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El Catoblepas, número 95, enero 2010
  El Catoblepasnúmero 95 • enero 2010 • página 2
Rasguños

Historia (natural) de la expresión
«fundamentalismo democrático»

Gustavo Bueno

Se esboza una historia, entendida principalmente como taxonomía o historia natural, de las diversas acepciones que hoy pueden constatarse de la expresión «fundamentalismo democrático»

Sección I
Cuestiones generales

1. Razón de este rasguño

Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático, Temas de Hoy, Madrid 2010Con motivo de la preparación y publicación (a partir del 13 de enero de 2010) de mi libro El fundamentalismo democrático (Temas de Hoy, Madrid 2010), Gustavo Bueno Sánchez tuvo la gran idea de rastrear la historia del «sintagma» o «rótulo» fundamentalismo democrático, cuya paternidad había sido ingenuamente reivindicada por algunos publicistas, entre ellos el académico de la lengua Juan Luis Cebrián. El rastreo, hábilmente llevado a cabo, no sólo en libros, sino también en la prensa diaria española, mexicana, inglesa, &c., dejó en ridículo las pretensiones de estos publicistas: el ADN del sintagma era muy anterior a 1995 (ver el Averiguador del Proyecto Filosofía en español: http://filosofia.org/ave/002/b022.htm). El rótulo o sintagma se constata ya, en lengua inglesa, en los años veinte. Y lo más importante: el significado del sintagma variaba notablemente, y adquiría sentidos enfrentados a la vez que mezclados entre sí (algo así como lo que ocurre con los términos izquierda política y derecha política).

El rico material reunido en ese trabajo permite concluir que la expresión «fundamentalismo democrático» se consolida en España en el contexto de la lucha política entre diversas corrientes o partidos enfrentados en el arco parlamentario. Y la diversidad de acepciones no queda agotada en una rapsodia alfabética o cronológica. Se hace necesaria una clasificación y esta clasificación es muy difícil por la sencilla razón de que un solo criterio de clasificación no agota el material, puesto que funcionan diversos criterios entremezclados y confundidos entre sí. La dificultad de la clasificación o taxonomía estriba por tanto, ante todo, en establecer los criterios que comunican significado genérico o específico a nuestro sintagma. Confrontando las acepciones diversas, no siempre bien diferenciadas, del rótulo, hemos creído constatar, como cuestión de hecho, que estas acepciones pueden considerarse afectadas por criterios muy diversos (por ejemplo, por el ascenso del movimiento llamado Globalización, asociado con el intento de democratización universal, disputada con los movimientos antiglobalización), que pueden tratarse disociadamente, sin perjuicio de su intersección.

Según esto las relaciones que mantiene el presente rasguño sobre la historia natural de la expresión fundamentalismo democrático y el libro que acabamos de citar vendría a ser la relación que media entre la exposición directa de una doctrina política y la historia, en sentido taxonómico, de esta misma doctrina; una exposición histórica que, en cierto modo, podría considerarse como posterior, e incluso externa, a la exposición directa y a sus consecuencias, pero que sin embargo resulta ser complementaria e inevitable desde una perspectiva práctica, política o dialéctica.

Sencillamente, el libro El fundamentalismo democrático fue redactado dando por supuesta la definición ordinaria de «fundamentalismo democrático» que habíamos utilizado en un libro anterior (Panfleto contra la democracia realmente existente, La Esfera de los Libros, Madrid 2004 –entregado a la editorial en septiembre de 2002, no estuvo en las librerías hasta enero de 2004–). El trabajo de Gustavo Bueno Sánchez recoge otras muchas definiciones formuladas desde ópticas muy diversas, y esto invitaba a confrontar la diversidad de criterios desde los cuales los significados del fundamentalismo democrático estaban concebidos.

2. Hipótesis sobre el significado filosófico general del sufijo -ismo

Ante todo bosquejaremos algunas consideraciones desde un punto de vista lexicográfico o gramatical, que parten del hecho evidente de que el término fundamentalismo es, por su sufijo -ismo, un ismo más entre los centenares de -ismos de los lenguajes «indoeuropeos», y especialmente del griego (λоγισμος [cálculo, razonamiento], συ-λоγισμος, silogismo, por ejemplo) o del latín, o de los lenguajes románicos. La distributividad lógica del significado sincategoremático del sufijo -ismo no excluye, sino que más bien incluye, la posibilidad y aún la gran probabilidad de que la formación de compuestos A con -ismo (a+ismo) no esté generada por la predicación distributiva directa del sufijo -ismo a una raíz b, para formar el compuesto B (b+ismo), sino por una vía indirecta, a saber, la que parte de un A (a+ismo) ya formado para, a partir de él, extender a otra raíz b el significado general -ismo; sólo que en este caso es muy probable que el nuevo compuesto B esté «contagiado» de alguna connotación adherida que afecta a A de un modo relevante (aunque también podría afectar a B, de un modo secundario). En este caso habría que interpretar al nuevo término acuñado B como una metáfora del término A, de forma que el nuevo concepto B se nos dará «sesgado» por determinaciones ligadas al significado del sufijo -ismo (connotaciones psicológicas o etológicas, como podría ser el caso de «autoritarismo», «dogmatismo» [en su sentido subjetivo], «fanatismo»...). Tal sería el caso de ciertas acepciones de la expresión «fundamentalismo democrático» (B) en situaciones en que ella procede de una ampliación de la expresión «fundamentalismo religioso» (A), porque en estos casos el «fundamentalismo democrático» mantendrá cierta dependencia conceptual (para bien o para mal) respecto del fundamentalismo religioso, que unas veces será interpretado según sus valores positivos (pureza, esencialismo) y otras veces según sus valores negativos (fanatismo propio de talibanes, integrismo). En cualquier caso, el sintagma «fundamentalismo democrático» se mantendría en principio muy alejado de lo que pudiera ser una idea filosófica, porque su sentido genérico y formal (por respecto de los contenidos materiales, y no sólo etológicos o psicológicos) lo aproximan antes a un concepto erístico y coyuntural, instrumental, de la lucha parlamentaria, que a una idea propiamente dicha.

Pero no queremos aquí mantenernos en el ámbito del análisis del lenguaje, es decir, del análisis morfológico de este sufijo tónico, -ismo, ni siquiera de su análisis semántico (que muchos diccionarios o enciclopedias circunscriben al campo de las doctrinas filosóficas, políticas o científicas, tales como platonismo, marxismo, evolucionismo o estructuralismo). Como si el sufijo -ismo no estuviese presente también en campos muy diversos de los doctrinales, campos que contienen realidades dadas en categorías muy distintas (estrabismo, botulismo, canibalismo, comensalismo...). Precisamente esta universalidad de los campos en los cuales constatamos la presencia del sufijo -ismo (es decir, la universalidad de los campos en los que encontramos la presencia de raíces o núcleos de las palabras formadas con el sufijo átono -ismo) lo que requiere para su análisis una perspectiva más filosófica, es decir, lógica y ontológica, una perspectiva que desborda los límites del «análisis del lenguaje» en sentido estricto, porque necesita utilizar ideas lógicas y ontológicas que los gramáticos generalmente no utilizan, al menos de modo explícito y sistemático, o no quieren utilizar para mantener su independencia gremial.

Por lo demás, el análisis filosófico que ofrecemos aquí del sufijo -ismo ha de entenderse sólo como un esbozo. Por supuesto dejamos de lado aquí formaciones lingüísticas terminadas en ismo (como asimismo o abismo) en las cuales la terminación no desempeña funciones de sufijo átono, sino que derivan de otras palabras latinas o griegas. Asimismo –antiguamente meismo– no es un derivado de me y del sufijo -ismo, aunque algunos también lo interpretan así, sino, según Corominas, una transformación de medipsimus, forma enfática de ipse [el mismo, el propio] mediante el met enfático que se agregaba a los pronombres personales (egomet = yo en persona; tumet = tú en persona), por lo que metipsimus se explicaría sin dificultad gracias a la evolución del medesme, del francés antiguo. También abismo, del latín vulgar abbysimus (del latín abyssus, y este del griego αβυσσоς, es decir, sin fondo o βυσσоς). Estas terminaciones ismo acaso proceden de superlativos afectivos opuestos aquí a altissimus; pero el sufijo -ismo no se confunde con el superlativo -isimo.

El sufijo -ismo transforma a las significaciones o conceptos formados a partir de raíces, bases, núcleos o constituyentes pertenecientes a campos categoriales muy diversos en ideas (derivadas de los constituyentes) que representan o bien modos de ser o de organización, natural o cultural, identificables dentro de un sistema de alternativas o disyuntivas posibles frente a las cuales se definen (identificables implica que esos modos de ser sean repetibles, principalmente como efectos de causas o principios de la más diversa índole, y que posean una relativa estabilidad en su ámbito), o bien modos o modelos de hacer o de proceder (tanto institucionales como no institucionales, ya sean «naturales», ya sean «culturales») identificables (repetibles, estables) dialécticamente, es decir, dentro de un sistema de alternativas o disyuntivas posibles frente a las cuales se definen.

De este análisis se desprende que el significado -ismo actúa ante todo como un clasificador, en la enorme variedad de modos de ser o de hacer, tanto de la realidad no institucional (sea natural, sea cultural) como de la realidad institucional en función de la cual caracterizamos a la cultura humana. Por vía de ejemplo, el estrabismo se entenderá como un modo de organizarse los ejes del globo ocular, efecto morfológico de causas orgánicas (ya sean programas genéticos, ya sean programas somáticos o simplemente lesiones); el estrabismo es una disposición o modo de ser un organismo binoculado, una disposición identificable entre otras disposiciones alternativas, y dotadas de una relativa estabilidad, la suficiente para eliminar cualquier hipótesis aleatoria. El botulismo es un efecto real (un modo de ser, no una doctrina o cosa parecida, como sugiere el diccionario) provocado tras el consumo de carne pasada (latín botulus = salchicha) o de otros alimentos (generalmente embotados), efecto provocado por un microbio anaerobio denominado Bacilus botulinus. Este efecto, aunque tiene lugar en un campo cultural-industrial (en el que hay salchichas, latas o botes de conservas), se produce por vía naturales, no culturales. Es un efecto, o modo de ser efecto, que se produce dentro de un conjunto de alternativas o disyuntivas posibles, un efecto identificable por los síntomas característicos (y entre ellos, por cierto, a veces, ciertos trastornos oculares como la diplopía o estrabismo interno).

Por supuesto, el sufijo -ismo también define modos de ser o modos de hacer ya estrictamente institucionales, y no sólo culturales, como puedan serlo las conductas del canibalismo, descritas en muchas especies de vertebrados, «modos de hacer» o de conductas alternativas a otras posibles, pero que discurren en un terreno que no requiere un momento nematológico doctrinal, sin que por ello pueda ser llamado tecnológico (si es que el momento tecnológico lo consideramos siempre conjugado con un momento nematológico).

Sin duda, el sufijo -ismo afecta sobre todo a raíces o núcleos propios de campos categoriales institucionales (etnológicos, religiosos, ceremoniales, políticos, doctrinales...). En Feijoo, tomado como referencia importante en la historia del léxico de la lengua española, encontramos raíces con -ismo que son todas ellas instituciones: bautismo, aforismo, mecanismo, cartesianismo, escepticismo, silogismo, cristianismo, guarismo, paralelismo [del eje de la Tierra], despotismo, materialismo, muratorismo, newtonianismo. Y sin duda, los compuestos con -ismo aparecen sobre todo en el terreno de las instituciones, pero no sólo doctrinales (tales como cristianismo o islamismo) sino también ceremoniales (bautismo), morfológicas (catecismo), conductuales (solecismo), &c. En general, en contextos políticos alternativos o disyuntivos de otros, dentro de un sistema político (liberalismo, comunismo, marxismo, socialismo, fascismo, integrismo...), también en contextos científicos (atomismo, corpuscularismo...), sebasmáticos (totemismo, animismo, teísmo, ateísmo, judaísmo, islamismo...), artísticos (en las «vanguardias» sobre todo: impresionismo, puntillismo, cubismo, surrealismo, dodecafonismo...), &c.

El sistema de alternativas o disyuntivas implícitas en los términos con -ismo se corresponde muy bien con las alternativas o disyuntivas de los términos-clase (géneros supremos, géneros subalternos, especies...), pero también con términos doctrinales que de algún modo tienen que ver con alternativas o disyuntivas entre proposiciones [p, ⌐p, q, ⌐q...].

La distinción entre modos de ser y modos de hacer puede ponerse en correspondencia –y correspondencia no es identidad– con la distinción entre metodologías alfa operatorias y metodologías beta operatorias. Por último, los términos con -ismo pueden tener, para quienes los asumen, connotaciones axiológicas positivas (es decir, valores positivos: progresismo, racionalismo) o negativas (terrorismo, anarquismo, capitalismo), pero pueden ser neutras (como silogismo, tropismo). Es lógico que, supuesta la condición disyuntiva del sistema al que pertenecen la mayor parte de los términos en -ismo, la valoración de un término en -ismo tenga signos opuestos en sus utilizaciones disyuntivas: anarquismo, en boca de un anarquista, asume un valor positivo, pero es un contravalor en boca de un comunista. Se comprenden sin dificultad las situaciones ambiguas: la clasificación aristotélica de las formas de Estado (monarquía, aristocracia, democracia) es neutra desde muchos puntos de vista, pero puede recibir un significado axiológico cuando se contempla frente a sus respectivos opuestos (tiranía, oligarquía, demagogia).

3. Criterios de clasificación de las acepciones de la expresión fundamentalismo democrático

(1) Criterios generalísimos o formales tomados del sufijo -ismo (aplicado a materiales específicamente políticos)

Estos criterios no sólo permiten aplicaciones distributivas de los términos con -ismo, que poseen importantes características genéricas (o comunes a otros ismos), sino que también permiten establecer correspondencias entre diferentes ismos A, B, C.

Fundamentalismo democrático, cualquiera que sea la acepción específicamente política que se asuma, mantendrá un significado genérico, a saber, el que está asociado al sufijo -ismo, aún sin contar con las connotaciones importadas de otros ismos (en nuestro caso, especialmente, connotaciones sebasmáticas: fundamentalismo islámico...).

