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El Catoblepas, número 90, agosto 2009
  El Catoblepasnúmero 90 • agosto 2009 • página 1
Polémica

Revisionismo histórico
de la Leyenda Negra antiespañola indice de la polémica

José Manuel Rodríguez Pardo

Sobre el artículo del profesor Jesús Montero Barrado
y el denominado «revisionismo histórico»

Revisionismo histórico de la Leyenda Negra antiespañola

El profesor Jesús Montero Barrado ha publicado un curioso artículo titulado «La Historia de España de los últimos 75 años y el fenómeno revisionista», donde se me menciona a mí y a otro miembro del consejo de redacción de esta revista, Felipe Giménez, a propósito de dos artículos publicados hace cuatro años en esta revista sobre la figura de Francisco Franco, el anterior Jefe de Estado de España:

«Hace cuatro años leí dos artículos sobre Franco y el franquismo, publicados en el número 45 de esta revista, cuyos autores, José Manuel Rodríguez Pardo (“Franco, treinta años después”) y Felipe Giménez Pérez (“Franco”), son miembros del equipo de redacción. Me quedé sorprendido no tanto por lo que habían escrito, que ya en sí llamaba la atención, como por los argumentos dados para embellecer la figura de Franco. Al poco tiempo elaboré un escrito de réplica que, por distintas razones, no envié. Ahora lo hago, sin que haya variado nada de lo que escribí.»

Sin embargo, a poco que se lean los dos escritos citados se verá que, por mucho que incorporen el mismo nombre, son ensayos de naturaleza muy distinta: el que yo escribí es un breve apunte sobre el franquismo y algunas cuestiones polémicas, un mero ejercicio de memoria histórica, título muy del gusto de los funcionarios de la historiografía al servicio del régimen autonómico vigente, mientras que Felipe Giménez realiza una recensión sobre el libro de Pío Moa, Franco, un balance histórico, en un tono más apologético y en consecuencia muy distinto.

El escrito del profesor Montero se alinea con el discurso de la historiografía oficial del régimen vigente, que tan bien representó Enrique Moradiellos en su primer escrito de réplica en la polémica sobre la II República y la Guerra Civil: Montero se inventa un hombre de paja denominado revisionismo histórico, sin aclarar qué pueda ser tal cosa, usándonos como pretexto para presentar un ensayo distinto. Finalmente, nos nombra en sus últimas líneas, en su epígrafe «Para acabar»:

«La Historia es una disciplina muy compleja. El conocimiento de lo social es tan amplio, que sistematizarlo resulta altamente complicado. Eso llevó hace años a que hubiera historiadores (Lucien Febvre, Marc Bloch) que plantearan la necesidad de que en esa tarea fuese necesario seleccionar la información, pero desde una metodología científica para que sus resultados fuesen fiables. También ha habido quien ha puesto de relieve la confusión entre objetividad y neutralidad (Barrington Moore Jr.). La primera, es decir, la capacidad de investigar y la voluntad para descubrir el error, debe ser la base de un trabajo científico. La segunda, es decir, la neutralidad, no sería más que una ilusión. El problema es cuando hay quien, confundiéndolas, cree mostrarse neutral y objetivo, produciendo obras que adulteran, en mayor o menor medida, el conocimiento histórico.
¿Son objetivos los escritores revisionistas? Por lo que he expuesto en este trabajo habría que concluir que evidentemente no. ¿Lo son los historiadores y las historiadoras que en numerosas obras rigurosas y documentadas han trabajado y siguen haciéndolo, con mayores o menores dificultades, para aportar más al conocimiento histórico? El uso que han hecho miembros del equipo de redacción de la revista El Catoblepas de las obras de los escritores de obras de Historia, sorprende. A mí, al menos, mucho».

Como podemos comprobar, también habla del «rigor científico» para desmarcarse de lo que denomina como «revisionismo», pero en ningún momento define qué pueda ser ese rigor científico. Sobre todo porque la Historia no trata con términos objetivos o neutros, sino con reliquias y relatos que son muchos ideológicos, como pueden ser las memorias de los personajes de la II República, o mismamente las propias obras que cita el profesor Montero, nada neutras sino defensoras del actual régimen autonómico vigente en España y de la II República como su inequívoco precedente. De hecho, hay mucha historiografía del presente envuelta en estos últimos 75 años, en tanto que muchas de las obras publicadas son parte del presente en que vivimos, como las de Pablo Preston, Las tres Españas del 36 (Plaza y Janés, Barcelona 1998) o El triunfo de la democracia en España (Grijalbo, Barcelona 2001). Preston incluso es opuesto a lo que el profesor Montero dice de la escasa actividad del PSOE contra el régimen de Franco, presentando a ese partido como el que provocó la ruptura respecto al actual régimen y consolidó la democracia tras su triunfo electoral de 1982, dejando así atrás el intento de los militares de volver al franquismo el 23 de febrero de 1981. Como para considerar «científica» la ideología oficial del régimen constitucional de 1978.

