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El Catoblepas, número 91, septiembre 2009
  El Catoblepasnúmero 91 • septiembre 2009 • página 3
Guía de Perplejos

Del beber

Alfonso Fernández Tresguerres

Sobre si es conveniente, y hasta dónde,
cultivar la amistad de John Barleycorn

Goya, El bebedor, 1777

Bebe vino: ¡largo será
el tiempo que habrás de
dormir bajo tierra
sin compañía de mujer
y sin amigo! Oye este secreto:
los tulipanes secos
ya no resucitan

    [Omar Khayyám]

El hombre es probablemente el único animal que bebe sin tener sed, lo que constituye tal vez un rasgo exclusivo de los seres humanos, aunque eso no significa, por supuesto, que sea un rasgo común a todos ellos. Montaigne, por ejemplo, decía no entender que se continúe bebiendo una vez calmada la sed; algo en lo que, creo yo, estarían de acuerdo todos o la inmensa mayoría de los animales, quienes, casi con toda seguridad, no beben más que cuando lo necesitan. Y por lo general agua, jamás bebidas alcohólicas. Porque es claro que puede establecerse una clara diferencia entre el beber y la bebida, ya que, con frecuencia, cuando hablamos de ésta solemos pensar en el vino y otros licores báquicos. De manera que, sin olvidar la existencia de abstemios, y sin pretender, por tanto, que la afirmación posea un carácter general, acaso podría definirse al hombre (una más de las múltiples definiciones) como el único animal que bebe sin sed, o el único que consume bebidas alcohólicas. En opinión de Claudio Eliano el resto no lo hace porque

«A todos los animales irracionales, por naturaleza, les sienta mal el vino, especialmente a aquellos animales que se embriagan cuando se hartan de uvas o de sus pepitas. Cuando los cuervos comen esa hierba enuta caen en una suerte de furor báquico; a los perros les ocurre lo mismo. Si el mono o el elefante beben vivo, el elefante pierde su fuerza y el mono, su destreza; al quedar tan debilitados son fáciles de capturar» [Historias curiosas, II, 40];

aunque no me parece a mí que ni siquiera un cuervo pueda emborracharse por el sólo hecho de comer uvas, por mucha que sea su abundancia. Pero casos similares sí pueden darse, al menos tengo entendido que el fruto de la marula (Sclerocarya birrea), árbol originario de África, cuando madura y cae a tierra experimenta una ligera fermentación; y siendo así que es bocado muy querido por elefantes, monos, jirafas y otros animales, un consumo excesivo del mismo podría llegar a emborracharlos. No se trata, sin embargo, como es obvio, de una bebida alcohólica, en la medida en que convengamos que, por lo general, ésta presupone siempre una operaciones previas encaminadas a su elaboración, ni compromete, por tanto (o eso creo), lo que antes decíamos del ser humano, a saber: que es el único animal que consume alcohol. Por lo demás, también en exceso el vino sienta mal a los racionales. Al menos a la mayoría de ellos. No era el caso de Diotimo de Atenas, a quien apodaban «Embudo», pues colocándose un embudo en la boca era capaz de trasegar todo el vino que se tuviera a bien verter en él. Ni el del alejandrino Heraclides:

«Éste, como carecía de un compañero de bebida que le resistiera, invitaba a unos al aperitivo, a otros a la comida, a otros a la cena y a algunos, por último, a una bacanal. Y cuando se retiraban los primeros, los segundos se le unían, y así, sucesivamente, los terceros y cuartos. Y él, sin hacer pausa alguna, se las había con todos y soportaba hasta el fin los cuatro festines» [Plutarco, Charlas de sobremesa, I, VI: 3].

Mucho me parece. Pero, en fin, habiendo ejemplos excepcionales en casi todo, bien pudiera ser que los hubiera también en esto del beber. Además debe tenerse en cuenta que los griegos bebían el vino mezclado con agua. (Los romanos también solían beberlo mezclado –con agua caliente y especias–, y reservaban el puro para las celebraciones religiosas. Pero, por lo que se ve, Catulo no estaba muy conforme con esta costumbre, cuando llama al agua «cáncer del vino», expresión que hoy suscribiría cualquier enólogo medianamente aficionado) Beberlo puro era considerado no sólo de mal gusto, sino quizás hasta peligroso. Tal vez así pueda entenderse lo que dice Eliano a propósito de Zaleuco de Lócride: que promulgó una ley según la cual si algún locro enfermo bebía vino puro, sin que le hubiera sido prescrito por el médico, sería condenado a muerte, aunque con ello hubiera logrado salvar su vida.