-Ismo, en efecto, según hemos dicho, parece encerrar un significado genérico, el significado dialéctico de la disyunción o alternativa que requeriría para poder ser definido contar con un marco lógico preciso, a saber, un marco de elección constituido por una multiplicidad de situaciones disyuntivas (también alternativas) [A, B, C, D... N] bajo la suposición de que algunas de ellas asumen o pretenden asumir la hegemonía respecto de los demás, y por tanto, en detrimento (desprecio, desconocimiento, ignorancia) de las otras y, en general, en polémica con ellas. Por lo demás, a estas múltiples alternativas o disyuntivas de términos [A, B, C, D... N] podremos darle el formato de las clases lógicas (por ejemplo, el formato de un género próximo respecto de sus especies, o el formato de un género remoto, o de una clase en el sentido de la taxonomía linneana) o bien el formato de proposiciones (o de conjuntos de proposiciones concatenadas en una doctrina).

Es evidente que el sufijo -ismo, para aplicarse a raíces o núcleos de significados naturales (es decir, no culturales o institucionales), presupondrá un marco de clases y no de proposiciones, si es que a la «Naturaleza» no le reconocemos actividades proposicionales (tales como planes, programas, metodologías o proyectos). Pero el sufijo -ismo aplicado a raíces con significado institucional podrá asumir un marco proposicional. Sin duda el sufijo ismo se aplica principalmente a núcleos institucionales con componentes proposicionales (proyectos, doctrinas) y cada -ismo se establece precisamente como una elección (cualquiera que sea su alcance, permanente o circunstancial) frente a otras posibles, una elección fundada en la supuesta superioridad, del tipo que sea, y, por tanto, con un componente polémico en muy diverso grado respecto de las otras alternativas. Tal es el caso de las denominaciones habituales de las vanguardias en el terreno artístico (pintura, música, arquitectura, literatura): impresionismo, cubismo, fauvismo, vivencialismo, dodecafonismo, surrealismo, tremendismo... Tal es también el caso, anterior aún, de las escuelas o sectas filosóficas, científicas, religiosas o políticas: pitagorismo, positivismo, psicologismo, logicismo, idealismo, materialismo, existencialismo, probabilismo, probabiliorismo, animismo, capitalismo, tomismo, marxismo, socialismo... En todos estos compuestos lo que parece querer significarse es la prevalencia de alguna de las alternativas o disyuntivas sobre las demás; prevalencia que algunas veces podrá ser interpretada como una mera exageración de alguna doctrina o metodología que, suprimida la exageración o desmesura, puede ser reconocida favorablemente. Y otras veces será interpretada como un radicalismo necesario cuando el -ismo se interpreta como un valor nuevo, preferible, incluso indiscutible, que exige la devaluación de las otras alternativas del marco de elección (por ejemplo, entre los científicos, el caso del evolucionismo frente al creacionismo, o bien, dentro del evolucionismo, el caso del darwinismo frente al lamarckismo), o bien el caso del teísmo frente al deísmo o al ateísmo. La devaluación puede tener diferentes modalidades, desde las agresivas o polémicas a las evasivas. En estos casos, pero sobre todo en el de la modalidad evasiva, el significado del sufijo -ismo, compuesto con su raíz, se aproxima casi hasta confundirse con él con el concepto de secta. En estos casos un ismo equivale prácticamente al sectarismo del grupo afectado, religioso, artístico, político, &c., que se mantiene apartado de los demás a fin de no contaminarse con ellos (es el sectarismo de las que, por antonomasia, llamamos hoy «sectas destructivas»).

Ahora bien, el sufijo -ismo no sólo se aplica, como hemos dicho, a raíces de significado institucional, sino también a raíces de significado natural, respecto de las cuales habría que acudir al formato lógico de las clases, para construir el marco de elección. En el término paludismo, como nombre de una epidemia infecciosa, parece obvio que el sufijo -ismo no puede afectar a la raíz en un sentido proposicional, pero sí puede asumir el significado de una clase lógica (especie, género, orden) como pueda serlo la clase a la que pertenece el hematozoario de Laveran, o bien el género Plasmodium (o su especificación Plasmodium falciparum) que, en competencia con otros géneros o especies, y a través del mosquito anopheles, logra una hegemonía duradera o efímera en una población humana determinada. Por lo demás, en general, estos ismos suelen arrastrar un signo negativo, como ocurre con el paludismo en la mayor parte de las poblaciones blancas, sin perjuicio de que en algunas poblaciones del África negra el paludismo pueda tener un signo positivo, por su valor adaptativo frente a otras infecciones. Consideraciones parecidas podríamos hacer respecto a los términos raquitismo, estrabismo o enanismo.

(2) Criterios genéricos (dentro del campo de las instituciones) de clasificación de los ismos

Cuando el sufijo -ismo afecta a núcleos institucionales (como ocurre en surrealismo, fascismo o islamismo) habrá que distinguir necesariamente el «momento» de la institución que se considera afectado, y si el -ismo afecta a la totalidad de la institución el momento a través del cual la institución resulta afectada, o bien el momento en que se manifiestan sus pretensiones polémicas o hegemónicas.

Distinguimos dos momentos imprescindibles en toda institución («momento» significa aquí no ya tanto un punto cronológico del curso de la institución cuanto una medida de la importancia que en el proceso global corresponde a los componentes de la institución que consideramos; la significación de momento es más afín a la que alcanza en el contexto del momento de una fuerza respecto de un punto, es decir, de su importancia medida por el producto de la fuerza a la distancia al punto).

Los dos momentos que distinguimos en las instituciones los denominamos momento tecnológico y momento nematológico (a veces, ideológico, a saber, cuando este momento asume una orientación polémica frente a otras instituciones).

En toda institución habría que distinguir dos momentos (inseparables, pero disociables): el momento tecnológico y el momento nematológico (o ideológico). Estos momentos podrían ponerse en correspondencia (denotativa al menos) con los términos de la distinción tradicional entre la práctica y la teoría especulativa; distinción confusa y peligrosa, en cuanto sugiere que la teoría especulativa no es práctica («no se trata de conocer al mundo, sino de cambiarlo»); por ello hablamos de correspondencias denotativas, porque connotativamente, acaso la denotación de las llamadas teorías especulativas fueran precisamente sus momentos nematológicos (que, sin embargo, arrastran importantes efectos prácticos, como ocurre evidentemente con las ideologías). También podríamos poner en correspondencia estos dos momentos con la distinción de la Antropología cultural entre el rito y el mito: el rito será el componente tecnológico del mito, y el mito su momento nematológico o ideológico (remitimos al Escolio 1 de la segunda edición de El animal divino).

La pertinencia de la distinción entre los dos momentos constitutivos de las instituciones se manifiesta por la posibilidad de interpretar el -ismo asociándolo al momento tecnológico, o bien asociándolo al momento nematológico, o también a ambos. Por ejemplo, el -ismo de cubismo, como movimiento institucionalizado, puede serle aplicado más bien a su momento tecnológico (multiperspectivismo, delimitación muy definida de figuras, &c.) que al nematológico, porque el cubismo es ante todo una tecnología, asunto de artistas, sin que ello desmerezca la importancia de las explicaciones nematológicas, asunto, más que de pintores, de críticos y de profesores.

Por lo demás, la involucración entre el momento tecnológico y el momento nematológico es muy grande, y no puede decirse, en general, que el momento tecnológico (el rito) haya de ir por delante, de suerte que el momento nematológico se nos diera como una suerte de reflexión o «sombreado ideológico» sobre la técnica, comparada con otras técnicas alternativas. En las primeras pinceladas del cubismo ya cabría señalar componentes nematológicos actuantes (o si se quiere, en ejercicio, y con representaciones muy confusas); componentes que se diferenciarán a medida que la escuela vaya diferenciándose de otras y acaso buscando subrayar y formalizar precisamente esas diferencias (que es cuando se convertirá en ismo).

Así también, cuando hablamos de fundamentalismo democrático será necesario distinguir a veces entre el momento tecnológico y el momento nematológico de esa fundamentalismo. Sin embargo, muchas veces el fundamentalismo democrático tiene que ver más con el momento nematológico que con el momento tecnológico. Las mismas o parecidas técnicas (o ritos) de una democracia (por ejemplo, las ceremonias de depositar el voto en las urnas) pueden ser interpretadas nematológicamente desde el fundamentalismo, pero también desde el funcionalismo (remitimos para esta distinción a Panfleto contra la democracia realmente existente, pág. 29). A su vez, el fundamentalismo nematológico puede estar combinado con un laxismo tecnológico, que mantiene a distancia el fundamentalismo del integrismo. Pero integrismo también implica normalmente una praxis activista (que tendría que ver, por ejemplo, con la praxis del partido que Don Ramón Nocedal creó en Madrid en 1892, y que se expresó en periódicos tales como El Siglo Futuro, de Madrid, La Gaceta del Norte, de Bilbao, y el Diario Catalán, de Barcelona).

La distinción entre los momentos tecnológicos y los momentos nematológicos puede ser muy útil, por no decir necesaria, para distinguir las dos escalas de análisis de las sociedades democráticas actuales que, sin perjuicio de sus constantes interferencias, se aprecian claramente en los debates y en la misma bibliografía:

La escala política (o filosófico política «clásica») y la escala politológica. A escala política (o filosófico política) nos encontramos con los nombres de Aristóteles o Cicerón, o bien con Locke o Tocqueville, o bien con Rousseau o Montesquieu, o bien con Russell o Popper. A escala politológica nos encontramos con los nombres de R. Dworkin, R. A. Dahl, B. Barber, P. C. Schmitter...

Cabría decir que históricamente, hasta un cierto punto, la escala política o filosófico política, en sentido amplio, se aplicará principalmente en asuntos que tienen que ver con el momento nematológico (y no porque desdeñen las cuestiones tecnológicas, sino porque se interesarán por éstas en la medida en la cual afectan al momento nematológico). En cambio la escala politológica se aplicará principalmente al momento tecnológico, acaso dando ya por supuestas las líneas maestras nematológicas según las cuales se concibe la democracia, y ocupándose sobre todo de las democracias concretas, muy especialmente de las que se han ido formando acabada la Segunda Guerra Mundial, tras la descolonización de África, América latina o Asia, o bien de las que se reorganizan tras la caída de la Unión Soviética en la Europa del Este. Es obvio que la perspectiva de los análisis tecnológicos, referidos a sociedades concretas y «en marcha» obligan a replantear en muchos casos el alcance de muchas líneas maestras trazadas en el campo nematológico, por ejemplo, al poner en relación los sistemas políticos democráticos con los sistemas económicos de mercado pletórico, con la globalización, o con las diferencias entre los tratamientos estadísticos de las democracias y los tratamientos comunitarios (en el sentido de Dworkin).

(3) La distinción emic/etic

La distinción, acuñada por Pike, entre el plano etic y el plano emic, en el análisis de las instituciones, también puede alcanzar una gran relevancia en el momento de analizar el significado de un ismo. Esta distinción no se reduce a la que media entre momento tecnológico y momento nematológico. La perspectiva etic puede referirse tanto a uno como a otro momento, y otro tanto diríamos de la perspectiva emic. El cubismo puede ser analizado desde una perspectiva emic (la de sus agentes, los pintores cubistas), tanto en su momento tecnológico como en su momento nematológico; y puede ser analizada desde una perspectiva etic, la de quienes vieron o ven a los objetos cubistas con admiración o con desprecio, o simplemente a distancia crítica –«pintor, trabaja y no hables»–, tanto tecnológica como nematológica.

Advertimos que la perspectiva etic puede mantenerse en posiciones absolutamente exteriores al ismo considerado, como cuando analizamos o juzgamos el manierismo pictórico o arquitectónico del siglo XVI.

(4) La distinción ejercicio/representación

Consideraciones análogas haríamos a propósito de la distinción escolástica ejercicio/representación cuando intersecta con la distinción nematológico/tecnológico.

(5) Criterios axiológicos

Imprescindible para determinar las acepciones de los ismos institucionales es la distinción partidista, fundada en la oposición axiológica entre los valores y los contravalores. Es decir, la oposición entre las valoraciones positivas del ismo (que suelen corresponder con la condición de amigo, partidista o simpatizante, condición que fue subrayada certeramente, como una cuestión de hecho, por Carl Schmitt) y los valores negativos de ese ismo (que suele corresponder con la condición de enemigo o adversario del ismo, como ocurre por ejemplo con el término nepotismo, pronunciado por los demócratas fundamentalistas).

Lo que pretendemos subrayar aquí es la posibilidad de considerar a este criterio como si fuera en cierto modo inmanente al propio campo del ismo, y no como un sobreañadido exterior a él. Pero esta consideración, de la inmanencia de la valoración, sólo podrá hacerse desde el momento en el cual presuponemos una serie de alternativas o disyuntivas en conflicto. Porque al elegir preferimos valorativamente una alternativa o disyuntiva entre las otras (con todas las resonancias psicológico etológicas que esta elección pueda arrastrar: orgullo, arrogancia, agresividad o desprecio), suscitadas por las reacciones correlativas en ellas. Desde este punto de vista la interpretación etic del ismo no le sería ya ajena de todo punto, si es que hemos definido el ismo en la confrontación de la disyuntiva rechazada.

Dicho de otro modo, las valoraciones de los ismos, tal como las hemos definido, y tanto si estas valoraciones son positivas como si son negativas, no podrán en principio considerarse como simples constataciones de hecho, pero extrínsecas (por no decir impertinentes) a los propios ismos valorados, como lo sugiere el criterio de hecho de Schmitt o la distinción tradicional entre juicios de realidad y juicios de valor, en torno a los cuales giró la tesis de Max Weber sobre la «libertad de valoración» en las ciencias humanas o etológicas. En Etología la belleza o la fealdad de un pavo real no tendría sólo el alcance de un juicio estético subjetivo y extrínseco que dejase intacto al animal, al menos cuando tenemos en cuenta las conexiones que la valoración estética pueda tener en la vida misma del pavo real.

En efecto, desde el momento en que cada ismo se determina por una confrontación de una alternativa o disyuntiva con las otras, es evidente que la consideración ismo de alguna de tales alternativas o disyuntivas implica una valoración positiva o negativa, de la misma manera que en un silogismo disyuntivo [p w q w r w k...] la valoración, en términos de valores de verdad [1, 0] de un término implica las valoraciones opuestas de los demás.

