Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 94 • diciembre 2009 • página 12
I. Introducción
No son ni ponderados, ni justos, algunos juicios actuales que se han vertido sobre Don Armando Palacio Valdés por parte de una crítica poco proclive a la estima de cualquier valor tradicional. Algunos de estos críticos le acusan de ser un conservador, un burgués y un inmovilista político, así como de poseer una personalidad blanda y sentimental, típica de la mesocracia burguesa decimonónica. En virtud de ello, el título del presente artículo, a primera vista, resultará para algunos chocante y contradictorio. Sin embargo no lo es en absoluto, pues, Don Armando, como nacido y educado durante su primera juventud en una región minera asturiana, fue muy sensible tanto a los problemas de la transformación industrial, como a los de la minería, sector donde el socialismo revolucionario tuvo su cuna española{1}. Además, como tendremos ocasión de ver y demostrar, el carácter abierto y comprensivo de Palacio Valdés, sus ideas sobre la justicia y sobre la libertad así como su espíritu cristiano, le hicieron adelantarse en varias décadas a su tiempo. También a formular unos postulados sociales que, siendo hoy plenamente vigentes, no fueron suficientemente considerados por algunas de las gentes de pluma de su generación. Fueron, sin embargo, más agresivas las de la generación posterior quienes le tacharon de reaccionario, de tibio, de inconsistente y de poco digno de que nadie se pararse a pensar sobre sus consideraciones sociales y políticas. Curiosamente, siendo minoritaria esta parte de la crítica y abundando mucho más la elogiosa, ha prevalecido incomprensiblemente en el tiempo lo negativo, quizá porque la maledicencia goza de mayor favor y audiencia que la benignidad.
Pero, quiérase o no se quiera, Don Armando Palacio Valdés fue un uomo universale, no en idéntico sentido en el que lo fueron los renacentistas, pero, como ellos, digno de sincera y entusiasta admiración.
La universalidad de nuestro autor no proviene solamente de su extensión literaria a otras lenguas y a otros países, sino también de la serenidad de su pensamiento, así como de la claridad de sus ideas sociales y políticas, extraordinariamente expresadas a lo largo de su obra. Ello no obstante, se abstuvo de toda militancia y, salvo un breve período de su juventud en que perteneció al Partido Republicano Posibilista de Castelar, vivió siempre al margen de las luchas partidistas por considerarlas mezquinas y gravemente perjudiciales para el desarrollo de España, la cual desde los comienzos del siglo XIX había llegado a convertirse en el vagón de cola de una Europa que nos miraba con indiferencia, cuando no con desprecio.
A Palacio Valdés, fino observador de la realidad social y política de su tiempo, le dolía la situación tanto interior como internacional de España.
Al igual que a los krausistas y regeneracionistas, con quienes simpatizaba, le dolían nuestra pobreza económica y nuestro atraso cultural, industrial y tecnológico; opinaba que España se merecía mucho más que aquello que los oligarcas políticos eran capaces de darle, por lo que era necesario aunar todas las voluntades, de todos los signos, y empujar hacia arriba a la nación. Él lo hizo del mejor modo que supo por medio de su obra. En ella se aprecia, a poco que se analice, un profundo conocimiento de los problemas de España, junto con un inmenso amor a su patria y un afán de regeneración que queda patente tanto en su novelística como en sus ensayos.
Su ideal era el sistema político de Inglaterra. Allí la libertad y la representatividad rayaban a mucha mayor altura que en el resto de Europa y, no digamos de España. Aquí, convertidos los distritos electorales en feudo de los caciques políticos, los dirigentes de la nación, de cualquier tendencia, estaban comprometidos en el llamado turno pacífico, verdadero cáncer encubridor de la representatividad electoral{2}. Inglaterra, en cambio, había sido capaz de consolidar un sistema en el que conservadores y liberales (Tories y Whigs) jugaban mucho más limpiamente por ganarse los escaños parlamentarios, bajo la ecuanimidad de una Corona que era un auténtico poder moderador y árbitro en las grandes decisiones nacionales. A mayor abundamiento, la Fabian Society había desarrollado un socialismo liberal y humanista que trataba de incorporar las masas obreras a la participación en las grandes tareas nacionales y que, sin merma de su conciencia de clase, no había caído ni en el determinismo marxista, ni en la violencia revolucionaria{3}.
Lo cierto es que, de la mano del desarrollo industrial, se creó allí un movimiento político moderno y de gran influencia que contribuyó notablemente a la estabilidad de la nación. Tal fue lo que se conoció por movimiento de los “lib-lab”; es decir, de liberales-laboristas.
Palacio Valdés, como tendremos ocasión de ver, estaba muy próximo a dicha ideología y, además, admiraba la ecuanimidad y moderación del socialismo desarrollado en Francia, país perfectamente conocido y próximo para él, al revés que para la inmensa mayoría de los españoles de su tiempo.
