El Catoblepas · número 94 · diciembre 2009 · página 2
Museo, Víctima y Mundo virtual
Gustavo Bueno
Reconstrucción de la “entrevista pública”, conducida por el artista Paco Cao, que tuvo lugar en el Club de Prensa Asturiana de Oviedo el día 2 de diciembre de 2009
0. Presentación
El artista Paco Cao (Francisco Cao Gutiérrez, 1965, doctor en historia del arte por la Universidad de Oviedo, Plástica escénica en el teatro asturiano, 1992; radicado en Nueva York desde hace años) organizó una “entrevista pública con el filósofo Gustavo Bueno” como actividad del “Museo de la Víctima, en colaboración con la Fundación Gustavo Bueno”, en el Club de Prensa de La Nueva España, en Oviedo, el miércoles 2 de diciembre de 2009. En la estructura del acto estaba previsto el siguiente cronograma para la ronda de preguntas, tras la introducción: “El entrevistador formulará cuatro preguntas, las tres primeras, en torno a los temas que quedan pautados a continuación, y, la última, en función de las respuestas obtenidas. Finalmente, el conductor de la entrevista solicitará preguntas al público, de entre las cuales seleccionará una, quinta y última, que será formulada para cerrar la sesión. 1. Museo, 10 minutos. 2. Víctima, 10 minutos. 3. Mundo virtual, 10 minutos. 4. Última pregunta del conductor, 5 minutos. 5. Pregunta del público, 10 minutos. Despedida, 2 minutos.” El Museo de la Víctima tiene su sitio propio en internet desde octubre de 2006: museodelavictima.org museumofthevictim.org
1. La trinidad “Museo”, “Víctima”, “Mundo virtual”
La conexión entre estos términos –Museo, Víctima, Mundo virtual– es debida a Paco Cao; probablemente esta conexión tiene algo de análisis de su proyecto de “Museo de la Víctima”, concebido desde Nueva York-Ciudad Juárez, donde él trabaja. Advertimos que Paco Cao parecía dar gran importancia a la utilización de los términos Museo, Víctima y Mundo virtual en singular, no en plural. Por lo que respecta al término “Mundo” su insistencia recuerda al Mauthner que decía que es una indecencia hablar de mundos, en plural, “como si hubiera más de uno”.
Sin perder de vista la supuesta raíz originaria de esta trinidad temática –el Museo de la Víctima– procuraré comenzar deslindando, de algún modo, como si fueran componentes separables e inteligibles por sí mismos, los términos de los que consta. Términos que, enunciados en singular –Museo, Víctima. Mundo virtual– se transforman en supuestos significantes de Ideas, en su sentido platónico –la Idea de Museo, la Idea de Víctima y la Idea de Mundo virtual–.
Comenzaremos por el análisis separado de estas tres ideas para después intentar medir el alcance de su entretejimiento trinitario.
Pero nos encontramos con una objeción “de principio” a nuestro propósito de analizar estas ideas, tomadas en este “singular platónico”. La objeción tiene que ver con el reconocimiento de unas ideas derivado de su tratamiento como si fueran ideas o conceptos genéricos unívocos y absorbentes de sus modulaciones o especies, que quedan anegados en ellas. Desconfiamos del método que Sócrates (o Platón, por boca suya) utilizó en su conversación con el sacerdote Eutifrón, acerca del significado de la piedad. Eutifrón es experto en la materia: sabe muchas cosas técnicas relativas al culto piadoso a los dioses de su dominio, y sus observaciones acerca de la piedad son, por así decirlo, empíricas, “de experiencia”. Pero Sócrates lo que busca es la idea universal de piedad, dando por supuesto que la “esencia” de la piedad sólo puede manifestársenos en el terreno de la idea universal, y no en el terreno de las experiencias particulares que un individuo, aunque sea sacerdote, pueda ofrecernos. Ahora bien, nuestra desconfianza ante las ideas generales de esta índole no deriva de los supuestos empiristas que se inclinan ante las realidades singulares y concretas, dejando en segundo plano lo universal y abstracto, es decir, las ideas (la desconfianza de Unamuno ante la idea de Hombre, que nos desvía de la consideración del hombre de carne y hueso).
Si desconfiamos de las ideas generales absorbentes, no es por una preferencia hacia lo individual y concreto, sino por referencia a otras ideas generales pero que pueden estar subordinadas a una idea abstracta. Entre la idea general absorbente de hombre y el individuo de carne y hueso, hay ideas de hombre “intermedias”, como puedan serlo la idea de hombre antecessor, la idea de hombre de Cromagnon, la idea de hombre salvaje o en estado de barbarie, la idea de hombre que pudiéramos delimitar en alguna época del Egipto faraónico, la idea de hombre del cristianismo, la idea de hombre de la sociedad industrial, o la idea del “hombre nuevo” del humanismo soviético.
No se trata de ignorar la idea general de Hombre, incluso con sus peligros absorbentes. Se trata de reconocerla como una idea taxonómica o primeriza, pero no como idea en la cual se nos diera “la esencia del hombre”. Tampoco cabe hablar de la idea de número en general, como idea más primitiva y por tanto más esencial que la idea de número desplegada a través de los números fraccionarios, de los números imaginarios o de los números complejos.
En cualquier caso, la idea genérica de hombre puede tener los mismos efectos que las ideas sustancialistas capaces de anegar a todas sus determinaciones, como si fueran accidentes suyos. Lo mismo ocurre con la idea de sustancia, considerada como concepto genérico supremo (como categoría, en el sentido porfiriano); categoría que “anegaría” a los diferentes tipos de sustancia, invitando a tratar por igual a las sustancias inorgánicas y a las sustancias vivientes. Asimismo, el concepto genérico de animal tiene el peligro de ecualizar las diferencias entre un viviente zoológico y un viviente antrópico (ecualización por otra parte practicada por la llamada Etología humana). Cayetano, para evitar la equiparación unívoca propiciada por el concepto general de cuerpo (aplicado tanto a los cuerpos celestes, incorruptibles según la tradición aristotélica, y a los cuerpos terrestres, que se consideraban corruptibles) acudió al formato de la analogía de desigualdad.
No se trata, en resolución, de ignorar las ideas universales de Museo, de Víctima o de Mundo virtual; se trata de evitar su tratamiento como ideas primitivas, cuanto a su universalidad o generalidad, una genericidad que, por considerarse esencial, pudiera pretender convertir en meros casos particulares suyos sus modulaciones o sus especies. Tratamos de establecer la idea de víctima a partir de su descomposición inmediata en otros conceptos también genéricos, como puedan serlo los conceptos específicos originarios de esta idea, por ejemplo, las víctimas animales, sacrificadas por otros animales –por ejemplo, los impalas, víctimas del leopardo– y las víctimas animales sacrificadas por otros hombres; y dentro de esta categoría, las víctimas pasivas, como puedan serlo los corderos silenciosos que lamen el cuchillo de su matarife, y las víctimas activas, como el toro a quien se le concede en la corrida la posibilidad de matar al torero.
Es decir, la esencia de las cosas reales no se encuentra siempre en los niveles más genéricos de su universalidad abstracta, sino acaso en los niveles subgenéricos o específicos. Podemos utilizar sin duda el concepto de hombre como concepto común al hombre vivo y al hombre pintado; pero la esencia del hombre no la encontraremos en este nivel, sino precisamente al nivel en que se nos da el concepto del hombre vivo o muerto.
