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El Catoblepas, número 95, enero 2010
  El Catoblepasnúmero 95 • enero 2010 • página 1
Artículos

Viaje alrededor del Imperio:
rutas oceánicas, la esfera y los
orígenes atlánticos de la revolución científica

Lino Camprubí Bueno

Se profundiza en las relaciones de los viajes transatlánticos ibéricos –y en particular españoles– con la teoría de la esfera y de ésta, a su vez, con los orígenes de la llamada ‘revolución científica’ moderna

«¿Quién dirá que la nao Victoria, digna, cierto, de perpetua memoria, no ganó la victoria y triunfo de la redondez del mundo, y no menos de aquel tan vano vacío, y caos infinito que ponían los otros filósofos debajo de la tierra, pues dio vuelta al mundo, y rodeó la inmensidad del gran océano? ¿A quién no le parecerá que con este hecho mostró, que toda la grandeza de la tierra, por mayor que se pinte, está sujeta a los pies de un hombre, pues la pudo medir?» (José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, cap. II.)

0. Introducción

El presente artículo{1} busca profundizar en los vínculos entre la geografía esférica, el Imperio católico y los orígenes atlánticos de la revolución científica. Dicho rápidamente, la teoría de la esfericidad de la Tierra fue pieza central del programa de expansión hispana; a cambio, el patronazgo imperial permitió a dicha teoría alcanzar un nuevo estatus y convertirse así en una de las fuentes del «pensamiento moderno.»

El argumento se desenvuelve en tres momentos. Primero, el desarrollo de los viajes como institución ha ido parejo a la geografía esférica, en la que parcelas de tierra se reconfiguran en términos de latitud y longitud. Esta realimentación se relaciona con el concepto geométrico del círculo máximo, que divide la esfera en dos hemisferios y define así el mayor círculo que cualquier viaje podía aspirar a realizar. Segundo, los viajes de descubrimiento por parte de Portugal y España fueron claves para el desarrollo de la geografía esférica, pues aumentaron el mundo conocido, ekumene, y sirvieron de constatación de la teoría de la esfericidad de la Tierra frente a modelos en competencia, especialmente frente a aquellos que sostenían que la esfera de la Tierra se sumergía, en parte, bajo una esfera de agua. Consiguientemente, marineros como Colón defendieron la posibilidad de circunnavegar el globo. Esta posibilidad se convirtió en una pieza central de los proyectos de expansión global del Imperio Católico, bajo cuyo patronazgo se completó la primera circunnavegación en 1522. Esto permitió a Acosta decir, como se ve en la cita que abre este artículo, que los modernos habían llevado la teoría de la esfericidad de la Tierra a un nuevo estadio, propiamente operacional. La geografía esférica hizo posible semejante viaje de circunnavegación y, a cambio, un nuevo y pujante género de literatura de viaje –es decir, literatura geográfica, cosmográfica y náutica– reconoció la importancia de los navegantes para la geografía esférica y, en particular, para la teoría de la esfericidad de la Tierra. Tercero, a resultas de estos viajes y sus análisis geográficos, el mundo quedó sujeto a exploración y medición por parte de los hombres. También quedó patente por vez primera que el manejo científico de la realidad desde Grecia hasta la temprana Edad Moderna podía proporcionar, y había proporcionado, importantes réditos prácticos. De este modo, el desarrollo simultáneo de la geografía esférica y de los viajes transoceánicos se convirtió en una fuente significativa de la llamada Revolución científica.

Este argumento no pretende tanto constituirse en tesis original como aunar puntos de vista defendidos en las diferentes obras que aparecen citadas. Así, partiendo del tratamiento de Gustavo Bueno de la Idea de Viaje y de su artículo «La teoría de la esfera y el descubrimiento de América» –de temática más amplia que la que aquí se recoge– se procede al apuntalamiento histórico-filológico de lo que allí se argumenta sobre la importancia del descubrimiento de América para la teoría de la esfera. Para ello, se utilizan las obras de W. G. L. Rancles y Klaus A. Vogel sobre el significado del viaje de Colón para los debates entonces existentes sobre la forma de la Tierra. A su vez, dichos debates quedan situados en el presente artículo en el contexto más amplio del imperialismo católico ligado a una serie de cosmógrafos interesados por la circunnavegación y por conceptos geométricos como el círculo máximo. Finalmente, la tesis aquí defendida se pone en relación con parte de la historiografía reciente relativa a la revolución científica (una parte especialmente premiada en círculos anglosajones y, por extensión, muy leída en universidades europeas). Particularmente, con aquellos autores que intentan enriquecer las visiones más historiográficas más tradicionales con componentes concernientes a operaciones con objetos fisicalistas, así como con la inclusión del papel de las ciencias y técnicas hispano-portuguesas en sus relatos históricos.

1. Viajes y geografía esférica en la Antigüedad

En distintos idiomas, la palabra ‘viaje’ o ‘jornada’ tiene dos sentidos. Por un lado, significa desplazamiento, sobre todo a un lugar lejano. Por otro, se refiere al relato de este desplazamiento. Esta conexión entre los viajes y su narración apunta al hecho básico de que normalmente se espera de los viajeros que relaten su travesía al grupo al que pertenecen: el grupo de partida es también el grupo de llegada. Pero esto significa que los viajes son, al contrario que las migraciones, circulares, es decir, de ida y vuelta. Y que, en contraste con las diásporas, afectan sólo a parte de un grupo (Cherry, 2001; Pimentel, 2000). Los viajes, desde sus primeros despuntes como instituciones humanas, eran más que meros desplazamientos espaciales: eran lapsos temporales en los que un individuo o un conjunto de individuos partían de sus grupos de origen para volver a ellos. Como resultado, y para que éste fuese posible, el viaje (via-ticum) requería planificar los caminos, pistas, vías o rutas que se debían seguir (Bueno, 2009). El desarrollo de los modelos, dibujos y mapas geográficos estuvo, en su génesis, ligado tanto a los viajes como a la localización de recursos y peligros alrededor del grupo de referencia.

El viaje de ida y vuelta no siempre usaba el mismo camino en sus dos sentidos; a menudo, las rutas trazadas en un mapa tomaban la forma de un círculo más o menos deforme: eran circulares. Cuando las teorías acerca de la forma esférica de la Tierra se hicieron predominantes en Grecia (por medio del principio platónico, en la estela de Anaximandro, de «salvar los fenómenos» astronómicos con el uso del círculo){2}, apareció un nuevo límite teórico para la circularidad de esos viajes. Por primera vez, partiendo desde un punto dado de la superficie terrestre y siguiendo una línea geodésica, cabía esperar retornar a ese mismo punto. En términos de geometría euclidiana, esto equivaldría a trazar sobre la superficie terrestre un círculo máximo, definido como el máximo círculo posible sobre la superficie de una esfera o como el círculo del cual un segmento representa la distancia más corta entre dos puntos cualesquiera de una esfera, la de la Tierra en este caso. Es así como el viaje alrededor del mundo, es decir, el viaje de globalización, se convirtió en una posibilidad teórica, la que pudo haber inspirado los proyectos imperiales de Alejandro Magno (Bueno, 2000).