De este modo cabría hablar de valoraciones internas pero oblicuas etic de los ismos, en los cuales el ismo q es valorado desde p o desde r. Y esto nos da razón del «juego de espejos» que habrá que tener en cuenta al analizar el juicio de valor formulado respecto de un ismo dado, lo que ocurre muy especialmente, como veremos, en el caso de los fundamentalismos democráticos.

Lo más importante, sin embargo, es esto: que las valoraciones de los ismos, tanto si son positivas como si son negativas, aún cuando sean internas-oblicuas, siguen siendo genéricas y no formales, porque no se atienen a la materia o contenido mismo del ismo (que se da por supuesto) sino a través de los valores oblicuos de otras alternativas que suelen ir asociadas a connotaciones también genéricas del tipo amigo/enemigo, o aliado/adversario. Sin duda, una definición de q por su negación (q = 0) ya arroja cierta luz sobre su materia; pero una luz negativa o genérica, porque q se define como la institución (doctrina, escuela...) que no es p, o r, pero sin que se penetre en qué sea su propio contenido material específico.

(6) La distinción entre materialismo y formalismo

La distinción entre el materialismo (específico) y el formalismo (oblicuo, o genérico) será decisiva cuando queremos calibrar la profundidad filosófica del juicio sobre un ismo en cuestión.

Partimos de la constatación de que la mayor parte de los juicios de realidad o de valor sobre un ismo dado son oblicuos, porque se atienen a un repertorio de valoraciones de índole genérica. De la mayor importancia será sin duda tener en cuenta la materia específica del ismo considerado, porque sólo desde la consideración de la materia específica del ismo podremos medir el alcance de sus disyuntivas o alternativas.

La democracia... un desafío (cartel de propaganda norteamericana impreso en 1940)

Sección II
Principales acepciones del sintagma
«fundamentalismo democrático»

La expresión «fundamentalismo democrático» comenzó a utilizarse en la época de «entreguerras» (1918-1939), sobre todo en la América inglesa. Por ejemplo, la encontramos en 1928 en la revista publicada en Nueva York, Midmonthly Survey, journal of social work; en 1936 en un libro de Pendleton Herring o en 1938 en el colectivo encabezado por L. E. Law, Five political creeds. Sin duda ninguna la expresión «democratic fundamentalism» se formó como una ampliación, por analogía, del rótulo fundamentalismo (religioso o teológico) que circulaba ampliamente en América desde la publicación entre 1910 y 1915 de doce opúsculos –de los que se difundieron gratuitamente más de tres millones de ejemplares– que componen la obra The Fundamentals: A Testimony to the Truth, financiada por los hermanos Milton y Lyman Stewart (dos abogados californianos enriquecidos con negocios petrolíferos), con la colaboración de casi cien autores, obispos episcopalianos, presbiterianos, metodistas, evangelistas... El fundamentalismo teológico era una reacción ante la teología liberal protestante (la que en Alemania culminaría en los años cuarenta con el movimiento de desmitificación de la Biblia encabezado por Bultmann). El fundamentalismo religioso o bíblico defendía una interpretación literal ortodoxa de la Biblia, heredera de la llamada Teología de Princeton (Nueva Jersey), que había encabezado Samuel Wakefield (1799-1895) y Charles Hodge (1823-1886). Un paralelo católico de este fundamentalismo contra la teología liberal protestante podríamos encontrarlo en la encíclica Pascendi (1907) de Pío X (en contra de lo que él mismo llamó modernismo). El fundamentalismo protestante se extendió al Islam, no sin protesta de quienes (como Bernard Lewis, Sobre el lenguaje político del Islam, 1990) advierten que el respeto a la literalidad del texto sagrado se da siempre en el Islam por supuesto, como si dijéramos que «todos los musulmanes son fundamentalistas». Los llamados fundamentalismos musulmanes se diferenciarían de los demás no ya tanto por la defensa de la literalidad del Corán, sino por la defensa de la sharía o ley sagrada, diferencia que se expresa a veces en la oposición entre islamistas (sharía) y musulmanes. En todo caso es obvio que el rótulo fundamentalismo (teológico o religioso político) cambia el signo positivo que le imprimieron sus creadores por el signo negativo que asumió en boca de sus adversarios, para los cuales fundamentalismo islámico se hace casi equivalente a lo que hoy significamos con el nombre de terroristas talibanes.

Daremos por supuesto, por tanto, que la expresión «fundamentalismo democrático» no mantiene ya un significado unívoco, puesto que, desde el principio, ha asumido diversas y aún opuestas connotaciones axiológicas y en parte de contenido. Todavía en 1975, Martin L. Friedland puede decir que «lo que yo llamo fundamentalismo democrático afirma que los procesos mayoritarios de decisión pública sólo pueden operar después de haberse tomado los derechos humanos». Esto demuestra que el rótulo fundamentalismo tiene un significado establecido, lo que no obsta para que en 2002 registre Chuck Rehn en la red el dominio democraticfundamentalism.org, una página de inspiración ultra religiosa.

En español la expresión «fundamentalismo democrático» no aparece anteriormente a 1985. Pero asume signos diferentes. Por ejemplo unas veces «fundamentalismo democrático» asume una coloración positiva, la propia que conviene a un valor considerado supremo en el campo de las sociedades políticas («El fundamentalismo democrático de Ignacio Solares», por Leonardo Martínez Carrizales, México 1992). Pero otras veces la expresión va envuelta de una coloración negativa, la propia de un contravalor repulsivo («dicho de manera burda, aun el fundamentalismo democrático contradice lo mejor de nuestra herencia cultural», México 1985). Unas veces «fundamentalismo democrático» designa un modo excesivamente rígido, lindante con el integrismo, de entender y practicar la democracia; otras veces «fundamentalismo democrático» se distancia del integrismo, y se hace tolerante o comprensivo con las corrupciones, sin por ello renunciar a su condición de característica esencial de la democracia misma. En ocasiones el concepto de «fundamentalismo democrático» se representa en algunos aspectos parciales, acaso los más formales, o acaso a momentos tecnológicos suyos; pero en otras ocasiones el concepto va referido a la materia misma, en todos sus momentos, de la sociedad política.

En cuanto ismo, y ateniéndose a lo que hemos dicho en la sección primera anterior, el fundamentalismo democrático habrá que entenderlo, ante todo, como enfrentado a otras especies de democracia no fundamentalista y, por supuesto, a otras formas de sociedad política. Sin embargo no es nada sencillo determinar los tipos de enfrentamiento, por ejemplo, entre el fundamentalismo asociado a las democracias parlamentarias multipartidistas y el fundamentalismo asociado a las democracias populares unipartidistas, como pudiera serlo la Unión Soviética en los tiempos en los que Bujarin decía que allí había libertad de partidos, con la condición de que sus lideres, salvo el del partido en el poder, estuvieran todos en la cárcel.

Sin embargo, la diversidad de acepciones de la expresión «fundamentalismo democrático» no tendría por qué interpretarse –al menos este es el punto de vista de nuestra exposición– como indicio de su condición equívoca. Intentamos al menos demostrar cómo entre todas estas diversidades y oposiciones de acepciones media una cierta analogía, y no sólo en algunas ocasiones una analogía de proporcionalidad, sino principalmente una analogía de atribución, cuyo primer analogado sería el concepto que denominamos fundamentalismo democrático primario. Más aún, esta acepción primaria de fundamentalismo democrático la tomaremos como la acepción verdaderamente filosófica de «fundamentalismo democrático», filosófica, tanto desde la perspectiva de la filosofía política, como desde una perspectiva gnoseológica, en la medida en la cual es a través de esta acepción primaria como se nos manifiesta la analogía de proporcionalidad entre el fundamentalismo democrático, el fundamentalismo religioso y el fundamentalismo científico (tal como fue definida en la Teoría del cierre categorial, tomo 3, pág. 804-811). En cualquier caso, la condición filosófica que atribuimos a la acepción primaria de «fundamentalismo democrático» (que es la acepción presupuesta en los análisis de nuestro Panfleto contra la democracia... antes citado, así como también la acepción utilizada en el libro El fundamentalismo democrático, recién publicado) no equivale a un reconocimiento de esta acepción como la acepción filosóficamente verdadera; más bien consideramos al fundamentalismo democrático, en su sentido primario, como vinculado a una teoría y práctica políticas de carácter metafísico, es decir, como una filosofía política, sin duda, pero esencialmente equivocada, primeriza, acrítica e ingenua, precisamente por su condición metafísica, es decir, por ser una concepción basada en la sustantivación, hipóstasis o personificación de la soberanía popular.

Nuestro propósito no es otro sino el de intentar poner de manifiesto hasta qué punto las diversas acepciones de la expresión «fundamentalismo democrático» pueden ser presentadas como derivaciones, declinaciones o determinaciones contextuales o coyunturales en las que casi siempre se pierde la perspectiva filosófica de la que consideramos como acepción primaria, o primer analogado de la expresión «fundamentalismo democrático».

Las acepciones del rótulo «fundamentalismo democrático» que vamos a exponer las consideraremos, por tanto, desde el materialismo filosófico, como declinaciones, inflexiones o refracciones del fundamentalismo democrático primario. Obviamente esto no quiere decir que las acepciones que vamos a presentar sean derivaciones, en el terreno léxico, de la acepción primaria. Lo que sí pretendemos es mostrar la capacidad de la idea de fundamentalismo democrático primario para asumir el papel de un primer analogado respecto de las otras acepciones examinadas, a la manera como en Aritmética podemos considerar a las diferentes especies de números (los imaginarios, los irracionales, los racionales, los fraccionarios, los enteros) como inflexiones o modulaciones específicas del género «números complejos», sin por ello pretender que el concepto de número entero o de número racional haya sido derivado del concepto de número complejo.

Cuatro son las acepciones del rótulo «fundamentalismo democrático» que vamos a intentar delimitar, según una clasificación general del material disponible; clasificación que sin duda podría refinarse o desplegarse con acepciones más particulares. Sin embargo nos parece que la distinción entre estas cuatro acepciones del mismo rótulo será suficiente para aclarar el embrollo de los malentendidos inevitables que se producen cuando una misma expresión asume significaciones muy diversas, a la vez que involucradas las unas con las otras, según diferentes planos o criterios.

Nos ha parecido conveniente denominar a estas acepciones con adjetivaciones diferentes, a efectos de claridad y de «fijación de conceptos». Las denominaciones son las siguientes: «fundamentalismo democrático primario», «fundamentalismo democrático canónico», «fundamentalismo democrático miserable», «contrafundamentalismo democrático». Comenzaremos definiendo brevemente cada una de estas acepciones.

(1) Primera acepción: fundamentalismo democrático primario

Lo que llamamos «fundamentalismo democrático primario» es el entendimiento, también primario, es decir –desde el punto de vista del materialismo– ingenuo y acrítico (al menos en el terreno nematológico) de todas aquellas gentes (con nombres propios: José Luis Rodríguez Zapatero, Teresa de la Vega, Bibiana Aído, es decir, la que podría considerarse como la última generación del PSOE en el gobierno) que, al menos retóricamente, profesan la fe democrática, e incluso rechazarán la denominación de fundamentalistas, acaso porque la consideran redundante («ser demócrata es ser fundamentalista»), acaso, y es lo más probable, porque sospechan que esta denominación tiene alguna analogía con los fundamentalismos cristianos o musulmanes. Los fundamentalistas democráticos primario se reclutan, sobre todo, en la generación del PSOE que recuperó «el poder» en el año 2004, ocho años después de que la generación anterior (la de Felipe González, Alfonso Guerra, Miguel Boyer, Gregorio Peces Barba...), que por cierto no eran fundamentalistas demócratas (tenían una idea «metodológica» popperiana de la democracia), lo perdiera. Los fundamentalistas democráticos primarios son menos sutiles que sus hermanos mayores, que, eso sí, podrían en cambio ser considerados como de izquierda primaria (y, por decirlo así, hablan en prosa sin saberlo).

Sin embargo, esta primera acepción quiere mantenerse dentro de los límites de una taxonomía de las democracias homologadas del presente, sin intención crítica inicial. En cualquier caso, la idea de fundamentalismo democrático que se recoge en esta acepción primaria no suele autodenominarse de este modo, porque ella se autodenomina simplemente como «democracia», y por ello los demócratas de este signo podrán rechazar que se les considere como fundamentalistas cuando se fijan en las connotaciones que este adjetivo puede arrastrar.

La acepción primaria del fundamentalismo democrático la referimos, por tanto, a aquellos demócratas que entienden la democracia como la forma más elevada de organización de una sociedad política, y esto de un modo tal que desborda el tablero parlamentario, incorporando valores «fundamentales» como puedan serlo los valores de la Libertad o de la Igualdad humanas. «Demócrata», en esta primera acepción, viene a equivaler a hombre libre, como si el fundamento de la democracia fuera precisamente la misma condición humana, y por tanto, como si quien no es demócrata no fuera propiamente un ser humano pleno, sino arcaico, inmaduro. La democracia será sobrentendida como algo más que una técnica política; es un humanismo, en la línea del progreso que conduce al fin de la Historia. Es el fundamentalismo democrático americano que Fukuyama atribuyó como misión propia a los Estados Unidos tras el derrumbamiento de la Unión Soviética, en su papel de promotor y tutor de la civilización en todas las naciones de la Tierra, y de su elevación a su estado de civilización (en la que los críticos sólo verán uno modo de designar el imperialismo expansivo del capitalismo norteamericano en la época de la globalización). Demócrata, en esta primera acepción, equivaldrá a hombre libre, como si el fundamento de la democracia fuera precisamente su misma condición humana, tal como se supone definida en la Declaración de los Derechos Humanos de 1948. Por ello el adjetivo demócrata se utilizará, siempre que se trate de «ennoblecer» al sujeto gramatical que lo recibe: «justicia democrática», «economía democrática», «ciudadanía democrática», «música democrática», «solidaridad democrática», «ética democrática», «derecho democrático», &c. Lo que implica, a contrario, la duda acerca de si en las sociedades aristocráticas, y más aún, en las autocráticas, no cabe hablar propiamente de «condición humana». La Historia universal se dividiría en dos mitades: antes de la Democracia y después de la Democracia; y según esto, figuras como Platón, Aristóteles, Santo Tomás o Goethe no serían todavía plenamente hombres, por no ser demócratas. En el caso particular de España su Historia se dividirá también en dos mitades: antes de la democracia de 1978 y después de la democracia que el pueblo español se dió a sí mismo de modo definitivo.