Estas consideraciones nos sugieren un método de análisis de las tres ideas que, gracias a Paco Cao, tenemos entre manos: Museo, Víctima y Mundo virtual. Un método que poco tiene que ver con los métodos empíricos propiciados por el nominalismo atomístico (“no existe el Museo, sino los museos individuales”, “no existe la Víctima sino las víctimas de carne y hueso”...).
Tiene que ver este método con la perspectiva genética que toma en cuenta el proceso de formación de las ideas o de los conceptos universales a partir de agrupamientos o sumaciones lógicas de ideas o conceptos particulares más primitivos (pero sin necesidad por ello de ser idiográficos, singulares y concretos).
2. Víctima
Comenzaré por el análisis del término “víctima” para seguir el mismo orden que de hecho se siguió en la “entrevista pública”, aún cuando en el programa escrito del acto figuraba en primer lugar el término Museo.
Lo más importante que, para empezar, creo que yo podría decir es esto: que el término víctima, en singular, como un universal ante rem genérico que engloba a cualquier tipo de víctimas, cuando se utiliza como un genérico, es muy probable que se mantenga a la escala de sus componentes más abstractos, pero no por ello más esenciales. Por ejemplo, los que dibujan la idea de víctima destacando en ella la connotación de “sumisión del viviente, cualquiera que sea, a otro viviente, cuando éste lo somete a ultrajes, a maltratos, a torturas o incluso a la muerte”.
Acaso pudiéramos decir que se trataría de una “idea victimista” de la víctima, la idea de una víctima sumisa, o inconsciente, o innominada; una idea victimista que eventualmente podría ser interpretada (a partir de su universalidad) como la “idea más profunda y filosófica” de víctima que cabe alcanzar. Pero la universalidad, predicada de una multitud de términos, puede afectar a éstos tanto a título de predicable esencial, como a título de predicable accidental, y ni siquiera propio, sino como “quinto predicable”.
La formación de la idea universal de víctima equivaldría así, acaso, al intento de ver al hombre en su declinación de hombre sometido, sin libertad; y un Museo de la Víctima equivaldría entonces a un receptáculo, real o virtual, en el cual los hombres, y, en general, los vivientes, pasarían a ser vistos desde la perspectiva sombría de su dependencia total hacia otros hombres (en general, a otros vivientes). El Museo de la Víctima sería el museo de los vencidos. Es decir, la contrafigura sombría de un Museo de la Libertad, en el cual los hombres, o los animales, nos serían presentados a la luz brillante que parece propia de los triunfadores.
Y con una tal generalización lo que estaríamos haciendo sería elevar un componente secundario de la idea de víctima –aunque este componente sea universal, de modo accidental– a la condición de componente principal de la idea. Sin embargo, no parece que (sin perjuicio de su generalidad como condición primera) la declinación del viviente en cuanto sujeto que recibe torturas, flagelaciones o la muerte, no es condición suficiente esencial para la idea de víctima. Sería una condición acaso necesaria, pero oblicua, y en todo caso no suficiente.
Y aún en el supuesto de que esta declinación del viviente a su condición de víctima fuera la más primitiva, desde el punto de vista de la historia natural o de la historia humana, no cabría concluir que la idea de víctima tuviera que quedar aprisionada en una modulación de la idea de víctima que parece más bien ceñirse a los pueblos vencidos, o, si se prefiere, a sus antecedentes etológicos. Diríamos que esta es la idea de víctima que podrían alcanzar las ovejas ante el lobo, o, en general, los herbívoros ante sus depredadores carnívoros. El primum no es siempre el súmmum.
Ahora bien, la diferencia entre una víctima entregada o engañada desde el principio a su victimario, como el cordero cuando muere ofreciendo el cuello a su matarife, y una víctima que, lejos de entregarse, combate hasta el final, es una diferencia tan profunda que rompe, en realidad, la unidad abstracta de la idea universal de víctima. Quien muere en un duelo de pistola no puede considerarse como víctima de su rival, puesto que él mismo podría haber sido el victimario. Teniendo en cuenta que la víctima puede asumir valores opuestos (por ejemplo, el de víctima pasiva y el de víctima activa) parece pertinente atribuir a la idea de víctima el formato lógico que corresponde a la característica f de una función de dos valores y=f(x). Una función cuyos valores y1, y2, y3... puedan considerarse como resultado de aplicar f a distintos valores de x (x1, x2, x3). Dicho en término estoico-escolásticos: el término víctima sería un término sincategoremático.
Víctima sería, según esto, un concepto funcional, cuya característica –“viviente herido o muerto por otro viviente o por otra causa cualquiera, incluida una causa inorgánica”– tiene un significado vago o incompleto, y necesita ser determinada por valores y parámetros pertinentes para adquirir otros valores (que se corresponden precisamente con las acepciones de la idea), no solamente muy diferentes, sino también contrapuestos entre sí. En unos casos, por ejemplo, el valor “víctima” será negativo, y en otros casos será positivo. También podrá haber valores de la idea de víctima de carácter neutro, respecto de polarizaciones tales como miserable/heroico, cobarde/valiente u otras semejantes. Y sería gratuita la pretensión de tomar como definición profunda y universal de víctima aquella que se atiene a sus valores negativos o incluso a los neutros, por no decir la que se mantiene en el ámbito de la misma característica sincategoremática.
Dejando de lado la situación en la cual un viviente pudiera aproximarse a la condición de “víctima de sí mismo” (por ejemplo, en el suicidio en corto circuito o en el suicidio diferido por las drogas), y suponiendo en primer lugar que la víctima es una transformación de un viviente debida a la acción de una causa externa, de un agente victimario (el verdugo es sólo un caso particular de este agente, cuando va referido a la condición de instrumento de la ejecución de una sentencia judicial); y suponiendo, en segundo lugar, que la víctima sólo puede ser un viviente animal o humano, mientras que el agente victimario puede ser una causa desprovista de vida (como un rayo o un terremoto, capaces de producir sin embargo en muy poco tiempo una muchedumbre de víctimas, como las víctimas de un gran tsunami), podemos dividir inmediatamente la idea de víctima en los tipos o clases que figuran en la siguiente tabla (una tabla muy esquemática, porque a veces no cabe diferencia bien lo humano, los “actos humanos”, de lo animal humano, los “actos del hombre”; y porque lo que es animado, incluso lo que es humano, no se diferencia bien siempre, al menos en perspectiva emic, de lo que es numinoso o divino):
Sujeto paciente: víctima | Causa agente: victimario | |
(1) | Animal | Inanimada |
(2) | Animal | Animada |
(3) | Animal | Hombre |
(4) | Hombre | Inanimada |
(5) | Hombre | Animada |
(6) | Hombre | Hombre |
(7) [límite] | Objeto inanimado | Inanimada |
Sin embargo, la tabla sirve para discriminar situaciones diversas de la víctima (los seis casos primeros), excluyendo a la séptima situación, como caso límite de la combinatoria, en la cual “víctima” tendría un sentido meramente metafórico (“el edificio fue víctima del rayo”, metaforización análoga a la contenida en la expresión, hoy día tan corriente, “el huracán protagonizó el fin de semana”).