II. Aspectos literarios
Nuestro propósito hoy, como queda dicho, no es analizar el movimiento literario al que pertenezca de hecho o al que se pueda adscribir a Palacio Valdés sino el profundizar en su ideario político. Por fuerza, sin embrago, nos hemos de referir, aunque sea someramente, a su estilo literario ya que, en cierta manera, este nos revela aspectos importantes de su personalidad.
Igualmente habremos de aludir a la universalidad de nuestro autor, porque el olvido al que ha sido relegado, desde sus últimos tiempos hasta épocas muy recientes, es sumamente injusto y no se corresponde ni con la fama ni con el éxito que felizmente alcanzó durante su vida.
La crítica más fiable y ponderada, en general, sitúa a Palacio Valdés dentro de la ecuanimidad realista, sin veleidades extremistas{4}. Para ciertos autores alguna de sus obras está cercana al naturalismo francés{5}. Esta es una afirmación que necesita ser finamente matizada, porque el autor no siente tal naturalismo, ni siquiera en una obra como La Espuma, novela que pudiera ser más próxima a dicho movimiento literario. Pero el naturalismo de Palacio Valdés, como él mismo dice en sus prólogos a La Hermana San Sulpicio y a Los Majos de Cádiz, es muy diferente{6}; su naturalismo –de aceptar esta etiqueta– no trata de experimentar con los personajes, ni menos aún de investigar sus antecedentes biológicos o neuropatológicos y, desde luego, está muy lejos de las pretensiones “científicas” al estilo de Zola o Flaubert. Para otros críticos, por el contrario, es un autor conservador, sentimental y mediocre, por lo que resulta poco dado al seguimiento o a la imitación de los movimientos literarios de vanguardia{7}. No faltan tampoco quienes le encasillen peyorativamente en el costumbrismo y otros, más injustamente aún, lo tildan de novelista rosa.{8}
Dice la escritora Dolores Medio que:
«Don Armando no fue siempre bien comprendido por la crítica de su propio tiempo y, no solamente por aquella, sino que ha sido injustamente olvidado por la de las últimas décadas. Sin embargo al hacer hoy el recuento de nuestros valores literarios, Palacio Valdés está siendo sometido en nuestro tiempo a una prudente revisión de su obra que le colocará indudablemente en el lugar que en justicia le corresponde en el panorama de las letras españolas.»{9}
A esta revisión contribuyeron muy notablemente los Congresos Internacionales organizados gracias al patrocinio del Ayuntamiento de Laviana y al Centro de Interpretación Palacio Valdés, así como también al Ayuntamiento de Avilés y a la Sociedad Económica de Amigos del País avilesina. No menos importante es al respecto el entusiasmo de un grupo de personas, amantes de las buenas letras{10}, que han hecho y hacen una labor fundamental en la recuperación de un autor que fue llamado el patriarca de la literatura española{11} y que fue así mismo el literato español moderno más conocido fuera de nuestras fronteras, gracias a las innumerables traducciones de sus obras que gozaron de la general aceptación y del aplauso del público europeo y americano, hasta el punto de llegar a ser propuesto para el premio Nobel, que no se le concedió por razones nada convincentes{12}, a las que no era ajena la animosidad política ya existente entonces contra él.
El olvido de nuestro autor se debe a muchos factores. Probablemente el más importante de ellos sea su propia idiosincrasia, que nunca buscó el aplauso, ni menos aún se dejó llevar del mal gusto del que tanto adoleció la progresía de la sociedad de la Restauración y aún de la Regencia, influida por el naturalismo que nos venía del otro lado de los Pirineos. Son al respecto muy ilustrativas sus propias reflexiones haciendo autocrítica de su obra:
«Es la vanidad la que nos entrega atados de pies y manos a la esclavitud de la moda. Porque la moda se nos impone, y el que aspira a sustraerse a ella queda sumergido. Al comienzo de mi carrera literaria, la avalancha de los naturalistas franceses lo había arrollado todo. Quien no penetrase en los burdeles y nos hiciese saber con asquerosos pormenores lo que allí ocurre o no tuviese humor para describir en cien apretadas páginas los productos alimenticios que se exponen en un mercado (“el rojo inflamado de las zanahorias contrastando con la nota argentada de las sardinas, &c.”) era tenido por un literato anticuado y chirle. Cuando publiqué mi segunda novela, Marta y María, un joven naturalista amigo mío me dijo: “Está bien, querido; pero todo esto es agua tibia.” Pasó la ola, sin embargo, y esta florecita regada con agua tibia que brotó hace más de cuarenta años, aún no se ha marchitado por completo.»{13}
Y también esta otra:
«Mala fortuna es haber escrito en la segunda mitad del siglo XIX entre naturalistas decadentistas y luciferinos, &c. El mal gusto es mucho más contagioso que el bueno. Permanecer sensato entre insensatos exige una fuerza que a pocos les es dado poseer. No presumo de haberla tenido pero he luchado por mantenerme firme.»{14}
He aquí extractadas y manifestadas por él mismo las razones del desprecio, primero y del olvido después, a que se vio sometido. Su estilo limpio, elegante y digno, su prosa fácil, amena y despojada de artificios y de convencionalismos al uso, llevó a muchos a despreciar su obra y su arte tildándolo de burgués, y desconociendo sorprendentemente que por fuerza la burguesía habría de ser la cantera de sus lectores dado que en su época el índice de analfabetismo popular era inmenso (cerca de un 70%) y la aristocracia era poco amiga de la lectura, pues como dice el Marqués de Vinent:
«En la sociedad de Madrid del reinado de Isabel II, de la Casa de Saboya, de la primera República, de la Restauración y aún parte de la Regencia, no se leía. Nadie sabía nada de nada.»{15}
Por lo tanto, la clase burguesa, por razones obvias más proclive a la lectura, pues en ella tenía la fuente principal de su recreo y distracción, era la destinataria natural de la novelística de la época.
