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El Catoblepas, número 90, agosto 2009
  El Catoblepasnúmero 90 • agosto 2009 #8226; página 3
Guía de Perplejos

De la hipocresía

Alfonso Fernández Tresguerres

O que pocos son lo que dicen o parecen ser

De la hipocresía

Vivimos tan pendientes de la opinión ajena (aunque quiero pensar, no obstante, que esto no va del todo conmigo, que he acabado por comprender que el procedimiento más eficaz para ser despreciado es mostrarse condescendiente en exceso) que con frecuencia incurrimos en simulaciones, fingimientos, y hasta mentiras, que no son sino formas de cortesía. Ninguna paradoja hallo, en efecto, en hablar de una mentira cortés. Sucede aquí como con los silencios: los hay culpables, mas también educados. La paradoja, si acaso, estriba en el hecho de cómo en ocasiones lo que por principio cabría considerar vicio o mal moral, termina por trocarse en bien o virtud (razón de más para no mostrarse maximalistas en tales cuestiones ni aspirar a evidencias o universalidades a priori en estos ámbitos). Apenas existe norma ética o moral que no tenga su excepción, y cuyo incumplimiento no comporte un mal menor del que acarrearía el ciego apego a su dictado.

Nada de eso, sin embargo, es aplicable a la hipocresía: ningún bien cabe propiciar ni ningún mal evitar con ella. Porque ser hipócrita no consiste simplemente en simular o fingir, mentir incluso, sino en hacerlo de una manera muy peculiar, a saber: para aparentar, precisamente, excelencia moral.

«Hay que decir, por tanto –escribe Tomás de Aquino–, que la hipocresía es simulación, pero sólo una clase de simulación: aquella en que una persona finge ser distinta de lo que es, como en el caso del pecador que quiere pasar por justo.» [Suma teológica, II-IIae, q. 111.]

Sí, es cierto. Es una forma peculiar de simulación, consistente en aparentar ser una persona distinta de la que en verdad se es. Pero también una forma peculiar de persona: una persona (como apunta el de Aquino en el ejemplo) buena. Por ninguna razón ajena a ésta se despliega la hipocresía: quien es hipócrita no otra cosa busca más que hacer creer a los demás que posee o desea el bien (cualquiera que sea aquél con el que, en cada caso particular, se quiera adornar el hipócrita). Cabe fingir o disimular para no lastimar a alguien; cabe mentir para evitar un mal o propiciar un bien, de la misma manera que Temístocles convenció a los atenienses para que incrementaran su flota (lo que resultaría crucial en las guerras persas) mintiéndoles sobre el potencial peligro que para Atenas suponía Egina. Pero nada parecido es pensable que suceda con la hipocresía: ésta comienza y acaba en sí misma o, si se quiere, en el interés del hipócrita. Se trata, pues, de un vicio o de un mal en estado puro, en el sentido de que a ninguna otra finalidad puede servir –ni siquiera accidentalmente– que no sea la de imitar la virtud, lo que acaso resulte útil al hipócrita, pero a nadie más que a él. Hay gente que miente sobre sus posesiones o sobre sus logros, sobre sus amistades o sobre sus amores: el hipócrita miente sobre su bondad; y con sus actitud ningún bien puede alumbrar –ni siquiera de forma casual o involuntaria– y sí, a menudo, mucho mal. De todas las modalidades de simulación, fingimiento y mentira –modalidades que recorren una amplia gama, que va desde lo risible o ridículo hasta lo francamente perverso–, la hipocresía es, probablemente, la más miserable y la más ruin.

Me parece, pues, que no resulta enteramente erróneo definirla como una imitación de la virtud. Y tal vez en esto pensaba La Rochefoucauld cuando, cínica e irónicamente –esto es: a lo Rochefoucauld–, escribe que

«La hipocresía es un homenaje que el vicio tributa a la virtud» [Máximas, 218].

Desde luego: como homenaje tributa aquél que imita al imitado.

