Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 92 • octubre 2009 • página 8
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Durante la segunda mitad del siglo diecisiete y todo el siglo dieciocho las ideas de los grandes creadores de la dinámica se extienden por toda Europa, alcanzan a España, que gracias a la enérgica política educativa de Carlos III, se incorpora al pensamiento moderno, y lo que es más importante, además de servir de base a la nueva física, se extienden a saberes lejanos a ella como las ciencias de la sociedad. Este prestigio de la física hace que nociones tomadas de la mecánica, como el equilibrio de poderes –lo mismo en política exterior que interna– sea el fundamento sobre el que se construye el Estado y el nuevo orden internacional. Pero son sobre todo los economistas quienes inspirándose directamente en Newton y Leibniz, consiguen crear una ciencia tan sencilla en sus principios como segura por sus deducciones y admirable por sus consecuencias.
La mayor hazaña de Newton –que desde la ilustración intentarán repetir los constructores de nuevas ciencias en las distintas áreas del conocimiento– consiste en explicar todos los movimientos de la inmensa maquinaria celestial y terrestre –y por supuesto también las consecuencias de su física– a partir de un único principio. Sucede además que la idea de atracción está tomada por experiencia interna del mundo humano y es un último residuo de animismo en la física, pero este carácter, aparentemente negativo, facilita la construcción de una ciencia de la sociedad que está basada en la tendencia y el interés individual. Así que saberes tan lejanos como la física y la economía admiten una traducción mutua si se piensan construidas sobre bases comunes o por lo menos muy cercanas.
La metafísica de Leibniz, el otro gran representante de la dinámica, completa la visión del mundo y de la sociedad que va a estar vigente en el siglo XVIII. Los puntos de acción son las mónadas individuales, dotadas todas de un impulso y de percepción (vis perceptiva), pero cada una de ellas está cerrada sobre sí misma, no tiene ventanas y en consecuencia sigue su propia tendencia, independientemente de las demás. Y lo que es más sorprendente, es tan perfecta la construcción del mundo –el mejor de los posibles– que con la sola condición de que estos individuos sigan su propia tendencia y sin necesidad de una continua intervención divina, todos están puestos de acuerdo en una armonía universal, como relojes sincronizados. De esta forma Leibniz –mejor su época histórica– dibuja el esquema de lo que será una política y una economía liberal en rigurosa continuidad con la estructura del mundo físico.
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Pronto estos principios de la física dinámica se trasladaron a la política y a la ciencia económica y fueron recibidos por los ilustrados españoles. Uno de ellos, Campomanes tiene una brillante carrera política, sobre todo bajo la monarquía de Carlos III, y por eso su influencia inmediata en la reforma de la economía es mucho mayor que la de otros ilustrados. Su cursus honorum empieza con la publicación en 1747 de uno de los documentos más completos sobre la historia y el proceso de los templarios y el destino de sus bienes, y el ingreso, un año después, en la Academia de la Historia de la que llegará a ser director. En 1756 es miembro de la Academia Francesa por otro estudio sobre la Antigüedad Marítima de Cartago y el periplo de Hannón, y pocos años después ingresa también en la Real Academia de la Lengua.
Su fulgurante ascensión política empieza sobre todo en 1760, cuando es nombrado Ministro de Hacienda. Dos años después, desde su nuevo cargo de fiscal del Consejo de Castilla, tiene oportunidad de poner en práctica sus proyectos reformistas en materia económica y educativa. Finalmente en 1786 llega a ser Presidente del Consejo de Castilla, y de las Cortes en 1789. Desde estas posiciones de poder favorece a los ilustrados, –influye decisivamente para que Jovellanos sea miembro de las dos academias– crea una red de Sociedades para fomentar la iniciativa empresarial en la agricultura y en la incipiente industria, y realiza transformaciones puntuales pero eficaces en la estructura económica del reino.