Caso (1). “El buey fue víctima del rayo”
Caso (2). “El impala fue víctima del ataque del leopardo”
Caso (3). “El cordero fue víctima del carnicero”
Caso (4). “Los campistas fueron víctimas de la inundación”
Caso (5). “Favila fue víctima de un oso”
Caso (6). “Servet fue víctima de Calvino”
Caso (7). “El edificio fue víctima del terremoto”
No es nada fácil probar que la alternativa (1), aunque sea muy primeriza en la vida de los cazadores recolectores, pueda considerarse como la primera “experiencia de la víctima”: tendríamos que conocer el lenguaje de los hombres de hace cuarenta mil años. Mayores probabilidades de antigüedad corresponderían a la alternativa (2).
Supondremos que una situación muy próxima a la de la víctima humana se establece a la altura de la alternativa (5). Esta alternativa la encontramos probablemente en las situaciones propias de la época de las religiones primarias, cuando un animal (el tigre de dientes de sable, el león, la serpiente) ataca al hombre aterrorizado ante el númen, un hombre enteramente dominado (“víctima”) de ese animal percibido como númen divino (¿qué papel podríamos atribuir a la condición de víctima en la formación de la idea de númen?). Un ejemplo tardío de esta alternativa nos lo ofrece Laoconte, a quien Minerva (según el relato de Virgilio, en el segundo canto de la Eneida) envía una serpiente como castigo por haber vaticinado la destrucción de Troya. La serpiente se enrosca en el cuerpo del sacerdote troyano, acompañado de sus hijos; Laoconte es un admirable símbolo de la víctima humana impotente, aún cuando se resiste serenamente (si creemos a Winckelmann) a su destino.
La recíproca sería la alternativa (3), que representa la atribución de la condición de víctima al animal, sin duda al animal numinoso que, en la fase en la cual los hombres comienzan a dominar a los animales, puedan ya asumir el papel de víctimas (“te matamos [en la ceremonia aina del sacrificio del oso] para que el año próximo puedas venir de nuevo ante nosotros y podamos volver a matarte”). Sin duda esta es la situación más común de las víctimas del mundo antiguo (civilizado en la forma de las religiones secundarias). Bueyes, terneras, ovejas o puercos, en la antigua Roma, eran sacrificados en el altar por el victimario, un ministro de segundo rango (en las procesiones marchaba después de los sacerdotes, conduciendo un buey blanco) que, con el torso desnudo y coronado de laurel, mataba al buey de un hachazo, a la ternera de un mazazo y degollaba a las ovejas o a los cerdos. En los sacrificios a Marte ataba las cuatro patas de la víctima con un nudo corredizo; el sacerdote deshacía el nudo y teniendo la víctima en el suelo, invocaba a Dios y estrangulaba al animal con una cuerda enrollada a un palo. Después la desollaba, la troceaba, ponía los pedazos en un caldero para cocerlos con sal; por último, depositaba algunos restos del animal en el altar y el resto era consumido por el victimario y los sacerdotes.
Las víctimas animales, en general, son propias de los sacrificios a los dioses secundarios en los pueblos más diversos. El Génesis (IV, 3, 4) nos informa de cómo Caín, el pastor, ofrecía a Yahvé animales escogidos de sus ganados, mientras que Abel, el agricultor, ofrecía al Señor los mejores frutos de la tierra. Parece ser que Yahvé apreciaba más las verduras que la carne, lo que suscitó la envidia de Caín por su hermano. Pero el más famoso sacrificio ritual de víctimas, que los israelitas ofrecían a su Dios, a partir de su salida de Egipto, fue el sacrificio del cordeo pascual, prescrito por Moisés: el día 10 de Nisan debían tomar un cordero añojo, rociar con su sangre el dintel y las jambas de sus puertas, para evitar la entrada del Ángel Exterminador, que había matado a los primogénitos. En el holocausto en honor al Señor, la víctima (sólo animales machos) se consumía íntegra.
En la situación (6), en la cual la víctima es un ser humano, y también lo es el agente, el análisis se complica, porque en los sacrificios rituales, las víctimas humanas son sacrificadas por hombres pero por mandato y responsabilidad de los dioses (que no figuran en el tabla más que como derivación de los animales divinos). Las víctimas, en los horribles homicidios de los aztecas que los historiadores de Indias nos han relatado, eran hombres sometidos, impotentes, sacrificados como si fueran animales, y reducidos a la condición de tales por los sacerdotes antropófagos.
¿Qué tienen que ver estas víctimas pasivas, impotentes, arrastradas al altar, porque a veces se resistían a acercarse a él, con las víctimas “heroicas” de la tradición mediterránea, tal como lo testimonia la Ifigenia de los griegos, o la crucifixión de Cristo de los cristianos?
Ifigenia, víctima pasiva, llevada al sacrificio mientras Agamenón cubre su cabeza y el vidente Calchas observa la escena, según un fresco de Pompeya conservado gracias a que la ciudad y sus habitantes fueron “víctimas” de la erupción del Vesubio en el año 79
Los ejércitos de los griegos, al mando de Agamenón, se han concentrado en Áulide para emprender la marcha hacia Troya y rescatar a Helena, la esposa de su hermano. Pero Artemisa, irritada por la chulería de Agamenón, pide que sea sacrificada su hija, Ifigenia, antes de que los ejércitos de los helenos salgan de Áulide. En las primeras escenas de la tragedia Eurípides nos hace ver la desolación de Ifigenia y de su madre Clitemnestra, y sus intentos por evitar el sangriento sacrificio. Pero Ifigenia ha sido ya llevada hacia el altar del sacrificio y la tensión aumenta. Aquiles llega a tomar el partido de Ifigenia. Pero las tropas han hecho suyo el mandato de la diosa y el propio Aquiles llega a reconocer que sin este sacrificio, por doloroso que sea, los planes de los griegos para destruir Troya se harán imposibles. Y entonces el curso de los acontecimientos da un giro inesperado, el que le imprime el genio de Eurípides. Es la propia Ifigenia la que, abandonando su papel de víctima –y este abandono se debe a que Eurípides ha abandonado a su vez la perspectiva victimista– reconoce la necesidad de su sacrificio si se quiere movilizar al ejército, y asume el papel heroico de mujer dispuesta a inmolar su vida, pero no por meros sometimiento a la voluntad de una diosa atrabiliaria, sino porque se identifica con el plan de sus compatriotas para destruir a los troyanos, es decir, a los bárbaros.
“¿Y si Artemis quiere tomar mi vida, yo, siendo mortal, me opondré a una deidad? Es imposible. Estoy dispuesta a ofrecer mi vida por la Hélade. ¡Sacrificádme, devastad a Troya! Este será mi monumento eterno, y éstos mis hijos y mis bodas y mi fama. Es natural que los helenos dominen a los bárbaros, y no los bárbaros a los helenos. Unos son esclavos, otros libres.”
