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El Catoblepas, número 94, diciembre 2009
  El Catoblepasnúmero 94 • diciembre 2009 • página 8
Historias de la filosofía

Fernando Vela

José Ramón San Miguel Hevia

Sobre Fernando García Vela (Oviedo 1888-Llanes 1966)

Fernando VelaFernando Vela

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A mediados del mes de Abril de 1923 dos hombres paseaban lentamente por la larga y tranquila Calle de Alcalá, entregados a una animada conversación. Un observador ocioso y atento se daría cuenta de que entre ambos había más que respeto y afecto, pues la mirada al propio tiempo dominante y menesterosa que cada uno dirigía a su amigo era la de quienes se consideraban mutuamente imprescindibles. Y esa impresión era más clara ahora, cuando guardaban un largo silencio, como si hubiesen llegado al borde de un camino y se detuvieran antes de tomar una nueva dirección.

Sin embargo, lo mismo en su vida pública que privada, tenían perfiles profundamente distintos y hasta contradictorios. El mayor de los dos, cuya edad aparente aumentaba la calva precoz de su rotunda cabeza y el luto por la muerte reciente de su padre, era nada menos que Don José Ortega y Gasset, entonces estaba a punto de cumplir la florida edad de los cuarenta años –ya la figura cultural más venerada y conocida, no sólo en España, sino en Sudamérica y en Europa. Sucesor del gran Salmerón como catedrático de metafísica de la Universidad Central, conferenciante ilustre, autor de libros, pero sobre todo descendiente de una saga de periodistas y periodista él mismo, primero en El Imparcial, después en España junto con Baroja, Azorín, D´Ors y Machado y finalmente en El Sol. Los tres tomos del Espectador, una recopilación de sus espléndidos artículos eran un buen resumen de una actividad que pretendía abarcar al mismo tiempo el mundo efímero de la prensa y el mundo esencial de la filosofía.

Junto a él su compañero de paseo y de charla parecía una figura tan anodina como insignificante. Era un oscuro funcionario de aduanas, que se había aferrado a su puesto y de él vivía sin riesgos ni ambición. Tenía además afición a todas aquellas ocupaciones que permitían asegurar su soledad: el ajedrez, la música, la lectura, el pensamiento y también la escritura, pero a condición de permanecer invisible, pues por su miedo patológico a darse a conocer sus artículos iban siempre sin firma o con un seudónimo. Esta existencia oculta, solitaria y casi monástica, era la negación de la presencia pública de Ortega y de su reconocimiento casi universal ya en aquellos años primeros, y cualquiera que viese juntos a los dos amigos inevitablemente debía preguntarse cómo sus vidas pudieron cruzarse siquiera en un punto.

Pero Fernando Vela tenía, ocultas tras esta máscara, tres cualidades que le hacían insustituible. En primer lugar una inteligencia superlativa y un amor a la distinción, la claridad y el orden, según el modelo del otro gran solitario, Descartes, a quien los dos amigos tenían una admiración prácticamente infinita. Además una curiosidad por todas las cosas, desde las más imponentes a las aparentemente más triviales, y sobre todo una sensibilidad casi enfermiza para descubrir la actualidad cuando todavía está «in statu nascendi» y nadie se ha fijado en ella ni se fijará en mucho tiempo por su novedad y su insignificancia inicial.

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Ese pasmoso sentido de la actualidad fue responsable del primer encuentro de Fernando Vela con Ortega. Sus años de infancia y de estudiante se habían desarrollado en el corto espacio que va desde la Estación del Norte de Oviedo hasta el caserón de la Universidad, al que estaba adosado el instituto. Ya a sus trece años se convirtió en un fervoroso aficionado al fútbol, jugando sus primeros partidos con un balón de Rugbi que le enviaron desde París, pero no fue ésta la única intuición de futuro, porque un año después, yendo, como todos los domingos y los martes en compañía de los hijos de Clarín a esperar el Correo de Madrid que repartía las novedades culturales, había leído el artículo con el que debutaba en la prensa un nuevo nombre. «Se titulaba ‘El poeta del misterio’ y su autor era Ortega y Gasset. ¿Qué tenía aquel artículo?... acaso la claridad, el temblor, el nuevo modo de decir y pensar. Pero me atrajo, me sedujo y me juré no perder uno solo de los artículos de aquel autor.» El comentario es tanto más sorprendente cuanto que el propio padre del filósofo, Ortega Munilla, llamaba a los escritos de su hijo «superafectaciones», mirándolos con auténtico reparo.