Pero no toda la crítica contemporánea o posterior a Palacio Valdés es tan negativa. Así como hemos recogido algunas de aquellas, nos parece oportuno citar aquí tres ejemplos de críticas laudatorias.
Una de estas críticas, poco conocida, pero que contrasta con las que hemos reseñado hasta aquí, es la que hace Eugenio Fernández Almuzara, quien dice:
«Su obra tiene un hondo contenido delicioso y moral que es como el armazón, el sostén y la arquitectura de ella.»{16}
También de otro crítico, Luis Astrana Marín, de quien, entre los numerosos elogios que hace de Palacio Valdés, me parece muy ilustrativo tomar como muestra el siguiente:
«No tiene (Palacio Valdés) ni ha tenido jamás enemigos, sino amigos y de los amigos ha hecho admiradores y de los admiradores amigos. Su vida fue siempre recogida y silenciosa, entregada a la meditación y a la observación, lejos de escuelas y capillas literarias, ausente del tráfago y apartado de las luchas políticas. Su culto es su familia, y después, su arte. Todo en él respira nobleza y bondad. Nunca solicitó un aplauso; pero las mejores plumas le han colmado de elogios. Francia, Italia, Alemania, Inglaterra estuvieron siempre propicias al reconocimiento de su gloria, y a sus hablas vertieron la mayor parte de sus novelas. También fue traducido al ruso, al holandés, al danés, al checo, al sueco, al portugués y al noruego. Algunas de sus ediciones van acompañadas de vocabularios y notas en inglés para el estudio del español en Inglaterra y los Estados Unidos.»{17}
Finalmente, el profesor Martínez Cachero, en su notable trabajo “Cuarenta fichas para una bibliografía de Palacio Valdés”, recoge treinta y ocho opiniones de notables literatos y críticos, todas ellas altamente laudatorias de Don Armando, algunas incluso llegando a rozar la hipérbole. Solamente una es demoledora, la de Pío Baroja, cuya destemplanza y mal humor nos son bien conocidos. Otra es tibia, la de Menéndez Pelayo, quien, sin embargo, reconoce no haber leído más que una obra de Palacio Valdés (Riverita) y, por tanto, contra la costumbre del ilustre polígrafo santanderino, no es una opinión sólidamente fundamentada{18}.
III. Las ideas políticas
Dice Carlos Seco Serrano, a propósito de otro gran literato contemporáneo de Palacio Valdés, Don Benito Pérez Galdós, que los capítulos XII a XV del Episodio Nacional titulado Narváez, valen por todo un archivo de información documental{19}. De igual modo nos atrevemos a afirmar que algunas obras de Palacio Valdés, especialmente La Espuma, Papeles del Dr. Angélico, Riverita, Maximina o El Señorito Octavio, son un compendio excelente de historia político-social de su época y valen cumplidamente por un riguroso estudio sociológico. Otro tanto cabe de decir de La Guerra Injusta, El Gobierno de las Mujeres o La Catedral y la Fábrica.
Podemos, por tanto, concluir que de una formación académica excelente, de una afición al estudio que le hizo adquirir un bagaje cultural muy importante, de una cabeza bien organizada, crítica y rigurosa, así como de un carácter apacible, ponderado y benévolo, surge el hombre cuyas ideas políticas, al igual que las literarias, que ya hemos examinado, no pueden apartarse de un equilibrio que le hace rechazar todo extremismo y fustigar toda idea que se aparte del camino recto de la justicia y, muy especialmente de la justicia social, término socio-político que en su juventud, con la eclosión del socialismo laico de Pablo Iglesias y la doctrina social de la Iglesia, plasmada en la encíclica Rerum Novarum de León XIII, consumió muchos turnos de discusión entre políticos, moralistas, teólogos, periodistas y cuantos de alguna manera sintieron en su conciencia la necesidad de un cambio social que, si bien en Europa ya se había iniciado en 1848 y consolidado en los veinte años siguientes, en España aún tenía un largo y espinoso camino por recorrer.