La teoría de la esfericidad de la Tierra también cambió el modo de dibujar los mapas terrestres. Como es sabido, el tratamiento griego de la astronomía introducía relaciones geométricas en lo que hasta entonces (en Babilonia) habían sido datos aritméticos. El Almagesto de Ptolomeo se considera resultado de la combinación efectiva entre los datos de observación babilónicos, muy precisos, y el principio –que posibilitó las identidades esquemáticas y sintéticas en astronomía– de la esfera terrestre (North, 1994:50-115). El dominio de la astronomía y la geometría capacitó a Ptolomeo para el desarrollo de la geografía astronómica o matemática; así, sus famosos mapas del ekumene, o mundo conocido, ofrecían localizaciones específicas para las partes –enclasadas, por ejemplo, en continentes– de la Tierra dentro de un sistema esférico de coordenadas. Para cualquier punto de la superficie terrestre se podía determinar una posición en términos de latitud (siguiendo los paralelos) y longitud (siguiendo los meridianos). La historia de la geografía esférica ha ido de la mano de las proyecciones geométricas de la superficie terrestre a la superficie de los mapas (Synder, 1997), sin por ello reducirse a ella, como veremos.

Mapa de Ptolomeo del mundo conocido
Mapa de Ptolomeo del mundo conocido

Los mapas esféricos del ekumene establecieron un nuevo contexto para los viajes: los peri-ploi, relatos de viajes circulares, crecieron en número y extensión, y los periegetes, guías y descripciones del mundo conocido, fueron muy exitosos. La Periegesis de Pausanias describía y teorizaba sobre Grecia y los trabajos del Dionisio periegeta se tomaban como imágenes adecuadas de las cosas vistas alrededor de todo el mundo conocido (Cherry, 2001). La relación entre la geografía esférica y los viajes, en cualquier caso, no se disipó con los tiempos antiguos, sino que volvió a impulsarse nuevamente en los siglos XV y XVI.

2. Los viajes marinos del siglo XV y la expansión de la geografía esférica

En los primeros años del siglo XV, expediciones portuguesas y españolas ocuparon, respectivamente, Madeira y las Islas Canarias. Esta expansión hacia el sur del Atlántico precisaba de naves y técnicas muy diferentes a las que se venían usando en el Mediterráneo. El cabo Bojador, situado a unos 200 kilómetros (160 millas marítimas) al sur de las Islas Canarias era particularmente peligroso, dada la dificultad de hallar una ruta de retorno, debido a que todo el año soplan sobre él fuertes vientos del noroeste. Su superación en 1434 por navíos portugueses financiados por Enrique el Navegante abrió las puertas a futuras incursiones más al sur, para intentar rodear África y, en su caso, encontrar nuevas rutas hacia Asia. Pero también obligó a los marineros portugueses a aprender a navegar a barlovento, contra el viento.

De este modo, las técnicas náuticas, geográficas y astronómicas adquirieron gran importancia. En el último tercio del siglo XV, apareció un nuevo género literario sobre construcción de veleros y nuevas técnicas de navegación, los llamados Regimientos, o reglas, de navegación. Sus autores escribían en las lengua vernácula para un público de ingenieros y artesanos, antes que universitario. Los tratados sobre construcción de navíos se acompañaban de discusiones sobre geografía o sobre tablas astronómicas (López Piñero, 1979: 217-254), y, como veremos, alcanzaron su cumbre en el siglo XVI. Navegar contra el viento requería, además de nuevas técnicas, nuevas rutas: para avanzar a barlovento es necesario ir en zigzag, y los de los portugueses eran tan amplios que los llevaron hasta las Azores. Las rutas dependían también de las corrientes anuales. Hallar rutas de regreso era un proceso largo en el que se perdían muchos barcos hasta que las rutas quedaban institucionalizadas y se repetían una y otra vez (fueron las que se usaron, años después, para volver de las Américas). Por supuesto, los marinos que ensayaban rutas aun no institucionalizadas deben ser considerados aventureros, más que viajeros, dado que el viaje se hace sobre una ruta circular previamente establecida (Bueno, 2002:17).

El proceso de establecimiento de estas rutas supuso un acicate para el desarrollo de los mapamundi, es decir, para la geografía esférica y la cartografía matemática. Los mapas portolanos, que describían la costa incluyendo sus referencias más sobresalientes para una rápida identificación de ellas por los marineros, eran suficientes para el Mediterráneo. Para usarlos había que echar mano de la astronomía, si bien algo rudimentaria. Había que hallar la latitud y navegar al norte o al sur hasta alcanzar la latitud de destino y, desde ella, girar 90º hacia el punto que se quisiera alcanzar. Para establecer la latitud los marinos se servían de la brújula y el astrolabio, instrumentos de larga tradición antes del siglo XIV y que vieron algún desarrollo en los países islámicos (González, 1992:33-39 y López Piñero, 1979:122-127).

Estos métodos, aunque ingeniosos y útiles en las costas conocidas del Mediterráneo, no eran de gran ayuda en la inmensidad del mar Océano. Allí, las indicaciones del compás, a pesar de sus enormes mejoras con vistas a los viajes Atlánticos, sufrían las variaciones del polo magnético de la Tierra con respecto a sus polos geográficos. Cristobal Colón ya trataba de estas variaciones en su diario, e inauguró la larga tradición de intentos de determinar sus valores específicos (a esta tradición pertenecía la hipótesis de la diferencia del polo magnético y el terrestre debida a Martín Cortés y sobre la que volveremos luego (Colón, 1989; Cortés, 1990; sobre otras consideraciones colombinas de relevancia astronómica, como la posición de la estrella polar con respecto al polo Norte, veáse Comellas, 1991). Además, las inexactitudes en la determinación de la latitud, que podían obviarse en la navegación con portolanos, se tornaban fatales en el Atlántico. Más aún, cuando los portugueses arribaron al hemisferio sur en 1471, las tablas y estrellas para determinar la latitud ya no servían, pues se hallaban bajo «un nuevo cielo con nuevas estrellas,» por usar sus propias palabras (Hooykaas, 1987:459). Las tablas solares de la tradición alfonsina necesitaban, por tanto, de modificaciones para poder seguir determinando la posición del observador de acuerdo con su altura respecto al sol en diferentes momentos del año. Las nuevas tablas se basaban ahora en lo que los portugueses llamaron la ‘Cruz del Sur’, un conjunto de estrellas situadas en el polo Sur, donde ya no se veían ni polaris ni, excepto en las cercanías del ecuador terrestre, las que forman los signos zodiacales. Aparecieron, incluso, «astrolabios universales,» que incluían las estrellas que vería un observador en el hemisferio norte y las que vería en el sur. Al mismo tiempo, se desarrollaron métodos para predecir la posición de la luna en latitudes desconocidas, lo que resultó de vital importancia a la hora de predecir las fortísimas mareas del Atlántico y de intentar establecer la longitud, cuya medida, de otro modo, dependía de cálculos rudimentarios de distancias.

John Law, desde un punto de vista cercano a los estudios de «Ciencia, Tecnología y Sociedad,» analiza algunas de estas innovaciones técnológicas en relación a la expansión imperial e incluso las identifica, como se hará más adelante en este artículo, con un de los primeros ejemplos de los resultados prácticos de la ciencia; sin embargo, no explora cómo innovaciones en navegación, además de servirse de la cosmografía y del Imperio, los transformaron de manera importante (Law, 1986:234-263). Efectivamente, los desarrollos de la navegación astronómica relanzaron la geografía astronómica: los mapas oceánicos eran más útiles si se basaban en la red de paralelos y meridianos, y los navegantes del último tercio del siglo XV estaban prestos a relacionar sus técnicas de navegación astronómica con la geografía esférica ptolemaica. Por ejemplo, Cristóbal Colón trabajó con una edición impresa de la Geografía (a veces llamada Cosmografía) de Ptolomeo –-de las muchas que se hicieron a lo largo del siglo XV, al poco de ser redescubierta la obra (recuérdese que los mapas que con tanto escándalo fueron distraídos de la Sala Cervantes de la Biblioteca Nacional en Madrid en el año 2007 pertenecían a una edición incunable de esta obra datada en 1482)– (Manso, 2006). Colón, como otros navegantes de su época, estaba dispuesto a usar los métodos de Ptolomeo, pero no se veía sujeto a reproducir las exactas relaciones entre términos de geografía esférica –esto es, entre parcelas de tierra– que aparecían en la obra de Ptolomeo (Gautier, 2007:329). La confrontación de las tradiciones astronómica, geográfica y cosmológica con navegantes artesanos produjo importantes transformaciones en la teoría de la esfericidad de la Tierra, pues la ekumene estaba expandiéndose y siendo redefinida.