De hecho, esa ausencia de «espíritu científico» es achacable también al profesor Montero, que no sólo se niega a nombrar documentación muy importante que Pío Moa exhuma de la Fundación Pablo Iglesias, sino otros documentos de importancia que manejaron los hermanos Salas Larrazabal sobre la represión en la guerra civil y la posguerra, o el estudio dirigido por Ronald Radosh, Mary R. Habeck y Grigory Sevostianov, España traicionada (Planeta, Barcelona 2002), sobre la influencia soviética en el Frente Popular, basada en los estudios de los archivos soviéticos. Esta selección de unos documentos en detrimento de otros no puede realizarse desde una presunta «neutralidad científica», sino desde postulados ideológicos inequívocos.

Esa falta de objetividad alcanza también a los dos autores citados al comienzo, entre los que me incluyo, de tal modo que, ni en el comienzo cuando nos nombra, ni en el final cuando nos acusa de falta de objetividad, aparece la más mínima mención a los contenidos tan «embellecedores» de la figura de Franco, lo que convierte en falsario el artículo de este profesor, dada su ausencia de referencias dialécticas a los mismos.

De hecho, cuando habla de lo que denomina «revisionismo histórico de la España franquista», «en torno a los periodos históricos de la Segunda República, la Guerra Civil, el Franquismo y la Transición, es decir, de los últimos 75 años, es un fenómeno muy curioso por lo que tiene de presentismo y, como consecuencia, de justificación de determinadas actuaciones políticas en nuestros días, que, en el caso que nos ocupa, se corresponden con posiciones políticas conservadoras», no sólo hay una denuncia de presentismo contra quienes supuestamente lo sostienen, sino una calificación contra semejantes personajes que no es «científica», sino claramente ideológica y asimismo presentista: se les tilda de «conservadores», con el claro objetivo de descalificar sus posiciones, pues no se explica qué intentan «conservar»: desde luego que no el franquismo, ya fenecido como bien sabemos. Ahora bien, ¿qué es el «revisionismo histórico»? Aclarar esta cuestión es fundamental antes de proseguir.

* * *

El «revisionismo histórico franquista» es definido por el profesor Montero en los siguientes términos:

«Se trata de un fenómeno editorial protagonizado por un número (reducido) de profesionales de la escritura histórica, que han alcanzado un gran éxito de ventas en sus libros, en gran medida porque disponen de un gran apoyo de determinados medios de comunicación y de un público presto a leer lo que escriben.»

En primer lugar, viendo que lo considera un fenómeno ligado a profesionales de la escritura histórica, no hay que considerarlo como algo despectivo. La historiografía, aunque a nuestro profesor le parezca extraño, pocas veces ha sido cultivada en las Universidades o centros de enseñanza oficiales: no hay más que mencionar a Herodoto, Tucídides, Polibio, el Tudense, el Toledano, Alfonso X el Sabio, Bernal Díaz del Castillo, &c., para comprobar tales extremos. Por otro lado, que el «revisionismo» disponga del apoyo de determinados medios de comunicación no constituye por sí mismo ninguna deshonra: otros historiadores que gozan del favor del señor Montero gozan de la publicidad de medios de comunicación con más audiencia que los denominados «revisionistas», como puede ser el diario El País, donde muchos de los autores que el profesor Montero cita suelen aparecer con gran aparato de propaganda para sus tesis. Nada hay de malo en que otras visiones tengan también su audiencia y un público interesado en ellas.

Por otro lado, el señor Montero mezcla churras con merinas al enumerar a los denominados «revisionistas»:

«Podemos destacar entre ellos a Pío Moa, César Vidal y Ángel David Martín Rubio, herederos del octogenario Ricardo de la Cierva y, con él, de los propagandistas del franquismo. Para ello no han reparado en utilizar a su antojo las fuentes en las que se han apoyado, muchas de ellas, además, provenientes de propagandistas de los años de dictadura; en repetir hasta la exasperación los mismos argumentos, como si de un guión preestablecido se tratara, en cada uno de los libros; en aportar poquísimas pruebas acerca de sus argumentos; en interpretar parcial o erróneamente los datos; y, por último, en desechar las numerosísimas investigaciones realizadas y sus conclusiones (no todas, como se dice despectivamente, por “los historiadores profesionales de las universidades”) que desmontan el discurso propagandista de los propagandistas de la dictadura y sacan a la luz la política de tierra quemada contra personas y documentos (es decir, contra la memoria) que se llevó a cabo desde el régimen franquista.»

