introducen en el análisis de los sistemas políticos la asunción de la «racionalidad» de los actores sociales, reducen drásticamente la variedad de motivaciones de las expectativas y de los objetivos sobre la base de los cuales operan los actores políticos efectivos en un régimen de democracia liberal, a la par que ignoran la lógica funcional específica de los sistemas políticos modernos. Con respecto a las teorías «clásicas», Zolo estima que se basan en el mito de los polis griega y en el mito de la ekklesia como perfecta realización de la democracia, en definitiva, de una visión aristotélica de la centralidad, universalidad y total inclusividad del sistema político, lo cual resulta incompatible con las sociedades complejas y diferenciadas del Occidente posindustrial, en los cuales el sistema político no ocupa una posición central en la estrategia de la reproducción social, sino que es un mero subsistema funcional al lado de otros subsistemas. A ese respecto, la idea de «bien común» no es más que una especie de «residuo etico-metafísico de la concepción organicista y solidaria de la polis clásica y de la ciudad medieval». En realidad, según Zolo, «la dimensión de la política coincide exactamente con la esfera agonística de los disensos, de los conflictos y de los antagonismos que no pueden ser reducidos por vía argumentativa y, tanto menos, en base a criterios universales de imparcialidad o de justicia distributiva».{21}

No sale mejor parada la teoría «neoclásica» defendida por Schumpeter y sus seguidores. Este modelo presenta, a los ojos del autor, junto a notables aciertos, aspectos de incongruencia teórica y de debilidad analítica que lo convierten en escasamente operativo a la hora de captar las condiciones de funcionamiento de los regímenes democráticos contemporáneos. En particular, esta teoría construye un modelo de mercado político cuya racionalidad continúa dependiendo de la presunta racionalidad de los electores singulares, esto es, de la autonomía intelectual y moral, y no simplemente de la «libertad negativa», entendida ésta como no impedimento y ausencia de coerción física. Para Zolo, el examen realista del funcionamiento de las instituciones representativas debería reconocer que el sistemas de partidos opera según reglas incompatibles con las de la libre competición pluralista; que gran parte del poder político se ejercita dentro de circuitos «invisibles» al margen de cualquier lógica de mercado; que los ciudadanos se encuentran en poder de fuerzas incontrolables; y que son incapaces de volición política, apáticos y desinformados, pese a ser física y jurídicamente libres. Por todo ello, Zolo entiende que, desde el punto de vista de la relación entre complejidad y democracia, es necesaria la reconstrucción de la teoría democrática.{22}

Como ya sabemos, Zolo se sitúa en la tradición del realismo político. A su juicio, el realismo político encuentra su fundamento, en las sociedades modernas, en el proceso de diferenciación funcional y en el consiguiente aumento de la complejidad social: «La moral y la política se expresan dentro de esferas diferenciadas y obedecen a «códigos» que no se pueden superponer sin que se comprometa el funcionamiento y el sentido general». En sus supuestos antropológicos, Zolo sostiene el carácter histórico y no natural ni ontológico de las facultades humanas, junto al reconocimiento de la plasticidad de los sujetos humanos. Esta plasticidad radica en la raíz biológica de la tensión entre la búsqueda de seguridad y la necesidad de libertad, puesto que la falta de especialización instintiva puede ser interpretada como la razón profunda tanto de su particular miedo como de su coraje en la búsqueda de experimentación libre y arriesgada. En ese sentido, el autor cree que la función del sistema político ha de ser la de «regular selectivamente la distribución de riesgos sociales, y, por lo tanto, la de reducir el miedo a través de la asignación agonística de valores de seguridad». Los mecanismos políticos para el logro de esos fines serían, reduciendo la complejidad del ambiente, fundamentalmente dos. En primer lugar, la definición de un confín interno/externo: «La delimitación de un «espacio político» proyecta más allá de los confines del grupo, factores de riesgo, mientras que en el interior se organizan los factores de seguridad. De este modo el grupo social incluye sujeto y comportamientos compatibles con la propia estabilidad y promueve (…) la definición colectiva de los sujetos extraños y de sus comportamientos desviantes que entiende contraproducentes para la propia supervivencia». Y, en segundo lugar, la relación poder/subordinación, que se encuentra «estrechamente ligada al proceso a través del cual el sistema político, para desarrollar su función reguladora, se concentra en específicas instituciones de autoridad». La regulación sería, ceteris paribus, que a un máximo de poder le corresponde un mínimo de inseguridad social, así como a un máximo de subordinación le corresponde un mínimo de seguridad.{23}