En las obras de Campomanes están trazadas prácticamente todas las consecuencias que el Informe sobre la ley agraria; va a resaltar para mejorar la agricultura frente a cualquier estorbo político. En 1764 aboga por liberalizar el comercio de granos, aboliendo las tasas, un año después analiza los daños que la propiedad inmobiliaria de la Iglesia causa a la economía del país, y será después el primer gobernante que lleva a cabo una desamortización, aprovechando la circunstancia de la expulsión de los jesuitas. En 1771 en su Expediente sobre el Consejo de la Mesta critica los privilegios del grupo de presión de los ganaderos trashumantes y sus efectos catastróficos en la agricultura. Todas estas medidas, inspiradas en la fisiocracia y en el naciente pensamiento liberal, se mantienen en un nivel empírico, sin alcanzar todavía el carácter de una ciencia rigurosa.
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Jovellanos es el encargado de dar unidad a los hallazgos de su paisano Campomanes a partir de un principio inspirado en el modelo científico de Newton y Leibniz. Desde muy pronto experimenta la necesidad de que la economía siga los pasos de la física, pero se da cuenta de que ello no es posible sin encontrar un principio tan claro y sencillo en su esencia como rico en sus efectos: «¿Será posible –decía en un primer momento– que no haya un impulso primitivo que influya generalmente en todas estas causas y que produzca su movimiento, así como la gravedad, o sea la atracción, produce todos los movimientos necesarios en la naturaleza?»
A principios de los años ochenta, es decir, nada más que cuatro años después de la publicación de La riqueza de las naciones, Jovellanos ya conoce y utiliza la obra de Adam Smith, primero en una edición francesa y poco después de encargarle la redacción del Informe –1787– en el original inglés. Además traduce para su uso particular las partes más valiosas del libro del filósofo escocés, que se convierte finalmente en su lectura de cabecera. Lo que primero y principalmente descubre en el escrito del que ya será definitivamente su maestro es un principio único, general, sencillo, constante y extraído de las leyes de la naturaleza y de la sociedad, entre las que al parecer hay una rigurosa continuidad.
A la fuerza de gravedad de Newton, que por sí sola explica toda la complejidad del movimiento en los cielos y la tierra, y a la «vis» de cada una de las mónadas individuales, puesta en armonía con las demás infinitas mónadas por la acción de un relojero divino, corresponde en economía el interés personal, al que «una mano invisible» pone de acuerdo con los intereses de las otras personas. En rigor no se sabe si la economía se construye en clave física, o si a la inversa, la dinámica –con ideas animistas como la de atracción o de fuerza perceptiva– toma esas nociones de la experiencia humana. Pero en todo caso el principio funciona en las dos ciencias de forma distinta, porque en física se ha alcanzado trabajosamente por medio del método experimental, mientras que en economía es sobre todo una hipótesis desde la que, a través de una especie de experimento mental, se derivan una serie de consecuencias que consisten en apartar los obstáculos que se opongan al libre desarrollo del individuo.
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Jovellanos establece el principio único y sencillo del interés individual como motor de toda la economía y en particular de la agricultura y primero de nada resalta su valor decisivo para organizar espontáneamente y sin intervenciones extrañas el proceso de producción y distribución. Traduciendo el principio de lo mejor, tal como lo enuncia la metafísica de Leibniz a lenguaje teológico, dice que este interés está de acuerdo con el mandato divino de dominar la tierra, para lo cual el Creador «inspiró toda la actividad y amor a la vida que eran necesarios para librar en su trabajo la seguridad de su subsistencia». Pero además es evidente que a lo largo de la historia, el hombre ha llegado a cultivar la tierra sin intervención de las leyes y con la mayor perfección. En todo este prólogo, y a pesar de las continuas y diplomáticas alabanzas a la prudencia y eficacia de la labor de los reyes al gobernar, Jovellanos deja escrito entre líneas que las leyes tienen en el mejor de los casos una importancia mínima, y que son casi siempre el principal problema de la economía.
A partir de aquí se pueden deducir del primer principio una serie de consecuencias, tantas como son los obstáculos que se oponen al libre desarrollo del interés personal, y concretamente a la extensión, la perfección y la utilidad de los cultivos. Si esos estorbos desaparecen es seguro que cada individuo procurará multiplicar su trabajo hasta donde pueda cualquiera que sea la extensión de la propiedad, conseguirá que sus tierras rindan al máximo, y elegirá labores que den la mayor utilidad y que en consecuencia en el comercio produzcan una mayor riqueza. Y todo esto con mucha más eficacia y seguridad que la legislación más perfecta.