Finalmente, cuando Ifigenia es llevada hacia el altar, mientras su padre Agamenón, aterrorizado por lo que va a ocurrir, se cubre la cabeza con un velo para no verlo (así, al menos, pintó Timantes la escena, según decía ya Plinio, reconociendo que la tristeza del rostro de un padre en tales circunstancias no podría ser imitada por un artista). Y es entonces cuando tiene lugar la sorpresa final. Cuando todos, después de haber escuchado el golpe que el sacerdote ha dado con su espada al cuello de Ifigenia, tendida sobre el altar, ven que lo que aparece es una cierva grande, de admirable belleza. El altar de la diosa está salpicado abundantemente con sangre. Calcante, el adivino, se apresura a interpretar el significado del prodigio ante el ejército asombrado:
“¡Oh, jefes del ejército confederado de los aqueos y soldados! Mirad en el altar la víctima que la diosa nos ha enviado, esta cierva montaraz que ha preferido a la joven Ifigenia, para no manchar el altar con su sangre generosa. Esto prueba que la diosa ha aceptado favorablemente el sacrificio y nos otorga una favorable expedición y la invasión de Ilión. Que todo marinero tenga coraje y corra a las naves. Porque es preciso que en este día atravesemos el Mar Egeo dejando las sinuosas bahías de Áulide.”
Ifigenia, víctima activa y heroica, según Leonaert Bramer, El sacrificio de Ifigenia (1623)
La actitud de Ifigenia, como víctima heroica (no “victimista”) se opone frontalmente a la actitud de tantas víctimas derrumbadas, o simplemente inconscientes de su situación.
¿Qué tienen que ver con los héroes fusilados por los franceses en la Moncloa, tal como los representó Goya, manteniendo su espíritu en el mismo instante de sufrir sus mortales heridas, con aquellas víctimas pasivas y anónimas que encontraron una muerte inesperada cuando en los vagones de los trenes en los que viajaban para ir a su trabajo estalló la dinamita que la Yihad había depositado en su atentado terrorista del 11M? Estas víctimas –como las del 11S años antes en Nueva York– no fueron en todo caso víctimas comparables a Ifigenia o a los héroes de la Moncloa. Como tampoco pueden compararse los soldados muertos en plena batalla cuando caen cara al enemigo y cuando caen muertos por la espalda porque estaban huyendo del combate.
Si el que muere huyendo (o simplemente a raíz de un atentado terrorista, o sencillamente de un terremoto) es una víctima, entonces Ifigenia o los fusilados de la Moncloa no son víctimas, o al menos requieren una categoría especial, la de las víctimas heroicas. Las gradaciones son casi infinitas. ¿A qué género de víctima pertenecen Juana de Arco o Miguel Servet en la hoguera? ¿Fueron víctimas pasivas aquellos judíos quemados vivos en el auto de fe, cuando habrían podido evitar la terrible muerte en la hoguera a cambio, eso sí, de su conmutación por la muerte más dulce del garrote, si rechazaban, aunque fuera por ficción, a Moisés, en el mismo tablado?
¿Y qué tipo de víctima fue Sócrates cuando bebió la cicuta (pudiendo haberse escapado de la prisión), o Séneca cuando se abrió las venas en el baño rodeado de su familia? Desde un punto de vista estrictamente mecánico, Sócrates y Séneca no fueron víctimas sino suicidas, puesto que fueron ellos quienes se dieron la muerte, aunque fueran obligados por la justicia vigente, democrática en el primer caso, despótica en el segundo. Es decir, la muerte no los cogió de sorpresa, como a las víctimas de un tsunami, puesto que fueron ellos mismos quienes la determinaron con sus operaciones, como si reconocieran el “derecho” de las leyes (aunque fueran injustas, incluso si eran democráticas) que les habían dado la vida, al casar a sus padres, al educarles y al hacerlos ciudadanos.
¿Y qué tienen que ver las víctimas cristianas de las grandes persecuciones de los emperadores romanos con las víctimas sacrificadas en las pirámides aztecas? Las víctimas cristianas eran mártires, es decir, testigos con nombres propios: San Policarpo, San Esteban, Flavio Clemente (primo de Domiciano), San Simeón. “En tiempos de Trajano Simeón fue durante varios días atormentado como cristiano de diversas maneras, hasta el punto de admirarse sobremanera el mismo juez y los que le rodeaban, y por fin terminó de modo semejante al señor en su pasión.” La representación de los relatos de las Actas de los Mártires llenarían por sí solas el Museo de la Víctima. Pero de unas víctimas que muy poco tienen que ver con las víctimas de las pirámides aztecas, con las víctimas de las torres gemelas del 11S de 2001, o con las víctimas de los trenes de Madrid en 2004. Estas víctimas son también de género muy distinto al de las víctimas de ETA, en general, asesinadas nominatim con un tiro en la nuca; muchas de estas víctimas pudieron haber evitado el peligro saliendo del País Vasco, pero decidieron voluntariamente permanecer en él asumiendo el riesgo.
Como prototipo de un martirio asumido como tal, un martirio que transforma a la víctima en luchador activo que muere interpretando su muerte en público como testimonio y defensa de su fe, podremos recordar el martirio de San Pionio y los suyos, en la época de Decio, que relató Eusebio de Cesarea. Es un martirio que concluye como final de un largo proceso jurídico en el cual Pionio es denunciado por incumplir la orden terminante que Decio había dado obligando a los ciudadanos a sacrificar a los dioses. Algunos desfallecen, otros entran en la sinagoga. Pero Pionio se mantiene firme. Polemón intenta convencerle: “Si te niegas a sacrificar a los dioses, ven por lo menos al templo.” Pionio rechaza la invitación. Ante las amenazas del pueblo Pionio responde: “Peor es arder después de la muerte.” Y tras muchos incidentes, que duran semanas, el procónsul, después de haber invitado a deliberar a Pionio, rechaza otra vez la invitación, a lo que el procónsul responde: “Como tienes prisa por morir, serás quemado vivo.” El procónsul manda leer la sentencia de la tabla: “A Pionio, hombre de mente sacrílega, que ha confesado ser cristiano, mando sea abrasado por las llamas vengadoras para que ello infunda terror a los hombres y satisfaga la venganza de los dioses”. Y en el camino al suplicio, continúa Eusebio, a Pionio no le temblaban las rodillas ni se entorpecían sus miembros al ser clavado en una cruz. “Al verle clavado, el pueblo, fuera por impulso de compasión, fuera por interés por él, gritó: ‘Cambia de sentir, Pionio, y te quitarán los clavos’. Pero Pionio responde: ‘Ya siento sus heridas y me doy cuenta si estoy clavado’. Y pasado un momento: ‘La causa principal que me lleva a la muerte es que quiero que todo el pueblo entienda que hay una resurrección después de la muerte’.” Después de esto, los troncos en que estaban clavados levantaron a Pionio y al presbítero Metrodoro, pegaron fuego a la pira y añadiéndole leña, cobró fuerza la llama, crepitando devastadoramente por entre los ardientes troncos. Pionio miró con un risueño rostro al fuego, encomendando su espíritu a Dios, diciendo: “Señor, recibe mi alma.”
¿Cómo igualar la pasión de Pionio con la pasión de Laoconte? Pionio, en la pira, mira risueño a las llamas que le envuelven; Laoconte, envuelto por la serpiente que se enrosca a su cuerpo y, aunque lucha por alejarla, termina lanzando un terrible grito al cielo: “Clamores simul horrendos ad sidera tollit”, dice Virgilio (Eneida, II, 222). Y ¿cómo igualar, en cuanto a víctimas, a Pionio y a Laoconte, a esas víctimas derrumbadas y sin honor ante el pelotón de fusilamiento que se arrojan al suelo poseídas por el miedo, temblando, suplicando y revolviéndose creyéndose que así escaparán de las ráfagas de los fusiles hasta que el tiro de gracia les concede la paz definitiva?