A partir de estos supuestos realistas, Zolo toma nota de los riesgos evolutivos de la democracia. A ese respecto, su punto de partida es que las sociedades complejas son gobernadas por una lógica sistémica, antes que representativa, no sólo en las relaciones entre el sistema de partidos y su ambiente, constituido por un público indiferenciado de ciudadanos, sino igualmente por las relaciones entre el sistema político y otros sujetos de la «poliarquía». En consecuencia, es necesario abandonar categorías obsoletas ligadas a la idea clásica de representación, como, por ejemplo, la distinción entre Estado, entendido como esfera pública de los intereses generales, y la «sociedad civil», concebida como el espacio de los intereses privados y particulares. En ese sentido, Zolo insiste en que «el aumento de la diferenciación y de la complejidad social arriesga hoy a producir en las sociedades posindustriales una radical dispersión de la esfera pública, hasta el límite de la cancelación del horizonte mismo de la «ciudad política» como espacio de ciudadanía». En su lugar, las funciones de prescripción e integración social son ejercitados por un «archipiélago de gobiernos privados –los partidos políticos y los otros sujetos de la poliarquía corporativa– siempre más autónomos, siempre menos representativos y «responsables» y, además, privados de la capacidad necesaria para dar una solución eficiente y tempestiva a los problemas generales y complejos». Para el autor, esta dispersión de la esfera pública asume una triple morfología: la autorreferencia del sistema de partidos, la inflación del poder y la neutralización del consenso.

En el primero de los casos, Zolo sostiene que el sistema de partidos no se presenta como un mecanismo colector y propulsor de la voluntad política que emerge de las bases sociales, sino más bien como «la fuente, preventiva y consecutiva conjuntamente, sea la propia (auto-)legitimación procesal e institucional, sea de la legitimación del out-pout burocrático-administrativo», de tal forma que esta estructura autorreferencial se constituye en uno de los mayores riesgos evolutivos de las democracias de los países desarrollados.

El fenómeno de la inflación del poder es producto de la complejidad del ambiente y dificulta el control de sus variables, dado que se trata de conocer, prever y programar en condiciones de entropía creciente. Y, además, aumenta al mismo tiempo la dificultad de producir y ejercer un poder de signo positivo, a causa de la heterogeneidad y fragmentación de las expectativas sociales emergentes en una sociedad fuertemente diferenciada. A partir de esta situación, surge el problema de la gobernabilidad democrática. Según Zolo, existen procesos decisionales segmentados, percepciones rígidamente selectivas de los problemas, respuestas adaptativas, incoherentes, que definen el contorno de lo que Luhmann ha denominado «el oportunismo decisional», es decir, una técnica de «gobierno débil» que se orienta conscientemente según valores entre sí inconmensurables y mudables en el tiempo, que asume como variables independientes el equilibrio del sistema y como objetivo estratégico el aligeramiento de las presiones y de los riesgos que tienden a asumir un carácter crítico. Se produce así una triple disfuncionalidad: déficit de coherencia, déficit estructural y déficit temporal, a los cuales se puede añadir el déficit de capacidad regulativa del aparato normativo del Estado de Derecho. A ese síndrome del gobierno débil y del déficit de poder, se encuentra estrechamente ligado el fenómeno de la inflación del poder, en la medida en que la cantidad creciente de problemas que requieren una decisión y, por lo tanto, el ejercicio de un «poder positivo», corresponde una cantidad de empeños programáticos suscritos y sistemáticamente desatendidos por los partidos.

Complemento de este fenómeno político-social, es el de la neutralización del «consenso». Frente a las tesis «neoclásicas», Zolo entiende que ni el Parlamento ni ninguna otra institución constituyen un espacio público donde los ciudadanos se encuentren en condiciones de conocer y evaluar conscientemente las ofertas del mercado político y sus posibles alternativas, tanto más cuanto los actores del establishment se mueven como peones de ajedrez internacional cuyas estrategias sobrepasan las políticas nacionales y se sustraen a los poderes de intervención de los parlamentos y de los gobiernos. Privatización, secreto y fragmentación del mercado político constituyen los elementos de un cuadro institucional que prescinde, en gran medida, del «consenso» de la mayoría de los ciudadanos, dado que, al resguardo de la ficción institucional de la representación, los sujetos de la «poliarquía» pueden asumir por de contado el «consenso» de todos aquellos que no se encuentran inmersos en la lógica del régimen político y no están en condiciones, por tanto, de ver, controlar y disentir, gracias a la influencia directa de los mass media: «Es claro que la democracia, en un contexto informático, coincide, en gran parte, con el margen de visibilidad de los procesos comunicativos y, sistemáticamente, con el grado de reducción de los arcana communicationis».

Zolo describe, en fin, los regímenes democráticos actuales, en su funcionamiento real, como «sistemas autocráticos diferenciados y limitados, es decir, oligarquías liberales». En ellos se ha realizado un nuevo equilibrio entre las instancias opuestas de la seguridad y de la complejidad/libertad. La estructura oligárquica del poder es garantía, en su seno, del pluralismo de los «gobiernos privados», y este pluralismo está funcionalmente conexo a la multiplicidad de ámbitos sociales diferenciados y autónomos. A su vez, tanto la articulación interna de las funciones potestativas –es decir, la división de poderes– como el reconocimiento constitucional de la libertad «negativa» –el Estado de Derecho– se corresponde a la exigencia de conservar el nivel de diferenciación y complejidad de las modernas sociedades industriales. Los derechos individuales son las instituciones y los procedimientos a través de los cuales se realiza y viene formalmente sancionada la recíproca autonomía del subsistema político y de los otros subsistemas sociales. En ese sentido, la conservación de la complejidad social contra la hegemonía funcional de un particular subsistema –el productivo, el científico-tecnológico, el religioso, el sindical y, sobre todo, el político– es la promesa que la democracia liberal debe mantener si pretende distinguirse en términos no puramente formales de los regímenes despóticos o totalitarios. Los riesgos evolutivos de la democracia constituyen, ya en sí, elementos para dudar de la posible supervivencia de las instituciones democráticas tal y como las conocemos; pero la situación se hace cada vez más delicada si a estos problemas les sumamos riesgos externos, como la explosión demográfica, la emigración, el permanente riesgo de guerra o el terrorismo. Para el autor, esta problemática se hace tanto más alarmante en cuanto no existe un pensamiento ni una capacidad de gobierno a ese nivel de amplitud, complejidad e interdependencia de los problemas a resolver.{24}