En su breve ensayo –mejor llamarle diálogo al estilo platónico– titulado La Catedral y la Fábrica{20}, hace Palacio Valdés una especie de resumen práctico de sus ideas sobre el socialismo y el cristianismo. La ponderación y el buen juicio, la comprensión de las posiciones antagónicas que trascienden de este pequeño opúsculo, nos hacen ver a una persona comprometida con su fe, pero igualmente comprometida con la justicia social. La tesis que se extrae de este escrito es que no es mejor ética o moralmente el socialista ateo, jacobino, revolucionario y anticlerical que el cristiano compasivo, amante de la justicia social, y comprometido sinceramente con el desarrollo de las clases humildes y aun marginales. Él compatibiliza la visión cristiana del mundo con una mayor atención por parte de quienes tienen el poder, tanto político como económico, hacia las necesidades de los más desfavorecidos, y no solo por caridad, sino por justicia y sin anatematizar en absoluto las ideas socialistas. Es por esto que la adscripción política a la derecha tradicional, sin otro matiz, que algunos hacen de Palacio Valdés es una opinión bastante pobre y sin suficiente peso, además de escasamente justificable. El hecho, ya expresado, de no ser un revolucionario ni un militante contra la Iglesia, no son causa bastante para etiquetar de derechista ultramontano a Palacio Valdés. Su crítica a los políticos de la Restauración en el poder es por sí misma lo suficientemente expresiva para pensar precisamente lo contrario. Dichos políticos –obvio es decirlo– eran de derechas, pues durante el turno pacífico solamente los dos grandes partidos, liberal y conservador, eran los que gobernaban, y ambos tenían las mismas clientelas políticas de ideologías derechistas. La izquierda, representada por un sector del partido republicano, el partido socialista de Pablo Iglesias y los grupos libertarios, comunistas y anarquistas, ni eran poder ni tenían la más mínima posibilidad de serlo dentro del sistema turnista. Por eso la crítica demoledora que hace de aquellos políticos Palacio Valdés no le sitúa precisamente en la derecha ultramontana. Oigamos al respecto sus propias palabras, que parecen escritas hoy:
«En España no hay hombre bastante corto de alcances que no pueda llegar a ser Presidente del Consejo.»{21}
Y también:
«Tener ideas y voluntad y reputación es grande obstáculo para discurrir por los jardines de la política. El hombre mediocre es el hijo querido, es el niño mimado de la vida pública y cuando todo el mundo ha llegado a convencerse de su mediocridad, no hay violines y flautas bastante sonoras para celebrar su gloria, ni alfombras bastante blandas para que no se lastime los pies y pueda llegar fácilmente a colocarse en los más altos sitiales.»{22}
No es necesario, pues, ir a buscar el ideario político de Don Armando en las exégesis de sus biógrafos o de sus críticos, menos aún en quienes se empeñan en ver en él una interpretación dulce, bucólica y un tanto cursi de la vida. Nada de eso: Palacio Valdés es un realista y conoce perfectamente el mundo en el que vive y su obra es fuente suficientemente expresiva y clara para poder entresacar de ella su pensamiento político{23}.
Aunque en toda su novelística, repasada y examinada en profundidad, nos encontramos con manifestaciones políticas interesantes, para nuestro propósito de hoy ofrecen interés especial su novela La Espuma y sus crónicas sobre la Primera Guerra Mundial, recopiladas en un volumen que tituló La Guerra Injusta. En ellas se vierten opiniones e impresiones claras sobre el socialismo que nos dan pautas muy concretas para la comprensión del esquema de su ideario político. En otras de sus obras, antes citadas, hay también opiniones y juicios políticos, pero están hechos con menos implicación personal y, por tanto, no son tan claros ni tan significativos como los vertidos en estas.