¿Cómo podría entonces una idea general de Víctima, en singular, dar cuenta de las diferencias esenciales entre las realidades tan diversas englobadas en su extensión, en la que se borran las diferencias en nombre de una semejanza genérica abstracta, de la misma manera que, por ejemplo, la idea del verde (como característica en la que refundiésemos a todos los objetos verdes a la vista) metería en el mismo saco a la verga del verdugo (a la vara verde que el verdugo utilizaba para flagelar a sus víctimas), a la manzana del árbol de la ciencia o al verde gabán del caballero?
La cualidad de verde unifica sin duda a todos los objetos verdes, pero los confunde de modo abstracto, es decir, confundiendo las diferencias esenciales entre ellos; como la cualidad de víctima confunde las diferencias esenciales entre los tipos de víctimas tan diversos como las que hemos indicado.
3. Museo
Nada más corriente, en una ciudad de cierto rango, que el Museo, al menos desde el punto de vista urbanístico. A veces, el Museo es un edificio alineado junto a otros, un banco, un ateneo, un teatro, &c., del que se distingue porque encima de la puerta figura un rótulo que dice “Museo provincial”. A veces el Museo es un edificio exento, situado en una plaza, como la catedral, la delegación de Hacienda, la biblioteca o el teatro de la ópera.
Sin embargo, cuando intentamos definir el museo no ya desde el exterior urbanístico, desde las fachadas, sino desde sus contenidos diferenciales respecto de los contenidos de los otros edificios, aparecen dificultades sin cuento. Si preguntamos a alguien qué es un museo acaso nos responda, con ecos agustinianos: “Si no me lo pregunta usted yo sé lo que es un museo, y sé indicarle por dónde se va a él, si me lo pregunta, no lo sé.”
Y se comprende bien esta respuesta. Mientras que los demás edificios están ocupados por contenidos u objetos con los cuales sus habitantes tienen algo que hacer (rezar, confesarse, leer libros, comprar y vender, ingresar o sacar dinero, comer y dormir, celebrar juicios, escuchar música), en cambio los museos están llenos de objetos con los cuales no hay nada que hacer, sino dejarlos como están. Y esto es esencial, pues la máxima de todo museo podría ser esta: “No tocar.”
Mientras los edificios de las ciudades están ocupados por realidades del presente, que requieren un tratamiento específico a partir de la actividad humana, los museos están ocupados por objetos intangibles por decreto que, aunque sean casi siempre muy semejantes a otros objetos de la vida ordinaria, que podemos encontrar en el interior de otros edificios –una jarra, un cuchillo, una estatua– sin embargo parecería que cuando los vemos en las vitrinas o en la estativos del museo hubieran sido transportados a un espacio irreal, “ultravioleta”, por decirlo así. Como si los hubiéramos puesto entre comillas, porque aún siendo los mismos, parecen puestos “en reflexión objetiva”, como si estuvieran autocitándose. Una jarra, aunque no sea arqueológica, expuesta en el museo, no es ya una jarra para ser usada, sino sólo para ser contemplada. Es como si en el museo los objetos expuestos nos sacasen del tiempo presente y no precisamente porque nos remitan siempre al pretérito, sino más en general a una suerte de éter intemporal a través del cual manifiestan su esencia, como algo ya desprendido, como un arquetipo, de su existencia práctica.
Los objetos expuestos en el museo, precisamente por se intocables, tienen algo de tabú, incluso de sagrado, pero no precisamente de santo o de numinoso, como les ocurre a los objetos contenidos en el templo. Los objetos del museo se comportan o, si se quiere, nos invitan a comportarnos ante ellos como si fueran fetiches. (Remitimos aquí a la cuestión 6 de Cuestiones cuodlibetales, “Reivindicación del fetichismo”, http://www.fgbueno.es/gbm/gb89cc06.htm).
Los contenidos del museo son en general contenidos preexistentes en el mundo real, pretérito o presente, pero transformados en fetiches, por la misma virtud del edificio. A veces, es cierto, muchos objetos expuestos en el museo han sido fabricados expresamente para habitar en él, y esto se aplica incluso a los productos de las “vanguardias”, que aún habiendo comenzado a ser fabricados fuera del museo, más aún, a tener vedada su entrada en él, terminan siendo admitidas como tales obras de vanguardia. El museo las digiere o las transforma también en obra intemporal, pretérita o eterna.
En cualquier caso, en los museos el público permanece en silencio ante los objetos intangibles, como en la biblioteca y, a veces, en el templo. Pero en la biblioteca los libros se mueven, se tocan para pasar las páginas, en el templo los fieles se arrodillan o se postran, a veces cantan. En el museo la gente no puede hacer nada de esto, sino contemplar en silencio. El museo es theoria, pero no del género de la theoria de los anfiteatros antiguos, desde los cuales se contemplaban las acciones y las palabras de los actores en movimiento. La teoría de los museos es especulativa, porque se fija en objetos envueltos en un halo irreal que algunos pueden confundir con los cuerpos que habitan también fuera del tiempo presente, en los cementerios.
Un museo, sin embargo, no es un cementerio, como tampoco es un basurero (aunque a veces lo parezca; de hecho muchas veces sus contenidos más valiosos fueron extraídos de basureros). No por ello sus contenidos pueden ponerse en el mismo plano en el que respiran los objetos de la vida corriente. Por ello cuando un museo paleontológico o un museo etnográfico quieren “animarse” –acaso para atraer a visitantes a quienes repugnan los camposantos o los basureros–, es decir, cuando quieren tomar la forma de un “museo viviente”, un museo de Hazelius, entonces corren el peligro de desaparecer, de transformarse en otra cosa distinta. La transformación de los esqueletos o de las momias que se exhiben en un museo paleontológico en animales o en hombres vivientes transformaría el museo en un zoológico, y la transformación de los maniquíes del museo etnográfico que aparecen sentados alrededor de un hogar aymara, maya o azteca, en nativos aymaras, mayas o aztecas convertiría al museo etnológico en una reserva.
En cualquier caso, y puesto que los contenidos de los museos están tomados, en general, de la vida real, pretérita o presente, parece que podríamos asegurar que los museos sólo pueden haber aparecido históricamente después de largas etapas, de siglos o milenios, en los cuales los cuerpos inanimados o animados de la “vida corriente” han pasado, desviados de la corriente de la vida, a formar parte de una vida nueva como reliquias de vidas anteriores.
Según esto, y como un puro corolario, cabría afirmar que los museos no sólo no aparecen de hecho, pero que tampoco hubieran podido aparecer, en las etapas prehistóricas de la evolución humana. No hay museos, como tampoco hay libros, en el salvajismo o en la barbarie. En nuestros días no hay ningún prehistoriador que interprete las figuras parietales de Altamira o de Chauvet como si fueran paneles de una pinacoteca magdaleniense. Se admite comúnmente hoy que los bisontes, tigres, cebras o serpientes dibujados en las cavernas no tenían la función de obras de arte, aunque lo fueran, de obras conservadas en pinacotecas subterráneas, es decir, en museos; se interpretan estas pinturas como símbolos chamánicos religiosos o mágicos. Es decir, las grutas con pinturas rupestres se asimilan hoy antes a templos que a pinacotecas o museos. Porque los animales o los hombres pintados no figuran en las cavernas como reliquias emic, sino como símbolos de realidades vivientes, como objetos de culto religioso propio de religiones primarias, y no como objetos de museo.