La democracia será el criterio que permite trazar la línea divisoria entre el antes tenebroso de la dictadura franquista (o fascista, o nacionalsocialista, o nacionalcatólica) y el después de nuestra era de paz y de libertad democráticas. «Vivir en democracia» será tanto como vivir una vida humana plena y verdadera, de paz y de bienestar.

Queremos subrayar un aspecto que, pese a que suele ser tocado «de puntillas», o simplemente ignorado, tiene a nuestro juicio una importancia decisiva en la vida de la democracia española realmente existente. Es el aspecto desde el cual el fundamentalismo democrático, en este sentido primario, puede decirse que va asociado al formalismo democrático (formalismo porque entiende la democracia en su reducción a la capa conjuntiva de la sociedad política, con abstracción de las capas basal y cortical, que sólo oblicuamente se tienen en cuenta). Y es este formalismo el que lleva a la consideración de las sociedades democráticas como si su condición de tales se mantuviera al margen o por encima de sus fuentes basales y corticales. De este modo, el fundamentalismo democrático pondrá entre paréntesis el patriotismo, que se nutre de la capa basal, «de la tierra», y pretenderá sustituirlo por un «patriotismo constitucional», en armonía preestablecida con las demás constituciones democráticas de las otras sociedades, en la común alianza de civilizaciones, inspirada en los derechos humanos. Lo sustancial será ser demócrata, y será accidental ser demócrata español, demócrata francés o demócrata alemán. El fundamentalismo democrático primario se nos manifiesta, según esto, como un puro idealismo político, que pretende fundar la paz perpetua en armonía entre las diferentes democracias formales, olvidando que los conflictos entre ellas brotan de las dimensiones materiales, basales y corticales que se alimentan del suelo basal respectivo.

Esta primera acepción fundamentalista de la democracia, que fue la utilizada en el Panfleto contra la democracia... y en El pensamiento Alicia, pretendía clasificar el modo de entender la democracia propio de las corrientes socialdemócratas que ganaron las elecciones de 2004 y de 2008, y que ni siquiera necesitaron autodenominarse como fundamentalistas, puesto que ellas se decían sencillamente demócratas (lo que consignificaba, por cierto, que los demás partidos políticos que participaban en el tablero parlamentario no eran propiamente demócratas, sino criptofranquistas, o a lo sumo demócratas recién convertidos, pero con múltiples componentes residuales del franquismo).

(2) Segunda acepción: fundamentalismo democrático canónico

La segunda acepción del rótulo «fundamentalismo democrático», la que llamamos canónica (otros la conceptuarán como una «propuesta normativa»), incluye a todos aquellos significados que, tras la confrontación de los cursos que las democracias realmente existentes iban asumiendo en relación con el modelo de democracia que ellas tomaban como referencia, ya utilizan explícitamente el rótulo «fundamentalismo democrático» para dar a entender que ellos «toman la democracia en serio», y buscan la pureza de la práctica y de la teoría democrática, frente a quienes, aún siendo demócratas, incurren en teorías y prácticas al parecer indignas de la democracia.

Esta segunda acepción canónica carece, a nuestro juicio, de importancia filosófica directa, al menos desde el momento en que no ofrece una teoría de los contenidos de la verdadera democracia; simplemente los da por supuestos en una enumeración determinada, añade algunas rúbricas tecnológicas, por ejemplo, la cuestión de los «pesos y contrapesos» de los poderes del Estado (pero sin entrar en el debate sobre la razón de ser de la teoría de los tres poderes del Estado, atribuida a Montesquieu), y pide su cumplimiento con el mayor rigor posible. Así, José Rubio Carracedo, en el volumen que la revista Doxa (nº 15-16, Alicante 1994) publicó en homenaje a Elías Díaz, en su artículo «Democracia mínima. El paradigma democrático».

(3) Tercera acepción: fundamentalismo democrático miserable

La tercera acepción del rótulo «fundamentalismo democrático» ya no es utilizada como canon de la democracia, sino, por el contrario, como una calificación (en realidad descalificación) de los partidos adversarios (particularmente el Partido Popular), que proclaman su condición democrática, pero asociada, según los «miserables», a prácticas autoritarias y a compromisos confesionales (nacional católicos) o belicistas, más propios del fascismo o del nacionalcatolicismo. Si los demócratas, según la acepción primaria del fundamentalismo, rechazaban, simplemente por innecesario y aún malsonante, la denominación de fundamentalistas, los socialdemócratas que utilizaron el rótulo «fundamentalismo democrático», y que son los socialistas de la generación anterior (Felipe González, Juan Luis Cebrián, Joaquín Estefanía) lo harían precisamente con la intención de atribuir el fundamentalismo, con las connotaciones oblicuas malsonantes que arrastra, al Partido Popular. Llamamos miserable a esta acepción por su condición de instrumento erístico que aplica el rótulo «fundamentalismo democrático» de un modo oblicuo y antes por las connotaciones que el término fundamentalismo arrastra como denominación de los talibanes islámicos.

(4) Cuarta acepción: contrafundamentalismo democrático

La cuarta acepción del rótulo «fundamentalismo democrático» está ya concebida explícitamente como una acepción crítica, formulada desde un punto de vista principalmente antropológico, y no meramente taxonómico.

Cartel del Partido Comunista de España para las primeras elecciones democráticas de 1977

1. Fundamentalismo democrático primario

Acaso la más señalada característica distintiva del «fundamentalismo democrático primario», en cuanto ismo radical, es la consideración de la democracia como la única forma genuina entre otras alternativas o disyuntivas posibles de sociedad política (monarquía absoluta, aristocracia, oligarquía, autocracia...). Cualquier otro régimen político será considerado como una forma prehistórica (o bien, degenerada) de la auténtica sociedad política, a la manera como el fundamentalismo religioso considera a la religión de referencia como la única religión verdadera. El fundamentalismo, con su arrogancia, descalificará a cualquier otra forma de Estado no democrático, considerándolo como fascista, o dictatorial, o despótico o tiránico; y esto sin perjuicio del reconocimiento de las imperfecciones de las democracias realmente existentes, reconocimiento que no altera su juicio sobre el privilegio de la democracia, porque interpreta tales imperfecciones como déficits coyunturales que tienen, en todo caso, un remedio único: más democracia.

Esta acepción primaria del fundamentalismo democrático, como hemos dicho, es la acepción más filosófica, lo que no quiere decir que sea la acepción política más valiosa; por el contrario, desde la perspectiva del materialismo la consideramos como metafísica, y en consecuencia como objetivo de nuestra demolición crítica, teórica o práctica.

Sin embargo se comprende que quienes asumen esta concepción del fundamentalismo democrático primario, al menos en ejercicio, valoren esta concepción del modo más positivo y se sientan orgullosos de ella. Ejercitan el fundamentalismo democrático primario, aunque no lo llamen de este modo (puesto que muchas veces se autoconcebirán como socialdemócratas o incluso como liberales) todos aquellos políticos que están persuadidos de que la democracia parlamentaria multipartido (o en su caso, la democracia popular unipartido) es la forma más avanzada, por no decir la definitiva, de las sociedades políticas, la condición incluso de su propio desarrollo económico.

Recíprocamente, estos sentimientos democráticos, expresados muchas veces de un modo enfático, por no decir ridículo y obsceno (como cuando el diputado Zerolo, a raíz de la victoria electoral del PSOE en 2008, manifestó que había experimentado «orgasmos democráticos», y la vicepresidenta Teresa de la Vega, aunque no llegó a tanto, dijo que se encontraba en un estado de «felicidad democrática»), pueden considerarse como el mejor indicio del fundamentalismo democrático presupuesto por quienes así sienten.

Partimos de la tesis (expuesta más ampliamente en Panfleto contra la democracia...) de que la democracia es institución política moderna, es decir, no antigua. La democracia de la sociedad esclavista, la llamada «democracia de Pericles», incluso la democracia que Aristóteles hace figurar en su taxonomía clásica de las formas de sociedades políticas, sólo podría recibir este nombre a título de democracia procedimental, practicada por los ciudadanos libres, pero dejando fuera a los esclavos, mujeres y metecos, que, en las democracias modernas, tras el derrocamiento del Antiguo Régimen por la Gran Revolución, pasarán a formar parte del Pueblo, como cuerpo electoral.

Y como en toda institución, distinguimos en la democracia los dos momentos que ya hemos señalado, a saber, el momento tecnológico y el momento nematológico. El fundamentalismo democrático primario se manifestará tanto a través del momento tecnológico de la democracia moderna, como a través de su momento nematológico. Por supuesto, ambos momentos están involucrados, y se realimentan, por decirlo así: no cabe separarlos, pero sí disociarlos. O, si se prefiere (puesto que los que clasificamos como fundamentalistas democráticas no utilizan la distinción entre estos dos momentos), el fundamentalismo democrático primario, tal como lo entendemos desde la perspectiva del materialismo filosófico, requerirá ser analizado tanto desde el momento tecnológico como desde el momento nematológico implícito en toda institución.

I. El fundamentalismo democrático primario considerado desde el momento tecnológico

Desde esta perspectiva habría que ofrecer una definición de los contenidos tecnológicos imprescindibles para una democracia, así como las hipótesis relativas a la génesis de tales contenidos y, por supuesto, a los tipos de fundamentalismos democráticos primarios.

Los contenidos tecnológicos los reduciríamos en este bosquejo a los dos siguientes: (A) las técnicas de delimitación práctica del pueblo soberano referencial y efectivo en el contexto de los otros pueblos, democráticos o autocráticos, y (B) las técnicas del ejercicio de la soberanía del pueblo en el contexto del pueblo mismo, a través de la representación parlamentaria.

A. Las técnicas de delimitación práctica del pueblo soberano

El contenido tecnológico (real, corpóreo y estructurado), es decir, no meramente ideológico, es el «pueblo», pero en tanto que con este término no designemos alguna entidad metafísica (como pudiera serlo el pueblo de Dios, desplegado en una iglesia militante actual) sino alguna entidad histórica definible como sociedad política en el campo antropológico (por tanto geográfico e histórico), como pudiera serlo el pueblo romano (Salus populi suprema lex esto) de la época de los Gracos, o bien el pueblo francés de la época de Luis XVI, o el pueblo español de la época de Espartero, o, en general, los pueblos de Europa del siglo XVIII ilustrado (Todo para el pueblo, pero sin el pueblo).

El pueblo, como contenido técnico de la democracia, implica la definición de un territorio geográfico (componente primero de la capa basal de la sociedad política) y los habitantes de esa sociedad política (componentes de su capa conjuntiva). El «pueblo» nos remite a un pueblo situado entre otros pueblos, entre los cuales se intercala la capa cortical.

El pueblo, así definido, no es un contenido exclusivo de las democracias, porque también hablamos de pueblo en las sociedad políticas antiguas, griegas y romanas; y hablamos de pueblo en las sociedades políticas que englobamos con la denominación de Antiguo Régimen (los Reinos feudales medievales, pero también los Estados absolutos de la Edad Moderna). Una sociedad democrática sólo puede ser definida en función de un pueblo referencial concreto (y «concreto» quiere decir, en términos lógicos, inserto entre otros pueblos del sistema geopolítico), como el pueblo francés ante el pueblo español. Por ello no entramos aquí en el debate entre nominalistas y realistas (en la cuestión de los universales). No se trata de afirmar que no exista un concepto universal de pueblo ante rem, y que únicamente existan los pueblos individuados visibles, audibles y tangibles; estéticos, en el sentido de Baumgartem. Se trata de afirmar que el concepto genérico de pueblo contiene, entre las notas de su connotación distributiva, precisamente a los componentes «estéticos» que lo vinculan a otros pueblos, ya sean democráticos, ya sean aristocráticos.

Desde un punto de vista lógico material la cuestión podría analizarse de este modo. Pueblo, como sociedad política, asumirá, al menos en abstracto, o por su forma gramatical, el formato lógico de una clase o totalidad distributiva, cuyos elementos son los diversos pueblos políticamente organizados en la Tierra en el curso de la historia; y la condición democrática que este pueblo podrá asumir será una característica distributiva que afectará a cada pueblo independientemente de los demás. Pero en la medida en la cual, por su materia, cada pueblo implica un territorio (y por tanto una capa basal y cortical), se relacionará con otros términos (pueblos) de su extensión.

Lo importante es advertir que los pueblos, con órganos políticos concretos, es decir, con sus capas basal y cortical definidas, dejan de ser una clase distributiva, y asumen la condición de partes de una totalidad atributiva, mediante la cual unos pueblos se relacionan con otros pueblos con relaciones de cooperación o de conflicto, incluso de incompatibilidad. Según esto la condición democrática atribuida a un pueblo político asumirá un sentido no tanto abstracto o distributivo cuanto referencial atributivo a los otros pueblos con los cuales el de referencia se relaciona. De donde se deduce que dos sociedades políticas democráticas, que en abstracto (o formalmente) se manifiestan, en cuanto democráticas, independientes las unas de las otras, consideradas referencialmente y aún siendo de la misma clase, pueden resultar ser incompatibles y enemigas entre sí.

La consecuencia más inmediata de lo que decimos es la siguiente: que cuando hablamos de «democracia realmente existente» no nos referimos únicamente a la realización de un modelo democrático (o a la relación de una democracia concreta con su modelo ideal), sino a una democracia en la medida en que se considera en el contexto de otros pueblos, demócratas o autócratas. La democracia es siempre, desde el punto de vista lógico, democracia referencial (a un pueblo histórico, a una fracción de ese pueblo o a otros pueblos).

Esta tesis puede ser considerada como decisiva en los debates del presente en torno a las democracias realmente existentes o en fase de proyecto (aunque éste sea aureolar). Cuando un partido nacionalista secesionista –sardo, bretón, checheno, kurdo, vasco, catalán o gallego– se declara demócrata frente al Estado del cual forma parte, y éste también se declara demócrata, la condición de demócrata no puede tomarse, como suele hacerse ordinariamente, como un conjunto de propiedades abstractas distributivas, sino sobre todo, y en primer plano, como un conjunto de propiedades posicionales referidas al pueblo concreto, en relación con otros pueblos.