Así que la única función de las leyes –Jovellanos, igual que su maestro traslada a la economía las ideas liberales, que Locke había introducido en la política– consiste en garantizar el interés personal para que nadie lo estorbe, y con esta sola condición queda asegurada al mismo tiempo la riqueza de cada individuo y la de la colectividad. Ese ideal no es ninguna utopía, al revés, estaría al alcance de la mano, si una serie de factores tan artificiales como desgraciados no lo impidiesen. Los más fáciles de vencer son los físicos, los más difíciles tal vez los morales, nacidos de prejuicios casi invencibles, pero el Informe hablará sobre todo de los políticos, que por medio de leyes demasiado abundantes se oponen al impulso de la naturaleza.
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El primer estorbo que las leyes oponen al interés personal, el que Jovellanos ataca con más amplitud y brillantez, y el que va a proporcionar más contratiempos –a su Informe y a él mismo– es precisamente el que aplica a la economía las leyes físicas: «ningunas leyes –dice– serán más contrarias a los principios de la sociedad que aquéllas que en vez de multiplicar, han disminuido este interés, disminuyendo la cantidad de propiedad individual y el número de propietarios particulares». Jovellanos, al enunciar esta primera consecuencia está tan cercano a la ciencia natural que hasta puede expresarse en términos de física matemática, y tan alejado de la historia y los demás factores sociales, que prescinde de ellos y hasta los somete a una crítica contundente.
La primera causa de la disminución del interés individual es el abandono de una parte considerable de las tierras cultivables, que ni los visigodos por su menguada población, ni los guerreros «por su aversión a toda buena industria», ni los monarcas modernos por su funesta política que deja abiertos los campos para beneficio de los ganados y los pobres, han entregado a propietarios particulares. Tan pronto como una legislación atrevida rectifique esta economía sacando al mercado toda esta inmensa cantidad de campos vacantes de acuerdo con la distribución de la riqueza y las dimensiones de los baldíos de cada provincia, es inevitable que se multipliquen los agricultores individuales, sus propiedades y en último término la riqueza de la agricultura.
La segunda medida completa esta provisión, poniendo también en el mercado las propiedades de los concejos y entregándolas a particulares, pero no por alquiler, sino mediante una enajenación absoluta de la propiedad, porque sólo esta posesión cierta y segura puede inspirar «el más fuerte de los estímulos, que vencen su pereza y lo obligan a un duro e incesante trabajo». Esta propuesta de Jovellanos, que ocupa escasas líneas del Informe encierra toda su filosofía: no se trata de favorecer a la sociedad para que su prosperidad se comunique a los individuos; a la inversa, son los individuos –los únicos que pueden tener interés– quienes primero y principalmente trabajan para que la suma de su esfuerzo termine enriqueciendo a la colectividad.
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Queda todavía por criticar el atentado más grave contra la extensión del interés individual, tanto más difícil de vencer cuanto que sus protagonistas son las dos fuerzas con mayor poder en la sociedad española del momento: la iglesia y la nobleza. Otra vez un recorrido por la historia hace ver cómo los monasterios y los conventos, por efecto de una piedad equivocada, han ido acumulando tierras que permanecen ociosas, sin entrar en el mercado ni poder entrar en propiedad de individuos que ejerciten su interés multiplicando hasta el infinito la riqueza del país. Tan sólo el Conde de Campomanes, a raíz de la expulsión de los jesuitas, consiguió que las riquezas muertas de la Orden empezasen a ser productivas, pero su empresa fue parcial y apoyada en circunstancias históricas excepcionales.