Para prevenir los riesgos evolutivos de la democracia, Zolo propone algunas soluciones institucionales: constitucionalización de los partidos políticos, cuyo reconocimiento formal se debería acompañar de un rigurosa definición y limitación de sus funciones; una nueva división del poder, que tome conciencia del declive funcional de las asambleas legislativas, atribuyendo la capacidad de decisión al gobierno, mientras que a los órganos electivos deberían ser conferidos amplios poderes de inspección y de control sobre la actividad de la administación; y, por último, promoción de una espacio comunicativo democrático, liberando a los mass media de su subiordinación al sistema político y económico y emancipándole del paradigma publicitario que siempre acompaña a estos dos subsistemas.{25}

3. Guy Hermet: el advenimiento de la Gobernanza

La trayectoria intelectual del politólogo e historiador francés Guy Hermet es más conocida en España que la de Danilo Zolo. Director de estudios emérito de la cátedra del Instituto de Estudios Políticos de París y titular de la cátedra internacional de la Universidad Libre de Bruselas, es, además, doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid. Sus estudios de historia contemporánea española, y en particular Los católicos en la España franquista, han sido muy celebrados. Su última obra El invierno de la democracia. Auge y decadencia del gobierno del pueblo, incide en la problemática planteada por Zolo, a quien cita en varias ocasiones, y de cuyos planteamientos es complementario. No obstante, el libro de Hermet es mucho menos ambicioso y enciclopédico que el del filósofo italiano. El politólogo galo ya se había aproximado al tema en algunas obras anteriores como El pueblo contra la democracia o Populismo, democracia y buena gobernanza. Hermet se siente escandalizado por el contraste entre «el éxito superficial de la democracia» y «la pérdida de sustancia de la democracia en profundidad». A su entender, el «verano de la democracia» comenzó tras el final de la II Guerra Mundial, pero en 2006 las esperanzas que había suscitado aquella victoria contra los totalitarismos «ya no tenían fundamento»: «La democracia está llegando a su invierno, aunque no hay por qué temer un infarto inminente. Estamos entrando en la estación invernal de la democracia tardía, en la estación de la vejez». Y es que tanto el proceso de globalización de la economía como las anteriores protestas sociales de finales de los años setenta del pasado siglo y, sobre todo, la crisis del petróleo, pusieron fin al período de crecimiento económico posterior a la guerra, minando «el modelo de cohesión social y política establecido tras 1945». A ello se une la caída en picado de la natalidad en la mayoría de los países desarrollados, algo que pone en cuestión el mantenimiento de las pensiones y la propia existencia del Estado benefactor. En tal contexto, los dirigentes políticos apenas tienen capacidad para cumplir sus promesas electorales, que «sólo se aplicarán en la medida en que coincidan con las orientaciones trazadas por las corrientes trasnacionales que desprecian los deseos de los pueblos». Como consecuencia de ese proceso social, decae igualmente la fidelidad partidaria e ideológica, que se percibe, en la actualidad, según el autor, como «una manifestación de rigidez mental, cuando no de falta de inteligencia». Los grandes proyectos políticos y la idea de progreso colectivo han desaparecido del horizonte social y político: «Cada persona o cada grupo, encerrado en su isla mental –las madres solteras, los homosexuales, los estudiantes, los cazadores o moteros– se preocupan sólo por obtener el reconocimiento de sus intereses específicos por parte de una autoridad pública considerada como portero reconocido y legítimo cuando admite tal o cual demanda, pero vista como una determinación tiránica en caso contrario». A ello se une el fenómeno del «multiculturalismo», «ajeno a la noción de interés general y que interviene a todos los niveles incluso en ausencia de referente étnico o de signo distintivo».{26} No menos alarmante resulta la aparición e institucionalización del «absolutismo democrático». A pesar de la crisis de sus instituciones y valores, a la democracia se le rinde culto como forma política «insuperable e imperecedera», como «algo absoluto, más intransigente aún en cuanto a su supremacía desde el momento en que ésta se agota». Sus críticos se hallan sometidos a «una especie de ostracismo sin violencia»; y «la libertad de opinión ya no está reconocida». En el contexto de la «democracia absoluta», el debate intelectual y político se reduce «a una disputa de marionetas». El pasado, objeto del debate historiográfico, «ya no existe más que como una memoria oficial debidamente sellada o como una curiosidad del patrimonio controlada y retocada al gusto del momento». Ante tal situación, se impone entre los pensadores e intelectuales una clara «autocoacción», perdiendo «más aún el control de sus propias ideas». Y es que, de hecho, se ha instaurado una «liturgia política obligatoria» y «un civismo punitivo».{27}