Ahora bien, en la medida en la que reconocemos que en el formato lógico de «pueblo», en su sentido político (no meramente etnológico, o sociológico, o demográfico), han de estar representadas, y no como accidentes, las relaciones (interacciones) comerciales, bélicas, lingüísticas, diplomáticas... con los demás pueblos (que siguen siendo elementos de la clase genérica «pueblos políticos»), se hará inexcusable suscitar la cuestión genética del siguiente modo: ¿qué relación genética tienen los pueblos democráticos con los restantes pueblos?

Los dos tipos de respuesta que podremos considerar son los siguientes:

(a) La teoría de la transformación o generación unívoca

La respuesta que se funda en la transformación idéntica de la sociedad humana en sociedad democrática. La sociedad democrática procedería en el fondo de otra sociedad democrática, por lo menos in actu exercito. Es decir, un pueblo democrático no mantendría relación genética con otros pueblos no democráticos. Cabría mantener la correspondencia entre estas teorías políticas de tipo (a) con las teorías biológicas de la célula que se acogen al principio de Virchow, omnis cellula ex cellula.

Según este primer tipo (a) de respuestas, el pueblo, como concepto político, sería ya por sí mismo democrático, en la medida en la cual se constituye a partir de un contrato social de individuos libres que deciden vivir en sociedad política precisamente para «recuperar» su libertad, comprometida por las dificultades propias de la vida solitaria, en el seno de la naturaleza. «Recuperación» que transforma a los individuos en ciudadanos (Rousseau, Rawls). Dicho de otro modo: la forma democrática sería la esencia misma de la sociedad política. De este modo cabría decir que las democracias proceden de las democracias y que, por consiguiente, derivan por una suerte de «autofundación».

Esta respuesta rusoniana se basa en el postulado de la libertad (más que en el de la igualdad) como fundamento de la democracia. Postulado ya formulado en la antigüedad por Aristóteles, a su modo, y en nuestro tiempo por Kelsen, quien añade que la igualdad es una idea a la que cabe aproximarse antes que por la vía democrática, por la vía de las autocracias fascistas o soviética.

Por supuesto, esta teoría sobre la génesis de la democracia como consustancial con la misma sociedad política constituye acaso la formulación más radical posible de lo que aquí llamamos fundamentalismo democrático primario, es decir, fundamentalismo en su sentido prístino, puesto que la democracia queda aquí elevada a la condición misma de fundamento de la sociedad política en general. Y hasta un punto tal en el que las demás formas de organización de la sociedad política (oligarquías, autocracias, tiranías, dictaduras) deberían considerarse como degeneraciones de la democracia prístina.

Y en la medida en la cual esta teoría genética fundamentalista de la democracia se compone con el supuesto de que el fundamento, además de sus funciones de génesis, asume las funciones de physis, se concluirá que la democracia constituye el verdadero telos, destino o fin de la sociedad política, en la historia humana: el fin de la Historia.

Por nuestra parte rechazamos de plano este tipo de fundamentalismos democráticos primarios. Y ello por una única razón central que juzgamos necesaria y suficiente: que los individuos no existen como tales individuos, dotados de la facultad de pactar, antes de que existan sociedades políticas estatales o preestatales. La individualidad, dotada de facultad de pactar, se forma precisamente en el seno de la sociedad política, y no sólo en la sociedad natural (tribus, clanes, familias, &c.), en la cual el individuo aprende a hablar y recibe así la posibilidad de adquirir la máscara a partir de la cual podrá transformarse en persona.

Como situación que, aunque dista mucho de ser prístina, puede considerarse un caso particular de esta primera respuesta basada en la hipótesis de las transformaciones idénticas, nos referimos aquí al caso de las democracias procedentes por escisión o secesión fraccionaria de otras democracias previamente establecidas. Dado un pueblo democráticamente organizado (como pueda serlo el de la España de 1978) las corrientes separatistas o soberanistas que surgen de su seno y se orientan a la constitución, por secesión, de nuevas sociedades democráticas soberanas e independientes (independientes, por tanto de la democracia preexistente), son esencialmente antidemocráticas, si no en el terreno abstracto distributivo, sí en el terreno atributivo referencial. En efecto, tales democracias secesionistas lo primero que buscan es romper la unidad del pueblo político del cual han nacido. (Es interesante recordar aquí la embrollada redacción de los artículos 19 a 21 de la Declaración universal de los derechos de los pueblos, que se firmó en Argel el 4 de julio de 1976, donde aunque reconoce que un pueblo puede ser minoría dentro de un Estado, no por ello los derechos de esa minoría «pueden servir de pretexto para atentar contra la integridad territorial y la unidad política del Estado», siempre que éste actúe democráticamente.)

Por ello no deja de ser asombroso que nuestros demócratas fundamentalistas consideren también como partidos demócratas homólogos a los partidos secesionistas, como el PNV o ERC (en relación con el «pueblo español»). Es cierto que, desde la ideología secesionista, se seguirá afirmando que la democracia proyectada deriva en realidad de una democracia prístina y prehistórica (la constituida supuestamente por las primeras comunidades vascongadas, catalanas o gallegas de la edad saturnal). Sólo en apariencia, dirán los secesionistas, ellos descienden de la democracia española; por la sencilla razón de que esta democracia no existió jamás, como tampoco habría existido jamás la Nación española, que habría sido una «prisión de naciones» que buscan ahora, después de muerto Franco, su realización, no sólo en sí sino también para sí.

(b) La teoría de la transformación o generación equívoca o heterogénea

Según esta teoría (incorporada a la filosofía política del materialismo) toda sociedad democrática procede de la transformación de una sociedad previa no democrática. Por ejemplo, de la «evolución» de una sociedad esclavista, o bien, de una sociedad feudal, o de un estado absoluto del Antiguo Régimen.

Para abreviar: las democracias modernas serían el resultado de la evolución (o Revolución, como la de 1789) de las sociedades autócratas, o de los reinos del Antiguo Régimen, transformados, mediante la democracia, en Naciones políticas.

Esta evolución (o revolución) habría estado inspirada por un principio de libertad individual. Un principio que, por razones muy diversas, mueve al súbdito a transformarse en ciudadano; transformación que se habría llevado a cabo mediante el proceso de holización o división de una sociedad estamental organizada en partes anatómicas en sus individuos átomos capaces de expresar su voluntad en una asamblea. Otra cosa es que esta holización no haya podido dejar de ser abstracta en su ejecución, puesto que los individuos, holizados como ciudadanos, no se agotan en su condición de tales. Los ciudadanos no son sólo ciudadanos (o elementos de la nueva sociedad política democrática), sino que siguen siendo individuos que figuran como elementos de otras clases (profesiones, familias, religiones, lenguas, culturas...), muchas veces en conflicto con la clase ciudadana a la que pertenecen.

Ideológicamente la holización tendió a regularse por el principio metafísico de la igualdad entre los átomos o individuos. Principio metafísico en la medida en que sustantivaba esta relación como si la igualdad entre los elementos de un sistema, cualquiera que éste fuera, físico o social, tuviera un sentido unívoco, sin parámetros, y, en realidad, ininteligible al margen de la desigualdad existente según otros parámetros.

La egalité del principio revolucionario fue tratada, y vuelve a serlo una y otra vez, como un ideal absoluto; la socialdemocracia tendió siempre a orientar la política por el principio de la igualdad. Bobbio, por ejemplo, consideraba a la igualdad como el ideal mismo de la democracia; hay gobiernos socialdemócratas que han llegado a crear un Ministerio de Igualdad (sorprendentemente no han creado también otro Ministerio de Libertad y otro Ministerio de Fraternidad, vulgo Solidaridad), presuponiendo que las desigualdades son siempre subproductos del Antiguo Régimen y característicos de la derecha reaccionaria. Incluso suponiendo que las «desigualdades de género» son ficticias, y pretendiendo borrar las diferencias morfológicas entre varones y mujeres y extendiendo el matrimonio a las parejas homosexuales.

Pero la igualdad es el anverso de una desigualdad tomada como reverso: la desigualdad es factor imprescindible del dinamismo social, y una sociedad formada por individuos clónicos desaparecería como tal sociedad. Una sociedad política está fundada siempre sobre desigualdades irreductibles, y son éstas la fuente principal del dinamismo social y político, en virtud del cual una sociedad política se mueve por las diferencias entre sus partes (la misma solidaridad entre algunas de ellas se constituye precisamente por su oposición a terceras partes diferentes), a la manera como una locomotora se mueve por la diferencia de temperaturas entre el hogar y la caldera. En equilibrio termodinámico, con el más alto grado de entropía, el movimiento cesa.

En la realidad social y política, como en cualquier otra, rige siempre el principio estoico de la desigualdad («No hay dos hierbas iguales»). Hay desigualdades obligadas entre niños y adultos, entre jóvenes y viejos, diferencias de talla y peso, idioma, inteligencia, familia, capacidad o estrato social. Y, por supuesto, diferencia de pertenencia a los partidos políticos, cuando nos referimos a democracias multipartidistas. La igualdad reclamada por la socialdemocracia sólo podría entenderse como una igualdad paramétrica (por ejemplo, la igualdad de oportunidades en la salida –pero destinada precisamente a producir desigualdades en la llegada–, igualdad de género para ocupar cargos públicos, igualdad ante la ley...). Pero no debe olvidarse que la misma igualdad ante la ley presupone las desigualdades de hecho, porque es la misma ley no utópica la que distingue situaciones a fin de mantener entre ellas igualdades proporcionales (geométricas, no aritméticas), como se ve con claridad en las leyes tributarias o en el impuesto progresivo sobre la renta, &c.

En cualquier caso, el pueblo referencial no es una entidad creada por la democracia, ni por la revolución. El «pueblo», como concepto político, existía ya en el Antiguo Régimen, como un pueblo delimitado históricamente. Como un pueblo adscrito a un territorio basal, la tierra de los padres, la patria; un pueblo que, en el curso de los siglos, habrá llegado a hablar una lengua común, a compartir costumbres comunes e incluso a constituir, si no una Nación política, sí una Nación histórica, resultante de las fusiones, en diverso grado, de las diferentes naciones étnicas constitutivas.

La transformación del «pueblo» del Antiguo Régimen en el «pueblo» de la democracia moderna no tendría por qué entenderse siempre como una transformación abrupta, similar a una creación ex nihilo de la nueva sociedad. Habrá que reconocerse la existencia de estructuras propias del Antiguo Régimen (por ejemplo, instituciones de democracia procedimental en algunos sectores –concejos abiertos, tribunales populares para reparto de tierras de caza, de ganado o de aguas, democracia procedimental a escala municipal, pero en el seno de un régimen estamental aristocrático–) que, sin embargo, por sí mismas, no pueden considerarse como constitutivas de una sociedad democrática.

La democracia de la Norteamérica de habla inglesa tuvo su origen en la secesión de las colonias respecto del Imperio británico, organizado según el Antiguo Régimen, ya muy evolucionado desde la revolución de 1648. Más adelante llegará (El nacimiento de una nación) la federación de estas colonias emancipadas que constituirán un único Estado soberano, una Nación, y que por denominación oblicua retrospectiva recibirá la denominación de los Estados Unidos de América.

En cualquier caso las técnicas de delimitación del pueblo soberano referencial en el contexto de los pueblos que con él se relacionan no brotan simplemente de las líneas doctrinales escritas en el papel mojado de una Constitución. Brotan de la riqueza que ese pueblo se apropió (para formar su capa basal) y de la fuerza de ataque o de defensa (de su capa cortical). Si un pueblo tiene capacidad para «darse a sí mismo» una Constitución es porque tiene riqueza para sostenerse de modo recurrente y fuerza para resistir o atacar a los pueblos que le amenazan.

B. Las técnicas del ejercicio de la soberanía del pueblo ante sí mismo

Así como las técnicas de delimitación del pueblo soberano referencial, en el contexto de los demás pueblos, son modulaciones de su riqueza basal y de su fuerza cortical (en la que han de figurar también las fuerzas de los pueblos aliados), las técnicas de la soberanía del pueblo ante sí mismo (cuando la «cantidad» del pueblo hace imposible la democracia procedimental directa, es decir, el asambleísmo democrático, aunque no faltan quienes confían en la televisión o en internet interactivo para resucitar en el plano tecnológico la democracia directa y continua, y no sólo para educar al pueblo en la nematología de una democracia fuerte, en el sentido de la Strong Democracy de Benjamin Barber) son modulaciones de la representación del pueblo mediante comisarios o diputados en el parlamento, en el gobierno y en los tribunales de justicia.

La representación (a la que Carl Schmitt atribuye una estirpe católica, por ejemplo, la de los Concilios de Toledo) puede llevarse a efecto por muy diversas vías, de las cuales fijaremos los dos tipos más extremos, aunque ambos profundamente fundamentalistas: el tipo de las democracias populares unipartido y el tipo de las democracias parlamentarias pluripartidistas. Ni que decir tiene que cada uno de estos tipos de democracias fundamentalistas descalificará por completo las pretensiones democráticas del otro tipo; pero, desde una perspectiva materialista, ambos tipos pueden considerarse (sin perjuicio de su antagonismo) como una bifurcación del propio fundamentalismo democrático.

a) La vía de las llamadas democracias populares (también orgánicas, en el fascismo o en el nacionalsocialismo, o corporativas) utiliza, como técnica de la representación del pueblo, la elección de representantes a través de los consejos obreros (soviets), de instituciones públicas (corporaciones, colegios profesionales, universidades...), sindicatos, municipios, &c. Las democracias populares del bloque comunista, que fueron constituyéndose después de la Segunda Guerra Mundial, durante la Guerra Fría, utilizaron estas técnicas de representación unipartido como la mejor aproximación posible al ejercicio de la soberanía de un pueblo que se consideraba unido e identificado a través del partido único. Y no faltan reconocimientos, formulados desde el campo de las democracias pluripartidistas, de la conveniencia de introducir en ellas algún principio corporatista, al modo de P. C. Schmitter.

b) La vía de las democracias parlamentarias pluripartidistas, en las cuales la representación regular del pueblo (salvo en las consultas puntuales de referéndum, o en determinados procedimientos plebiscitarios) se ejerce a través de diputados proporcionados por los partidos políticos. Incluso cuando los candidatos son propuestos por un condado o distrito (en el sistema Westminster) la influencia partidista suele ser determinante.

Son los diputados elegidos por el pueblo los que constituyen la asamblea o el parlamento, y es en la asamblea en donde se crean las leyes.