Una vez más Jovellanos, al tratar de la amortización eclesiástica, da la razón a una economía edificada sobre el modelo de la ciencia física, dejando en un segundo plano toda la historia y la estructura social de España. Sólo debe cambiar el procedimiento y en este sentido apela a la generosidad del clero, –que bajo la protección de las leyes goza de la propiedad de sus campos ociosos con títulos justos y legítimos– para que voluntariamente enajene sus propiedades por venta o cualquier otra fórmula legal y las traslade «a las manos del pueblo industrioso». El resultado será de todas formas el mismo: la multiplicación de los campos cultivables y de la riqueza de cada uno y de todos, gracias a la extensión del interés personal.
El otro factor que ha llevado a la acumulación improductiva es la vinculación de propiedades que no se pueden separar, y que son heredadas normalmente por el mayor de los hijos, de tal forma que la riqueza de una familia no puede dividirse, sino sólo acumularse. La institución es históricamente más tardía que la amortización eclesiástica, pero a pesar de eso las propiedades seculares son mucho más numerosas. La solución que propone Jovellanos es –aparte de prohibir la vinculación de tierras en el futuro– la entrega del dom= inio útil a perpetuidad a cambio de un censo anual, la única solución que respeta el mayorazgo y que convierte el campo en productivo, gracias siempre al interés individual de dos copropietarios.
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Pero la extensión de los dominios útiles sería insuficiente para lograr el desarrollo de la economía y en particular de la agricultura, si se mantuviesen las leyes que impiden el perfecto desarrollo del interés individual, y el primero de ellos la disposición que prohíbe el cierre de las heredades. Jovellanos, de ordinario tan discreto y prudente en sus palabras, se indigna contra este abuso, «bárbaro, vergonzoso, absurdo, ruinoso, irracional e injusto», que convierte de hecho los campos en comunes, y por eso mismo «un principio de justicia natural y de derecho social, anterior a toda ley y toda costumbre y superior a una y otra, clama contra la vergonzosa violación de la propiedad individual». De nuevo se traslada de la física a la economía la sentencia de Leibniz: «Las mónadas no tienen ventanas».
El cerramiento de los campos, la seguridad y la confianza que proporciona a quienes los trabajan, son la causa de los prodigiosos avances de la agricultura en todos los países donde está firmemente establecida. Pero además, según Jovellanos, esta disposición debe extenderse a todas las especies de propiedad y de cultivo: «tierras de labor, prados, huertas, viñas, olivares, selvas y montes, porque no hay cosa que no presente un atractivo al interés individual y un estímulo a su acción». La prueba del nueve lo dan los montes, objetos del desvelo de todos los gobiernos, que no han logrado alcanzar en tres siglos sus objetivos, y que lo alcanzarán con sólo seguir este principio, por otra parte tan sencillo, a condición de derogar todas sus leyes y ordenanzas y abandonar todos sus proyectos.
Jovellanos enlaza esta medida del cierre de los campos con sus primeras críticas a la Mesta, que no sólo defiende los inmensos territorios por los que su ganado trashumante pasta, sino que pretende extender sus privilegios, invadiendo la propiedad de los particulares. Después amplía esta censura, pide que se declare la disolución total y definitiva de la hermandad y la abolición de sus ordenanzas, y que desaparezcan los privilegios en virtud de los cuales acumula riqueza, «uniendo el derecho indefinido de aumentarla con la prohibición absoluta de disminuirla». Concretamente pide que se abran las dehesas al cultivo y a la ganadería estante, siempre que ello favorezca al interés personal, que el precio de los pastos deje de estar protegido y oscile según su valor en el mercado, y que en fin el principio único de la economía sustituya a todas las leyes, gane todavía más en extensión y conceda sólo a la Mesta la servidumbre de paso por las cañadas.
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Una vez descubierto este primer motor de la economía, los gobiernos no tienen otra función que garantizar su absoluta libertad, sin que un celo imprudente pretenda dirigir la marcha de la agricultura por medio de disposiciones, que en vez de favorecerla terminan perjudicándola gravemente. Efectivamente el interés sabe como son las cosas y su acción realiza su verdadera finalidad, mientras que las leyes sólo saben cómo deben ser, o cómo querría el legislador que fuesen, y de esa forma entorpecen inevitablemente el ejercicio de aquel interés individual. Otra vez hay que buscar el modelo físico de su economía en Leibniz, cuando establece una armonía de las mónadas, según que cada una siga su movimiento espontáneo, sin necesidad de la constante y milagrosa intervención de un agente exterior que en cada momento las ponga de acuerdo.