Pero hay más: quien desea pasar por virtuoso es que no lo es, pero conoce, al mismo tiempo los beneficios que podría obtener de parecerlo. Reconoce, en consecuencia, lo deseable de la virtud –de ahí el homenaje–, pero la desprecia en el fondo –a nadie que verdaderamente lo desee le esta vetado, salvo trastorno mental, ser bueno–. Es, a este respecto, plenamente acertada la definición de Ambrose Bierce:

«hipócrita, s. El que, defendiendo en público virtudes que no respeta, consigue las ventajas de parecer lo que desprecia» [Diccionario del Diablo.]

Desprecia, sí, la virtud, mas también la pisotea. Y ello seguramente es debido, entre otras cosas, a que no entiende por qué se ha de ser virtuoso si con ello no se obtiene otra ventaja que recibir el beneplácito de los demás. Nace así la hipocresía (entiendo yo), al menos en algunas ocasiones, de una suerte de falta de sensibilidad moral: el hipócrita no acierta a comprender, en realidad, lo deseable de aquello que, no obstante, considera prudente aparentar. Y lo hace porque todos dicen que eso es bueno o deseable: sabe, pues, lo que está bien, pero es incapaz de sentirlo. Ése es uno de sus rostros (lo es también de la psicopatía). No estimo exagerado conjeturar que hay otro, que siendo idéntico a éste en todos sus rasgos difiere, sin embargo, en un aspecto: no tiene su origen en una psicopática insensibilidad moral, sino en el cálculo más rastrero tendente no ya a eludir la crítica o el castigo, sino a lograr alguna prebenda. Porque se puede, en efecto, aparentar lo que no se es, vale decir, ser hipócrita, por dos motivos: para evitar una reprobación moral o jurídica, mas también para alcanzar un beneficio. Y si en lo que podemos denominar la hipocresía psicopática suelen darse los dos, aunque casi nunca se halla ausente el primero, en la hipocresía interesada es predominante el segundo, y no siempre encontramos el primero. Porque quien es hipócrita en este sentido no busca necesariamente, con la máscara que despliega, ocultar una acción o una tendencia inmoral o ilegal (que puede no existir en absoluto), sino parecer lo que sabe que tiene que parecer si es que el fin que persigue ha de verse coronado por el éxito (tal vez por esto decía Maquiavelo que es importante desempeñar bien el papel de hipócrita).

En cualquier caso, es evidente que toda hipocresía conlleva una disposición camaleónica, que aspira a confundirse con el medio, y, así, camuflada, alcanzar su objetivo, sea éste el que fuere. Es también –apenar haría falta decirlo– una forma de falsedad radical, pero que es preciso diferenciar de otras. El objeto de la mentira del hipócrita no es otro que él mismo, pero no en relación a lo que tiene (objeto, después de todo, externo), sino a lo que es en su más profunda interioridad: mentira, pues, respecto a su forma de ser, a su condición moral.

Distintas modalidades de vanidad, de narcisismo o de histrionismo son inseparables de una profunda falsedad en lo tocante al tener –aunque se trate de tener determinadas cualidades que en realidad no se poseen–, pero la falsedad sobre el ser (en el sentido –moral– en el que ahora hablamos) es propio y exclusivo del hipócrita, sin que eso sea óbice, naturalmente, para que alguien sea vanidoso e hipócrita a un tiempo. Pero son dos cosas distintas: no es infrecuente que de la falsedad del vanidoso (o del narcisista o del histriónico) la primera víctima sea él mismo, que acaba por creerse sus fantasías y quimeras. Y de hacer caso a Balmes, eso es lo que le sucede también al hipócrita:

«El hombre –escribe– emplea la hipocresía para engañarse a sí mismo, acaso más que para engañar a los otros […] Cuéstale mucho al hombre parecer malo ni a sus propios ojos; no se atreve, se hace hipócrita» [El criterio, XII, 41.]