Pero el franquismo no podía ir contra la memoria (histórica), más de lo que hizo el PSOE, si tal memoria es inexistente más allá de las fantasías metafísicas de determinados autores. De hecho, como señalo en mi proscrita recensión sobre Franco, el PSOE practicó una damnatio memoriae sobre el franquismo que deja pequeña la del propio Franco: destrucción de todos los ejemplares disponibles de Editora Nacional, de la Revista de Estudios Políticos, &c. Evidentemente, así era muy fácil decir que el franquismo fue un páramo cultural, una negra noche de cuarenta años, bien aderezado todo por la Leyenda Negra antiespañola, la misma que olvida lo positivo de la Historia de España y ensalza lo negativo, y que, como último jalón en el camino, convierte al franquismo en un régimen represor y oscurantista que habría eclipsado la luz de progreso que emanaba de la II República. Luz que habría que recuperar, al parecer, no sólo demonizando al propio Franco y su régimen, sino renegando de toda la Historia de España anterior y fundando «por consenso» una nueva España. Los nacionalistas irán más lejos y pedirán una «España plural» que suponga la destrucción de la España histórica y la inclusión de los fragmentos restantes en una metafísica e ilusoria «Europa de los Pueblos».

Prosigamos no obstante con lo que dice el profesor Montero:

«Se trata de obras, las de estos historiadores revisionistas, que han puesto patas arriba, dando un giro de 180 grados, a interpretaciones históricas consistentes y bien asentadas, bastante documentadas y en proceso de investigación que están permitiendo más aportaciones y conocimiento, con frecuencia desde las mayores dificultades, lo que supone de hecho una heroicidad personal y científica [sic]. Obras también, las de los historiadores revisionistas, que siguen insistiendo en negar, por ejemplo, lo ocurrido en Guernica, en Badajoz o con García Lorca, o en minimizar la represión del bando sublevado durante la guerra y durante el régimen franquista, cuando no hacer un panegírico de Franco y su régimen, hasta el punto de convertirlos de hecho en algo así como protodemócratas.»

Este fragmento es un verdadero ejemplo de falacia del hombre de paja, pues ni siquiera se para en analizar que los hechos que señala no son negados, sino puestos en un contexto distinto: ni en Guernica se produjo el número de muertos que señala la historiografía oficial del régimen de 1978, ni en Badajoz se produjo la presunta masacre en la plaza de toros aunque sí una dura represión no dejar los rebeldes enemigos en la retaguardia. Y lo mismo puede decirse de Lorca: nadie niega su asesinato, pero fue producto de una venganza personal, no de la aversión de los rebeldes a la figura del personaje, que era por cierto amigo de José Antonio Primo de Rivera. Ni tan siquiera los denominados «revisionistas» afirman que Franco fuera un protodemócrata, sino que su figura fue muy importante, decisiva, para la formación de la democracia actual.

Sin embargo, en estos fragmentos podemos observar que aún no recibimos la buena nueva en forma de definición del «revisionismo». Aunque más adelante, hablando de la valoración del franquismo treinta años después, señala el profesor Montero lo siguiente, que nos da alguna pista sobre el particular: como compara el «revisionismo franquista» al negacionismo del holocausto provocado por los nazis, se trata de la misma polémica de los historiadores vivida en Europa entre personajes como Ernesto Nolte y Francisco Furet, de la que da referencia Pedro González Cuevas en su artículo sobre el revisionismo histórico con el que pretendía ofrecer un juicio ciertamente despectivo y por lo tanto bastante similar en el finis operantis al del profesor Montero:

«Descafeinar al dictador y su régimen resulta insultante para quienes los sufrieron. Recuerda a quienes minimizan, e incluso llegan a negar, el holocausto cometido por los nazis. ¿Qué pueden decir las personas fusiladas, encarceladas, torturadas, depuradas, exiliadas o humilladas después de acabada la guerra en 1939 por el delito de ser rojas o familiares? ¿Qué pueden decir las personas que desde el principio arriesgaron su vida para ayudar a compañeros o familiares, o combatir al régimen? ¿Qué pueden decir quienes no habiendo vivido la guerra se fueron sumando a la lucha por restablecer las libertades y la democracia desde su puesto de trabajo o lugar de estudio? ¿Qué dirían las personas muertas que se llevaron a la tumba el horror y el sufrimiento? Sabemos bastante de la política de represión y de venganza desarrollada durante los primeros años, pero falta saber más. Sabemos que el régimen supo hacer desaparecer desde el principio documentos, lugares y personas que podían ser motivo de prueba en su contra. Que actuaron contra la memoria histórica no sólo para falsificarla, cuando lo hicieron, sino también para hacerla desaparecer, como hicieron tan frecuentemente. Falta mucho por saber de la represión de los años intermedios y últimos del régimen, represión que, aunque no era la terrorífica de la postguerra, siguió existiendo durante la agonía de Franco en el otoño de 1975. Y es que hay opiniones que, por falsas, duelen mucho.»

Efectivamente: la opiniones falsas duelen mucho. Y nada más falso que equiparar el franquismo al nazismo, Franco a Hitler. Semejante tesis es ridícula desde el punto de vista materialista histórico: es absurdo comparar a un triunfador que consolidó un régimen de cuarenta años que condujo a una democracia homologada de la ley a la ley, con un militar que sufrió una derrota absoluta tanto en lo militar con en sus logros políticos. Por eso mismo Franco recibió numerosos homenajes en forma de monumentos en España, que figuraban en nuestras calles hasta hace pocos años, mientras que de Hitler apenas quedan referencias. Derribar las estatuas de Franco y todo lo que tenga relación con su régimen constituye una forma de damnatio memoriae no menos hipócrita y maledicente, que busca cambiar la Historia y manipularla hasta la náusea. Como también constituye una manipulación histórica de lo más burda afirmar que la oposición antifranquista fue democrática, algo que dolería a quienes fueron la verdadera oposición antifranquista, los viejos comunistas, los aspirantes a imponer la dictadura del proletariado según órdenes de Moscú, que verían en ella una doblez hipócrita muy común en la socialdemocracia, que consideraban peor aún que el propio Franco.