De entre estas transformaciones, la más significativa para los propósitos de este artículo es la concerniente a la esfericidad de la Tierra. La mayoría de los historiadores de la ciencia dirán que los griegos ya sabían que la Tierra era una esfera y que, por tanto, la forma de ésta no suponía ningún problema para los navegantes. Pero esto contiene un anacronismo, y es que estos mismos historiadores no aceptarían la mayoría de los argumentos de los astrónomos y geógrafos antiguos en favor de la esfericidad de la Tierra (desde luego, ninguno de los cuatro que Aristóteles presentaba en Del Cielo; el argumento de las sombras de la Tierra sobre la luna es de los pocos que hoy podemos rescatar). Las precisas medidas de Eratóstenes no demostraban la esfericidad de la Tierra sino que, más bien, partían de ella y aplicaban trigonometría. Además, el argumento esgrimido por los historiadores ignora el hecho significativo, traído a colación por el historiador Randles, de que la mayoría de los estudiosos medievales y renacentistas dibujaban la Tierra como una esfera situada sobre una segunda esfera de agua con la que compartiría el centro de gravedad. En este esquema, cuyos argumentos desarrolló y defendió según cierta interpretación de la doctrina de Aristóteles el parisino Juan Buridan (1300-1358), el ekumene –Europa, Asia y el norte de África– se suponía la parte superior de la esfera terrestre y la única que emergía de la esfera de agua: el resto de la esfera terrestre bajo el mundo conocido estaría sumergido. Si esto fuera así, y dado que la esfera de agua se pensaba bastante mayor que la de la Tierra, se comprende que un viaje de circunnavegación no sería factible, pues las distancias a recorrer excederían las tecnologías náuticas disponibles. El argumento de las dos esferas se basaba, como Randles ha demostrado, en algunas ambigüedades de la teoría aristotélica (que hunde sus raíces, como es sabido, en Empédocles) de los cuatro elementos –tierra, agua, aire y fuego– y sus lugares naturales, que resultaba en la posición relativa de estos elementos en esferas separadas, lo que llevó a muchos estudiosos medievales a concebir las esferas de tierra y de agua como separadas de hecho (un repaso por las alternativas disponibles en el medievo sobre la forma de la tierra puede leerse en Randles, 1994).

La división aristotélica de las esferas según una edición del siglo XV del tratado de Joannes de Sacrobosco
La división aristotélica de las esferas según una edición del siglo XV del tratado de Joannes de Sacrobosco, Sphera mundi, 1478

La Geografía de Ptolomeo favorecía, desde luego, el esquema de una única esfera, y así interpretaron a Aristóteles varios autores a lo largo del tiempo –fijándose más en su Meteorología que en su Del Cielo–, entre ellos Roger Bacon. Alrededor de 1483, algunos años después de que naves portuguesas surcasen el ecuador, Colón anotó en una copia del Imago mundi de Pierre d’Ailly –que en esto seguía a Roger Bacon–, que «la Tierra y el agua forman un cuerpo redondo.» El proyecto colombino de llegar a Asia navegando hacia el oeste era una locura objetiva desde el punto de vista de la esfera de Tierra sumergida en una esfera de agua, pues, de salirse del ekumene, rodeado por la esfera de agua, se entraría en ésta y las distancias se harían enormes, como inmensas eran las distancias oceánicas entre Europa y Asia según los cálculos de los seguidores de este modelo. Aunque no sabemos que interpretación daban los que así interpretaban a Aristóteles a la sombra de la Tierra sobre la Luna en las distintas estaciones, o si tan siquiera trataban de discutir este fenómeno, el hecho es que la mayoría de los astrónomos y geógrafos reunidos en las juntas que evaluaron el proyecto de Colón de 1480 en adelante lo atacaron por esta misma razón: juzgaban imposible navegar por la esfera de agua en la que creían sumergida la mayor parte de la de Tierra.

cuatro elementoscuatro elementos
La doctrina de los cuatro elementos hizo a muchos aristotélicos medievales imaginar que la esfera de tierra estaba prácticamente sumergida en una supuesta esfera de agua

El historiador Klaus Vogel considera, por todo lo anterior, que el viaje de Colón equivalía a una prueba casi experimental de su hipótesis de una única esfera (Vogel, 2006). De esto no se debe deducir que Colón actuara bajo ningún tipo de «método científico» –no solamente anacrónico sino, de hecho, inhábil para explicar el funcionamiento de las ciencias actuales, como se apunta en el apartado final de este artículo–; ni siquiera cabe pensar que su cosmografía era verdadera: se sabe que exageró la longitud de Asia, que ya era demasiado grande en la Geografía de Ptolomeo y que, en los últimos años de vida, intentó acomodar sus descubrimientos a sus ideas sobre el Edén (sobre estos errores, algunos muy fructíferos, ver Wallis, 1993). Sin embargo, la afirmación provocadora de Vogel ayuda a comprender el contexto geográfico e imperial en el cual el proyecto colombino fue aceptado. Los intentos de Colón de convencer a las coronas primero portuguesa y, después, española erraron varias veces, porque cada vez que echaba mano de las teorías de Ptolomeo o de Roger Bacon, o de algunos pasajes de Séneca o Aristóteles, sus críticos oponían la ristra de comentadores de Aristóteles que sostenían la existencia de dos esferas separadas para el agua y para la Tierra. La situación, en todo caso, cambió drásticamente después de que Colón presenciase la narración por parte de Bartolemé Díaz al rey portugués de la primera navegación alrededor del Cabo de Buena Esperanza. Las noticias que traía Díaz situaban el cabo mucho más al sur (en realidad, más al sur de lo que estaba) de lo que ningún defensor de la teoría de las dos esferas podía permitirse admitir. Los críticos de Colón pronto se tornaron voceros de su proyecto al afirmar que, habida cuenta las pruebas aportadas por los marinos, la tierra y el agua formaban una y la misma esfera (el Cardenal Pedro González de Mendoza pasó de rechazar el proyecto a escribir a los Reyes Católicos recomendando su financiación). La ampliación del ekumene por parte de estos marinos fue, por tanto, lo que dotó de plausibilidad a la teoría ptolemaica y colombina a los ojos de cosmógrafos y monarcas (Vespucio, 1992).

3. El Imperio Universal y la esfericidad de la Tierra

Por tanto, como resultado de la navegación oceánica, el campo de la geografía esférica, el mundo, se había expandido y Colón pudo convencer a sus patrones de la posibilidad de alcanzar las costas de Asia dirigiéndose al Oeste. A los portugueses, en cambio, no interesó esta propuesta, dado que, habiendo superado el Cabo de Buena Esperanza en 1488, confiaban en encontrar un paso a la India por el sur. Los Reyes Católicos españoles se encontraban en otra tesitura: tras la conquista de Granada, todas las vías de expansión posibles eran reivindicadas por otras potencias, de modo que trazar un círculo sobre la superficie de la Tierra hacia Asia era la alternativa que más convenía al proyecto imperial. Desde el punto de vista comercial, tal empresa pondría fin a la dependencia de los venecianos para el comercio con Asia; militar y políticamente, permitiría rodear al enemigo otomano. Esta sección indaga en la conexión entre el Imperio español y la geografía esférica.