La misma mesura, el mismo equilibrio y la misma ponderación de que hace gala Palacio Valdés en su estilo literario (y por ello nos hemos referido a él con cierto detenimiento) es la que posee en su apreciación y juicio sobre la política. No hay un solo pensamiento extremista ni radical en sus juicios políticos, ni una exaltación de la violencia ni nada parecido a la explosión revolucionaria. Tampoco nada que se adhiera al inmovilismo social ni al conservadurismo a ultranza. Por el contrario, brilla en toda su obra, y por ende en su pensamiento, un amor incondicional y sincero por la justicia, por el bienestar social y por la redención de las clases más desfavorecidas, por la paz y por el buen entendimiento entre todas las gentes. Influido claramente por el pensamiento krausista{24}, se siente profundamente liberal, pero su liberalismo no es el clásico, aquel anterior a la gloriosa revolución de 1868, sino mucho más extenso y abierto. Es el liberalismo de las libertades políticas, de pensamiento, de cátedra y de conciencia, pero todo ello sin merma del sentimiento profundamente religioso del que los propios krausistas hicieron gala. Para Palacio Valdés la religión no puede estar en contradicción con la razón; por eso el dogma, en el sentido que aún era entendido por Menéndez Pelayo y los ultramontanos seguidores del Syllabus o de la infalibilidad pontificia, es para nuestro autor un tema que requiere amplias reflexiones y una enorme dosis de tolerancia. Siendo, en realidad, un convencido demócrata y un partidario sin distingos de la libertad, piensa, sin embargo, que estas no deben imponerse por medios que subviertan el orden. Aún recuerda el caos del sexenio, pero el sistema canovista le repugna, y la revolución, como solución política, le horroriza. Participa del pensamiento de Gaspar Núñez de Arce, de quien hizo una extensa semblanza literaria{25}, y que dicho poeta expresó en aquellos versos, un tanto grandilocuentes, que decían así:
«No es la revolución raudal de plata
Que fertiliza la extendida vega,
Es sorda inundación que se desata.
No es viva luz que se difunda grata
Sino confuso resplandor que ciega
Y tormentoso légamo que mata.
Pero ello no le priva de recriminar profundamente a la alta sociedad de su tiempo la terrible injusticia que la desigualdad social suponía para el bienestar de la inmensa mayoría de los españoles. La Espuma (1890), su obra más crítica con las clases dirigentes, es toda ella una inmisericorde sátira antiburguesa{26}. En esta novela se pone de manifiesto el enorme desprecio con que la burguesía plutocrática y los aristócratas trataban a sus servidores y a las clases más desfavorecidas. A este propósito es muy significativo el siguiente pasaje de la novela:
Va a celebrarse un suntuoso sarao en casa del duque de Requena, prohombre de la banca y de la aristocracia madrileña. Éste vigila el traslado de un valioso mueble desde un salón de la casa a otro. Temeroso de que se cause el más leve desperfecto a su patrimonio mobiliario o inmobiliario y viendo que la cosa no resulta fácil, se enfrenta con los mozos de cuerda y les dice:
«—¡F… (aquí una interjección valenciana no apta para ser transcrita, debido a la delicadeza del autor) Despacio! Tú papanatas, el de las narices largas!…Cuidado con esa lámpara...baja un poco tú, Pepe…¡F… no seas jumento; baja más! ¡Ea, arriba ahora!
Al llegar al hueco de la puerta, el maestro, viendo que era fácil lastimarse, les gritó:
—¡Cuidado con las manos!
—¡Cuidado con los relieves F…! –se apresuró a gritar el duque– ¡Lo que menos me importa a mi son vuestras manos, babiecas!
Uno de los obreros levantó la vista y le clavó una mirada indefinible de odio y de desprecio.»{27}
En la ruptura posterior de las dos Españas el siglo siguiente –ruptura que para su desgracia alcanzó a ver don Armando– hay, a nuestro juicio, un claro sedimento de odio engendrado por el maltrato de los de arriba hacia los de abajo, tal como atinadamente observa nuestro autor en el pasaje descrito.
También, en la misma novela, hace Palacio Valdés apología de la reivindicación socialista de los mineros del pueblo de Riosa (trasunto literario de Almadén), pero que es extrapolable a cualquier otra mina, incluso a las de la cuenca carbonífera asturiana. Trasciende en la novela la pena profunda que siente el autor por la injusta situación de estos trabajadores. Se vale Palacio Valdés de la ficción novelística para describir la intervención del médico de la mina a los postres de un banquete que se celebra en la misma y al que asiste el propietario, acompañado de sus amigos, miembros todos ellos de la elite social. Unos pertenecen a la alta política, otros a la aristocracia y otros a la rica burguesía madrileña. Dicho médico, llamado Quiroga, es un hombre joven, duro y un si es no es amargado. La vida de sus pacientes no es precisamente la de los aristócratas de Madrid. Él está en contacto diario con los obreros de la mina que padecen saturnismo, intoxicación mercurial y, sobre todo, desnutrición, miseria y tuberculosis endémica, y todas las secuelas que conlleva una vida insana y un salario, más que insuficiente, mísero. Quiroga, en este contexto, tiene poco margen para el optimismo y se rebela entre sarcasmos contra la injusticia social impuesta por un capitalismo sin entrañas. Él lo ve por sus propios ojos y pone de manifiesto el hecho de que a los veinte años un trabajador de la mina se haya convertido en un anciano prematuro. Igualmente denuncia que los niños de siete u ocho años, para llevar unos miserables reales a sus casas, en escasez crónica de todo, tengan que asumir el pesado trabajo de la mina, trabajo que es muy superior a sus escasas fuerzas, haciendo labores gravemente dañinas, no solamente para su salud, sino, y lo que es peor, para su propio desarrollo físico y moral como personas.