Por otro lado, si asumimos desde el materialismo histórico que la Historia la llevan a cabo los vencedores, mezclar la cuestión política con el horror, el sufrimiento y la memoria histórica no deja de ser un ejercicio de demagogia, demasiado grosero como para siquiera tomarlo en consideración. Si acaso podríamos salvarlo como un idealismo histórico que invoca a los derrotados (a los muertos, como si ellos pudieran decirnos algo), y trata de reconstruir la Historia en base a algo tan metafísico como la memoria histórica de una colectividad que en su inmensa mayoría nació ya mucho después de la Guerra Civil, con el franquismo en su etapa final, y que por lo tanto nada puede recordar de algo que no ha vivido. Sería más clarificador y honesto hablar de ideología histórica de un núcleo de historiadores, intelectuales y políticos partidarios del régimen de 1978, pero parece que el profesor Montero, afectado de presunta objetividad, es incapaz de usar esa expresión. Tal es la confusión de los historiadores oficiales del régimen que la ideología, tan habitual entre el gremio en su orientación marxista, ha sido sustituida por la memoria.

En definitiva, nada más absurdo que intentar analizar la Historia en base a hipótesis incumplidas y lamentos ideológicos, o de juzgar retrospectivamente como intentaba el juez Garzón (el profesor Montero dice que el franquismo ocultó «pruebas en su contra», como si se tratase de un fiscal y no de un historiador), olvidando que el hecho fundamental es que Franco ganó la Guerra Civil y su régimen duró cuarenta años. La labor a acometer, desde un punto de vista materialista histórico, es explicar por qué todo ello llegó a suceder, no perderse en consideraciones extemporáneas.

Pero centrémonos en el título de «revisionistas», que ya ha sido definido por el profesor Montero. Si en la denominada «polémica de los historiadores» que se produjo entre autores como Ernesto Nolte y Francisco Furet, al segundo le escandalizaba el «embellecimiento» (por usar la expresión del profesor Montero) que realizaba Nolte del nazismo, al ajustar a la investigación histórica las cifras de fallecidos en los campos de exterminio nacionalsocialistas (cuyo número de cifras después fue aceptado), Nolte insistía en que lo más importante de esa polémica era que se trataba simple y llanamente de poder debatir, sin que te amenacen con llevarte al juzgado y después a prisión por ello. Algo que por cierto han intentado realizar gentes de espíritu muy «democrático» con Pío Moa, todas ellas afectas a la memoria histórica del régimen de 1978, y que consideraron la obra de Moa como piarum aurum ofensiva (ofensiva a oídos piadosos).

Afirma asimismo en la Nota 15 algo también muy en la línea de lo comentado: «Los estudios sobre la represión durante la postguerra han abundado en los últimos años y una conclusión evidente es que las cifras de las víctimas manejadas en un principio están aumentando». Y prosigue con una verdadera colección de autores de una misma tendencia, que no refleja precisamente objetividad «científica». Ignora por ejemplo el importantísimo estudio de los hermanos Salas Larrazabal, que estudiaron archivos de primera mano y del que Pío Moa da noticia en el Epílogo de El derrumbe de la segunda república y la guerra civil (Encuentro, Madrid 2001), donde se recoge que los ejecutados tras la guerra no pasaron de 25.000, y la represión en la retaguardia fue bastante equilibrada entre las partes, más inclinada del lado franquista al haber dispuesto de todo el territorio nacional para represaliar. Por otro lado, es difícil que los autores citados por el profesor Montero puedan aumentar las cifras: desde que Gabriel Jackson dijera en La República española y la Guerra Civil (Crítica, Barcelona 1976) que Franco represalió a unos 200.000 frentepopulistas, es difícil subir las cifras, y la tendencia ha sido a revisarlas claramente a la baja, como ha sucedido con otros sucesos de la Historia de España cubiertos, como el franquismo, del halo de la Leyenda Negra. Tal es el caso de la Inquisición española.

De hecho, desde un punto de vista materialismo histórico, que es exactamente el mismo que mantenemos en nuestro escrito de 2005 sobre Franco, es irrelevante que tras la guerra civil fueran ejecutados los 25.000 que afirma Moa a través los hermanos Salas Larrazabal o los 200.000 que afirma Gabriel Jackson. La cuestión es que Franco barrió a los frentepopulistas, que eran quienes impedían la estabilización del modo de producción capitalista en España, de tal modo que su régimen realizó por fases el «trabajo sucio» para la acumulación capitalista y la formación del Estado del Bienestar (Plan de Estabilización Nacional de 1959, tecnocracia, desarrollismo) que ya se vislumbraba cuando a finales de la década de 1960 y en los comienzos de la década de 1970 las clases medias comenzaban a disponer de vacaciones pagadas y de utilitario propio.