Tesis fundamental del fundamentalismo democrático primario es la que establece que la voluntad soberana del pueblo se manifiesta o se revela precisamente en la voluntad del Parlamento. Pero esta evidencia tiene mucho de ficción; una ficción, ante todo, porque la idea misma de la «voluntad del pueblo» o de la «voluntad general» es contradictoria con un sistema de partidos, sistema en el cual precisamente la unidad del pueblo se reconoce explícitamente partida o fracturada en relación con las leyes que se votan, según la regla de las mayorías.

El fundamentalismo democrático primario da por supuesto que la mayoría representa al pueblo como totalidad. Y no porque la mayoría tenga mayor fuerza física (en al Antiguo Régimen las minorías eran las que dominaban sobre las mayorías), o mayor inteligencia («mejor ven cien ojos que uno»), sino porque la mayoría es (al menos así lo sugirió Kelsen) la mejor aproximación a la voluntad de todos y cada uno de los ciudadanos. Es decir, a la situación en la que todos los parlamentarios dieran su voto unánime.

Pero ni siquiera en este caso límite (contradictorio con la democracia pluripartidista, porque si el Parlamento votase siempre por unanimidad, la división de la cámara en partidos sería superflua) cabría sustituir la voluntad de la mayoría por la voluntad del pueblo. En todo caso, porque el pueblo carece, en una democracia avanzada y compleja, de capacidad para discernir el alcance de las leyes propuestas por los expertos.

En los casos ordinarios de discrepancia, y sobre todo en la situación de polarización bipartidista del Parlamento –como es el caso de la España de 2010, en el curso de la creación de la Ley del Aborto– es precisamente la voluntad general la que queda fracturada o partida por la voluntad partidista especial; y si la minoría derrotada, acaso por sólo un 3% de los parlamentarios, frente a una mayoría victoriosa (formada además por coaliciones del partido principal con otros partidos menores), acepta los resultados, no es porque refunda o reabsorba su voluntad en la de la ley votada mayoritariamente, sino porque mantiene intactas sus diferencias, y acepta, no ya los contenidos de la ley victoriosa, sino el procedimiento según el cual se ha obtenido, pero manteniendo también su disposición a revocarla cuando disponga, en la próxima legislatura, de la mayoría parlamentaria.

La aceptación por las minorías del resultado de una votación (sobre todo cuando su número es prácticamente el mismo que el de la mayoría) es sólo, por tanto, una aceptación de segundo grado, una aceptación del sistema parlamentario, pero no una aceptación de la materia de la ley de la que se trata. Sin embargo el partido derrotado, precisamente al acatar los resultados de la mayoría, estará también aceptando los principios del fundamentalismo democrático. Por ello, la objeción principal que cabe levantar contra este fundamentalismo democrático, en tanto incorpora el principio de la democracia procedimental, es una objeción contra la doctrina misma de la democracia, porque la aceptación de los resultados no tiene por qué interpretarse como la expresión de la voluntad general del pueblo, sino como la expresión del juego de los partidos que lo representan por ficción, es decir, como un resultado del mismo «juego de partidos». De aquí que pueda concluirse que la «voluntad del pueblo» (la olocracia, del fundamentalismo) se reduce en rigor a una partitocracia; o, desde el punto de vista de la taxonomía de Aristóteles, a una oligarquía o, en el mejor caso, a una aristocracia.

II. El fundamentalismo democrático primario considerado desde el punto de vista nematológico

El momento nematológico de la democracia, tal como la entiende el fundamentalismo democrático primario, está prácticamente disuelto en el momento tecnológico, aunque puede exponerse del modo sistemático doctrinal que es propio de los tratados académicos o de los documentos en los que se expone la constitución democrática y sus presupuestos (idea de pueblo, de representación parlamentaria, de estado de derecho –cuya doctrina fue desarrollada, por cierto, tanto por las democracias populares unipartidistas, como por las democracias parlamentarias multipartidistas–).

No cabe la menor duda de que el momento nematológico tiene un peso decisivo en la organización de la estructura jurídica de las democracias fundamentalistas, pero no procede dedicar aquí más páginas a esta cuestión.

En cambio sí es conveniente suscitar al menos la cuestión de la dependencia del momento nematológico respecto del momento tecnológico, dependencia que queda enmascarada por el espejismo de una doctrina que, al sistematizar el estado de cosas de una sociedad democrática realmente existente, ofrece la impresión de la autonomía teórica respecto de la cual los momentos tecnológicos tenderían a ser interpretados como un mero ejercicio o puesta en práctica de la doctrina.

El espejismo se produce principalmente porque la doctrina nematológica se expone al margen de los verdaderos motores dinámicos que la mueven tecnológicamente, como pueda serlo el pueblo referencial ya constituido, la maquinaria administrativa, policial, militar, &c., del Estado, herencia del Antiguo Régimen. También los intereses de sus grupos, sus canalizaciones partidistas, sus costumbres, sus modales y su vocabulario. Y este espejismo se manifestará en la apariencia falaz de una «constitución democrática según las reglas del juego que el pueblo se hubiera dado a sí mismo». En realidad no hay tales «reglas de juego», sino resultados deterministas de procesos concretos de enfrentamientos, acuerdos, consensos sin acuerdo, de instituciones, reivindicaciones de clase y, en medio de todo ello, como instrumento coordinador, los «poderes fácticos» (ejército, policía, funcionariado administrativo) que mantienen la continuidad histórica de la sociedad política.

Habla, pueblo... (cartel de propaganda preconstitucional española en 1977)

2. Fundamentalismo democrático canónico

La acepción del rótulo fundamentalismo democrático que vamos a analizar brevemente a continuación, acepción que denominamos fundamentalismo democrático canónico, fue utilizada en los años de la última década del siglo XX, los años del derrumbamiento de la Unión Soviética y de las democracias populares satélites suyos, los años del Tratado de Maastricht y de la Guerra del Golfo de Bush I, años en los cuales se fueron fijando muchos parámetros de lo que venimos llamando «democracias homologadas»; lo que significaba delimitar el alcance de otros regímenes, llamados por ejemplo populistas, que sin ser propiamente democracias populares –tipo Perú, Haití o Irak de la época– tampoco eran fácilmente homologables a las democracias parlamentarias multipartidistas.

Quienes utilizaban por aquellos en España este rótulo (fundamentalismo democrático) no tenían la idea del fundamentalismo democrático primario que pudiera considerarse desplegada por ellos en sus líneas maestras, pero tampoco se situaban en posiciones ajenas a tal idea. Quienes utilizaban la expresión «fundamentalismo democrático» asumían sin duda algunos rasgos del «fundamentalismo democrático primario», principalmente la exigencia del ejercicio de una democracia rigurosa y no meramente aproximativa, como único método para desligarse de cualquier forma de dictadura, de nepotismo o de corrupción encubierta por rótulos sublimes. José Rubio Carracedo se hacía eco de esta situación en su artículo «Democracia mínima» (publicado en 1994 en la revista Doxa, de Alicante, y reproducido al año siguiente en la Revista de Estudios Políticos, de Madrid):

«¿Fundamentalismo democrático o la democracia en serio? Durante el último decenio se observa una tendencia creciente, por un lado, a relajar los requisitos mínimos para la homologación democrática de los regímenes políticos y, por el otro, a desacreditar de modo cada vez más agresivo a los defensores de las condiciones clásicas del sistema democrático que son tildados de incurrir en «fundamentalismo democrático» o de mantener una visión cuasisacral de un régimen político surgido del período revolucionario, que lógicamente debe ir cambiando para adaptarse a las nuevas realidades históricas, económicas y sociales.» (págs. 222-223.)

En resumen: Rubio Carracedo asume la condición de fundamentalista democrático siempre que con esta expresión no se quiera dar a entender algún exceso indeseable, como pudiera serlo el que él llama «etnocentrismo democrático», aludiendo acaso a quienes proclaman algún modelo histórico de democracia –la norteamericana, la europea– como paradigma auténtico de la democracia:

«Tal es la exigencia de tomar la revolución democrática en serio, evitando a la par los excesos contrapuestos de un fundamentalismo democrático etnocéntrico y la excesiva complacencia, interesada por lo demás, con situaciones de democracia aparente, que enmascara los diferentes modos de dar cumplimiento a la perenne aspiración oligocrática: ‘que todo cambie para que todo siga igual’.» (pág. 223.)

Podría decirse al menos que la plataforma de estos doctrinarios era un fundamentalismo democrático primario, básicamente el mismo que diez años después (en torno al año 2004, en el cual el PSOE de Zapatero obtuvo, tras la masacre del 11-M, la victoria en las elecciones parlamentarias) asumiría el gobierno socialdemócrata, enmarcado en la atmósfera del pensamiento Alicia, en el panfilismo de la Alianza de las Civilizaciones, en el democratismo y progresismo krausista armonista y pacifista («todo lo que crece converge», había dicho Théodore Monod, muerto en el año 2000, casi a los cien años de edad, en la línea de Theilhard de Chardin). Es cierto que el pensamiento Alicia no desplegó la idea del fundamentalismo democrático en toda su amplitud, porque acaso la asumió más en el terreno práctico-retórico (utens) que en el académico (docens). La democracia, como hemos dicho, era considerada como algo más que una forma entre otras de la sociedad política, porque era el principio de todas las formas políticas y aún de todos los valores (solidaridad democrática, respeto democrático, convivencia democrática, elegancia democrática...).

La democracia (en España) estaba ya en marcha desde 1978 (la Constitución), y sobre todo desde 1982 (victoria socialdemócrata de Felipe González). Lo que la gente entendía por democracia era (por oposición a la dictadura de Franco, dibujada con líneas ad hoc) muy sencillo, y podía resumirse en unos pocos principios. (1) Quien expresaba su voluntad soberana en las urnas a través de los partidos políticos era el pueblo; a él invocaban constantemente los líderes políticos en las campañas electorales («¡Habla, pueblo, habla!»). (2) Los partidos políticos ofrecerán los candidatos a representantes del pueblo en listas cerradas y bloqueadas. (3) El pueblo elegirá a sus diputados, y éstos al Gobierno, por lo que la soberanía del pueblo se trasladará a las Cámaras, como «plataforma de trabajo». (4) El pueblo también hará oír su voz por vías extraparlamentarias, tales como manifestaciones, huelgas, declaraciones sindicales (acaso también podrían considerarse en esta línea las resoluciones de la Conferencia Episcopal, que recogía la voluntad del pueblo de Dios, aún cuando los demócratas fundamentalistas no considerasen esta forma de manifestación). (5) En cualquier caso, todas estas voces extraparlamentarias deberán canalizarse en las Cámaras. (6) Todas las normas que los diputados crearán como leyes, y todas las actuaciones de los ciudadanos, sean o no representantes del pueblo, deberán ajustarse a la Constitución. (7) La democracia asumirá de este modo la forma de un Estado de derecho, con separación de poderes. (8) Podría decirse que el pueblo soberano constituye el fundamento de la democracia, pero que no es necesario, por redundante, decirlo así; se trataría de algo evidente, sobre todo para el partido que hubiera obtenido la victoria en las elecciones correspondientes.

Esta es acaso la razón por la cual el rótulo «fundamentalismo democrático» comenzó a asumir sentidos diferentes cuando el partido en el poder desde 1982, el PSOE, comenzó a ser desplazado poco a poco hasta su derrota en 1996, y sobre todo en el año 2000. El «pueblo» no había elegido al partido que se identificaba con la democracia, sino que había elegido al partido adversario, que iba a gobernar durante ocho años. El partido derrotado tuvo que reinterpretar el rótulo «fundamentalismo democrático» y se le ocurrió aplicarlo al Partido Popular victorioso en una inflexión que consideramos miserable. Pero cuando en el año 2004 la nueva generación socialdemócrata recobró el poder, se volvió al fundamentalismo ejercido más puro, al menos en el terreno retórico, y en el vocabulario oficial. Era un fundamentalismo que no necesitaba ser representado como tal, sino sencillamente ejercido, es decir, sin suscitar ninguna duda sobre ese pueblo que había cambiado de opinión, y sobre los cauces y mecanismos de su asistencia al nuevo gobierno socialdemócrata (pacifismo en la época de la guerra del Irak de Bush II, memoria histórica, transferencias autonómicas masivas, estatutos de autonomía, proyecto de ley del aborto...).

Dicho de otro modo, el fundamentalismo democrático ejercido por el gobierno socialdemócrata de 2004 en adelante no necesitaba «creer» en sus principios; era suficiente enarbolarlos constantemente (el pueblo, la paz, la democracia...), mientras amplios sectores de votantes y simpatizantes se mostrasen dispuestos a seguir votando a los candidatos socialdemócratas.

El demócrata primario (que ni siquiera necesita presentarse como fundamentalista) tenderá a considerar a sus adversarios políticos no tanto como alternativas democráticas, sino sencillamente como antidemócratas (franquistas o stalinistas enmascarados). ¿Qué era todo esto sino fundamentalismo democrático? Y esto no porque ellos se considerasen demócratas puros, porque reconocían déficits a la democracia, pero déficits subsanables, poco a poco, mediante la intensificación de la democracia.

Ahora bien: el fundamentalismo democrático al que ahora nos referimos, el canónico, viene a ser no sólo un democratismo en ejercicio, ni siquiera un ideal a conseguir, sino también un proyecto de representación, lo más rigurosa posible, de un canon para evaluar y homologar en su caso la situación de cualquier democracia empírica realmente existente, o bien otros regímenes no democráticos, o al menos no homologados.

Este es el sentido que, en las postrimerías de la primera época del gobierno socialdemócrata (la época de 1982 a 1996), dieron al término «fundamentalismo democrático» conocidos publicistas de la época (que eran considerados como filósofos) como José Luis López Aranguren, Fernando Savater o Javier Sádaba, quienes, en todo caso, hablando desde la plataforma de un fundamentalismo democrático, aunque de hecho atendían sólo a rasgos distintivos muy sumarios. Los tres autores citados comentaban la representación de La muerte y la doncella, de Ariel Dorfman, ofrecida en marzo de 1993 en solidaridad con Amnistía Internacional: «Hay cosas –decía Savater– que no podemos perdonar por otro, pero hay que luchar contra todas las situaciones de excepción desde el fundamentalismo democrático». Y en un artículo sobre las dictaduras (El País, Madrid, 2 de octubre de 1994) Savater confiesa: «Me considero reo de esa culpa y aún más: lamento que en este fin de siglo de fundamentalismos el democrático sea el menos extendido.»