Tiempo después de la vuelta de las naves dirigidas por Colón en su primer viaje, se seguía discutiendo por toda Europa acerca de la naturaleza, asiática o no, de las Indias Occidentales. En cambio, la identidad de las esferas del agua y la Tierra fue unánimemente aceptada. La firma, en 1494, del Tratado de Tordesillas, que dividía el mundo portugués y español en términos de navegación astronómica fijando un meridiano a 370 millas al Oeste de Cabo Verde como «línea de demarcación», otorgó significado político a la geografía esférica ptolemaica. Ahora, el ekumene había quedado reabsorbido en la esfera terrestre y rebasaba su supuesta superficie flotante, de suerte que los imperios podían planificar su expansión a todo lo largo y ancho de esta superficie (sobre la relación entre medidas de longitud y política, ver Goodman, 1988:53-65).

Tratado de Tordesillas
Tratado de Tordesillas

La posibilidad de expansión universal, global, revestía un significado especial para los dos imperios ibéricos por su condición de católicos. El Papa Alejandro aprobó el Tratado de Tordesillas con el argumento de que, por su virtud, el Evangelio podría efectivamente alcanzar todos los rincones del globo. Casi todos los cosmólogos cristianos habían compartido la idea de que el límite de la ekumene era el del Mediterráneo con el Atlántico, lo que les llevaba a rechazar la existencia de seres humanos más allá de este límite, pues (y esta fue la principal razón por la que San Agustín negaba la posibilidad de las Antípodas), de haber seres humanos más allá de él, habría que admitir que no pudo llegarles el Evangelio. Pero esto equivaldría a reconocer que se había desobedecido el mandato de Jesús de predicar el Evangelio a todas las gentes (todavía nadie había imaginado las justificaciones posteriores totalmente ad hoc acerca de supuestos viajes transatlánticos de los apóstoles), y, por tanto, a desacreditar el Nuevo Testamento y su doctrina de la divisio apostolorum (pude verse un interesante estudio de la idea de la esfericidad de la Tierra en San Agustín en Randles, 1994). Ni siquiera en las tierras al norte del ecuador terrestre, las llamadas zonas tórridas, se esperaba encontrar seres humanos.

Pero los navegantes habían traspasado esas fronteras; alrededor de 1516, Carlos V eligió como escudo de armas las dos columnas de Hércules con el «plus ultra» inscrito a su alrededor, lo que fue pronto interpretado como la transgresión del límite «non plus ultra», que la leyenda situaba gravado en estas míticas columnas, sitas en el Estrecho de Gibraltar (sobre este escudo, Rosenthal, 1971). El Papa, en todo caso, no pretendía llevar el razonamiento agustiniano a sus últimas y temidas consecuencias, y se prestó a aceptar la solución imperial: una nueva respuesta ecuménica para un nuevo ekumene. El catolicismo dependía del Imperio para imponer efectivamente su universalidad –proceso que, de paso, imprimió un nuevo carácter a la Iglesia católica tanto en España como en la Roma española («por Dios hacia el Imperio»). Además, la corona española, al contrario que la portuguesa, veía las nuevas tierras como extensión de su dominio, y esperaba que las mismas leyes y ordenaciones políticas rigieran sobre todo el Imperio de modo que se construyesen sociedades políticas modeladas en la de partida. La Monarquía se convertiría en universal (Bueno, 1999).

Escudo de Carlos V
Escudo de Carlos V

Por tanto, y dado que el objetivo consistía en hacerse universal, global, la conexión entre el Imperio católico y la geografía esférica era directa; el ansia política de nuevos descubrimiento geográficos alimentó docenas de expediciones, que se sucedieron a un ritmo mucho más rápido que en otros imperios europeos posteriores, llegando a América, India y las Isla Filipinas en tan solo unos años (Pimentel, 2001). Y unas tierras no podían considerarse descubiertas hasta que no se habían geometrizado e insertado en el mapamundi, esto es, conceptualizado en los términos de la geografía esférica y puesto en relación con otros términos de ese campo. El proyecto de una monarquía universal, no lo olvidemos, se nutría en gran parte de la nueva concepción de la Tierra como una esfera, y, por tanto, cuando América apareció en el viaje de Colón hacia Asia, la idea de completar la ruta para rodear la esfera no se abandonó y se inició la búsqueda de un paso hacia Asia. En 1513, Núñez de Balboa capitaneó la expedición a través del istmo de Panamá que confirmó la existencia de un océano más allá del Nuevo Mundo, el Pacífico. Carlos V encomendó al portugués Fernando Magallanes hallar un paso hacia Asia rodeando América; la expedición partió de Cádiz en 1519 y en 1520 atravesó, hacia el Pacífico, lo que vendría a ser conocido como el Estrecho de Magallanes. Tras la muerte de Magallanes a manos de los nativos de las Islas del Pacífico, Sebastián Elcano tomó el mando y logró llegar de vuelta al puerto de Cádiz en 1522, si bien con sólo un navío, la Nao Victoria, y dieciocho tripulantes.

Esta primera circunnavegación marcó un punto de inflexión en las relaciones del Imperio con la teoría de la esfericidad de la Tierra, pues transformó la posibilidad teórica de dicha esfericidad en una realidad operatoria. Esta transformación tiene su eco en las palabras de José de Acosta que abrían este artículo; para él, la esfericidad de la Tierra se había hecho «más manifiesta por la experiencia que por cualquier argumento o demostración filosófica». Los historiadores de la ciencia, que se pronuncian cada vez más a favor de las prácticas operacionales sobre las proposiciones teóricas exentas, deberían tener en cuenta que los argumentos presentados por Acosta para probar la esfericidad de la Tierra en su ambiciosa Historia natural y moral de las Indias no son los argumentos de Aristóteles, sino que están basados directamente en la experiencia: «nosotros los que vivimos en Perú nos vemos obligados a observar desde este hemisferio esa parte y región de los cielos que gira alrededor de la Tierra y que los antiguos nunca vieron». Esta sensación de superioridad «moderna» sobre los antiguos será importante en la última parte de este artículo. «Yo mismo he navegado más de sesenta grados de norte a sur, cuarenta a un lado del ecuador y veintitrés al otro, dejando de lado por el momento el testimonio de otros que han navegado mucho más allá y llegado a casi sesenta grados al Sur.» Pero Acosta no se contentaba con la experiencia, sino que subrayaba el contenido operacional de la prueba: los hombres habían medido la Tierra al navegarla con la Nao (de Acosta, 1590). Esta dimensión operatoria estaba también presente en el escudo que Carlos V ofreció a Elcano, en el que aparecía un globo con la inscripción «Primus circumdedisti me» (Insua, 2008a).

Tras el viaje de circunnavegación se hacía necesario revisar el Tratado de Tordesillas, pues un meridiano no bastaba para dividir el globo entero, sino que se imponía establecer un anti-meridiano, tarea que provocó largas discusiones y escaramuzas, pues requería acuerdo político sobre las medidas de longitud, imposibles de establecer con alguna precisión hasta que, siglos después, pudieron fabricarse relojes capaces de indicar con fiabilidad la diferencia horaria entre un punto dado y el meridiano de referencia . La dificultad estribaba en trazar un círculo máximo que dividiese el globo en dos semiesferas; aunque se alcanzó una solución política en el Tratado de Zaragoza de 1524 definiendo el anti-meridiano, las coronas de España y Portugal continuaron pugnando por los nuevos territorios y, así, la primera ceremonia al alcanzar nuevas costas solía ser la de determinar su latitud y tratar de hacer lo propio con la longitud, es decir, transformar las tierras avistadas en términos de la geografía esférica (ceremonia que, a menudo, incluía la tergiversación de los resultados a favor del propio rey; para una descripción de estas ceremonias del lado portugués, que, sin embargo, se mantiene sospechosamente al margen del Imperio hispano e incluso del Tratado de Tordesillas, ver Seed, 1995).