Así que si los griegos eran tan aficionados al vino que yo no sé si acaso tenga razón Ambrose Bierce cuando dice que inventaron a Baco como excusa para emborracharse, no resulta extraño que el beber fuera también para ellos ocupación muy seria, como lo prueba la presencia en sus banquetes del simposiarco, una suerte de presidente de los mismo que tenía a su cargo determinar cuánto vino había que beber y las partes de agua con que debía ser mezclado.

De Alejandro se dice que le gustaba tanto el vino que no es ya que dedicara mucho tiempo a beber, sino que bebía mucho (que no es lo mismo), al punto que no era inusual que pasara un día, e incluso el siguiente, durmiendo como consecuencia de la bebida. Y Claudio Eliano afirma que llegó a instituir un concurso de bebedores de vino. Y de Mitríades, rey del Ponto, apodado «Dionisio», se cuenta que hizo lo mismo, pero añadiendo al concurso de beber otro de comer. Venció en ambos. Da, pues, la impresión de que esto del beber mucho o aguantar bien la bebida, era para los antiguos prueba de fortaleza o de hombría (lo que sin duda es ridículo). Incluso Ciro decía de sí que era más adecuado para gobernar que su hermano Artajerjes, entre otras cosas, porque soportaba bien mucho vino puro.

Que el beber fuera una prueba de virilidad explicaría que en Masalia y Mileto existiera una ley que prohibía expresamente a las mujeres beber vino. Y también en Roma, según Claudio Eliano, existía una ley –y de las más respetadas, añade– según la cual a ninguna mujer, libre o esclava, le era permitido beberlo. Pero esto no casa muy bien con lo que encontramos en algunos poetas:

Inguinis et capitis quae sint discrimina nescit
grandia quae mediis iam noctibus ostrea mordet,
cum perfusa mero spumant unguenta Falerno,
cum bibitur concha, cum iam uertigine tectum
ambulat et géminis exsurgit mensa lucernis

[«Cuál es la diferencia entre el coño y la cabeza no lo sabe
la mujer que, ya promediada la noche, muerde grandes ostras
cuando los perfumes espumean diluidos en puro vino de Falerno,
cuando se bebe en vasos de concha, cuando el techo ya le da vueltas
del mareo y la mesa se levanta hasta ella con velas dobles», Juvenal, Sátiras, VI: 301-305].

Mas volviendo a lo que antes decíamos, esto es, que el ser humano es entre todos los animales el único aficionado a las bebidas alcohólicas, creo que el motivo ha de ser alguno más complejo que el hecho de que él las soporta y los otros no. Yo sospecho que el uso (y mejor aún: el abuso) del vino y cualesquiera otras drogas, tiene mucho que ver con el impulso a explorar paraísos artificiales capaces de mitigar el tedió y la monotonía engendrados por una vida insulsa y que ningún otro aliciente encierra más que el de, al tiempo que la vemos pasar, preguntarnos qué nuevas tretas se le ocurrirán aún para decepcionarnos todavía un poco más. No hablo necesariamente de mí, que he terminado por asumir el desencanto como se asume el rostro que nos ha tocado en suerte o la época en la que nos ha sido dado vivir, y, en consecuencia, como es poco lo que espero, es mucho lo que me viene dado de más. No insinúo con ello que sea más sabio que otros, pero si, quizá, más conformista o menos imaginativo. Digo sólo que el hombre es el único animal al que la vida puede resultarle tediosa e insulsa; el único al que la incapacidad de aceptar la realidad, tal como es, le empuja a la creación de realidades alternativas o, también, al descubrimiento de formas alternativas de ver la misma realidad; una realidad a la que, a diferencia de cualquier otro animal, nunca acaba de ajustarse plenamente. Y si su inteligencia –¿qué otra cosa si no?– es la causante de tal desajuste, es ella también la que se ocupa de establecer puntos de ajuste o de acomodación en otro plano distinto: el arte o la literatura, la filosofía o la religión no son, en el fondo (o eso presiento), sino mecanismos tendentes a la consecución de ese objetivo primordial. También el alcohol: John Barleycorn (así le llaman en los países anglosajones; así le llama, en todo caso, Jack London) es ese amigo que dota al individuo (o le hace creer que le dota) de una mayor lucidez y de una mayor capacidad de comprensión y discernimiento, aunque no otra lucidez sea que la de comprender que la vida es realmente lo que parece ser: un infierno. Algo que, paradójicamente, viene a reconciliarle con ella, no porque se la torne amable, sino porque le impide –siquiera momentáneamente– continuar alimentando vanas expectativas que –ahora lo sabe–ella jamás va a satisfacer. De manera que aquello de lo que sesudos filósofos pueden tardar muchos volúmenes en convencerle, le convence John Barleycorn en sólo unas horas. Otras veces, en cambio, su influencia es distinta: anestesiando su ánimo, despertando en él una sensibilidad y hasta una inteligencia que creía inexistentes o le eran desconocidas, le colorea la realidad con tintes menos sombríos, haciéndole hallar motivos de dicha y bienestar en los aspectos más nimios y triviales y haciéndole creerse en posesión de ideas geniales y grandiosas sobre las cuestiones más oscuras y profundas, conduciéndole a sentirse, no poseído, sino en posesión de un mundo y una realidad que no existen sino para que él los piense y los sienta, y pensándolos como más le conviene, no puede sentirlos más que como agradables.