Pero yo creo, al contrario, que el hipócrita jamás se engaña a sí mismo: el destinatario y la víctima de su engaño es siempre el otro. San Agustín, aprovechando el origen del término (hipócrita significa en griego comediante o actor), compara acertadamente al hipócrita con aquél que al actuar hace en su papeles de lo que no es (como el actor que sin ser Agamenón finge serlo); del mismo modo, el hipócrita es aquél individuo que aparenta ser lo que no es. Pero entiendo yo que de igual forma que resulta impensable que quien representa a Agamenón se meta tan de lleno en su papel que acabé por creer que lo es realmente, porque de ser así habríamos abandonando el mundo del teatro para sumergirnos en el de la locura, paralelamente, no creo posible que el hipócrita asuma hasta tal punto su falsedad que termine por convencerse de ser la persona que aparenta. De darse el caso, a mí me parece que ya no debemos hablar de hipocresía, sino de radical y profunda necedad, porque lo que hace tal sujeto no es intentar engañar al prójimo, y ni siquiera engañarse a sí mismo (tampoco desde esta perspectiva tendría razón Balmes), sino poner de relieve un comportamiento que, de no poder ser explicado también como una suerte de locura o mecanismo de defensa, sólo cabe ser atribuido a una imbecilidad merecedora de reconocimiento y estatua.

Y si el vanidoso o el narcisista se conforman con ser admirados, el hipócrita no anhela tanto la admiración como el beneficio, la culminación de un determinado interés. Y si la falsedad del vanidoso (o del narcisista o del histriónico) puede desplegarse en una amplísima gama de ámbitos, la del hipócrita se halla anclada por completo en el de la moralidad. La hipocresía consiste, pues, en un procedimiento para conseguir determinados beneficios que de ningún otro modo podrían alcanzarse más que aparentando ser moralmente lo que no se es.

Lo verdaderamente preocupante es que se trata, seguramente, de vicio más extendido de lo que acaso pudiera pensarse. Tanto que tal vez en mayor medida lo padecemos todos, y quizás hasta tal punto interiorizado que acabamos por no advertirlo ni ser conscientes de ello. Si se pregunta a la gente que califique su grado de bondad o de amabilidad, difícilmente podremos esperar que alguien se suspenda; y, sin embargo, diversos estudios demuestras que existen sensibles diferencias entre lo que la gente dice y lo que hace. Así, si preguntásemos a un número considerable individuos qué harían en el caso de que al efectuar una determinada compra les devolvieran más dinero del correcto (por ejemplo, que pagando con un billete de 10€ les dieran la vuelta de 20) es casi seguro que la inmensa mayoría respondería que advertir al vendedor de su equivocación. Los estudios del psicólogo Richard Wiseman demuestran que la inmensa mayoría no lo hace. Es más:

«Para hacer más notable el error, en la penúltima parte del experimento, se le pidió al cajero que contase la vuelta de más que ponía en manos del cliente, se mostrase ligeramente confuso y después le preguntara al cliente el valor del billete con el que había pagado. ¿Esta vez, con seguridad, la gente sería lo suficientemente honesta como para confesar? Casi nadie dijo la verdad. Curiosamente, los compradores no mintieron inmediatamente, sino que previamente comprobaron que el cajero no tuviese manera de saber en realidad si habían utilizado un billete de diez libras o uno de veinte libras (“¿no puede mirarlo en la caja?”), antes de definir la situación en su favor. Sólo una persona señaló el error al cajero» [Rarología, 6.]

Pero mi preferido es el experimento de «El buen samaritano», realizado el año 1973 por los psicólogos John Darley y C. Daniel Bastón. Pidieron a una serie futuros ministros, estudiantes en una importante institución teológica, que prepararan una homilía sobre dicha parábola, y luego se les dijo que los sermones serían filmados en un determinado edificio al que se les indicó como llegar. En el trayecto entre un local y otro, cada participante se encontró con un individuo (un actor, naturalmente) que gemía y tosía, dando pruebas indudables de precisar alguna ayuda. Más de la mitad de los aprendices de ministro pasaron de largo (tenían prisa para impartir una lección magistral sobre el buen samaritano). Algunos, incluso, pasaron por encima del sujeto aparentemente desvalido.

 

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