Por todo lo anterior, la geografía esférica y la cartografía se tornaron empresas imperiales. Ahora, las relaciones de distancia, altura, longitud y latitud entre trozos de tierra comenzaban a formar un sistema cerrado (en el sentido de la teoría del cierre categorial de conformar una categoría cerrada, siendo la esfera, como se apuntó más arriba, el principal principio de este cierre): por vez primera, se podía determinar la distancia entre Cádiz y las Filipinas sabiendo la distancia atlántica entre el Istmo de Panamá y Cádiz, y la distancia pacífica entre el Istmo y las Filipinas. Cualquier objeto fisicalista o fenómeno del campo de la geografía podía ahora relacionarse con cualquier otro por medio de coordenadas esféricas (Bueno, 1989). Las franjas de verdad que alcanzaban los distintos mapamundi estaban en función de la coordinación de éstos con las tierras que dibujaban. Sin embargo, no se trataba de una correspondencia de adecuación (como asumirían las teorías de la ciencia descripcionistas o adecuacionistas), pero tampoco una invención (como dirán los teoreticistas, al modo de O’Gorman, 1958 –quien, por cierto, hace un repaso exhaustivo, aunque desde una perspectiva que roza el idealismo, a las teorías previas «descripcionistas» sobre el descubrimiento de América, en parte generalizable a los mapamundi– o, también sobre América, Woolgar, 1988).

Frente a estas dos posiciones, hay que señalar que la coordinación implicaba un circularismo. Las parcelas de tierra habían sido previamente transformadas mediante operaciones sobre el terreno: determinación de coordenadas, medición, triangulación, etc. Esta transformación (Latour, presa aun del giro lingüístico, diría «traducción»; Latour, 1988) las permitía figurar como términos de la categoría de la geografía esférica. Como tales, los términos podían ser transformados de nuevo mediante su proyección en el contexto determinante del planisferio, pues, incluso si el mapamundi se proyecta sobre un globo, éste es siempre bidimensional. Las proyecciones se realizaban según las diversas alternativas operatorias disponibles en la tradición ptolemaica; nótese que, después del Renacimiento, estás alternativas se vieron multiplicadas por el cálculo y, hace unas décadas, por el uso de ordenadores electrónicos. También intervenían en este proceso operadores como compases, escuadras y otros (sobre la evolución de las técnicas de dibujo de mapas en la época, ver Woodward, 2007; para la concepción transformacionista de la idea de ciencia, así como la teoría de teorías de la ciencia que opone circularismo a descripcionismo, teoreticismo y adecuacionismo, Bueno, 1991-93).

Tal circularidad, además de tomar en nuestro caso un sentido muy literal a través de la construcción de la esfera –como prueban las discusiones de los viajes circulares o del círculo máximo–, ilustra bien el relato histórico de estas páginas, en el que la transformación de partes ignotas del mundo al campo de la geografía esférica es un proceso de siglos que implica la sucesión de múltiples objetos y sujetos intercalados. Es decir, la teoría se justifica in media res (circunnavegación), valiéndose de tecnologías (como la navegación astronómica) que dependen a su vez de ella. Pero este circularismo no implica ningún relativismo, pues los sujetos implicados quedan segregados (por disociación lógica, no por separación), de, por ejemplo, la relación de oposición de los dos polos. La verdad de la teoría esférica consistía en la constitución del mismo globo terráqueo en una esfera, lo que posibilitaba a la vez el cierre de la categoría (mediante relaciones esenciales de identidad entre diferentes parcelas de tierra) y los viajes de circunnavegación (sobre las deudas del concepto de «globo terr-áqueo» con los viajes de descubrimiento y con la teoría de la única esfera tierra-agua, Randles, 1994).

Este sistema cerrado no implicaba, por supuesto, una clausura; antes al contrario, posibilitaba la búsqueda sistemática de nuevos términos geográficos (brazos de tierra, enclasados en continentes y «partes» del mundo) dentro de los nuevos límites del sistema. Ahora que el tamaño y la forma de la Tierra se conocían operatoriamente, podían aparecer espacios en blanco en los mapas, designando aquellas áreas que estaban aún por explorar. Más aún, una vez que América fue definitivamente admitida como cuarta ‘parte’ del mundo, sumándose a las tres del antiguo ekumene, los argumentos contra una quinta parte del mundo se tambalearon. En 1606, Pedro Fernández Quirós navegó hacia el sur desde Perú en busca de la Terra Austrialis, la quinta parte del mundo. Llegó a una isla, hoy parte de la República de Vanuatu, y la llamó Austrialia; para entonces, en todo caso, el Imperio español no estaba en condiciones de abordar la conquista de las nuevas tierras (Pimentel, 2003; Randles, 1994; O’Gorman, 1961).

4. Los viajes imperiales y sus contrapartidas literarias

Todo lo anterior produjo un desarrollo inesperado de las instituciones relacionadas con los viajes, que ahora dependían hasta tal punto de la geografía esférica que un viaje canónico, la ruta de Indias, podía considerarse heredero de ella. Esto hizo que, junto con datos sobre navegación oceánica o relatos de conquista, proliferaran discusiones sobre el círculo máximo, los polos o cómo determinar la longitud. Esta mezcla de temáticas no tenía por únicos escenarios los navíos o los nuevos territorios, sino también la literatura sobre viajes. En esta sección, se exploran los contextos y contenidos de alguna obra relevante a este respecto, prestando especial atención al desarrollo común de la teoría de la esfera, el Imperio y los viajes.

Tras la unificación de los reinos peninsulares bajo la bandera del Imperio, los Reyes Católicos trataron de controlar los contactos económicos y políticos con el Nuevo Mundo, una regulación que se vería enormemente facilitada si se pudiese concentrar todo el tránsito naval en un solo puerto. La elegida fue Sevilla, ya por aquel entonces ciudad de tamaño considerable y tradición comercial, dependiente de la Corona y mejor protegida que las de la costa (Pérez-Mallaína, 1992:10-15; Chaunu, 1955-60). Para hacer efectivo el control del comercio con las Indias se creó, siguiendo el modelo portugués de la Casa da Mina y Casa de India, la Casa de la Contratación, donde se guardaba noticia de todas las riquezas que entraban por puerto para su interpretación y tasación. La Casa superó pronto en tamaño y alcance a sus precedentes lusas, y en 1508 albergó al grupo de navegantes expertos –que incluía a Hernando, el hijo de Cristóbal Colón y a Americo Vespucio– contratados por Fernando el Católico para diseñar y actualizar un mapa de las nuevas costas que todos los navegantes pudiesen usar. Es pertinente señalar, en el marco de este artículo, que Vespucio sintió la necesidad de incluir en su Mundus novus un rechazo explícito a la teoría de las dos esferas de la que se habló más arriba. Fernando el Católico, sabedor de los costes políticos y económicos que suponía enviar flotas poco preparadas hacia el Oeste, decidió retener a Vespucio en la Casa y creó el puesto de piloto mayor para él. La principal función del cargo era la supervisión de la preparación técnica de los capitanes, las naves y los instrumentos antes de su partida; también había de actualizar un mapa del mundo canónico, el Padrón Real, que todos los navegantes estaban obligados por ley a usar, así como a notificar cualquier observación o descubrimiento que pudiese alterarlo.