Los museos, o sus precursores, según esto, suponen ya dadas las épocas del salvajismo o de la barbarie, que son las que alimentarán en principio sus contenidos. Los museos sólo podrán aparecer en la civilización, es decir, en la ciudad, en la ciudad como urbs, es decir, como asentamiento en un recinto poblado de edificios públicos, y no sólo como civitas, es decir, como órgano administrativo y político de poblados que, sin haberse todavía urbanizado, permiten ya a sus habitantes asumir el nombre de ciudadanos, con patronímicos que ya no son familiares (“Marcelo, hijo de...”) sino patronímicos de ciudades sin edificios, de ciudades administradas (“Marcelo orgenomesco”, o “Marcelo vadiniense”).
El museo –y esta es su característica esencial– es una institución reflexiva-concreta (no abstracta) respecto de otras instituciones previas. De aquí podemos deducir que el museo es una institución esencialmente histórica, es decir, una institución fundada en la reflexión sobre instituciones previas. Por reflexión concreta entendemos aquí el mismo proceso de recoger contenidos concretos, no ya en un concepto o en una imagen, sino en su propio cuerpo, pero para transferirlos al nuevo recinto “transrreal”. Ulteriormente el museo acogerá también a contenidos del presente real y habrá, si se quiere hablar así, que ponerlos entre comillas explícitas. Lo esencial es que el museo presupone estar situado a una “distancia de altura” suficiente de su pasado o de su entorno geográfico, poblado de salvajes o de bárbaros.
Y como la reflexión concreta está mezclada siempre con reflexiones abstractas en ejercicio, y además se abre camino por canales muy diversos, se comprende que la institución del museo no pueda aparecer de golpe, a partir de otros museos embrionarios que ulteriormente fueran desarrollándose desde dentro. Los precursores del museo habrá que verlos en las instituciones aún no diferenciadas –colecciones de trofeos de caza, recuerdos de viajes, animales disecados, &c.–. Estas instituciones indiferenciadas pueden ejercer a la vez, por la misma razón, el papel de contenidos de laboratorio, de bibliotecas o de simples almacenes de anticuario en espera de clasificación.
Ahora bien, como la distancia en altura que el museo, o sus precursores indiferenciados presupone, implica fases de desarrollo de instituciones culturales aún no re-flexivas, que podemos definir (apelando a los criterios de la antropología clásica) como salvajismo y como barbarie. Los pueblos del salvajismo o de la barbarie no habrían alcanzado la distancia de altura necesaria respecto de su pasado o respecto de otros pueblos salvajes o bárbaros, puesto que conviven con ellos. Y si cabe reconocer en ellos alguna semejanza, por sus instalaciones, con algún museo rudimentario –una serie de cabezas cortadas custodiadas en un ostensorio papúa– habría que retirar de inmediato su calificación de museo, por cuanto los objetos expuestos en el ostensorio no figuran allí como objetos pretéritos o exóticos, sino como objetos presentes en la “vida espiritual” del pueblo que lo conserva.
La institución del museo sólo puede aparecer, según esto, como ya hemos dicho, en la civilización, en la ciudad, y sobre todo en la gran ciudad. En la tradición mediterránea las instituciones más próximas a los museos (o mejor, a los precursores indiferenciados de los que por diferenciación específica surgirán los museos) son las escuelas filosófico científicas (contradistintas de los templos) tales como Mileto, Crotona, Efeso y después, en Atenas, la Academia o el Liceo. Es casi imposible pensar en una escuela como la de Mileto o la de Crotona sin algún local de reunión, en el que se debaten asuntos o se pronuncian lecciones, pero también con salas en las que se guardasen mapas, rollos de papiro, clepsidras o monocordios, y también curiosidades recogidas por periegetas o por anticuarios (contenidos todos estos, y valiosísimos, de cualquier museo actual). Todavía, sin embargo, no cabe hablar de museos, al menos de museos exentos, aunque alguna de las funciones del museo, tal como las hemos definido, ya se encuentran en él. Otro tanto diríamos de la Academia o del Liceo.
El museo indiferenciado (o inmerso), aunque todavía no exento (puesto que sus funciones se nos ofrecen envueltas con otras), acaso haya sido el fruto no ya de la ciudad, sino de las ciudades imperiales, es decir, un fruto del imperialismo. Primero del imperialismo ateniense o macedónico (la Academia y el Liceo), pero sobre todo del imperialismo de los Lágidas (Tolomeo Soter era un macedonio hijo de Lagos y Arsinoe), herederos inmediatos, desde Egipto, del proyecto imperialista de Alejandro; un imperialismo, suponemos, no siempre defensivo (como sostuvo Rostovtzeff) sino también ofensivo, al estilo macedónico (como sostuvo Wilker).
El Museo por antonomasia, creado en Alejandría por Tolomeo Soter hacia el 306 a.n.e., como residencia, estudio, enseñanza de una élite de eruditos o sabios, suele compararse, sin duda con razón, antes a una universidad actual que a un museo (aún cuando no le faltaban funciones de tal). Emplazado en el barrio Brucheion fue concebido a imagen (ampliada) del Liceo ateniense, y en él se cultivaron las disciplinas más diversas: Gramática, Historia, Medicina, Mitología, Cosmología, Astronomía, Matemáticas... Sin embargo el Museo desempeñó también funciones estrictas de tal, aunque no de modo exento sino inmerso en otras funciones; en realidad todas sus funciones estaban puestas bajo la inspiración de las Musas: la elocuencia bajo Caliope, la musa de la cítara; bajo Euterpe, Terpsícore, Talía, Melpómene, pero también bajo la inspiración de Urania. Acaso la función de museo inmerso ejercitada por el Museo de Alejandría podría verse simbolizada en la madre de todas las musas, Mnemosine, la memoria, el pasado. En el Museo también había actividades asimilables a las de nuestros laboratorios o talleres; por ejemplo en la época de Ctesibio (alrededor de -250) y de Herón de Alejandría (alrededor del -100) se ensayaron máquinas de vapor y órganos de viento.
El Museo alejandrino estaba estrechamente vinculado a la Biblioteca, también fundada por Tolomeo Soter bajo la dirección de Demetrio Falereo, y el Serapeum, una prolongación de la biblioteca. Tras Tolomeo Soter reinó Tolomeo Filadelfo (“el soberano más rico de la época”) y Tolomeo Evergetes (“el bienhechor”). Nombres tan ilustres como los de Demetrio, Calímaco, Zenódoto, Euclides, Eratóstenes, Apolonio, Aristarco... fueron directores o miembros del Museo o de la Biblioteca.
El Museo-Biblioteca-Serapeum fue un sistema de instituciones íntegramente sostenidas por un Estado imperialista; una institución que tuvo una gran influencia en todo el Mediterráneo, y, por supuesto, una influencia histórica que duró milenios, y que fue decayendo a medida que decaía el Estado mismo, hasta que el califa Omar (según tradiciones no siempre aceptadas) lo destruyó al tomar Alejandría en 641, después de diecisiete meses de asedio.