Acusa por otro lado el profesor Montero a estos historiadores que denomina «revisionistas» de «relacionar el pasado y el presente de una forma ahistórica y malintencionada sobre grupos y personajes de hoy, a los que, en mor de la lucha política actual, conviene desprestigiar, como los casos del PSOE o de Carrillo». Pero lo cierto es que los «historiadores» que abanderan la denominada memoria histórica, con claro interés en relacionar al PSOE o IU con los partidos que se encuadraban en el bando del «democrático» Frente Popular, alinean al PP con el bando franquista para desacreditarle. Y eso no es más que pura y simple lucha ideológica, ese «presentismo» del que acusan a quienes denominan «revisionistas» simplemente por haber puesto en evidencia el fraude de la memoria histórica.

* * *

Sobre la II República, comienza señalando nuestro profesor que el franquismo instruyó en el odio al régimen republicano, y como contrapartida el profesor Montero sostiene la falacia del régimen republicano llegado a través de las urnas en 1931. Pero afirmar que aquellas elecciones municipales (que no un referéndum sobre la monarquía), ganadas claramente por los monárquicos fueran una derrota por haber ganado los monárquicos sólo en el mundo rural, es tanto como asimilar el punto de vista emic de unos personajes ciertamente derrotistas, que entregaron el poder de manera sorprendente. Pero si las elecciones estaban corrompidas de antemano, cosa que no dudo, ¿por qué los republicanos aceptaron participar en ellas? Por puro tacticismo, como es natural, pues ya habían intentado varios golpes de estado previos para conseguir instaurar el régimen republicano, el más notorio el de los capitanes Galán y García Hernández, después convertidos en héroes del Nuevo Régimen.

Así, ya con la II República en marcha, el profesor Montero señala como hito que por vez primera desde 1873 la jefatura del Estado era electiva y no pertenecía al privilegio de una familia, situación desde luego importante desde una perspectiva de izquierda política, pero que por sí misma, al haber durado tan escaso tiempo (diez meses desde 1873, y cinco años desde 1931), no constituye un hito histórico de primera magnitud. Tampoco cabe señalar como hitos que «la Constitución aprobada en octubre de 1931 estructurara el primer régimen político democrático habido en nuestro país», o que «con la posibilidad de dotarse de estatutos de autonomía por los distintos territorios se abrió el camino de una descentralización política y administrativa (Cataluña aprobó su estatuto en 1932; el País Vasco, en 1936; Galicia, que lo había plebiscitado, no pudo aplicarlo por la guerra civil; en Andalucía se elaboró un anteproyecto...)», salvo que consideremos que la democracia o las autonomías que hoy sirven para proyectar la disolución de España desde postulados secesionistas sean el culmen del espíritu humano, consideración que para nada compartimos.

Es más: si el régimen republicano fue tan efímero, ¿por qué considerarlo un hito histórico? Mayor hito es la constitución de 1812, la primera de la Nación Española y que supera el Antiguo Régimen, en tanto que reconoce que ni el Rey de España ni ninguna entidad o familia, aun ocupando la jefatura del estado, puede enajenar el territorio nacional, artículo mantenido en todas las constituciones españolas desde entonces y prueba de su enorme importancia histórica.

¿Por qué cayó el régimen republicano? Según el profesor Montero: «Amplios sectores populares querían más (querían la revolución, por qué no decirlo), bajo la influencia sobre todo del anarcosindicalismo, pero también de socialistas y comunistas. Hubo sectores republicanos conservadores que se decantaron por las clases sociales adineradas frente a las más humildes. Buena parte de la burguesía, especialmente la agraria, los grupos monárquicos, sectores militares o la jerarquía de la Iglesia Católica [...] desde el primer momento hicieron todo lo posible por acabar con la República, defendiendo unos intereses forjados en décadas –y también en siglos– basados en los privilegios sociales, la manipulación política, el oscurantismo cultural o la explotación económica».

Pero lo cierto es que tan numerosos eran los «sectores populares» (de hecho, eran más numerosos) que deseaban regirse según el corporativismo agrario de la CEDA como los que podían militar en el anarcosindicalismo o en los postulados revolucionarios comunistas o socialistas. Y no se ve por qué hacer recaer nuevamente la Leyenda Negra (oscurantismo cultural, explotación económica, manipulación política) sobre los miembros de la CEDA, cosa que difícilmente puede sostenerse, salvo que entendamos que también los partidos obreros, como por otra parte ha sido siempre, usaban de la manipulación política, de sus privilegios sociales como diputados o de un gran oscurantismo cultural en forma de meras consignas para atraer a más militantes hacia su causa.