Durante toda su juventud Fernando Vela mantuvo viva esta capacidad de adivinación del futuro hacia empresas todavía nonatas. Siguió adicto a su primera afición al futbol pero descubrió también el periodismo destinado a ser el nuevo gran género literario. Y dentro de Asturias simpatizó con pintores como Valle y Piñole que con el tiempo dibujaron un retablo de la vida y el paisaje de la región y con Eduardo Torner, de su misma edad, que tuvo la idea de recoger las canciones populares asturianas. Todas estas novedades no son viejas, pues «tienen los mismos años que nosotros, los primeros futbolistas», son triviales, y por todo esto se reciben sin respeto y al contrario con confianza y bullicio.

Durante todos estos años Fernando Vela había sido fiel al propósito que un día se había trazado en sus viajes a la estación, consultando las páginas de El Imparcial, sin perder una sola línea de Ortega y proponiéndose conocerle a la menor ocasión. Y la ocasión había llegado cuando el filósofo visitó Asturias en el año 1913 quedando intrigado ante aquel paisaje socrático, donde la niebla sólo hace ver que no se ve y ante sus hombres apasionados como él por la claridad. Particularmente le había llamado la atención un artículo publicado en el periódico El Noroeste, bajo el enigmático anagrama Priovel –Prida, Oliveros y Vela– y quiso conocer sin falta a su autor. Era el comienzo de una larga amistad y colaboración, porque desde entonces Fernando Vela había trabajado, primero desde Asturias y desde hacía tres años en Madrid, en todas las empresas periodísticas de Ortega. Y era también la causa remota de aquel paseo de los dos amigos, que estaban comentando la dolorosa ausencia de una revista que diese a conocer a los españoles los sorprendentes hallazgos de la filosofía y la ciencia europea.

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Fue entonces cuando Ortega planteó por primera vez la posibilidad de que ellos dos fuesen los autores de esa revista por la que tanto suspiraban. Es verdad que para eso sería necesario un doble esfuerzo, pues la presentación de las primeras figuras de Europa quedaría incompleta sin una editorial que pusiera sus libros al alcance de los lectores de habla castellana. Afortunadamente disponía por primera vez de un conocimiento cabal de la ciencia, la literatura y la filosofía del continente y de un plantel de traductores tan espléndido que sería necio desaprovechar. Habló de García Morente y de Gaos, pero también de Vela, y por su parte prometía ayudar en una tarea tan necesaria como fatigosa, aunque para ello tuviese que robar tiempo a todas las actividades que había tenido el mal gusto de echarse sobre los hombros. Habría que tener en cuenta también a los autores españoles que hiciesen digna compañía a las vanguardias del pensamiento y agradecía tener a su lado un perdiguero insuperable, a fuerza de tener su olfato pegado a la tierra.

Siguió diciendo que Morente, ya ilustre por sus memorables traducciones de Kant podría encargarse de la dirección de la editorial, pero como necesitaba a alguien que se hiciese cargo de la organización y la marcha de la revista, había pensado que Fernando Vela sería un secretario insustituible y ante la perplejidad y protesta de su acompañante le aseguró que hablaba completamente en serio y añadió que por una vez debía resignarse con el destino en nombre de su amistad. Le garantizo que respetaría su patología de benedictino, porque aunque iba a dirigir la mayor empresa cultural de España su nombre no saldría a la luz pública y quedaría del todo secreto. En cuanto a su condición de funcionario de aduanas iba a servir para algo más que para cobrar sueldo a primeros de mes, pues desde ahora tendría además la espita de la cultura europea.