El Informe lleva este liberalismo hasta sus últimas consecuencias. En primer lugar, analizando el proteccionismo del cultivo antes de su entrada en el mercado, va desmontando una tras otra todas las leyes por innecesarias y dañinas, «las que ponen límite a las plantaciones, las que prohíben convertir el cultivo en pasto o el pasto en cultivo, las que ponen límite a las plantaciones o prohíben descepar viñas y montes», las que establecen tasas a favor de un producto, perjudicando a los demás. La utilidad depende siempre de circunstancias cambiantes y difícilmente puede ser apresada por el enunciado abstracto de una ley, pero además los autores de los infinitos reglamentos conocen esa utilidad mucho peor que quien está interesado en recoger inmediatamente los frutos de la tierra.
La libertad debe regir también las relaciones entre los distintos agentes de producción. Una doctrina demagógica aconseja limitar la renta de la tierra a favor de los colonos, castigando la pretendida codicia de los propietarios, con lo cual se introduce en economía un factor moral, que además no tiene en cuenta que esa renta es una consecuencia del interés conjunto de los dos agentes. Igualmente serían injustas y a la larga inútiles las ordenanzas que obliguen a mantener la renta de los colonos actuales –pues ello desembocaría inevitablemente en un encarecimiento desmesurado de las futuras– o las que exijan prolongar indefinidamente el arriendo incluso en el caso de que las rentas suban, con evidente menoscabo de la libertad de los propietarios.
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Esta libertad debe presidir también el comercio interior y exterior de todos los productos agrarios, y eso siempre en función del único y universal principio de toda actividad económica. En primer lugar las tasas sobre todos los frutos, quieren hacerlos más baratos, pero de esta forma castigan el interés individual de los productores y la esperanza de sus ganancias, impidiendo la abundancia, que es la única causa de que disminuya de modo natural el precio de los artículos. A la inversa, «cuando el colono se halle en proporción de multiplicar sus ganados y frutos …entonces los comestibles abundarán cuanto permita la situación del cultivo de cada territorio y del consumo de cada mercado».
Jovellanos critica también a los reglamentos que limitan la acción de agentes intermediarios, mirados generalmente con horror y tratados duramente por las ordenanzas… «sólo se atendió a que compraban barato para vender caro, como si esto no fuese propio de todo tráfico». En realidad su actividad compensa con creces el trabajo y el tiempo que el labrador habría de emplear en buscar compradores, vender sus cultivos al menudo, y exponerse a perder sus ganancias. Esta división de agricultores y de intermediarios no sólo no encarece sino que abarata los frutos, y lo que verdaderamente aumenta artificialmente su precio es la infinita cantidad de disposiciones de que están llenas los reglamentos para castigar o poner límite a una profesión al parecer maldita.
Finalmente el Informe defiende la necesidad del libre comercio de productos del campo, lo mismo interior, entre las provincias agrícolas y las industriales, que exterior. Siguiendo imperturbable su principio, Jovellanos critica que las primeras materias y una serie de productos de interés nacional, como la carne, el aceite y muchos más, han de ser retenidos dentro del reino para asegurar su abundancia. Esta estrechez del mercado ejerce sobre los productores, igual que las tasas o las prohibiciones, una disminución de la actividad, y a la larga es causa de la escasez que se quería evitar.
Los acontecimientos inmediatos a la época de Jovellanos llevan el liberalismo económico hasta sus últimas consecuencias, censurando el monopolio de España con sus provincias de América. Esta doctrina, que devuelve a las antiguas colonias la libertad para ser dueños de su economía y comerciar con cualquier país, causa la irritación de todas las fuerzas políticas nacionales, desde las Cortes constituyentes al rey absoluto, pero como se basa en un principio tan imperioso como la ley de gravedad se terminará imponiendo a todas las leyes, costumbres y prejuicios sobre los que estaba montada la historia y la sociedad española.