Al final de su discurso uno de los asistentes, que es ministro, le dice al ingeniero director de la mina:
«–¿Sabe Vd. que ese jovencito médico ha estado bastante impertinente al emitir sus ideas materialistas?»
A lo que su interlocutor le responde:
«Materialista no sé si lo es, lo que hace gala de ser, y por eso le adoran los obreros, es socialista.»
Otro de los asistentes, persona adinerada, pero de cierta sensibilidad moral, les apostilla:
«la verdad es que del fondo de una mina se sale siempre un poco socialista.»{28}
Pueden rastrearse otros muchos pasajes en su obra a propósito de sus simpatías por las ideas que entonces eran tenidas por izquierdistas y socialmente peligrosas.
En realidad, dichas ideas son muestra de una auténtica elegancia o aristocracia espiritual, que es, en definitiva, la verdadera adscripción político-social de Don Armando quien acabó sus días practicando lo que él llamaba un liberalismo purificado de radicalismo.{29} Así, durante la Primera Guerra Mundial que dividió profundamente la opinión de la sociedad española, Palacio Valdés se manifestó decididamente aliadófilo, mientras que toda la derecha católica y reaccionaria se reclamaba de germanófila. A este sentimiento que él reputa aberrante, opone las siguientes palabras:
«Yo soy católico, pero huyo de las pasiones de los católicos, contrarias enteramente a la doctrina de Jesucristo. Aquí en casa he tenido curas y frailes que vinieron a sondear mi espíritu y a inclinarme hacia finalidades políticas que están muy lejos de mi corazón. No me explico al católico germanófilo. Es una aberración. Y es que muchos católicos lo son por reaccionarios. Yo, por católico, soy liberal y republicano si me aprieta un poco.»{30}
Y a este mismo respecto, cuando un periodista le pregunta qué piensa del gobierno y si le repugnaría la instauración de un régimen republicano, responde:
«Estamos gobernados por los peores. Los oligarcas son la causa de nuestra decadencia. El régimen en que vivimos no es democrático. Será cosa de emigrar si esto no tiene pronta solución.»
Y sobre la república:
«¡Repugnarme!, en manera alguna, todo, todo, menos esto, menos esta cosa monstruosa que hasta nos hace pensar que somos los españoles una pobre gente sin patria.»{31}
Con respecto al socialismo, como movimiento político, son también perfectamente claros sus manifestaciones y sus escritos. Como compendio final de sus ideas al respecto, comentaremos y entresacaremos algunos párrafos de su artículo Los Socialistas Franceses que forma parte de las crónicas remitidas a El Imparcial desde París durante de IGM y recopiladas en el anteriormente referido volumen titulado La Guerra Injusta.
«No hay hombre con el corazón en su sitio que no se haya sentido alguna vez socialista. Al bajar a una mina; al tropezar, saliendo del teatro, con el bulto de un mendigo, helado por el frío y el hambre, estalla la cuerda de nuestros razonamientos habituales y nos damos cuenta de que todos somos un poco estafadores y que caminamos sobre un terreno movedizo y falso.
Y, sin embargo, hay sujetos que así que escuchan la palabra socialismo, ponen la cara larga, se espeluznan, dejan escapar odiosos sonidos guturales y algunos derraman abundantes lágrimas. Bombas que revientan, sembrando el exterminio; manos negras que registran sus archivos; otras manos más negras aún que se introducen en su gaveta; imprecaciones, blasfemias; todo surge, en temerosa visión, delante de sus ojos aterrados.
No es para tanto. El socialismo, como la misma palabra lo indica, no significa en el fondo otra cosa que el deseo y propósito que organizar la sociedad de un modo más justo. Este deseo y propósito son perfectamente legítimos. ¿O es que pensamos que la sociedad humana ha llegado a la perfección?»{32}
Así pues el socialismo de Don Armando es el que, como señala Daniel Bell{33}, se entiende, en sentido radical, como contraste con el individualismo. Es cierto que el ataque contra el individualismo moderno empezó a ser significativo desde las perspectivas ideológicas conservadoras de pensadores católicos como de Maistre, Bonald, Tocqueville o Donoso Cortés, cuyos criterios al respecto cristalizaron en las filosofías cristianas sociales del siglo XX. Estas filosofías formaron un conglomerado ideológico en el que se combinan elementos de un individualismo transformado (humanismo) con los de un colectivismo ideal, éticamente fundamentado en los lazos orgánicos de la communitas cristiana, pertenecientes a una tradición que, hasta cierto punto, la Iglesia deseaba conservar{34} y que si bien estaban muy lejos del pensamiento que nuestro autor fustiga en las jerarquías eclesiales{35}, lo estaban igualmente de las ideologías concomitantes con el ateísmo marxista o con la propia lucha de clases revolucionaria{36}.