Vela, ante esta imperiosa súplica de Ortega decidió aceptar su nuevo destino, donde por otra parte podría realizar sus más queridos proyectos sin perder su intimidad. Así que apoyó las ideas de una revista en los términos propuestos por su acompañante, y le pidió que empezase a trabajar inmediatamente en la empresa, pues lo exigía su privilegiada posición y el momento por el que atravesaba la vida cultural española. La elección de Morente para dirigir una editorial encargada de importar la filosofía alemana le pareció del todo acertada. Los dos amigos prolongaron su paseo, dedicándose a desarrollar un plan general de lo que podría ser la revista, las posibles colaboraciones extranjeras y españolas y hasta la estructura de los primeros números.

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El proyecto editorial pensado por Ortega tuvo tal éxito que los libros publicados en la primera época –desde 1923 al 36– no sólo superaron por su número las publicaciones de periodicidad mensual de la revista, sino que además fueron un fenómeno cultural de primera magnitud, que puso al alcance del lector español y sudamericano en doce años todos los avances de la ciencia y filosofía europea. Al mismo tiempo Ortega domiciliaba sus nuevos escritos, incluidos los artículos de El Espectador en la nueva colección, y allí aparecieron también los poetas de le generación del 27 y lo mejor que aquí se estaba gestando. Sin embargo, lo mismo el fundador de la Revista que su lugarteniente García Morente pusieron el acento en el pensamiento germano, y a él dedicaron una parte considerable de las doscientas cuarenta obras publicadas, con una media de veinte anuales.

Hacía unos años que Morente había traducido por primera vez las críticas de Kant, y la editorial de Occidente se dispuso a completar esta hazaña con la versión de toda la filosofía posterior. En 1927 y gracias al esfuerzo de Gaos aparecieron las Lecciones de Historia de la Filosofía de Hegel, y poco después los dos filósofos publicaron en cuatro tomos las Investigaciones Lógicas de Husserl. Al tiempo que García Morente se interesaba por la deriva biologista –los cuatro tomos del bestseller de Spengler La decadencia de Occidente y las Cartas biológicas para damas de Uexhull– Gaos daba a conocer los principales hallazgos psicológicos –La evolución psíquica de Koffka, La psicología de la edad juvenil de Spranger, y la Psicología de Brentano– y siempre entre los años que van de 1926 a 1930 traducía a Scheler –El resentimiento en la moral, El puesto del hombre en el Cosmos– y finalmente El concepto de la angustia de Kierkegaard.

Un cuadro de traductores completaban esta labor hercúlea de la pareja central, entre ellos el propio Fernando Vela, interesado como siempre, por un área nueva e inexplorada, la fenomenología del hecho religioso –Lo santo de Otto en 1925, la Fidelidad y gratuidad de Simmel en el 26 y el prólogo a la Filosofía de la religión de Grundler– y por la filosofía del arte –El realismo mágico y el postexpresionismo de Franz Roh, y ya en el 1930 el Kierkegaard de Harald Höffding–. En el 1934 sucede a Morente como director de la editorial, y en estos dos años difíciles, cuando la producción bajó a catorce obras, después a ocho, hasta su final por efecto de la guerra civil, todavía Vela consiguió publicar interesantes, novedades: la Introducción a la teoría de la ciencia de Fichte y la Sociología del saber de Scheler, ambas con versión de Gaos, y la Fenomenología del Espíritu de Hegel traducida por Zubiri. Él mismo cierra la serie, pasando del alemán al francés con la Historia de la civilización europea de Gizot y los Panfletos políticos de Courier.

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Fernando Vela tendrá ahora la oportunidad de describir las realidades más actuales y aparentemente más insignificantes. Después de que en 1924 publicase en la amiga Editorial Calpe sus reflexiones sobre el que estaba destinado a ser en todo el mundo el deporte de masas –Futbol Asociación y Rugby, firmado por Alonso de Caso– escribió ya en la Revista acerca de la otra novedad nacida con el siglo y también seguida universalmente, el Cine –Bajo la ribera oscura–. El cine y el deporte tienen en común, al lado del rechazo de los académicos, la aceptación universal de los hombres comunes y todavía más de los niños, que no ven en él otra finalidad que el puro disfrute. Además con los dos fenómenos sociales el siglo XX redescubre la corporeidad perdida, en el caso del primer cine mudo gracias a un lenguaje gestual, que sustituye la vieja cultura verbal intelectualista.