La «democracia absoluta» instaura igualmente una «neolengua», cuyo motivo conductor no es otro que «inculcar a la gente pensamientos correctos, tópicos, jerga estereotipada o «palabras maletas». Ejemplos de esta «neolengua» son «la noción de flexibilidad», clave para ocultar el proceso de desmantelamiento del Estado benefactor; «fascista», para descalificar los pensamientos o movimientos políticos inasimilables por el sistema; y lo mismo puede decirse de la «sacralización de los derechos humanos, entendidos como una serie de facultades que han pasado a ser obligaciones absolutas bajo pena de sanción judicial ( y está claro que la lista de dichas facultades obligatorias puede cambiar, alargarse o acortarse de forma discrecional por parte de una red poco reconocible de controladores de los sentimientos)». De la misma forma, el politólogo galo denuncia la «democracia balística», basada en el intervencionismo militar y en «el certificado de buena conducta a escala mundial, otorgado por el club de las potencias a los gobiernos que mendigan su consentimiento reduciendo en lo posible la desestabilizadora expresión de las aspiraciones populares en el interior».{28}

Sin embargo, el punto más significativo del libro de Hermet es su descripción del «nuevo régimen» a su juicio emergente en las sociedades desarrollada: la gobernanza, cuyo horizonte ideológico es el «pensamiento contable» y cuyo modelo político ideal resulta ser la «Unión Europea». El régimen emergente ha ideo creando paulatinamente su propio lenguaje, basado en las nociones de «diálogo social», «socios», «modelo social europeo», «subsidiariedad», «transpariencia», «flexibilidad», «código ético», «criterios de convergencia», «eliminación de obstáculos», &c., &c. A juicio del autor, el nuevo régimen sería una mezcla de populismo y gobernanza: «una práctica populista y plebiscitaria en el campo de la competición electoral acompañado de un recurso a la «democracia participativa» en los asuntos locales, abandonados en parte a los autoproclamados representantes de la «sociedad civil»; y, por otro lado, unos métodos relativos a gobernanza reservados a la minoría, que serían orientaciones económicas, sociales y políticas de envergadura nacional, regional o global negociadas entre actores cooptados, a salvo del humor demasiado voluble de los electores».{29} Se trata de un régimen «deslocalizado», es decir, que se encuentra ubicado en múltiples espacios topográficos o geográficos –regiones, Estados, «la Bruselas de los burócratas y de los representantes nacionales…». En este desarrollo, domina la creencia en el «autoajuste de los procesos en un equilibrado automático de los fenómenos, tal como se observa en la cibernética»; y la preeminencia de «la norma negociada sobre la ley democráticamente votada y, con ello, la superioridad de la autoridad de los jueces sobre la del legislador (por lo menos del legislador nacional), exiliado por su parte en una especie de «cuerpo en extinción».{30} La finalidad de este mecanismo político es acercarse a lo que los economistas elitistas han denominado el «óptimo de Pareto», o sea, «liberarse de la trama democrática básica, claro que sin descuidar a priori la consulta más o menos oficiosa de ningún sector (por ejemplo, en el caso de las relaciones con un sindicato, se procedería a negociaciones directas y rápidas con los líderes sindicales que no tendrían que rendir cuentas al conjunto de los afiliados)». La gobernanza procede, a juicio de Hermet, de una forma de «desencanto de la política», análogo al que se ha producido por la erosión de la divinidad de los emperadores romanos o por el con que cultural de la «muerte de los reyes» en el siglo XVIII. Desde esta perspectiva, el nuevo régimen se orienta en «una dirección normativa, moralista, prescriptiva, represiva, gestionadora o de análisis y modelación científicas», que, en el fondo, se presenta como «una alternativa a la democracia representativa». Su legitimidad radicaría en «la excelencia de los resultados económicos y en la eficacia en la consecución de beneficios concretos en general». Al final de la obra, Hermet concluye con unas palabras muy significativas: «La consigna general del mundo actual es la democracia. Sin embargo, no hay que ilusionarse. La democracia viene a transformarse hoy en día en un mero vocablo de la «diplomacia estratégica», desprovisto de significado preciso desde que se convirtió simplemente en «una etiqueta del orden mundial ortodoxo (suprime la pena de muerte, deja de fumar en los aeropuertos, habla de Estado de Derecho para cualquier cosa y serás democrático)»{31}.