Así pues, para Palacio Valdés el socialismo, lejos de ser el viejo fantasma marxista que recorría la Europa de 1848, es un movimiento que busca una mayor justicia en la organización de la sociedad y que cristalizará en la verdadera paz social cuando los socialistas españoles, al igual que los franceses, posean casas, acciones del mercado financiero y una cultura superior, lo que es igual que decir que cuando se reparta mejor la riqueza y el nivel de vida general crezca. Entonces los socialistas ya no serán un enemigo ni para la propiedad, ni para la familia ni para la religión pues si bien, por el momento, dice:
«Nuestros socialistas son descamisados y el carecer de camisa no ayuda mucho a la moralidad (…) ni a la honradez que es un producto caro y, en general está solo al alcance de personas de posición desahogada.»{37}
La previsión del futuro del socialismo estaba muy clara para Palacio Valdés. Así lo ilustra con este comentario:
«Un líder del socialismo español con quien me tropecé hace años en una fonda me decía: Desengáñese Vd.: este asunto se resolverá como todos los otros de este mundo, por la fuerza. Yo le respondí: Está Vd. en un error, amigo mío, este asunto, como todos los otros de este mundo, se resolverá por el amor (…) Si; el amor, esto es, el sentimiento de fraternidad, guiado por la razón, es el que se encargará de resolver este problema, limando poco a poco las irritantes desigualdades sociales. La Naturaleza no da saltos; pero la sociedad tampoco. La orilla está lejos; pero está más cerca de lo que hace algún tiempo pensábamos.»{38}
Tras estas esperanzadoras palabras, pasaron cosas horribles en España y en el mundo que no vamos ni siquiera a mencionar, y ciertamente los arreglos que se intentaron a cañonazos sirvieron de poco o, mejor dicho, de nada o, peor aún, constituyeron un paso atrás. Solamente cuando empezó a imperar el buen sentido y los líderes políticos comprendieron que solamente el entendimiento y la comprensión de los motivos del adversario eran el camino a seguir, hoy, noventa años después de aquella profecía de Don Armando, la orilla está mucho más cercana, aunque la Justicia, como un ideal ético que es, no podrá ser jamás perfecta, sea quien sea el que ostente el poder…De todos modos, el tiempo le dio la razón a nuestro autor, porque finalmente las posiciones tienden a la convergencia. Convencidos los socialistas de que el marxismo revolucionario no es ya el camino, caído el muro de Berlín, y así mismo convencidos los capitalistas de que los avances sociales y el progreso material y moral de la clase obrera son básicos para un desarrollo económico sostenido, y aceptado también por ellos el estado del bienestar, la idea de un socialismo liberal, humanitario y, por qué no decirlo, cristiano, tal como lo entendía Palacio Valdés, se demostró, al margen de toda idea sectaria y partidista, ser el futuro de la sociedad.{39}
Palacio Valdés con la grandeza moral y la elevación de miras que late en las ideas plasmadas en sus escritos, propuso, como ya dijimos al principio de esta ponencia, que el equilibrio, la ponderación, la equidad, la mesura y la tolerancia, iluminadas sobre todo por el sentimiento cristiano de la caridad, a la vez que por el de la justicia y, desde luego, al margen de cualquier sistema dogmático o teocrático, son la base de la convivencia humana. Se afirma también en la convicción ética, típica del krausismo y de la Institución Libre de Enseñanza de que, existiendo en el hombre estas virtudes, cualquier ideología es capaz de realizar los ideales de dicha convivencia y que la adscripción partidista y -por qué no decirlo, cerril- a cualquier extremismo conduce al enfrentamiento y, en definitiva, al desastre además de empobrecer el horizonte de la inteligencia y las posibilidades del desarrollo humano. Así pensaba don Armando, para quien, como recoge Leah R. Wagemheim:
«Las diferencias de clase no existen en su mente y afirma que nació para obrero.»{40}
Ortega, maestro de la generación siguiente a la de Palacio Valdés, dijo algo que implícitamente Don Armando practicó toda su vida:
«Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil, ambas son formas de hemiplejia moral.»{41}
A Palacio Valdés, sin embargo no le gustaba decir las cosas con tanta crudeza porque no era un provocador (y por ello fue tan criticado y tachado de tibio y de sentimental). Prefería suavizar aristas y limar asperezas, aunar voluntades y contribuir al mejor entendimiento de todos los hombres y de todas las clases sociales para lograr aportar su contribución a la paz, al progreso y a la justicia, aunque ello fuera desde la literatura y no desde la política activa a cuya práctica era poco, o mejor dicho, no era nada proclive.
Notas
{1} Cfr. Las novelas valdesianas La Aldea perdida, donde se establecen consideraciones sobre la transformación de la vida campesina y agraria en industrial y minera y La Espuma, en la que las inquietudes sociales de los mineros quedan fuertemente reflejadas, sobre todo en lo que al socialismo se refiere.
{2} Ver capítulos XXI y XXII de Maximina.