Vela se dedicó a diferenciar el nuevo arte –muy pocos le concedían en aquellos primeros años esta categoría de su primo el teatro: en éste se interponen entre la obra y el espectador una serie de planos– la antigüedad frente al presente, el autor frente a los actores que representan, el mundo real y el imaginario separados por la frontera del telón –que en el cine desaparecen por completo. Los espectadores son y se sienten contemporáneos de la película, lo que se presenta en la superficie blanca es lo que es y cualquier representación queda anulada, y en fin la luz recién descubierta que ilumina la acción sustituye a la opaca cortina. En consecuencia los espectadores disfrutan de una visión inmediata que celebran con tanto entusiasmo como falta de respeto.

Además del deporte y del cine un tercer fenómeno social potenciaba todavía más, según Vela, ese protagonismo del cuerpo y es el baile y los tres anunciaban la llegada de una nueva forma de pensar. «Una filosofía había separado el alma del cuerpo, otra intenta reunirlos de nuevo. Pero como esos novios que ya se han poseído cuando los padres preparan su presentación, su boda se ha consumado hace tiempo en el cine, el deporte y la danza, esas tres invenciones de una juventud alegre, para la que el cuerpo existe.» Estar al tanto significaba para el filósofo tantear la realidad más terrena y sólida y en este sentido mostraba como representante de esta adolescencia y de lo que será el futuro a «Douglas Fairbanks, actor, deportista y danzarín en la vida y en el cine».

En uno de sus últimos artículos en la Revista, Vela recordaba cómo el belga Sax había descubierto el instrumento musical más reciente y más humano, el saxofón, que después de un largo paseo por Norteamérica se hizo rey del Jazz, dando él también dignidad a la vida terrena. «Frente al canto perfecto, sobrehumano, extraterrenal del violín… se fue incubando una voz más humana, más corporal, con adherencias y vegetaciones gangosas y nasales, una voz epigástrica… algo que aullase, mayara, rabiase, riera jocundamente, llorase grotescamente». Otra vez el filósofo hacía demostración de su sentido de la realidad diciendo que el belga Sax, sin saber lo que inventaba, había conquistado un nuevo mundo musical.

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En el año 32 Fernando Vela presentaba los últimos desarrollos de la filosofía exponiendo las ideas de Ortega con la misma claridad del maestro y sin sus sugestivas y temibles divagaciones, y coincidiendo no sólo en el contenido de la doctrina, sino en la propia forma de exposición de los distintos momentos de historia del pensamiento. Con esta ocasión, entonó un cantar lleno de entusiasmo a la fenomenología, que igual que el cine y el fútbol había nacido con el siglo y tenía su misma edad. Además el nuevo método suprime toda organización de la realidad en un doble plano, y por oposición al realismo y al idealismo, toda sustancia –sea la materia o la consciencia– pues lo que allí aparece es lo mismo que es. Además, en su condición de pura descripción anula cualquier jerarquía ontológica y cualquier explicación lógica que desemboque en un sistema cerrado.

Pero Fernando Vela quería estar al corriente de la última novedad que en la nueva escuela representaba Max Scheler, uno de los filósofos favoritos de la Revista y de su editorial. Scheler era consciente de la separación establecida entre las categorías intelectuales y los sentimientos, situados tradicionalmente en un segundo plano y realizó un gran esfuerzo para reintegrarlos en una unidad. Pero este esfuerzo se había quedado a mitad de camino, pues el pensador alemán todavía distinguía entre los valores espirituales y los impulsos biológicos, sin retroceder hacia la realidad donde todos están confundidos. Entonces Vela, siguiendo las ideas de Ortega, y sus propios análisis, determina que esa realidad radical es la vida, tal como la estamos haciendo sin quitar ni añadir nada, con su corporeidad y su limitación.