También Iñaki Anasagasti, del PNV, negará (sin duda desde la perspectiva de un fundamentalismo democrático canónico) a Felipe González, presidente del gobierno en la época del GAL (entre 1983 y 1987) autoridad moral para hablar de fundamentalismo democrático, una vez que los jueces han implicado a miembros de aquel gobierno socialista en actuaciones tan chapuceras (El Mundo, Madrid, jueves 23 de julio de 1998).

No parece infundada nuestra sospecha acerca de la influencia que estas opiniones críticas, formuladas desde plataformas fundamentalistas contra el gobierno de González (en los días del GAL, de Filesa, &c.) por Anasagasti, pero también por Aznar y otros, pudieron haber tenido en una nueva acepción de fundamentalismo democrático (que consideramos más abajo como tercera acepción del rótulo, la miserable), en tanto esta nueva acepción, en lugar de renunciar a la democracia, recurría a la estrategia defensiva de distinguir la propia concepción de la democracia de las concepciones de un fundamentalismo democrático rigorista que propiamente (suponía) no era sino un modo de enmascaramiento de un autoritarismo semifascista.

Cebrián y González en Rabat catando otros fundamentalismos en la séptima cumbre euro magrebí de enero de 2008

3. Fundamentalismo democrático miserable

La nueva acepción del fundamentalismo democrático, la que llamamos miserable, es la mantenida por Felipe González y el grupo Prisa (con gran influencia en España y en Hispanoamérica), en contra de sus críticos fundamentalistas. Puede servir de hito entre las posiciones del PSOE en la época de González (cuya concepción de la democracia socialista, después de su renuncia al leninismo y al marxismo, era mucho más laxa y próxima al pragmatismo falsacionista de Popper o de Kelsen) y las posiciones del PSOE en la época de Zapatero (cuyas concepciones de la democracia socialista son mucho más metafísicas en el terreno ideológico literario: «La Tierra no es de nadie, es del viento...», una metafísica poética más propia de un adolescente que de un líder político «hecho y derecho»).

Esta tercera acepción del rótulo fundamentalismo democrático aparece por tanto como una reacción a la acepción segunda, que hemos denominado canónica. Y llamamos miserable a esta nueva acepción, ante todo por las circunstancias de la lucha sucia parlamentaria en las que se gestó, para salvar la condición democrática de su gobierno frente a las críticas por corrupción de otros partidos políticos del arco parlamentario, acusándolos de autoritarismo o de fascismo enmascarado, y adjudicando al adversario no tanto el rótulo de democracia, cuanto el de fundamentalista (que ellos en la coyuntura asociaban al fundamentalismo islámico); miserable porque pudiendo haberse distanciado de los vencedores considerándolos como demócratas de alguna otra especie homologada, en Europa o en Norteamérica –pongamos por caso, la especie demócratas neoliberales (al estilo de Hayek o de Milton Friedman), o de la especie demócratas autoritarios (al estilo de Schumpeter)–, prefirieron considerarlos como antidemócratas criptofranquistas, como autoritarios enmascarados con la capucha del fundamentalismo, utilizando este término con la connotación oblicua que adquiría para designar a los integristas talibanes que marcaban el significado que el fundamentalismo islámico tenía en aquella época; miserable, en resumen, por la superficialidad y la intención puramente erística de su gestación, una intención comparable a la que impulso a Vázquez Montalbán a crear su concepto, no menos miserable, de «nacional constitucionalismo de las JONS» para dibujar las líneas políticas supuestamente criptofranquistas de Aznar.

Los inventores de esta nueva acepción del fundamentalismo democrático se acogían sin embargo a una idea de democracia muy común entre los admiradores de Churchill y los lectores de Popper. Para ellos la democracia era una metodología en la cual los planes y proyectos de un gobierno eran sometidos periódicamente a una prueba de falsación (cuando el gobierno perdía las elecciones); la democracia, y menos aún el «pueblo», no necesitaban ser sacralizados, aunque se reconociese que la democracia era en cualquier caso la forma menos mala entre las posibles.

Pero la democracia así entendida es muy superficial, al menos desde las coordenadas del materialismo, precisamente porque elude las verdaderas cuestiones filosóficas que las democracias entrañan. La «teoría pragmática» o metodológica de la democracia pretende explicar sus instituciones como resultados de cálculos psicológicos sobre las ventajas o inconvenientes (verificables o falsables) de una determinada institución; rechaza sin duda las explicaciones metafísicas de la democracia (desde la crítica general a cualquier certidumbre dogmática de índole fundamentalista, y en este punto la teoría podría encontrar apoyos en Kelsen), pero sustituye esta explicación metafísica por una teoría ahistórica que se sostiene sobre la hipótesis de un racionalismo psicologista de los ciudadanos que forman el cuerpo electoral.

Sin embargo, quienes así proceden no renuncian explícitamente a los principios del socialismo democrático (al pueblo, al Estado de derecho), y se limitan a descalificar a los «socialistas dogmáticos», a los comunistas, adheridos a certidumbres fanáticas, a los nacionalsocialistas o a los fascistas por la misma razón. Pero de hecho, su concepción de la democracia «con los pies en el suelo» les libera de todo rigorismo integrista y del puritanismo («un socialdemócrata no está obligado a utilizar la bicicleta o el utilitario en lugar de un automóvil de alta gama, ni tiene por qué utilizar zamarra o alpargatas en lugar de abrigos y zapatos escogidos»). Ser demócrata no significa vivir como un mendigo; el demócrata socialista también busca el incremento de su «calidad de vida», y ello permite comprender la posibilidad de que alguien, sin dejar de ser demócrata y socialista, traspase los límites de una moderación siempre relativa. Humano es errar, y si un demócrata socialista traspasa alguna vez los límites esto no debe descalificar su condición de demócrata. Que un gobierno socialista haya visto como algunos dirigentes suyos han ensayado los métodos del GAL o hayan caído en la tentación de hacer un negocio poco limpio no lo descalifica como tal, y en todo caso la democracia tiene sus métodos, en cuanto estado de derecho, para corregir estas desviaciones y para reintegrar a los desviados. Por ello, quien en nombre de la democracia continúe con sus hábitos autoritarios y criptofranquistas no será propiamente demócrata, sino un rigorista fundamentalista, de estirpe fascista, un fundamentalismo democrático.

Y no habría más misterio en la génesis de esta tercera acepción de fundamentalismo democrático, novedad atribuida algunas veces al propio Felipe González (ver El Mundo, 30 de mayo de 2001) para designar al estilo de gobierno de Aznar. Hacemos nuestra la exposición del rótulo «El fundamentalismo democrático según Felipe González y Juan Luis Cebrián», tal como Gustavo Bueno Sánchez nos lo ofrece en el texto de referencia:

«En las elecciones generales del 3 de marzo de 1996 el Partido Socialista Obrero Español, capitaneado por Felipe González, en el gobierno de la Nación española desde hace quince años, obtiene quince diputados menos que el Partido Popular, siendo elegido José María Aznar nuevo presidente del Gobierno de España. La derrota democrática sufrida por estos socialdemócratas españoles llevará a sus ideólogos a colorear de manera peculiar e interesada el rótulo fundamentalismo democrático, que además creerán haber descubierto ellos y con el que se empeñarán en denominar a esos falsos conversos que se han aprovechado de la democracia para establecer el mal como «autócratas camuflados en falsos procesos electorales». El ex presidente Felipe González (1942) y el ex director de El País, consejero delegado del Grupo Prisa y miembro de la Real Academia de la Lengua, Juan Luis Cebrián (1944), a través de los poderosos medios de su grupo de comunicación, procurarán popularizar lo que presentan como un hallazgo ideológico, del que Cebrián se atribuye la paternidad. No deja de tener gracia encontrarse a Joaquín Estefanía (que también fue director de El País en su momento) asegurando en febrero de 2003 que Luciano Canfora «se apropia del concepto de fundamentalismo democrático, que atribuye a Gabriel García Márquez», teniendo que recordar Cebrián en mayo de 2003 por si acaso, con no poco desahogo, que es él quien ha acuñado tal rótulo («He acuñado una expresión que llamo el fundamentalismo democrático para definir a los que imaginan una democracia auténtica, o una democracia pura o incorrupta») con el que titulará además un libro muy difundido y jaleado a finales de ese año de 2003. La apoteosis del fundamentalismo democrático de González-Cebrián y adláteres se producirá en los primeros meses de 2004, en plena campaña electoral contra el Partido Popular, hasta pocos días antes de que los asesinatos ejecutados por el fundamentalismo mahometano el 11M marcasen decisivamente las elecciones generales del 14 de marzo de 2004: el 4 de febrero Cebrián denuncia «el fundamentalismo democrático, una enfermedad que la derecha española padece hasta el extremo»... el 26 de febrero González y Cebrián debaten en Sevilla sobre el fundamentalismo democrático, "eso que en nombre de la democracia desvirtúa la democracia".» (http://filosofia.org/ave/002/b022.htm)

Juan Luis Cebrián, en una conferencia en la Universidad de Guadalajara (reseñada en El País del 26 de noviembre de 2000 por Juan Jesús Aznárez), resumía sin proponérselo la miserable condición de los mecanismos que impulsaron la creación del «nuevo concepto»:

«El periodista y académico Juan Luis Cebrián alertó ayer en una conferencia pronunciada en la Universidad de Guadalajara contra la tendencia al fundamentalismo democrático y al pensamiento único que hoy se observa en la sociedad. Dentro del seminario sobre la transición española y el papel de los medios de comunicación, organizado por la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar, Cebrián definió al fundamentalista como alguien ‘basado siempre en certezas, sean éstas científicas o ideológicas, alguien que tiene una concepción cerrada del mundo, una perspectiva única de la convivencia, y al que alienta un impulso apostólico tendente a difundir la verdad de que es portador’. ‘Y, aunque muchos no lo quieran reconocer’, dijo a los universitarios mexicanos, ‘beben con naturalidad pasmosa en los orígenes sociales y psicológicos del fascismo’. Acompañado de los escritores Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, el periodista, escritor y académico explicó que la mentalidad fascista fue definida por Wilhelm Reich como ‘la del pequeño hombre, mezquino, sometido, ávido de autoridad y a la vez rebelde’. ‘Este pequeño hombre, añado yo, deseoso de incorporarse a las modas democráticas, y aun sinceramente admirador de los sistemas políticos que las encarnan’.»

José Manuel Otero Novas, Fundamentalismos enmascarados. Los extremismos de hoy, Ariel, Madrid 2001     Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, La Esfera de los Libros, Madrid 2004

4. Cuarta acepción del rótulo fundamentalismo democrático: contrafundamentalismo democrático

Asumimos ahora una perspectiva antropológica, desde la cual obtenemos una acepción que tiene desde luego un signo negativo o crítico, porque entiende el fundamentalismo «a la contra», aunque de un modo recto y no oblícuo (como lo hace la acepción miserable), es decir, lo entiende como contrafundamentalismo. Y esta cuarta acepción puede considerarse como antropológica porque la perspectiva desde la cual estaría conformada esta acepción sería la más propia de la llamada Antropología cultural, que se ocupa de la cultura humana como un todo complejo, tal como la definió Tylor. Las «partes» de ese todo complejo son, siguiendo líneas de división horizontal, los círculos o esferas culturales, las culturas (círculos o esferas tales como cultura egipcia de las tres primeras dinastías, cultura papúa, cultura fenicia, &c.), y, siguiendo líneas de división vertical, las categorías culturales (lingüísticas, indumentarias, tecnológicas, económicas, de parentesco, religiosas, arquitectónicas).

Suponemos que las categorías culturales antropológicas están constituidas por instituciones, y esta característica la tomamos como criterio distintivo entre las categorías antropológicas (humanas) y las categorías etológicas (zoológicas). En cualquier caso, ni las culturas humanas ni sus categorías son partes sustantivas, aún cuando tienen una gran independencia estructural y procesual: por ejemplo, las categorías musicales son irreductibles a las categorías escultóricas, es decir, existe una cierta discontinuidad entre tales categorías. Sin embargo están profundamente involucradas entre sí, y con las categorías etológicas, y, por supuesto, con las biológicas, con las físicas o con las químicas.

En cualquier caso supondremos que el material antropológico no está íntegramente categorizado; o dicho de otro modo, la organización gnoseológica del todo complejo no agota la integridad de sus materiales.

Ordinariamente se distinguen, en el momento de tratar conjuntamente ese todo complejo, dos grandes metodologías antropológicas, la constitutiva de la antropología materialista y la constitutiva de la antropología espiritualista, a veces, idealista. Ahora bien: en el momento de establecer una diferencia gnoseológica significativa entre estas dos metodologías de la antropología cultural (una diferencia gnoseológica, no ya metafísica, que por ejemplo tomase como criterio la tesis de un espíritu humano vinculado o religado a una divinidad trascendente y también espiritual) nos inclinamos a declararla en torno a la oposición entre el reconocimiento del pluralismo de las partes del material antropológico (pluralismo que implicase siempre discontinuidad) y el monismo de las partes (que implica continuidad entre las culturas diversas y entre las categorías de cada cultura).

Una antropología materialista es la que subraya, ante todo, la multiplicidad discontinua de las partes del «todo complejo», negando por tanto que ese todo complejo se desenvuelva cumpliendo una ley teleológica (como quiere serlo la «ley del progreso», o la del fin de la Historia). Una antropología espiritualista subraya la continuidad entre sus partes como orientadas hacia un fin común, tanto si este fin se pone (como lo pone el marxismo metafísico) en la inmanencia terrena de la historia humana, es decir, en un estado final en el que el género humano «se reconciliará consigo mismo» dejando atrás el estado de alienación, como si este fin se pone en la trascendencia de un punto Ω, en función del cual pueda entenderse la sentencia que ya hemos citado: «Todo lo que crece [progresa] converge», un lema a todas luces contradicho por la experiencia.

En cualquier caso, es evidente que una metafísica espiritualista que tiene en cuenta «la mano de Dios» (o la de la Naturaleza) en el destino del hombre, se reflejará en una metodología monista continuista, que tenderá a establecer una jerarquía entre las partes del todo complejo en virtud de la cual todas las categorías antropológicas (económicas, tecnológicas, políticas, &c.) quedarían subordinadas por ejemplo a las categorías religiosas. Y ello hasta el extremo de que ni siquiera se reconocerá ningún sentido al concepto político de soberanía de una sociedad política, «porque la soberanía sólo puede predicarse de Dios» (Malebranche, Donoso Cortés, Maritain).