El primero es un bebedor lúcido; el segundo, meramente estúpido. Mas para ambos el riesgo es el mismo: tales estados a los que llegan no pueden ser alcanzados más que en su compañía, con lo que, al cabo, o lo abandonas o de lo contrario, como dice London:

«El suicidio, rápido o lento, desesperado o perseguido gradualmente con el paso de los años, es el precio que John Barleycorn te exige. Ningún amigo suyo escapa sin hacer el justo y exigido pago» [John Barleycorn. Las memorias alcohólicas, 2].

Claro que esto también puede ser visto de otro modo, y decir que si en un sentido acorta la vida, en otro quizá la alarga, siempre que uno se dedique con suficiente ahínco a frecuentar su compañía, como dicen que hizo el faraón Micerino, el cual, según Eliano (la misma anécdota la encontramos ya en Heródoto):

«cuando desde Buto le llegó un oráculo que advertía de la brevedad de su vida, quiso burlar aquella sentencia doblando el tiempo de vida al sumar a los días también las noches. Vivía en permanente vigilia, siempre bebiendo» [Historias curiosas, 41].

Y, al fin y al cabo, que el suicidio a corto o a largo plazo sea el precio a pagar, tampoco es tan malo si, después de todo, lo que uno busca es precisamente suicidarse, como, según Diógenes Laercio, sucedió con el filósofo Estilpón, quien habiendo tomado tal decisión optó por llevarla a cabo bebiendo vino puro.

No es, sin embargo, ése el único precio que exige el amigo del que hablamos. O si tal es el preció último, por el camino exige otros pagos intermedios. Y de ellos acaso el más duro sea el derivado de la enemistad manifiesta entre Dionisio y Eros. Precisamente, de Alejandro, de quien antes hablábamos, dice Plutarco que, aunque fogoso y apasionado, su afición al vino le hacía más bien perezoso para las relaciones sexuales; una forma ésta, no hay duda, exquisitamente respetuosa y considerada de decir las cosas que atañen a un gran rey; de decir, en suma, que el vino en demasía no admite otro amante que no sea él mismo, por lo cual se comporta con extrema crueldad, pues al tiempo que intensifica la pasión, hace lo posible para que no pueda ser satisfecha. Por que en lo referente

«a los apetitos amorosos, los provoca y los desprovoca; provoca el deseo, pero impide la ejecución. Por eso el mucho beber puede decirse que es el jesuitismo de los apetitos amorosos, los crea y los destruye, los excita y los paraliza, los persuade y los desanima, los endereza y los arruga. En conclusión: los enjesuíta en un sueño, y, dándoles un mentís, los abandona» [Shakespeare, Macbeth, Acto II, Esc. III].