En las líneas finales del ensayo, «la crisis del hombre», Vela hizo su propia interpretación de las dos grandes figuras del análisis de la existencia. Por oposición a Heidegger, dará un sentido ético a su categoría de vida auténtica, por encima de una simple y neutral descripción, pero será su amigo y maestro quien para ello le proporcione los instrumentos mentales de máxima actualidad. Hacía dos años que Ortega había publicado La rebelión de las masas, donde denunciaba la caída del hombre actual en una vida fácil, segura y cómoda, que ha heredado sin esfuerzo propio, pero que se siente con derecho a exigir. Fernando Vela trasladó hábilmente ese diagnóstico desde la sociología –las minorías creadoras frente a la masa inerte– hasta la ontología primera: «¿Qué es la crisis actual sino una crisis de la vida humana? El hombre vive hoy como si hubiera enajenado su yo verdadero, sustituyéndolo por otro que realiza de cualquier modo su misión… sólo vivimos cuando somos de verdad nosotros mismos.» Según esto, la rebelión y la inercia de las masas es una de las posibilidades por la que los componentes de una sociedad pueden ingresar en la vida inauténtica.

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La guerra civil sirvió para poner en evidencia el talante y la doctrina de Ortega y de todos los componentes de la escuela de Madrid. Los dos bandos enfrentados tenían por lo menos algo en común, pues no soportaban a los liberales, mucho más en una época en que el liberalismo parecía definitivamente expulsado de Europa. Durante los primeros años del conflicto Fernando Vela tuvo que refugiarse en la embajada de Haití, lo cual es suficiente para demostrar la altura intelectual y moral a que había llegado en aquel momento la política española. Después vivió en una situación de exilio interior, escribiendo en un periódico marginal, el España de Tánger, o escribiendo a la sombra del Instituto de Humanidades, u= na última creación de Ortega y un cuerpo extraño dentro de la vida cultural de la dictadura. Con su sentido de la realidad, analizó este creciente abandono de la actitud de respeto y cortesía, primero en un artículo –«Embrutecimiento»– donde denunciaba como los totalitarismos habían convertido la afición al deporte en un instrumento de propaganda, y más tarde en el análisis del lenguaje de la calle –«Modos de hablar»– que anunciaba un futuro lejano pero seguro de desprecio a la intimidad de los otros.

Pero lo mismo en Vela que en su maestro la doctrina liberal irá acompañada de una crítica contra cualquier forma de intervencionismo, en primer lugar el económico, y eso no sólo en los sistemas comunistas, sino en el propio laborismo inglés. Su error ha consistido en tomar las ideas de Keynes –creación artificial de demanda de empleo para eliminar el paro– como la teoría central, y la situación normal de un caso derivado. Fernando Vela señalaba que era necesario invertir los términos, y así cuando la economía está sana vale la receta liberal, y sólo cuando está enferma es precisa la intervención externa de un médico. El artículo de 1948 terminaba con una crítica tan fina como contundente contra los «políticos emperejilados»: «Decía Lord Keynes que los hombres prácticos suelen ser los esclavos de algún economista difunto. No sabía entonces que él mismo sería ese economista difunto.»

Esta enemiga de cualquier sistema se traslada también a la política. A raíz del establecimiento de las Naciones Unidas, Vela criticaba la utopía de una comunidad internacional, capaz de eliminar la guerra mediante votación en una asamblea, y en cambio defendía la ley mecánica del equilibrio del poder, que consigue la seguridad de los pueblos mediante igualación de fuerzas enemigas: querer suprimir esa ley artificialmente sería tan absurdo como suprimir por decreto la ley de gravedad. La biografía de Talleyrand, uno de los malos de la historia, sirvió para ensalzar el Congreso de Viena, que aplicando esa mecánica consiguió un siglo de paz en Europa –y para poner de relieve el valor de la compleja realidad humana frente al sistema de una ética convencional.

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En la segunda etapa de su vida Fernando Vela continuó con su labor de receptor de los más recientes y actuales pensadores europeos. Su artículo sobre «La desmitologización de la Ciencia» sirve al mismo tiempo de prólogo y de programa de sus traducciones de los científicos germanos, que a través de unos descubrimientos tan lógicos como inesperados terminaron con el ideal de un sistema cerrado de leyes determinadas. Después de rendir homenaje a Einstein, el último físico clásico en su versión de la Teoría de la relatividad de Lammel, dio a conocer La física del núcleo atómico de Heisenberg, con su principio de indeterminación. Más tarde pasó al castellano, sólo un año después de su aparición en inglés la Biografía de la Física de Gamow, un modelo de divulgación, que expone con claridad meridiana la obra de los dos maestros y todavía demostró su sentido de la actualidad y del futuro al publicar las obras del Scientific American sobre la nueva astronomía, las aplicaciones de la energía atómica y el control automático.