4. España: un régimen «cerrado» y oligárquico

Como viejo hispanista, Hermet dedica algunas páginas de su libro al análisis del actual sistema político español. Junto a las alabanzas de rigor sobre la madurez del pueblo y la agudeza del monarca, la posición del politólogo galo no es excesivamente entusiasta. A su entender, la nueva lógica de la gobernanza contemporánea resulta especialmente visible en la sociedad española: «Una lógica que induce al abandono de las ideas de voluntad nacional o de interés general, reemplazados por acuerdos negociados o, peor aún, por el mercadeo, como el que practican los dirigentes de las comunidades autónomas, que tienden a comportarse de la misma manera que los representantes de los poderes centrales. En España, ha desaparecido el poder, que sólo funciona en vertical, de arriba abajo. Además, este misma lógica permite explicar que la autoridad se inscriba no tanto en un lugar o en un aparato de poder (la capital y el Estado) como hasta ahora, sino en un proceso difícilmente localizable y cuyos actores ampliamente cooptados no resultan siempre identificables». El Estado español no ocupa un «territorio privativo»; es «como si se tratara de una especie de Vaticano no religioso, cuyos trabajadores residentes, al igual que los religiosos, que sirven en él, podrían ser asimilados al concepto de pueblo, y que estaría gobernado por un papa que ni tan siquiera trataría de obtener su consentimiento». Un conjunto de «pueblos fraccionados y no solidarios» que «acaban dominando a ese otro pueblo nacional reprimido en la leyenda». Y concluye el autor: «Una muestra más del hecho de que España sigue siendo relativamente diferente, aunque esta diferencia no le proporcione ningún tipo de protección frente al enfriamiento democrático…».{32}

No es una mala descripción ni un mal diagnóstico de la situación actual de la sociedad española. Tanto en la obra de Zolo como en la de Hermet podemos encontrar, sin excesiva dificultad, pautas analíticas muy útiles a la hora de evaluar el carácter de nuestro régimen político. Empecemos por el mundo intelectual y cultural. Hasta hace relativamente poco tiempo, ha dominado entre la mayoría de nuestros intelectuales una especie de inconsciencia cívica y de complicidad con el poder, sobre todo si éste era ocupado por la izquierda. A ese respecto, puede hablarse, parafraseando a Julien Benda, de una auténtica «traición de los intelectuales» a la sociedad española. Y es que el nuevo régimen político favoreció la influencia de una «oligarquía cultural», que fue muy eficaz a la hora de crear una «neolengua» y, a través de ella, mediante múltiples ritos de exclusión simbólica y mediática, establecer un sistema de segregación basado en la distinción nítida entre «discutidores legítimos» y «excluídos» del debate público. La «oligarquía cultural», vagamente izquierdista, ejerció su función de manera tan absoluta como incontestada, a través de diarios como El País y del conjunto de los medios de comunicación. El sociólogo liberal Víctor Pérez Díaz señaló, hace tiempo, la preeminencia, en los medios, de lo que denomina «líderes exhortativos», es decir, de intelectuales al servicio de los partidos y su tendencia a estrangular la emergencia de nuevas ideas, mediante el recurso a la tergiversación, la demonización y, lo que es peor, del «silencio sistemático».{33}

La «neolengua», difundida machaconamente por los mass media, insistía en palabras tales como «país», «Estado español», «consenso», «Constitución», «constitucionalista», «autonomía», «democracia», «libertad», «tolerancia», &c., cuyo contrapunto negativo era «conservador», «fascista», «derecha», «ultra», «intolerante» o «españolismo». Más tortuoso aún fue el discurso histórico instaurado por el nuevo régimen, en el que sobresalía una perspectiva teleológico-providencialista, sobre el proceso de transición hacia la democracia liberal. Se articuló, por parte de los historiadores al servicio del poder, una paradigma de «transición modélica» y todo un cortejo litúrgico-ideológico-mediático-simbólico basado en el carácter «sacral» de la Constitución de 1978; en la Monarquía parlamentaria como «institución ejemplar»; en el «consenso» como modelo de acción política; y en la valoración, no ya positiva, sino acrítica del denominado «Estado de las Autonomías». Una visión casi angélica, que apenas deja espacio a la sospecha de que haya sido, y sea, una de las coberturas ideológicas de las oligarquías políticas que dominan, desde hace treinta años, el escenario político. Sin embargo, esa labor historiográfica fue tan eficaz como la llevada a cabo por los creadores de la «neolengua». Prueba de ello es que, hasta hace poco tiempo, casi nadie se atrevió a poner en solfa seriamente la interpretación oficial.{34} Así las cosas, la realidad cotidiana de la vida cultural y política española ha sido –y, en gran medida, sigue siendo– un bostezo permanente, la antítesis del pluralismo ideológico y del debate intelectual. Los medios de comunicación hegemónicos convirtieron a la mayoría de los intelectuales y al mundo universitario en meros secuaces de lo que Jorge Santayana denominaba «ley de la moda».{35} Muy pocos pensadores fueron capaces de escapar o superar el cúmulo de presiones o coacciones de todo tipo a las que han sido –y son– sometidos cotidianamente. Podemos decir, en ese sentido, que lo que ha dominado, desde los comienzos del proceso de transición a la democracia liberal, es una especie de «tolerancia represiva»{36}, tan eficaz como subrepticia. No se olvide que la idea de tolerancia es siempre selectiva. Y que es el poder, en última instancia, quien decide qué significa tolerancia y a quien puede beneficiarse de ella. Un pensador tan insidioso como John Locke, que pasa por ser uno de los padres del liberalismo británico, excluía, sin ningún remordimiento, a los católicos y a los ateos de los beneficios de la tolerancia.{37} Forzoso resulta reconocer que las cosas no han cambiado demasiado, pese a las apariencias. Buena prueba de ello fue los conflictos generados por la victoria del líder nacional-populista Jean Marie Le Pen sobre el socialista Lionel Jospin en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas del 21 de abril de 2002. No fue únicamente que el otro candidato, Jacques Chirac, se negase a entablar debates con Le Pen; lo más significativo fue la agresiva campaña antilepeniana de prácticamente todos los medios de comunicación franceses y, sobre todo, las masivas manifestaciones de la izquierda en una campaña de «antifascismo sin fascismo»{38}, con las consiguientes coacciones sobre el electorado y la militancia del Frente Nacional. Un fenómeno que demuestra no sólo que en las democracias liberales sigue existiendo esa tolerancia represiva, sino unas claras tendencias plebiscitarias y aún totalitarias. Como señaló el filósofo Alain Badiou, el resultado de las elecciones se encuentra siempre «precodificado»: «Está destinado exclusivamente al «demócrata», a un auténtico «republicano». Si a él llega alguien sospechoso de no serlo, alguien que es representado como heterogéneo a la codificación del lugar, entonces se desencadena, como cuando un infiel toda una reliquia sagrada, la emoción pública de los guardianes del templo».{39}