Concluimos: no es evidente que el museo, como museo exento (contradistinto de la biblioteca, del laboratorio, de la universidad) pueda ser considerado como una creación de la antigüedad o de la edad media. Más bien parece ser una creación del imperialismo moderno, de los imperialismos derivados de los grandes descubrimientos de los siglos XVI y XVII, sobre todo del imperialismo español y del imperialismo inglés.
El museo exento estaría vinculado al descubrimiento de otras sociedades existentes, similares a veces a las antiguas y al reconocimiento de que los “modernos” habían alcanzado niveles más altos que los antiguos, o, desde luego, que los habitantes de otras sociedades ultramarinas. Por ello podían reflexionar concretamente sobre las técnicas, sobre las instituciones y las obras de arte de otros pueblos, y de esta reflexión surgiría la diferenciación del museo exento respecto de los museos inmersos.
El museo exento, como institución reflexiva-concreta de otras instituciones, suscita de inmediato la cuestión del “lugar” desde el cual una tal reflexión tiene lugar. Este lugar, ¿puede ponerse en línea de los demás lugares y tiempos (como pudiera serlo el lugar y el tiempo del propio edificio del museo), o bien su lugar y su tiempo propios han de estar fuera de todo tiempo y lugar categorial, en un topos intencional, intemporal e inespacial? Pues al parecer sólo desde un topos semejante podríamos entender el propósito reflexivo del museo.
Desconfiamos, sin embargo, de la idea de estos lugares o topoi metafísicos. Sin duda, el museo exento ha de situarse en un lugar y en un tiempo distanciados de los que envuelven a las culturas o los pueblos vivientes. Ahora bien, ¿acaso es necesario elevarse a un topos ouranos para reflexionar, aunque sea en concreto, sobre las instituciones de otras culturas distinta de la nuestra? ¿Acaso no sería suficiente disponer de un lugar desde el cual la propia sociedad se reconoce de hecho como distanciada o envolvente de las demás? Todas estas culturas habrían de tener representación en el museo imperialista; pero ello sería suficiente para que, desde dentro del universo de las culturas, nos situásemos en una cultura que, por su imperialismo, se reconociese como la más elevada y comprensiva de las demás y lo fuese de hecho, al menos por su capacidad de almacenamiento y de clasificación. Una cultura que, paradójicamente, ya no podría reflexionar sobre sí misma, es decir, no podría incluir el propio edificio del museo en el museo exento.
4. Mundo virtual
Me parece que la oposición entre mundo virtual y mundo digital no se mantiene como distinción dada en un plano de referencia común en el que los términos opuestos se enfrentan “sobre lo mismo” (contraria sunt circa eadem). El “mundo analógico” –en el contexto de las técnica de grabación o de televisión– se opone al “mundo digital”, como sistema de codificación.
Pero tanto el mundo analógico como el mundo digital pueden considerarse como mundos virtuales respecto de otros mundos de referencia llamados mundos reales.
La expresión “mundo virtual” cobra, en efecto, significado, frente al mundo real. La idea de lo “virtual”, tan de actualidad efectivamente en nuestros días, es sin embargo una idea de larga tradición escolástica, filosófica y teológica. Lo virtual, en la tradición escolástica, tenía que ver con la virtud, en la medida en que la virtud (areté, en griego) significa potencia, o poder (por ejemplo, el poder odorífero de un perfume perdido cuando el perfume está des-virtuado). Pero lo virtual no es sólo lo potencial, es decir, no es sólo lo potencial en cuanto se opone a lo actual. Es más bien lo potencial confrontado con otra realidad actual en la medida en que aquella mantiene el poder o potencia, no ya de actualización, en su línea, sino de sustitución en otra línea, en relación con algunos efectos.
De este modo cabría decir que lo virtual no tiene sentido por sí mismo, puesto que lo virtual V sería siempre relativo a otra realidad actual R en la medida en que ésta pueda ser sustituida por aquella, no ya enteramente, sino según algunos efectos.
Por lo demás, los modos de la virtualidad no son siempre los mismos. Algo puede ser virtual por vía de simulacro, o de simulación, o por vía de reabsorción en otra estructura V que, sin embargo, produzca parecidos efectos R.
Diremos, por tanto, que la virtud V es la fuerza (virtud) residente en una cosa que permite transfundir en otra efectos semejantes a los que ésta tiene realmente como resultante de sus propias fuerzas. Así por ejemplo llamamos hoy “incendio virtual” de un edificio público a la técnica utilizada por empresas publicitarias que logra, mediante efectos de luz y sonido, simular las llamas que envuelven al edificio de suerte que los transeúntes perciban el efecto o ilusión óptica y acústica de que son llamas reales las que están “devorándolo”.
Pero también podemos hablar del anverso y del reverso virtual de una banda de Möbius cuando palpamos por ambos lados un segmento de esa banda. Supuesto que la banda de Möbius es unilátera, es decir, que no tiene, considerada en su totalidad, anverso y reverso, la virtualidad del segmento palpado simula la realidad de una banda abierta con dos caras, anverso y reverso, realmente distintas.
Esta idea de virtualidad es aplicable al caso de las famosas distinciones virtuales, denominación que se daba a las distinciones de razón (es decir, no reales), independientes de las operaciones intelectuales (o, como diríamos nosotros, alfa operatorias) cuando estas no carecen de fundamento (por ejemplo, la distinción en la cosa entre sinónimos), es decir, cuando a estas distinciones, aún siendo de razón (diríamos, beta operatorias) se les atribuía un fundamento in re, ya fuera interno, vinculado a la eminencia de la percepción en el ser más simple –el alma racional se distingue del alma sensitiva– o vinculados a la separabilidad de este principio en hombres y animales, o simplemente externo, es decir, tomando la distinción de diversas connotaciones o contextos.
La distinción virtual se opone también a la distinción actual (que se corresponde con la distinción real); pero entonces, la distinción virtual podría ser extrínseca (correspondiente a la distinción de razón raciocinada o con fundamento in re) o intrínseca, entendida como capacidad intrínseca de una cosa al recibir sin contradicción predicados intrínsecamente contradictorios. La distinción virtual podría ajustarse, como caso particular, a la idea general de lo virtual que hemos dado, cuando la ponemos en relación con la distinción actual. En efecto, la distinción virtual tendría la virtud de separación (o desdoblamiento) de la cosa, para muchos efectos, de un modo similar a como la desdoblaría la distinción actual.
Virtual tiene que ver, según esto, con “potencial” (pero no en el sentido de la potencia subjetiva respecto de su propia acto, en cuyo caso virtual nada agrega a potencial): la energía potencial de una piedra subida a diez metros de altura no es, respecto de su energía actual al caer al suelo, una energía virtual, sino sólo respecto de otro acto o actuación semejante, es decir, respecto del acto de otro sujeto que tiene siempre algo de sucedáneo. De la perla nativa puede decirse que tiene potencialmente la capacidad de ser cambiada por su valor en oro. De la perla cultivada puede decirse que tiene virtualmente ese mismo valor, si el comprador la confunde con una perla natural. De la misma manera tampoco lo virtual es meramente lo posible, o lo que está “en potencia objetiva”, porque entonces lo virtual no añadiría nada a lo posible. Algunos han supuesto que lo virtual es una condición intermedia entre lo actual y lo posible; sólo que entonces lo virtual ya no se definirá respecto de la actualidad de su propia potencia (como una potencialidad sui generis) cuando lo virtual puede decirse como una potencialidad respecto del acto de otra potencialidad subjetiva similar para ciertos efectos y sustituible por ella. Cuando Napoleón dice a sus soldados que llevan en sus mochilas el bastón de mariscal, no puede querer decirles (sin engañarlos) que tienen la potencia subjetiva en su mochila, el bastón; tampoco que tienen una mera posibilidad objetiva o lógica de obtenerlo –como podría tenerla cualquier ciudadano– sino acaso una virtualidad o posibilidad subjetiva implicada en las circunstancias del ciudadano que es a la vez soldado en campaña.