Mas si las dos únicas fuentes de placer se encuentran en la cabeza y en la zona media del cuerpo, es mucho que semejante amigo nos fuerce a cerrar la segunda a cambio de tan poco: apenas el hacernos creer que el caudal de la primera se ha intensificado; o intensificarlo de hecho, más de forma tan menguada que en modo alguno compensa el enemistarnos con Afrodita.

De una amistad tal ningún beneficio cabe esperar a menos que lo gobernemos nosotros, en lugar de gobernarnos él. Acaso en último término no sea posible ser amigo de John Barleycorn: quizá sólo cabe tenerlo como siervo o como amo; y si como siervo puede sernos útil en ocasiones, como amo no podrá más que resultarnos destructivo y perjudicial, porque, entronizado en tal papel, de ninguna otra forma sabe actuar más que como tirano que ni repara en daños ni conoce compasión. A nuestro servicio, en cambio, tal vez contribuya no pocas veces a relajar tensiones y a alegrarnos la vida, haciéndonosla un poco más soportable. Mas a nuestro servicio significa no acompañarle más allá de ese punto en el que se descuidan obligaciones o compromisos, se olvida la dignidad y la mesura y se acaba por no ser más que un monigote que ni suscita respeto ni despierta confianza, porque tan incapaz se muestra de controlar la lengua como de persistir en un propósito. Y es que

«el vino demasiado ni guarda secreto, ni cumple palabra» [Don Quijote, II, 43].

No parece ser ése el caso del rey egipcio Amasis, de quien se dice que, aunque gran bebedor, jamás descuido los asuntos de Estado, a los que, sin embargo, no se dedicaba hasta más allá del mediodía, para ocupar el resto de la jornada bebiendo y bromeando con sus invitados. Reprochándoles algunos tal actitud, impropia, a su juicio, de un rey, les respondió que un arco se monta cuando se necesita, pero después se desarma, ya que de lo contrario acabaría por romperse.

«Pues bien –añadió–, así es también la condición del hombre: si quisiera estar siempre intensamente ocupado, sin entregarse en ocasiones a la diversión, sin darse cuenta se volvería loco o, como mínimo, imbécil. Yo lo sé y por eso dedico a cada cosa su momento» [Heródoto, Historia, II, 173: 4].

De vicio «zafio y brutal» califica Montaigne el embriagarse. Otra, en cambio, es la opinión de Séneca:

Nonnumquam et usque ad ebrietatem ueniendum, non ut mergat nos, sed ud deprimat: eluit enim et ab imo animum mouet et, ut morbis quibusdam, ita tristitiae medetur.
[«A veces incluso hay que llegar a la embriaguez, no al punto de hundirnos, sino hasta la calma; pues disipa las preocupaciones, levanta el ánimo desde lo más profundo y alivia las tristezas como otras enfermedades, De tranquillitate animi, XVII. 8].

Mas siempre, claro está, que sea algo que se practique con moderación y no de forma frecuente, al contrario de lo que se dice que hacían Solón o Arcesilao, Ión de Quíos o Timón, así como tantos otros que constituyen una notable nómina de grandes bebedores antiguos (no quiero decir con ello que ahora, o en ningún momento anterior, haya menos que entonces).

Pero Montaigne no parece admitir que pueda darse moderación alguna o término medio en esta cuestión:

«El peor estado del hombre –escribe– es aquél en el que pierde el conocimiento y el gobierno de sí mismo» [Ensayos, II, II].

De acuerdo en que pocas cosas puede haber peores, pero nos hallamos aquí inmersos en una confusión, o, mejor dos: la primera que beber –incluso en exceso– no implica, automáticamente, llegar a tal estado.

«En principio, debo confesar que soy un bebedor ocasional –escribe Jack London–. No tengo una predisposición morfológica hacia la bebida. No soy un estúpido, por otra parte. Y tampoco soy un puerco. Me conozco el juego del alcohol de la A a la Z, y utilizo ese conocimiento, y también mi sentido común, a la hora de beber. Nunca han tenido que llevarme inconsciente a una cama. Y jamás organicé un escándalo cuando estaba borracho. En resumen, digamos que soy muy normal, un hombre corriente; y que bebo normalmente. Eso es lo que importa» [John Barleycorn, 2].