Con mayor osadía aún, se intentó establecer una «memoria oficial» y controlada que divide a los españoles en «buenos» y «malos» según su ubicación ideológico-política durante la guerra civil y el régimen de Franco. No otro es el hilo conductor de la tristemente célebre Ley de Memoria Histórica, que pretende regular de forma coactiva el pensamiento y el comportamiento de los ciudadanos en general y de los historiadores en particular. Al modo de la «democracia absoluta» que denuncia Hermet, se ha pretendido como complemento de la Ley de Memoria Histórica, un orden moral acorde con los planteamientos de la izquierda cultural. Tal es el proyecto que anida en la no menos discutible asignatura de Educación para la Ciudadanía.

Claro que, a fuer de sinceros y realistas, hay que señalar que la «democracia absoluta», hegemonizada por un gaseoso y adulterado pensamiento de izquierdas, no se ha reducido sólo a la coacción psíquica o a la «violencia simbólica» sobre unos intelectuales sinceros, pero inermes. El régimen actual ha sido lo suficientemente astuto para crear lo que Marc Fumaroli ha denominado «Estado cultural», con la misión de crear y difundir su proyecto de religión laica.{40} La Administración ha copado los resortes de la promoción cultural, creando intelectuales orgánicos, filósofos orgánicos, escritores orgánicos, cineastas orgánicos y pintores orgánicos, mediante premios, subvenciones, catálogos, comisiones, jurados, &c. En contraste, muy pocos intelectuales han resistido las coacciones o los cantos de sirena del poder. Merecen subrayarse los nombres de algunos intelectuales insobornables, que, con sus obras, han contribuido a contrarrestar la tortuosa hegemonía del pensamiento único y de su esterilizadora «neolengua»: Gonzalo Fernández de la Mora, Gustavo Bueno, Manuel Ramírez, Ignacio Gómez de Liaño, Ignacio Sánchez Cámara, o Dalmacio Negro Pavón.{41} Por desgracia, su labor crítica no ha sido, ni es lo suficientemente conocida, al chocar con el boicot de los medios de comunicación y, sobre todo, por la falta de apoyo de los sectores de la derecha política y mediática. A ese respecto una de las características más negativas del sistema político actual es el bloqueo conciente de la emergencia de nuevas alternativas políticas. En treinta años, no ha surgido ningún partido político nuevo. Ciudadanos o Unión Progreso y Democracia son, en el fondo, disidencias de los partidos políticos hegemónicos. El régimen se ha esforzado claramente en eliminar y alejar aquellos que juzgaba extraño a su visión de las cosas o a sus intereses. Y lo mismo se ha hecho en las comunidades autónomas, sobre todo cuando están dirigidas por gobiernos nacionalistas. La derecha política ha seguido, por una parte, las líneas generales del pensamiento políticamente correcto elaboradas por la izquierda cultural –ahí está, como ejemplo arquetípico el azañismo de José María Aznar– o, lo que es aún peor, ha intentado conectar con los denominados «neocons» norteamericanos, una tendencia ideológica, como ya hemos señalado, profundamente revolucionaria en el fondo, y que en España ha generado algún que otro pastiche presuntamente doctrinal.{42} Por su parte, la extrema izquierda ha sido incapaz de elaborar un proyecto político alternativo. Centrada en su crítica al neoliberalismo económico, ha olvidado la crítica al liberalismo político y no ha dudado en apoyar a los movimientos nacionalistas en el País Vasco, Cataluña y Galicia, rechazando cualquier vinculación con el nacionalismo español. A nivel de pensamiento político, ha destacado por su profunda indigencia. Los discípulos de Manuel Sacristán han realizado muchos homenajes a su maestro, que tampoco era una lumbrera, pero han pensado muy poco. No existe, a día de hoy, un paralelo español de Antonio Negri, Alain Badiou o Etienne Balibar.{43}

