Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 91 • septiembre 2009 • página 8
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José María Blanco estaba aquella mañana en su modesta casa de Duke Street, dedicado a proyectar el contenido del cuarto ejemplar de su revista mensual. Cuando hacía más de tres meses había solicitado los buenos oficios del secretario del Foreign Office para conseguir una plaza en ese ministerio, sir Richard Wellesley le respondió con suma cortesía que no era costumbre de Inglaterra conceder discrecionalmente favores, por muy ilustre y familiar que fuese el peticionario y muchos méritos que pudiera presentar. Pero conociendo el valor literario de Blanco y su brillante colaboración en el Semanario Patriótico y en el Correo Literario de Sevilla, le animó a que escribiese un periódico en español para defender sus objetivos políticos entre sus compatriotas.
La publicación de los tres primeros números de El Español –el primero había salido de imprenta el 30 de Marzo de aquel año de 1810– no fueron precisamente un motivo de alegría para su director. En su ignorancia había suscrito un contrato leonino con un exiliado francés, Juigné, que a cambio de la simple edición del periódico se aseguró su copropiedad, pero sin tomar a su cargo ninguno de los gastos que originaría. Además dejó a Blanco la labor de escribir en solitario largos editoriales, recopilar noticias de la actualidad militar y política, traducir ensayos o comunicados, y emplear sus buenas cinco o seis horas en corregir las pruebas de imprenta, en vista de que no había nadie que le ayudase en esta penosa tarea. Las suscripciones eran muy escasas y más escasos todavía los lectores en España. En vista de todas estas contrariedades más de una vez había pensado en suspender la redacción y por consiguiente la publicación de El Español, aprovechando que en el contrato firmado con Juigné se incluía una cláusula según la cual tendría plena libertad para terminar su trabajo de autor cuando quisiera.
En esta ocasión –corría el mes de Julio– Blanco-White, como solía firmar con un doble apellido inglés-español trabajaba en el detallado y brillante ensayo de Humboldt sobre la política de la Nueva España con el que pensaba encabezar el cuarto número del periódico, por mucho que le costase la traducción del francés y la corrección del texto español. Pero su trabajosa tarea fue interrumpida por un correo del mismo Marqués de Wellesley solicitando asistiese sin falta al día siguiente a primera hora de la tarde a una reunión en el Foreign Office de capital importancia para ellos dos y para sus naciones amigas.
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Al entrar el que ya se llamaba Blanco White a la entrevista en el Ministerio de exteriores británico, quedó sorprendido por la multitud y variedad de personajes que, al parecer, le estaban esperando. Además de Wellesley y el anterior secretario Canning, que durante toda la velada guardaron un prudente silencio, pudo ver a Lord Holland, encargado de llevar la voz cantante en aquel misterioso negocio, a los dos comisionados de Asturias, Ángel de la Vega y Flórez de Méndez y al coronel Murphy y su socio Gordon, que conocía de encuentros anteriores. En el fondo de la sala se sentaban dos perfectos desconocidos, que le fueron presentados con el nombre de López Méndez y Simón Bolívar. Pero además de todo esto se dio cuenta que por una extraña razón, él mismo era el centro de interés de aquella abigarrada concurrencia.
—Antes de nada –dijo Lord Holland, después de pedir con la mirada permiso para hablar a Wellesley– es preciso que nos aseguréis de la sinceridad de vuestras palabras, por muy desagradables que puedan ser a nuestros oídos. La veracidad es la base de las relaciones entre los políticos que privados de ella quedan condenados a una perpetua sospecha y enemistad. Por nuestra parte –continuó ante un oyente cada vez más espantado– podemos garantizar un testimonio y una conducta igualmente leal, mucho más teniendo en cuenta que éste ha sido el proceder constante de los súbditos de su Graciosa Majestad. Con esta seguridad, de la que yo mismo he salido fiador, elogiando vuestro honor de caballero, cedo la palabra al señor Simón Bolívar, comisionado ante nuestro reino.