Vela hizo preceder la segunda edición de la obra de Höffding, de un prólogo donde demostraba estar al tanto de la última filosofía existencial, germana y francesa, desde Heidegger en su primera y segunda época a Sartre, Camus y finalmente Jaspers, sin olvidarse, por supuesto, del mismo Kierkegaard y de su precoz discípulo, Unamuno. Al mismo tiempo tradujo una serie de libros que de modo más o menos directo tocan el tema existencial: La mujer de Buytendijk, la Filosofía de la Existencia de Bolnow, y sobre todo en la que sería su última empresa divulgadora dos obras centrales de Jaspers, Origen y meta de la historia y Balance y perspectiva.

Vela completó esta tarea de traducción y divulgación con los comentarios a sus muchas lecturas, donde demuestra, también en esta segunda época, estar al tanto de la última actualidad. En 1948 escribió un largo ensayo al libro de William Röpke, La crisis social de nuestro tiempo, una crítica del racionalismo como vampiro del liberalismo por su atomización de la sociedad, y causa del apelotonamiento inorgánico que desembocó en el colectivismo. Un año antes –«El alma, esa porquería»– había resumido sus impresiones sobre el primer psicoanálisis de Freud y de su discípulo Jung, que desprecia y olvida nuestra dimensión consciente. ¿Quién puede cortar ya esta enfermedad psicológica, que no ve en el alma más que una porquería? Finalmente al comentar la Antología de la poesía china de la «humilde traductora» Marcela de Juan, hizo alarde una vez más de su sensibilidad para descubrir culturas emergentes, un aspecto que aparece también en su descripción del Zoco árabe de Tánger y de las ceremonias japonesas en torno a la taza de té.

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Los filósofos de la escuela de Madrid, pero sobre todo el mismo Ortega y Gasset y Fernando Vela, son una buena ilustración del principio según el cual el mensaje es el medio. Como están pendientes de la actualidad más viva, forzosamente escriben también en el medio más actual y más efímero, el noticiero periódico. Eso es verdad en el caso de Ortega, que presume de ser antes de otra cosa periodista y de haber nacido en la linotipia de su padre. Por eso publicó la parte más extensa de su obra y la más personal, en los ocho volúmenes de El Espectador, que reúnen los artículos escritos en la prensa fundada o promocionada por él. En cuanto a su pretensión de poner en la vida humana y sus circunstancias el centro de su pensamiento, viene a ser como la filosofía primera del periodismo.

Vela siguió los pasos de su maestro y amigo, y en este sentido fue durante toda su existencia, de modo directo o indirecto, un periodista practicante. Él mismo recordaba esta condición con disimulado orgullo en la introducción a una serie de artículos reunidos en un libro y publicados en la Revista de Occidente: «Las condiciones de la vida literaria española –decía– obligan al escritor a gastar buena parte de su esfuerzo en artículos de periódico y revista y desparramar su atención sobre innúmeros temas dispares. Esta dispersión tiene sus ventajas porque impone una curiosidad universal, una observación constante del mundo contemporáneo, el atisbo de lo que nace, lo que perdura, lo que decae y desaparece. El escritor español no puede encerrarse en su poesía, su novela o su filosofía: tiene que estar al tanto, al tanto de todo, y hablar de ello.»

El título del libro y el tema de su primer artículo, El grano de pimienta, es un modelo de lo que Vela se propuso a lo largo de toda su vida de escritor, sorprenderlo que alguna vez será una realidad actual cuando acaba de nacer y es todavía algo insignificante que sólo quienes están dotados de una visión paranormal son capaces de percibir. Como ese grano microscópico, donde sin embargo está la clave de un trozo de la historia y la geografía de la humanidad.

 

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