Pero esta idea de virtualidad no se distinguiría en el fondo de la potencia subjetiva, definida en función de su acto, ya determinado por aquella, aún cuando no llegase a manifestarse formalmente. Leibniz decía que la Aritmética y la Geometría están innatas en los hombres, y que aún cuando no se formalicen están en ellos de una manera virtual (Nuevos Ensayos, primera parte, I, 5).
Por todas estas razones preferimos utilizar como criterio de la idea específica de virtualidad, que evite las cuestiones metafísicas, la idea de potencialidad o poder, pero no en relación con la actualización de su propia subjetividad potencial, sino con la actuación de otros sujetos capaces de sustituirlo, para ciertos efectos, a modo de sucedáneo, como sería el caso de la perla cultivada, que hemos citado, en cuanto contradistinta de la perla natural o nativa. De este modo podríamos reinterpretar muchos usos del concepto de lo virtual entre los teólogos escolásticos o entre los físicos. Los teólogos escolásticos trataban de la presencia virtual (es decir, no potencial ni actual) de Cristo en la Eucaristía, queriendo decir, por lo menos, que la Eucaristía ejercía en los fieles efectos similares a los que se derivarían de su presencia actual, en carne mortal, y no solamente en carne eucarística. Asimismo, como verdades o dogmas virtualmente revelados –frente a aquellos que lo estarían formalmente revelados– se entendían aquellos dogmas o verdades que, aún no constando explícitamente o formalmente en el texto sagrado, se suponía que se deducían de él (si bien la deducción no tenía las garantías de ser interna, puesto que presuponía siempre premisas filosóficas ad extra, lo que la aproximaba a una interpretación alegórica). Pero, ¿acaso los dogmas virtualmente revelados no podrían reinterpretarse como verdades que, aunque no constan formalmente en el texto sagrado, sí se derivaban en la interpretación del lector que, envuelto en sus premisas, llegaba a entenderlos de un modo alternativo a como los entendería quien no participaba de semejantes premisas?
Y cuando los físicos distinguen al analizar las lentes entre el objeto virtual y el objeto real, lo que están acaso diciendo no es tanto que el objeto virtual sea sin más un objeto que está en potencia en la lente, como puede estarlo el objeto real) según la distancia que el objeto real guarda con la lente, según que ésta sea cóncava o convexa; lo que hacemos es comparar el objeto virtual en cuanto alternativa del objeto real.
5. Final
¿Qué tiene que ver, por último, el museo en general, con el mundo virtual, y en particular qué tiene que ver el Museo de la Víctima con los museos de las víctimas específicas según criterios pertinentes (víctimas animales, víctimas humanas, víctimas activas, víctimas pasivas)?
A la primera pregunta cabría responder que el Museo (como una reflexión concreta respecto del mundo real) podría considerarse, para muchos efectos, como un mundo virtual, en la medida en que le atribuyamos la virtud o poder no ya de sustituir al mundo real sino de sustituirlo en muchos contextos, sobre todo en los contextos que llamamos de conocimiento. Un estegosaurio, en el Museo de Ciencias Naturales, ejerce efectos similares en el visitante, en muchos aspectos, a los que pudieran producir supuestamente de un estegosaurio real. “Pudiera producir” es hipótesis absurda, puesto que los estegosaurios ya no existían cuando apareció el hombre sobre la Tierra. Por ello el estegosaurio del museo es virtual y no real, porque tiene una cierta virtud o capacidad para producir una percepción similar (de volumen, de textura, de facies) a la que hubiera percibido el hombre ante un estegosaurio real.
Ahora bien, no a todos museos les es posible aplicar la idea del museo virtual. ¿Qué podría significar la virtualidad de un museo cuando nos referimos a contenidos tales como las Meninas de Velázquez contenidas en el Museo del Prado? Ante este cuadro no puede decirse que me enfrento a una pintura virtual, porque ella misma es real, actual o formal. Habrá entonces o bien que negar la unidad del concepto de museo en general, separando en él dos tipos diferentes, el museo virtual y el museo real; lo que nos llevaría acaso a tener que negar que el museo actual sea propiamente un museo, y no más bien un depósito, o un almacén de obras actuales.
Esto nos plantea la cuestión del alcance de la idea de actualidad aplicada a los contenidos de un museo. ¿Se trata de una actualidad referida a los contenidos tomados en su suposición material, o esos mismos contenidos en su suposición formal? El estegosaurio del museo, sobre todo si su esqueleto o su cuerpo es un modelo fabricado, remitiría siempre a otros animales reales exteriores al museo. Pero, ¿a qué realidades exteriores al museo nos remiten las Meninas si suponemos que éstas se agotan en las manchas del propio cuadro, o bien si pensamos que las manchas del cuadro, aunque nos remiten a objetos exteriores (Felipe IV, el propio Velázquez), desempeñan su oficio tanto cuando el cuadro está dentro del Museo como cuando está fuera de él?
¿Un Museo de la Víctima será siempre un museo virtual por relación al mundo real de las víctimas, o es en realidad un osario o un cementerio, si es real? En todo caso, las víctimas expuestas en un museo habrían de ser determinadas o especificadas según los criterios pertinentes de clasificación adoptados por el museo. Por vía de ejemplo: los museos de las víctimas del Holocausto (Yad Vashem, en Jerusalén; USHMM de Washington), el museo o exposición de las víctimas de Katin, un museo en proyecto o virtual de las víctimas de Carlomagno (o de los franceses en general), otro museo de las víctimas de la Ley de plazos del aborto, recalificación como museos de víctimas de los museos de ciencias naturales (muchos animales son víctimas de los propios naturalistas, como las mariposas clavadas con alfileres o los embriones de animales conservados en frascos). La clasificación tendría que incorporar la distinción entre las víctimas estrictas, vivientes, y las víctimas en sentido metafórico, porque de otro modo tendría que darse entrada en el museo de las víctimas, por ejemplo, a las reproducciones de cordilleras antes de transformarse en “víctimas” de los hombres que han perforado en ellas enormes túneles, que hoy día vemos como si fueran “cicatrices de la Naturaleza” enterradas en las montañas. Y sólo si las víctimas del museo son reconstruidas nos remitirán a las reliquias de las víctimas reales: serán reliquias virtuales, huesos desenterrados de las fosas comunes, en función de la capacidad que tengan para suscitar en los visitantes reacciones de memoria histórica.
Todo queda abierto, incluso la definición que hemos dado del Museo, tan abierto como el Museo de la Víctima que proyecta Paco Cao.