Pero la cuestión fundamental, que el profesor Montero insinúa pero no se atreve a decir, es que un régimen donde hay todo tipo de partidarios de las más diversas tendencias, y son escasos los afectos al propio régimen, difícilmente puede mantenerse en pie. Y así sucedió que el régimen republicano no dejó de ser un régimen nominal donde imperó constantemente el estado de excepción y de alarma con las insurrecciones anarquistas y posteriormente con la Revolución de Octubre de 1934, golpe del que el régimen republicano no se repuso, pues los mismos que protagonizaron los sucesos de 1934 volvieron al poder en 1936, con el evidente riesgo de que repitieran su fechoría desde el gobierno. Si muchos historiadores han justificado octubre de 1934 como una guerra preventiva frente al fascismo de la CEDA, en buena medida habría que disculpar el alzamiento del 18 de Julio de 1936 como una guerra preventiva para evitar la repetición de los sucesos revolucionarios de 1934.

* * *

Acto seguido, para hablar de «La Guerra Civil», el profesor Montero realiza un alarde de maniqueísmo al señalar que el hundimiento de la República «dio paso a dos formas de entender el mundo contrapuestas, el de las dos Españas. Una de ellas, la perdedora, heterogénea, hundía sus raíces en amplios sectores populares y dos ideologías (la anarquista y la marxista) que le sirvieron desde el siglo anterior para luchar por su dignificación humana. La otra, la vencedora, recogía buena parte de las tradiciones más o menos lejanas (sociales, políticas, militares, religiosas), pero se embadurnó de las nuevas doctrinas antiliberales y autoritarias del momento», entre las que se encontraría el fascismo, usado para designar como «fascistas» a los alineados en el bando rebelde.

Pero el profesor Montero parece olvidar que Franco se levantó en nombre de la República, y un historiador tan «científico» debiera darse cuenta de ello al leer un documento de la importancia de la alocución radiada el 17 de julio de 1936 (publicada en el ABC de Sevilla seis días después), cuando Franco afirma que hará «reales en nuestra Patria, por primera vez y en este orden, la trilogía, fraternidad, libertad, e igualdad», difícilmente equiparables con la doctrina fascista. Curiosamente, el único historiador que he leído y defiende que Franco se alzó en nombre de la República es el «octogenario» y «propagandista del franquismo» Ricardo de la Cierva, quien en su obra El 18 de Julio no fue un golpe militar fascista (Fénix, Madrid 1999) deja en evidencia a tantos historiadores que, desde su «neutralidad axiológica», proclaman el carácter fascista de Franco y del franquismo ya desde el comienzo de la Guerra Civil. De hecho, las instrucciones de Emilio Mola buscaban un golpe rápido que en unos días pusiera orden y restaurase la legalidad republicana vulnerada por el Frente Popular.

Sin embargo, el profesor Montero prefiere, como afirmaba Gabriel Jackson en La República española y la guerra civil, hablar de «pronunciamiento militar», lo que pone en cuestión también la afirmación de las dos Españas, salvo que se diga que una de ellas era el ejército y la otra el pueblo. Así lo afirma sin pensar lo más mínimo: «La reacción popular no se hizo esperar, sobre todo donde la presencia de los grupos obreros (PSOE, PCE, POUM, CNT y UGT) era más activa, es decir, las principales capitales y las áreas minero-industriales. El día 19 Giral, nuevo jefe de gobierno, cedió ante la presión popular para la entrega de armas, lo que resultó decisivo para el fracaso de los objetivos iniciales de los militares sublevados». Pero aquello era el final de la II República, pues la entrega de armas a los sindicatos provocó la anarquía y el fin de la legalidad republicana, si es que quedaba algo de ella tras las elecciones del Frente Popular. Caída la República, y dado que el grueso de los efectivos movilizados por el bando rebelde (carlistas, por ejemplo) no eran partidarios como los militares de defender la legalidad republicana (Mola, Cabanellas, el propio Franco), la derecha política que se alineaba en ese bando rebelde hizo posible la unificación y el alumbramiento de un régimen distinto.

Respecto a «Las transformaciones económicas, sociales y políticas durante la Guerra», afirma el profesor Montero que «Se puede decir que si la sublevación militar se justificó como una medida de precaución contra una revolución en marcha, lo cierto es que lo que provocó finalmente fue una verdadera revolución en los territorios fieles a la República». Pero entonces, ¿los temores de los sublevados de que Octubre de 1934 se reprodujese desde el poder eran reales o no? Esta tesis que enuncia el profesor es curiosamente la de Eduardo Malefakis: la revolución que se produjo dentro de la II República a nivel de colectivizaciones, fue una consecuencia del golpe militar previo. Pero difícilmente puede plantearse así si consideramos el precedente de Octubre de 1934.