La Casa de la Contratación de Sevilla
La Casa de la Contratación de Sevilla

A medida que los viajes a las Indias aumentaban, tales responsabilidades excedieron la capacidad de un solo hombre: el piloto mayor se reservó a la educación de los pilotos y se nombró a un cosmógrafo jefe para supervisar los instrumentos y el Padrón Real. De este modo, poco a poco, un número importante de pilotos y cosmógrafos entraron al servicio de la Casa de Contratación, convirtiéndola en uno de los primeros organismos financiados por un Estado dedicados a la producción científica y su divulgación. La producción de instrumentos y mapas se centralizó en Sevilla y era monopolio de la Corona. Aunque algunos libros de interés se publicaban en lugares como Salamanca o Valladolid, Sevilla se convirtió también en centro de producción de tratados náuticos, geográficos y cosmográficos, y en ella se reunían los principales lectores, autores y editores. Los pilotos y cosmógrafos de la Casa de la Contratación publicaron en Sevilla sus tratados tras un proceso que incluía discusiones de los manuscritos entre los colegas de la Casa, dado que los tratados, como los mapas, se consideraban comunes y acumulativos. Los debates sobre éstos eran, a menudo, intensos, y tan pronto versaban sobre la precisión de los instrumentos como sobre la conveniencia estratégica de publicar ciertos datos privilegiados que pudieran ser utilizados por el enemigo (Lamb, 1995; la historiadora Alison Sandman ha sostenido que los niveles de secretismo impuestos a los pilotos, mucho más estrictos que aquéllos a los que se sometían los cosmógrafos, ayudó a oscurecer la labor del primer grupo y a promocionar la fama del segundo).

En este contexto se incrementó sustancialmente la literatura sobre el arte de navegar o marear, que seguía la tradición de las tablas de Alfonso X el Sabio de utilizar el romance, al contrario que los libros en latín que se consumían en las universidades. Como los Regimientos, que aparecieron en el apartado segundo de este artículo, estos tratados incluían tablas de tiempos astronómicos y calendarios para la navegación, así como rutas establecidas, descripciones geográficas, diseño y usos de instrumentos y navíos. También contenían, a menudo, mapas del mundo o referencias al Padrón Real (Carriazo, 2003). De forma significativa para el argumento del presente artículo, muchos de estos tratados dedicaban sus primeras páginas a la teoría de la esfericidad de la Tierra (Fernández de Enciso, 1519). También en esto seguían la tradición de los Regimientos portugueses, que normalmente basaban este apartado en el Tractatus de Sphaera de Juan de Sacrobosco (1220), el cual aportaba una base a la astronomía ptolemaica desde la filosofía natural. Sin embargo, la Sphaera podía ser interpretada como favoreciendo la teoría de las dos esferas separadas de agua y tierra (Randles, 1994, cita a Sacrobosco: «los otros tres elementos rodean a la Tierra esféricamente por todos lados excepto allí donde la sequedad de la tierra se conserva frente a la humedad del agua para preservar la vida de los seres animados»), y así lo había sido durante la Edad Media, hasta el punto de que la mayoría de sus editores en el siglo XV incluían ilustraciones en este sentido (como es el caso de la ilustración incluida más arriba).

Versión de Jerónimo de Chaves del Tratado de Sacrobosco
Versión de Jerónimo de Chaves del Tratado de Sacrobosco, en el que aparece una sola esfera, si bien no toda ella sujeta al rigor geométrico de los paralelos y los meridianos (Sevilla 1545)

Como he argumentado más arriba, el nuevo contexto de viajes imperiales había cuestionado esta imagen hasta imposibilitarla, de modo que autores como Fernández de Enciso o Francisco Falerio, más que limitarse a resumir a Sacrobosco (como suelen incluso hoy asumir la mayoría de los comentadores e historiadores), se preocupaban de eliminar toda posible ambigüedad relativa a la unidad de las dos esferas: los océanos separaban masas de tierra, no cubrían ni sostenían la esfera separada de la Tierra (Falerio, 1989:9-40).

A pesar de que esta identidad que permitía el cierre de la geografía esférica no surgió en las universidades, pronto encontró su eco en ellas, que no dudaban en traer a colación las pruebas operacionales aportadas por los marinos. Por ejemplo, ya en 1520, el profesor portugués Pedro Margalho publicó en Salamanca su Physices Compendium, donde se argumentaba que el agua no podía formar una esfera separada porque eso haría el hemisferio sur mayor al hemisferio norte, lo cual imposibilitaría el uso de una retícula esférica universal como la de los paralelos y meridianos; pero lo navegantes habían probado que tal retícula funcionaba a la perfección (Flórez, 1985). Del mismo modo, alrededor de 1526, Fernan Pérez de la Oliva escribió la Cosmographia Nova, que utilizó para sus cursos de filosofía natural en la Universidad de Salamanca. A pesar de sus años en Paris, la Cosmographia de Pérez de la Oliva se parecía poco a la de los aristotélicos parisinos, pues subrayaba las experiencias de los navegantes y las mediciones matemáticas del globo, a la par que explicaba los diferente tipos de proyecciones o planisferios y cómo construirlos. En 1524, antes de la publicación de la Cosmographia, había elaborado una discusión de la circunnavegación de Elcano y sus efectos en cosmografía. Por supuesto, tenía contacto directo con los marinos y cosmógrafos no universitarios de la Casa de la Contratación; por ejemplo, se entrevistó con Hernando Colón, el hijo de Cristóbal Colón que ya hemos mencionado más arriba (sobre esta entrevista y sobre el trabajo de Pérez acerca de la circunnavegación, ver Fuertes Herreros, en Pérez de la Oliva, 1985).

La literatura que se está repasando aquí se estaba haciendo científica en virtud de su relación con las medidas geométricas de la Tierra (había, desde luego, otro tipo de estudios, si se quiere, pre-científicos, ligados al imperio hispano, como puedan ser los lingüísticos; ver Suárez, 1992). En la primera sección quedó reflejada la conexión de los viajes globales con el concepto de círculo máximo; ahora conviene centrarse en algunas de las discusiones explícitas sobre esta figura sostenidas por marinos y autores en el contexto de los viajes imperiales. En su Cosmographia Nova, Pérez de la Oliva, a quien ya encontramos ocupado con la circunnavegación, definía el circulus maior y lo utilizaba para calcular distancias. Él, como todos sus contemporáneos, se enfrentaba al problema del curso que habría de seguir un barco para circunnavegar la tierra; si siguiese una «línea de rumbo» con la brújula, cortando cada meridiano con el mismo ángulo y, por tanto, manteniendo un curso constante con respecto al Polo Norte, no llegaría a su destino sino a uno de los dos polos. Trazar una línea recta en un mapa hacia el Este o el Oeste no resultaba en un círculo máximo en geografía esférica.

El marino portugués Pedro Núñez y el cosmógrafo español Martín Cortés identificaron dos razones por las cuales tenía lugar esta aparente paradoja (Pérez de la Oliva, 1985: 86). Primero, Núñez señaló que los meridianos se acercaban entre sí en latitudes próximas a los polos, de suerte que los mapas con proyecciones cuadriculadas resultaban engañosas para largas distancias. Ensayó una descripción matemática de lo que luego ha venido a llamarse la curva loxodrómica, que se definía como el curso que una nave había de seguir para cortar todos los meridianos con el mismo ángulo. Corrigiendo dicha curva, se podría pilotar un barco de modo que trazase un círculo máximo, que ya no aparecería como una línea recta en una proyección cuadrangular. Los capitanes de la Casa denunciaron que los mapas existentes no incluían esa corrección, poniendo así en tela de juicio no sólo la situación de algunos puertos importantes en la división geométrica de la Tierra, sino también los intereses comerciales de los editores de mapas y los intereses imperiales de la Corona (Lamb, 1995){3}. En segundo lugar, Martín Cortés se enfrentó al problema de las desviaciones del compás con respecto al polo terrestre, ofreciendo la hipótesis de un polo magnético terrestre diferente del geográfico e intentando determinar la localización del primero. También intentó hallar el modo de corregir esta desviación de modo que un piloto pudiera mantener el curso de su nave verdaderamente perpendicular al Polo Norte (Cortés, 1990).