—Me han comunicado –empezó diciendo Bolívar– que sois el director y el redactor principalísimo de un periódico mensual enteramente independiente, y por eso vuestra opinión en un asunto verdaderamente nuevo y forzosamente sometido a debate tendrá una influencia decisiva entre todos los que en los dos hemisferios hablamos el español. Ha de saber que el pasado mes de Marzo, la Junta reunida en Caracas, siguiendo el modo de actuar de las provincias de la península, aquí honrosamente representadas, ha proclamado la independencia frente al usurpador Napoleón, y reclama la autonomía en el gobierno de aquel reino. Desde ahora somos libres del nuevo despotismo que quiere imponernos el Emperador de Francia, del antiguo despotismo de virreyes y encomenderos y de toda la esclavitud colonial, pues ya que un decreto de la Regencia nos ha declarado provincias del Reino, tenemos los mismos derechos que los naturales de España y como ellos reconocemos libremente, he dicho libremente, por nuestro único rey a su Majestad Fernando VII.
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—Ya era hora –dijo Blanco White, cuya mirada se iba iluminando a medida que hablaba Bolívar– de que se cumpliese el gran acontecimiento político que desde hace tiempo yo esperaba. Venezuela quiere ser libre, y es seguro que el movimiento de emancipación se comunicará antes o después a toda la América española. Y por lo que oigo esta declaración de independencia no ha sido promovida por una pandilla de exaltados que pretende romper todas las barreras sociales, sino por una reunión de caballeros que saben poner freno a su afán libertario y se conducen con una moderación digna del Reino al que han venido a pedir ayuda. Puedo asegurar que desde el próximo número de mi periódico apoyaré sin ninguna restricción mental la causa de vuestra independencia, y que dedicaré la mitad de él a las noticias de América. Nunca he sido más sincero –continuó dirigiéndose a Lord Holland– y mi sinceridad va acompañada de una alegría superior a la que Ustedes pueden imaginar.
—Antes de cantar victoria –replicó Lord Holland– conviene que nos deis vuestra opinión sobre el decreto de la Regencia, que hemos recibido casi al mismo tiempo que las noticias de la insurrección en Caracas. La suprema autoridad en España ha anulado una Real Orden que pretendía dar salida a los frutos de los dominios de América, y de esta forma mantiene el régimen colonial de monopolio que soportan aquellos países. Y vuelvo a insistir en que comentéis esta conducta, después de una reflexión detenida con la misma sinceridad que hasta ahora habéis demostrado.
—Puedo ahorrarme el tiempo de reflexión, pues este modo de actuar de la Regencia me produce tanta indignación como alegría me ha causado la primera declaración de independencia de los americanos. Estoy seguro, y el señor comisionado de la Junta me puede corregir si me equivoco, que todo lo pueden sufrir, tanto él como sus compatriotas, antes que ese inicuo y disparatado monopolio. Decir a quince millones de españoles, –pues desde la proclama de la Junta Central de primero de Enero de este año lo son con el mismo derecho que los ciudadanos de la metrópoli,– que a pesar de estar a miles de leguas de distancia de Europa, su riqueza sólo se puede cambiar por unas mercaderías con toda seguridad más caras y de peor calidad, que la única alternativa a ese comercio es hacer que sus frutos se pudran, y que en resumen su industria no se puede desarrollar más de lo que les convenga a sus dueños, es el colmo de la injusticia y de la estupidez. Para decirlo de una vez, su unidad política con España debe ir acompañada de una absoluta independencia económica, pues de esta forma podrán comerciar libremente con todos los países, igual que hacen desde siempre sus hermanos de este hemisferio.