Por otra parte, hay que destacar que, en la práctica política cotidiana del régimen político español se verifica claramente la tesis de Danilo Zolo sobre la autonomía del sistema de partidos con respecto a la voluntad de unos electores supuestamente libres e iguales. No es sólo el ya señalado proceso de coacción psíquica y de violencia simbólica que, a través de los medios de comunicación, obstaculiza la formación de la conciencia política y de manifestar, en consecuencia, su propia voluntad en el ejercicio del sufragio; es que, además, una vez finalizadas las lides electorales, los electores carecen de control efectivo sobre la acción gubernamental. Los programas electorales quedan atrás como meras promesas. En la fase parlamentaria, se lleva a cabo, por lo general, un programa nuevo, el real. La democracia representativa, hegemonizada por los partidos políticos, veta que se pueda retirar la representación concedida sin ninguna garantía; por el contrario, sobreprotege al diputado elegido incluso frente a una posible persecución judicial. El Parlamento, teórica manifestación de una utópica soberanía popular, resulta así enteramente independiente de ella. La partitocracia y sus más graves consecuencias –la disciplina de partido, la incapacidad de control del ejecutivo, &c.– impiden igualmente establecer un «consenso» real entre los gobernantes y los gobernados. Del Senado poco hay que decir; después de treinta años, nadie sabe para qué sirve. Y lo mismo podemos afirmar de la institución monárquica.

Sin embargo, el mayor error de los artífices del régimen político actual fue el proceso de descentralización y la construcción del llamado Estado de las Autonomías. Estos cambios han tenido consecuencias muy negativas. Por de pronto, han reducido el aparato estatal central a condiciones cuasi-anoréxicas. Al mismo tiempo, han debilitado la identidad nacional española en beneficio de alternativas secesionistas en Cataluña, el País Vasco y Galicia. No menos grave ha sido su bloqueo a la acción del Estado en su labor de disminución del miedo mediante una regulación selectiva de los riesgos sociales; lo que ha provocado que zonas importantes del territorio nacional, y en particular el País Vasco, vivan en una situación muy próxima al hobbesiano «estado de naturaleza». Además, el sistema autonómico ha favorecido claramente la difusión y consolidación del clientelismo de partido, sobre todo en Extremadura y Andalucía.{44}

Tal es la situación en que se encuentra, a nuestro juicio, el sistema político español. Llamarle democracia sería demasiado elogioso; por mi parte, preferiría denominarlo régimen de partidos. Claro está que siempre podrán recurrir algunos a la clásica máxima de Winston Churchill: «La democracia es la peor de todas las formas políticas, a excepción de todas las demás». Sin embargo, pese a que este tipo de razonamiento suele tomarse como un argumento a favor a la democracia liberal, no deja de ser una clara expresión de profundo escepticismo. Aparte que sería igualmente necesario recordar otras frases del célebre político británico, sobre todo aquellas en que consideraba a Benito Mussolini «el más grande legislador viviente», que «con el régimen fascista ha establecido un centro de orientación del cual los países que están empeñados en la lucha cuerpo a cuerpo con el socialismo no deberían titubear en ser guiados».{45}

En estos momentos, la crisis económica actual posibilita e incluso obliga a la crítica del capitalismo en su versión liberal y, con ella, a todo lo que ha venido acompañándole, como la democracia representativa, con especial atención a sus riesgos evolutivos, que pueden llevar, como han señalado Danilo Zolo y Guy Hermet, a sistemas claramente autocráticos, aún conservando sus características exteriores formales. En consecuencia, sería necesario abandonar las posturas consensuales o centristas, en pro de un «pluralismo agonístico», que, como propugna Chantal Mouffe, sirva a la creación de nuevas identidades colectivas en torno a posturas políticas claramente diferenciadas.{46} Los acontecimientos más recientes han venido a demostrar que los diagnósticos de los críticos de los regímenes demoliberales actuales distan mucho de haber perdido vigencia y pueden ser de gran utilidad a la hora de perfilar alternativas a ese mundo, a esa realidad que tan profundamente nos disgusta.

Notas

{1} Jean Jacques Rousseau, Le contrat social, París 1977.

{2} Abraham Lincoln, El discurso de Gettysburg y otros escritos sobre la Unión, Madrid 2005, pág. 254.

{3} Jacob Talmon, Los orígenes de la democracia totalitaria, Madrid 1952. Del mismo autor, Mesianismo político, Madrid 1953.

{4} Emilio Gentile, La democracia di Dio. La religione americana nell´era dell´imperio e del terror. Roma. Bari 2006.

{5} Véase Joseph Schumpeter, Capitalismo, Socialismo y Democracia, Barcelona 1985. Raymond Aron, Democracia y totalitarismo, Barcelona 1967. Robert Dahl, Poliarquía, Madrid 2008. Ralf Dahrendorf, Sociedad y libertad, Madrid 1966. Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia?, Madrid 2003.

{6} Amartya Sen, La democracia degli altri, Milán 2004, págs. 51 ss.