5. Conclusión: la circunnavegación de la Tierra y los orígenes de la Revolución Científica

El círculo máximo, como la línea más corta entre dos puntos cualesquiera de la esfera, era un problema vital para los marinos, como lo eran las medidas de latitud y longitud o el cálculo de distancias. Navegantes y cosmógrafos al servicio de los imperios ibéricos desarrollaron para sus viajes la navegación astronómica y la geografía esférica, entre otras cosas para establecer rutas circulares o, como un importante tratado de la época las llamaba, «rutas en espejo». En este proceso, los viajes circulares Oceánicos se convirtieron en modelos canónicos para otros viajes (De Chaves, 1983). Entre los ejemplos más sobresalientes están la Volta de la India descubierta por Vasco de Gama en 1498, la circunnavegación de Elcano en 1522 y el Tornaviaje desde las Filipinas hallado por Andrés de Urdaneta en 1565 (Insua, 2008, b). Estos marinos viajaban, literalmente, alrededor de sus imperios. Restos de este canon viajero se encontrarán por siglos venideros en diferentes países europeos; así, las elites inglesas contarían con su Grand Tour para completar su educación y el francés Bougainville llamaría al relato de su viaje, que se convertiría en ejemplo de viajeros «modernos e ilustrados,» Voyage autour du monde (1771). Alexander von Humboldt fue, seguramente, el viajero ilustrado que hizo esta deuda más explícita (Cañizares-Esguerra, 2006).

A menudo se defiende que los viajes se convirtieron en expediciones científicas en virtud de su adopción de las reglas y los métodos de la revolución científica, de modo que los viajeros estarían reproduciendo a cielo abierto lo que Robert Boyle y otros habían hecho en el laboratorio: «interrogar a la naturaleza experimentalmente.» Para decirlo brevemente, lo que este apartado defiende es justo lo contrario: los viajes de descubrimiento imperiales fueron una fuente primordial para la revolución científica (puede encontrarse un argumento similar para campos no cosmográficos, como el tratado por Oviedo, en Carillo, 1999){4}. Es de señalar que esta relación con la ciencia no se dio en la literatura de viajes de fuera de Europa, tal vez por su falta de compromiso con proyectos imperiales o con la geografía esférica (Alam y Subrahmanyan, 2007: 357-363). En las últimas décadas, los historiadores de la llamada revolución científica han pasado de centrarse en unos pocos descubrimientos y héroes científicos a fijarse en un sin número de prácticas, técnicas y gentes. Las historias de la astronomía, la mecánica y la dinámica de Alexander Koyré o Richard Westfall se han visto completadas con la insistencia de B. J. T. Dobbs y otros en el modo en que el interés de Newton por la alquimia y la teología conformó, metodológicamente, partes importantes de su trabajo en mecánica. Del mismo modo, William Newman ha defendido que las prácticas alquímicas fueron fuente imprescindible para las teorías corpusculares que acabaron por arrumbar la teoría aristotélica de la materia. Los filósofos mecanicistas como Gassendi o Descartes aparecen ahora desbancados de su posición de primeros motores, o al menos contextualizados en sus ambientes técnicos, políticos y económicos (Koyré, 1939; Westfall, 1971; Dobbs, 1991; Newman, 2006).

Esta ampliación historiográfica de los contextos que fueron determinantes para el desarrollo de las ciencias modernas se ha acompañado de una mayor atención a prácticas y operaciones con objetos fisicalistas sobre la tradicional prominencia de aspectos teóricos. Pamela Smith ha defendido que las metodologías experimentalistas hundían sus raíces en lo que llamó la «epistemología artesanal,» para lo cual ha recurrido a lugares, personajes y disciplinas normalmente no consideradas reliquias relevantes para la historia de los orígenes de la ciencias modernas. Dos libros fundamentales han llevado este enfoque a su punto álgido: el de Deborah E. Harkness, The Jewel House y el de Harold Cook, Matters of Exchange. Su estudio, respectivamente, del Londres de Isabel I y de la República Holandesa ofrece un marco en el que nuevos objetos de consumo, traídos de las partes exóticas del Nuevo Mundo, se intercambiaban y sometían a escrutinio por parte de ciudadanos y mercaderes a menudo anónimos. Este creciente interés por los objetos fisicalistas que poblaban los primeros laboratorios ha beneficiado a estudiosos de las ciencias modernas por antonomasia (como lo prueba el estudio de Dominico Bertoloni sobre los avances de la mecánica en Italia), pero ha sido especialmente pregnante para la historiografía de la historia natural, que ha desplazado su atención hacia las metrópolis imperiales (véanse las cuatro compilaciones Mechants and Marvels, Colonial Botany, Nature and Empire y Science and Empire in the Atlantic World), validando la llamada de Charles Gillispie para incorporar las reliquias relacionadas con la era de los descubrimientos en los relatos sobre la Revolución Científica (Smith, 2004; Harkness, 2007; Cook, 2007; Bertoloni Meli, 2006; Smith y Findlen, 2002; Sciebinger y Swan, 2005; MacLeod, 2000; Delbourgo y Dew, 2008; Gillispie, 1990: prefacio a la segunda edición).

Algunos historiadores han incorporado al Imperio español en estas corrientes historiográficas, centrándose, sobre todo, en cómo dos de las características más comúnmente asociadas a la Revolución Científica, el experimentalismo y la institucionalización, despuntaron en el Renacimiento europeo por los montes de la península (véanse los trabajos compilados en Lafuente, Elena y Ortega, 1993). Barrera-Osorio ha defendido que «la contribución española al desarrollo de la ciencia consistió en la institucionalización de prácticas empíricas más que en el desarrollo de la ciencia como tal» (Barrera-Osorio, 2007: 2; argumentos parecidos ya habían aparecido en Rey Pastor, 1970). En efecto, se subrayó la experiencia empírica y se desarrollaron métodos para aprovecharla, a la par que se enviaban veleros a las américas y vuelta. Asimismo, nacieron instituciones imperiales para la recogida e interpretación de información (Cañizares-Esguerra, 2006). Después de todo, las famosas relaciones geográficas –cuestionarios enviados a prácticamente todo oficial de los virreinatos– fueron un modelo para las desarrolladas en el siglo XVII en Inglaterra y de las que se nutrieron los primeros números de la Royal Society Transactions (Pimentel, 2003: 57). No debería sorprender a nadie que en un contexto de competencia transoceánica en el que el Imperio hispano era la fuerza dominante sus rivales intentasen adaptar sus métodos a sus propias circunstancias. El cosmógrafo español Andrés García Céspedes usó el lema de Carlos V, plus ultra, en la portada de su Regimiento, en la que podía verse un navío atravesando las dos columnas de Hércules; pues bien, en 1620, Francis Bacon tomó prestada esta portada para su Nueva Atlántida, en la que el autor, a menudo considerado clave en el desarrollo de la ciencia moderna, promovía la institucionalización de la filosofía natural y usaba el descubrimiento geográfico como canon para sus ideales de avance científico. Es sintomático que el inglés situara su utopía en una isla al sur de Perú en la que los habitantes hablaban español y utilizaban los resultados científicos para explotar mecánicamente diversos bienes naturales. Pero esta utopía se parece mucho a la que había difundido Antonio Quirós en sus intentos, poco efectivos pero internacionalmente publicados, por convencer a la Corona española de financiar más expediciones a la por él descubierta terra australis (Cañizares-Esguerra, 2006; Pimentel, 2003).{5}