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—Compruebo con satisfacción –terminó Holland dirigiendo una mirada furtiva a Richard Wellesley y a Canning– que vuestros ideales políticos coinciden plenamente con los intereses de Inglaterra. Estaba seguro de vuestra buena disposición, y del acierto del caballero Belgrave Hoppner, que se ha atrevido a sugerir al secretario del Foreign Office que su ministerio se suscribiese desde ahora al periódico que dirigís. Como en vista de lo oído es muy posible que adquiera unos cientos de ejemplares de cada número, os preguntaréis qué destino puede tener para nuestras oficinas tan grande cantidad de papeles, escritos además en español, un idioma que muy pocos ingleses tenemos el privilegio de conocer. Pero de esto os informará con todo detalle nuestro excelente amigo, el coronel Murphy. No quiero callarme sin expresaros antes mi seguridad de que, dejando a un lado la libertad de comercio, nuestro reino apoyará sin reservas la unidad del trono de todos los súbditos de Fernando VII, y que intervendrá a favor de esa causa tantas veces cuantas sea necesaria su mediación.
—Me toca a mí cerrar esta agradable tertulia –dijo por fin Murphy– y por mis palabras sabréis el destino de vuestro noticiero mensual, pues me corresponde la honrosa tarea de asesoraros en el mecanismo de edición y de distribución. Desde ahora, si contamos con el beneplácito de nuestras autoridades, no tendréis necesidad de plantearos el futuro comercial de vuestra publicación a pesar de que el señor Juigné, aprovechándose de vuestra ignorancia de la industria editorial os ha hecho firmar un contrato ruinoso, donde además tendríais que cargar en solitario con todas las pérdidas. Si el Ministerio de Exteriores compra esos números para entregarlos a la empresa de distribución que regento en compañía del señor Gordon, vuestra industria será económicamente viable y hasta floreciente.
—Pero como además de provecho material vuestro espíritu generoso exige sin duda que vuestras palabras no caigan en el vacío, os tengo que comunicar su destino. Nuestra empresa de distribución tiene agentes en Gibraltar, Cádiz y Lisboa, con lo que aseguráis una mínima audiencia en la península, a pesar del rechazo que desde ahora tendrán vuestras opiniones en la Regencia. Pero además disponemos de otros delegados en Buenos Aires en el virreinato de Río de la Plata, en Cartagena de Indias, en el virreinato de Nueva Granada, en Veracruz en la Nueva España y en la Habana, es decir, en prácticamente todos los centros neurálgicos de la América española, desde donde se introduce en el interior de aquellos vastos territorios. Difícilmente se puede encontrar un periódico más independiente y más universalmente leído, y una opinión de más influencia.
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Después de este feliz encuentro, la línea editorial de El Español cambió radicalmente, pues Blanco White dedicaba la mitad de su noticiero a la América española. Su número cuatro se publicó con pié forzado, porque después del providencial ensayo de Humboldt sobre Méjico y del dictamen de Jovellanos, que estaban ya en imprenta sólo pendientes de su corrección, el director dio noticia del movimiento de emancipación de Venezuela, y añadió un artículo de opinión en términos muy parecidos a los que había manifestado en el Foreign Office. Su simpatía hacia los independentistas creció todavía más gracias al trato con los comisionados, y particularmente con Simón Bolívar, en quien descubrió al mismo tiempo un enamorado de su tierra y un fiel súbdito del rey de España.
El número de Agosto de ese mismo año 1810 contaba con todo detalle cómo el Cabildo de Buenos Aires seguía la conducta de independencia y moderación de la Junta de Caracas, manteniéndose fiel a la unidad de la monarquía, y sustituyendo al Virrey de forma interina hasta la celebración de un Congreso de todo el virreinato del Río de la Plata. El envío al comisionado Irigoyen a Inglaterra resaltaba otra vez de forma indirecta la necesidad que todos aquellos pueblos tenían de cambiar el régimen de monopolio por la libertad comercial. Pero Blanco planteó nuevas exigencias, sabiendo ahora que sus ideas iban a cruzar el mar alimentando el movimiento de emancipación de quienes las recibirían: en primer lugar los gobiernos de aquellas regiones tomarían su autoridad de quienes los eligiesen, así que ni la Regencia ni siquiera el pueblo español en su conjunto tendrían soberanía sobre ellos. En estas condiciones la única política inteligente consistiría en fomentar en todos los territorios de América la independencia moderada de Venezuela y de Río de la Plata, y además concederles en las Cortes una representación proporcional a su población de más de quince millones.