No deja de ser curioso, no obstante, que señale que «Las diferencias entre los grupos escondían estrategias de guerra diferentes: una era la de priorizar la revolución para ganar la guerra (defendida por casi toda la CNT, el ala radical del PSOE y el POUM); otra, priorizar la guerra para poder avanzar en la revolución (PCE/PSUC y un sector de la CNT); [...]». Pero estas divergencias fueron fundamentales para el curso de la guerra, pues el gobierno posterior a 1937, «dirigido esta vez por el socialista moderado [dice el profesor Montero] Juan Negrín», no pudo encauzarlas y fueron factor decisivo en el final de la guerra, ya que «la sublevación contra el gobierno del coronel Casado y la formación de un Consejo Nacional de Defensa (integrada por militares, anarquistas y socialistas)» buscaba librarse de la influencia del PCE, buena prueba de la importancia de esas divergencias, propias por otro lado de las distintas generaciones de izquierda, como señala Gustavo Bueno en El mito de la izquierda. Pero el profesor Montero, pese a todo lo señalado, afirma que «Las cárceles, los fusilamientos o el exilio fueron el destino de las personas que defendieron la república», como si pudiera considerase que la República del 14 de abril duró más allá de 1936.

* * *

No menos curiosa es su valoración sobre «Los aspectos internacionales de la Guerra», cuando afirma que «Mientras los sublevados consiguieron el apoyo alemán e italiano sin grandes dificultades, las autoridades republicanas sólo lo recibieron de la URSS, sufriendo la neutralidad francesa y británica. El gobierno conservador británico se negó a intervenir a favor del bando republicano por las pocas simpatías hacia el curso revolucionario que siguió y temerosa de una reacción negativa de Alemania. El gobierno francés, pese a su orientación de centro-izquierda, siguió los mismos pasos. Entre los dos países formaron en setiembre de 1936 un Comité de No Intervención».

Comité de verdadera farsa, pues la frontera francesa fue un coladero por el que pasó todo tipo de ayuda, siendo el gobierno francés también ostentado por un Frente Popular amigo de la Unión Soviética. Y se lamenta Montero de que, al final de la guerra, «el gobierno de Franco empezó a ser reconocido por quienes en el verano de 1936 negaron su ayuda a la IIª República española», como si esos mismos gobiernos tuvieran que ayudar a un Frente Popular patrocinado por la Unión Soviética, que era en efecto su rival de cara a la guerra europea que era cada vez más inminente y en la que la URSS pretendía mantener su neutralidad, mientras intentaba involucrar a las demás potencias europeas, para que se desgastasen. He ahí el motivo principal de la intervención soviética en España, para prolongar la guerra en el mismo sentido que decía Negrín, y hacer que comenzase en nuestro suelo lo que hoy se conoce como II Guerra Mundial y no en Polonia como finalmente ocurrió.

Asimismo, más sorprendente aún resulta afirmar que «La ayuda alemana tuvo un carácter más cualitativo y fue más importante. Estuvo compuesta de armamento, asesores militares y aviones, que intervinieron con eficacia y experimentando, en el caso de la conocida legión Condor, los bombardeos sobre la población civil, un método que luego emplearía durante la guerra mundial», como si el Frente Popular, dotado de aviones y blindados cualitativamente superiores y cuantitativamente equivalentes por los soviéticos, además de acompañado de numerosos asesores, no se hubiera jactado de infinidad de bombardeos sobre las ciudades rebeldes, muy anteriores a los que se produjeron en Madrid o, sin ir más lejos, en la tan manoseada Guernica.

Y qué decir ya de esto:

«El bando republicano encontró en la URSS la ayuda negada por los gobiernos francés y británico. El apoyo soviético se materializó en armas y asesores militares, pero sirvió también como una vía de influencia en la sociedad. Stalin intentó que la situación interna en el bando republicano no se radicalizase y mostrara una faceta democrática.»

Semejante falacia carece de base a la luz de nuevas investigaciones que el profesor Montero parece desconocer: ni más ni menos que el libro recopilado por Ronald Radosh, Mary R. Habeck y Grigory Sevostianov, España traicionada. Stalin y la guerra civil (Planeta, Barcelona 2002). En él aparece en su página 45 el Documento número 5, cuyo firmante es Jorge Dimitrov, dirigente búlgaro de la Internacional Comunista, en los primeros meses de la Guerra Civil:

«Creo que la política desarrollada hasta ahora es correcta. No podemos permitir que nuestros camaradas enfoquen el desarrollo de los acontecimientos como si creyéramos en una pronta destrucción de los rebeldes y nos lanzáramos a por todas. En la presente etapa no deberíamos asumir la tarea de crear soviets y de tratar de establecer una dictadura del proletariado en España. Eso constituiría un error fatal. Así pues, debemos decir: actuar bajo la apariencia de defender la República; no abandonar las posiciones del régimen democrático en España en este momento, cuando los trabajadores tiene las armas en sus manos, ya que eso tiene una gran importancia para alcanzar la victoria sobre los rebeldes.»

Después de la lectura de este documento, que otros historiadores, según sus criterios ideológicos, considerarán falso, ¿quién puede decir que la URSS defendió la democracia en España? Si el profesor Montero afirma que los «revisionistas» intentan convertir a Franco en protodemócrata, quienes constantemente se llenan la boca de ese adjetivo parece que deseen convertir a la URSS en la patria de la democracia, y a Stalin en un fundamentalista democrático pleno y convencido. Pero Radosh y compañía prueban que la URSS se manejó a su antojo en España y usó a los frentepopulistas como sus títeres, intentando aparentar que en España seguía existiendo una República democrática asaltada «por el fascismo», propaganda que no se creyeron las potencias europeas, pero que los historiadores oficiales del régimen de 1978 defienden tal cual, ignorando al parecer su origen estalinista.