{3} La Fabian Society, a pesar de no ser formalmente marxista, había tenido contactos con los líderes de la socialdemocracia europea, especialmente con Bernstein y en su propio seno contaba con personalidades de gran influencia, como, por ejemplo. G. Bernard Shaw.
{4} B. J. Dendle, “Armando Palacio Valdés y Francia”, en Estudios de investigación franco-española, 1991, nº 4, págs. 79-80.
{5} G. Gómez Ferrer, La Espuma, edición crítica, 1990.
{6} Enciclopedia Espasa, Tomo 41, pág. 37.
{7} G. Brennan, The Literaure of The Spanish People, Cambridge 1953, pág. 410.
{8} B. J. Dendle, citado por Alborg en Historia de la Literatura Española, vol. VIII, pág. 37.
{9} Dolores Medio, Enciclopedia Asturiana, Edit. Silvio Cañada, Gijón 1981, tomo 11, pág. 94.
{10} Vease Ciclo de Conferencias sobre Palacio Valdés, Ed. Amigos del País, Avilés 2006; autores: Francisco Trinidad, Etelvino González, José Luis Campal, Ana Martínez Arancón, Justo Ureña y Guadalupe Gómez-Ferrer Morant.
{11} J. L. Alborg, Historia de la literatura española, Gredos, Madrid 1999, vol. VIII, pág. 15.
{12} J. M. Roca Franquesa, Clases sociales y tipos representativos en la novelística de Armando Palacio Valdés. IDEA, Oviedo 1980, págs. 14 y 15.
{13} Testamento Literario, Obras Completas de Palacio Valdés (OCPV), Aguilar, Madrid 1948, vol. II, pág. 1342.
{14} Id., pág. 1317.
{15} A. Hoyos y Vinent, El Primer Estado, Cia. Iberoamericana de publicaciones, Renacimiento, Madrid 1931, pág. 102.
{16} E. Fernández-Almuzara, Revista Razón y Fe, Abril 1938.
{17} L. Astrana Marín, Prólogo a las Obras Completas de Palacio Valdés, 1948, vol. I, pág. 20.
{18} J. M. Martínez Cachero, Boletín del Instituto de Estudios Asturianos, Oviedo 1953, págs. 468-478.
{19} C. Seco Serrano, Cuadernos Hispano-Americanos, números de octubre de 1970 y enero de 1971, págs. 250-252.
{20} O.C.P.VC. (148) vol.II
{21} OCPV (1948), La Hija de Natalia, vol I, pág. 1647.
{22} OCPV (1948), La Hija de Natalia, vol.I, pág. 1652.
{23} J. L. Alborg, Historia de la Literatura Española, Gredos, Madrid 1999, vol. VIII, pág. 46.
{24} G. Gómez Ferrer, Palacio Valdés y el mundo social de la Restauración, IDEA, Oviedo 1983, págs. 64-72.
{25} OCPV (1948), Los Novelistas Españoles, vol. II, pág. 1279.
{26} J. L. Alborg, Op. cit., pág. 214.
{27} OCPV (1948), La Espuma, vol. II, pág. 297.
{28} OCPV (1948), La Espuma, vol. II, pág. 337.
{29} B. J. Dendle, «Armando Palacio Valdés, The Revista Europea, and the Krausist Movemen», en Letras Peninsulares, 1991, nº 4, pág. 77.
{30} L. Antón Olmet y J. Torres Bernal, Los Grandes Oradores Española: A. Palacio Valdés, Edit. Pueyo, Madrid 1919, pág. 164.
{31} Gómez Ferrer, Palacio Valdés y el mundo social de la Restauración, IDEA, Oviedo 1983, págs. 72-73.
{32} OCPV (1948), La Guerra Injusta, vol II, pág. 1438.
{33} Cfr. D. Bell, El fin de las Ideologías, 1980.
{34} A. de Blas Guerrero, “Las Ideologías Políticas”, en M. Pastor (coord.), Fundamentos de Ciencia Política, Mc. Graw Hill, Madrid 1998, pág. 50.
{35} Cfr. El Señorito Octavio y La Espuma. En ambas novelas fustiga duramente Palacio Valdés el comportamiento de dos sacerdotes. Uno el Párroco de Vegalora y otro el escolapio P. Ortega, por su proceder sectario, tortuoso e interesado, lejos del verdadero ministerio sacerdotal.
{36} Cfr. La Catedral y la Fábrica, breve ensayo en el que se plantea el equilibrio social, político y económico entre capital y trabajo.
{37} OCPV (1948), La Guerra Injusta, vol II, pág. 1439.
{38} OCPV (1948), La Guerra Injusta, vol II, pág. 1438.
{39} Cfr. D. Bell, El Fin de las ideologías.
{40} “A chat with Armando Palacio Valdés on Feminism” (pág. 440)
{41} Cfr. La Rebelión de las Masas, Edit. Alianza, Madrid 1999, pág. 32.