Desde entonces las relaciones entre el periodista y la Regencia se volvieron cada vez más hostiles, pero ni siquiera la convocatoria de las Cortes, a fines de ese año pudo frenar la común agresividad. Blanco White acusará a las autoridades españolas de que después de proclamar la igualdad de los americanos con los españoles de la península les han concedido sólo dos docenas de diputados en Cortes sobre un número total de trescientos y ante la independencia de la Junta de Caracas han agravado todavía más el régimen de monopolio, bloqueando el comercio con Venezuela. Esta medida era particularmente sensible para los ingleses, hasta el punto de que el mismo Secretario de Defensa, Lord Liverpool hizo llegar a El Español a través de Ángel de la Vega una carta al brigadier general Layard, que terminaba así: «S. M. espera que su generosa e ilustrada política moverá al gobierno de España a arreglar la comunicación de las provincias americanas con otras partes del mundo sobre bases que aumenten su prosperidad.» No se podía decir más en menos palabras.
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El día 15 de Noviembre de 1810, la Regencia prohibió la divulgación de El Español, al mismo tiempo que acusaban a su director de ser un protegido de Godoy y un traidor a la patria, en vista de que defendía la independencia y separación de las provincias de América. La condenación era tanto más injusta cuanto que los mismos días los diputados en Cortes podían leer la desmesurada alabanza con que Blanco White saludaba la apertura del Congreso Constituyente: «¿Habrá español que al leer la lectura de esta solemne y gloriosa escena no haya sentido rebosar su corazón de gozo?» Todavía el mismo mes de Noviembre, el periódico retrasó su aparición y condensó sus comunicados y reflexiones para dar a conocer el primer debate, que a petición de Argüelles iba a tratar precisamente de la Libertad de Imprenta.
En realidad, a pesar de las continuas apelaciones al ejemplo de Inglaterra en boca sobre todo de Argüelles, Torrero y Oliveros, y de la aprobación del principio de libertad de opinión por un amplio margen de votos (setenta contra treinta y dos), la ley estaba afectada del mismo vicio que había declarado provincias a las colonias de América. Los constituyentes, en vez de situar la ley al término de un largo proceso, donde la costumbre y la práctica fabricarían lentamente una nueva forma de conducirse en política siguiendo el ejemplo de los ingleses, se apresuraron a establecer apresuradamente unos principios tan abstractos en la teoría como vacíos en los casos concretos. De este modo, cinco días después de promulgarse la Ley de libertad de Imprenta, las Cortes permanecieron pasivas cuando la Regencia condenó al único periódico que por una serie de circunstancias excepcionales se escribía en español y era independiente. Y lo que todavía era más grave, en una de sus sesiones permitieron un violento ataque contra Blanco siempre por sus ideas acerca de la independencia de América y de la estricta igualdad de todos los súbditos de Fernando VII, sin que ningún diputado saliese en su defensa.
En todo caso los mayores enemigos de Blanco White eran los comerciantes de la Junta de Cádiz, a los que acusaba de ser los principales culpables del régimen de monopolio, sometiendo los intereses generales de la nación a su provecho particular. Ellos fueron, según su periódico los responsables, primero de la persecución y luego de la difamación y muerte del Duque de Alburquerque, al que trató en Londres, defendiendo su honor y su prestigio de militar en un Manifiesto del número de Enero, y rindiendo después homenaje a su memoria. Según El Español la Junta gaditana era «una lima sorda contra todos los proyectos de las Cortes y de la Regencia».