¿Qué significa entonces el fundamentalismo democrático desde la perspectiva del pluralismo materialista? Más aún: ¿cómo podría redefinirse, desde este pluralismo materialista, el propio fundamentalismo democrático?

Sin duda como una aplicación de la metodología monista, si no ya aplicada a la totalidad cósmica, sí a la totalidad antropológica, al «todo complejo».

El fundamentalismo democrático, visto desde el pluralismo (materialista o espiritualista), se caracterizaría ante todo por una tendencia a entender las categorías políticas como fundamentos verdaderos de las más importantes, si no de todas, las categorías antropológicas; y, dentro de las categorías políticas, el fundamentalismo democrático sería a su vez el fundamento de todas las demás, que quedarían subordinadas a ella. De este modo la democracia fundamentalista quedaría elevada a la condición de valor supremo, quedaría sacralizada (suele decirse), y convertida en principio director de todos los demás valores. Esto hará posible hablar de una ética democrática, de una moral democrática, de una economía democrática, de un Estado de derecho democrático (antes de la democracia no se admitirá propiamente el Estado de derecho), y por supuesto de una religión democrática, de un arte democrático, de una ciencia democrática y de una filosofía democrática. La democracia terminará siendo proclamada como el fin de la Historia.

No nos detendremos aquí en subrayar el aspecto metafísico que nos ofrece este «democratismo trascendental». Sin duda el fundamento de este mismo fundamentalismo es también metafísico, muy próximo al humanismo cuasimístico del Género humano como Ser supremo, que logra la comunión final de sus miembros tras una Alianza de Civilizaciones. Una Alianza de la Humanidad (Krause) que asegurando la paz perpetua y la solidaridad socialista entre todas las naciones permitirá desplegarse a este Género humano constituyéndolo como centro de un Universo armónico, ecológico y aún galáctico, al que conferirá sentido.

No será gratuito afirmar que el fundamentalismo democrático, así entendido, no es otra cosa sino una transposición al hombre de la función atribuida tradicionalmente al Dios de las religiones monoteístas. Es el Ser Supremo del positivismo de Augusto Comte y de su «religión de la Humanidad», es la «Alianza de la Humanidad» de Krause (que Sanz del Río presentó en España hace ya siglo y medio, y por cierto, mediante un plagio vergonzante).

Ahora bien, desde el materialismo antropológico no cabe considerar a las categorías políticas, ni menos aún a las democráticas, como principios directores y organizadores de la vida humana. Ni el orden ético, ni el orden moral, ni el orden religioso, artístico, científico o filosófico están subordinados al orden democrático. La ética, la moral, la religión, el arte, la ciencia, la técnica o la filosofía se desplegaron en sociedades no democráticas. Más aún, puede afirmarse que carecen de sentido expresiones tales como «ética democrática», «religión democrática», «ciencia democrática», «arte democrático» o «filosofía democrática». Ni la religión, ni la ciencia, ni el arte, ni la filosofía admiten la consideración de ancillae democratiae. Ni siquiera la propia democracia tiene como fundamento la democracia, como ya hemos dicho, porque la democracia supone dado un pueblo referencial o Nación histórica cuyos orígenes no son, en modo alguno, democráticos (salvo para las doctrinas metafísicas rusonianas del contrato social originario).

La política de un gobierno democrático fundamentalista que pretende hacer pasar todas las categorías antropológicas por el «filtro democrático» (el Estado dejará fuera de su campo a cualquier actividad musical, artística, filosófica... que no sea democrática; también dejará fuera de su campo a cualquier actividad religiosa –las vacaciones de Navidad, por ejemplo, serán transformadas en vacaciones de invierno–, serán suprimidas las fiestas taurinas, porque su violencia no se juzga compatible con la democracia de la paz y del diálogo).

Desde la metodología de un pluralismo materialista, la única posibilidad de reconocer el fundamentalismo democrático, es la del contrafundamentalismo. No cabe reconocer la posibilidad de una fundamentación metafísica de la democracia. No cabe apelar al «derecho natural» o a los «derechos humanos» entendidos como derechos naturales que reconocen a todos los individuos humanos como libres, con independencia de su raza, lengua, religión, sexo... Estos derechos, en su versión de 1948, fueron ajustados a las sociedades democráticas homologadas (razón por la cual no fueron firmados por la URSS, China y satélites, ni tampoco por varios Estados islámicos). Y desde luego no emanaban de la naturaleza humana, sino de la historia. Y si han llegado a erigirse en derechos universales, reconocidos por la Asamblea General de las Naciones Unidas, habrá sido debido a los acuerdos internacionales de las Potencias que buscaban de modo perentorio establecer unos criterios pragmáticos para el tratamiento de los individuos humanos en la postguerra, así como para tomar posición ante los Estados que no respetasen tales criterios. Pero de ahí no se deduce que los individuos humanos consistan en ser sujetos de derechos democráticos (como pretenden los teóricos de la democracia que creen poder derivarla de la Declaración Universal de los Derechos Humanos). Entre otras cosas, porque ninguna norma política o jurídica tiene capacidad para agotar la materia individual o grupal de la que están constituidos los seres humanos.

Es importante subrayar que este criterio diferencia el materialismo antropológico del espiritualismo antropológico, que cifra como característica de los individuos humanos no ya el no ser agotables por cualquier tipo de normas democráticas, sino en el hecho de poseer un espíritu incorpóreo creado por Dios ex nihilo.

Como una modulación espiritualista de esta cuarta acepción del fundamentalismo democrático, consideramos aquí la concepción que este fundamentalismo democrático alcanza en ciertos tratadistas católicos, sobre todo los que se alinean políticamente en el círculo de los partidos políticos autodenominados «democracias cristianas» o afines.

La concepción que estas corrientes democristianas (o afines) tienen del fundamentalismo democrático es muy similar a la concepción del materialismo. Ello resultaría paradójico a quien presuponga que todo lo que tenga que ver con el cristianismo (en particular, con la Iglesia católica) es incompatible con el pluralismo materialista.

Sin embargo la paradoja se resuelve teniendo en cuenta los importantísimos componentes materialistas (pluralistas) del cristianismo, sobre todo del católico. Citaremos los que nos parecen aquí más pertinentes. Ante todo el dogma central de la Santísima Trinidad –que modera la rigidez del monoteísmo monista arriano o musulmán–. Pero también el dogma de la unión hipostática de su Segunda Persona con el cuerpo de Cristo. En tercer lugar el dogma de la resurrección de la carne –dogma contradistinto de la creencia en la inmortalidad del alma–. En cuarto lugar la institución del sacramento de la eucaristía, mediante el cual el pan y el vino son transformados en el mismo cuerpo de Cristo.

Desde el punto de vista de la teología y de la filosofía política, y dejando de lado el llamado agustinismo político (que tendía siempre a subordinar la Ciudad terrena, y por tanto la ciudad democrática a la Ciudad de Dios), lo cierto es que las iglesias católicas, y algunas reformadas, fueron ajustándose a las líneas que trazó Santo Tomás de Aquino. Líneas muy próximas al reconocimiento de un pluralismo efectivo en el universo creado por Dios, un pluralismo tanto más lejos de la metodología monista cuanto más se ponderaba la condición de los campos del universo como obras de Dios, según una inmensidad de riquezas que estaban a mil leguas de la monotonía repetitiva del materialismo clásico.

La unidad del universo estaba asegurada por la causalidad teleológica divina; pero esta causalidad era extrínseca y dejaba anchísimo campo al reconocimiento de la independencia relativa de las especies y géneros de criaturas. Una independencia que era simple reflejo de la misma omnipotencia divina, cuyos actos creadores no podrían considerarse encadenados a sus creaciones anteriores. En particular, se establecía la independencia de la sociedad política, del Estado, como sociedad perfecta en su género, respecto de la sociedad religiosa, de la Iglesia, también perfecta en su género. Incluso la doctrina de la libertad humana venía a reconocer un cierto grado de discontinuidad entre los sujetos libres, en la medida en la cual las decisiones de unos no tenían por qué ser entendidas como consecuencias de las decisiones de otros o de la sociedad. La fe común no podía servir de pretexto para olvidar que las obras individuales o grupales de los hombres tienen consecuencias por sí mismas.

Una larga tradición escolástica cristiana reconocerá ampliamente los derechos del César, sin perjuicio de los derechos de Dios. Lo que se traduciría en el reconocimiento, por parte de las mismas organizaciones cristianas, de la posibilidad de una democracia, incluso republicana, capaz de establecer sus reglas con independencia de los planes pastorales inmediatos de la iglesia a la que pertenece. Los recelos que suscitaron, en la España de la Segunda República, los proyectos políticos de Ángel Herrera (expuestos recientemente con gran precisión y conocimiento de causa por Agapito Maestre en un libro reciente) eran sin duda fruto de los prejuicios y de la ignorancia. Pero aquellos proyectos tendían no solamente a mantener firme la autonomía de la sociedad civil, aún en la forma de una democracia republicana, siempre que se respetara la autonomía de la sociedad religiosa, es decir, que no se intentase reabsorberla en la sociedad civil.

Una justa concepción de la democracia como una forma, pero no la única, entre otras, de organizarse políticamente las sociedades políticas (incluso como la forma menos mala, en diversas circunstancias, aunque tampoco como la forma mejor, en otras) y que implica la crítica implacable del fundamentalismo democrático como efecto de un extremismo absurdo, nos la ofrece José Manuel Otero Novas en su libro Fundamentalismos enmascarados (Ariel, Madrid 2001, cap. VIII, «El fundamentalismo democrático»). Otero Novas se mantiene en coordenadas cristianas muy próximas políticamente a las que mantienen muchos partidos europeos democristianos, pero sus posiciones ante el fundamentalismo democrático son prácticamente las mismas que las del materialismo filosófico. Ninguna constitución democrática puede ser sacralizada. Ni siquiera tiene sentido el intento de crear un «patriotismo constitucional», tal como lo propuso Habermas, al que siguen algunos fundamentalistas idealistas socialdemócratas españoles. Ni siquiera una constitución democrática, menos aún, su tecnología que se acoge a los principios de la democracia procedimental, es decir, a la ley de las mayorías, tiene más alcance que el de una convención práctica e incluso el de una ficción jurídica:

«En definitiva, el mecanismo democrático, que parte de la soberanía popular, se complementa con una regla que lleva a seleccionar los criterios operativos y a las personas que han de aplicarlos, según lo que opinen las mayorías. Ante la imposibilidad de lograr acuerdos unánimes del pueblo soberano, se acepta la ficción salvadora de conflictos de que la mayoría representa al conjunto, y la minoría derrotada acepta el veredicto mayoritario, con la esperanza de que ese veredicto pueda ser cambiado en el futuro, dado que el poder es reversible y, en función de las circunstancias y del convencimiento social, lo que hoy es minoría puede mañana ser mayoría.
Hay por tanto en la democracia un presupuesto de filosofía política, que es el de la soberanía popular, junto con una simple aunque importante técnica de conveniencia social, que es la de la aceptación de las decisiones de la mayoría. Obviamente se trata de dos elementos de diferente naturaleza y nivel, por lo que, si no siquiera los principios de convivencia deben ser elevados a la categoría de dogmas inmutables, menos aún pueden serlo las meras técnicas organizativas, racionales o convencionales en mayor o menor grado.» (Otero Novas, op. cit., pág. 376.)

En cualquier caso, tanto el materialismo como el cristianismo reconocen la realidad de los individuos humanos como entidades que no pueden ser reabsorbidas como consecuencia de la política del fundamentalismo democrático primario, cuando este quiere arrasar sus «propiedades personales», su educación, su estética, sus aficiones y sus gustos (incluidos el tabaco y los toros), en nombre de unos principios ecológico sociales cuarteleros.

Sin perjuicio de lo cual las razones de este reconocimiento son muy diversas y aún opuestas entre sí. Las consecuencias de esta diversidad de razones pueden dar lugar también a incrementar sus diferencias.

Porque el espiritualismo cristiano asienta su «respeto a la individualidad personal» –y por tanto, su rechazo al absolutismo democrático– en su condición de «templo del espíritu», creado nominatim por Dios y ulteriormente en «templo del Espíritu Santo». Pero el materialismo asienta su respeto a la individualidad personal (o grupal) no tanto en el reconocimiento de alguna entidad positiva espiritual en ella residente, sino en el reconocimiento (negativo) de que el individuo personal (o el grupo) no puede quedar agotado en su condición de elemento de una clase, cualquiera que esta sea (la clase proletaria o la clase burguesa, la clase de los europeos o la clase de los americanos, la clase de los comunistas o la clase de los fascistas). Porque los individuos personales, como los no personales, no son para el materialismo meros soportes de modelos sociales o naturales normalizados y multiplicados acaso clónicamente por la educación ciudadana o por los mecanismos ordinarios de la reproducción natural.

De aquí se sigue, sin embargo, que ese fondo material irreductible del individuo (o del grupo) puede resultar ser efectivamente más valioso o interesante de lo que resulta ser el individuo que actúa estrictamente en cuanto elemento de una clase dada. Desde la perspectiva del espiritualismo, podrá mantenerse una expectativa muy distinta ante las posibilidades de un individuo que, aún siendo elemento de una clase, o de varias, no se agota en ellas. En cualquier caso habría que dejar de lado la contraposición que se formula desde el «materialismo grosero», y según la cual el espiritualismo cristiano, en democracia, es sólo un residuo de la edad tenebrosa de la superstición, que encuentra sus respuestas luminosas en el laicismo de una democracia ilustrada.

Pero desde el materialismo filosófico cabría reinterpretar el espiritualismo, no tanto como una mera superstición, sino como un reconocimiento por la vía metafísica sustantivada del espíritu, de la inagotabilidad del individuo en la clase o clases a las que pertenece. Y esto sin prejuzgar que necesariamente la parte clasificada o normalizada del individuo haya de ser siempre menos valiosa o interesante que su fondo material, no reducible a clasificación; pudiera ocurrir que este fondo inagotable fuese menos valioso y aún menos interesante que las partes que hayan podido ser enclasadas o sometidas a unas normas definidas.

 

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