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Por último, el profesor Montero aborda «La Transición», con un párrafo de cierto interés:

«Se ha repetido el carácter ejemplar que tuvo y destacado la figura del rey, considerado poco menos que artífice de la misma. Bien es verdad que no ha faltado resaltar un hecho trascendente: los cambios en la sociedad española desde los años sesenta, que dieron lugar, entre otras cosas, a un desarrollo de las clases medias. Pero recordemos algunos hechos: 1967, nombramiento de Carrero Blanco como jefe de gobierno; 1969, designación de Juan Carlos como sucesor de Franco a su muerte; 1973, muerte de Carrero Blanco tras un atentado de ETA; 1974, enfermedad de Franco, y formación por la oposición de la Junta Democrática (en el 75, la Plataforma de Convergencia Democrática); 1975, muerte de Franco en noviembre y proclamación de Juan Carlos como rey; 1976, nombramiento de Adolfo Suárez como presidente de gobierno y aprobación de la ley para la Reforma Política; 1977, legalización del PCE, celebración de elecciones y firma de los Pactos de la Moncloa; 1978, aprobación de la Constitución.»

Pero entonces el profesor Montero debería darse cuenta que si el Rey de España pudo jugar ese papel tan importante en la Transición, tanto para bien como para mal, y sin negar las transformaciones sociales que ya hemos destacado anteriormente, es porque el propio Franco le nombró sucesor suyo. De lo contrario, España no sería una monarquía parlamentaria a día de hoy. Independientemente de la influencia de Carrero, Franco desde 1947 se declara como regente, con claras intenciones de restaurar la institución monárquica. De este modo, toda la Transición española se realizó desde el propio franquismo, de la ley a la ley, lo que niega el rupturismo que señala Preston como glorificador del PSOE, que hemos citado más arriba. Como afirma Stanley Payne:

«En cierto modo, las secuelas del régimen fueron más extraordinarias que su larga historia, porque la democratización llevada a cabo por el rey Juan Carlos y sus colaboradores entre 1976 y 1978 es un caso único en los anales de todas las transiciones de regímenes ocurridas hasta la fecha [...] Nunca antes se había utilizado el mecanismo institucional de un sistema autoritario para transformar el sistema de arriba a abajo de forma pacífica, pero sistemática.» (El régimen de Franco (1936-1975). Alianza, Madrid 1987, página 669.)

Y tuvo que ser un hombre que había hecho carrera en el Movimiento Nacional, es decir, un hombre del franquismo, Adolfo Suárez, quien llevó las riendas de la Transición frente a las posturas encontradas de rupturistas e inmovilistas. Por lo tanto, ¿por qué olvidar este panorama histórico y reducirlo todo a demonizar el franquismo por responder con «apaleamientos, detenciones, torturas, multas e incluso muertes» a quienes buscaban destruirlo? ¿Es que acaso el gobierno republicano del primer bienio no respondió con idénticos métodos ante los anarquistas, a los que Azaña acusaba de querer «comerle la República»? Es nuevamente aplicar la Leyenda Negra sobre el franquismo para ocultar que en otros regímenes se aplicaba igual o peor represión contra quienes deseaban derribarlo.

El final del escrito del profesor Montero, acerca de la reforma política y la marginación que sufrió el PCE por el sistema D´Hont, no deja de ser un nuevo lamento idealista con poco sentido, pues si algo se buscaba con la reforma política era precisamente neutralizar al comunismo, el único opositor auténtico al régimen de Franco, muy potente hasta entonces, frente a quien se realizó la Transición. La ley electoral, junto al estado autonómico y el estudio de las lenguas regionales de España, han servido para ir fragmentando a la ciudadanía española y con ello cualquier posibilidad de un PCE que quedó centrifugado y en la práctica reducido a una fuerza marginal.

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En resumen, aquí nadie trata de reivindicar a Franco como Invicto Caudillo ni decir, como afirmaba la propaganda de entonces, que Franco fue el fundador del Estado Nacional Español (eufemismo usado para no nombrar a la República). Se trata de reconocer la importancia histórica, desde un punto de vista materialista, en el advenimiento de esta democracia mediante la consolidación del modo de producción capitalista y del Estado del Bienestar en España. Para ello es necesario refutar la Leyenda Negra como método historiográfico que se usa comúnmente (el franquismo como oscurantismo retrógrado y medieval que nos remonta a la época de Felipe II, afirmaba Gabriel Jackson) para entender ese período tan decisivo de la Historia de España. En eso sí que se puede decir que hay un «revisionismo histórico», por otro lado muy necesario para superar la confusión ideológica en la que la Nación Española se encuentra sumida, para desgracia de todos nosotros.

 

El Catoblepas
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