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Mientras tanto el movimiento de insurrección en América se iba organizando y extendiendo. En el mismo mes de Febrero de 1811 en que Blanco protestaba airadamente por la prohibición de su periódico, daba cuenta de la insurrección en Méjico y sobre todo de las últimos movimientos en Venezuela. Las ciudades de Barcelona, Mérida y Trujillo se habían unido a Caracas y poco faltaba para que lo hiciese Maracaibo; y los revolucionarios habían ya convocado un Congreso, a razón de un representante por cada veinte mil electores. Además Chile tomaba partido por la Junta, y lo que era mucho más grave, los ciudadanos de Quito habían sido objeto de una sangrienta represión por parte de las autoridades españolas y al enterarse de la noticia los venezolanos les habían rendido homenaje como héroes nacionales. Blanco White escribió la sentencia de Burke, dirigida a los ingleses en la víspera de la independencia de Estados Unidos: «La invención ya está apagada, la razón cansada, la experiencia ha fracasado. Pero la obstinación todavía continúa.»
Inglaterra cumplía literalmente el pacto que había firmado en el Foreign Office hacía ya un año sin olvidar, por supuesto, sus intereses comerciales en América. El mes de Marzo de 1811 El Español daba cuenta de la circular del Ministro de Colonias inglés, comunicando que Su Majestad Británica no apoyaría a ningún país de la monarquía española frente a otro por sus diferencias de gobierno, con la única condición de que reconociesen como único soberano legítimo a S. M. Fernando VII y se opusieran a la usurpación de Francia. Es su deber –añadía– mantener amistad con todas las provincias españolas y promover con ellas relaciones mercantiles, lo mismo si obedecen o no a la Regencia de Cádiz. A continuación el periódico informaba del despacho del almirante jefe de las fuerzas navales en las Islas Occidentales al Gobernador de Puerto Rico donde decía que el punto de reunión de todos los verdaderos españoles era su adhesión a S. M. Fernando VII, olvidando cualquier otra materia de conflicto hasta que se resolviese el destino de España.
El año de 1811 fue la época de oro de la publicación de Blanco White. Su único redactor, en un alarde de sabiduría y profesionalidad daba noticias de guerra dentro y fuera de España, reflexionaba sobre la marcha de las Cortes, informaba sobre los últimos acontecimientos de América, comentaba los ensayos políticos de Bentham, discutía con Flórez Estrada sobre la Constitución, defendía al obispo de Orense, a Alburquerque y a todas las víctimas de la intolerancia de la Regencia o de los constituyentes, informaba sobre las instituciones de Inglaterra o sobre las últimas novedades literarias en España. Y sobre todo resumía toda su visión militar y diplomática en Europa y en las provincias de ultramar, través de las siete cartas que simulaba enviar un heterónimo de BW que firmaba Juan Sintierra, cada vez más cercano a los ingleses y más crítico con las Cortes.
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Este año de 1812 los acontecimientos en Europa y América hicieron cambiar la línea editorial de El Español, aun siguiendo fiel a la política británica y constante en su oposición a Napoleón. Mientras que en España y en el resto del continente los ejércitos franceses retrocedían o se empeñaban en una campaña disparatada para dominar Rusia, en Inglaterra el Vizconde de Castlereagh y el Conde de Bathurst tomaban la iniciativa en la acción diplomática y militar. Al mismo tiempo la Junta de Caracas declaraba la independencia total, desconociendo a Fernando VII, mientras que las Cortes recortaban hasta la humillación las prerrogativas del Rey. En estas condiciones El Español pasó a defender la institución monárquica tomando como siempre de modelo para su política interna y su proyección internacional a Inglaterra.