Por lo demás –como acertadamente observa también London–, existen dos tipos de bebedores: el individuo estúpido y sin imaginación, que bebe hasta dar tumbos y caer, y en el que el único efecto que tiene el alcohol es sumirle en un estado de idiotez y de anestesia intelectual y sensitiva; con el cerebro anegado e incapaz de hilvanar dos ideas coherentes, y que en lugar de hablar, farfulla, y el bebedor lucido e imaginativo, que puede pensar con fluidez y expresarse con claridad, que controla su cuerpo, porque su cuerpo no está borracho, aunque lo esté su cerebro, y en quien el alcohol, al tiempo que le provoca un estado de bienestar, le activa el pensamiento y la imaginación.

Pero es que, por otra parte –y ésta es la segunda confusión a la que antes me refería–, no es necesario beber hasta el punto de la borrachera, sea uno un borracho lúcido o estúpido. No es lo mismo haber bebido que estar borracho, sencillamente porque no lo es beber y embriagarse. Uno puede conversar con un amigo, hallar en él consejo o consuelo, alguna sugerencia o meramente un rato de serena y relajada compañía, con palabras, mas también silencios, no menos importantes que la conversación, y no por eso es preciso prolongar su presencia la noche entera, y menos llevárnoslo a casa; incluso ni siquiera es preciso verlo todos los días. Con John Barleycorn sucede lo mismo: puede ser excelente amigo, capaz de proporcionarnos lo anterior de cuando en cuando, y acaso más y mejor que cualquiera de carne y hueso, pero no hace falta que nos acompañe el día entero ni la noche entera, lo que ya no sería placentero, sino meramente engorroso. Y, por supuesto, dada su propensión a convertirse en amante, hay que tener mucho cuidado de despedirse de él hasta el próximo encuentro, antes de nos haga la menor sugerencia, no sea que terminemos por aceptar.

Respetando esas reglas de juego, ¿no cabe cultivar de por vida esa sana amistad? ¿No hay término medio entre el abstemio y el borracho? Yo creo que en esto podría aplicarse el mismo criterio que algunos utilizan para determinar cuándo nos hallamos ante un verdadero problema psicológico o incluso ante una enfermedad mental: ¿sufre palpablemente el individuo a causa de su comportamiento o hace sufrir con él a los demás? ¿Dicho comportamiento le genera problemas legales, familiares, sociales o laborales? Si la respuesta a tales preguntas es negativa, ¿dónde está el problema? ¿O es que acaso no existirá alternativa alguna entre no probar el alcohol y ser un alcohólico?

Naturalmente que en exceso es malo beber, pero es que en exceso todo es malo, incluso la virtud; y hasta el agua: de hecho se sabe de algunos que han muerto ahogados. Pero vivimos una época que de cada cuatro placeres que uno tiene se empeña en amargarle tres, bajo el pretexto de que son pecado o perjudican seriamente la salud (a nadie, al parecer, se le ha ocurrido advertirnos sobre lo dañinos que resultan para la salud el trabajo y las hipotecas). De hecho san Agustín considera que la embriaguez es pecado mortal si es continua, y también santo Tomás la considera un pecado mortal perteneciente al género de la gula. Incluso ha habido quien, como san Juan Crisóstomo (aunque no el de Aquino), entiende que se trata del pecado más grave. Y tampoco san Ambrosio tenía en mucha estima esto del beber, al punto de afirmar que no seríamos esclavos si no existiera la embriaguez, quizá porque los pecados que evitamos estando sobrios los cometemos, según él, borrachos (ignoro si habla por experiencia). Sólo san Gregorio muestra una cierta condescendencia con el bebedor, merecedora, creo yo, de que se le reconociera como patrono de los borrachos, porque dice de ellos que debe dejárseles que sigan su inclinación, no vaya a suceder que se hagan peores si les priva de tal placer y se les aparta de tal costumbre.

Claro que se me dirá que, con independencia de la valoración moral, y entrando ya de lleno en el terreno de la salud, ya a corto, ya a largo plazo, todo bebedor, del tipo que sea (quizá también el moderado) pagará el mismo precio. No digo yo que no. Pero si por eso es, a corto o a largo plazo todos pagaremos el mismo precio a la vida: el hallarnos unos metros bajo tierra, empotrados en un nicho, o convertidos en polvo que acaso acabe por pisar cualquier borracho. Y de eso no se halla exento nadie: ni siquiera los santos o los abstemios.

 

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