{7} John Gray, Contra el progreso y otras ilusiones, Barcelona 2006, págs. 159 ss. Del mismo autor, Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía, Barcelona 2008, pág. 47.

{8} Una crítica muy lúcida de tales supuestos en Danilo Zolo, Cosmópolis. Perspectivas y riesgos de un gobierno mundial, Barcelona 2000, págs. 165 ss.

{9} «¿El fin de la historia?, Claves de razón Práctica nº 1 1990, págs. 85-96. Francis Fukuyama, El fin de la Historia y el último hombre, Barcelona 1992.

{10} José María Aznar, Libertad y solidaridad, Barcelona 1991, págs. 15 y 37. La España en que yo creo. Discursos políticos (1990-1995), Madrid 1995, pág. 226.

{11} Raymond Aron, Introducción a El político y el científico, de Max Weber. Madrid 1979, pág. 24.

{12} Robert Kagan, El retorno de la Historia y el final de los sueños, Madrid 2008, pág. 12.

{13} Gilles Lipovetsky, La sociead de la decepción. Entrevista con Bertrand Richard, Barcelona 2008, pág. 62.

{14} John Dunn, La agonía del pensamiento político occidental, Madrid 1996, págs. 3, 10 ss.

{15} Alasdair MacIntyre, Marxismo y cristianismo, Granada 2007, pág. 22.

{16} Ronald Dworkin, La democracia posible. Principios de un nuevo debate, Barcelona 2007, págs. 163-189.

{17} Véase Danilo Zolo, Cosmópolis. Perspectivas y riesgos d e un gobierno mundial, Barcelona 2000. Los señores de la paz. Una crítica al globalismo jurídico, Madrid 2005. La justicia de los vencedores. De Nüremberg a Bagdad, Madrid 2008.

{18} Danilo Zolo, Democracia y complejidad. Un enfoque realista, Buenos Aires 1994, págs. 11-12 ss.

{19} Ibidem, págs. 19-20.

{20} Ibidem, págs. 21-26.

{21} Ibidem, págs. 91-101.

{22} Ibidem, págs. 111-119.

{23} Ibidem, págs. 56-58.

{24} Ibidem, págs. 131-175.

{25} Ibidem, págs. 221 ss.

{26} Guy Hermet, El invierno de la democracia. Auge y decadencia del gobierno del pueblo, Madrid 2008, págs. 58 ss.

{27} Ibidem, págs. 85-95.

{28} Ibidem, págs. 108, 109, 123, 146.

{29} Ibidem, págs. 194.

{30} Ibidem, págs. 194-195. Guy Hermet, Populismo, democracia y buena gobernanza, Madrid 2008, págs. 50-51.

{31} Ibidem, págs. 196 ss. Populismo…, págs. 53, 63, 65.

{32} Ibidem, págs. 213-215.

{33} Víctor Pérez Díaz, Una interpretación liberal del futuro de España, Madrid 2002, págs. 100-101.

{34} Véase Ferrán Gallego, El mito de la transición, Barcelona 2008.

{35} George Santayana, Life of reason, Nueva York 1962, pág. 101.

{36} Véase sobre ese concepto, Robert Paul Wolf, Barrington Moore Jr, Herbert Marcuse, Crítica de la tolerancia pura, Madrid 1977.

{37} John Locke, Ensayo y carta sobre la tolerancia, Madrid 1999, págs. 110 ss.

{38} Elisabeth Lévy, Les maîtres censeurs. Pour finir avec le pensée unique, París 2002, pág. 12.

{39} Alain Badiou, Circunstancias, Buenos Aires 2003, pág. 20.

{40} Marc Fumaroli, El Estado cultural (Ensayo sobre una religión moderna), Barcelona 2007.

{41} Véanse algunas de sus obras de referencia: Gonzalo Fernández de la Mora, La partitocracia, Madrid 1977. Los errores del cambio, Barcelona 1986. Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, Madrid 2004. Zapatero y el pensamiento Alicia. Un presidente en el País de las Maravillas, Madrid 2005. Manuel Ramírez, Seis lecciones y una conclusión sobre la democracia realmente existente, Madrid 2006. Ignacio Gómez de Liaño, Recuperar la democracia, Madrid 2008. Dalmacio Negro Pavón, Sobre el Estado en España, Madrid 2007. Ignacio Sánchez Cámara, De la rebelión a la degradación de las masas, Madrid 2003.

{42} Véase Grupo de Estudios Estratégicos, Qué piensan los neocons españoles, Madrid 2006.

{43} Véase sobre estas tendencias, Philippe Raymond, L´extrême gauche pluriel. Entre démocratie radicale et révolution. Calvados 2006, págs. 111-187.

{44} Véase José Cazorla Pérez, «El clientelismo de partido en la España de hoy», en Antonio Robles Egea (comp.), Política en penumbra. Patronazgo y clientelismo político en la España contemporánea, Madrid 1996, págs. 291-309.

{45} Véase Renzo de Felice, Musolini il Duce. I. Gli anni del consenso (1929-1936), Miláno 1996, pág. 553.

{46} Chantal Mouffe, La paradoja democrática, Barcelona 2003, págs. 25-26, 129.

 

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