Blanco White publicó en sus periódicos la Constitución española acompañada de una serie de reflexiones críticas sobre sus principales artículos. El Rey era allí una figura secundaria, que no podía vetar las leyes pero sí aplazar su promulgación, con lo que se hacía a la vez desdeñable y odioso. Además las Cortes podían excluir a sus sucesores por incapaces y vigilar los sus pasos, como de un individuo sospechoso por medio de una diputación de siete miembros. Le quedaría la importantísima prerrogativa de ser vínculo de unión de todos los españoles de los dos hemisferios, pero tal condición, que las Cortes pasaban por alto, estaba gravemente amenazada por los movimientos de secesión, que como el de Venezuela, han determinado suprimir todo cuanto en su Constitución hable del Rey. En estas circunstancias nada tendrá de particular que siguiendo el precedente del reino de Suecia, Fernando VII anulase la Constitución en cuanto tuviese oportunidad.
Las Cortes –y ese era según White su error fundamental– se consideraban dueñas de un poder soberano y por consiguiente absoluto, siguiendo la doctrina de Rousseau y el modelo de Constitución francesa de 1791. De esta forma, además de ningunear al Rey, eliminaban la división de poderes acumulando la totalidad del legislativo, el control del ejecutivo y hasta la posibilidad de castigar a quienes se opusiesen a sus decretos: el caso más sangrante seguía siendo el del Obispo de Orense, que sólo por expresar su opinión, acatando en todo caso la Constitución, había sido expulsado del país, despojado de la silla episcopal, privado de todos sus honores, empleos y sueldos y hasta de la condición de español. Frente a esta soberanía de las Cortes, sin ningún contrapeso a su poder, Blanco presentaba una vez más el sistema inglés como el único capaz de asegurar a los ciudadanos una libertad tranquila y segura.
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Cádiz, 1812.
D. Ángel García de la Vega, presidente en ejercicio de las Cortes a Henry Wellesley, embajador en Cádiz de Su Majestad Británica.
Señor:
Con la presente carta os envío un detallado informe de las actividades de D. José María Blanco White, desde su llegada en 1810 a Londres hasta el presente, de las cuales he tenido la suerte de ser testigo en circunstancias muy adversas para nuestros intereses y muy favorables al usurpador Napoleón. A pesar de la prohibición de que ha sido objeto su periódico mensual por parte de las autoridades españolas, conocéis los buenos efectos que ha tenido en la orientación de la opinión pública, y en nuestra defensa frente a los ataques del numeroso y activo partido antibritánico. Al mismo tiempo los diputados americanos me han informado de los excelentes resultados de su defensa de la libertad de comercio, tan favorable a aquellos pueblos como a vuestro país.
En el momento en que por fin aparece en el horizonte el día feliz en que se cumpla el objetivo para el que fue creada su publicación me atrevo a poner en vuestro conocimiento la inseguridad actual de los ingresos con que atiende a su subsistencia, y espero de vuestra solicitud expongáis su caso al gobierno de Su Majestad, en la seguridad de que este simple recordatorio será suficiente para despertar los sentimientos de justicia y generosidad que a la larga han hecho invencible a vuestro afortunado pueblo.
Quiero dar a conocer la recompensa que he recibido de este generoso y munificente país en consideración a mis servicios. No soy yo el más indicado para valorarlos; todo lo que puedo decir es que trabajé con gran celo a pesar de mis muchos sufrimientos físicos y morales. Me limitaré a contar cómo me concedieron una pensión anual de doscientas cincuenta libras, que ha sido la principal ayuda recibida en medio de mis enfermedades y el medio que me ha permitido educar a mi hijo y situarlo donde tengo la satisfacción de saber que por su celo y honorable conducta como oficial, no sólo recompensa las penas y sacrificios que me ha costado, sino que paga gran parte de la deuda de gratitud para un país a quien debo más que aquél en que nací y me eduqué. ¡Dios bendiga a Inglaterra, mi tierra de adopción y el país de mis más cálidos afectos!
B. W.