García de CéspedesNueva Atlántida de Francis Bacon
La portada de García de Céspedes, años después
reproducida en la Nueva Atlántida de Francis Bacon

Sin embargo, estas argumentaciones pueden resultar engañosas. Por lo pronto, se enfrentan a la tarea de explicar la diferente interpretación de estas metodologías (empiristas y organizacionales) en los países donde prosperarían Boyle o Newton (para estas interpretaciones y su contexto, incluyendo el teológico-protestante, Jacob y Jacob, 1980). Además, y esto es insalvable desde una teoría de la ciencia materialista, sólo el teoreticismo puede señalar a la organización institucional o la metodología experimentalista como catapultas suficientes para el impulso de las ciencias modernas. Porque estas dos metodologías, aun concediendo que estuviesen bien definidas, se han aplicado a menudo a categorías que no han alcanzado ningún grado de cientificidad, a menudo por la imposibilidad de llevar sus materiales a un cierre capaz de segregar a los sujetos gnoseológicos (aunque esto no significa que elementos como las normas, modelos, las operaciones, etc. hayan de ser desdeñados en la explicación de la aparición de nuevas disciplinas o de la consolidación de las preexistentes).

Por tanto, el argumento de este artículo acerca de los orígenes atlánticos de la revolución científica es más modesto que los anteriores por limitarse al caso de la teoría de la esfericidad de la Tierra. Este caso se ha puesto en relación con la geometría y astronomía griegas y con los proyectos y empresas imperiales en el grueso de este artículo. Al mismo tiempo, esto lo convierte en un argumento más radical, por cuanto defiende que sí hubo aportaciones hispanas a la constitución de las ciencias modernas en el plano de los contenidos, y no sólo a nuevas maneras de acercarse al mundo. La revolución científica moderna no fue sólo, ni siquiera lo era en primer lugar, un proceso de creación de nuevos métodos formales sino de constitución de nuevas ciencias circulares (para esta distinción, veáse Bueno, 1991-93). Sólo retrospectivamente se nos aparecen aquellos métodos (algunos de ellos) y aquellas ciencias como cánones de la ciencia moderna en general. Como ya ha quedado dicho, la conciencia de haber expandido los límites del mundo conocido llevó a los navegantes españoles y portugueses a considerar a su tiempo y a sus saberes como superiores a de las enseñanzas antiguas (Maravall, 1986). Convencieron a otras potencias europeas de la existencia de un mundo desconocido por Aristóteles y por Ptolomeo y demostraron que este nuevo mundo implicaba un nuevo poder (Goodman, 1992). Pero se logró algo más mediante la realimentación de los viajes imperiales y la geografía esférica: se estableció la esfericidad como la forma verdadera de la Tierra y se impulsó el proceso de matematización de ésta.

El viaje de circunnavegación supuso la realización práctica de la, hasta entonces, posibilidad teórica de la esfericidad de la Tierra (Bueno, 1989). Este nuevo estatus de la teoría de la esfera sirvió para promover la geografía esférica, una disciplina clave para la navegación oceánica. Gracias a estas aplicaciones prácticas, la cosmografía alcanzó gran notoriedad y definió mucho mejor sus límites. Con una esfera unificada para la tierra y el agua con un centro de gravedad común impuesta definitivamente a las dos esferas defendidas por algunas interpretaciones medievales y renacentistas de Aristóteles, Nicolás Copérnico podía ahora situar a la Tierra como un planeta más en movimiento alrededor del sol, una asunción clave para el desarrollo de la nueva física que comenzó con Galileo (Randles, 1994).{6} Es más, la esfera definió los límites del proyecto del Imperio universal, en cuya realización efectiva, se decía con sentido geográfico, nunca se ponía el Sol. El mundo entero se sometió a la medida y la transformación matemática para ajustarse a las cuadrículas de la esfera cartográfica.{7} De este modo, los navegantes al servicio del Imperio otorgaron un nuevo estatus operatorio a la teoría de la esfericidad de la tierra y, en el proceso, cultivaron uno de los primeros ejemplos del poder geoestratégico que escondían las teorías científicas, en este caso, la geografía esférica ptolemaica.

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Notas

{1} Una versión de este artículo, algo más reducida, fue previamente publicada en inglés. Lino Camprubí, «Traveling Around the Empire: Iberian Voyages, the Sphere, and the Atlantic Origins of the Scientific Revolution,» Eä, Revista de Humanidades Médicas & Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología, vol. 1. n. 2, diciembre, 2009. Agradezco los comentarios de sus árbitros, así como comentarios a borradores previos de Margaret Jacob y Mary Terral, y los asistentes al congreso del mes de mayo de 2008, «The Itinerant Word», UCLA.

{2} Eudoxo, entre otros, se sirvió del principio de la esfera para organizar su sistema del universo. Es interesante notar como, hoy día, los cosmólogos siguen aplicando el mismo principio llevándolo al límite de la forma misma del universo, como es el caso en la teoría einsteniana del universo hiperesférico.

{3} La proyección de Mercator solucionó este problema en 1569 ensanchando la separación entre paralelos a medida que se acercaba a los polos y Edgard Wright publicó en 1599 la fórmula matemática para construir esta utilísima distorsión. Para la relación de este problema con el trabajo matemático de Thomas Harriot, puede verse Alexander, 2002:142-48.

{4} Este argumento toma la expresión Revolución Científica ad hominem, en su sentido historiográfico más utilizado. Por tanto, su validez no se ve comprometida aun por la consideración de que, desde el materialismo gnoseológico centrado en torno a la Teoría del Cierre Categorial la revolución científica por antonomasia sólo se da cuando aparecen nuevas ciencias categoriales, con lo que, muchos de los tremendos desarrollos de distintos saberes en los siglos XVII y XVIII serían, más que revolucionarios, o impulsos (caso de la astronomía o de las misma geografía esférica) o avances tecnológicos pre-científicos (caso de la química, que difícilmente alcanza estatuto de categoría cerrada hasta el siglo XIX). Sobre los sentidos de «revolución científica» ver Bueno, 1991-93: 674-675 y Alvargonzález (inédito).

{5} Deborah Harkness (2007) opone su «prosopografía» de coleccionistas y artesanos londinenses a la Casa de Salomón, que ella dice «imaginada» por Bacon. Lo que estos. Sin embargo, esa Casa no fue imaginada por Bacon de la nada, sino precisamente obtenida del ejemplo imperial. Este ejemplo lo siguió la corona inglesa en numerosas ocasiones, como cuando en 1564 nombró un «cosmógrafo en jefe del reino» (Vogel, 2006).

{6} Klaus Vogel (2006) sostiene que establecer la identidad de las esferas de agua y de tierra supuso una «revolución cosmográfica indispensable» para la construcción del sistema heliocéntrico publicado por Copérnico en 1543 en el De revolutionibus orbium coelestium, que, de modo significativo, contiene un capítulo sobre «Cómo la Tierra forma una sola esfera con el agua,» en el que se refiere a los descubrimientos de los «reyes de España y Portugal» como prueba de la existencia de unas antípodas secas.

{7} David C. Lindberg (2006) explica que los lazos entre física y matemáticas se remontaban a siglos en el seno de disciplinas como la óptica y no se oponían tanto al aristotelismo como algunos historiadores de la revolución científica han pretendido. Sea como fuere, aquí se ofrece otra fuente para la matematización de crecientes parecelas de realidad: los viajes imperiales.

 

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